ARREBATOS ALÍRICOS

Me fui sobreviviendo como pude

(José Luis Piquero)


domingo, 28 de febrero de 2021

Que tenemos que hablar de muchas cosas...

Que tenemos que hablar de muchas cosas es un programa de poesía con entrevistas dirigido por el Maremágnum intelecual integrado por Lorenzo Roal, Mario Vega y Alejandro Bellido. Llevan varios programas que se pueden disfrutar en su canal de Yotube y para el número 6 tuvieron el detalle de contar conmigo (junto con la poeta Irene Domínguez). 

Pueden disfrutar del programa y, en este enlace, pueden seguir y suscribirse a su recomendabilísimo canal.

sábado, 27 de febrero de 2021

CÓMO HACER YOGA de Emmannuel Carrère

 

Confesaba que le había decepcionado y esto me dejó pensativo. La teletransportación consiste en desplazarse instantáneamente de un lugar a otro y mediante el solo poder de la mente. Desaparecías en Madrás y al instante siguiente reaparecías en Bombay. Una variante es la bilocación: estar en dos lugares a la vez. Varias tradiciones acreditan prodigios semejantes de pocos y grandes santos como José de Cupertino, pero las autoridades religiosas se siguen mostrando prudentes al respecto, por no hablar de las científicas. Me pregunté si un tío que espera conocer una experiencia parecida y se inscribe en un seminario por internet abierto a todo el mundo, un poco como quien espera ver mantarrayas al apuntarse a una excursión de buceo, demuestra poseer una mentalidad ejemplarmente abierta o si hay que ser un poco gilipollas para tragarse una patraña semejante y luego confesar su desilusión. (...)

Por si no lo sabéis, un zafu es un cojín japonés, redondo y compacto, especialmente concebido para favorecer la postura sedente y la verticalidad durante la meditación. A nuestros hijos les divertía llamar Zafu a ese zafu negro como si fuese un animal doméstico, un segundo perro de la casa; el primero era un chucho tuerto y sarnoso que vivía en alguna parte del vecindario y venía a vernos todos los días y al que llamábamos «el pobre viejo». Sé que estos recuerdos solo tienen valor para mí, para Anne y para los chicos, que somos las cuatro únicas personas en el mundo a las que puedan suscitar una sonrisa o lágrimas, pero en fin, lector, qué le vamos a hacer, hay que aguantar que los autores cuenten cosas de este tipo y que no las corten al releerlas, como sería sensato, porque son preciosas para ellos y porque también se escribe para rescatarlas. (...)

Dice que para empezar a meditar se necesita como mínimo diez años de práctica asidua. Hay que tener abierta la pelvis, el pecho, los hombros, alineadas las bandhas y los chakras, dominadas todas las técnicas del pranayama, y solamente entonces llega, y llega por sí sola, esa gran cosa misteriosa y transformadora que es la meditación. Todo lo que habías hecho antes solo servía para hacerla posible. A cualquiera que se presente en una escuela de yoga Iyengar y pregunte ingenuamente si además de las posturas van a hacer un poco de meditación, le miran con indulgencia pero también como a un idiota. Le explican amablemente que lo que los gurús de moda y los libros de desarrollo personal llaman meditar es lo mismo que no decir nada: si no se ha hecho el largo trabajo preparatorio, puedes pasar miles de horas sentado en un zafu para concentrarte en la respiración o en el espacio entre las cejas: también podrías echarte una siesta. (...)

No obstante, desde la altura de mi ínfima experiencia pienso que se puede acceder a la meditación por un camino menos escarpado, un caminito de nada, asequible a todo el mundo, y que la técnica para emprenderlo se aprende en cinco minutos. Consiste en sentarse y permanecer algún tiempo inmóvil y en silencio. La meditación es todo lo que ocurre durante ese tiempo de inmovilidad silenciosa. He buscado a menudo una buena definición de ella –lo más exacta, simple y exhaustiva posible– y he encontrado otras que sacaré del zurrón a lo largo de este relato, pero la antedicha me parece la mejor para comenzar porque es la más concreta, la menos intimidatoria. Lo repito: la meditación es todo lo que ocurre interiormente durante el tiempo en que permaneces sentado, inmóvil y en silencio. El aburrimiento es meditación. El dolor en las rodillas, en la espalda, en la nuca es meditación. Los pensamientos parásitos son meditación. Los gorgoteos del estómago son meditación. La sensación de que pierdes el tiempo con un rollo de espiritualidad barata es meditación. La llamada telefónica que preparas mentalmente y las ganas de levantarte para contestar es meditación. La resistencia a este impulso es meditación, pero no ceder a él, sin embargo. Es todo. Nada más. Todo lo que hay de más sobra. Si se hace regularmente, diez, veinte minutos, media hora al día, lo que ocurre durante el tiempo en que estás sentado, inmóvil y en silencio cambia. La postura cambia. La respiración cambia. Los pensamientos cambian. Todo esto cambia porque todo cambia, de todas formas, pero también porque lo observas. En la meditación lo más importante es no hacer nada más que observar. (...)

"En fin, bebíamos mucho, bebíamos demasiado, y en consecuencia yo meditaba muchas veces, aunque perseverase, con resaca o totalmente borracho. En tal estado me ejercitaba en hacer circular el aliento y la energía, primero subiendo a lo largo de la columna vertebral hasta la cima del cráneo, luego bajando por la parte delantera del cuerpo (en síntesis, la pequeña circulación es eso), todo ello con un gran refuerzo de autosugestión y en pleno torbellino de pensamientos parásitos que no solo no conseguía aplacar sino que además en aquel momento me parecían grandiosos. Después me desengañaba, por supuesto. Ebrio o colocado, en mi caso a menudo las dos cosas, crees que has encontrado perlas y descubres que tienes una cagarruta de cabra en la mano. Hoy la edad me ha calmado un poco. Me sigue gustando emborracharme, pero cada vez soporto menos el alcohol, necesito tres o cuatro días para reponerme de una curda, mientras que en la época del Arcouest la encadenaba alegremente con otra la noche siguiente. Estoy de acuerdo en que meditar borracho es absurdo, pero por entonces yo me convencía de que observaba mi borrachera. Porque lo interesante de la meditación –y esto podría ser una segunda definición– es crear en uno mismo una especie de testigo que espía el remolino de pensamientos sin dejarse arrastrar por ellos. No eres sino caos, confusión, mermelada de recuerdos y miedos y fantasmas y vanas anticipaciones, pero alguien más sereno en tu interior vela y redacta su informe. Es evidente que el alcohol y las drogas convierten a este agente secreto en un agente doble, en absoluto fiable. Sin embargo yo continuaba, más o menos siempre he continuado, y si me empeño en escribir este libro, mi versión de esos libros de desarrollo personal que se venden tan bien en las librerías, es para recordar lo que dicen rara vez esa clase de libros: que los que practican artes marciales, los adeptos del zen, del yoga de la meditación, de esas grandes cosas luminosas y bienhechoras que toda mi vida he cortejado, no son necesariamente sabios ni personas tranquilas, apaciguadas y serenas, sino algunas veces, o más bien a menudo, gente como yo, patéticamente neurótica, y que ello no es obstáculo, y que es preciso, según la frase fuerte de Lenin, «trabajar con el material existente», y que aunque no conduzca a ninguna parte tiene sentido, a pesar de todo, obcecarse en ese camino. (...)

La salud psíquica, según Freud, consiste en ser capaz de amar y trabajar, y desde hacía casi diez años yo era, para mi gran sorpresa, capaz de hacerlo. No lo habría creído si me lo hubieran vaticinado cuando era más joven. No esperaba tanto de la vida. Ahora bien, yo acababa de escribir uno tras otro, sin largos y angustiosos intervalos de sequía, cuatro gruesos libros que muchos consideraban buenos, y todos los días daba gracias al cielo por un matrimonio que me hacía feliz. Al cabo de tantos años de vagabundeo sentimental creía haber llegado a puerto. Creía que mi amor estaba al abrigo de tempestades. No estoy loco: sé bien que todo amor está amenazado –que todo lo está, de todas formas–, pero me representaba esta amenaza como algo que ahora venía del exterior, ya no de mí mismo. Freud tiene una segunda definición de la salud física, tan impactante como la primera, y es que ya estás a salvo del infortunio neurótico, solamente expuesto a la desdicha ordinaria. El infortunio neurótico es el que se fabrica uno mismo, en una forma horriblemente repetitiva; el ordinario es el que te reserva la vida de formas tan diversas como imprevisibles. Contraes un cáncer o, peor aún, lo contrae uno de tus hijos, pierdes tu trabajo y caes en la miseria: una desgracia ordinaria. Por lo que a mí respecta, la vida no me ha deparado muchas de estas desdichas: ningún gran duelo hasta ahora, ni problemas de salud o de dinero, hijos que se abren camino, y tengo el raro privilegio de que me gusta mi oficio. En cambio, no temo a nadie por lo que respecta al infortunio neurótico. Sin jactarme, tengo un talento excepcional para convertir en un infierno una vida que lo posee todo para ser dichosa, y no permitiré que nadie hable a la ligera de este infierno: es real, terriblemente real. (...)

puedo decirme que he resuelto el mal paso. Soy prudente, desde luego, no echo las campanas al vuelo, sé que quizá sea una ilusión, pero una ilusión que dura desde hace diez años ¿sigue siendo una ilusión? ¿Qué es entonces lo que hace favorable este momento de la vida? ¿A qué se debe el progreso? ¿Al psicoanálisis? Francamente, no lo creo. He pasado cerca de veinte años tendido en divanes sin resultados notables. No, sencillamente pienso que al amor. Y quizá a la meditación. Al yoga, a la meditación: empleo estas dos palabras de un modo casi indistinto. Pienso que el yoga y la meditación, así como el amor y el trabajo de escribir, van a acompañarme y sostenerme, a conducirme hasta la muerte. Sitúo la última cuarta parte de mi vida, ya que casi a los sesenta años me puedo considerar estadísticamente incluido en la invocación de esta frase de Glenn Gould, tantas veces copiada en tantas libretas sucesivas: «El objetivo del arte no es la descarga momentánea de una secreción de adrenalina, sino la construcción paciente, a lo largo de toda una vida, de un estado de quietud y de fascinación.» (...)

«¿Por qué está el hombre en la tierra?» Respuesta: «Para contemplar el cielo.» ¿Para contemplar el cielo? Si esto es verdad, la mayoría de los seres humanos no lo saben. La mayoría se creen en la tierra para encontrar el amor, hacerse ricos, ejercer un poder, producir crecimiento económico o dejar huella en las arenas del tiempo. Son raras las personas que se saben en la tierra para contemplar el cielo. Si no eres una de ellas, es una suerte conocer a alguna. Amplía el horizonte. Tengo esa suerte: conozco a Hervé, hombre apacible, lacónico, reflexivo, que vive como si fuese a morir en cualquier momento y siempre tiene miedo de cargarse de cosas. Piensa, igual que Diógenes, que es mejor beber en el hueco de la mano que en un cuenco. Cuando viaja, para aligerarse arranca las páginas de los libros a medida que los va leyendo. (...)

Hervé piensa que estamos en la tierra no solo para contemplar el cielo, sino para encontrar la salida de este berenjenal que es la vida humana. Piensa que algunos exploradores la han encontrado y nos muestran el camino. Esos exploradores se llaman Platón, Buda, el maestro Eckhart, Teresa de Ávila o Patanjali, del que hablaré pronto, y nada es más urgente ni necesario que leer sus escritos y examinar los mapas que confeccionaron para seguir nosotros el camino. Por decirlo con palabras indias, porque ninguna civilización como la india ha meditado al respecto tan profunda y acertadamente: la única tarea a la que debe dedicarse un hombre sensato es intentar salir del samsara, esa rueda de cambios y de sufrimientos que es la condición humana, para acceder al nirvana, que es la vida finalmente real, exenta de ilusión, la vida en que se ven las cosas como son. Eso es el yoga, dice Hervé. Bueno, eso es el yoga si se toma en serio, no solo como una gimnasia. (...)

Los días buenos en que haces esto te sientes como un animal que se estira. Los menos buenos te refugias en la rutina, en esbozos, en preferencias; es mejor que nada. Según el estado de ánimo, hay días estáticos y días dinámicos, días de pie y días sentado. La ventaja de un curso es que te corrigen, la ventaja de practicar solo es que aprendes a corregirte solo, a escuchar lo que te pide el cuerpo. El cuerpo tiene 300 articulaciones. La circulación sanguínea moviliza 96.000 kilómetros de arterias, venas y vasos sanguíneos. Tiene 16.000 kilómetros de nervios. La superficie de los pulmones desplegados es la de un campo de fútbol. Poco a poco, el yoga conduce a conocer todo esto. A llenarlo de conciencia, de energía, de conciencia de la energía. No lo sospechas cuando vas a inscribirte en un curso por primera vez. Esperas mejorar tu salud, serenarte. Esperas obtener un poco de profundidad estratégica: así llaman los militares a la zona de retirada posible en caso de ataque en las fronteras. Alemania, un país enclavado, tiene muy pocas; Rusia, por el contrario, tiene muchas y ello explica en parte lo sucedido en la Segunda Guerra Mundial y es trasladable al ámbito individual. Frente a las agresiones del exterior, cada cual posee más o menos capacidad de repliegue, más o menos profundidad estratégica. Haciendo yoga se obtendrá mejor salud, calma, profundidad estratégica, pero estos beneficios solo son efectos, ventajas colaterales. Sin necesidad de que lo sepas, e incluso si te atienes como yo a los caminos fáciles en el monte de vacas, te encaminas hacia otra cosa. (...)

He dicho que meditar es muy sencillo, se reduce a quedarse sentado un momento, inmóvil y silencioso. Debo añadir ya que hay toda clase de maneras de sentarse: como un sastre clásico, con las piernas cruzadas, en la postura del loto, en la del semiloto, a la japonesa o en una silla si no eres lo bastante flexible... Todas son buenas, siempre que proporcionen un mínimo de comodidad y que permitan mantenerse derecho, aunque haya que ayudarse con los cojines. Porque hay que estar derecho. Lo más recto posible. Estirar hacia arriba la columna vertebral como si quisieras empujar el techo con la coronilla. Al mismo tiempo, enraizarla: hacer que la pelvis, de donde nace, sienta por el contrario la atracción del suelo. La parte superior de la columna empuja hacia el cielo, la inferior tira hacia la tierra. Así estirada, la columna se arquea ligeramente, se alarga, se ensancha el espacio entre las vértebras. Acompaña su trayecto, desde el hueso sacro hasta el occipucio. Observa sus curvaturas. Observa lo que sucede si intentas invertirlas: si haces que sobresalgan los segmentos cóncavos, si ahuecas los convexos. Al estirarme así noto y oigo el crujido de una vértebra. Es un ruido agradable, lo es también la sensación estimulante que la acompaña. No tienes la menor duda de que es beneficiosa. Estirar de este modo la columna es una ocupación de jornada completa. Pero al mismo tiempo que haces esto tienes que dedicarte a otra actividad, que consiste en relajar: la cara, los hombros, el vientre, las manos, todo lo que se puede relajar, y es mucho: en realidad, es interminable. Si uno se pone a inventariar todo lo que está tenso, se da cuenta de que eso también exige jornada completa. Estirar la columna vertebral al máximo, relajar al máximo todo el resto; eso supone dos ocupaciones que exigen jornada completa y que hay que realizar al mismo tiempo. (...)

"Puesto que otra definición de la meditación, y creo que ya vamos por la quinta, es aceptar que la vida tenga contrariedades en lugar de huir de ellas. Es también, sexta definición, aprender a no juzgar, o en todo caso a juzgar menos, un poco menos. Es desistir de esa posición de verlo todo desde las alturas, lo cual constituye una falta moral y un error filosófico. Como dice un sutra budista que me gusta hasta el punto de haberlo citado ya dos veces en mis libros: «El hombre que se cree superior, inferior o incluso igual a otro hombre no conoce la realidad.» (...)


En lugar de seguir una melodía que se despliega de forma lineal, más o menos rápida o lentamente, esos fragmentos infinitamente alargados que se llaman ragas te sumergen en una inmovilidad que se propaga en todos los sentidos, de tal manera que nunca sabes dónde estás y al mismo tiempo estás siempre en el centro. El intervalo se ha vuelto tan largo entre las frases de S. N. Goenka que todos pensamos que cada una tiene que ser la última, y luego, como no lo es, que Goenka o quien sea su avatar va a seguir guiándonos hasta la salida del samsara. Acunados por su voz nos sentimos seguros, dispuestos a aventurarnos en el bardo o en las profundidades de uno mismo, lo cual probablemente es lo mismo. Hechizados por la voz de Goenka, los pequeños monos que brincan continuamente de una rama a otra y que en la imaginería budista representan la agitación y la dispersión mental se calman y acuden dócilmente a sentarse a tus pies. Y luego llega un momento en el que Goenka y su traductor se callan de verdad. No hay más remedio que admitir que la última frase era la última, y que ahora dependemos de nosotros mismos. (...)

"Séptima definición de la meditación: prestar atención. Simone Weil decía que los estudios sirven para eso: no para aprender cosas, lo cual sabemos hacer bastante bien, sino para agudizar la facultad de la atención. Oriente sabe de esto mucho más que Occidente. Oriente ha refinado técnicas, descubierto apoyos. Cada cual puede servirse de este acopio. Algunos repiten en silencio un mantra. Otros prefieren meditar sobre un koan zen, esas frases enigmáticas y luminosas que un maestro dice para que su discípulo las rumie durante años: «¿Cuál era tu rostro antes de que tuvieses un rostro? ¿Antes de que tus padres te concibieran? ¿Qué ruido hace una sola mano cuando aplaude?» Se supone que estas preguntas, a fuerza de desgastarlas, provocan una especie de cortocircuito mental: llega un momento en que los plomos saltan, se apaga el pensamiento discursivo, es el satori, que es el nombre japonés para la iluminación. También se puede clavar la mirada en la llama de una vela, seguir sus movimientos más ínfimos, conectar el cerebro con la llama hasta convertirte en ella. (...)

sentarse delante de un objeto cualquiera, la estatuilla de mis pequeños gemelos, pongamos, y mirarlo. Mirarlo lo más atentamente posible y luego cerrar los ojos e intentar visualizarlo. Intentar reconstruir su contorno bajo los párpados, con la mayor precisión posible, contorno que unos instantes antes viajaba hasta el cerebro por la vía del nervio óptico. Formas esta imagen mental y un momento después abres los ojos, vuelves a la imagen real, la que imprime la retina, te impregnas de la imagen lo mejor que puedes y luego cierras los ojos y la precisas más aún, la profundizas. Descubres que en el interior de los párpados, así como en el relieve sin embargo simple de una pequeña escultura, está el infinito. Todas esas técnicas tienen su valor, las hay para todos los temperamentos. La más extendida, la más universal, sigue siendo prestar atención a la respiración. Siguiendo el hilo del aliento, Buda comprendió «el mundo, la aparición del mundo, el fin del mundo y el camino que conduce a él»; dicho de otro modo, se alcanza el nirvana. De todos los fenómenos psíquicos, es el más accesible a la conciencia. Pruebe con la digestión o la circulación de la sangre: no digo que no se pueda utilizar esto como apoyo de la meditación, estoy incluso seguro de que se puede, lo único que digo es que no está al alcance de principiantes como usted o yo. La respiración siempre la tenemos a mano, ya que nunca dejamos de respirar. Se puede aprender a guiarla. (...)

El maestro tibetano Chögyam Trungpa solía decir que solo dedicamos al presente el veinte por ciento de nuestra actividad cerebral. El ochenta por ciento restante algunos lo dedican más al pasado, otros más al futuro. Yo, por ejemplo, anticipo mucho y recuerdo poco. La nostalgia me es ajena. En ello puede verse la prueba de un carácter confiado, optimista, que mira hacia delante, temo que sea más bien la de un carácter obsesivo porque sabemos muy bien que no cambiaremos el pasado, aunque puedas conservar la ilusión de controlarlo. Para frenarme en esta pendiente, me repito a menudo el magnífico proverbio judío: «¿Quieres que Dios se ría? Háblale de tus proyectos.» (...)

Todos estamos de paso en la vida pero él es consciente de ello. Él no se instala, se siente un inquilino y hasta un subarrendado, mientras que yo poseo el instinto del propietario preocupado por agrandar sus posesiones y, como los patriarcas bíblicos, por «crecer y prosperar». Mi tendencia natural es crecer, la suya decrecer. Yo aspiro a la luz, él a la sombra. Yo busco la solana, él la umbría. Dos maneras de ser, dos tipos de hombre, y esta diferencia de nuestros caracteres es la base de nuestra amistad: hombre del yang, hombre del yin, hombre que inhala, hombre que exhala. Expirar, al fin y al cabo, es exhalar el último aliento, el último suspiro, es morirse. Esta angustia alojada en mi plexo solar no es otra cosa que el miedo a la muerte y creo que la tarea de los años de vida que me quedan es aprender a expirar. (...)

YOGA.
Emmanuel Carrère.
Anagrama, 2021