Acabo de ver esta foto en el muro de Facebook de la gran Ballerina Vargas Tinajero y no he podido evitar copiarla aquí. Aprovecho para recordar que Luis Arturo Guichard es un grande y su antología publicada por Ediciones Liliputineses, indispensable.
El juego, el humor y la ironía, llevados a veces al extremo, son signos distintivos de la casa y aquí eso se aprecia de manera notoria.
Sin haberse casado aún, Peña ha escrito unos poemas donde esa condición se da por resuelta. Con ello, el poeta asume, mal que bien ("siembre habrá un bar cerca", que diría su padre), el nuevo estatus. No es sólo la nueva cárcel de amor, que admite satisfactoriamente (al fin y al cabo estamos, como reconoce Peña en la nota final, ante una declaración amorosa), sino, y esto importa más, las consecuencias que se derivan de los estragos de la edad, exagerados ya se dijo, en función del efecto literario previsto. La acidez nunca falta en este empeño. Ni la ternura.
De librino (a la extremeña) o de plaquette (para leídos) califica su ejecutor la muestra. Por la extensión lo es, que no por el alcance. Las apariencias engañan. Su mundo lírico (que no es otro que el vital) da un nuevo paso hacia su formulación y fortalecimiento y su poesía emerge en el panorama como una de las más destacadas de nuestro inestable presente. Algunos críticos babélicos dejan caer su nombre. Alguna antología de próxima publicación lo incorpora a su distinguida nómina.
Con débitos poéticos claros (que antes de negar ensalza) y firme vocación de maldito ("Pero hay muchas formas de ser un maldito"), este "García casado de la vida" ha construido este pequeño artefacto de impronta netamente autobiográfica con mucha carga dentro. Peligroso, sí, a la par que divertido. Como en su primera entrega, no todo aquí es mentira. Ni sólo de risa.
Sin concesiones, Víctor nos muestra su huida, un camino en el que le acompañan las escenas de amor, la proyección de recuerdos sobre el espejo del presente, una boda en ciernes, la indignación o las lecturas y personas que son un añadido cultural en su sangre.
Todo ello con una nitidez desmesurada, con audacia, con el tono de un amigo que se sincera con una cerveza en la mano: “palabras privadas” por escrito.
Un poemario de poeta honesto, al que seguir en su huida.
Cuando finalmente me case con la mujer que quiero para hacerla feliz como ella merece y yo envidio, prometo elegir bien la fecha, que no coincida con ningún festi interesante y que mis amigos y yo mismo nos quedemos sin excusas para dar por culo en cada uno de los brindis y los bailes sobre lo bien que lo podríamos estar pasando. Prometo que será una fiesta no tan cutre como estáis acostumbrados, que habrá muy buena música y, por supuesto, fingiré no veros cuando vayáis al baño juntos y me abracéis con ojos desorbitados. Juro sobre la tumba de mis locos años que no os quedaréis con hambre, sed ni con las corbatas en su sitio. Cuando finalmente me case con la mujer que adoro, prometo no cansarme de ella ni de mí mismo. Juro que no jugaré a regodearme en la autocompasión, el vicio o la autocomplacencia y que, como mucho, cuando lleguen las bajas presiones y los empates en el descuento, jugaré al escondite sin irme jamás a por tabaco: conformándome con refugiarme en mi bar favorito (o en cualquier antro cercano) a cagarme en Dios y Su Puta Madre. Prometo con los dedos rectos serle fiel de palabra y obra y esconder un mínimo las carpetas del porno. Juro por la vida de la flamenca estereotipada contestar alguna vez los whatsapps importantes y no hacerlo solo con emoticonos. Prometo traerle flores de vez en cuando, acordarme alguna vez de alguna fecha, no meter cosas sin tapar en la nevera y aprender la indescifrable mecánica con la que se desenvuelven las emociones y los edredones nórdicos.