ARREBATOS ALÍRICOS

Me fui sobreviviendo como pude

(José Luis Piquero)


miércoles, 31 de mayo de 2017

24 compases: "ESTO NO ES MÚSICA: Introducción al malestar en la cultura de masas"


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Sgt Pepper´s Lonely Hearts Club Band, para muchos el mejor disco de la Historia, para otros el mejor de los Beatles y, en mi modesta opinión, ni lo uno ni lo otro, cumple 50 años.
Pueden leer muchos artículos al respecto (a continuación les dejo un par de enlaces de la prensa reciente).
Las piedras Rosetta del pop (Velvet Underground & Nico vs Sgt Pepper´s)
El mito Sgt Pepper´s (Diego A. Manrique)

Sin embargo, dudo que puedan leer nada mejor que la reflexión que hace José Luis Pardo sobre la canción "A day in the life" en su imprescindible ensayo Esto no es música: introducción al malestar en la cultura de masas
Desde el momento en que quedó decidido que la canción se armaría componiendo de algún modo el "todo parcial" escrito por Lennon con el fragmento incidental de McCartney, el tema de la canción dejó de ser solamente el sinsentido de la vida urbana o los atolondrados trayectos hacia la escuela, y se convirtió también en la imposibilidad de la amistad, en otro tiempo tan fructífera, entre Lennon y McCartney (...). De hecho, lo que John añoraba no era la simple amistad, sino la posibilidad y, lo que es más, la facilidad que durante años había existido entre ellos tan objetivamente como ahora existía esta imposibilidad (...)
Paul condensaba en su talento, como antes recordábamos, toda la fabulosa tradición musical del vodevil urbano de las clases trabajadoras inglesas del tránsito del siglo XIX al XX a la que acabamos de referirnos, el music hall y las bandas de feria: no hay álbum de los Beatles en donde no dé testimonio de ello (repitamos que en el Sgt. Pepper´s se puede oír "When I´m sixty-four"...). Lennon, por el contrario, resumía espontáneamente la carga de profundidad liberada con la abolición de la esclavitud en Estados Unios (fue él quien introdujo en el repertorio del grupo a Larry Williams -"Dizzy Miss Lizzy"- o a Chuck Berry -"Rock&Roll Music"). En la primera toma de "In the life of..." no solamente faltaba el fragmento de Paul, sino que nadie tenía la menor idea de qué podría "pegar" aquellas dos partes a todas luces inconmensurables. Como recurso para no interrumpir la sesión, Mal Evans (inseparable asistente de estudio de los Beatles) contaba en voz alta, del uno al veinticuatro, los compases que separaban la parte-Lennon de la parte-McCartney; para avisar a este último de manera que estuviera prevenido para su entrada, Evans hacía sonar la alarma de un reloj despertador. (...)
La enormidad de aquella distancia, sin embargo, se experimentó por primera vez cuando, el 20 de enero, las dos partes de la misma canción estaban terminadas pero no había manera de juntarlas, como si fueran incompatibles. John le confesó a George Martin que se necesitaría una auténtica catarata de sonido estridente, de un volumen y una intensidad tan inmensos como el dolor de la ruptura que evidenciaban, para pegar aquellos dos pedazos de una pareja rota; no había más remedio que subrayar la costura, ya que era imposible suturarla o disimularla. Así que la noche del 10 de febrero de 1967 llegaron a Abbey Road cuarenta y dos músicos de la Orquesta Filarmónica de Londres vestidos de gala (aunque algunos con detalles grotescos en sus atuendos), se unieron al contingente habitual del estudio, que también era numeroso, y cada uno se dispuso a tocar en su instrumento la nota más baja posible, y a llegar en veinticuatro compases a la más alta posible en las inmediaciones de mi mayor en un crescendo delirante que nunca antes se había intentado en un estudio de grabación ni, probablemente, en parte alguna. Aquel océano ensordecer, aquella fanfarria estrepitosa y atronadora que superaba con mucho a la del Bolero de Ravel, no resolvía la distancia entre Lennon y McCartney, pero al menos conseguía medirla. (...) La idea de que el patio de butacas del Albert Hall se llenaba con agujeros tiene, como en general "A day in the life" (que fue el título final que se dio a la canción: la frase que virtualmente llevan escrita todos los periódicos a diario), algo de espantoso y algo de absurdo. Es absurdo llenar un auditorio con vacíos, como es absurdo que un tipo con suerte se levante la tapa de los sesos en un accidente de automóvil, como es absurdo que los periódicos abran sus ediciones con esa noticia y que la gente se arremoline ante el coche destrozado y comiencen a correr rumores sobre el muerto. Pero estos absurdos pasan, y la ciudad es su pasar mismo. Durante la canción, la voz de Lennon suena como si estuviera en un gran auditorio, no menor que el Albert Hall, con una gran intensidad lírica. Ahora ya se sabía cuántos agujeros, cuánto vacío hacía falta para llenar el hueco de veinticuatro compases abiertos en el tándem L & M. (...)
El crítico Jack Kroll definió "A day in the life" como The Waste Land (T.S. Eliot) de los años sesenta; George Martin la comparaba con el Guernica de Picasso. Y es que, como decía Nietzsche:
cuando recorre uno las calles de una gran ciudad durante la noche, por todas partes oye instrumentos musicales violados con ceremoniosa rabia e intermitentes alaridos salvajes.
El mismo año en que los Beatles produjeron el doble White Album, Umberto Eco publicó La struttura assente; en sus páginas, la búsqueda fatigosa de un "modelo semántico" capaz de representar a la cultura como un sistema de signos -sin escisión, por tanto, entre la "alta" y la "baja"- (...). estaba describiendo el mecanismo con el cual funciona la portada del Sgt. Pepper´s
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"El retorno" (un poema de Rocío Acebal)

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El retorno 

La inclinación melódica del mar
vuelve a posar tu voz sobre la arena

de vuelta en Calafell, años más tarde:
en días como éste, me pregunto

si, inhóspita sirena, has olvidado
la dignidad furtiva de aquel beso
o en los momentos íntimos retorna
aún a tu retina esa experiencia 
primera del amor correspondido;

y en días como éste desearía
de nuevo retener entre mis manos
los contornos de sal que acaricié
en esta misma cala –en otro tiempo-,
aunque la toga de nostalgia cubra
después de tantos años las viejas ambiciones
aunque escondas el rostro, avergonzada 

porque perduran
en nuestros cuerpos juveniles restos
de amor y de pasión,
porque es posible el gozo,
                                                  todavía.


Memorias del mar,
Rocío Acebal.
Valparaíso, 2016

martes, 30 de mayo de 2017

Amanece: todo vuelve a empezar


Usted se encuentra aquí:
¿qué se siente al ser
un círculo rojo pequeño
en un mapa hecho por otro?

La ventana más pequeña del mundo
podría ser la salida.

Cerrar pestañas
de lo bueno y de lo malo,
entre lo que tengo y lo que quiero.
Está claro que no necesito
tu permiso, tus expectativas.

Tenemos que encontrarnos,
tenemos que contar hasta tres,
tenemos que decírtelo:
"eso ya no lo vas a vender"
Es la hora de buscar alternativas.

Aún recuerdo cómo lo decías:
"No tengas miedo,
hoy es un nuevo día.

Y amanece, amanece, amanece: 
todo vuelve a empezar."

¿Bailas la rumba
o la rumba te baila a ti?
Estación en curva,
tenga cuidado de no introducir
su pie en un infierno eterno.
En un gigante de mil caras
encuentro la tuya
Sí, sí, sí: estoy hablando contigo.

Tenemos que encontrarnos,
tenemos que contar hasta tres,
tenemos que decírtelo:
"eso ya no lo vas a vender"
Es la hora de buscar alternativas.

Aún recuerdo cómo lo decías:
"No tengas miedo,
hoy es un nuevo día.

Y amanece, amanece,
amanece: todo vuelve a empezar."

Usted se encuentra aquí
Usted se encuentra aquí
Y amanece, amanece,
amanece, todo vuelve a empezar.

lunes, 29 de mayo de 2017

"Carta abierta..." como actividad en el blog EL POEMA DE LA SEMANA

Desde aquí, gracias a su autor, Antonio Martín Flores y perdón a los sufridos alumnos que tengan que trabajar con él.

COMPROMISO POLÍTICO Y AMOR ADOLESCENTE (Canta, Riechmann, Cañamares)


Desde que comencé este blog, utilizo la etiqueta Compromiso político y amor adolescente para compartir los textos (propios o ajenos) de una temática más puramente social. Se trata de un verso de la fabulosa canción de Juan Antonio Canta que comparto justo encima y supone además un recordatorio de que a veces resulta eficaz o incluso apropiado mezclar eros y pancarta.

Hace ya mucho que compartí también en esta bitácora el que en mi opinión es el mejor poema de amor escrito nunca. Se trata de "El esplendor de la metamorfosis" y puede encontrarse en Amarte sin regreso (poesía amorosa 1981-1994) de Jorge Riechmann. Curiosamente, esta antología me la regaló Leonardo Alanís, director y, sin embargo, amigo del instituto en el que, cuando me dejan, doy clase. Vayan desde aquí las gracias y un abrazo. Qué menos.

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La antología tiene un prólogo precioso, que transcribiré completo en la entrada que estoy preparando sobre los, en mi opinión, mejores prólogos y que concluye así:
Amar es una aventura de totalidad: no se sale indemne de ella. "Yo ya sé que de amarte nunca se regresa".
Vivir no puede ser prepararse para una despedida; tiene que ser, siempre, irse preparando para un encuentro. (La conciencia de que el encuentro último no se producirá perfila trágicamente nuestra existencia contra el fondo de la muerte.)
Swift escribió: "¡Ojalá vivas todos los días de tu vida!" El calor que buscamos no es el del establo, sino el del abrazo de los amantes.
La primera parte del libro se llama "Tanto abril en octubre" y reúne los poemas escritos durante la convalecencia de su mujer a la espera de un autotrasplante de médula ósea que, como aclara el propio autor, salió bien. Para acabar de dejarlo claro, añadió a esta sección "El esplendor de la metamorfosis", ya citado y este "Otro comienzo más"

OTRO COMIENZO MÁS

Hoy 
un día de febrero
aterido de lumbre hasta los codos

has escapado
                    otra vez
al anto de ceniza
al restregón del cáncer

dispones
             disponemos
de un día más
una semana más un año
                                  un día

pero no te equivoques: no se trata
de un últio día

nunca te dejes tutear por un tumor

este día ganado es el primero.

A continuación Riechmann reúne poemas de El corte bajo la piel y Baila con un extranjero. Entre ellos, destaco, por motivos poéticos y biográficos, los siguientes:

ELOGIO DE LA DURMIENTE

Yacer despierto a tu lado
en el profundo cobijo de tu sueño.

Boca abajo, respiras
una canción de la tierra
que no recordarás al despertar.

Acompaso mi ser a esa canción.


ELOGIO DEL PLACER EN SEVILLA

En qué pliegue de tu carne desdoblada
anidaba el placer

y por qué ahora
tras un vuelo instantáneo
dilata el magnolio
desborda el río
excede el vino la torre el patio de naranjos

por qué respira tanto
en el pecho del mundo.

Después llega la sección "Figuraciones tuyas", inédita hasta esta colección. Lirismo romántico con precisión cirujana del que se puede extraer, verbigracia, este ejemplo:

MI AMANTE SE EDUCÓ EN UN COLEGIO DE MONJAS

Ese país lentísimo donde las gotas de lluvia
llegan al suelo uno a una
en ordenadas sartas.

Esa tibieza neutra donde ya no se advierten
las cicatrices antaño abrasadorasa,
la ausencia del deseo. Lentísimos rosarios de la lluvia.

Niña con cuerpo de agua. Te arrancaron
algo y después no dejaron de arrancarte
la memoria de algo
ni la memoria del extirpamiento.

Hoy tu cuerpo se acuerda de la lluvia
y mi cuerpo se acuerda de tu cuerpo.

Completan el libro poemas de Material móvil, Cuaderno de Berlín, Cántico de la erosión, La esperanza violeta y, por último, La verdad es un fuego donde ardemos que se abre con este poema en prosa sin título (ni falta que hace):
Amar es descubrir en el otro lo sagrado: el paraíso, el abismo, la cima, la noche, el espacio y el infierno. La experiencia puede llegar a ser devastadadora.
Yo sólo quise ser a veces, en mañanas concéntricas y casi inabordables, el deslumbrado panadero de tu goce.
Además, aunque en realidad podríamos elegir cualquiera con seguro azar, selecciono otro par de joyas:

CONTRA EL OLVIDO
Vivir cada presente rescatando
todos los presentes ya vividos.

Que no borre este amor
ninguno de los amores anteriores:

cada uno de ellos prefiguraba este
desde la llaga o la transparencia.

Estancias de una casa en cuyo patio
conversas toda la noche con la luna.

MEMENTO
¿Padecimos? No sé.
No quedan cadáveres que nos recuerden tal siembra,
ni quebradizos árboles de días amarillos,
ni muerte maleable.

Sólo este frágil aposento de equilibrio
donde estar, donde no estar.
Aplazando la espera.

Queda el desolado placer de la memoria
cantando aguas abajo.

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En cuanto a De regreso a nosotros, último libro, hasta el momento, de nuestra admirada Ana Pérez Cañamares, debe su título a uno cita de Antoine de Saint-Exupéry
Tal vez el amor sea el proceso por el cual yo te conduzca delicadamente de regreso a ti mismo.

Entre los poemas que podemos citar de un libro recomendable de principio a fin están los siguientes:

Vienes y revolucionas
todas las estaciones

florezco, lluevo
               nievo y relumbro

soy un libro de haikus
mis hojas bailan al aire
que mueves al caminar.


No te conformaste sólo
con derribar los horarios

aspirabas a la Revolución:
guillotinaste el tiempo.

En tus libros encuentro poeas
con versos subrayados:
me paseo por tu historia

con palabras prestadas me señalas
el camino que te trajo hasta aquí.


Siento mi amor por ti
como algo denso y concreto

de hecho cada mañana
lo visto y lo peino

le doy mi nombre
lo paseo entre la gente.


Tú y yo somos dos poemas
escritos en diferentes idiomas
que nuestros cuerpos mudos
se empeñan en traducir.


Me tocas como lee
un ciego el Quijote

al final de la lectura
no sabemos quién es libro
quién loco, quién lector
quien la obra maestra
de quién.


Suena la ducha:
me ha relevado el agua
en la tarea de acariciarte.


Dormimos espalda contra espalda
respetamos cada uno
la tierra de los sueños del otro

al despertar nos citamos
en el puesto fronterizo

allí aprendemos entre brumas
que dos exiliados hacen país.


Quererte no me servirá
para comprender el amor

también los buceadores
olvidan la idea del mar.


Con esta pequeña selección y un mínimo homenaje concluyo esta entrada sobre dos poetas siempre necesarios, tanto en su faceta combativa como en la amorosa. Como hemos visto, difícilmente disociables:

COMPROMISO POLÍTICO Y AMOR ADOLESCENTE
A Ana Pérez Cañamares y Jorge Riechmann

Amar con la prisa de los portales.
Beber como un náufrago en el desierto
que tiene un hijo en la cárcel.

Huir del claro desengaño a tu rostro.
Bailar como en las fiestas de los pueblos.

Reincidir en amarte sin regreso.
Volver siempre de regreso a nosotros

domingo, 28 de mayo de 2017

Injurias y calumnias VS Calumnias e injurias (Itziar Mínguez VS Andy Chango)


INJURIAS Y CALUMNIAS

No respondo de mí
puedo cometer una locura
una verdadera sangría
si alguien
en algún momento
vuelve a llamarme
a la cara
poetisa

QWERTY
Itziar Mínguez Arnáiz,
Ediciones de la Isla de Siltolá, 2017

viernes, 26 de mayo de 2017

Después del después: Daniel Casado escribe sobre VPD en "Piedra de toque"

Piedra de toque: 15 poetas emergentes de Extremadura

Piedra de toque: 15 poetas emergenes de Extremadura es una antología publicada por la Editora Regional y preparada por el poeta, músico y gestor cultural Daniel Casado que, además, ha escrito una nota sobre cada uno de los autores seleccionados. Dejo aquí las líneas que me ha dedicado junto con mi agradecimiento:
Con epicentro en Plasencia, como su tocayo, vecino y compañero en esta selección, Víctor Martín Iglesias, la poesía de Peña Dacosta ha necesitado tan solo un par de títulos para hacerse oír en ambas laderas del Jerte y río abajo. El toque distendido de sus poemas, la inevitable intimidad, esa ironía imperturbable siempre al acecho, ese buen rollito y ciertos tics de la era digital consiguen, a poco que uno aprenda a colocarse la sonrisa, propiciarnos algo tan difícil como una lectura entretenida. Algo para lo que la poesía, dirán algunos, no parece concebida. Pero estamos en la posmodernidad, amigos, aquí dialogan Homer Simpson y Thomas Mann, los estados de Facebook y los estados de sitio, Leonard Cohen y José María Aznar, Windows y Michel Houellebecq. Otros guiños resultan menos casuales: el empleo del tono coloquial denota una lectura atenta de Gil de Biedma, quizá el referente más claro, pero también de Ángel González y Luis Alberto de Cuenca.
Apunta esta poesía en una doble dirección: de un lado, la ficción autobiográfica, del otro, el discurso crítico. Ambos horizontes se estiran hasta fundirse en poemas como “Pido la palabra y un par de cañas”, “Adaptación al miedo” o “When the soldiers are singing”. Por lo demás, la vida que pasa queda retratada —al más puro estilo Lennon— en poemas como “Selfie”, mientras en la diatriba ”Carta abierta de lo que quedaba del Víctor Peña de 19 años dirigida al actual Víctor Peña antes de desaparecer para siempre” los ecos del famoso poema “Contra Jaime Gil de Biedma” no acaban nunca de apagarse.
Volverá en Diario de un puretas recién casado a cargar las tintas en las aguas de la posmodernidad postulando “Sin más armas ni bandera / que mi pantalón de pinza negro / y mi polo pijo y rojo, reivindico / un anarquismo mainstream / en pos de la centralidad”. Ahí es nada.
La pregunta es: qué vendrá después del después.

martes, 23 de mayo de 2017

"El azúcar es más peligroso que la pólvora" (Homo Deus)

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La mayoría de la gente rara vez piensa en ello, pero en las últimas décadas hemos conseguido controlar la hambruna, la peste y la guerra. Desde luego, estos problemas no se han resuelto por completo, pero han dejado de ser fuerzas de la naturaleza incomprensibles e incontrolables para transformarse en retos manejables. No necesitamos rezar a ningún dios ni a ningún santo para que nos salve de ellos. Sabemos muy bien lo que es necesario hacer para impedir el hambre, la peste y la guerra…, y generalmente lo hacemos con éxito.
Es cierto: todavía hay fracasos notables, pero cuando nos enfrentamos a dichos fracasos, ya no nos encogemos de hombros y decimos: «Bueno, así es como funcionan las cosas en nuestro mundo imperfecto» o «Hágase la voluntad de Dios». Por el contrario, cuando el hambre, la peste o la guerra escapan a nuestro control, sospechamos que alguien debe de haberla fastidiado, organizamos una comisión de investigación y nos prometemos que la siguiente vez lo haremos mejor. Y, en verdad, funciona. De hecho, la incidencia de estas calamidades va disminuyendo. Por primera vez en la historia, hoy en día mueren más personas por comer demasiado que por comer demasiado poco, más por vejez que por una enfermedad infecciosa, y más por suicidio que por asesinato a manos de la suma de soldados, terroristas y criminales. A principios del siglo XXI, el humano medio tiene más probabilidades de morir de un atracón en un McDonald’s que a consecuencia de una sequía, el ébola o un ataque de al-Qaeda. (...)
De hecho, actualmente, en la mayoría de los países, comer en exceso se ha convertido en un problema mucho peor que el hambre. En el siglo XVIII, al parecer, María Antonieta aconsejó a la muchedumbre que pasaba hambre que si se quedaban sin pan, comieran pasteles. Hoy en día, los pobres siguen este consejo al pie de la letra. Mientras que los ricos residentes de Beverly Hills comen ensalada y tofu al vapor con quinoa, en los suburbios y guetos los pobres se atracan de pastelillos Twinkie, Cheetos, hamburguesas y pizzas. En 2014, más de 2.100 millones de personas tenían sobrepeso, frente a los 850 millones que padecían desnutrición. Se espera que la mitad de la humanidad sea obesa en 2030.[4] En 2010, la suma de las hambrunas y la desnutrición mató a alrededor de un millón de personas, mientras que la obesidad mató a tres millones. (...)
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La tercera buena noticia es que también las guerras están desapareciendo. A lo largo de la historia, la mayoría de los humanos asumían la guerra como algo natural, mientras que la paz era un estado temporal y precario. Las relaciones internacionales estaban regidas por la ley de la selva, según la cual incluso si dos sistemas de gobierno convivían en paz, la guerra siempre era una opción. Por ejemplo, aunque Alemania y Francia estaban en paz en 1913, todo el mundo sabía que podían agredirse mutuamente en 1914. Cuando políticos, generales, empresarios y ciudadanos de a pie hacían planes para el futuro, siempre dejaban un margen para la guerra. Desde la Edad de Piedra a la era del vapor, y desde el Ártico al Sahara, toda persona en la Tierra sabía que en cualquier momento los vecinos podían invadir su territorio, derrotar a su ejército, masacrar a su gente y ocupar sus tierras.
Durante la segunda mitad del siglo XX, finalmente se quebrantó esta ley de la selva, si acaso no se revocó. En la mayoría de las regiones, las guerras se volvieron más infrecuentes que nunca. Mientras que en las sociedades agrícolas antiguas la violencia humana causaba alrededor del 15 por ciento de todas las muertes, durante el siglo XX la violencia causó solo el 5 por ciento, y en el inicio del siglo XXI está siendo responsable de alrededor del 1 por ciento de la mortalidad global.[22] En 2012 murieron en todo el mundo unos 56 millones de personas, 620.000 a consecuencia de la violencia humana (la guerra acabó con la vida de 120.000 personas, y el crimen, con la de otras 500.000). En cambio, 800.000 se suicidaron y 1,5 millones murieron de diabetes.[23] El azúcar es ahora más peligroso que la pólvora. (...)
Entonces ¿qué pasa con el terrorismo? Aunque los gobiernos centrales y los estados poderosos han aprendido a moderarse, los terroristas podrían no mostrar tales escrúpulos a la hora de usar armas nuevas y destructivas. Esta es ciertamente una posibilidad preocupante. Sin embargo, el terrorismo es una estrategia de debilidad que adoptan aquellos que carecen de acceso al poder real. Al menos en el pasado, el terrorismo operó propagando el miedo en lugar de causar daños materiales importantes. Por lo general, los terroristas no tienen la fuerza necesaria para derrotar a un ejército, ocupar un país o destruir ciudades enteras. Mientras que en 2010 la obesidad y las enfermedades asociadas a ella mataron a cerca de tres millones de personas, los terroristas mataron a un total de 7.697 personas en todo el planeta, la mayoría de ellos en países en vías de desarrollo.[25] Para el norteamericano o el europeo medio, la Coca-Cola supone una amenaza mucho más letal que al-Qaeda.
Homo Deus: Breve historia del mañana.
Yuval Noah Harari
Penguin Random House, 2015 

lunes, 22 de mayo de 2017

"Instrucciones para John Howell" (mi relato preferido de Julio Cortázar)

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Pensándolo después -en la calle, en un tren, cruzando campos- todo eso hubiera parecido absurdo, pero un teatro no es más que un pacto con el absurdo, su ejercicio eficaz y lujoso. A Rice, que se aburría en un Londres otoñal de fin de semana y que había entrado al Aldwych sin mirar demasiado el programa, el primer acto de la pieza le pareció sobre todo mediocre; el absurdo empezó en el intervalo cuando el hombre de gris se acercó a su butaca y lo invitó cortésmente, con una voz casi inaudible, a que lo acompañara entre bastidores. Sin demasiada sorpresa pensó que la dirección del teatro debía estar haciendo una encuesta, alguna vaga investigación con fines publicitarios. "Si se trata de una opinión", dijo Rice, "el primer acto me parece flojo, y la iluminación, por ejemplo..." El hombre de gris asintió amablemente pero su mano seguía indicando una salida lateral, y Rice entendió que debía levantarse y acompañarlo sin hacerse rogar. "Hubiera preferido una taza de té", pensó mientras bajaba unos peldaños que daban a un pasillo lateral y se dejaba conducir entre distraído y molesto. Casi de golpe se encontró frente a un bastidor que representaba una biblioteca burguesa; dos hombres que parecían aburrirse lo saludaron como si su visita hubiera estado prevista e incluso descontada. "Desde luego usted se presta admirablemente", dijo el más alto de los dos. El otro hombre inclinó la cabeza, con un aire de mudo. "No tenemos mucho tiempo", dijo el hombre alto, "pero trataré de explicarle su papel en dos palabras". Hablaba mecánicamente, casi como si prescindiera de la presencia real de Rice y se limitara a cumplir una monótona consigna. "No entiendo", dijo Rice dando un paso atrás. "Casi es mejor", dijo el hombre alto. "En estos casos el análisis es más bien una desventaja; verá que apenas se acostumbre a los reflectores empezará a divertirse. Usted ya conoce el primer acto; ya sé, no le gustó. A nadie le gusta. Es a partir de ahora que la pieza puede ponerse mejor. Depende, claro." "Ojalá mejore", dijo Rice que creía haber entendido mal, "pero en todo caso ya es tiempo de que me vuelva a la sala". Como había dado otro paso atrás no lo sorprendió demasiado la blanda resistencia del hombre de gris, que murmuraba una excusa sin apartarse. "Parecería que no nos entendemos", dijo el hombre alto, "y es una lástima porque faltan apenas cuatro minutos para el segundo acto. Le ruego que me escuche atentamente. Usted es Howell, el marido de Eva. Ya ha visto que Eva engaña a Howell con Michael, y que probablemente Howell se ha dado cuenta aunque prefiere callar por razones que no están todavía claras. No se mueva, por favor, es simplemente una peluca." Pero la admonición parecía casi inútil porque el hombre de gris y el hombre mudo lo habían tomado de los brazos; y una muchacha alta y flaca que había aparecido bruscamente le estaba calzando algo tibio en la cabeza. "Ustedes no querrán que yo me ponga a gritar y arme un escándalo en el teatro", dijo Rice tratando de dominar el temblor de su voz. El hombre alto se encogió de hombros. "Usted no haría eso", dijo cansadamente. "Sería tan poco elegante... No, estoy seguro que no haría eso. Además la peluca le queda perfectamente, usted tiene tipo de pelirrojo." Sabiendo que no debía decir eso, Rice dijo: "Pero yo no soy un actor." Todos, hasta la muchacha, sonrieron alentándolo. "Precisamente", dijo el hombre alto. "Usted se da muy bien cuenta de la diferencia. Usted no es un actor, usted es Howell. Cuando salga a escena, Eva estará en el salón escribiendo una carta a Michael. Usted fingirá no darse cuenta de que ella esconde el papel y disimula su turbación. A partir de ese momento haga lo que quiera. Los anteojos, Ruth." "¿Lo que quiera?", dijo Rice, tratando sordamente de liberar sus brazos mientras Ruth le ajustaba unos anteojos con montura de Carey. "Sí, de eso se trata", dijo desganadamente el hombre alto, y Rice tuvo como una sospecha de que estaba harto de repetir las mismas cosas cada noche. 
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Se oía la campanilla llamando al público, y Rice alcanzó a distinguir los movimientos de los tramoyistas en el escenario, unos cambios de luces; Ruth había desaparecido de golpe. Lo invadió una indignación más amarga que violenta, que de alguna manera parecía fuera de lugar. "Esto es una farsa estúpida", dijo tratando de zafarse, "y les prevengo que..." "Lo lamento", murmuró el hombre alto. "Francamente hubiera pensado otra cosa de usted. Pero ya que lo toma así..." No era exactamete una amenaza, aunque los tres hombres lo rodeaban de una manera que exigía la obediencia o la lucha abierta; a Rice le pareció que una cosa hubiera sido tan absurda o quizá tan falsa como la otra. "Howell entra ahora", dijo el hombre alto, mostrando el estrecho pasaje entre los bastidores. "Una vez allí haga lo que quiera, pero nosotros lamentaríamos que..." Lo decía amablemente, sin turbar el repentino silencio de la sala; el telón se alzó con un frotar de terciopelo, y los envolvió una ráfaga de aire tibio. "Yo que usted lo pensaría, sin embargo", agregó cansadamente el hombre alto. "Vaya ahora." Empujándolo sin empujarlo, los tres lo acompañaron hasta la mitad de los bastidores. Una luz violeta encegueció a Rice; delante había una extensión que le pareció infinita, y a la izquierda adivinó la gran caverna, algo como una gigantesca respiración contenida, eso que después de todo era el verdadero mundo donde poco a poco empezaban a recortarse pecheras blancas y quizá sombreros o altos peinados. Dio un paso o dos, sintiendo que las piernas no le respondían, y estaba a punto de volverse y retroceder a la carrera cuando Eva, levántandose precipitadamente, se adelantó y le tendió una mano que parecía flotar en la luz violeta al término de un brazo muy blanco y largo. La mano estaba helada, y Rice tuvo la impresión de que se crispaba un poco en la suya. Dejándose llevar hasta el centro de la escena, escuchó confusamente las explicaciones de Eva sobre su dolor de cabeza, la preferencia por la penumbra y la tranquilidad de la biblioteca, esperndo a que callara para adelantarse al proscenio y deci,r en dos palabras, que los estaban estafando. Pero Eva parecía esperar que él se sentara en el sofá de gusto tan dudoso como el argumento de la pieza y los decorados, y Rice comprendió que era imposible, casi grotesco, seguir de pie, mientras ella, tendiéndole otra vez la mano, reiteraba la invitación con una sonrisa cansada. Desde el sofá distinguió mejor las primeras filas de platea, apenas separadas de la escena por la luz que había ido virando del violeta a un naranja amarillento, pero curiosamente a Rice le fue más fácil volverse hacia Eva y sostener su mirada que de alguna manera lo ligaba todavía a esa insensatez, aplazando un instante más la única decisión posible a menos de acatar la locura y entregarse al simulacro. "Las tardes de este otoño son interminables", había dicho Eva buscando una caja de metal blanco perdida entre los libros y los papeles de la mesita baja, y ofreciéndole un cigarrillo. Mecánicamente Rice sacó su encendedor, sintiéndose cada vez más ridículo con la peluca y los anteojos; pero el menudo ritual de encender los cigarrillos y aspirar las primeras bocanadas era como una tregua, le permitía sentarse más cómodamente, aflojando la insoportable tensión del cuerpo que se sabía mirado por frías constelaciones invisibles. Oía sus respuestas a las frases de Eva, las palabras parecían suscitarse unas a otras con un mínimo esfuerzo, sin que se estuviera hablando de nada en concret; un diálogo de castillo de naipes en el que Eva iba poniendo los muros del frágil edificio, y Rice sin esfuerzo intercalaba sus propias cartas y el castillo se alzaba bajo la luz anaranjada hasta que al terminar una prolija explicación que incluía el nombre de Michael ("Ya ha visto que Eva engaña a Howell con Michael") y otros nombres y otros lugares, un té al que había asistido la madre de Michael (¿o era la madre de Eva?) y una justificación ansiosa y casi al borde de las lágrimas, con un movimiento de ansiosa esperanza Eva se inclinó hacia Rice como si quisiera abrazarlo o esperara que él la tomase en los brazos, y exactamente después de la última palabra dicha con una voz clarísima, junto a la oreja de Rice murmuró: "No dejes que me maten", y sin transición volvió a su voz profesional para quejarse de la soledad y del abandono. Golpeaban en la puerta del fondo y Eva se mordió los labios como si hubiera querido agregar algo más (pero eso se le ocurrió a Rice, demasiado confundido para reaccionar a tiempo), y se puso de pie para dar la bienvenida a Michael que llegaba con la fatua sonrisa que ya había enarbolado insoportablemente en el primer acto. Una dama vestida de rojo, un anciano: de pronto la escena se poblaba de gente que cambiaba saludos, flores y noticias. Rice estrechó las manos que le tendían y volvió a sentarse lo antes posible en el sofá, escudándose tras de otro cigarrillo; ahora la acción parecía prescindir de él y el público recibía con murmullos satisfechos una serie de brillantes juegos de palabras de Michael y los actores de carácter, mientras Eva se ocupaba del té y daba instrucciones al criado. Quizá fuera el momento de acercarse a la boca del escenario, dejar caer el cigarrillo y aplastarlo con el pie, a tiempo para anunciar: "Respetable público..." Pero acaso fuera más elegante (No dejes que me maten) esperar la caída del telón y entonces, adelantándose rápidamente, revelar la superchería. En todo eso había como un lado ceremonial que no era penoso acatar; a la espera de su hora, Rice entró en el diálogo que le proponía el anciano caballero, aceptó la taza de té que Eva le ofrecía sin mirarlo de frente, como si se supiese observada por Michael y la dama de rojo. Todo estaba en resistir, en hacer frente a un tiempo interminablemente tenso, ser más fuerte que la torpe coalición que pretendía convertirlo en un pelele. Ya le resultaba fácil advertir cómo las frases que le dirigían (a veces Michael, a veces la dama de rojo, casi nunca Eva, ahora) llevaban implícita la respuesta; que el pelele contestara lo previsible, la pieza podía continuar. Rice pensó que de haber tenido un poco más de tiempo para dominar la situación, hubiera sido divertido contestar a contrapelo y poner en dificultades a los actores; pero no se lo consentirían, su falsa libertad de acción no permitía más que la rebelión desaforada, el escándalo. No dejes que me maten, había dicho Eva; de alguna manera, tan absurda como el resto, Rice seguía sintiendo que era mejor esperar. El telón cayó sobre una réplica sentenciosa y amarga de la dama de rojo, y los actores le parecieron a Rice como figuras que súbitamente bajaran un peldaño invisible: disminuidos, indiferentes (Michael se encogía de hombros, dando la espalda y yéndose por el foro), abandonaban la escena sin mirarse entre ellos, pero Rice notó que Eva giraba la cabeza hacia él mientras la dama de rojo y el anciano se la llevaban amablemente del brazo hacia los bastidores de la derecha. Pensó en seguirla, tuvo una vaga esperanza de camarín y conversación privada. "Magnífico", dijo el hombre alto, palmeándole el hombro. "Muy bien, realmente la ha hecho usted muy bien." Señalaba hacia el telón que dejaba pasar los últimos aplausos. "Les ha gustado de veras. Vamos a tomar un trago." Los otros dos hombres estaban algo más lejos, sonriendo amablemente, y Rice desistió de seguir a Eva. El hombre alto abrió una puerta al final del primer pasillo y entraron en una sala pequeña donde había sillones desvencijados, un armario, una botella de whisky ya empezada y hermosísimos vasos de cristal tallado. "Lo ha hecho usted muy bien", insistió el hombre alto mientras se sentaban en torno a Rice. "Con un poco de hielo ¿verdad? Desde luego, cualquiera tendría la garganta seca." El hombre de gris se adelantó a la negativa de Rice y le alcanzó un vaso casi lleno. "El tercer acto es más difícil pero a la vez más entretenido para Howell", dijo el hombre alto. "Ya ha visto cómo se van descubriendo los juegos." Empezó a explicar la trama, ágilmente y sin vacilar. "En cierto modo usted ha complicado las cosas", dijo. "Nunca me imaginé que procedería tan pasivamente con su mujer; yo hubiera reaccionado de otra manera." "¿Cómo?", preguntó secamente Rice. "Ah, querido amigo, no es justo preguntar eso. Mi opinión podría alterar sus propias decisiones, puesto que usted ha de tener ya un plan preconcebido. ¿O no? Como Rice callaba, agregó: "Si le digo eso es precisamente porque no se trata de tener planes preconcebidos. Estamos todos demasiado satisfechos para arriesgarnos a malograr el resto." 
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Rice bebió un largo trago de whisky. "Sin embargo, en el segundo acto usted me dijo que podía hacer lo que quisiera", observó. El hombre de gris se echó a reír, pero el hombre alto lo miró y el otro hizo un rápido gesto de excusa. "Hay un margen para la aventura o el azar, como usted quiera", dijo el hombre alto. "A partir de ahora le ruego que se atenga a lo que voy a indicarle, se entiende que dentro de la máxima libertad en los detalles." Abriendo la mano derecha con la palma hacia arriba, la miró fijamente mientras el índice de la otra mano iba a apoyarse en ella una y otra vez. Entre dos tragos (le habían llenado otra vez el vaso) Rice escuchó las instrucciones para John Howell. Sostenido por el alcohol y por algo que era como un lento volver hacía sí mismo que lo iba llenando de una fría cólera, descubrió sin esfuerzo el sentido de las instrucciones, la preparación de la trama que debía hacer crisis en el último acto. "Espero que esté claro", dijo el hombre alto, con un movimiento circular del dedo en la palma de la mano. "Está muy claro", dijo Rice levantándose, "pero además me gustaría saber si en el cuarto acto..." "Evitemos las confusiones, querido amigo", dijo el hombre alto. "En el próximo intervalo volveremos sobre el tema, pero ahora le sugiero que se concentre exclusivamente en el tercer acto. Ah, el traje de calle, por favor." Rice sintió que el hombre mudo le desabotonaba la chaqueta; el hombre de gris había sacado del armario un traje de tweed y unos guantes; mecánicamente Rice se cambió de ropa bajo las miradas aprobadoras de los tres. El hombre alto había abierto la puerta y esperaba; a lo lejos se oía la campanilla. "Esta maldita peluca me da calor", pensó Rice acabando el whisky de un solo trago. Casi en seguida se encontró entre nuevos bastidores, sin oponerse a la amable presión de una mano en el codo. "Todavía no", dijo el hombre alto, más atrás. "Recuerde que hace fresco en el parque. Quizás si se subiera el cuello de la chaqueta...Vamos, es su entrada." Desde un banco al borde del sendero Michael se adelantó hacia él, saludándolo con una broma. Le tocaba responder pasivamente y discutir los méritos del otoño en Regent's Park, hasta la llegada de Eva y la dama de rojo que estarían dando de comer a los cisnes. Por primera vez -y a él lo sorprendió casi tanto como a los demás- Rice cargó el acento en una alusión que el público pareció apreciar y que obligó a Michael a ponerse a la defensiva, forzándolo a emplear los recursos más visibles del oficio para encontar una salida; dándole bruscamente la espalda mientras encendía uun cigarrillo, como si quisiera protegerse del viento, Rice miró por encima de los anteojos y vio a los tres hombres entre los bastidores, el brazo del hombre alto que le hacía un gesto conminatorio (debía estar un poco borracho y además se divertía, el brazo agitándose le hacia una gracia extraordinaria) antes de volverse y apoyar una mano en el hombro de Michael. "Se ven cosas regocijantes en los parques", dijo Rice. "Realmente no entiendo que se pueda perder el tiempo con cisnes o amantes cuando se está en un parque londinense." El público rió más que Michael, excesivamente interesado por la llegada de Eva y la dama de rojo. Si vacilar Rice siguió marchando contra la corriente, violando poco a poco las instrucciones en una esgrima feroz y absurda contra actores habilísimos que se esforzaban por hacerlo volver a su papel y a veces lo conseguían, pero él se les escapaba de nuevo para ayudar de alguna manera a Eva, si saber bien por qué pero diciéndose (y le daba risa, y debía ser el whisky) que todo lo que cambiara en ese momento alteraría inevitablemente el último acto (No dejes que me maten). Y los otros se habían dado cuenta de su propósito porque bastaba mirar por sobre los anteojos hacia los bastidores de la izquierda para ver los gestos iracundos del hombre alto, fuera y dentro de la escena estaban luchando contra él y Eva, se interponían para que no pudieran comunicarse, para que ella no alcanzara a decirle nada, y ahora llegaba el caballero anciano seguido de un lúgubre chofer, había como un momento de calma (Rice recordaba las instrucciones: una pausa, luego la conversación sobre la compra de acciones, entonces la frase reveladora de la dama de rojo, y telón), y en ese intervalo en que obligadamente Michael y la dama de rojo debían apartarse para que el caballero hablara con Eva y Howell de la maniobra bursátil (realmente no faltaba nada en esa pieza), el placer de estropear un poco más la acción llenó a Rice de algo que se parecía a la felicidad. Con un gesto que dejaba bien claro el profundo desprecio que le inspiraban las operaciones arriesgadas, tomó del brazo a Eva, sorteó la maniobra envolvemente del enfurecido y sonriente caballero, y caminó con ella oyendo a sus espaldas un muro de palabras ingeniosas que no le concernían, exclusivamente inventadas para el público, y en cambio sí Eva, en cambio un aliento tibio apenas un segundo contra su mejilla, el leve murmullo de su voz verdadera diciendo: "Quedate conmigo hasta el final", quebrado por un movimiento instintivo, el hábito que la hacía responder a la interpelación de la dama de rojo, arrastrando a Howell para que recibiera en plena cara las palabras reveladoras. Sin pausa, sin el mínimo hueco que hubiera necesitado para poder cambiar el rumbo que esas palabras daban definitivamente a lo que habría de venir más tarde, Rice vio caer el telón. "Imbécil", dijo la dama de rojo. "Salga, Flora", ordenó el hombre alto, pegado a Rice que sonreía satisfecho. "Imbécil", repitió la dama de rojo, tomando del brazo a Eva que había agachado la cabeza y parecía como ausente. Un empujón mostró el camino a Rice que se sentía perfectamente feliz. "Imbécil", dijo a su vez el hombre alto. El tirón en la cabeza fue casi brutal, pero Rice se quitó él mismo los anteojos y los tendió al hombre alto. "El whisky no era malo" dijo. "Si quiere darme las instrucciones para el último acto..." Otro empellón estuvo a punto de tirarlo al suelo y cuando consiguió enderezarse, con una ligera náusea, ya estaba andando a tropezones por una galería mal iluminada; el hombre alto había desaparecido y los otros dos se estrechaban contra él; obligándolo a avanzar con la mera presión de los cuerpos. Había una puerta con una lamparilla naranja en lo alto. "Cámbiese", dijo el hombre de gris alcanzándole su traje. Casi sin darle tiempo a ponerse la chaqueta, abrieron la puerta de un puntapié, el empujón lo sacó trastabillando a la acera, al frío de un callejón que olía a basura. "Hijos de perra, me voy a pescar una pulmonía", pensó Rice, metiendo las manos en los bolsillos. Había luces en el extremo más alejado del callejón, desde donde venía el rumor del tráfico. En la primera esquina (no le habían quitado el dinero ni los papeles) Rice reconoció la entrada del teatro. Como nada impedía que asistiera desde su butaca al último acto, entró al calor del foyer, al humo y las charlas de la gente en el bar; le quedó tiempo para beber otro whisky, pero se sentía incapaz de pensar en nada. Un poco antes de que se alzara el telón alcanzó a preguntarse quién haría el papel de Howell en el último acto, y si algún otro pobre infeliz estaría pasando por amabilidades y amenazas y anteojos; pero la broma debía terminar cada noche de la misma manera porque en seguida reconoció al actor del primer acto, que leía una carta en su estudio y la alcanzaba a una Eva pálida y vestida de gris. "Es escandaloso", comentó Rice volviéndose hacia el espectador de la izquierda. "¿Cómo se tolera que cambien de actor en mitad de una pieza?" El espectador suspiró fatigado. "Ya no se sabe con estos autores jóvenes", dijo. "Todo es símbolo, supongo." Rice se acomodó en la platea saboreando malignamente el murmullo de los espectadores que no parecían aceptar tan pasivamente como su vecino los cambios físicos de Howell; y sin embargo la ilusión teatral los dominó casi en seguida; el actor era excelente y la acción se precipitaba de una manera que sorprendió incluso a Rice, perdido en una agradable indiferencia. La carta era de Michael, que anunciaba su partida de Inglaterra; Eva la leyó y la devolvió en silencio; se sentía que estaba llorando contenidamente. Quédate conmigo hasta el final, había dicho Eva. No dejes que me maten, había dicho absurdamente Eva. Desde la seguridad de la platea era inconcebible que pudiera sucederle algo en ese escenario de pacotilla; todo había sido una continua estafa, una larga hora de pelucas y de árboles pintados. Desde luego la infaltable dama de rojo invadía la melancólica paz del estudio donde el perdón y quizá el amor de Howell se percibían en sus silencios, en su manera casi distraída de romper la carta y echarla al fuego. Parecía inevitable que la dama de rojo insinuara que la partida de Michael era una estratagema, y también que Howell le diera a entender un desprecio que no impediría una cortés invitación a tomar el té. A Rice lo divirtió vagamente la llegada del criado con la bandeja; el té parecía uno de los recursos mayores del comediógrafo; sobre todo ahora que la dama de rojo maniobraba en algún momento con una botellita de melodrama romántico mientras las luces iban bajando de una manera por completo inexplicable en el estudio de un abogado londinense. Hubo una llamada telefónica que Howell atendió con perfecta compostura (era previsible la caída de las acciones o cualquier otra crisis necesaria para el desenlace); las tazas pasaron de mano en mano con las sonrisas pertinentes, el buen tono previo a las catástrofes. A Rice le pareció casi inconveniente el gesto de Howell en el momento en que Eva acercaba los labios a la taza, su brusco movimiento y el té derramándose sobre el vestido gris. Eva estaba inmóvil, casi ridícula; en esa detención instantánea de las actitudes (Rice se había enderezado sin saber por qué, y alguien chistaba impaciente a sus espaldas), la exclamación escandalizada de la dama de rojo se superpuso al leve chasquido, a la mano de Howell que se alzaba para anunciar algo, a Eva que torcía la cabeza mirando al público como si no quisiera creer y después se deslizaba de lado hasta quedar casi tendida en el sofá, en una lenta reanudación del movimiento que Howell pareció recibir y continuar con su brusca carrera hacia los bastidores de la derecha, su fuga que Rice no vio porque también él corría ya por el pasillo central sin que ningún otro espectador se hubiera movido todavía. Bajando a saltos la escalera, tuvo el tino de entregar su talón en el guardarropa y recobrar el abrigo; cuando llegaba a la puerta oyó los primeros rumores del final de la pieza, aplausos y voces en la sala; alguien del teatro corría escaleras arriba. Huyó hacia Kean Street y al pasar junto al callejón lateral le pareció ver un bulto que avanzaba pegado a la pared; la puerta por donde lo habían expulsado estaba entornada, pero Rice no había terminado de registrar esas imágenes cuando ya corría por la calle iluminada y en vez de alejarse de la zona del teatro bajaba otra vez por Kingsway, previendo que a nadie se le ocurriría buscarlo cerca cel teatro. Entró en el Strand (se había subido el cuello del abrigo y andaba rápidamente, con las manos en los bolsillos) hasta perderse con un alivio que él mismo no se explicaba en la vaga región de las callejuelas internas que nacían en Chancery Lane. Apoyándose contra una pared (jadeaba un poco y sentía que el sudor le pegaba la camisa a la piel) encendió un cigarrillo y por primera vez se preguntó explícitamente, empleando todas las palabras necesarias, por qué estaba huyendo. Los pasos que se acercaban se interpusieron entre él y la respuesta que buscaba; mientras corría pensó que si lograba cruzar el río (ya esta cerca del puente de Blackfriars) se sentiría a salvo. Se refugió en un portal, lejos del farol que alumbraba la salida hacia Watergate. Algo le quemó la boca, se arrancó de un tirón la colilla que había olvidado; y sintió que le desgarraba los labios. En el silencio que lo envolvía trató de repetirse las preguntas no contestadas, pero irónicamente se le interponía la idea de que sólo estaría a salvo si alcanzaba a cruzar el río. Era ilógico, los pasos también podrían seguirlo por el puente; por cualquier callejuela de la otra orilla; y sin embargo eligió el puente, corrió a favor de un viento que lo ayudó a dejar atrás el río y perderse en un laberinto que no conocía hasta llegar a una zona mal alumbrada; el tercer alto de la noche en un profundo y angosto callejón sin salida lo puso por fin frente a la única pregunta importante, y Rice comprendió que era incapaz de encontrar la respuesta. No dejes que me maten, había dicho Eva, y él había hecho lo posible, torpe y miserablemente, pero lo mismo la habían matado, por lo menos en la pieza la habían matado y él tenía que huir porque no podía ser que la pieza terminara así, que la taza de té se volcara inofensivamente sobre el vestido de Eva y sin embargo Eva resbalara hasta quedar tendida en el sofá; había ocurrido otra cosa sin que él estuviera allí para impedirlo, quédate conmigo hasta el final, le había suplicado Eva, pero lo habían echado del teatro, lo habían apartado de eso que tenía que suceder y que él, estúpidamente unstalado en su platea, había contemplado sin comprender o comprendiéndolo desde otra región de sí mismo donde había miedo y fuga y ahora, pegajoso como el sudor que le corría por el vientre, el asco de sí mismo. "Pero yo no tengo nada que ver", pensó. "Y no ha ocurrido nada; no es posible que cosas así ocurran." Se lo repitió aplicadamente; no podía ser que hubieran venido a buscarlo, a proponerle esa insensatez, a amenazarlo amablemente; los pasos que se acercaban tenían que ser los de cualquier vagabundo, unos pasos sin huellas. El hombre pelirrojo que se detuvo junto a él casi sin mirarlo, y que se quitó los anteojos con un gesto convulsivo para volver a ponérselos después de frotarlos contra la solapa de la chaqueta, era sencillamente alguien que se parecía a Howell, al actor que había hecho el papel de Howell y había volcado la taza de té sobre el vestido de Eva. "Tire esa peluca", dijo Rice, "lo reconocerán en cualquier parte". "No es una peluca", dijo Howell (se llamaría Smith o Rogers, ya ni recordaba el nombre en el programa). "Qué tonto soy", dijo Rice. Era de imaginar que habían tenido preparada una copia exacta de los cabellos de Howell, así como los anteojos habían sido una réplica de los de Howell. "Usted hizo lo que pudo", dijo Rice, "yo estaba en la platea y lo vi; todo el mundo podrá declarar a su favor". Howell temblaba, apoyado en la pared. "No es eso", dijo. "Qué importa, si lo mismo se salieron con la suya." Rice agachó la cabeza; un cansancio invencible lo agobiaba. "Yo también traté de salvarla", dijo, "pero no me dejaron seguir". Howell lo miró rencorosamente. "Siempre ocurre lo mismo", dijo como hablándose a sí mismo. "Es típico de los aficionados, creen que pueden hacerlo mejor que los otros, y al final no sirve de nada." Se subió el cuello de la chaqueta, metió las manos en los bolsillos. Rice hubiera querido prreguntarle: "¿Por qué ocurre siempre lo mismo? Y si es así, ¿por qué estamos huyendo?" El silbato pareció engolfarse en el callejón, buscándolos. Corrieron largo rato a la par, hasta detenerse en algún rincón que olía a petróleo, a río estancado. Detrás de una pila de fardos descansaron un momento; Howell jadeaba como un perro y a Rice se le acalambraba una pantorrilla. Se la frotó, apoyándose en los fardos, manteniéndose con dificultad sobre un solo pie. "Pero quizá no sea tan grave", murmuró. "Usted dijo que siempre ocurría lo mismo." Howell le puso una mano en la boca; se oían alternadamente dos silbatos. "Cada uno por su lado" dijo Howell. "Tal vez uno de los dos pueda escapar." Rice comprendió que tenía razón pero hubiera querido que Howell le contestara primero. Lo tomó de un brazo, atrayéndolo con toda su fuerza. "No me dejes ir así", suplicó. "No puedo seguir huyendo siempre, sin saber." Sintió el olor alquitranado de los fardos, su mano como hueca en el aire. Unos pasos corrían alejándose; Rice se agachó, tomando impulso, y partió en la dirección contraria. A la luz de un farol vio un nombre cualquiera: Rose Alley. Más allá estaba el río, algún puente. No faltaban puentes ni calles por donde correr.