(...) la estampa del rostro de Virginia Woolf (uno de sus grandes referentes literarios, junto a Natalia Ginzburg), la foto de la adolescente Marta que parece proteger a su madre (como aquella Effigie miracolosa della Madonna delle Grazie, que Carmen envió a su entrañable amigo Ignacio Álvarez Vara), el diminuto retrato de las tres hermanas Brontë pintado por su hermano Branwell, la figura inclinada sobre una chincheta de don Miguel de Unamuno (el primer escritor que posó su mano sobre la cabeza infantil de Carmiña en la casa de la plaza de los Bandos), y las fichas manuscritas con advertencias, a las que fue tan aficionada y a las que nunca trató como remedios sino como sugerencias para el momento. Alguna casi se puede leer: «Entre mi mesa y yo no tiene por qué instalarse el infierno». Otra que está encima del ventanuco me la sé de memoria: «Hoy es tan tiempo como ayer. Mañana lloraré este día que no supe habitar. 2, diciembre 1972» (era su recado vitalista contra el culto a la nostalgia). Encima de esta ficha despunta su retrato: es la Martín Gaite de los años setenta, la que aprendió a habitar la soledad y la que escribió sus mejores novelas, mientras redactaba El cuento de nunca acabar. Se parecen y hasta coinciden en el gesto, pero es otro el aire de su rostro, manifestando que la fugacidad y la variabilidad es la esencia de lo que hemos llamado «identidad». (...) Las imágenes, como los recuerdos, se tambalean, se colocan sin orden ni concierto, se pegan con chinchetas a la pared o se agarran como lapas a la memoria, pero son testigos de una historia, eslabones de una continuidad perdida. Fuera de la pared vemos el conejo de trapo que le regaló José Luis Borau (Carmiña conservó siempre una veta infantil para hacer del mundo un lugar más estimulante), un vaso de vino tinto («cómo llaman los ojos de un amigo reflejados en un vaso de vino», escribe en uno de sus Cuadernos, siempre había un cuaderno y un tintero sobre su escritorio) (...)
Por su eficacia narrativa, he escogido esta imagen de Carmen Martín Gaite rodeada de huellas como cubierta introductoria para esta biografía. Toda fotografía es un certificado de presencia. Su rostro parece mirar lejos con gesto reconcentrado y soñador, pero yo creo que en realidad ella no está mirando nada en concreto, solo retiene hacia dentro su amor y su miedo. Hay una paz embebida en su gesto. Tenía que seguir entendiendo con un cuaderno abierto que el mundo era algo más que la historia de una serie de sucesivas desapariciones. ¿De qué modo? La respuesta no es fácil: me temo que nos incumbe a todos. (...)
Carmen Martín Gaite solo publicó en vida dos piezas del género autobiográfico en sentido estricto: un apéndice al estudio Secrets from the Back Room de Joan L. Brown, editado con el título de «Un bosquejo autobiográfico por Carmen Martín Gaite», dirigido al público norteamericano y escrito en junio de 1980 (dos años después de la muerte de sus padres, a quienes está dedicado), y la conferencia «Esperando el porvenir», redactada para conmemorar el veinticinco aniversario de la muerte de su amigo Ignacio Aldecoa y que dio título a su estimulante ensayo de 1994. En ambos casos, la explícita intención fue la misma: protegerse de lo que ella llamaba expresivamente «un pelirrojo de Ohio». (...)
Y ante la convicción de que el «pelirrojo de Ohio» lo haría rematadamente mal, prefirió contarla ella misma en estas dos ocasiones: ya como un esbozo (en 1980), ya en primera persona del plural (en 1994), y en ambos casos con recelo de la ganga nostálgica y de los inevitables adornos poéticos. El título «Bosquejo autobiográfico» con el que apareció definitivamente en la colección de artículos, prólogos y discursos Agua pasada (1993) avisa de que el lector se va a encontrar con un acto vago y provisional de modelado de sí misma; porque, entre pistas, fugas y silencios biográficos, los trazos que prevalecen son los de su yo más literario y no dudó en aderezar su propia semblanza con episodios novelescos. Lo mismo ocurrió en la parte rememorativa de El cuarto de atrás (1978), en la que Martín Gaite utiliza el material más literaturizado de su vida y donde su intimidad se reduce principalmente a cómo aprendió a aislarse, o lo que es lo mismo, a cómo empezó a ser escritora, aunque también ofrezca esta seudonovela un atisbo de los miedos de Martín Gaite (principalmente el miedo a la locura, a ser una pirada nata) y un lúcido testimonio de los efectos narcóticos del franquismo sobre la vida cotidiana. Desde luego esto no niega que su bosquejo y sobre todo El cuarto de atrás proporcionen una información de interés, pero ella era muy consciente de que una vida es un falso singular, que en una se viven varias y en muy diversas modulaciones. De un ante-texto manuscrito de El cuarto de atrás rescato este fragmento no recogido en la versión definitiva y que se inserta al final del capítulo IV, «El escondite inglés», ya que propone una reflexión sobre las «trampas» de la autobiografía, aunque estas maquinaciones quedan enmarcadas en una circunstancia muy puntual: la proliferación de libros de memorias tras la muerte de Franco, urgentemente escritos y nublados por la ideología (...).
Esta prevención sobre la autobiografía como ejercicio de autorrestauración está presente a lo largo de su trayectoria literaria. Recordemos la elocuente cavilación de Águeda Soler en una de sus últimas novelas, Lo raro es vivir: «Las vidas van siempre en borrador, tal que así las padecemos, nunca da tiempo a pasarlas en limpio».3 Carmen Martín Gaite necesitaba el filtro de la ficción para acercarse a la verdad inasible: «No se dice lo secreto, se cuenta», leemos en uno de sus cuadernos. (...)
Sin duda, a la escritora se la percibía más cómoda cuando exploraba la materia autobiográfica a través de una primera persona del plural con valor inclusivo. Parece que ser testigo de lo que vivía y veía la legitimaba en la búsqueda de la veracidad. Martín Gaite asumió desde muy pronto, quizá desde su cuento «La chica de abajo» (1954), que presentar el mundo que la rodeaba era una puerta de acceso para adentrarse en sí misma. (...)
En otros términos, debajo de los personajes y situaciones ficticios de la narrativa de Martín Gaite se esconden y reelaboran identidades y tramos decisivos de su propia existencia. Tras la superficie de sus tramas, tras los ropajes de la ficción, circula el río subterráneo y guadianesco de la escritura del yo, demostrando que lo autobiográfico en su obra es más un momento que la persecución de un género literario. (...)
Desde la conciencia de los límites entre vida y elaboración literaria, desde el conocimiento de la brecha infranqueable entre la realidad y las narraciones que usamos para representarla, y con la cautela de no caer en la trampa de identificaciones tajantes, su obra es una invitación, confiada a la inteligencia del lector, al descubrimiento de la doble entidad de la que surgen los seres de ficción, que «por una parte, inventan la realidad, pero, por otra (como creados que han sido por personas de carne y hueso), la reflejan», declara en El cuento de nunca acabar. (...)
mientras dirigía sus Obras completas, constaté la heterogeneidad de sus intereses intelectuales y cómo se desplegaron en distintas direcciones: de los géneros literarios consabidos (cuento, nouvelle, novela, ensayo, poesía y teatro) a ese híbrido que el 8 de diciembre de 1961 su hija Marta, de cinco años, bautizó —bajo la inspiración de su padre— con el nombre de Cuaderno de todo; de la investigación histórica a la crítica literaria; del collage al artículo de opinión; y de las adaptaciones teatrales de los clásicos y los guiones para televisión a la traducción literaria de seis lenguas (inglés, francés, italiano, portugués, gallego y rumano). Con una mirada presidida por la curiosidad y con una vocación de testigo del devenir de la España en la que le tocó convivir, su trayectoria intelectual en la historia de la cultura española del siglo XX constituye un paradigma de lo que se podría denominar «mujer de letras». No encuentro otro caso de escritora con mayor variedad de intereses intelectuales en la cultura española del siglo pasado. Martín Gaite como ensayista, historiadora, crítica literaria, poeta, traductora, conferenciante, guionista y cualquier otra modalidad de su creación intelectual, nunca depuso su condición de narradora: convirtió cualquier asunto en narración. Todo para ella era un cuento que tenía que estar bien contado: las lecturas, la política, el amor, la vida propia y ajena, los sueños, la historia. (...)
De Carmen Martín Gaite me atrae, además de su obra, la protesta que su vitalismo manifiesta contra la derrota, la muerte y la realidad circundante que se negaba a aceptar, pero de la que no perdió ripio. Para alguien que no conoció la frontera entre vivir y representar, el descalabro vital se convirtió en una fuente moral de conocimiento. Nunca se afianzó sobre la realidad, aunque supo explorarla y entenderla. Martín Gaite solo se sintió cómoda en el refugio de la letra escrita: «Mi enfermedad consiste en mi silencio», anota en un cuaderno el 17 de junio de 1964,18 cuando iniciaba su importante correspondencia con Juan Benet en una década particularmente crítica en su vida y obra. Pero lo mismo va a revelar en un periodo de cariz muy distinto: el primer lustro de 1980, cuando la escritora eligió su lugar en el mundo: habitar la soledad. Tras el regreso a Madrid, después de su exultante estancia como visiting professor en Barnard College (Nueva York) y de haber finalizado «El castillo de las tres murallas», le confiesa a José Luis Borau: «deseando estoy terminar con mis traducciones [...] para meterme en otra cosa que me suministre esa droga necesaria para tirar adelante y que cada cual la busca en lo que puede. De verdad, te digo, mi querido amigo, que yo si no fuera por estos inventos de castillos, balnearios y cuartos de atrás, no sabría dónde resguardarme» (carta del 26 de mayo de 1981).19 Esta biografía no va en busca del secreto de la escritora sino de su complejidad. Los hombres y mujeres son oscuros o cerrados por complejidad, no por secreto. La cuestión no es qué oculta el autor, «sino por qué el autor escribe».20 Me planteo encontrar el sentido que Martín Gaite pudo dar a esa búsqueda incesante de sintonía a través de la palabra escrita: «... Es forzoso imaginar un interlocutor, no puede uno salvarse de otra manera», continúa escribiendo en el cuaderno citado de junio de 1964. (...)
Pero sí quisiera dejar por sentado desde este prólogo que Carmen Martín Gaite ilumina dos cuestiones centrales en la historia cultural española desde 1950: el papel de testigo y legataria que la escritora desempeñó en el seno de la llamada generación de los cincuenta, y el recorrido que llevó a cabo de autoafirmación de su propia poética (comunicativa y afectiva) frente a dos de los grandes iconos masculinos de su generación: Rafael Sánchez Ferlosio y Juan Benet, a los que eligió como interlocutores por distintas circunstancias (de fondo, pervive un consejo infantil de su padre de intentar relacionarse con quienes pudieran aportarle conocimientos nuevos). Ello presupone además su querencia por los retos y por un método de conocimiento: pensar en qué sentido lo contrario podía ser verdad. Hacer literatura presuponía para ella la presencia del otro, siempre había un destinatario. (...)
Martín Gaite, en «Meterse a novelista», prólogo a Los bravos de Jesús Fernández Santos, se muestra tajante al señalar que «los dos primeros brotes originales de la prosa joven de la posguerra», Camilo José Cela y Carmen Laforet, «no habían conseguido [...], a comienzos de la década de los años cincuenta, pasar de ser dos ejemplos aislados y excepcionales».21 Contra esa falta de estímulos y desde el autodidactismo nacieron los jóvenes prosistas de 1950, quienes encontraron más compañía en la lectura de los autores vivos o muertos de la literatura contemporánea europea o americana (especialmente del existencialismo francés, el neorrealismo italiano introducido a través del cine, la novela norteamericana y Kafka) que en los novelistas consagrados del interior, «a pesar de que se pudiera llegar a estar sentado con ellos a una camilla con faldas de terciopelo», comenta desde el mismo prólogo refiriéndose a la tertulia de Pío Baroja. (...)
“posteriormente matizará y rectificará esta afirmación de 1971 en lo que se refiere al influjo de Nada de Carmen Laforet. Tanto en su obra de ficción (El cuarto de atrás [1978] y Nubosidad variable [1992]) como en sus ensayos («La chica rara» [1987], Esperando el porvenir y «La noche de Sofía Veloso» [ambos de 1994]), insistirá en la significación personal y generacional del tono desesperanzado y nihilista que inauguraba el Premio Nadal de 1944: Para mí, como para tantos jóvenes de mi tiempo, la publicación en 1945 de la novela de Carmen Laforet Nada, recién galardonada con un premio de nuevo cuño [...] significó como una ventana abierta en el estancado panorama cultural de la primera postguerra. La visión de aquella adolescente [...] significó un estímulo muy fuerte para mis propósitos narrativos, alimentados tenazmente, pero más o menos en secreto, desde mi primera infancia. Aquella chica [...] tenía veintitrés años y le acababan de dar un premio que la descubría como escritora, porque antes de eso nadie había oído hablar de ella. Era, pues, posible. Yo quería escribir una novela y ganar el Nadal, aunque no se lo dije a nadie. (...)
una escritora que consideró siempre que cualquier cierre de una narración era un recurso amañado. Sus relatos, más que terminar, se detienen o se rebobinan, como en el caso de El cuarto de atrás. (...)
La misma índole de comentarios procedentes de esos «nuevos amigos» se proyecta sobre El libro de la fiebre y es significativo que la autocrítica de la autora acerca de «Vuestra prisa» en Cuadernos de todo coincida en parte (como realza mi cursiva) con la crítica que su entonces novio ya emitió sobre El libro. Ello demuestra que la de Ferlosio era una presencia muy influyente en estos primeros años (...).
El caso es que pueda gustarle a Rafael cuando se lo lea, esto es indispensable», escribe en 1949 desde El libro de la fiebre.28 Como en los orígenes de la literatura epistolar femenina, la autora va en busca del plácet de su destinatario masculino, además, en un momento muy concreto de la relación entre ambos: el comienzo amoroso. Conocemos la cortante respuesta de Ferlosio, y, sobre todo, cómo Carmiña no olvidó este juicio por lo que se deduce de otra anotación en sus Cuadernos, muy posterior, de enero de 1975 (en un periodo de inmersión en la redacción de El cuento de nunca acabar): «Era distinto lo que veía que aquello en lo que se convirtió. Ahí empezó mi incomunicación con R[afael], quería que él al menos intuyera lo que había sentido y visto. Y dijo: “La culpa es tuya porque lo has contado mal”» (...)
sobre todo, Carmen Martín Gaite se daba cuenta de que no conseguía desprenderse de una prosa poética. La cuentística de Ferlosio, Aldecoa y Fernández Santos en los albores de la siguiente década será fundamental en este despegue, como demuestran «Un día de libertad» (1953) y «La chica de abajo» (1954), años sustanciales en su evolución hacia una prosa más propiamente narrativa. Sin embargo, El libro de la fiebre va a ser un punto de referencia, como revelan los Cuadernos de todo, en torno a dos cuestiones capitales de su taller literario: por un lado, el estilo «excitado y pirado» que genera la dificultad de narrar la experiencia subjetiva del tiempo, cuya tentación nunca le abandonó (...)
partir de El balneario, y ya casada con Rafael Sánchez Ferlosio, Martín Gaite no se dejó influir por ninguna opinión durante el proceso de redacción de su obra. Porque el estilo «pirado» y desconcertado de la novela corta de 1949 se refrenó con la cortante opinión de su primer lector, el autor de Alfanhuí, quien en el fondo era el destinatario elegido, como también Carmen Martín Gaite lo fue de Alfanhuí, según rezaba su dedicatoria inicial hasta la reimpresión de 2016, donde sorprendentemente aparece una nueva destinataria. De cualquier modo, la influencia de Rafael fue absorbente, casi vampirizante, le provocó inseguridad desde el inicio de su trato, se acrecentó con su noviazgo y en los primeros años de matrimonio. Deshacerse de este ascendiente fue uno de los logros de Martín Gaite como escritora y mujer, aunque admitió siempre el rigor que Ferlosio inculcó a su prosa (igualmente es necesario admitir que este fue determinante en su decisión de dedicarse profesionalmente a la literatura). (...)
en enero de 1950, Carmiña, la niña del notario, se convirtió en la novia «formal» de Rafael Sánchez Ferlosio, «dos años más joven que yo y mal estudiante, pero excelente escritor». (...)
Durante el curso 1949-1950, Carmiña comenzó a dar clases de Historia, Gramática y Literatura para alumnas de bachillerato en el colegio María Inmaculada de la Caridad de la calle General Martínez Campos. Es significativo que en su bosquejo autobiográfico, dirigido al lector norteamericano, omita que el colegio donde enseñó era de monjas. (De cualquier modo, el uso del término «colegio» y de «chicas» en la España de la época era sinónimo de colegio religioso. Los colegios laicos en el Madrid de entonces tenían nombres propios: Estudio, Gymnasium o Atenea.) La experiencia fue muy breve, ya que a los dos meses fue despedida, ni siquiera consiguió terminar el primer trimestre. Las razones radican en los rígidos modelos educativos del franquismo, donde se primaba, sobre cualquier otro valor, la autoridad, el orden y el silencio que un profesor era capaz de imponer en clase. Sus comentarios al respecto no dejan lugar a dudas: «Las niñas me querían bastante, pero, como mis clases eran poco ortodoxas y además yo tenía un aspecto muy infantil, no me tenían respeto ninguno, armaban mucho alboroto en clase y la directora me acabó echando». (...)
«Mis dotes para la enseñanza eran más bien escasas».40 En aquel breve esbozo autobiográfico ella deseaba dejar constancia de que su vocación de escritora prevalecía por encima de cualquier otra seña de identidad. Su ejercicio de evocación no contempla en ningún momento que la causa de este lejano fracaso también pudiera radicar en las expectativas de la época sobre lo que debía ser un buen profesor. En la trayectoria profesional de Carmen Martín Gaite no es difícil constatar, después de la redacción de este bosquejo (fechado en junio de 1980), que fue una excelente profesora: lo demuestran las opiniones de sus estudiantes en las cuatro universidades norteamericanas (Barnard College, University of Virginia, University of Illinois Chicago y Vassar College) donde impartió Literatura española en el primer lustro del decenio de 1980 (y he tenido además la oportunidad de conocer la opinión sobre sus clases de algunos de sus antiguos estudiantes en mis cursos posteriores en el Instituto Internacional); y su capacidad docente también queda de manifiesto en la sensibilidad y la metodología didácticas que se desprenden de El cuento de nunca acabar, donde la escritora «no exhibe lo que conoce, sino que muestra cómo llega a conocer». (...)
La breve experiencia de Carmen Martín Gaite como profesora de bachillerato en el colegio de monjas coincide con el ingreso de Rafael Sánchez Ferlosio en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, fundado en 1947 y situado en lo que se llamaba Altos del Hipódromo (en las aulas de la Escuela de Ingenieros Industriales de Madrid). En el IIEC, Ferlosio solo permaneció un curso: «Se aburrió enseguida».45 Y allí coincidiría con su amigo de la facultad y compañero de la futura Revista Española, Jesús Fernández Santos, y con Juan Antonio Bardem o Luis García Berlanga, entre otros. A este centro alude vagamente Julia, el personaje de Entre visillos, con motivo de la profesión de su novio madrileño:
—Él, ¿qué hace?, cosas de cine, ¿no?
—Sí.
—¿Es director?
—No, director, no. Ha estudiado en un Instituto de Cine, que les dan el título y tienen mucho porvenir, una cosa nueva. Él escribe guiones, los argumentos, ¿sabes?, o por ejemplo para adaptar una novela al cine. Porque tienen que cambiar cosas de la novela. No es lo mismo. Cambiar los diálogos y eso. Pero también hace él argumentos que se le ocurren.
—Sí —resumió Isabel—. Son esos nombres que vienen en las letras del principio de la película. (...)
Durante los dos meses que vivieron en Italia, viajaron a Nápoles, Florencia, Bérgamo, Treviso y Venecia, aunque algunas de estas excursiones Carmiña las tuvo que hacer con Maximo Piani, primo de su marido, con el que congenió particularmente, ya que Rafael prefería a veces quedarse en Roma. La autonomía y la independencia de la pareja en su viaje de bodas —probablemente no deseadas por Carmiña en esta tesitura— siguieron dando sus primeras muestras (recuérdese la carta citada del 10 de enero de 1953). Carmen comenzó a ejercitar el aprendizaje de habitar la soledad desde el mismo viaje de novios. La dedicatoria que estampó en 1972, ya separados, para la edición de su tesis doctoral, Usos amorosos del dieciocho en España, es suficientemente explícita de lo que fue una convivencia matrimonial: «A Rafael, que me enseñó a habitar la soledad y a no ser una señora» (...)
Carmen Martín Gaite supo ver que tenía que desasirse de su absorbente influjo si quería llevar a cabo una carrera literaria autónoma (en esto fue especialmente sagaz y valiente). Algunas amigas íntimas de la escritora me han llegado a confesar que el primer error (o el gran error) en la existencia de Martín Gaite fue el haberse casado con Ferlosio. Yo no puedo estar de acuerdo. Los términos «error» o «acierto» tampoco son los adecuados, ya que me resulta imposible conjeturar la biografía de Carmen si no se hubiera casado con el escritor Sánchez Ferlosio, simplemente porque su vida hubiera sido muy otra. Carmen Martín Gaite, recién separada de Rafael, en una entrevista con Juby Bustamante (que sí la conoció muy de cerca), refuerza esta opinión: «Soy incapaz de imaginar lo que no me ha pasado. Soy tan fiel a mi historia, que me parece imposible imaginar otra. Solo por haberme pasado, la doy por buena [...]. Lo que no puedo imaginar es haberme casado con alguien que no me fuera afín. Si tengo una gran capacidad de elección en las amistades [...], ¿cómo no iba a tenerla para casarme? Para mí, la relación dialéctica [...] con la persona que más quiero se me ha producido como con nadie».9 Y en tal sentido, reconoció siempre, con justeza, las deudas contraídas con él como escritora y persona: por un lado, la exigencia de Rafael le había ayudado poderosamente a afianzar el rigor de su prosa narrativa; y por otro, consiguió ser amiga de él por encima del lazo conyugal, gracias a su extraordinaria capacidad de logos y de diálogo: «Si puedes lograr que hablar de una tercera cosa te haga olvidar el parentesco, es toda una conquista».10 Por supuesto, también fue consciente y testigo de la tendencia de los Ferlosio a la autodestrucción, inclinación que llegará asimismo a Marta. (...)
Desde su matrimonio con Rafael hasta su muerte, Carmen nunca abandonó su domicilio de Doctor Esquerdo (ni siquiera tras el fallecimiento de Marta), en el que se refugió con todos sus fetiches y recuerdos, y al que también consideró su lugar de trabajo. Solía decir que la casa de un escritor era su oficina, por ello le importunaban las llamadas telefónicas con asuntos personales e interrupciones domésticas, y tuvo que buscar acomodo para escribir en bibliotecas públicas como las del Ateneo, la biblioteca del CSIC en la calle Duque de Medinaceli, la Biblioteca Nacional o el Círculo de Bellas Artes. El interior de este séptimo piso atiborrado de objetos, con su cuarto de recibir empapelado de rojo hasta el techo, se ha convertido de espacio real en espacio literario, gracias a la visita del misterioso personaje vestido de negro en El cuarto de atrás, que como otras visitas inesperadas le ayudaron a habitar de otra manera esa casa, en muchos momentos domicilio donde cada cual pudo hacer su isla y en otros solo guarida donde esconderse, especialmente tras los meses inmediatos a la marcha de Rafael y tras la muerte de su hija. (...)
Sobre lo que pudieron ser los diecisiete años de convivencia del matrimonio más emblemático de la literatura española del medio siglo, contamos solo con referencias diseminadas que sus propios protagonistas nos han ido ofreciendo en ensayos de corte autobiográfico, y en las escasas cartas y postales que se conservan de Carmen Martín Gaite en el archivo de Sánchez Ferlosio. Desafortunadamente las cartas de Rafael dirigidas a ella han sido víctimas de un lamentable auto de fe. El único título de Ferlosio del que se puede extraer algún vislumbre de esta coexistencia es «La forja de un plumífero»,12 texto sobre el que Martín Gaite escribió esta escueta, aunque dolorida, anotación en una agenda de 1998: «Leo en la revista Archipiélago los helados recuerdos de Ferlosio a mi persona (9 de febrero, en Duque de Medinaceli, 4)», se trata de la antigua sede de la biblioteca de Humanidades del CSIC, donde Martín Gaite solía escribir, en lugar del Ateneo, tras la muerte de Marta. (...)
Martín Gaite destaca en esta cohabitación el reparto de tareas domésticas, el cultivo de la independencia, el respeto por la libertad del otro y la no injerencia en sus respectivas actividades, relaciones y manías, además del gusto «por hablar», por recibir a los buenos amigos, y por el sentido distanciador del humor. Probablemente lo que más les unió siempre, más allá de la existencia de Marta, fueron las mismas repugnancias, como confiesa Martín Gaite en una carta del 7 de febrero de 1996 a un lector desconocido: «En este caso a él y a mí el desdén hacia la alharaca, que siempre fue común». Sin embargo, no es posible ocultar que los textos arriba citados barruntan también diferencias y reconvenciones: «Él es más crítico que yo, más inadaptado y menos sociable»; su indolente incapacidad para terminar carrera alguna o su indisciplina académica; su autodidactismo y el peligro de descubrir mediterráneos ya explorados, especialmente a raíz de su sumersión «en la gramática y en la anfetamina», y después del «horror o repugnancia» que experimentó «por el grotesco papelón de literato que, tras el éxito de El Jarama, se cernía como un cuervo sobre mi cabeza».
Ciertamente el horario de Rafael Sánchez Ferlosio al filo de los años sesenta —cuando decidió encerrarse con sus estudios gramaticales en su cuarto, al que llamaban «el submarino» por estar aislado de la luz natural con gruesas cortinas oscuras— era incompatible con la vida en común: Ferlosio dormía de día y trabajaba de noche. Carmen Martín Gaite sabía que se había casado con un hombre inteligente, magnífico escritor, auténtico, sincero, originalísimo y del que ella además estaba muy enamorada, pero con el que era dificultosa la convivencia matrimonial, porque sus rarezas y su corrosivo sentido de la crítica se iban transformando en inadaptación. Pero no fueron solo estas manías, cada vez más arraigadas y con escasas posibilidades de cambio, la causa última del deterioro en la relación del matrimonio, que se produciría diez años más tarde. (...)
Con El balneario Carmen Martín Gaite consiguió el 21 de noviembre de 1954 la quinta edición del Premio Café Gijón. Cuatro semanas antes, el 22 de octubre, había nacido su primer hijo, Miguel. El Premio Café Gijón «para novelas cortas, patrocinado por Fernando Fernán Gómez», según consta en la solapa de la sobrecubierta, y entonces dotado con cinco mil pesetas, no tenía la importancia económica de otros galardones, pero su categoría literaria era elevada, porque se otorga de espaldas a cualquier compromiso editorial y en anteriores convocatorias lo habían obtenido Eusebio García Luengo, César González Ruano o Ana María Matute (con Fiesta al Noroeste). (...)
Tenemos la impresión de que un escritor en la España de 1950 tenía que pasar por una doble censura, la franquista y la antifranquista, ya que lo políticamente correcto en aquellos años era el realismo o las distintas acepciones del realismo. Salirse de él era no pasar otra censura más peliaguda: la de los deberes estéticos. Ser novelista y antifranquista exigía entrar en ese necesario proceso narrativo de reconocimiento de una realidad escamoteada, que fue la tarea estética de nuestra narrativa de posguerra. De hecho, durante la crónica del premio en el semanario El Español, ante la pregunta de qué novela de autor español contemporáneo le había gustado más, Carmen Martín Gaite responde inmediatamente: «Los bravos de Jesús Fernández Santos. Para mí es de lo mejor que se ha escrito en estos tiempos».24 Su respuesta fue absolutamente franca, como demuestran sus posteriores acercamientos críticos a este título de 1954, y también lúcida, al indicar el papel pionero de esta magnífica novela de Fernández Santos en el neorrealismo español: El Jarama se publicará dos años más tarde. (...)
las dificultades que debió sortear una escritora novel en la España de 1950 (esta misiva nos retrotrae nada menos que al artículo de su dilecta Rosalía de Castro «Las literatas. Carta a Eduarda», publicado en 1865 y que la propia Martín Gaite analizó en su ensayo Desde la ventana [1987]). En esta cautivadora carta cuenta a Ton Carandell lo complicado que le resultaba compaginar los absorbentes cuidados derivados de una niña de trece meses que empezaba a andar, con la dedicación que le exigía leer y seguir escribiendo. Téngase en cuenta que tras la muerte de su primer hijo, Carmen Martín Gaite vivía literalmente en vilo, con miedo, pendiente las veinticuatro horas del día de los movimientos, de la salud y hasta del sueño de Marta en estos primeros meses de su vida. (...)
Asunción Carandell tenían en Reus y las últimas semanas en la casa de los Goytisolo en Arenys de Munt: «Era fantástico el dominio del lenguaje que los dos tenían. Rafael hablaba de Adorno; de la gramática que estaba escribiendo y creo que luego rompió. Carmiña colaba sus comentarios y no sé si fue en ese viaje o en otro cuando me habló de Simone Weil. [...] Carmiña tenía que hacerse escuchar porque tenía cosas que decir y buscaba el lugar que se merecía; en esa época, tan clasista además, se sentía apartada del círculo de jóvenes intelectuales que frecuentaba su marido. Rafael, inteligente, clarividente y de “alta cuna” —es un decir—, era a la vez un estímulo y un freno». (...)
Martín Gaite envió Entre visillos al Nadal, bajo el seudónimo de su abuela materna, Sofía Veloso, ya que no quería ser relacionada con su marido, a quien se le había concedido el premio de 1955. El seudónimo encubría, pues, su otra personalidad, la de esposa de Rafael Sánchez Ferlosio. Tampoco se lo dijo a él: «No quería que su opinión me influyese ni en pro ni en contra. [...] El único cómplice de mi secreto, mi hermana Anita, a quien va dedicado el libro [...]. Desde aquel día consideré que tenía derecho a poner “escritora” como profesión en mi carné de identidad. El Nadal, que no tenía entonces contrincante alguno de su categoría, reafirmó mi decisión de seguir escribiendo siempre», comenta en «La noche de Sofía Veloso». (...)
Era preciso hacer borrón y cuenta nueva para que La charca se convirtiera en Entre visillos y se iniciara con el diario de una «chica rara», en la estela de la Andrea de Carmen Laforet, que cuestiona las normas habituales de convivencia y desea traspasar las fronteras de la angostura del tiempo, vivido como el confinamiento y el acoso propios de una charca. (...)
Al pasar de «Cárcel de visillos», Vida muerta o La charca a la locución locativa Entre visillos, Carmen Martín Gaite apuntaba directamente a las formas de vida de aquella clase media que vestía de visillos sus balcones y ventanas, una manera de ocultación pudorosa que marca las distancias, pero que también permite la vigilancia discreta desde el otro lado. Entre visillos es un válido testimonio de la posguerra civil (firme y efectivo sin pretender serlo) a través de cuatro muchachas de provincias que aspiran a casarse. En esta novela Carmen Martín Gaite tenía aún muy recientes sus vivencias provincianas y consigue criticarlas, pero sin acritud; en esos momentos no había nostalgia ni idealización, como se desprenderá de El cuarto de atrás e Irse de casa. (...)
los flecos de la señorita de provincias persistirán en ella hasta el final, aunque sobre esos flecos provincianos se imponga su recatada rebeldía y su ser poliédrico (pero sí observo ciertos gestos, algunos inevitables, otros cultivados ostensiblemente: el temor al qué dirán, la ausencia del tratamiento de la sexualidad como tema literario —incluso en los Usos amorosos de la postguerra española—, el mutismo sobre la causa de la muerte de Marta que fue para ella un tema tabú, y su manifiesto deslumbramiento por hoteles y aeropuertos durante sus estancias en Estados Unidos). (...)
hemos de esperar hasta 1980, cuando la obra publicada de Martín Gaite se detenía en El cuarto de atrás, para que Ignacio Soldevila, en su magnífico manual sobre La novela española desde 1936, rompa con ideas recibidas y apunte cómo su novelística no comulgó con el discurso hegemónico de la narrativa del medio siglo, ya fuera el de los rebeldes sociales, ya el de los estéticos, y señala dos presencias de formación, muy anteriores a Sánchez Ferlosio, a la hora de buscar influjos literarios: Aún más que en el caso de Aldecoa, Martín Gaite ha sido marginada por el equívoco, que alejaba de su lectura a los impertérritos frente al «realismo social» y desilusionaba a los incondicionales, doblemente sorprendidos de que Entre visillos no siguiera en absoluto al prototipo ideal del «objetivismo» que se había querido hacer con El Jarama, siendo como era la esposa de Sánchez Ferlosio: demasiadas contradicciones para una sociedad como aquella. Ni El Jarama ni el Alfanhuí han dejado la menor huella en la novelística de Martín Gaite, y la particular acuidad en su búsqueda de la exactitud y la precisión en el uso del lenguaje, que podría considerarse común a ambos, es más propia y va más lejos en la autora de Retahílas que en Sánchez Ferlosio. A ese respecto, más justo sería mentar dos excelentes maestros de la novelista, cuyos nombres no suelen aparecer a la hora de los influjos literarios: Rafael Lapesa y Salvador Fernández Ramírez.57 Soldevila subraya el papel decisivo que estos dos profesores de bachillerato de Carmiña tuvieron en la formación lingüística de la escritora y sitúa sus relatos, desde el inicio, al margen de la poderosa figura de su entonces marido (o del acuñado tópico de Madame Ferlosio), ya que la percepción de lo real en Carmen Martín Gaite no excluye lo psicológico y el tratamiento de la intimidad. Descifrar lo real más que presentarlo fue lo que Martín Gaite intentó y consiguió hacer, sobre todo, en su siguiente novela, Ritmo lento. (...)
En el caso de la conversación para Blanco y Negro, Mercedes Formica interviene lo menos posible y deja a su entrevistada tertuliar en una especie de monodiálogo. El resultado es un texto de sumo interés autobiográfico, a pesar de la temprana fecha. Esta entrevista consigue presentar un retrato de la joven escritora (en enero de 1958) con precisión e incluso rotundidad: «Pequeña, morena, de facciones correctas, los ojos vivos e inteligentes, lleva el pelo corto a lo Françoise Sagan, lo que le presta un aire de eterna estudiante. Apenas se maquilla [...]. Segura de sí, sabe que vale, y no lo disimula. [...] Ha nacido y se ha movido en un ambiente de bienestar, ya que en España la burguesía dorada está integrada fundamentalmente por tres profesiones: los notarios, los ingenieros de Caminos y los abogados del Estado. Carmen Martín Gaite abandonó (...).
«Mi vida de mujer y de escritora es simple. Desde las ocho y media de la mañana en que me levanto, a las ocho de la noche en que acuesto a mi hija, me dedico a la casa, a mi marido y a la niña. A las ocho me pongo a escribir, hasta las doce o doce y media de la noche. A veces me paso todo el día esperando esa hora. Otras, las menos, acompaño a Rafael al Gijón. Chicho [José Antonio Julio Onésimo], el hermano pequeño de mi marido, hace de baby sitter. Y no crea, gana su dinero. Primero cobraba 3,50 la hora, pero hace unos meses subió a cinco pesetas la tarifa. Lo pasa muy bien. Telefonea a sus amigos y cena fiambre». (...)
El ascendiente literario de Ferlosio fue decisivo y reconocido por ella misma, de 1949 a 1955 (me atrevo a delimitar esta franja de seis años por su particular significación, ya que marca sus comienzos literarios). A partir de El balneario Carmen no dejó que Rafael leyese ninguna de sus novelas hasta ser enviadas al editor, pero fue la gestación a escondidas de Entre visillos el título que confirmó su independencia creadora. A partir del Nadal aparecerá como profesión en su DNI «escritora», antes en el Libro de Familia figuraban las escuetas iniciales de «s. l.» (sus labores). (...)
estas líneas de la misiva citada, que envió a Asunción Carandell un año después: «A veces me encuentro tan terriblemente sola y siento la necesidad de cambiar de sitio. [...] Estoy aislada, encerrada en la niña, absorbida por ella, y siento mucha melancolía y una gran falta de libertad».8 Por otro lado, hay proyecciones biográficas en una serie de motivos de Las ataduras que nos remiten a su particular acontecer, entre los que destaca el hijo muerto o la angustia ante la muerte amenazante de un nuevo hijo. En «Lo que queda enterrado» aparecen una niña muerta y un segundo embarazo; igualmente en «La mujer de cera» se muestra un niño muerto; y en «Tendrá que volver» se nombra la enfermedad de la que murió Miguel, meningitis. Desde el 3 de mayo de 1955, Carmen Martín Gaite fabuló con sus avatares más lacerantes, e incluso liberó algunos de sus fantasmas más recurrentes, como también lo hará en una de sus grandes novelas, Ritmo lento. (..)
Cuando en 1970, Carmen Martín Gaite acababa de publicar El proceso de Macanaz, declara en una entrevista a Miguel Veyrat: «El escritor hace política, quiera o no quiera, en cuanto se apasiona por la verdad».24 En la década de los ochenta pudo constatar que a los políticos no les interesaba la verdad en sí, sino la búsqueda del propio beneficio, esto es, el poder. Martín Gaite, a diferencia de otros compañeros de su generación,25 consideró el resultado del referéndum del 12 de marzo de 1986 como una claudicación de la izquierda; y desde la década de los noventa, ante alguna pregunta impertinente de ciertos entrevistadores que pretendían acorralarla, solía responder con desparpajo que de política no hablaba ni drogada. Siempre se negó a aceptar (y lo tuvo a gala) la invitación recurrente a la bodeguilla de la Moncloa durante el «felipismo». (...)
Con Lucía, David es básicamente un personaje frío, distante, a quien le repugna lo sentimental: «Espectador de la realidad, su aproximación al mundo se resuelve en una valoración exagerada de su propia individualidad y de su incapacidad para encontrar un equilibrio entre razón y sentimiento. Su lucidez crítica, en relación con los defectos ajenos y con el orden convencional que acepta la mayor parte de las personas, le lleva a encerrarse en sí mismo, incapaz de proponer un modelo de comunicación afectiva que sea lo suficientemente válido, y en eso consiste su fracaso», comenta la propia Martín Gaite en su conferencia «Reflexiones sobre mi obra»,39 ¿y no parece que nos está hablando de Ferlosio? (...)
Tras estas contundentes palabras en torno a la incapacidad de convivir de su protagonista, no es difícil entrever el efecto purgante de la novela. Una vez producido el flechazo con la fachada del viejo chalé de la Ciudad Lineal que la originó, Martín Gaite tuvo que inventarse —esto es, descubrir— lo que estaba ocurriendo dentro y lo encontrará en el interior de su propia vivienda, conciencia e intimidad. A pesar de la rotunda evaluación del fracaso de su personaje central, David Fuente exhibe valores con los que Carmen Martín Gaite comulgó, como también los compartió con la irreductible personalidad de su admirado Rafael Sánchez Ferlosio, tales como el cultivo de la duda sobre la certeza, la repugnancia ante el cliché, el desdén por los convencionalismos en un momento en que el posibilismo y el pragmatismo campaban en la sociedad española (incluida la literaria), la búsqueda de la lucidez, el desprecio por la prisa y por las falsas soluciones, y el gusto por ir a contrapelo. En el fondo Ritmo lento es también una confesión atormentada de las propias ambivalencias que convivían en la conciencia de su autora. Si el lector mantiene una relación a ratos ambigua con David Fuente, es porque también la autora la mantuvo con su personaje. Y con ello nos acercamos a una posible interpretación última de la novela en clave biográfica: Ritmo lento es sobre todo una confesión de los extremos peligrosos al que podían llegar determinados valores generacionales que eran compartidos por Carmen Martín Gaite.
Una de las grandes aportaciones de Ritmo lento en la renovación de la novela española de los años sesenta es la nueva relación que establece entre el texto y su destinatario, ya que el sentido abiertamente ambiguo del primero exige un lector partícipe que se preste a la interpretación y que alcance el estatus de interlocutor y no de mero paciente o espectador. Esta ambigüedad radica en la capacidad tanto de identificación como de aversión que el lector establece con el personaje, David Fuente, hijo. La atentísima lectora que fue Martín Gaite supo ver perfectamente la renovación del pacto narrativo entre el sujeto de la enunciación, el enunciado y el receptor que Tiempo de silencio supuso respecto a la novela neorrealista de la década anterior, según se desprende de un apunte de sus Cuadernos, fechado en 1963: «De Tiempo de silencio me llamó la atención la música, porque era y es lo nuevo, la forma de tirar la piedra que tuvo Luis. La letra de la canción se canta con la música. Se me dirá: “Aquella música sin letra no habría sido nada”; pero yo sostengo que sin letra aquella música no se habría inventado, y mucho menos sin la invención de una relación nueva entre lo contado y los que iban a escucharlo».42 Si nos dejamos embaucar por el léxico de la autora, se desprenden dos cuestiones de fondo: inventar la música, la letra y la escucha es una misma empresa, y encontrar una nueva forma equivale a inventar un nuevo oyente (...).
CARMEN MARTÍN GAITE: UNA BIOGRAFÍA.
José Teruel.
Tusquets, 2025. PREMIO COMILLAS.
No hay comentarios:
Publicar un comentario