Es uno de los síntomas de la mediocridad: nos satisface más el elogio que el consejo, el aplauso que la sugerencia. (...)
Las causas de la admiración resultarían hoy evidentes. Adames había superado pronto, y con creces, los planteamientos adolescentes que a unos nos llevaban a las arias tristes de Juan Ramón Jiménez, a otros a las soledades castellanas de Machado, a otros a la imaginería gitana de Lorca, sin duda los tres modelos más adhesivos de la literatura escolar de aquellos años oscuros y aún no postreros, y a todos, en fin, a las desolaciones otoñales y a las patologías del crepúsculo. (...)
Sí sé que todo lo que escribía me llenaba de asombro y que, mientras yo me empeñaba en romances vegetales, en tristezas amarillas y en superfluas lamentaciones de soledad y desamparo, con una exuberante euforia métrica, eso sí, él había sobrepasado los regocijos lastimeros y la noche oscura y se situaba con austero sosiego al otro lado del verso, del río y del horizonte. Si la adolescencia es una torpeza romántica y la madurez es serenidad clásica, Adames había incorporado los atributos clásicos y serenos de la madurez a la juventud. Y en la medida en que estamos condenados a lo imposible y a admirar lo que no podemos conseguir, yo admiraba sus poemas con la certeza de que nunca lograría escribir nada con aquella perfección. (...)
Si no concurren anomalías o turbulencias, los finales escolares (como la mayoría de los finales) se diluyen en un olvido plácido, se desvanecen sin dolor o, como mucho, perduran de manera difusa, nebulosa, sin contornos ni perfiles. (...)
Procedían de un pueblo de la sierra, uno de esos pueblos en que todos los vecinos eran entonces labradores y, en consecuencia, también pobres (podría haber un par de excepciones, tres a lo sumo, no más): porque en la sierra el terreno es árido y avaro y exige mucho más de lo que ofrece y aun esto como una graciosa dádiva de la providencia. Sembraban cereales y legumbres, cultivaban tomates y patatas, cuidaban sus árboles, pisaban la uva, prensaban la aceituna, bebían leche de cabra, comían a mediodía siempre garbanzos y administraban durante todo el año la matanza. En periodos de agobio o de cosecha, los más desafortunados podían trabajar como temporeros a destajo para las dos o tres excepciones que no daban abasto con sus propias manos. Ni unos ni otros tenían más horizonte que la continuidad de los días y el aplazamiento de la muerte. La mayoría no salía nunca del pueblo o salía solo a los pueblos vecinos, a las fiestas con baile los mozos, donde a veces encontraban novia (los novios forasteros han sustentado históricamente la movilidad rural), a ver a los parientes los casados, a bodas, entierros y bautizos. Rara vez se aventuraba alguno más allá, porque no había nada que hacer en ninguna parte y porque se trataba de una aventura incierta, llena de inconvenientes e imprevistos. Era así toda su vida: desidia y privaciones, penuria y mansedumbre. No diré más al respecto, porque quienes no han conocido esas condiciones de vida nunca podrán hacerse una idea cabal de aquellos tiempos o, peor aún, se harán una idea falsa, pintoresca, adulterada por el ingenio de la sintaxis, la deslealtad de las palabras y el elegiaco fulgor de la miseria. (...)
Siempre he creído que los nombres pueden condicionar la vida de sus portadores y que su repercusión lo mismo puede ser adversa que propicia. Sin embargo, como nos enseñaron los maestros antiguos, tal vez solo la adversidad se preste verdaderamente a la narración, porque es en las adversidades donde vivimos y nos reconocemos. La dicha, en cambio, y la alegría son interrupciones efímeras de la adversidad que solo en esa doble circunstancia encuentran su sentido: en la adversidad que interrumpen y en su fugaz naturaleza. Nadie se atreve a imaginar una dicha perdurable ni una alegría perenne. Las manifestaciones de la dicha, por otra parte, ni son tantas ni son tan variadas: se acogen siempre al mismo escaso e invariable número de signos de un código antiguo, primitivo e invariable, el código animal y rudimentario de la especie. La desdicha, en cambio, enfrenta a cada persona consigo misma y la coloca ante una encrucijada en la que de nada sirven los recursos filogenéticos ni la experiencia ajena. Nos sabemos condenados a la adversidad y a la aflicción, a la desventura y al infortunio, y en ese camino nos desenvolvemos sin otras armas que la soledad más sola y la mayor o menor penuria de nuestras fuerzas. En la desdicha surgen, pues, la reflexión y el pensamiento, madura la consciencia, arraigan las creaciones del hombre. A no ser que ocurra justo lo contrario, que sea en el pensamiento, en la reflexión y en la consciencia donde se origina la desdicha. Poco importa en realidad el orden de los factores si a fin de cuentas es lo que somos: seres conscientes de nuestra desdicha. (...)
En los triunfadores admiramos la modestia, como si con ella alcanzaran una envidiable perfección moral, pero también conviene comprender sus flaquezas, muy principalmente la satisfacción que les proporcionan sus propias aptitudes y, en consecuencia, la exhibición pública, enfática, mayúscula, de esa satisfacción. Dime de qué presumes y te diré de qué careces, dice un refrán de sabiduría práctica. Pues bien, a veces, excepcionalmente, la presunción no proviene de la carencia, sino de la suma posesión, de lo que ahora llaman excelencia
Hervaciana.Gonzalo Hidalgo Bayal.Tusquets, 2021.