ARREBATOS ALÍRICOS

Me fui sobreviviendo como pude

(José Luis Piquero)


lunes, 25 de septiembre de 2023

"INVASIÓN DE CAMPO: manifiesto contra el fútbol como negocio y en defensa el aficionado" (Alejandro Requeijo)


DECLARACIÓN DE PRINCIPIOS 
El fútbol es una cosa muy seria, es un elemento de identidad, aunque la opción normalmente es trivial, tú eres del equipo de tus padres o de tus hermanos mayores, naces y te dicen «Tú eres de este equipo» y así te quedas para los restos. El fútbol sirve para odiarse sin hacerse daño, pero también para sentir que perteneces a un grupo. Tú te sientes unido a la gente de tu equipo con independencia de que sean ricos, pobres, guapos, feos, tontos o listos, si eres hincha de un equipo formas parte de un colectivo y cuando eres pequeño eso refuerza tu autoestima y te hace sentir acompañado. Eso no excluye que todos tengamos íntimos amigos del equipo rival.
ALMUDENA GRANDES, escritora

Ha llegado el momento de 'invadir' el campo de fútbol y recuperar lo que nos pertenece

Me gustan las invasiones de campo porque tienen un aroma a fútbol antiguo. Cada vez es más difícil verlas, ahora la seguridad de los estadios se encarga de acordonar el perímetro del césped para que nadie salte desde el graderío. Y si saltas, te multan o te llevas un palo. Pero una invasión de campo es una expresión de júbilo incapaz de contenerse, como una botella que se descorcha para dar el pistoletazo de salida a una fiesta. Es una imagen irremediablemente feliz. Una comunidad de personas con historias particulares, pero unidas por la adhesión a una causa que celebran en masa sobre el escenario mismo de la gesta. Permite pisar el césped al menos una vez, que te impregne de lleno ese olor a hierba que normalmente solo se percibe desde las primeras filas. La invasión de campo tiene algo de conquista, de reivindicación de un protagonismo que durante el juego queda relegado a la butaca. Con la invasión, el aficionado ocupa el lugar central de los focos. Una invasión es la consecuencia natural de un estado de ánimo, el demarraje incontrolable de una emoción contenida, no solo noventa minutos, sino meses, años, incluso décadas. Hay aficiones que penan largas temporadas de sufrimiento entre una alegría y la siguiente. La primera a veces es la única. Para que una invasión cuaje, es necesario que haya un pionero que asuma el riesgo de que su acción no vaya más allá del calabozo. Basta que uno ponga su pie sobre el verde para que la multitud interprete la señal y todo se desborde. (...)
Va al estadio simplemente porque hay que ir. Porque forma parte de algo superior a él que trasciende edades y clases sociales. Se va porque se es parte de algo, y eso es una actitud como la de quien se consagra al rock and roll y a una vida en la carretera. El carnet de socio significa mucho más que un plástico que presentar en los tornos de entrada. El aficionado de estadio no ejerce en condición de cliente. No calienta la butaca sino la grada. No pedirá que le devuelvan el dinero de la entrada si no queda satisfecho con el juego de su equipo. Se cabrea si no le gusta lo que ve, claro. Pero vuelve la semana siguiente porque el fútbol, como la vida, siempre da revancha. (...)

El aficionado de estadio quiere divertirse. Pero eso no dependerá necesariamente de que presencie una goleada o el balón se mueva muy rápido sobre el pasto. Aquí entretenerse o aburrirse son conceptos muy pequeños frente a identidad, pertenencia, compromiso, adhesión, comunidad. (...)

 "Vivir el fútbol en soledad por televisión es un exilio autoimpuesto"


Un máster en marketing deportivo avanzado cursado en una escuela de negocios de pago no da derecho a vulnerar los símbolos que nos explican. Un escudo no es feo ni bonito, es el tuyo. Y el estadio es tu casa, tu historia, tu ciudad, tus recuerdos. Aquí no entenderemos el fútbol como un producto a exportar a nuevos mercados. A eso lo llamaremos simplemente expolio y señalaremos a los culpables con nombres y apellidos. Tampoco tragaremos con la estafa de justificar el saqueo en presuntas misiones redentoras por países carentes de derechos humanos. La diplomacia deportiva es el lucrativo blanqueamiento de dictaduras. El fútbol es un patrimonio inherente al entorno en el que se desarrolla. No se puede plantar un olivo en el polo norte ni ver crecer pinos en el desierto. Los equipos pertenecen a los barrios que les dotaron de una esencia, a las ciudades donde se forjaron rivalidades, a las aficiones que poblaron las bancadas de sus estadios construidos a veces con sus propias manos. No, cualquiera no tiene el mismo derecho a poseer algo que no le pertenece por el hecho de tener la posibilidad de pagarlo. El fútbol español es un patrimonio cultural a proteger y las instituciones políticas deberían ser conscientes de ello. Despojado de su hábitat, el fútbol se convierte en un simulacro desvirtuado y sin futuro. Se muere. (...)

Si se maltrata al aficionado de estadio, si se le sigue expulsando de la ecuación por no considerarlo rentable, mañana no quedarán siquiera cenizas que recoger. Solo ruina. Nada hay más previsible y duradero que la lealtad, nada es más confortable para el dinero que la estabilidad de un plazo fijo. Y este es para toda la vida, varias generaciones. Porque fueron, somos, y porque somos, serán. Se puede cambiar de todo menos de pasión. (...)

cuando escucho a gente, demasiada, explicar lo que todo esto significa con términos como cláusula, inversión, marca global, industria o espectáculo. Cuando escucho a alguien vincular el fútbol a estos conceptos, echo la mano al bolsillo para comprobar que no me han robado la cartera. Simplificar el fútbol a su condición de espectáculo es una trampa. Para eso está el circo o el teatro. Al fútbol se va a otra cosa. Si algo tengo claro es que aquel hijo no cruzó medio continente con el afán de pasar un buen rato. No iba a divertirse precisamente, sino a algo mucho más importante. Igual que los miles que le acompañaron en el desembarco. Tampoco reclamaban un juego entretenido esa noche, sino llevar en volandas a su equipo, ser parte de la victoria. Es personal, claro. No es una afición, es una causa. (...)

No es que este deporte sea más aburrido ahora que antes, es igual de aburrido o divertido que siempre. Lo que han cambiado es la oferta y el individuo en un mundo que plantea nuevas opciones de ocio. El italiano Giovanni Sartori, premio Príncipe de Asturias de las Ciencias Sociales, desarrolló la teoría del vídeo-niño. Explicaba que las nuevas generaciones estimuladas con la cultura audiovisual han perdido la capacidad de conocer. Ver no es entender. El caso es que Sartori desarrolló esta teoría a principios de siglo, por lo que vamos tarde. Nuevas plataformas como Instagram o TikTok solo han acentuado la pereza intelectual. Todo lo que dure más de un minuto y medio ya es eterno. La vida debe ser contada en pequeñas píldoras de segundos. Se da un fenómeno curioso con estas nuevas plataformas. Los vídeos más virales suelen ir acompañados de canciones antiguas y eso ha supuesto que los chavales conozcan éxitos pasados de Elton John, David Bowie o Abba, entre otros. Pero los vídeos son tan cortos que solo se saben el estribillo, si les pones otro tramo de la canción ni siquiera la reconocerían. (...)

proceso de inmersión al fútbol pasaba por un desplazamiento al estadio, generalmente acompañado por un familiar o un vecino —aquí los barrios van a ser importantes— encargado de inculcar los conceptos generales del juego y los particulares del estadio propio, que era como un segundo hogar. Los cánticos, los héroes de antaño, las características que lo hacen único, las rivalidades históricas, lo que sí y lo que no formaban parte de la lección semanal transmitida de padres a hijos y a nietos. ¿Por qué esa grada se llama así?, ¿qué pasó en aquella portería?, ¿qué representa el escudo de la camiseta?, ¿quién decidió lucir esos colores?, ¿qué hizo la persona que da nombre al estadio?, ¿a quién se homenajea con esa estatua?, ¿qué significa el mensaje de la pancarta?, ¿por qué silba la gente?... Es así como se establece un vínculo que empieza en la fe hacia tus mayores y acaba forjando una relación sentimental, una pertenencia a algo que ya es para siempre. Y el estilo del juego sobre el césped donde muchos acotan el espectáculo es simplemente un ingrediente extra. Es importante saber la historia del club al que uno pertenece, conocer el pasado es vital para valorar el presente. Las gradas reaccionan de forma distinta ante hechos similares porque cada una arrastra su propia memoria forjada a base de acumular experiencias diferentes. (...)

Ahora ese rito de conocer la historia del club al que perteneces queda relegado a una pantalla que cuenta otras cosas generalmente líquidas, menos trascendentes. Existen intereses comerciales que establecen relatos mediáticos interesados. En el caso español se lleva años explotando el mantra de la mejor liga del mundo y la rivalidad entre Real Madrid y Barcelona que lo centrifuga todo; lo último, el fútbol femenino. No es posible transmitir los códigos importantes de una tarde en el estadio en los resúmenes de cinco minutos con las mejores jugadas, como tampoco es posible conocer a Bowie a partir de un estribillo viral. (...)

Resulta vital defender la cuota de protagonismo que tiene el aficionado de estadio, injustamente infrarrepresentado en el gran circo del fútbol actual. El modelo del fútbol lleva mucho tiempo expulsando al hincha de la toma de decisiones que afectan a su club. Reduce su participación a la de mero cliente. Pagar y callar. Se desprecia la pasión presentándola como sinónimo de ingenuidad primitiva. El cínico analista dirá que mientras el jugador rinda en el campo, todo lo demás es perdonable porque son profesionales. Son axiomas que luego se repiten en la calle de manera idéntica a como emanan previamente de los medios de comunicación, donde apenas hay voces con sensibilidad de grada que ejerzan un mínimo de contrapunto." (desde "Invasión de campo: Un manifiesto contra el fútbol como negocio y en defensa del aficionado (...).

Los medios incluso rentabilizan las polémicas alojando en sus diarios digitales votaciones virtuales en las que puede opinar todo el mundo sin requisito alguno. Vale lo mismo el clic de un acreditado seguidor del equipo que el de un lector del eterno rival al que le ha parecido divertido opinar mientras mata el tiempo con su smartphone antes de bajarse en la siguiente parada. Del resultado de esas encuestas nada rigurosas luego nace una información con un titular informativo dando por bueno que eso es lo que piensa la afición. A esto se le suma una corriente poco periodística que consiste en recoger ante el micrófono una pluralidad de opiniones para presentar una presunta distancia imparcial sin que necesariamente esa paridad sea real. «Ya ven, opiniones para todos los gustos», suele concluir el presentador de turno. Culmina así la operación de blanqueo de decisiones que hieren a seguidores y ofrecen al espectador en general y a la afición afectada en particular una realidad profundamente distorsionada. (...)

Desde su aparente imparcialidad, los análisis futboleros evidencian en realidad un distanciamiento con los intereses de la grada. Demasiado a menudo se atreven a decirle a una afición lo que debe opinar o cuál debe ser su grado de exigencia. Si el runrún del Bernabéu empieza a murmurar impaciente en el minuto veinte, ¿quiénes son unos señores ajenos al sentir y la memoria madridista para decirle a ese estadio lo que debe manifestar? La grada del Metropolitano, en la misma ciudad, pero con características distintas, demostró durante más de una década una adhesión mayoritaria a Simeone que en nada coincidía con el tono crítico que desprendían buena parte de los análisis futboleros casi desde el inicio de su etapa en el banquillo rojiblanco. Durante la primera temporada de Xavi en el Barcelona se escuchó un Camp Nou más dispuesto a arrimar el hombro y apoyar a los suyos que los discursos catastrofistas de los comentaristas." (desde "Invasión de campo: Un manifiesto contra el fútbol como negocio y en defensa del aficionado (...).

A Guardiola le han salido más falsos imitadores que a Francisco Umbral. Álex Couto es el autor de un libro titulado Catenaccio, el arte de defender. Tiene una frase fantástica para reivindicar la validez del catenaccio que es todo un desafío: «Es el derecho del pobre». Agazaparse en campo propio renunciando al balón y al preciosismo como metáfora de la guerra de guerrillas ante la que ejércitos poderosos sucumbieron tantas veces frente a un enemigo teóricamente inferior. (...)

La grada: conciencia de clase.

Estamos condenados a que las gradas del futuro estén ocupadas por vídeo-niños adultos caprichosos que no sepan interpretar todo lo que tienen alrededor ni lo que sucede en el césped y a la mínima se aburran o protesten si lo que pasa no satisface sus demandas de divertimento. La alternativa de la televisión ha supuesto una opción más barata para el consumidor, que tiene acceso a más partidos ofrecidos como opción de ocio. Desde hace tiempo los horarios no son simultáneos, por lo que es posible echar el día desde la mañana a la noche sin renunciar a ningún encuentro. El lugar ya no es el estadio, sino la soledad de un salón. Se impone el individualismo del aficionado-cliente que ya no interactúa con una masa de gente ni toma conciencia de grada, lugar en el que conjuntamente se expresa la idiosincrasia de un club, un barrio, una ciudad. La soledad del aficionado frente al televisor dispersa su personalidad como actor y diluye hasta la insignificancia su poder para hacerse escuchar. Internet no ha mejorado mucho la cosa. La capacidad de interrelacionarse con otros ha permitido opinar en condiciones de igualdad al que lleva varias generaciones experimentando el fútbol en comunidad y al que no ha pisado nunca un vomitorio. Todo un avance, muchas gracias, red de redes. La premisa de que la televisión permite llegar a cualquier estadio del mundo es una estafa, lo que hace en realidad es alejarte de todos empezando por el que tienes más cerca. (...)


Hoy el aficionado de sofá crea más vínculos con el Manchester City que con su equipo local. A uno solo le interesa lo que ve y lo que no ve no existe. El gran reto de muchos padres hoy no es evitar que su hijo llegue un día a casa con la camiseta del eterno rival, sino posponer todo lo posible el momento en el que diga que es del peseyé sin haber estado nunca en París. Siempre he sentido más propia una derrota o una victoria de mi equipo cuando me he dejado algo en el camino empezando por el tiempo o el esfuerzo que supone trasladarse hasta el estadio, pasar frío en invierno o calor en verano. La militancia es otra forma de ejercitar el vínculo. (...)

Aunque no te pierdas ninguno de los partidos, de facto no hay ninguna diferencia de comportamiento entre ver a tu equipo, al eterno rival o una película de Marvel. Como mucho, solo el vecino notará la diferencia si eres de los que gritan en casa cuando marcan los suyos. Si acaso la distancia o la economía son las únicas justificaciones para que ir al campo no sea la prioridad del aficionado. La televisión supone un exilio sentimental voluntario. A veces ir al estadio es un privilegio del que solo puede disfrutar una minoría, concretamente los miles que caben en su aforo o los que todavía pueden pagarlo. Habrá quien considere eso elitista y defienda el poder democratizador de la televisión al llegar a una mayoría. Ambos mundos son compatibles. El riesgo es que los segundos acaben desplazando por completo a los primeros como viene sucediendo desde hace muchos años. El estadio debe mantener su halo aspiracional y el aficionado de estadio no puede perder su condición preferente. El hecho de que una cultura llegue a más gente no la hace necesariamente mejor. Y si el coste de una cultura de todos —advierte Sartori— es el desclasamiento en una subcultura incapacitada para conocerla, entonces la operación representa solamente una pérdida. «Si el maestro sabe más que el alumno, tenemos que matar al maestro; y el que no razona de este modo es un elitista», se quejaba el sociólogo italiano. (...)

El espectador-líquido No, el fútbol no puede ser solo un espectáculo. Es algo sujeto a unas normas que no se pueden alterar si la gente se aburre. No hay un guion preestablecido que se pueda adaptar a los gustos de cada público. El fútbol no es lo que algunos pretenden por la sencilla razón de que es real. Y la vida real es a veces injusta, imprevisible, siempre incontrolable. En ocasiones es simplemente aburrida, otras veces fea, pero es nuestra vida y hay que aceptarla como tal. La pertenencia a un club es eso. Hay rachas mejores y peores, esfuerzos no correspondidos, golpes de suerte, éxitos y fracasos. La derrota es parte del juego, algo habitual con lo que hay que contar y saber sobreponerse. La diversión no está garantizada. Fomentar el fútbol como un espectáculo que culmina con el pitido final por encima de la adhesión inquebrantable a unos colores moldea un consumidor-cliente líquido que con toda seguridad se cansará pronto. (...)
El fútbol-negocio-espectáculo dejará de ser negocio-espectáculo el día que se pierda o se expulse del todo al aficionado tradicional. Porque ese día ya no habrá nadie dispuesto a pagar un dineral por ver un partido de fútbol. Buena parte de la motivación del turista adinerado es ver el ambiente y la atmósfera creada por el aficionado tradicional en su ecosistema de fútbol real y no verse rodeado de iguales participando de una impostura. (...)

Hoy se ha roto ese equilibrio y el negocio ya no es un medio, es el fin en sí mismo, y las preocupaciones del socio, un obstáculo. Pero la paciencia y la economía del hincha no es infinita y el día que se agote se acabará, no solo el fútbol tradicional, sino también el fútbol-negocio. Esta tendencia no es nueva, pero se ha acelerado en los últimos años en el marco de una sociedad entregada al consumismo que lo quema todo rápido. Zygmunt Bauman fue sociólogo y ensayista como Sartori. Dedicó parte de su obra a desarrollar el concepto de «modernidad líquida». Dejó dicho que el consumismo no gira en torno a la satisfacción de deseos sino a la incitación del deseo de deseos nuevos. Ganar no es suficiente si el de enfrente ha ganado más. La alegría por el título conseguido no es completa porque no se ha fichado a tal jugador. El recuerdo de la victoria en el último campeonato se convierte drásticamente en dudas si el equipo arranca el siguiente torneo con una derrota. La rueda del negocio seguirá girando siempre que la expectativa se sitúe en niveles inalcanzables. «La sociedad de consumo consigue hacer permanente esa insatisfacción», advierte Bauman. El mundo del fútbol entendido como un espectáculo que consumir no es ajeno a esta situación. Si no se cumple el objetivo un año, se considera todo un fracaso que obliga a cambiarlo todo. (...)

En este marco general la globalización también juega un papel a tener en cuenta dado que ha acentuado las incertidumbres de la sociedad del bienestar. Ante eso, el fútbol representará un refugio emocional siempre que mantenga intactas las certezas que uno creía para siempre. El antropólogo Alberto del Campo explicaba así esta idea en una entrevista para El Confidencial: «Cuando la gente experimenta que su destino ya no está regido por uno mismo, ni siquiera por los políticos, que las decisiones se toman muy lejos y que se produce una guerra y el petróleo sube al doble así que no se puede ir de vacaciones, siente cierto desasosiego de vivir en un mundo volátil, cambiante, en el que lo local, lo tradicional y lo propio se van diluyendo. Eso explica que se vuelva a contextos donde se vive la singularidad: “De acuerdo, todos somos seres humanos, pero yo soy del Betis”». (...)

Guy Debord fue el alma del situacionismo francés. Un año antes de Mayo del 68 publicó La sociedad del espectáculo. El paso del tiempo ha demostrado que algunas de sus advertencias sobre las trampas de la espectacularización se han cumplido a rajatabla en el negocio del fútbol. Sostiene que «el espectáculo hunde sus raíces en una economía de la abundancia, y de ella proceden los frutos que tienden a dominar finalmente el mercado del espectáculo». Una vez introducidos en esa deriva caníbal, no hay argumentos emocionales que se resistan al espectáculo porque «es absolutamente dogmático, pero al mismo tiempo no puede desembocar en ningún dogma sólido. Para él, nada se detiene, tal es su estado natural». Y en la fórmula del éxito de este modelo encaja mucho mejor el aficionado en su salón que las gradas con personalidad propia ejerciendo de contrapoder. Debord lo explicaba así en el contexto histórico de la Europa que había alcanzado el estado del bienestar tras la Segunda Guerra Mundial y caminaba decididamente hacia la globalización: «La unidad irreal proclamada por el espectáculo enmascara la división en clases en la cual se apoya la unidad real del modo de producción capitalista. Lo que obliga a los trabajadores a participar en la edificación del mundo es lo mismo que les separa de él. Aquello que relaciona a los hombres, liberándoles de sus limitaciones locales o nacionales es lo mismo que les aleja a unos de otros». (...)

Entonces se abrió una fase clasificatoria previa en los meses de verano que amplió la cifra de posibles aspirantes, hasta 80 clubes de 54 países en la 2021/2022. Sin embargo, el palmarés histórico de la competición demuestra que esa ampliación no ha supuesto un aumento en la pluralidad de campeones, sino todo lo contrario. Entre 1962 y 1992 hubo 19 equipos distintos de 9 países que alzaron el trofeo. Entre 1992 y 2022 la cifra se ha reducido a 13 equipos de 7 países. Salvo excepciones y accidentes —porque esto es fútbol— existe un techo de cristal para una inmensa mayoría fuera de la élite económica a la que se condena a un papel de sparring antes de que los de casi siempre afronten las fases decisivas. La privatización es más nítida si se analizan los semifinalistas. Entre 1962 y 1992, hubo 55 equipos de casi otras tantas ciudades de 20 países europeos. Entre 1992 y 2020, y a pesar de que la competición en teoría acoge más aspirantes, el dato dice que 34 equipos de 11 países alcanzaron el penúltimo escalón a lo largo de estos últimos treinta años. La muestra es lo suficientemente amplia como para negar la reducción. La supuesta democratización del fútbol se demuestra cuando menos discutible. Son muchas las aficiones que se van quedando en el camino sin poder sentirse parte importante de la máxima competición. Ni siquiera ese consuelo de actor secundario le quedará ya a una mayoría de ciudades europeas con la Superliga. El dinero se ha convertido en protagonista cuando hablamos de fútbol. Hoy un aficionado medio conoce antes los nombres de mánager y representantes como Mino Raiola, Jorge Mendes o Jonathan Barnett que al defensa titular de un equipo de mitad de tabla. Las negociaciones por un fichaje acaparan el tratamiento informativo no ya solo en verano, cuando no hay partidos, porque encaja a la perfección en ese ansia aspiracional de consumir que diagnosticó Bauman. Se ha asumido sin apenas resistencia el relato empresarial a la hora de explicar el fútbol. (...)
 INVASIÓN DE CAMPO: 
un manifiesto contra el fútbol como negocio y en defensa del aficionado.
Alejandro Requeijo. 
 

martes, 5 de septiembre de 2023

ANTIRRETRATO (Single y Cara B) en UN POEMA CADA SEMANA


12 años o, lo que es lo mismo, 2 sexenios y 4 trienios más tarde, el mítico Antonio Martín Flores sigue llenando las redes y las aulas de poesía y reflexión gracias a la web UN POEMA CADA SEMANA. 
En esta ocasión, vuelvo a tener el honor de que comparta un poema mío para analizarlo y suscitar sus siempre originales actividades. Pueden verlo en este enlace y, sobre todo, seguir la web, especialmente si sois docentes de literatura, aficionados a la poesía o admiradores del trabajo bien hecho.

COMENTARIO: Vuelve el poema de la semana y como cada año la primera entrada va dedicada a los docentes, compañeros y compañeras que seguro que en estos primeros días se plantean muchas cuestiones que tienen que ver con su labor y con su propia identidad. Cualquiera que se dedique a la enseñanza, o tenga dos dedos de frente, reconoce que en esta profesión uno se juega su propia vida, su propia salud, porque trabajar con emociones siempre es un desgaste brutal del cuerpo y de la mente. Y claro, hay que mirarse al espejo para conocernos (aunque confieso que yo no lo haga nunca), hacer un ejercicio de introspección como el que realiza Víctor Peña Dacosta (que, por cierto, también es profesor de Secundaria) en estos versos crudos y auténticos. 

Hay en la poesía, en la buena literatura, algo que nos apela siempre en mayor o menor medida. Leemos vidas ajenas, por ejemplo, pero curiosamente, esas lecturas nos muestra algo de nosotros mismos. Por eso el poema doble de esta semana nos define en algunos de sus versos. Seguro que encontráis en los versos del poeta extremeño esa imagen que proyecta vuestro propio rostro. Cualquiera tiene una vida monótona, con limitaciones, con circunstancias que hacen que no nos desarrollemos todo lo que podamos, recurriendo a paliativos o sucedáneos para sobrevivir a duras penas en esta sociedad y en este mundo que parece un sinsentido. Pero también, en la cara B, podemos encontrar un hueco para la esperanza. Tal vez, podamos ir a pierna cambiada, contracorriente, emocionarnos sinceramente cuando vislumbramos la inocencia del hogar o del pasado vivido, Hay un hueco para la rebeldía, para intentar cambiar las cosas del presente...

Todo docente sabe que cuando nos colocamos delante de una clase todos estos pensamientos, sensaciones, contradicciones las ponemos encima de la mesa. No conozco a ningún profesor o profesora, a ningún maestro o maestra que pueda crear un personaje ficticio. Al final, enseñamos lo que somos. Y ese es el mayor reto: la mejor versión de nosotros mismos para que el alumnado no solo vea nuestras carencias, nuestras sombras, sino también nuestro entusiasmo y la capacidad de cambiar el mundo que nos rodea. Desde este blog intentaremos aportar ilusión y pasión a nuestros compañeros y compañeras, y seguiremos, como un martillo pilón, acercando la creación poética al alumnado y al resto de lectores que se pasen por aquí. 

jueves, 27 de julio de 2023

LA MALA COSTUMBRE (Alana S. Portero)


Vi caer como ángeles terminales a una generación entera de muchachos. Adolescentes con la piel gris a los que les faltaban dientes, que olían a amoniaco y a orina. Flanqueaban con sus escorzos la salida del metro de San Blas en la calle Amposta y las praderitas del parque El Paraíso como cristos de Mantegna. Cubiertos de agujas como san Sebastián. Sentados o tendidos de cualquier manera. Moviéndose apenas, lentos y sincopados como muñecos rotos. Con la sonrisa elevada de los crucificados. Indefensos pero ya flotando en lugares donde nada podía tocarlos. Los vi brotar y hacerse cada vez más lentos hasta alcanzar la quietud final y descomponerse en el fango que se acumulaba en nuestro barrio con nombre de santo pero dejado de la mano de Dios. La primera vez que me enamoré fue de uno de aquellos ángeles. Se precipitó desde la ventana de casa de sus padres, que quedaba encima de nuestro bajo de treinta y cinco metros cuadrados, con una jeringuilla clavada en el pie. (...)
Excepto el parque y las propias casas, aquellos basurales, aquellas nadas, eran los patios de recreo de los niños del barrio y sus propios morideros cuando se hacían lo suficientemente mayores para meterse caballo. Varias generaciones de criaturas de clase obrera crecimos así, imaginando mundos enteros en las mismas nadas que podían terminar siendo nuestros lechos de muerte. Hasta la esquina de la Peluca no llegaba el jardín. La vista desde su piso bajo, si alguna vez hubiera levantado la persiana verde de cuerda que tapiaba día y noche su ventana, eran los cubos de basura. Nuestros edificios eran parte de un gran proyecto franquista de construcción de viviendas de los años cincuenta bautizado como «El Gran San Blas», que antes se llamaba el Cerro de la Vaca, nombre que debía de olerles a sudor y mierda a las autoridades fascistas. Los cobradores a domicilio lo llamaban «el barrio sin madres» porque solían abrirles las puertas de las casas niños sin escolarizar; a las luminarias del régimen no se les ocurrió que las más de treinta mil familias que fueran a parar allí necesitarían colegios cerca para sus hijos y tardaron años en cubrir esa necesidad, también la del agua corriente o la de los mercados en los que abastecerse, que fueron llegando con la lentitud y la dejadez de las cosas que no le importan a quien es responsable de ellas. Los obreros nunca fueron vistos por el franquismo de otra forma que como bestias de carga que estabular en la periferia. Ese abandono generó una conciencia de clase en el barrio que las autoridades de la Transición democrática decidieron atajar a finales de los setenta y durante toda la década de los ochenta con jeringazos de heroína casi regalados. La droga fue la última forma de ejecución sumarísima de disidentes de un régimen que había encontrado la forma de perpetuarse. (...)

LA MALA COSTUMBRE en CULTURAS2 



Excepto el parque y las propias casas, aquellos basurales, aquellas nadas, eran los patios de recreo de los niños del barrio y sus propios morideros cuando se hacían lo suficientemente mayores para meterse caballo. Varias generaciones de criaturas de clase obrera crecimos así, imaginando mundos enteros en las mismas nadas que podían terminar siendo nuestros lechos de muerte. Hasta la esquina de la Peluca no llegaba el jardín. La vista desde su piso bajo, si alguna vez hubiera levantado la persiana verde de cuerda que tapiaba día y noche su ventana, eran los cubos de basura. Nuestros edificios eran parte de un gran proyecto franquista de construcción de viviendas de los años cincuenta bautizado como «El Gran San Blas», que antes se llamaba el Cerro de la Vaca, nombre que debía de olerles a sudor y mierda a las autoridades fascistas. Los cobradores a domicilio lo llamaban «el barrio sin madres» porque solían abrirles las puertas de las casas niños sin escolarizar; a las luminarias del régimen no se les ocurrió que las más de treinta mil familias que fueran a parar allí necesitarían colegios cerca para sus hijos y tardaron años en cubrir esa necesidad, también la del agua corriente o la de los mercados en los que abastecerse, que fueron llegando con la lentitud y la dejadez de las cosas que no le importan a quien es responsable de ellas. Los obreros nunca fueron vistos por el franquismo de otra forma que como bestias de carga que estabular en la periferia. Ese abandono generó una conciencia de clase en el barrio que las autoridades de la Transición democrática decidieron atajar a finales de los setenta y durante toda la década de los ochenta con jeringazos de heroína casi regalados. La droga fue la última forma de ejecución sumarísima de disidentes de un régimen que había encontrado la forma de perpetuarse. (...)


Mis primeros pasos como travesti fueron los de una transformista de metro veinte que imitaba a una anciana bruja y chamarilera que olía a tanatorio. (...)

Eran dos chicas que apenas habían cumplido los veinte años desplegando toda la crueldad de la que la juventud es capaz, que es mucha. Los remordimientos y la contención llegan con la decrepitud, como el egoísmo, cuando se habita el reverso de la vida y se entiende que casi nada feo existe que no nos termine por alcanzar. (...)

Yo, niña lista, marica encubierta, tartamuda, carnosa, con un parche cubriéndome el ojo izquierdo y llevando unas gafas algo más grandes de lo deseable, era lo contrario a la imagen de una criatura endiablada y no parecía albergar la crueldad inocente que se les presupone a los niños. Cuando los adultos me miraban, o les hacía gracia o sentían algo de lástima, nada grave, les recordaba lo atléticos y desenvueltos que eran sus hijos y eso les tranquilizaba; mi presencia, excepto para los verdaderamente malvados, era apaciguadora. Me daba cuenta de ello y aprendí a usarlo a mi favor. Sí que podía pensar en términos crueles. La conciencia de que necesitas un armario para esconderte te hace listísima en lo tocante al juego de la verdad y la mentira, de lo que dejas ver y de lo que no. (...)

Me hice la encontradiza garabateando los escalones bajos de nuestra escalera con un trozo de ladrillo. Ella pasaba por delante de mi casa no menos de cuatro veces al día en sus misteriosos paseos cargando bolsas de plástico bien llenas de nadie sabía qué. —Me sé los nombres de todas las vecinas de la calle. Se lo dije con el tono con el que una niña pequeña imitaría a una niña más pequeña que ella, porque a ser una mezquina hija de la gran puta también se aprende cuando te maquillas a escondidas, bailas canciones de Raffaella Carrà y de Bonnie Tyler en tu cuarto y sabes que, por todo ello, te espera una vida complicada. (...)


Cuando reímos con ganas no tenemos edad, lo hacemos igual durante toda nuestra vida y puede adivinarse en nuestra mueca la niña que fuimos o la anciana que seremos. En ese instante sin importancia nos separaban muy pocas cosas. No me equivocaba al elegirla como referente, aunque aquello se quedase ahí y no volviéramos a cruzar una palabra. Aprendí que a las mujeres que viven a su manera, que envejecen a su manera y que llevan la vida marcada en la cara, bien visible, se las suele cubrir con el manto del patetismo y de la burla porque se las teme. (...)

Para mí, que leía compulsivamente cuentos, mitos y leyendas, Gema, por su soledad, su melena larga y roja, el silencio a su alrededor y su indefensión, era Lady Godiva. Desde que tuve entendimiento y como niña que necesitaba aprender a vivir en dos realidades porque tenía dos vidas, solía situar a las mujeres que me rodeaban en espacios de fantasía en los que nada podía tocarlas y en los que podía incluirme imaginando historias tejidas con hilo de oro; veía Afroditas, Circes, Nimues y Elaines de Astolat en la parada del 28, en el andén del metro de Simancas o haciendo cola en la charcutería del señor Lucas. A veces, si me quedaba a mano, les tocaba el pelo a algunas de aquellas extrañas cuando se sentaban delante de mí y de mi madre en el transporte público, enrollaba alrededor de mi dedo índice algún mechón que se les escapaba, como haciendo un tirabuzón; a mí me parecía un gesto lacónico de cuento, de nereidas que se peinan unas a otras, y a ellas, cuando se daban cuenta, les hacía gracia. Mi madre se pasaba la vida disculpándose por ello. Muchas noches me quedaba dormida enredándome el pelo a mí misma, por si acaso el camino a la vida de ninfa comenzaba rizándose el cabello en el mundo de los sueños. No recuerdo ninguna semana en la que aquella casa miserable no estallase bajo la ira de Aurelio al menos un par de veces. Cuando no se oían gritos y golpes, ningún ruido salía de aquellas paredes. Ni televisión, ni radio ni conversaciones. Nada excepto el «té» convulsivo de Lady Godiva. (...)
Laura me pintaba las uñas a escondidas y me las limpiaba antes de que nadie lo viese, a mí y a otro niño maricón del barrio, más feo e igual de necesitado de aquellas atenciones que yo, hijo de un mecánico al que mi padre conocía desde la infancia. Sabía que la actitud de Laura le costaba que su abusador se emplease con especial encono con ella, para entender eso no hacía falta ser mayor, pero no podía evitar pedirle a menudo que se portase bien por si ayudaba a que amainase la brutalidad. Que la violencia machista se dispensa con independencia de lo que hagamos o dejemos de hacer las mujeres era algo que todavía no había aprendido. (...)

Tenía miedo de que mis padres dejasen de quererme si sabían que yo era diferente de como ellos creían. Escuchar a los adultos hablar de las personas diferentes dejaba marcas que no se borraban nunca. Las niñas siempre estamos escuchando y nunca se sabe qué se agita dentro de cada una que puede ser dañado para siempre con una palabra. (...)


 


Mi padre nos hablaba a menudo de los problemas de los trabajadores, de permanecer unidos, de dar la guerra necesaria para conseguir que todo el mundo tuviese lo básico y fuese respetado. La madrugada de la primera huelga general de trabajadores de la democracia, sorteando la razonable oposición de mi madre, nos levantó de la cama para que le acompañásemos, a él y a sus compañeros de sindicato, a sellar con silicona las puertas de las empresas del polígono industrial del barrio. Después, tomando las precauciones lógicas, nos llevó a hacer bulto al piquete para que supiésemos de primera mano qué era aquello. Mi hermano y yo éramos demasiado pequeños para entenderlo, para nosotros fue una oportunidad de pasar tiempo con nuestro padre, al que veíamos poco por sus jornadas de trabajo infinitas, y jugar juntos a algo extraño y divertidísimo. Cuando llegó la mañana y algunos trabajadores intentaron sortear el piquete, se formó el pandemonio habitual de empujones e insultos; mi padre se aseguró de que viésemos y escuchásemos todo lo que estaba sucediendo, que aquello se quedase grabado en nuestras mentes infantiles confiando en que, con el tiempo, sabríamos interpretar aquella rabia en toda su complejidad. No fue un buen final para nuestra aventura, pasamos bastante miedo, pero sí fue útil, en todo caso mi padre hacía las cosas así, su forma de demostrar amor era no mentirnos nunca, adelantarse a nuestra madurez, mostrar un respeto a nuestro criterio que no se solía reservar a las infancias. (...)
Lo primero que sí entendí fue que un esquirol, esa palabra que escuchaba a menudo y que me intrigaba muchísimo, era alguien que abandona a los suyos y los traiciona por medrar, o, peor aún, por mantener una posición de miseria más o menos segura. Quizá es que el esquirolaje no se aplicaba al ámbito doméstico o que traicionar a las mujeres no era lo mismo que presentarse como un desgraciado ante los compañeros, que entonces era otra palabra sagrada. El caso es que los hombres del edificio no creían pertinente intervenir en una situación como la del tirano del bajo izquierda. (...)

El miedo que se pasa en el armario fabrica monstruos a partir de sombras chinescas. Cada vez que se descolgaba con cosas como que estaba contentísima de haber parido dos varones, «aunque Arturo estaba loco por tener niñas, pero yo lo prefiero así, que los chicos son más noblotes». O su insistencia en llamarnos «machotes» con muchísimo orgullo en cuanto tenía oportunidad, como si el apelativo fuese una promesa que le arrancaba al futuro además de una recompensa que nos otorgaba después de terminarnos la comida o completar alguna otra tarea. Eran pequeñas afirmaciones que se iban acumulando y que parecían describir a otra criatura que no era yo. Ninguna malicia había en ellas, pero mi naturaleza sensible y despierta las recibía como avisos de la vergüenza que supondría negarlas. Yo no era un machote, ni noblote ni ninguna de esas cosas, y poco a poco me encontré intentando serlo para no parecer a ojos de mi madre eso tan débil y decepcionante que se encontraba en el lugar contrario a los machotes. Justo donde yo quería estar. (...)

Éramos una familia ruidosa que vivía en un vecindario ruidoso. La paz y el sosiego eran para las zonas residenciales. Aquella mañana, al otro lado de las ventanas, se escuchaba la eterna radial de los barrios obreros, en los que siempre hacía falta estar reconstruyendo algo porque se caían a pedazos. El vendedor de cupones hacía lo suyo en la esquina entre dos bares, cantaba los décimos con vozarrón de legionario. Cuando derrapaba con el vino barato, el canalla acostumbraba a arrancarse con el Cara al sol a todo pecho, aunque no solía llegar al «rojo ayer» sin que algún vecino le mandase callar y le recordase que no le partía la cara porque era ciego. (...)

Me acercaba a los aquelarres domésticos de las mujeres de mi familia pero mantenía la distancia exacta para no resultar obvia y romper el ambiente con mi presencia ambigua. Esto no siempre me salía bien, a menudo me llamaban la atención y solían hacer notar en voz alta y con leve fastidio que siempre estaba con los adultos, especialmente con las mujeres. Lo achacaban a querer enterarme de cotilleos, cosa que me servía como coartada y no me molestaba en discutir. El baño seguía siendo mi reino privado. Allí improvisaba maquillajes veloces, cada vez más precisos, y ponía en marcha lo aprendido observando a las mujeres de mi vida. La tristeza cada vez era más honda. La disforia, que ni siquiera sabía que se llama así, ocupaba tanto espacio mental y tanto desagrado físico ya, con nueve malditos años, que casi no dejaba lugar para nada más. En los estudios era más que solvente, casi brillante; en todo lo demás, un desastre. Imaginaba más que vivía pero no tenía dotes artísticas que me sacasen la pena, ningún desahogo me asistía, no sabía pintar mi desgracia, ni se me ocurría escribirla para no dejar pruebas. Así que la bailaba o me desdoblaba y fantaseaba con escenarios de liberación. Sobre todo escapaba a través de la literatura, del cine y de la música. Era una espectadora de todo lo que me rodeaba pero no podía tocar nada. Sobrevivía en público imitando versiones cada vez más cerradas de la masculinidad que tenía como ejemplo, que era rampante. Eso también lo ensayaba frente al espejo, que acababa siendo testigo de todas mis mentiras, de mi dolor y de mis destellos de belleza. Delante de él aprendía a mirarme sin verme. A ser un autómata. (...)


 

la aversión de mi madre por los cerrojos, en concreto si sus hijos estábamos del otro lado, era exagerada. Reaccionaba con tanta vehemencia cuando se encontraba con la puerta atrancada que una no sabía si estaba muy asustada, muy enojada o las dos cosas. Esto casaba mal con una infancia en el armario. Detrás de esa puerta solía estar sucediendo algo importante. Un paréntesis de liberación o una sesión de castigo, pero importante de todos modos. En el mundo de las puertas abiertas no había espacio para el contoneo ni para el llanto, solo para los machotes  (...).

Una parte fundamental de la estrategia de construcción de mi armario consistía en aparentar desgana ante cosas que estaba loca por hacer pero que, de hacerlas con entusiasmo, desvelarían una naturaleza no especialmente masculina. Lo primero que una niña trans aprende cuando el entorno es hostil a su causa, antes incluso de saber que lo es, cuando todo son intuiciones, es a controlar la ilusión, o a fingirla hasta que casi ni ella misma sabe cuándo es cierta y cuándo no. La construcción del binarismo era feroz en ese inicio de década. La pompa andrógina de los ochenta solo fue un espejismo para activar nuestros deseos y hacer nuestros anhelos más dolorosos por tenerlos tan presentes y tan lejanos. Para mí, pequeña travesti de incógnito en un barrio obrero, que no tenía ni idea de quién demonios iba a terminar siendo, contemplar a Boy George en toda su alegre feminidad o a Prince en medias de rejilla era como ver luciérnagas en una cueva negra y húmeda. Un instante de esperanza tan breve del que casi no se puede decir que haya existido. (...)

Cuando me asomaba al jardín de las travestis o de las transexuales famosas, porque yo podía negarme tres veces diarias a mí misma, pero estaba sedienta de referentes y resulta que casi todas eran de la misma naturaleza, todas parecían criaturas de otro mundo, perladas, inmensas y fascinantes. Sylvester, Bibi, Amanda Lear, Tula Cossey, Cris Miró. No me atrevía a pensar que esa era la que quería que fuese mi vida, aunque una punzadita de euforia me llenaba el pecho solo mirándolas. No podía desearlo. Todo lo que había oído sobre ser como ellas contenía palabras que se parecían a las que se usaban cuando se hablaba de alguien que está enfermo. También palabras de aflicción o de vergüenza. A veces de admiración, pero no como se admira algo maravilloso, más bien como el aplauso que se le daba a una obra de teatro o a una mascarada cualquiera. Algo que es vistoso solo como espectáculo pero que no tiene belleza por sí mismo sin el artificio para el que está pensado. Las peores veces, las que estaban acompañadas de un par de cubatas, las que se usaban en las comedias o en los programas familiares de televisión, eran las palabras de burla, chistes que me daban ganas de vomitar. Yo trataba de encontrar en alguna parte un lenguaje de orgullo y de fuerza para poder explicarme de una maldita vez, pero no lo lograba por más que buscase.
LA MALA COSTUMBRE.
Alana S. Portero.
Seix Barral, 2023 

sábado, 17 de junio de 2023

PUNKI: UNA HISTORIA DE AMOR (Juarma)



Mirar cicatrices, las de fuera y las de dentro, se parece a rebobinar un casete con un bolígrafo. A Paula todos la llamábamos Pauli de niña. Luego, cuando se hizo fan de Nirvana, se empeñó en que la llamásemos Polly, como su canción favorita. Y con ese mote se quedó. Éramos amigos y vecinos. Nos criamos juntos. No hay ningún buen recuerdo en mi niñez y mi adolescencia donde no esté ella. En preescolar me corté el flequillo con unas tijeras de punta redonda y me pinté las uñas con rotuladores de colores. El tutor me castigó cara a la pared en una esquina y el resto de la clase se empezó a reír de mí, coreándome: «¡Mariquita, mariquita!». Polly se cortó el flequillo, se pintó las uñas y la cara con los rotuladores y el tutor la sancionó a mi lado. Los demás niños cerraron la boca. En 3º de EGB, Polly le prendió fuego a una papelera en clase y nos desalojaron del aula. Cuando nos alinearon en el pasillo para encontrar al culpable, Polly gimoteó y dio un paso al frente. Al verla, también di un pasito valiente y nos castigaron a los dos a un mes sin recreo. En 5º de EGB, Polly y yo nos sentábamos juntos y nos pasábamos cartas perfumadas durante las clases. Con un pintalabios, las llenábamos de besos, cada carta con su boca correspondiente. Un día el profesor nos pilló una y quiso humillarnos leyendo en voz alta el contenido. La cara le cambió cuando abrió el sobre y vio una caricatura suya, ahorcado en un árbol, con la picha por fuera y un letrerito que decía: DON JOSÉ LUIS ES GILIPOLLAS. Nos castigaron y nos prohibieron sentarnos juntos el resto de la EGB. En 7º de EGB, mientras amontonábamos palés, maderas y ramas de la tala de los olivos, arbulagas... para la hoguera de Las Candelarias, me caí de boca en Cuesta Colorá cuando arrastraba un hatillo con un hierro y una cuerda. Me hice polvo la cara. Al día siguiente en el colegio Polly me preguntó si me lo había hecho papá e hizo planes para que nos escapásemos juntos de Villa de la Fuente, con 500 pesetas que le regalaron por su cumpleaños." (...)




Polly se compró la cinta original del Dookie de Green Day. A mí Green Day no me gustaba demasiado, pero los prefería a Nirvana, Pixies, R.E.M. o The Smashing Pumpkins, que era lo que ponía cuando nos encerrábamos en su habitación a beber lo que tuviese su padre por casa. Para convencerla le dije que Green Day tenía una canción que me parecía preciosa, «She». Era la primera de la cara B. La pusimos. Estábamos sentados en su cama. Cogí el libretillo de la cinta y nos preparamos para escuchar con atención mientras cantábamos la letra. She... she screams in silence... Luego la letra se complicaba y nos reímos. Entonces Polly me cogió de la camiseta por el pecho, tirando hacia ella, con los labios plantados frente a mi cara para besarme. Para mí ese instante fue como estar en el cielo. Pero empecé a temblar y cuando nuestros labios iban a unirse por primera vez, me aparté y le puse la mejilla. Ella se ruborizó y me sentí un idiota. No volveríamos a estar tan cerca como aquel día cuando sonaba «She» en su habitación, rodeados de sus pósteres de Kurt Cobain. (...)


La Quinta del 98 éramos zagalillos del pueblo, nacidos en 1981, con dieciséis o diecisiete, dependiendo del mes en que cumpliésemos años. Nos compraban o prestaban trajes, imprimíamos camisetas conmemorativas, sacábamos fajos de tíquets de cubatas, todos los que tus padres pudieran pagarte, contratábamos a dos músicos, uno con guitarra y otro con acordeón y cantábamos por las calles y nos pasábamos las horas en los bares, en casas de otros quintos o en la discoteca de la Chari. Con dieciséis o diecisiete años tenías carta blanca de la sociedad para demostrar tu hombría bebiendo como un descosido. Unos se iban de putas al Paradise, otros se hinchaban a cubatas y porros, otros le daban a la farlopa, a los éxtasis, a los tripis... y algunos le pegaban a todo a la vez. Cinco días con sus noches. Así te hacías un hombre. Rober, Miguel y yo decidimos pillarle un gramo de farlopa al Golosinas en honor a San Isidro Labrador e hicimos un mocho. A regañadientes y casi obligado, le tocó a Miguel el Vuelcavasos ir a buscar la coca, porque era el más echao pa’lante de los tres. Qué gusto daba pillar farlopa a esa edad. Qué emociones tan tontas y qué bien te sentaban esas rayas. Cómo se te atravesaban en la garganta como si fuesen puñales. Cuando te envicias con la farlopa vas buscando esas sensaciones de las primeras veces, pero ya te puedes meter cuatro gramos durante un fin de semana empalmando las noches con los días, que no vas a percibir lo mismo. (...) Joder, qué buenísima estaba entonces la coca y qué bien te sentaba. Cómo no me iba a enamorar de ella. Cómo no se iba a convertir en el amor de mi vida. Cuando volvimos al Nacimiento nos sentíamos mil veces más seguros de nosotros mismos, con nuestra armadura de mentira. Por unos instantes nos creíamos menos pringaos. Desconocíamos lo mentirosa que era la farlopa y cómo te podía joder la puta existencia entera. (...)

Aunque Polly se hacía la dura delante de otras personas, era tan insegura y frágil como yo o cualquier otro adolescente. Polly estaba más integrada en el pueblo y me relataba cómo eran en realidad todas esas personas a las que deseaba parecerme. Me advertía de que cuando alguien se daba la vuelta todos empezaban a criticarle y sacarle defectos, creándoles complejos. No se libraba ni Dios. Todo era falso, nadie estaba tranquilo y ni sabían quién iba de buenas o quién de malas. Me contaba como ella y sus amigas aprendieron a vomitar después de comer porque una de ellas les había dicho que así podían adelgazar. Años haciéndolo y no sabían ni que eso se llamaba bulimia y era una enfermedad. Las chicas sufrían presión social con el físico. Polly decía que lo peor de todas esas hipocresías e inseguridades era que aparte de volverte una acomplejada y no fiarte de nadie, te cambiaba el carácter, te modificaba el comportamiento y hasta la postura. Si a alguna le decían que tenía pocas tetas, se quedaba erguida, así con la chepa, para que no se notase. Si a otra le decían que igual sus orejas eran grandes, ya se dejaba siempre el pelo suelto. Si cerraban las piernas y se les quedaban un poco separadas es porque habían follado y cuanto más separadas las tuviesen, era porque más lo habían hecho. Como nadie les explicaba las verdades pensaban que la gente creía que eran unas putas. Cuando se encontraban con alguien, sus amigas y ella se colocaban en mil posturas diferentes, cruzaban una pierna, se ponían de puntillas, lo que fuese con tal de que no se les viera el hueco ahí. También me refería que las compresas eran muy malas, un algodón delante y otro detrás y se manchaban. Todas las chicas iban con camisetas o chaquetas atadas en la cintura. Les agobiaba que se les acercara alguien. Se ponían la ropa de sus hermanos porque era más ancha. Igual Polly se hizo grunge por eso. Si se juntaban con tíos les decían que eran marimachos o lesbianas, como si acaso eso fuera algo malo. No era fácil ser chica a finales de los noventa en Villa de la Fuente. (...)

A los traumas de niño y los de adolescente luego he añadido los de mayor. Mi cabeza es una coctelera con complejos y nitroglicerina. (...) Odio cuando se va apagando el fuego, porque las llamas se transforman en vergüenza y culpa. La vergüenza me pinta la cara como a un payaso y la culpa es un palo con la punta afilada que se hunde en mi pecho, provocándome escalofríos en las entrañas. (...)

He sido callado desde niño y nunca le he contado a nadie lo que hago o dejo de hacer. Ni siquiera a mis amigos o a mis parejas, hombres o mujeres. Me cuesta abrirme a los demás, mostrar mis sentimientos, jamás he sido capaz de decir un simple te quiero. Es mi mecanismo de autodefensa. Tus errores, tus debilidades o tu pasado son herramientas para que otras personas te hagan daño. Pero a la larga, esto ha sido como poner microexplosivos en mi organismo que estallaron todos a la misma vez. Cuando era adolescente mis amigos tenían tantos problemas como yo, no hablábamos de nosotros, no nos preguntábamos unos a otros ¿cómo estás? Estar puteados y callarnos el sufrimiento era el pegamento que nos unía. Sé que a veces sospechaban cosas, o había situaciones que no era capaz de explicar u oían rumores. Pero si mirabas para otro lado, las preocupaciones parecían desaparecer. Ni tan siquiera a Polly, a quien se suponía que se lo contaba todo, podía decirle la mayoría de mis secretos porque temía que se fuese de la lengua. Era un anarquista menor de edad, atrapado en mis contradicciones, maltratado por papá, que follaba con fascistas a cambio de droga. Como para haber ido a ver a don Alfonso, el médico de cabecera, a punto de cumplir diecisiete años para explicarle por qué estaba deprimido. Mamá se había quedado en casa con Ángela, que todavía no tenía edad de pindonguear. Ni en un día de feria papá era capaz de salir con mamá a la calle y tomarse algo juntos, no fuera a ser que alguien la mirara. Estar en la cárcel es horrible, pero ahí no tienes elección. Es lo que hay. Pero ser mujer y acabar atada a un tarado celoso y posesivo como lo era papá se debe parecer a estar en prisión. (...)

Todas las cosas son para toda la vida. Todos los golpes, los malos momentos y los buenos, dejan marcas y heridas, algunas de las cuales nunca cicatrizan. Pero esas, al contrario que los tatuajes, no se ven. Puedes esconderlas y que nadie las descubra, mientras te gangrenan por dentro. (...)

Solo quiero estar bien. Pero como no sé lo que es estar bien y jamás he estado bien, cuesta mucho, porque lo desconozco, es una isla utópica. El estado de WhatsApp de Rachid es: «Lo importante no es cuántas veces te caes, sino cuántas te levantas». Y en este taxi, el día que cumplo treinta y siete años, he conseguido ponerme en pie. Para poder erguirme y sacar fuerzas para dar un paso hacia delante he tenido que romper con todo, escapar de mi entorno, dejar atrás a las personas a las que quiero. Quizás irme lejos es la única forma de curarme, por más que me duela o añore a Sarah. Uno nunca deja de querer, sino de estar. (...)
Punki: una historia de amor.  
Juarma. 
Blackie Books, 2023 

miércoles, 7 de junio de 2023

"LITERATURA INFANTIL" (Alejandro Zambra)


Tu pequeño cuerpo respira, sí: incluso en la penumbra del hospital, tu respiración es visible. Pero yo quiero escucharla, escucharte, y me molesta mi propio resuello. Y mi ruidoso corazón me impide sentir el tuyo. A lo largo de la noche, cada dos o tres minutos contengo el aliento para comprobar que respiras. Es una superstición tan sensata, la más sensata de todas: dejar de respirar para que un hijo respire (...)

No tengo idea qué hora es. Y no me importa. Las once de la mañana, las tres de la tarde. Así pasan los días cansados pero felices, que se entremezclan con los días felices pero cansados y con los días felices pero felices. (...)
el nacimiento de un hijo anuncia un amplio futuro del que no seremos totalmente parte. Julio Ramón Ribeyro lo resumió muy bien: «El diente que le sale es el que perdemos; el centímetro que aumenta, el que nos empequeñecemos; las luces que adquiere, las que en nosotros se extinguen; lo que aprende, lo que olvidamos; y el año que suma, el que se nos sustrae». (...)

 


Es un pensamiento hermoso, cuyo sesgo turbulento, sin embargo, ha desquiciado a millones de hombres. Pienso en padres de otras generaciones, aunque es absurdo suponer que las cosas han cambiado. He conocido a hombres que ejercen la paternidad con lucidez, humor y humildad, pero también he visto a amigos queridos, que parecían tener el corazón bien puesto, alejarse de sus hijos para entregarse a la recuperación desesperada y caricaturesca de su juventud. Y también abundan quienes enfrentan la pulsión de la muerte agobiando a los niños a punta de misiones y decálogos, con la explícita o velada intención de prolongar a costa de ellos sus sueños interrumpidos. (...)
Mientras las mujeres les transmitían a sus hijas el asfixiante imperativo de la maternidad, nosotros crecimos consentidos y pajarones y hasta tarareando «Billie Jean». Nuestros padres intentaron, a su manera, enseñarnos a ser hombres, pero no nos enseñaron a ser padres. Y sus padres tampoco les enseñaron a ellos. Y así. (...)
expresión literatura infantil es condescendiente y ofensiva y a mí me parece también redundante, porque toda la literatura es, en el fondo, infantil. Por más que nos esforcemos en disimularlo, quienes nos dedicamos a escribir lo hacemos porque deseamos recuperar percepciones borradas por el presunto aprendizaje que nos volvió tan frecuentemente infelices. Enrique Lihn decía que nos entregamos a nuestra edad real como a una falsa evidencia. (...)

Más que recordar o relatar, quien escribe intenta ver las cosas como por primera vez, es decir como un niño, o como un convaleciente que regresa de la enfermedad y en cierto modo de la muerte, y vuelve a aprender, por ejemplo, a caminar. También la paternidad es una especie de convalecencia que nos permite aprenderlo todo de nuevo. Y ni siquiera sabíamos que habíamos estado gravemente enfermos. Acabamos de enterarnos. (...)

Nos comparamos con nuestros padres, a pesar de que –lo sabemos– ya no podríamos ser iguales a ellos ni esencialmente distintos de ellos. Y como los matamos a los veinte años, ya no podemos matarlos de nuevo; por eso mismo a veces terminamos resucitándolos. (...)


 


Hay hombres a quienes la paternidad les pega demasiado fuerte. Es como si de la noche a la mañana, por el solo hecho de convertirse en padres, perdieran la capacidad de pronunciar cualquier frase sin mencionar alguna historia protagonizada por sus hijos, que más que sus hijos parecen sus líderes espirituales, pues para estos padres babosos hasta las anécdotas más anodinas poseen cierta hondura filosófica. Ese es, exactamente, mi caso. (...)

Durante siglos la literatura ha evitado el sentimentalismo como a una peste. Tengo la impresión de que hasta el día de hoy muchos escritores preferirían ser ignorados antes que correr el riesgo de ser considerados cursis o sensibleros. Y es verdad que, a la hora de escribir sobre nuestros hijos, la felicidad y la ternura desafían nuestra antigua y masculina idea de lo comunicable. ¿Qué hacer, entonces, con la satisfacción gozosa y necesariamente bobalicona de ver a un hijo ponerse de pie o comenzar a hablar? ¿Y qué clase de espejo es un hijo? En la tradición literaria abundan las cartas al padre, pero las cartas al hijo son más bien escasas. Los motivos son previsibles –machismo, egoísmo, pudor, adultocentrismo, negligencia, autocensura–, pero se me ocurre que también hay razones puramente literarias. Por lo pronto es más fácil omitir o relegar a los hijos, o comprenderlos como obstáculos para la escritura, esgrimirlos como excusa; ahora resulta que por culpa de ellos no hemos podido concentrarnos en nuestra laboriosa e imponente novela. La infancia pervive en nosotros como un enigma intermitente, por lo general apenas atestiguado en álbumes de fotos, peluches transicionales o puñados de ágatas recogidas alguna tarde en la playa. Nadie escribió nuestra infancia, y quizás lamentamos esa ausencia de señales, pero también, de algún modo, la agradecemos, porque nos permite respirar, cambiar, rebelarnos. Imaginar lo que un hijo leerá en la obra propia es, por lo mismo, tan emocionante como abrumador. Narrar el mundo que un niño olvidará –convertirnos en los corresponsales de nuestros hijos– supone un reto enorme. (...)

Como no soy inmune al optimismo, tiendo a pensar que hoy aceptamos que incluso los hijos propios son hijos ajenos y están destinados a entender el mundo según categorías que ni siquiera somos capaces de conjeturar. «Siempre esperándolos sin pedirles nunca que regresen», dice luminosamente Massimo Recalcati en su estupendo ensayo El secreto del hijo. (...)

Del mismo modo que es profundamente ingenuo tener un hijo suponiendo que la vida seguirá siendo tal como era, convertirse en padre con el solo propósito de inducir un cambio es una soberana estupidez. (...)

Los hombres construimos una cierta idea de compañerismo a partir de las borracheras memorables que nos llevaron a un emocionante callejón sin salida de confesiones y complicidades. Pero nos conocemos más intensamente cuando pasamos una tarde entera con un amigo que ahora es padre y que nos recibe encantado y habla de cualquier cosa, no necesariamente de paternidad, pero ya no nos mira a los ojos, pues tiene la vista fija en ese niño que en cualquier momento puede lanzarse a caminar y sacarse la chucha. (...)

Los apellidos son prosa, los nombres poesía. Hay quienes se pasan la vida leyendo la novela irremediable del apellido. Pero en el nombre laten caprichos, intenciones, prejuicios, contingencias, emociones. Y suele ser la única obra que la madre y el padre escriben juntos. (...)

Desde una adultez acaso excesiva, es fácil suponer que la memoria episódica comienza alrededor de los tres o cuatro años, es decir, que antes de esa edad simplemente no éramos capaces de recordar, pero cualquiera que haya criado niños sabe que a los tres e incluso a los dos años sí recuerdan lo que hicieron la semana pasada o el verano anterior, y que sus recuerdos son puros, no implantados, a veces sorprendentemente precisos y otras veces tan vagos y caprichosos como suelen ser los nuestros. Las inmensas preguntas acerca del funcionamiento de la memoria humana tienen su humilde correlato en la emoción o la inquietud que todos sentimos al pensar en esos años borrados, omitidos, perdidos. ¿Cómo era, realmente, un día entero, a los diez meses, a los dos años de vida? Tal vez luego, en la adolescencia, unas cuantas frases autoritarias (yo te enseñé todo, yo te di de comer, gracias a mí tienes todo lo que tienes) nos permitieron presentir o imaginar esos años de abrumadora dependencia, pero recién cuando somos padres u ocupamos el lugar de padres y nos duele la espalda y no hemos dormido bien en semanas o meses, conseguimos conjeturar esos cuidados que nunca agradecimos porque simplemente no los recordamos. Si fuéramos como Funes, el célebre personaje de Borges incapacitado para el olvido, viviríamos paralizados por rencores permanentes o gratitudes automáticas, obligatorias. La misteriosa amnesia infantil nos permite olvidar, de repente, todos los hechos que podrían neutralizar la severidad con que juzgamos a nuestros padres. Y sería aún peor enterarnos, por supuesto, de olvidadas desatenciones y negligencias. La memoria se destruye o se purifica para que podamos reinventarnos, recomenzar, reclamar, perdonar, crecer. (...)
Pienso en el extraordinario comienzo de Habla, memoria, de Nabokov: el niño «cronofóbico» que mira una película anterior a su nacimiento y ve a su madre embarazada y la cuna que preparan para él le parece una tumba. Pienso en el devastador primal scream de Delmore Schwartz, «En los sueños empiezan las responsabilidades», uno de los relatos más hermosos que he leído jamás, o en los delirios geniales de Vicente Huidobro en Mio Cid Campeador, o de Laurence Sterne en el Tristram Shandy. Pienso en el estremecedor «recuerdo inventado» que da forma a La lengua absuelta, de Elias Canetti, y en fragmentos de Virginia Woolf y de Rodrigo Fresán y de Elena Garro. La lista empieza a volverse interminable, busco y rebusco en las repisas libros que quiero releer, pero de pronto reparo en que mi hijo lleva demasiado tiempo en silencio. Compruebo que está en el suelo, con sus crayones. Después de varios meses dedicado a dibujar licuados, ahora se especializa en pizzas y en planetas y en pizzas-planetas. Mi primer recuerdo no es, en apariencia, traumático, pero basta un análisis somero para descubrir que en esa película estoy expuesto a la televisión y al fútbol y al machismo y al azúcar y al ácido fosfórico, de manera que el recuerdo actúa como fundamento, e incluso, eventualmente, como justificación y coartada. (...)

Desconfío profundamente de la satisfacción que me provoca pensar que mi esposa y yo lo estamos haciendo bien. Seguro que mis padres también pensaban que lo hacían bien, y yo mismo pienso de unos amigos, cuya encantadora hija ve televisión y come papas fritas todos los días, que lo hacen bastante bien, tal vez mejor que nosotros. En materia de crianza, en cualquier caso, el pánico de hacerlo mal es muchísimo más gravitante que el deseo de hacerlo bien. (...)

Cada vez que conoce a algún recién nacido me pide mirar esas fotos para él tan antiguas que relatan la infancia de su infancia. Absorto en el juego de reconocerse, las contempla con silenciosa seriedad. Remarco su silencio porque no es un niño silencioso, en lo absoluto, sino conversador, fabulador, chamullento. En cuanto a su relación con el fútbol, hubo un tiempo en que no parecía interesarle para nada, consideraba la pelota de trapo como un peluche más. La primera vez que me vio patearla me miró con extrañeza, pero a los dos segundos agarró a una pobre cebra de felpa y la pateó también, y enseguida se convirtió en un experto en el arte de patear peluches por toda la casa. Durante algunos meses siguió atribuyéndole a la pelota la condición de juguete estático y aunque ocasionalmente, como para darme en el gusto, la pateaba, era más frecuente que le conversara y que me pidiera que le hiciera alguna voz. Ahora jugamos a diario, en el patio pequeño o temerariamente en el living, le gusta mucho. Como todos los padres, me dedico a perder, a ser goleado. Ser padre consiste en dejarse ganar hasta el día en que la derrota sea verdadera. Por lo demás, cuando mi hijo mete algún gol que realmente yo no he podido evitar, mi satisfacción es doble e innegable. Y si soy yo quien, por error de cálculo, le marco un gol involuntario, él de inmediato cambia las reglas y anula la conquista. A veces se aburre no de jugar, sino de que el juego sea exactamente como es, y le incorpora unas sacudidas que me suenan a danzas folclóricas de países desconocidos. (...)

«Los niños sirven para que sus padres no se aburran», dice un personaje de Iván Turguénev, y si el chiste funciona es porque la vida con hijos puede parecernos, por el contrario, un incesante sacrificio cotidiano. Muchas veces, sin embargo, he solucionado momentáneamente la angustia o la rabia o la melancolía jugando con mi hijo, como si su existencia funcionara no solo como un pasatiempo, sino también como un antidepresivo o un ansiolítico. (...)
«La onomatopeya construye el mundo, el sonido da color a la idea», escribe David Wagner en Cosas de niños, un libro genial que me gustaría citar entero. Recuerdo con cierta nostalgia prematura el tiempo en que mi hijo y yo pasábamos horas imitando sonidos de animales –cuando se nos acababa el repertorio inventábamos también la risa de los perros, o el llanto de los caballos, y el juego seguía hasta que nos perdíamos gozosamente en el sinsentido: cómo bostezan las urracas, cómo tartamudean los cocodrilos, cómo estornudan los tlacuaches. De todas las especialidades de cuidados paternos –lazarillo de escaleras, asistente de vestuario, hermanador de calcetines, recolector de juguetes regados por el suelo, cheerleader de almuerzos, salvavidas de piscina individual, etcétera– la que he desempeñado con mayor alegría y creo que destreza ha sido la de inventor e intérprete de voces de toda clase de objetos, algunos bastante típicos –una preciosa jirafa «transicional» o unos títeres de dedo que hablan español con distintos acentos– y otros harto más difíciles de humanizar, como la cafetera, las ventanas, el estuche de la guitarra, el omnipresente termómetro y hasta algunos artefactos que considero, de entrada, antipáticos, como la pesa o –cómo la odio– la olla a presión. La paternidad vuelve a legitimar juegos que abandonamos cuando el sentido del ridículo consiguió gobernarnos por entero, incluyendo, tristemente, la intimidad. Pienso en el animismo, un sistema de creencias que nunca desatendí del todo, pero que ahora, en compañía de mi hijo, ha vuelto a resultarme no solo divertido sino además necesario. Me gusta mucho esa escena de Chungking Express, la película de Wong Kar-wai, en que un personaje habla con un enorme Garfield de peluche: me gusta porque es cómica y seria al mismo tiempo; porque es kitsch, como la vida, y porque es trágica, como la vida. (...)

«El recuerdo se organiza no desde el pasado ni desde el presente, sino desde el porvenir», conjetura el psicoanalista Néstor Braunstein en Memoria y espanto, su fascinante ensayo sobre los primeros recuerdos en la literatura, y enseguida agrega: «Lo que uno llega a ser no es el resultado, sino, por el contrario, la causa del recuerdo».

Creo que Turguénev tenía razón, y no hay contradicción alguna: los padres existen para divertir a sus hijos y los hijos sirven para que sus padres no se aburran (ni se angustien). Son ideas complementarias que tal vez podrían servirnos para ensayar nuevas definiciones de la felicidad o del amor o del cansancio físico, o de todo eso junto, simultáneo. Ahora mismo, mientras escucho en la radio las dolorosas noticias matinales, extraño la compañía de mi hijo –suele levantarse a las seis o incluso antes, pero ya casi son las siete y sigue en la cama y tengo ganas de despertarlo, porque estoy aburrido, porque estoy angustiado. (...)

Nadie te enseñó nada acerca de la música, no fue necesario. La música estaba ahí, desde antes del parto; nadie tuvo que explicarte qué es, cómo funciona. Tampoco nadie te ha explicado la literatura y ojalá nadie te la explique nunca. La lectura silenciosa es en cierto modo una conquista; quienes leemos en silencio y en soledad aprendemos, justamente, a estar solos, o mejor dicho reconquistamos una soledad menos agresiva, una soledad vaciada de angustia; nos sentimos poblados, multiplicados, acompañados mientras leemos en silenciosa soledad sonora. Pero eso vas a descubrirlo por ti mismo dentro de unos años, yo lo sé. Vas a decidir por ti mismo si te sigue interesando la forma de conocimiento tan extraña, tan específica, tan difícil de describir que permite la literatura. (...)

En su hermoso ensayo Como una novela, Daniel Pennac lamenta que él y su esposa dejaran de leerle cuentos a su hijo cuando el niño aprendió a leer por sí mismo. Pero quizás no fue culpa del padre ni de la madre. Acaso fue el propio niño quien decidió dejarlos fuera de la ceremonia de la lectura. No queremos que pase eso. La lectura no pertenece a la serie de actividades que realizamos por ti mientras aprendes a hacerlas solo. No es como lavarse los dientes o vestirse o cortarse las uñas. Tampoco es como caminar, aunque me gusta pensar que se parece. Te llevamos en brazos hasta que aprendiste a caminar y seguimos cargándote cuando te cansas y a veces no estás cansado y te cargamos igual y lo seguiremos haciendo mientras aguantemos tu peso y tú aguantes el peso simbólico de que te carguemos. Ahora lees a través de nosotros, pero cuando leas por ti mismo tal vez ya no te parezca divertido que leamos para ti. Tendremos que inventar algo, ojalá se nos ocurra la manera de continuar esa ceremonia, la más importante del día; que cambie de forma, pero que siga sucediendo. Después de los cuentos viene la música, la última música. Siempre, desde tus primeros días de vida, te canto «Beautiful Boy», pero las demás canciones no son de cuna. Quizás «Two of Us» tiene algo de lullaby, aunque no es una canción sobre padres e hijos sino sobre amor y compañerismo, y por eso te la canto. Las otras canciones –de Violeta Parra, de Silvio Rodríguez, de Andrés Calamaro, de Los Jaivas– son canciones de amor o de protesta o de amor y de protesta. (...)


Cada noche nos turnamos, con tu madre, el ritual de los tres libros y de las tres o cuatro (o cinco) canciones. Las mañanas, en cambio, siempre empiezan conmigo. Yo, que solía ser un pájaro nocturno, ahora me desmañano contigo: casi todos los días de tu vida hemos visto juntos el amanecer. Aunque no siempre te gustó que fuera yo tu incondicional compañero matutino. En tiempos que ahora me suenan remotos, me mirabas con una mezcla de recelo y un gesto serio o altivo que no sé definir. Llorabas veinte segundos, a veces un minuto entero, antes de aceptar mi consuelo. Supongo que el living era como un bar al que ibas a llorar tus lactantes penas de amor y yo era el barman que conocía a la perfección cómo te gustaba el jugo de naranja, o el parroquiano anodino pero amistoso que siempre estaba ahí, dispuesto a escucharte y a reírse con tus chistes y a pagarte la cuenta. (...)

De pronto me dejo ensombrecer por la evidencia, confirmada por mis padres, de que a mí no me leían cuentos antes de dormir. Es un pensamiento autocompasivo, débil, fácil. Pienso en mi abuela, que en lugar de leernos cuentos nos compartía toda clase de chismes acerca de la comunidad que había perdido cuando joven, con el terremoto de Chillán, en 1939. Casi todos sus amigos de juventud habían muerto, pero quedaban sus historias, que mi abuela saboreaba al recrearlas para mi hermana y para mí. De pronto se acordaba de que los protagonistas de sus ficciones estaban muertos y los extrañaba y se echaba a llorar y teníamos que meternos en su cama a consolarla. Esas historias fueron, como dice Natalia Ginzburg, nuestro latín. Quizás luego, cuando me puse a escribir, quería honrar e imitar esos vaivenes entre la risa y el llanto que sucedían cuando escuchábamos a mi abuela. (...)

No fui a Nueva York porque no quise cortarme el pelo. Y mi padre no leyó mi «Carta al padre». –Voy a leerla cuando tenga ganas de llorar –me dijo–. Pero nunca tengo ganas de llorar. No supe qué responder. Nunca sabía qué responder. Por eso escribía, por eso escribo. Lo que escribo son las respuestas que no se me ocurrieron a tiempo. Los bosquejos de esas respuestas, en realidad. La primera vez que intenté esta historia, por ejemplo, te borré. Creía que era posible disimular tu ausencia, como si hubieras faltado a la función y los demás actores hubiéramos tenido que improvisar unos ajustes de último minuto. Recién ahora entiendo que la historia empezaba contigo, porque aunque quisiera, de algún modo, evitarlo, esta es, en todos los sentidos, una historia de amor. (...)

Hablabas con frases cortas y pausas largas entre cada palabra. Hablabas como la protagonista de una película hermosa y lenta, mientras que yo hablaba como un actor de comedia que por primera vez consigue un rol serio e importante y quiere demostrarle al mundo su versatilidad, pero su empeño es triste, porque se le nota el esfuerzo. (...)
Aún no nos besábamos, aún no nos acostábamos, no sabíamos, con precisión, nada acerca del futuro. Tal vez yo intuía o fantaseaba que pasaríamos un tiempo largo juntos, varios años, toda la vida. Pero no sospechaba que esos años serían divertidos, intensos y amargos y que luego vendría un tiempo muchísimo más largo, quizás indefinidamente largo, sin saber nada el uno del otro, hasta llegar al momento en que parecería posible, concebible, por ejemplo, contar una historia, cualquier historia, esta historia, borrándote. Por lo pronto eras imborrable, de una vez y para siempre. Y ningún pensamiento sobre el futuro importaba demasiado esa noche que pasamos imitando, con los libros como ladrillos, esos edificios imponentes, lejanos, distantes, fríos, absurdos, hermosos. (...)


 


INTRODUCCIÓN A LA TRISTEZA FUTBOLÍSTICA I Era, para nosotros, la única forma de tristeza masculina perceptible. Vivíamos en un mundo de mierda, pero lo único que parecía afectar a los hombres era un resultado adverso en el partido del domingo. Del mismo modo que las dos o tres horas posteriores a un triunfo eran propicias para pedirles permiso o dinero, cuando nuestros padres sucumbían a la tristeza futbolística todos sabíamos que era mejor dejarlos lidiar a solas con la derrota. Amurrados y convalecientes, esas noches los hombres se volvían aún más lejanos, porque hacían cosas inusuales, como mirar por la ventana con severa impotencia hacia la calle vacía o tararear «Me olvidé de vivir» mientras lustraban sus zapatos frenética, interminablemente. Pero no tiene gracia juzgarlos ahora. Es demasiado fácil. Por lo demás, ese romanticismo ha pervivido en nosotros. Es un hecho que seguimos experimentando la tristeza futbolística; ha cambiado de forma, pero sigue viva, tal vez más viva que nunca. (...)
Para ver los partidos en relativa paz, nuestros padres no tenían más remedio que empalagarnos con helados, cocacolas y maní confitado. Llevarnos al estadio era un error, una pésima idea, pero también una apuesta, una inversión a corto o a mediano plazo, porque nuestros padres sabían que en algún momento nos distraeríamos de nuestras distracciones, finalmente abducidos por la entrañable lentitud futbolística. En mi caso esto sucedió pronto: a los siete años ya era yo, en plenitud, un fanático empedernido. Un fanático de Colo-Colo, como mi padre. Hubiera sido genial que me gustara el equipo enemigo u otro equipo cualquiera. No se me ocurre ahora una forma más económica de matar al padre, mucho más efectiva que la manoseada rebeldía grunge o el lacerante gritoneo político que vinieron después. Conocía algunas historias de niños disidentes: de forma misteriosa, aduciendo motivos poco serios, banales, como lo bonita que era la camiseta de Universidad Católica, conseguían torcer la trama, y a esos padres estafados y perplejos no les quedaba más remedio que convivir a diario con el enemigo. (...)
No está claro que hayamos, en propiedad, elegido un equipo de fútbol. Para muchos de nosotros ese aspecto de la herencia paterna fue el único que nunca cuestionamos. Y aunque estuviéramos peleados a muerte con nuestros padres, la posibilidad de sublimar los problemas y ver un partido juntos nos proporcionaba cierta dosis razonable de esperanza familiar, una tregua momentánea que al menos nos permitía sostener la ilusión de pertenencia. III Mi relación con el fútbol no es literaria, pero mi vínculo con la literatura sí tiene, en cierto modo, un origen futbolístico. Mis mayores influencias como escritor no fueron la gigantesca novela de Marcel Proust ni los imperecederos poemas de César Vallejo o de Emily Dickinson o de Enrique Lihn, sino las transmisiones radiales de Vladimiro Mimica, el locutor de Radio Minería. Ninguna lectura fue para mí tan decisiva como la elegante prosa hablada del famoso cantagoles. Incluso grababa los partidos y me echaba en la cama a escucharlos para disfrutarlos en un sentido meramente musical. (...)

De todos los programas televisivos disponibles, el único que no se rige por los imperativos de información ni de entretenimiento es el fútbol. Los relatores y comentaristas pueden pasarse los noventa minutos hablando de lo malo que está el partido y ni se les cruza por la mente la posibilidad de perder audiencia, porque de hecho esa posibilidad no existe. Los televidentes del fútbol somos público fiel, cautivo, y seguiremos ahí, hipnotizados, o en el peor de los casos arrullados por la ausencia de acción. Y ni siquiera los ronquidos propios ni la sospecha de que durante los minutos que hemos dormitado el partido ha seguido igual de fome nos llevan a cambiar de canal o a apagar la tele. (...)

Hay cierta belleza en estas escenas de aburrimiento honesto, sobrio. Pero las transmisiones televisivas son siempre un poco redundantes. Mientras los locutores radiales son poetas que avanzan con admirable velocidad de metáfora en metáfora, o diestros narradores clásicos, con estilos reconocibles y hasta estudiables, capaces de hacer conocido lo desconocido mediante apenas un par de pinceladas, los relatores televisivos de fútbol están condenados a repetir lo que estamos viendo, lo que ya sabemos. Es un oficio difícil, aunque quizás es aún más difícil el oficio de los comentaristas, con quienes rara vez estamos de acuerdo. Salvo cuando se trata de futbolistas retirados que en el pasado quisimos o respetamos, los comentaristas reciben siempre nuestro invariable y tal vez desmedido e injusto desprecio. (...)
En cuanto a la tristeza futbolística de nuestros padres, tan distinta aunque a veces tan similar a la tristeza futbolística de quienes ahora somos padres y por lo tanto asistimos a la recreación constante de nuestra infancia; en cuanto a esa tristeza, digo, tras releer estas páginas, descubro y admito que he sido tremendamente injusto. Lo que nuestros padres sentían al ver ganar al equipo de sus amores no era exactamente alegría, sino una especie de tristeza apenas atenuada. Quiero decir: nuestros padres estaban tristes, claro que sí, todos los minutos de todas las horas de todos los días estaban tristes, y la victoria era apenas una tregua, un paliativo, una cortesía, un engañito; un indicio exiguo que les permitía transitoriamente creer que no todo era tan terrible. Por lo demás, la tristeza futbolística los humanizaba, demostraba que eran falibles e infantiles, como nosotros entonces, como nosotros ahora. Me parece que a eso apunta el doctor D. Zíper con este bello postulado: «Si el fútbol es el problema, la infancia es la solución». (...)
LITERATURA INFANTIL.
Alejandro Zambra.
Anagrama, 2023