ARREBATOS ALÍRICOS

Me fui sobreviviendo como pude

(José Luis Piquero)


viernes, 9 de septiembre de 2022

UNA FILOSOFÍA DEL MIEDO (Bernat Castany)

 

Este libro es el fruto de una maldición. De la terrible maldición que Kierkegaard le lanzó a Hegel cuando le deseó que un día, al finalizar alguna de sus clases (quizá tan abstractas y especulativas como sus escritos), un joven se le acercase para pedirle consejo. Aquella tarde de mayo acababa de hablarles a mis alumnos de la vergüenza que Borges dice sentir por no haber sido más valiente. Una vergüenza que, aunque bebe de fuentes literarias, como el tópico de las armas y las letras, la tensión romántica entre civilización y barbarie o el vitalismo nietzscheano, está demasiado presente en toda su obra como para que no le demos cierto crédito. Según Borges, ese miedo fue el que le llevó a cometer «el peor de los pecados que un hombre puede cometer», esto es «no ser feliz»; ese miedo fue el que le llevó a verse como un Alonso Quijano que, «en víspera perpetua», vuelve las hojas de los libros, sin atreverse a salir de la biblioteca de tomos ingleses de su padre para buscar las aventuras más reales que le ofrecía el barrio de Palermo. (...)

Acabamos la clase evocando las Saturnales de Macrobio, donde se refiere una vieja creencia egipcia según la cual el nacimiento de toda persona se halla presidido por cuatro divinidades a las que debemos rendir tributo con la propia vida, sin tratar de evitarlas ni engañarlas. La manera en que cada uno se haya relacionado, a lo largo de su vida, con cada una de estas cuatro fuerzas (que son el Eros o el amor, la Ananké o la necesidad, la Tyché o la fortuna y el Daimon o la identidad), definiría su carácter o destino. Era tentador imaginarse a Borges, en su lecho de muerte, alegando frente a todas sus timideces, indecisiones o traiciones, las acciones absolutorias de su temeridad filosófica y su generosidad con sus personajes. Pero ya pasaban cinco minutos del final de la clase. (...)

Pero el miedo no es tanto una cuestión de batallas y cuchillos (tal y como lo entendía, de una forma un tanto romántica, Borges) como un cúmulo de minúsculas evitaciones, excusas, silencios o postergaciones que acaban llenándolo todo, como el vapor. Más aún, ese enjambre de pequeños miedos no es solo una cuestión individual, resultante de nuestros genes, carácter, educación o responsabilidades, sino también el resultado de diversos modos de dominación colectiva. (...)

Lo primero que me sorprendió fue la paradoja de que, aun perteneciendo a una de las sociedades más seguras de toda la historia de la humanidad, y a una clase social y una historia familiar más bien tranquilas, mi vida estuviese tan impregnada por el miedo. Los griegos creían en la Némesis, una divinidad que se encargaba de infligirle alguna desgracia a aquellos seres que eran demasiado felices con el objetivo de equilibrar todos los destinos. Entonces pensé que el miedo era nuestra Némesis; la espada de Damocles que no nos deja disfrutar del reino de este mundo, pues altera nuestro conocimiento, nos aparta del mundo, reduce el placer, nos hace crueles, nos impide ser lo que hemos decidido ser y erosiona el tejido social. ¿Cómo se lucha contra una espada colgada? No tenía ni idea, y por eso (y por librarme de la maldición de Kierkegaard) decidí escribir este libro. Sin saber adónde iba ni de dónde venía. Sin pensar mucho ni esperar nada. In media res, ahí, en medio de la cosa. Pues, como decía Pascal, lo último que se sabe es por dónde se debía empezar. (...)

Como en casi todo, me guío por los filósofos y los escritores clásicos (e incluyo en ese grupo a humanistas, libertinos e ilustrados). Siguiendo sus pasos, me detendré en cuatro islas. Primero exploraré las escarpadas costas del peñón de la cognoscitiva (que los antiguos llamaban «canónica»), para ver de qué modo el miedo altera con sus tinieblas nuestro conocimiento de la realidad. Después me detendré en la isla volcánica de la ontología (la «física» de los antiguos), donde estudiaré cómo el temor nos aparta del mundo, impidiéndonos acceder a las fuentes de la vida: el alimento, la reproducción, la amistad. En la isla de la ética, donde los manglares se adentran en el mar, veré cómo el temor nos impide alcanzar una buena-vida-buena, esto es, una vida feliz (ética) y benévola (moral). Para ello, tendré que enfrentarme a los caníbales de la moral religiosa, de la «happycracia» neoliberal y de la literatura de autoayuda (que no es literatura, ni jamás ayudó a nadie). Y acabaré en la más movida de las islas, la isla flotante de la política, la última Thule del pensamiento, en la que los mercaderes del miedo se han hecho fuertes, y tienen esclavizada a toda la población. Como suele decirse, un archipiélago es un conjunto de islas unidas por aquello que las separa. Lo que separará a esas islas es mi ignorancia oceánica de la exacta topografía de estas islas; lo que las unirá, mi vocación homérica de naufragar con curiosidad y coraje, y también con el deseo de trabar nuevas amistades, en todas ellas. (...)

El miedo es una especie de eclipse cognoscitivo que cubre nuestros sentidos con una niebla amenazadora, que solo cuando se retira nos deja volver a ver con cierta claridad. (...)

En términos griegos: «deimos», para referirnos a un miedo proporcionado y racional, que permitiría una acción adecuada, y «phobos», para designar un miedo desproporcionado e irracional, que supondría un desarreglo de nuestras capacidades de acción. Dicha distinción será una constante en todo el pensamiento occidental, desde la teoría aristotélica del justo medio, que defenderá el valor ajustado frente a la cobardía y la temeridad, hasta la psicología contemporánea, que distingue entre miedo normal y miedo patológico. Intentaré pensar los dos, pues, como dice Fitzgerald, la inteligencia es la capacidad de mantener dos ideas contrarias en la cabeza sin que esta estalle.

El miedo es una de las sensaciones más desagradables que el ser humano puede llegar a experimentar. Por eso, cuando lo sentimos, nuestro primer impulso es desear (y solo a veces intentar) que desaparezca. Probamos, entonces, a huir de la persona que nos lo inflige, y a veces incluso de la persona que lo siente, esto es, de nosotros mismos. No nos importa que la huida pase por renunciar a nuestra libertad (cuando nos sometemos), a nuestra identidad (cuando nos autocensuramos) o incluso a nuestra propia vida (cuando adoptamos comportamientos autodestructivos o nos suicidamos). El miedo es una redundancia, pues quien teme morir ya está muerto de miedo. Más. El miedo es una sensación tan desagradable, que no solo deseamos dejar de sentirlo «por esta vez», sino «de una vez por todas». Es el viejo deseo de no volver a sentir miedo nunca más. (...)

aunque la filosofía estoica y la teología cristiana conciban al sabio como un ser permanentemente sereno o feliz, el improbable cumplimiento de sus deseos daría lugar a una especie de lepra espiritual. ¿Por qué? Porque sin la tristeza no sabríamos ubicar nuestras heridas espirituales (la inautenticidad, la maldad, la impotencia, el abandono), ni podríamos, por lo tanto, ponerles remedio no ya con antibióticos, sino cambiando de algún modo nuestra vida, o nuestra sociedad, pues buena parte de nuestras tristezas tienen un origen político (...).

Afortunadamente, no solo las sensaciones dolorosas o aversivas nos informan y motivan, sino también las placenteras. En La energía espiritual Henri Bergson dijo, con felicidad, que la alegría es «un signo preciso» con el que la naturaleza nos avisa «de que hemos alcanzado nuestro destino». Ecce signum! ¡Ese es el signo! También el placer o la serenidad o el orgullo, entre muchas otras sensaciones deseables (algunas de las cuales ni siquiera tienen nombre), nos informan de que estamos en el camino adecuado, y nos exhortan a permanecer o a persistir en él. Por eso para Montaigne el hedonismo no consiste tanto en buscar directamente los placeres como en disponer la propia existencia de tal modo que estos la sigan, igual que la vegetación sigue en la superficie el curso de los ríos subterráneos (...).

Son muchas las ocasiones en las que la tristeza se vuelve tan intensa que no nos permite actuar para ponerle remedio. Caemos, entonces, en la depresión o en la melancolía, que Victor Hugo definió como la alegría de estar triste, y Freud como la incapacidad de hacer el duelo. También el miedo se desboca, impidiéndonos evaluar correctamente la situación en la que nos hallamos y tomar las decisiones adecuadas; o se resiste a transformarse en acción, una vez que ha cumplido su función informativa, llenándonos de ansiedad, frustración o vergüenza. (...)

Pero ¿cuál es el mensaje que el miedo nos entrega? Es importante detenerse a pensarlo. ¿Cuáles son los derrumbes, los ataques o los incendios de los que nos habla? Antes de nada, debemos tener en cuenta que este no solo nos avisa de los peligros físicos, sino también de las amenazas existenciales. Le tenemos tanto miedo a no ser amados o a no culminar nuestros proyectos como a enfermar o a morir. Podemos llegar, incluso, a suicidarnos cuando lo primero sucede. Este miedo existencial funciona, pues, como un aviso de que nuestra vida ha adoptado una dirección equivocada que deberíamos abandonar. Más directo que el «eterno retorno», de Nietzsche, el miedo nos indica que no solo no queremos repetir una y otra vez aquello que estamos viviendo, sino que deseamos dejar de vivirlo inmediatamente. (...)

El miedo también puede informarnos sobre la calidad humana de las personas que nos rodean. Si sentimos miedo de ser rechazados o burlados, quizá es que no estamos rodeados de la gente adecuada. A lo mejor son invasivos y dominantes, o a lo mejor es un rebaño que magnifica con sus temblores nuestros temores. En cambio, cuando tememos por la vida de otra persona (un padre enfermo, un hijo perdido o un desconocido desesperado), ese miedo altruista nos los descubre bajo una luz especial. Puede que nos recuerde nuestro amor, quizá olvidado o aturdido por las prisas. O puede revelarnos la maravilla metafísica de que alguien sea, simple y obstinadamente, frente a las resistencias infinitas del tiempo y el espacio que lo cercan. (...) Empezar a actuar es lo único que puede hacer que el mensajero del miedo haga la venia y se retire, porque este no ha venido solo a entregarnos un mensaje, sino también a exhortarnos a emprender una acción. No basta con escucharlo, hay que reaccionar. Mientras no lo hagamos, él seguirá ahí, de pie, junto a la puerta, instándonos silenciosamente a que nos pongamos manos a la obra. Solo entonces se marchará. (...)

Algunos han descrito el miedo como una alarma. El miedo normal sería una alarma bien calibrada, que se dispara solo en el momento adecuado y de forma proporcional al peligro, y se desactiva rápida y fácilmente cuando este ha pasado. El miedo patológico, en cambio, sería una alarma desajustada, que se activa con demasiada frecuencia y en umbrales de peligrosidad muy bajos, y no se detiene cuando se lo indicamos, sino que sigue sonando y sonando, hasta hacernos enloquecer. Las películas de terror distorsionan o limitan nuestra percepción con claroscuros, contrapicados o ángulos ciegos; reducen nuestro acceso a la información utilizando narradores en primera persona, cuya neurosis o locura contagia de ambigüedad la veracidad de lo que narran; y embotan nuestras capacidades críticas con ritmos frenéticos y músicas inquietantes. Aun así, no existe una sola película de terror que se iguale a las creaciones de nuestros propios miedos. Seguramente porque nadie conoce mejor nuestras propias pesadillas. (...)

Una filosofía del miedo
Bernat Castany Prado.
Anagrama, 2022,