Ves a un hombre en desengaño, una garganta en guerra contra todo. Tal vez contra sí misma. Observas un ser ideal tan solo a su manera, bronco con quienes no han visto ‘la luz’ de una verdad política, social, ética. A la vez y sobre todo, miras un perfil patético que se arrastra —sabandija etérea con escamas de consigna— por el suelo hasta el tacón de tus zapatos. Lo aplastas. Lo aplastas con una calma rabiosa, como estampando contra el pavimento tus fantasmas. Y susurras: «Es verdad, es verdad, es verdad».
Te quedas ahí. De pie. Consciente de un juego que no es fácil entender. ¿Quién escribe estos versos? ¿Qué tiene del poeta? ¿Se odia tanto? ¿Nos odia tanto? ¿Será el único sincero? ¿Es esto poesía social? ¿Tal vez una ironía? ¿Una burla? Cartón piedra, carne de gabinete psicológico, yonqui social, farsante convencido… o el hilo con el que se cosió el traje nuevo del emperador.
Sea como sea, su escritura —a veces sucia, otras de línea clara, siempre con un reborde de humor raro, como morder un pomelo esperando el ácido del limón— genera un reflejo de miseria: la de uno mismo encontrándose con sus contradicciones. Porque en versos como «Tú has seguido los desahucios en tu ciudad / retuiteando a los que pedían ayuda», o como «Leve impulso homicida diario / al ver el avance informativo / que precede a los Simpson» no hay solo provocación, la víscera por la víscera. Existe un pensamiento, una propuesta, un minucioso proceso de pulido, un saber qué se quiere decir, hacia dónde enfoca el texto. Luz de cruce, si lo quieren, apuntando directamente a los ojos.
Víctor Peña Dacosta ha publicado dos libros más uno: La huida hacia delante (La isla de Siltolá, 2014), Diario de un puretas recién casado (Ediciones Liliputienses, 2016) y Obsolescencia programada (Ril Editores, 2019). Todos ellos atravesados por este monstruo que lo habita; un ‘engendro’ que desde el humor, el análisis sociopolítico y la honestidad del kamikaze ha construido una obra sólida, coherente, rotunda, verdadera. Y con capas y capas de reflexión: un espacio literario donde lo primero es destruirse a uno mismo, aunque de ello no surja —el ave fénix es mitología— ninguna versión mejor:
La permeabilidad de la pantalla. El tránsito posible entre quien mira y quien es mirado. La voluntad de ser visto, reconocido, admirado. Una idea al alcance de todos, de cada uno de nosotros. Se acabó la necesidad de construir, de crear, de inventar para tener derecho a nuestros «quince minutos de fama». Bastaría con mostrarse y permanecer en el encuadre, frente al objetivo. La llegada de nuevos soportes no tardaría en acelerar el fenómeno. A partir de entonces, la gente existiría gracias al incremento exponencial de sus propias huellas, en forma de imágenes o de comentarios, unas huellas que pronto descubriríamos imborrables. Internet y las redes sociales, accesibles a todo el mundo, no tardarían en tomar el relevo de la televisión y en ampliar considerablemente el abanico de posibilidades. Mostrarse por fuera, por dentro, por todas partes. Vivir para ser vistos, o vivir vicariamente. La telerrealidad y sus variantes testimoniales se extenderían poco a poco a los más variados ámbitos, imponiendo durante largo tiempo sus códigos, su vocabulario y sus modos narrativos. Sí, ahí fue donde todo empezó. (...) hay que avistar la catástrofe para valorar el alcance de tu propia tranquilidad. Cuando tomamos conciencia de que la vida puede convertirse de pronto en un drama irremediable, la paz se vuelve más preciosa todavía. (...) Dadas las circunstancias, Mélanie se daba cuenta de lo absurdo y violento de aquel comentario generado por una máquina, pero era incapaz de apartar los ojos de la pantalla. Como era de esperar, los otros vídeos de Happy Break se habían beneficiado del interés suscitado por el último. Todos los datos estaban en verde: en las últimas veinticuatro horas, la audiencia había aumentado un 24 %, la duración de los visionados un 23 % y los beneficios un 30 %. En negrita y en mayúsculas, la plataforma la felicitaba: «¡EXCELENTE! Tu canal ha registrado 32 millones de visitas en los últimos 28 días. ¡ENHORABUENA!» Mélanie releyó varias veces los comentarios. Se sentía halagada. Recompensada. Cuando se dio cuenta, le embargó un sentimiento de asco. Sí, se daba asco a sí misma. Pensó en el placer que sentimos a veces al respirar nuestros propios olores corporales. El de la transpiración, el de los fluidos, el del pelo sucio. De niña, cuando se quitaba los calcetines, se los llevaba enseguida a la nariz para aspirar su olor. Exactamente igual que ahora. (...) Bastaba con echar un vistazo a las plataformas de contenidos compartidos para darse cuenta de que la noción de intimidad, en líneas generales, había evolucionado enormemente. Las fronteras entre el adentro y el afuera habían desaparecido hacía ya mucho tiempo. La puesta en escena de uno mismo, de la propia familia, de la vida cotidiana, la caza del like no era algo que se hubiese inventado Mélanie. Era la manera de vivir del momento, de estar en el mundo. Al nacer, una tercera parte de los niños tenían ya una existencia digital. En Inglaterra, unos padres habían compartido con sus seguidores el entierro de su hijo, muerto unos días antes. En Estados Unidos, una joven había matado accidentalmente a su novio mientras grababan un vídeo destinado a crear sensación y a hacerse viral. Y en todos los rincones del planeta cientos de familias compartían su día a día con millones de seguidores. A Clara se le pasó por la cabeza una tercera hipótesis: Mélanie Claux no era ni víctima ni verdugo, simplemente pertenecía a su época. Una época en que era normal que te grabaran incluso antes de nacer. ¿Cuántas ecografías se publicaban cada semana en Instagram o en Facebook? ¿Cuántas fotos de niños, de familias, cuántos selfis? ¿Y si la vida privada no fuese más que un concepto anticuado, obsoleto o, peor incluso, una ilusión? (...) Había llegado un momento en que cualquiera podía pensar que su vida era digna de suscitar el interés de los demás y cosechar pruebas de ello. Cualquiera podía considerarse y comportarse como una estrella, como una celebridad... En el fondo, YouTube e Instagram habían cumplido el sueño de cualquier adolescente: que te quieran, que te sigan, que te admiren. Y nunca sería demasiado tarde para sacar provecho de ello. (...)
Ella, que al cumplir catorce años había recibido como regalo 1984 y Fahrenheit 451; ella, que había crecido rodeada de adultos siempre dispuestos a protestar contra las derivas de su época (¿qué habrían pensado Réjane y Philippe de la actual?); ella, que venía de un mundo en el que todo debía ser sistemáticamente cuestionado, reflexionado, había visto cómo el tren se ponía en marcha sin poder subirse a él. Sus padres se habían equivocado. Creían que el Gran Hermano se encarnaría en una potencia exterior, totalitaria, autoritaria, contra la cual habría que rebelarse. Pero el Gran Hermano no había tenido ninguna necesidad de imponerse. El Gran Hermano había sido acogido con los brazos abiertos y el corazón ávido de likes, y cada cual había aceptado ser su propio verdugo. Las fronteras de lo íntimo se habían desplazado. Las redes sociales censuraban las imágenes de tetas y culos. Pero a cambio de un clic, de un corazón, de un pulgar levantado exponíamos a nuestros hijos, a nuestra familia, contábamos nuestra vida. Cada cual se había convertido en el administrador de su propia exhibición, y esta se había vuelto un elemento indispensable para la realización personal. (...) Si, como acostumbra a decirse, la sociedad actual se divide en dos, ella está del lado de los recalcitrantes. De los que se niegan a ser vigilados como pollos criados en serie e inventariados como paquetes de pasta, de los que han renunciado, en la medida de lo posible, a todo lo que permita conocer sus gustos, sus amistades, sus horarios y sus actividades, de los que no pertenecen a ninguna red social, a ningún grupo, y prefieren abrir libros y periódicos antes que páginas de Google. Desconectados. Una opción minoritaria pero que va ganando terreno. Una opción difícil de sostener, pero con un credo común: lo mejor es enemigo de lo bueno. De todos modos, Clara no es una ingenua: hoy en día resulta imposible escapar por completo a los radares. Aunque solo sea para comunicarse con sus colegas, está obligada a usar una aplicación de mensajería instantánea cuyos datos, supuestamente encriptados, son conservados por la empresa que la comercializa y están al alcance de cualquier hacker medianamente avispado. Aun así, Clara no quiere renunciar al combate que supone limitar su rastro, disminuir el halo que produce, borrar su estela digital. En el día a día, intenta reducir sus huellas. No tiene coche, va en bici o a pie, evita el plástico, no coge aviones y solo come carne cuando la invitan. En líneas generales, consume poco, compra la ropa en tiendas de segunda mano, recicla y reutiliza todo lo reutilizable. El nuevo mundo, anunciado durante la pandemia de covid en 2020, nunca llegó. Como predijo por entonces un famoso escritor, el mundo sigue siendo el mismo, pero en peor, y más ajeno que nunca a su propia destrucción. (...) A medida que pronuncia las frases, las ve aparecer en la página como por arte de magia, sin errores ni faltas de ortografía. Si quiere corregir algo, le basta con decir «marcha atrás» y el número de letras o palabras implicadas. Mientras da vueltas por el despacho, intenta elaborar las conclusiones: «Hoy en día podemos vivir otras vidas desde el sofá. Basta con suscribirse a una plataforma de pago, escoger la fórmula –más o menos inmersiva según el material del que dispongamos– y dejarnos llevar. El mercado está en plena expansión. Si en esta oferta de vidas vicarias el éxito de la realidad virtual sigue siendo incontestable (por unos cuantos euros podemos pasar veinticuatro horas en una mansión construida sobre pilotes en las Maldivas, con unos acabados cromáticos excelentes), la real story (también llamada reality home) ocupa un nicho de mercado cada vez más importante. El catálogo Share the Best ofrece en la actualidad más de dos mil vidas reales, anónimas o célebres: mujeres y hombres solteros o en pareja, de cualquier condición u orientación sexual, familias más o menos numerosas, personas jubiladas. Las tarifas premium permiten vivir dos o tres vidas a la vez. Mucha gente...» Santiago se interrumpe para corregir. «Marcha atrás: dos palabras.» Reflexiona un instante y sigue dictando: «Cada vez hay más jóvenes adultos que no salen de sus casas. Trabajan a distancia, o ya no trabajan, no van al teatro, ni al cine, ni siquiera al supermercado. Consumen productos (alimenticios, cosméticos, electrodomésticos, culturales...) que reciben a domicilio y se comunican a través de interfaces o de videojuegos, cada vez más sofisticados. Es el precio que pagan para sentirse seguros.» Santiago se detiene. Piensa que ya lo terminará más tarde. Necesita dejarlo reposar y encontrar una conclusión más contundente. (...) Las patologías que (...) estudia, unidas a una sobreexposición precoz a las redes sociales, aparecen en la adolescencia o, con mayor frecuencia, al entrar en la edad adulta. La adicción es uno de los principales síntomas. Aunque suele ser de carácter conductual (juego, internet), acostumbra a derivar también hacia el consumo de sustancias psicoactivas (alcohol, drogas). Los trastornos adictivos suelen aparecer cuando el sujeto tiene la sensación de que su audiencia o su alcance mediático disminuyen (como si el sujeto en cuestión, al verse privado de su dosis de gratificaciones –número de visitas, comentarios y muestras diversas de adhesión–, quisiera compensarlo con otras sustancias más asequibles), pero también aparecen en el apogeo de la celebridad, para aliviar la ansiedad que esta suscita y el aislamiento que provoca en algunos casos. Además, otros trastornos psiquiátricos, hasta ahora descritos en el continente americano, empiezan a observarse en Europa y a suscitar nuevos estudios, capitaneados entre otros por Santiago Valdo, que trabaja junto a una veintena de colegas universitarios y profesionales de la salud. Tras haber mantenido dos conversaciones con Sammy Diore, Santiago está prácticamente convencido de que el joven presenta los síntomas más característicos del llamado síndrome del show de Truman, observado por primera vez en Los Ángeles durante la primera década del siglo. (...) La verdad es que no le interesa nada vivir colgada de una pantalla, dialogando con una inteligencia artificial y levantando la cabeza solo para cumplir con las exigencias del reconocimiento facial. No se conforma, como hacen los demás, con arrellanarse en el sofá, con el móvil enganchado al dedo, a la palma de la mano, a la muñeca, en busca de sensaciones fuertes, al acecho del drama, del atentado o del protagonista de la jornada, para olvidarlos al día siguiente. El mundo va más rápido que ella y no tiene dónde agarrarse. El mundo está loco y ella no puede hacer nada. Tal vez lo que se ha vuelto insoportable sea esa sensación de impotencia. La sensación de llevar demasiado tiempo sin poner a prueba sus músculos, su valor, su resistencia, de no estar ya en primera línea. La sensación de haberse dejado caer por una pendiente y de sentirse demasiado cansada como para subirla de nuevo. (...)
ha comprado recientemente un software de reconocimiento de voz cuyas prestaciones, hay que reconocerlo, son bastante asombrosas. El micrófono es tan sensible que puede pasearse por el despacho mientras dicta su artículo. Con un simple vocablo, puede abrir archivos o documentos adicionales durante el dictado, buscar citas o ilustraciones. El programa le indica las repeticiones, las eventuales faltas de sintaxis o de concordancia, y hasta le sugiere soluciones. Santiago lleva varios días trabajando en un artículo sobre la evolución del homing, una tendencia consolidada y conceptualizada por un sociólogo estadounidense. A medida que pronuncia las frases, las ve aparecer en la página como por arte de magia, sin errores ni faltas de ortografía. Si quiere corregir algo, le basta con decir «marcha atrás» y el número de letras o palabras implicadas. Mientras da vueltas por el despacho, intenta elaborar las conclusiones: «Hoy en día podemos vivir otras vidas desde el sofá. Basta con suscribirse a una plataforma de pago, escoger la fórmula –más o menos inmersiva según el material del que dispongamos– y dejarnos llevar. El mercado está en plena expansión. Si en esta oferta de vidas vicarias el éxito de la realidad virtual sigue siendo incontestable (por unos cuantos euros podemos pasar veinticuatro horas en una mansión construida sobre pilotes en las Maldivas, con unos acabados cromáticos excelentes), la real story (también llamada reality home) ocupa un nicho de mercado cada vez más importante. El catálogo Share the Best ofrece en la actualidad más de dos mil vidas reales, anónimas o célebres: mujeres y hombres solteros o en pareja, de cualquier condición u orientación sexual, familias más o menos numerosas, personas jubiladas. Las tarifas premium permiten vivir dos o tres vidas a la vez. Mucha gente...» Santiago se interrumpe para corregir. «Marcha atrás: dos palabras.» Reflexiona un instante y sigue dictando: «Cada vez hay más jóvenes adultos que no salen de sus casas. Trabajan a distancia, o ya no trabajan, no van al teatro, ni al cine, ni siquiera al supermercado. Consumen productos (alimenticios, cosméticos, electrodomésticos, culturales...) que reciben a domicilio y se comunican a través de interfaces o de videojuegos, cada vez más sofisticados. Es el precio que pagan para sentirse seguros.» Santiago se detiene. Piensa que ya lo terminará más tarde. Necesita dejarlo reposar y encontrar una conclusión más contundente. (...)
Las patologías que (...) estudia, unidas a una sobreexposición precoz a las redes sociales, aparecen en la adolescencia o, con mayor frecuencia, al entrar en la edad adulta. La adicción es uno de los principales síntomas. Aunque suele ser de carácter conductual (juego, internet), acostumbra a derivar también hacia el consumo de sustancias psicoactivas (alcohol, drogas). Los trastornos adictivos suelen aparecer cuando el sujeto tiene la sensación de que su audiencia o su alcance mediático disminuyen (como si el sujeto en cuestión, al verse privado de su dosis de gratificaciones –número de visitas, comentarios y muestras diversas de adhesión–, quisiera compensarlo con otras sustancias más asequibles), pero también aparecen en el apogeo de la celebridad, para aliviar la ansiedad que esta suscita y el aislamiento que provoca en algunos casos. Además, otros trastornos psiquiátricos, hasta ahora descritos en el continente americano, empiezan a observarse en Europa y a suscitar nuevos estudios (...). Tras haber mantenido dos conversaciones (...) está prácticamente convencido de que el joven presenta los síntomas más característicos del llamado síndrome del show de Truman, observado por primera vez en Los Ángeles durante la primera década del siglo.
La verdad es que no le interesa nada vivir colgada de una pantalla, dialogando con una inteligencia artificial y levantando la cabeza solo para cumplir con las exigencias del reconocimiento facial. No se conforma, como hacen los demás, con arrellanarse en el sofá, con el móvil enganchado al dedo, a la palma de la mano, a la muñeca, en busca de sensaciones fuertes, al acecho del drama, del atentado o del protagonista de la jornada, para olvidarlos al día siguiente. El mundo va más rápido que ella y no tiene dónde agarrarse. El mundo está loco y ella no puede hacer nada. Tal vez lo que se ha vuelto insoportable sea esa sensación de impotencia. La sensación de llevar demasiado tiempo sin poner a prueba sus músculos, su valor, su resistencia, de no estar ya en primera línea. La sensación de haberse dejado caer por una pendiente y de sentirse demasiado cansada como para subirla de nuevo. (...)
Entender cómo funciona un chiste no tiene por qué arruinarlo, del mismo modo que entender cómo funciona un poema no lo estropea. En esta, como en otras cuestiones, la teoría y la práctica pertenecen a esferas distintas. Conocer la anatomía del intestino grueso no supone ningún obstáculo a la hora de disfrutar de una comida. Los ginecólogos pueden tener una vida sexual satisfactoria, y los obstetras pueden quedarse embobados mirando un bebé. Los astrónomos que se enfrentan a diario con la absoluta insignificancia de la Tierra en el contexto del universo no se dan a la bebida ni se tiran por un barranco, o al menos no por ese motivo. (...)
Las teorías sobre el humor pueden resultar tan útiles como las teorías sobre la poligamia o la paranoia, siempre que se caractericen por cierta humildad intelectual. Como cualquier hipótesis fructífera, tienen que reconocer sus propios límites. Siempre habrá casos anómalos, enigmas sin resolver, consecuencias incómodas, implicaciones poco convenientes y cosas de ese tipo. Las teorías pueden estar plagadas de discrepancias y aun así ser productivas, igual que una foto borrosa de alguien puede ser más útil que no tener ninguna, e igual que, si vale la pena hacer algo, vale la pena hacerlo aunque sea mal. El sin par William Hazlitt cita a Isaac Barrow cuando observa que el humor es un fenómeno tan «versátil y proteico» que resulta imposible dar con una definición exhaustiva de él: A veces está escondido en una pregunta maliciosa, en una respuesta aguda, en un razonamiento estrafalario, en una insinuación ladina, en la astucia o la inteligencia con que anulamos o devolvemos una objeción; a veces está emboscado en un discurso planteado de manera audaz e imaginativa, en una ironía ácida, en una hipérbole exuberante, en una metáfora desconcertante, en una conciliación plausible de elementos contradictorios, o en el más puro sinsentido […] una mirada o un gesto imitativos pueden ser una muestra de humor; a veces lo conforma una simplicidad fingida, otras veces una franqueza presuntuosa; a veces surge simplemente de un feliz encontronazo con algo extraño; otras, de exprimir con habilidad un tema obvio; con frecuencia, consiste en una cosa que no se sabe qué es, y que brota sin que se pueda explicar cómo […]. Es, en resumen, una forma de hablar llana y sencilla […] que, por medio de una sorprendente tosquedad conceptual o expresiva, afecta y divierte a la imaginación, mostrando al hacerlo cierto asombro y exhalando a la vez cierto placer. (...)
La risa es un fenómeno universal, lo cual no significa que sea un fenómeno uniforme. En un ensayo titulado «La dificultad de definir la comedia», Samuel Johnson observa que, aunque los seres humanos han sido sabios de muchas maneras, siempre se han reído de la misma manera, pero esta afirmación es claramente cuestionable. (...)
La sonrisa es visual, y la risa es ante todo sonora; sin embargo, cuando T. S. Eliot habla en La tierra baldía de una «risita de oreja a oreja», está fusionando los dos fenómenos. (...)
la risa también puede transmitir una amplia gama de disposiciones emocionales: puede ser alegre, sarcástica, taimada, estrepitosa, afable, maligna, burlona, desdeñosa, nerviosa, aliviada, cínica, cómplice, petulante, lasciva, incrédula, avergonzada, histérica, empática, inquieta, estupefacta, agresiva o sardónica, por no hablar de la risa meramente «social», que no tiene por qué expresar diversión en absoluto.[3] De hecho, la mayoría de las clases de risa que acabo de enumerar tienen poco o nada que ver con el humor. La risa puede ser una señal más de alegría que de diversión, aunque es más probable que uno considere que algo es gracioso si se siente eufórico. (...)
Así pues, la paradoja es que, aunque la risa es una cuestión que pertenece al ámbito del significante —un mero sonido sin sentido alguno—, está codificada socialmente de arriba abajo. Es un hecho físico espontáneo (al menos en la mayor parte de los casos), pero socialmente particular, y por lo tanto se sitúa a caballo entre la naturaleza y la cultura. (...)
En cuanto pura enunciación que no expresa nada más que a sí misma, la risa carece de un sentido intrínseco, como el grito de un animal, pero pese a esto está muy cargada de significados simbólicos. En este aspecto, guarda cierto parentesco con la música. La risa no solo no tiene un sentido inherente, sino que en su dimensión más desenfrenada y convulsiva conlleva la desintegración del sentido, mientras el cuerpo desgarra el discurso, volviéndolo fragmentario, y el ello arroja al yo a un caos momentáneo. Como sucede con la tristeza, el dolor intenso, el miedo extremo o la furia ciega, la risa verdaderamente estrepitosa implica una pérdida del control del propio cuerpo: este se nos va temporalmente de las manos y retrocedemos hasta un estado de falta de coordinación propio de la infancia. Es, de un modo muy literal, un trastorno físico. (...)
La risa nos recuerda nuestra afinidad con los demás animales, lo cual es irónico, desde luego, ya que ellos no se ríen, o al menos no lo hacen de un modo tan perceptible. En este sentido, la risa es algo animal y, a la vez, distintivamente humano: una imitación del ruido de las bestias, pero impropia de las bestias. También es, por supuesto, uno de los placeres humanos más comunes y generalizados. En El libro de la risa y el olvido, Milan Kundera alude a ello citando a la feminista francesa Annie Leclerc: «Estallidos de risa imparable, apresurada, desatada, risa magnífica, suntuosa y loca [...], risa de placer sensual, placer sensual de la risa; reír es vivir profundamente». La risa, por lo tanto, tiene un significado, pero también implica la fragmentación del significado en puro sonido, en espasmo, en ritmo y en respiración. Es difícil formar frases impecables cuando uno está revolcándose descontroladamente por el suelo. La alteración del significado coherente que se encuentra en tantos chistes se refleja en la naturaleza desintegradora de la propia risa. Este desajuste temporal del sentido es muy evidente en el humor absurdo, en el placer de decir o escuchar chorradas y en el surrealismo de cualquier especie, pero en realidad está presente en todas las formas eficaces del humor. En cierto modo, la risa representa el desplome o la alteración temporal del ámbito de lo simbólico —de la esfera del sentido organizado y claro—, mientras que, al mismo tiempo, no cesa jamás de depender de dicho ámbito. Al fin y al cabo, por lo general nos reímos de alguna persona, de algún acontecimiento, de alguna declaración o situación, salvo que nos hayan hecho cosquillas o estemos combatiendo un ataque de tristeza o mostrando el placer que sentimos por estar con alguien; y esto implica el empleo de conceptos, de ahí que algunos autores hayan afirmado que los animales no lingüísticos no se ríen. La risa es una forma de expresión que surge directamente de las profundidades libidinales del cuerpo, pero también tiene una dimensión cognitiva. (...)
Es cierto que la risa puede generar un impulso incontrolable a partir de sí misma, de modo que al cabo de un rato ya no sabemos exactamente de qué nos estamos riendo, o nos reímos solo por el hecho de que estamos riéndonos. Milan Kundera, citando una vez más a Annie Leclerc, dice que «la risa da tanta risa que nos hace reír». También existe la risa contagiosa, que consiste en reírnos porque alguien se ríe, sin necesidad de saber qué es lo que el otro encuentra tan divertido. Como sucede con algunas enfermedades, a uno se le puede pegar una risa sin saber a ciencia cierta cómo ha ocurrido. Pero, por lo general, la risa modifica la relación entre la mente y el cuerpo sin suspenderla del todo. Vale la pena señalar que muchas de estas cosas también podrían decirse del llanto, lo cual es bien curioso. En Finnegans Wake, James Joyce habla de las «carcágrimas», y en Molloy, su compatriota Samuel Beckett, refiriéndose a una mujer cuyo perro acaba de morir, nos dice que: «Pensaba que se iba a echar a llorar, era lo que correspondía hacer, pero, en cambio, se echó a reír. Aunque quizá esa fuera su forma de llorar. O quizá yo me equivocase y en realidad estaba llorando, con el sonido de la risa. Las lágrimas y la risa a mí me suenan a gaélico». Es cierto: la risa y el llanto no siempre resultan fáciles de distinguir. Charles Darwin, en su estudio de las emociones, señala que la risa puede confundirse fácilmente con la tristeza, y que ambos estados pueden ir acompañados de abundantes lágrimas. De hecho, en El mono desnudo el antropólogo Desmond Morris afirma que la risa evolucionó a partir del llanto. La risa, en resumen, no siempre es cosa de risa. Incluso ha habido epidemias de risa letales en China, África, Siberia y otras partes del mundo, episodios de un paroxismo histérico en los que, según se dice, llegaron a morir miles de personas. (...)
Quienes se disfrazan de Papá Noel pueden sonreír, pero no sería adecuado que se pitorrearan de nadie. Es difícil imaginarse a Arnold Schwarzenegger sonriendo tímidamente, pero resulta fácil imaginárselo haciéndolo con malicia. Al presidente del Banco Mundial se le permite que se ría efusivamente, pero no histéricamente. La capacidad de valorar estos modos y tonos pertenece al ámbito de lo que Aristóteles llama frónesis: el lado práctico de nuestra sabiduría social, como darnos cuenta de cuándo el humor es apropiado o está fuera de lugar. Por ejemplo, uno no debería contar el chiste «¿Qué es negro y blanco y yace boca arriba en una zanja? Una monja muerta» a una monja mayor que está rezando en una catedral, como hizo uno de mis hijos a los cinco años. (...)
Este tipo de humor negro mitiga la culpa que podemos sentir por alegrarnos del malestar ajeno socializándola, proyectándola en forma de chiste para compartirla con los amigos y así hacerla más llevadera.
Friedrich Nietzsche afirma que el animal humano es el único que se ríe porque sufre de una manera atroz y ha tenido que inventar un paliativo desesperado para su infortunio. El humor negro, sin embargo, no solo implica una negación de la muerte. Bajarle los humos a la muerte con una burla espontánea también nos ayuda a desahogarnos, a reducir nuestro pesar por el desasosiego que esta nos provoca. También está la cuestión de nuestro deseo inconsciente por aquello que tememos. Lo que Freud llama «Tánatos» o la pulsión de muerte pulveriza los significados y los valores, ligándose así a ese efímero desajuste de la racionalidad que denominamos humor. Como el humor, esta fuerza dionisiaca confunde la razón, subvierte las jerarquías, fusiona las identidades, difumina las distinciones y disfruta de la aniquilación del sentido, motivo por el cual el carnaval, que también escenifica todo esto, nunca se encuentra demasiado lejos del cementerio. (...)
Al echar por tierra todas las distinciones sociales, el carnaval afirma la igualdad absoluta de todas las cosas; pero al hacerlo, se sitúa peligrosamente cerca de la visión fecal del mundo, que consiste en reducirlo todo a la uniforme mierda. Si los cuerpos humanos son intercambiables en una orgía, también lo son en las cámaras de gas. Podríamos llamarlo la nivelación de la muerte. Dioniso es el dios de las celebraciones alcohólicas y del éxtasis sexual, pero también es un heraldo de la muerte y la destrucción. El goce que promete puede resultar letal. Estos chistes de médicos, pues, nos proporcionan cierta tregua respecto a la obligación de comportarnos de una manera decorosa y de tratar a los demás con consideración. También nos permiten dejar de sufrir durante unos breves instantes por la perspectiva de la muerte. La idea de que el humor es una forma de alivio está en la base de una concepción del humor ampliamente extendida y comúnmente conocida como la «teoría de la descarga». El Conde de Shaftesbury, un filósofo del siglo XVII, considera que la comedia permite una descarga del espíritu, el cual, siendo libre por naturaleza, se encuentra constreñido, mientras que Immanuel Kant habla de la risa en su Crítica del juicio afirmando que es «un afecto que resulta de la súbita transformación de una expectativa alta en nada»,definición que combina la teoría de la descarga con el concepto de incongruencia. En sintonía con este enfoque, el filósofo victoriano Herbert Spencer sostiene que «la risa es provocada por el súbito surgimiento de un sentimiento agradable que sigue al cese de una tensión mental que genera malestar». En El chiste y su relación con lo inconsciente, Sigmund Freud afirma que los chistes representan una descarga de la energía psíquica que normalmente invertimos en el mantenimiento de ciertas inhibiciones sociales básicas. (...)
Al mitigar la represión procedente del superyó, nos ahorramos el gran esfuerzo inconsciente que esta represión exige y destinamos esa energía a hacer bromas y a reír. Se trata de una visión económica del humor, por decirlo de algún modo. Desde este punto de vista, el chiste es una insolente bofetada que se le propina al superyó. Aun así, aunque nos sentimos exultantes durante esas escaramuzas edípicas, la conciencia y la racionalidad son facultades que también respetamos, de modo que en nuestro interior se crea una tensión entre la responsabilidad y el amotinamiento. En su Filosofía del arte, Hegel defiende que lo ridículo es el resultado de la colisión entre un impulso sensual ingobernable y el más elevado sentido del deber. Este conflicto se refleja en unas estrepitosas carcajadas, que, como ya hemos señalado, pueden resultar tan alarmantes como agradables. Pero tal vez la mayoría de los chistes genere más bien un murmullo, una risita incómoda ante la perspectiva de perderle el respeto al padre. Temerosos de recibir un castigo por nuestra insolencia, el placer de contemplar al patriarca destronado se acompaña de unas risitas nerviosas provocadas por la culpa, las cuales nos estimulan a reírnos más abiertamente para defendernos del malestar que nos genera toda esta situación. Si se trata de una risa tensa, es porque tememos las consecuencias de este placer ilícito tanto como lo disfrutamos. Por eso nos avergonzamos al tiempo que nos reímos. La culpa, sin embargo, aporta un toque picante a dicho placer. (...)
Por ello, podemos permitirnos ser iconoclastas y aplacar la culpa que nos produce serlo, confiados en que el padre (una figura que, a fin de cuentas, amamos, además de odiarla) no va a quedar incapacitado para siempre a causa de nuestra pequeña insurgencia. Su miserable pérdida de autoridad es meramente temporal. Sucede lo mismo con la fantasía revolucionaria del carnaval, cuando llega la mañana que sigue a los festejos y el sol se alza sobre mil botellas de vino vacías, los restos de las patas de pollo devoradas y las virginidades perdidas y se reanuda la vida cotidiana, no sin una ligera y ambigua sensación de alivio. Podemos pensar también en las comedias teatrales, en las que el público nunca tiene la menor duda de que el orden, que se ha alterado de un modo tan placentero, será restaurado, y puede que incluso salga reforzado por este efímero intento de incumplir las normas o burlarse de ellas, y gracias a eso uno puede combinar cierto placer anarquista con un determinado grado de conservadora autocomplacencia. Como ocurre en El alquimista de Ben Johnson, en Mansfield Park de Jane Austen o en El gato ensombrerado del doctor Seuss, podemos gozar del caos durante una apoteosis de la irresponsabilidad mientras la figura parental está ausente, pero nos sentiríamos devastados si nos enteráramos de que no va a regresar jamás. (...)
En los tipos de chiste más inocuos, según Freud, el humor surge de la descarga de la pulsión reprimida, mientras que en los chistes obscenos u ofensivos procede de la relajación del mecanismo represivo. Los chistes blasfemos también nos permiten atenuar nuestras inhibiciones. (...) Desde el punto de vista de Freud, el hecho de que los chistes sean placenteros en un nivel formal —debido a sus juegos de palabras, al empleo del sinsentido, a las asociaciones absurdas que generan, etcétera— puede ayudar a que el superyó se relaje y suspenda su vigilancia durante un momento, lo cual proporciona al anárquico ello la oportunidad de situar en primer plano una emoción censurada. El «placer preliminar» —como lo llama Freud— que proporciona la forma verbal del chiste atenúa nuestras inhibiciones, nos ablanda y logra engatusarnos para que aceptemos su contenido sexual o agresivo, contenido que en otras circunstancias quizá no estaríamos dispuestos a aceptar. Reírse, en este sentido, es el resultado de un fracaso de la represión (...).
para Freud el chiste es como un bellaco que juega a dos bandas y sirve a dos amos al mismo tiempo. Tiene que inclinarse ante la autoridad del superyó mientras promueve diligentemente los intereses del ello. En la pequeña insurrección que supone una ocurrencia ingeniosa podemos disfrutar del placer de la rebelión al tiempo que la rechazamos, ya que, al fin y al cabo, se trata solo de un chiste. Como dice Olivia en Noche de reyes, un bufón al que se le permite bromear no puede hacer ningún daño; el bufón oficial que pone patas arriba las convenciones sociales es, en realidad, un personaje completamente convencional. De hecho, su irreverencia puede acabar reforzando las normas sociales al demostrar lo extraordinariamente resilientes que son y hasta qué punto son capaces de soportar, sin perder el buen humor, todo tipo de burlas. El orden social más perdurable es el que se siente lo bastante seguro no solo para tolerar desviaciones de la norma, sino también para fomentarlas activamente. (...)
La atribución del sentido también conlleva un cierto grado de tensión psíquica, ya que depende de excluir posibilidades que revolotean frente al inconsciente. Si lo fecal desempeña un papel tan importante en la comedia es, en parte, porque la mierda es el modelo más exacto de la ausencia de significado, pues elimina las distinciones de sentido y de valor y lo nivela todo hasta convertirlo en materia infinitamente idéntica a sí misma. Por lo tanto, la línea que separa la comedia del cinismo puede ser muy fina, en ocasiones demasiado. Considerar que todo es mierda puede suponer una feliz emancipación de los rigores de la jerarquía y del terrorismo de los ideales morales, pero también implica situarse aterradoramente cerca del campo de concentración. Si el humor puede desinflar lo pomposo y pretencioso en nombre de una concepción más viable de la dignidad humana, también puede, como Yago, socavar la convicción de que no todo tiene el mismo valor, lo que a su vez depende de la posibilidad de atribuir significado. (...)
Se podría decir que los chistes se rebelan contra la tiranía de lo que Freud llama el principio de realidad, y que al hacerlo nos proporcionan una especie de satisfacción infantil, pues nos hacen retrotraernos a un estado que precede a las divisiones y precisiones, celosamente reforzadas, del orden simbólico, permitiéndonos arrojar por la borda la lógica, la coherencia y la linealidad cronológica. La falta de coordinación física que genera la risa cuando es muy intensa es una señal externa de este retorno a un estado primario de indefensión. El humor supone para los adultos lo que el juego supone para los niños, es decir, los libera del despotismo del principio de realidad y permite que el principio del placer disfrute de un rato de juego libre, aunque, eso sí, escrupulosamente regulado. Los niños y los bebés tal vez no sean demasiado ocurrentes ni tengan la capacidad de elegir el momento más oportuno para soltar un chascarrillo, pero disfrutan de lo alocado y del sinsentido tanto como de esa especie de balbuceo que quizá más adelante se convierta en poesía («música bucal», como lo llama Seamus Heaney) o humor surrealista. Sin embargo, desconocen por completo esa clase de comicidad que consiste en desviarse de las normas establecidas, ya que todavía no las han asimilado. No se puede desfamiliarizar una situación, y en consecuencia provocar una sonrisa, cuando todo es todavía tan maravillosamente poco familiar. (...)
Si el carnaval supone una subversión en la que lo elevado es rebajado, la sexualidad también pone de manifiesto ese movimiento que va de lo sublime a lo ridículo, de los más ambiciosos ideales a las cosas materiales y ordinarias que conciernen a los sentidos. Esta es sin duda una de las razones por las que el sexo siempre es una fuente de comicidad bastante fiable; también influye el hecho de que la represión en este ámbito de la actividad humana es particularmente fuerte, y en consecuencia, liberarnos de ella nos resulta muy agradable. Como el humor implica una gratificante descarga de tensión que se asemeja al orgasmo, incluso sus manifestaciones no sexuales tienen un sutil matiz sexual. La sexualidad tiene que ver con el deseo físico, pero también con los signos y los valores, y por lo tanto se halla siempre en el límite que separa lo somático y lo semiótico. (...)
El tema central de la comedia tradicional es sin duda el matrimonio, donde lo somático y lo semiótico están —idealmente— en armonía, ya que la unión de dos cuerpos pasa a ser un medio para alcanzar la unión de dos almas. Sin embargo, algunas comedias como El sueño de una noche de verano, de Shakespeare, nos alertan del carácter arbitrario de estas afinidades, que al fin y al cabo podrían no haber existido nunca y que quizá apenas existían unas escenas más atrás. El cuerpo y el espíritu no suelen encajar tan fácilmente. Si Puck, en El sueño de una noche de verano, es un duendecillo demasiado inquieto, los toscos mecánicos son demasiado corpóreos. Algo similar podría decirse de la polaridad existente entre Ariel y Calibán en La tempestad. Hay una fisura en el corazón humano que ni siquiera un final feliz puede curar. La naturaleza y la cultura se encuentran en el ámbito de lo sexual, pero su encuentro es siempre incómodo. Quizá por este motivo al final de algunas comedias hay un elemento caprichoso, obstinado e imposible de asimilar, un hosco Malvolio que se niega a unirse a las celebraciones, para recordarnos el carácter artificial y meramente convencional de estos desenlaces que, de lo contrario, podrían parecer fortuitos. Matthew Bevis dice que la criatura humana es «un animal que considera su propia animalidad o bien inaceptable o bien graciosa», y afirma con gran perspicacia que «somos un dúo cómico».Para Jonathan Swift, en la contradictoria amalgama de cuerpo y espíritu que conocemos como ser humano hay una comedia grotesca, una oscilación entre lo sublime y lo vulgar. «Todos los hombres son inevitablemente cómicos», afirma Wyndham Lewis, «pues son cosas, o cuerpos físicos, que se comportan como personas». «Lo que es divertido, al fin y al cabo —dice Simon Critchley—, es el hecho de que tenemos un cuerpo»; o, para ser más precisos, podríamos decir que lo que es divertido es la incoherencia implícita en el hecho de que no es que simplemente tengamos un cuerpo, sino que tampoco simplemente somos uno. En resumen, somos criaturas cómicas incluso antes de haber dicho nada gracioso, y el humor, en gran medida, se alimenta de esta fisura, de esta escisión constitutiva de nuestro modo de ser. «El propósito de un chiste —afirma George Orwell— no es degradar al ser humano, sino recordarle que ya está degradado.» (...)
Por lo tanto, tenemos con nuestro cuerpo una relación que nos faculta para distanciarnos de él, lo cual no está al alcance de ningún otro bicho, por muy listo que sea. Esta caída súbita desde lo elevado a lo cotidiano implica tanto una descarga como un cierto nivel de incoherencia; y la incoherencia, como veremos más adelante, se halla en el núcleo de la teoría sobre el funcionamiento del humor más extendida en la actualidad. Toda idealización implica cierto esfuerzo psíquico, y resulta agradable combinar este esfuerzo con la relajación y la descarga que supone la risa. La caída de lo sublime en lo ridículo, desde luego, no es la única manera en que puede producirse esta descarga psíquica. Para la teoría de la descarga, todas las formas de humor conllevan este efecto deflacionario: en un ataque de desublimación, economizamos la energía que solemos invertir en cuestiones serias, o en la represión de determinados deseos ilícitos, y la gastamos a través de la risa. (...)
En El libro de la risa y el olvido, el novelista checo Milan Kundera distingue entre lo que él llama la mirada angelical y la mirada demoniaca sobre la existencia humana. El ángel ve el mundo ordenado, armonioso y cargado de sentido. En el reino de los ángeles, todo es instantánea y opresivamente significativo, y no puede tolerarse ni una mínima sombra de ambigüedad. (...)
Este es el mundo, por ejemplo, del dogma soviético en el que Kundera pasó las primeras décadas de su vida, aunque también guarda una clara semejanza con la ideología estadounidense contemporánea, con su imagen de la realidad compulsivamente optimista y su mensaje de que uno puede llegar a ser lo que desee. En este ámbito eufórico no existen las catástrofes, solo los desafíos. El discurso que genera esta visión del mundo se caracteriza, en palabras de Kundera, por «la negación de la mierda», mientras que el discurso demoniaco está lleno de mierda. Como ya hemos dicho, la mirada demoniaca disfruta con la imagen de un mundo desprovisto de sentido y de valores, un mundo en el que, dado que todo es excremento, no es posible establecer distinciones entre las cosas. Si la mirada angelical adolece de un exceso de sentido, la demoniaca sufre por su ausencia. En cualquier caso, la mirada demoniaca tiene sus funciones. Su rol en la sociedad consiste en alterar las anodinas certezas de la mirada angelical asumiendo el papel de la paja en el ojo ajeno, evidenciando el fallo del mecanismo, el elemento perverso y rebelde que subyace tras cualquier orden social. Por ello, tiene ciertas afinidades con lo «real» lacaniano. Lo demoniaco es la estrepitosa risa burlona que desmonta las pretensiones de lo angelical, desinflándolo y desposeyéndolo de su carácter prodigioso. (...)
Lo demoniaco contra lo angelical también aparece en el enfrentamiento de Yago contra Otelo, o en el Satanás de Milton que se burla de Dios, al que considera un burócrata estreñido. «La risa es satánica —escribe Charles Baudelaire— y por ello es profundamente humana.»[23] Los demonios no pueden reprimir un espasmo de incrédula risa ante la absoluta candidez de los hombres y las mujeres, ante sus patéticas ganas de creerse que el sentido y los valores de su mundo, arbitrarios y endebles, son sólidos e indestructibles. En un innovador estudio sobre lo cómico, Alenka Zupančič afirma que los chistes son como un microcosmos de «la constitución paradójica y contingente de nuestro mundo».[24] Lo que los chistes consiguen es hacernos conscientes de que nuestra manera de atribuir sentido a las cosas es completamente azarosa y carece de cualquier fundamento. (...)
También para Freud la ausencia de sentido constituye la raíz del sentido. «El valor de un chiste [...] es su posibilidad de jugar con el sinsentido fundamental de todos los usos del sentido», escribe Jacques Lacan. Los chistes muestran que la realidad social es una construcción contingente, y revelan así su fragilidad. «En cierto nivel —sostiene Zupančič—, nuestro mundo tiene una dimensión precaria y fundamentalmente incierta que se articula o se manifiesta cada vez que se hace un chiste. (...)
La risa, desde el punto de vista de Bajtín, no es solo una reacción ante ciertos eventos cómicos, sino también una peculiar e inconfundible forma de conocimiento. «Tiene un profundo significado psicológico», escribe, y es una de las formas esenciales de la verdad que afectan al mundo en conjunto, que afectan a la historia y al hombre; es un punto de vista peculiar sobre el mundo; el mundo se ve de una manera novedosa y diferente, no con menos (y tal vez con más) profundidad que cuando se ve desde un punto de vista serio. Por lo tanto, la risa es tan admisible en la gran literatura, cuando plantea problemas universales, como la seriedad. Hay algunos aspectos esenciales del mundo que solo son accesibles por medio de la risa.[29] Como cualquier forma artística eficaz, la comedia ilumina el mundo desde un ángulo particular, de un modo que ninguna otra actividad social puede iluminarlo. (...)
Lo cómico y lo serio son modos cognitivos en conflicto, versiones enfrentadas acerca de la esencia de la realidad; no son solo estrategias discursivas o estados de ánimo alternativos. (...)
El «optimismo sobrio» de la mirada cómica muestra un mundo desmitificado, purgado de todas las ilusiones ideológicas, desenmascarado; muestra que su esencia última es temporal, material y voluble. (...)
Llené todos los formularios enfrente de ella y acudí a mis primeras clases esa misma tarde y de inmediato caí hechizado por la literatura. Aún no sé exactamente por qué. No fue un libro o un autor específico, sino el concepto de la ficción, la idea fundamental de contar historias, la noción de que la literatura, de una manera muy real, también podía ser una boya. Y empecé a leer. Me convertí en lector. (...)
Desde que escribí mi primer libro, quizás desde antes, me he sentido cerca del suicidio. Pero del suicidio, siempre creí, como algo literario. Los cuatro del Viejo Testamento (Sansón, Saúl, Abimelec y Ajítofel), y mi favorito del Nuevo Testamento (Judas Iscariote). Los dos primeros y honrosos suicidios de la mitología griega (Yocasta, la madre de Edipo, ahorcándose, y Egeo lanzándose al mar). La hermosa y tenebrosa descripción que hace Dante de los suicidas cuando visita con Virgilio el séptimo círculo: debajo de los herejes en llamas y los asesinos calcinándose para siempre en ríos de sangre hirviendo, hay una selva oscura y sin senderos donde las almas de los suicidas crecen en forma de espinas enredadas y venenosas, mientras las picotean unas harpías con cuerpos de pájaro y rostros humanos, repitiendo así eternamente la violencia que esa alma se ha causado a sí misma. Las palabras de Libanio el sofista sobre las personas de la antigua Atenas que deseaban morir, y los magistrados del Senado que mantenían siempre un suministro de cicuta para ayudarlos: «Aquel que ya no quiera vivir deberá expresarle sus razones al Senado, y tras recibir autorización oficial, deberá quitarse la vida; si tu existencia te resulta odiosa, muere; si te sientes abrumado por el destino, bebe cicuta». Los suicidios ejemplares de los estoicos, quienes sostenían que la muerte por mano propia, dadas las condiciones adecuadas, era una opción éticamente justificable. Zenón, su fundador, ya demasiado viejo y débil para contribuir a la sociedad, y tras una caída en la cual se rompió el dedo del pie, dejó de respirar hasta quitarse la vida. Catón el Joven, negándose a vivir en un mundo gobernado por su enemigo Julio César, y rehusando otorgarle a éste el poder de perdonarlo, se suicidó tirándose sobre su propia espada (...).
Epícteto, en Disertaciones, habla del suicidio como una puerta abierta. Si hay humo en la habitación, dice, pero no mucho, él se quedará; pero si el humo es ya demasiado, él saldrá. Uno debe recordar, dice, y mantenerse fiel a ello, que la puerta está siempre abierta. (...) Soy, somos, un suicidio en ciernes. Estamos todos a una o dos o quizás tres desgracias —la muerte de un ser querido, el deterioro físico o mental, la depresión o enfermedad, el dolor crónico, las deudas, la esclavitud u opresión— de sentirnos tentados por esa puerta abierta, por esa espada, por esas pastillas celestes en el botiquín del baño, por ese árbol. ¿Cuánto humo es, para mí, ya demasiado humo? Sólo hay un problema filosófico verdaderamente serio, escribió Camus. Y es que al final, escribió Camus, uno necesita más coraje para vivir que para quitarse la vida. ¿Me suicido?, se preguntó o supuestamente se preguntó Camus, ¿o me preparo un café? (...)
Empezar a escribir fue la consecuencia de haber leído demasiados libros, de haberme llenado de demasiados libros. Fue el derrame. Yo nunca había escrito nada literario. Apenas podía redactar una oración en español, mucho menos un cuento completo (es escritor, decía Roland Barthes, aquel para quien el lenguaje es un problema). Pero estaba convencido, sin duda románticamente, debido a todos los cuentos y novelas que había leído, que cualquiera que anhelaba ser escritor tenía que viajar a París. (...)
Empezar a escribir fue la consecuencia de haber leído demasiados libros, de haberme llenado de demasiados libros. Fue el derrame. Yo nunca había escrito nada literario. Apenas podía redactar una oración en español, mucho menos un cuento completo (es escritor, decía Roland Barthes, aquel para quien el lenguaje es un problema). Pero estaba convencido, sin duda románticamente, debido a todos los cuentos y novelas que había leído, que cualquiera que anhelaba ser escritor tenía que viajar a París. (...)
"Me despertaba en las mañanas con dolores de cuerpo y una fiebre que sólo iba aumentando, pero igual me obligaba a mí mismo a salir al frío y sentarme en cafés a tomar expresos mientras me sentía fatal y garabateaba mis primeros y muy mediocres conatos de cuentos (tú querías escribir un cuento antes de saber escribir una línea, me diría luego un amigo filósofo) y leía las novelas largas de Hugo, de Flaubert, de Zola, de Balzac. También descubrí y leí las novelas cortas de Perec y Duras. Leí a Bolaño, cuando Bolaño aún no era Bolaño. Leí todos los libros que pude encontrar de Cormac McCarthy y de Thomas Pynchon y del más reciente premio Nobel, Günter Grass. Me pasaba los días leyendo libros de la misma manera que el famoso bibliófilo Jakob Mendel, quien leía —escribe Zweig— como otros rezan, como los apostadores apuestan, como los borrachos se quedan con la mirada perdida en el vacío. Mi ideología era esta: no había suficientes horas en el día para leer todos los libros que necesitaba leer, y no había suficientes libros en el mundo. (...)
En aquel tiempo, en París, yo estaba en mi primera fase de lector. Es decir, la fase de alguien que, cualquiera que sea su edad, acaba de descubrir la magia de los libros y siente la necesidad de leerlos todos. La lectura, entonces, como acto personal de anarquía o como inmolación literaria (dependiendo si uno está más próximo a Emma Bovary o a don Quijote). Leer como si la literatura fuese una droga. El lector junkie. Unos años después —es decir, después de París—, cuando ya estaba aprendiendo y afinando la artesanía de la escritura, aquella manera embriagadora de leer dio paso a una segunda fase: el lector artesano. Hoy todavía puedo ver la evidencia de esa forma de leer cuando hojeo mi viejo y gastado ejemplar de Los cuentos completos de Hemingway, o Un buen hombre es difícil de encontrar de O’Connor, o Ficciones de Borges, o Dublineses de Joyce. Los comentarios que anoté en los márgenes de los libros que leí en aquel tiempo no son los comentarios de un lector buscando pasajes hermosos o significados profundos, sino los de un lector que quiere descifrar la artesanía de la escritura. ¿Cómo hace Cheever para lograr una frase tan vigorosa? ¿Qué hace Kafka para que un cuento sea desasosegante? ¿Por qué es tan efectivo el tono de Woolf? Un escritor aspirante aprendiendo a tocar su instrumento —el lenguaje— de la misma manera en que un guitarrista aspirante busca su camino hacia el estilo y la técnica de Clapton o Hendrix. (...)
Unos años después, cuando ya había escrito y publicado un puñado de libros —o sea, dejado atrás el tocar sólo canciones de otros—, ingresé en una tercera fase: el lector hijo de puta. Ya no me sentía obligado a leer más de unas cuantas páginas si sentía que las palabras no estaban bien pulidas («No pretendo soportar nada que pueda abandonar», escribió Edgar Allan Poe en una carta al periodista John Beauchamp Jones). Ya no toleraba frases flojas, ni cacofonías indeseadas, ni lugares comunes, ni palabras que yacían medio muertas en la página. Con el tiempo llegué a comprender que este examen petulante de la prosa de los demás era una consecuencia natural del meticuloso y exigente examen de la mía. Comprendí o más bien racionalicé que tenía ahora muy poco tiempo para la lectura, y que necesitaba aprovechar ese tiempo. Pero también comprendí que me había convertido en un lector impaciente e intolerante. Sigo en esa tercera fase, sigo siendo un lector hijo de puta, pero uno que desea o implora que algún día le llegue una cuarta fase. (...)
Los años han erosionado muchos de los detalles de aquellas semanas de fiebre en París. He olvidado casi todas las novelas que leí y, por suerte, todos los cuentos que intenté escribir. Pero nunca he olvidado la pálida y firme pantorrilla de aquella chica mientras subía las gradas delante de mí. Recuerdo el ángulo de su curvatura, el tono exacto de blanco, una peca solitaria en la parte superior. Recuerdo su pantorrilla con tanta claridad que hasta podría dibujarla, si yo supiese dibujar. Aún no comprendo por qué una imagen tan pasajera terminó fijándose en mi memoria. Ni tampoco comprendo por qué sigo escribiendo sobre ella décadas después. Quizás sea porque un escritor en París nunca escribe sobre París, sino sobre las migas de magdalena mojada en un té de flor de tilo. O quizás sea porque aquella noche helada en París, saliendo de la estación de metro como si estuviese emergiendo de las entrañas mismas de la ciudad, resultó ser una de mis noches más oscuras. Yo sabía que toda mi vida hasta ese momento había sido vivida por alguien que ya no existía, o por alguien que ya no quería existir. Estaba solo y enfermo y abandonado y completamente perdido y de pronto algo en la blancura de una pantorrilla en plena noche de invierno hizo que me sintiera vivo de nuevo, aunque sólo haya sido por unos segundos. Pero, a veces, unos segundos nos bastan. (...)
Nadie ha averiguado hasta la fecha en qué consiste ser padre, igual que nadie termina de descubrir en qué consiste ninguna de las cosas en que nos convertimos. Ahora bien, no me cabe la menor duda de que los padres, al menos durante la infancia, debemos ejercer todos los oficios conocidos, aunque los desconozcamos, para tratar de que nuestros hijos sean felices. Cualquier padre es una suerte de diminuto y satisfecho taumaturgo doméstico encargado de satisfacer los caprichos de pequeños tiranos, que no son nuestros hijos, sino el amor: el amor que profesamos a nuestros hijos. La única forma de no arrepentirnos de nuestras acciones reside en acometerlas por amor. Esa es la única fórmula conocida para no equivocarnos jamás, por más que nos equivoquemos a toda hora. Quienes aman son los sin culpa. Los felices. (...)
Cualquier escritura pertenece al género de la confesión, ya sea de forma encubierta o declarada: las novelas, los poemas, los tratados de aeronáutica, las enciclopedias de animales, los prospectos farmacéuticos. Con ello quiero decir que lo que escribimos y lo que leemos dan cuenta por necesidad de cuáles son nuestros intereses en la vida, nuestras preocupaciones, nuestras servidumbres. Y de eso nos habla siempre la literatura. (...)
Digo todo esto para afirmar que no creo demasiado en los temas, y mucho menos en la idea de que existan argumentos más importantes que otros acerca de los que escribir. El verdadero interés de la literatura reside en el talento del escritor para interesarnos en aquello que nos cuenta, nos interese o no en principio. (...)
Este libro tiene por excusa el fútbol, pero es un libro de amor: de amor a mi hijo, de amor al fútbol, de amor a las cosas, de amor a la vida. Como todo lo que he escrito. Como todo lo que escribiré. Mi propósito es ofrecer unas páginas cordiales en el sentido etimológico del adjetivo; es decir, que traten del corazón. De mi corazón, más o menos al desnudo. Del corazón de quienes conozco. Lo que más me interesa al leer es descubrir una aventura humana por detrás de la escritura, un individuo a través del lenguaje. Todo es intimidad. (...)
El fútbol es un asunto demasiado serio para dejarlo en manos de los profesionales del fútbol. Es demasiado serio para dejarlo en manos de los futbolistas: por lo común, los futbolistas se limitan a jugarlo, a disfrutarlo, sin saber la importancia verdadera de lo que están haciendo. (...)
Mi impresión general es que en el universo del fútbol la gente inteligente, cultivada, sensata, escasea más que en otros ámbitos, sobre todo en ámbitos en los que se maneja tanto dinero y tanta energía moral y sentimental de los habitantes del planeta. De ahí que, cuando aparece alguien con sensatez e inteligencia, destaque tanto por encima del resto. Los nuevos ricos metidos a empresarios del fútbol, los viejos peloteros sin la EGB, los exfutbolistas con pasado glorioso enmohecido, los animales de bellota con ínfulas de Copa de Ferias, los pelmazos fundamentalistas del club de sus amores: hay mucho cateto sobrevolando el árbol del fútbol, el árbol del bien y del mal. (...)
El aficionado ilustrado no solo debe ser un aficionado educado, sino un aficionado educándose, un aficionado que alimente el relato del fútbol, su tradición, sin la cual nada de este mundo alcanza la condición de mitología. Sin arte y sin literatura, nada de este mundo adquiere su estatura real, porque para adquirirla son imprescindibles la hipérbole, el cuento, la leyenda, y eso solo lo proporcionan la literatura y el arte. (...)
Los padres del fútbol, tras fracasar durante la juventud en su ilusión de ser futbolistas, reviven en la persona de sus hijos el sueño épico que no fueron capaces de cumplir. Mi hijo me vengará, y, de paso, convertido en estrella del fútbol mundial, me sacará de pobre. Quién sabe. Las explicaciones simples no suelen existir, ni siquiera para explicar las simplezas que la gente comete. (...)
He comprobado que a quienes no son lectores solo hay una cosa que les guste más que el acto de no leer libros: es no dejar que los lean los demás. Me ha pasado en todos los trabajos y ámbitos: en la enseñanza, en la Diputación, cuando trabajaba en asuntos taurinos, en el club de campo del que soy socio en Náquera. La usurpación del tiempo ajeno representa el gran entretenimiento de la especie humana, y, en el caso de la usurpación del tiempo ajeno de los lectores, ese entretenimiento alcanza proporciones de voluptuosidad. Como te identifiquen como lector, estás muerto para la lectura. De manera que si quieres leer, lo mejor es que dejes en el entrenamiento a tu hijo y te marches a una cafetería que esté lejos del campo en donde entrena, fuera del ámbito misericorde de los padres del equipo. La lectura es siempre una actividad clandestina, secreta, íntima. El universo conspira para no dejarte leer. Apréndelo pronto, o no leerás ni dos libros. (...)
He observado que todos los padres aceptamos mejor, por regla general, el hecho de que nuestro hijo se lleve por delante al hijo del vecino en una entrada, que no el caso contrario: que el hijo del vecino se lleve por delante a nuestra criatura. De ahí que, a menudo, se puedan producir roces, y tropezones, entre los padres de los niños más competitivos y belicosos. La cortesía versallesca que debería imperar en estos asuntos se transforma al final en realpolitik. (...)
El personal que se tatúa ignora el origen de lo que hace, pero el origen es este, aunque no lo sepa. Casi todas las tonterías que se cometen a lo largo de los siglos han nacido en la cabeza de algún iluminado, de algún profeta, de algún místico, de algún filósofo (incluso de algún filósofo místico iluminado con apetito de profeta). Por eso hay que tener tanto cuidado con lo que se piensa, y más con lo que se dice, y aún más con lo que se deja por escrito a la posteridad, esa fase de la historia tan proclive a tomarse las cosas en serio y a armarla a las primeras de cambio. Ahora, los futbolistas se tatúan. Los brazos, las manos, el cuello, las piernas, los huevos, el culo, la polla, la cabeza, la frente. Son muy pocos los que escapan a cobrar aspecto portuario, delincuencial, macró. Parece que consiste en una ceremonia de carácter intimidatorio, para que los contrarios se atengan a las consecuencias. Soy un tío peligroso. Soy un tipo duro. Un hombre con mi preparación física puede matar. Más allá de mi piel hay dragones. Cágate de miedo, amiguito. Acojónate, porque esto es la guerra, mariconcete. Y cosas así. Los futbolistas se tatúan y se ponen piercings, y se peinan como los mohicanos y los iroqueses, con crestas que producen asombro y risotadas. Se tiñen la melena o el cepillo o el felpudo, de color ceniza con mechas de remolacha. A las primeras de cambio —porque para eso se tatúan todos los que se tatúan— se fotografían en bañador, en pantalón corto, en calzoncillos, en bolas. Los tatuados dan un poco de pena, porque están obligados a vestir camisetas de tirantes en invierno, para que se les vea la colección pictórica. (...)
Voy a acuñar una definición de buen aficionado al fútbol. Otra más. Aquel que nunca acude al campo sin pensar que el mundo merece la pena, también, porque hoy hay partido, pero que nunca se marcha del campo pensando que el partido de hoy le ha arruinado el mundo. (...)
El noventa por ciento de la población no ha pasado de jugar en el colegio con los amigos, pero habla como si terminase de ganar la Champions siendo entrenador, por tercera vez, después de haberla ganado cinco como jugador. Me imagino que si esto ocurre en España, ocurre en todos los rincones del planeta, porque los españoles somos mónadas temperamentales del gran temperamento universal. Nunca he conocido a nadie que hablase de fútbol con cierta frecuencia y reconociese que no sabía mucho del asunto. A menudo se está condenado a jugar y ver partidos desde antes de nacer, en los tiempos en que se ocupa la tribuna amniótica de una madre embarazada, seguidora a hierro del club de sus amores. El fútbol constituye un ámbito de sabiduría infusa, por así decir. Incluso los que admiten odiar el fútbol y no explicarse cómo se ha propagado en el universo ese virus alienador, se permiten hablar de fútbol desde un negacionismo concienzudo, erudito, fruto de muchas horas de reflexión indignada. (...)
Llegas al desierto de Wadi Rum, en Jordania, y, bajo una jaima, el guía que te ha conducido por el desierto te recita la última alineación del Real Madrid y te explica cuáles son los problemas del club. Terminas de dar una lectura de poemas en San Petersburgo, y el catedrático de español que te ha presentado en la universidad te recita la alineación del Barcelona y te analiza las soluciones para los problemas del club. Te comes un pedazo de cola de cocodrilo, con guarnición de plátano macho, en la selva del Perú, a la orilla del río Ucayali, y el cocinero, mientras tuesta una incomestible piraña para comérsela, te recita la alineación de la Selección Española y te aconseja que traslades a quien corresponda la idea de que la Selección no puede ni debe actuar como un club. La globalización creo que consiste en eso, entre otras cosas. La globalización creo que funciona así. Se difunde a través del fútbol, y no al revés. El fútbol global no es fruto de la globalización, sino todo lo contrario: el fútbol es uno de los canales mediante los que se globaliza la globalización. Es el líquido elemento —uno de ellos, de los más importantes— por el que fluye el elemento líquido de la realidad contemporánea. Que tomen nota los filósofos, y los poetas, y los registradores de la propiedad. Todo esto lo digo con el conocimiento de causa que me infunde la causa del conocimiento futbolístico. (...)
La victoria deportiva es un absoluto, como el gol, se produzca en donde se produzca. Por eso la universalidad de la alegría deportiva, que no sabe ni de edades, ni de ámbitos, ni de tiempos, ni de jerarquías, ni de escalafones, ni de premios que no sean el premio de la alegría misma. La alegría es la fuerza mayor, como la llamó el gran Clément Rosset, y la alegría deportiva es la fuerza deportiva más grande. En términos de entusiasmo íntimo, vale lo mismo el gol que se marca en la final de un mundial que el gol que marca un niño de seis años, en el parque de su barrio, cuando juega con sus amigos dando patadas a una lata de cerveza vacía. La victoria es la victoria, una demasía sentimental que se celebra como un bien perfecto. El gol no es jamás únicamente el gol; es decir, el procedimiento mediante el cual se logra avanzar en el juego y conseguir vencer cuando concluye. El gol es una construcción física y afectiva de todo un conjunto de participantes en la trama del fútbol: los jugadores y quienes los contemplan. (Y, por extensión, así sucede también con el tanto logrado en cualquier otro deporte.) Ya sean cincuenta mil espectadores en directo y cincuenta millones por televisión, o ya sea la abuela de uno de los chiquillos que da patadas a la pelota en una favela, el gol significa siempre el precipitado de una actitud plural del ánimo, la quintaesencia de un complejo proceso del espíritu. De ahí que, cuando se produce, se celebre de la misma manera en un patio de vecindad que en un estadio olímpico, en un claro de la selva que en el Bernabéu, en el pasillo de casa que en Maracaná. Cuando un niño escoge ser su jugador favorito —me pido ser Pelé, Cruyff, Maradona, u Óscar Rubén Valdez, mi ídolo de infancia—, para jugar contra sus amigos, no es que se establezca una identificación de personajes, sino que se produce una transubstanciación de la carne, inmediata. Aquel niño es su jugador favorito. Yo fui Pelé, Cruyff, Maradona, y, sobre todo, Valdez. Creo en la eucaristía del fútbol: el juego se hace carne y habita entre nosotros, sus fieles. (...)
El gol, si además sirve para la victoria, no tiene un más allá ni un más acá, no admite más comentario ni más explicación que su disfrute mayestático. El satori terrenal (valga el sinsentido), el nirvana de los pobres, el despertar místico portátil y al alcance de todos. El gol, el gol de la victoria, significa la catarsis suprema, la reconciliación con el presente. Gol, eureka. Si Buda —que tenía nombre de jugador brasileño— hubiese podido, habría querido jugar la final, marcar el gol en el último minuto de descuento y después sentarse a celebrarlo en posición de loto y con su sonrisa beatífica. (...)
Desde pequeña ha sido siempre lo mismo. Cuando una de las chicas de tu colegio quería fastidiar a otra o incordiarla en un clima de complicidad, se plantaba en mitad del patio y gritaba: eres más pringada que Miriam Dougan. También se divertían picándose unas a otras durante las clases: estás sentada al lado de Miriam, tienes la peste. Luego los comentarios se fueron diluyendo, evolucionaron en risitas, en cuchicheos, o en miradas. Pero al menos las chicas ofendían de esa forma difusa, como si todavía se preocupasen de conservar los modales. Nunca, o apenas, hacían referencia a la gordura tal cual. (...)
Hasta que de repente: el milagro. Las chicas. Por fin. Se callaron. Hacia la pubertad, más o menos. Cuando les salieron las tetas y dejaron de prestarte atención para obsesionarse con sus propios complejos. Y ahora pasan de ti. Mejor así. Todas las mañanas te cruzas con ellas a las siete y cincuenta. Quedan en la esquina del instituto y fuman apoyadas en el capó de los coches, las mochilas encajadas entre los pies, los vaqueros ceñidos como una segunda epidermis. Se miran las uñas y lanzan al aire anillos de humo mientras diseccionan series de Netflix. A veces saludas. Solo cuando es muy evidente que las has visto o que ellas te han visto a ti. Casi siempre son bastante simpáticas. Odias su simpatía, su radiante optimismo a primera hora de la mañana. Te sientes como un camión de la basura a su lado. Un camión grasiento y enorme y lleno de estruendos. (...)
Existe una estricta dinámica en lo que respecta a las chicas guapas. Lo más probable es que piensen en ellas a todas horas, que se masturben imaginándoselas, pero luego no tienen huevos para decirles nada. Por eso, porque están buenas. A ti, en cambio, pueden soltarte lo que les venga en gana. Que de qué color llevas hoy las bragas, de qué talla, que si te lo depilas y hasta dónde, y que cuál es el perímetro de tus tetas. Y tú te ríes. Por quedar bien, por vergüenza, o porque no sabes muy bien qué hacer. Reírte es como un acto reflejo, algo que te dicta una parte de tu cerebro a la que no tienes acceso cuando le buscas explicación. Miri, en ese sujetador cabe un puesto de melones y el vendedor incluido. Miriam, tus tetas tienen su propio centro de gravedad. Y tú te ríes, sí, te ríes. Porque es lo que te aconseja la gente. Otras chicas, las revistas, tu madre. Ríete. O pasa de ellos, ignóralos. O sígueles el juego. (...) Hay chicas que te defienden cuando les pilla delante. Menean la cabeza y ponen los ojos en blanco: Miriam, tú ni caso. Tratan de parecer maduras y consideradas, pero sabes que lo único que despiertas en ellas es una terrible vergüenza ajena. Y bueno, qué vas a hacerle. Porque, vamos a ver. Es así desde que el mundo es mundo. Son cosas de chicos. Y ya lo dice siempre tu madre, si te incordian es que les gustas. Y tú te lo crees, porque a tu edad es una fe necesaria. Y mejor que se fijen en ti a que no lo hagan en absoluto. La razón es irrelevante. ¿Verdad? (...)
Las relaciones entre los chicos te provocan curiosidad, es más, te fascinan. Esa inmunidad generalizada, enamorándose sin sufrir, juntándose en el parque para hablar de la Champions League al día siguiente de que les rompan el corazón. La forma en que dicen «lo más seguro es que vaya» o «ya cuando sea te aviso», como si siempre se manejasen en emociones ambiguas a medio hacer. (...)
Le soltaste una pedorreta. Fue así de patético. Pero Vix, qué sabe ella. Nunca ha necesitado esforzarse. No es que sea despampanante, pero su cuerpo se acopla bastante bien a los estándares de belleza, así que está acostumbrada a que los tíos le hagan caso con una periodicidad aceptable. Y tú finges que te da igual, pero no te da igual. De hecho, en vuestras noches de caza mayor, a veces te hubiese gustado que Vix no estuviera. A su lado parecías el premio de consolación. (...)
A ti no te dan nada hecho, y por eso te ves obligada a tomar atajos, sueltas a quemarropa frases del tipo: hoy tú vas a dormir conmigo, por qué no me besas, hola bombón. Les dejas el camino pavimentado, que sepan que hay recompensa al final. Así empezó todo y así lo aprendiste esa noche, arrojándote a los brazos del Hobbit en cuanto se presentó la ocasión. (...) "el Hobbit te toca el pecho de refilón: eh, Miri, las tienes bien gordas. Imbécil, protestas, pero luego te callas, porque tampoco quieres parecer una histérica. Tampoco es para poner el grito en el cielo. Y además, ni que fuera la primera vez. Jordan se restriega los ojos, las pestañas se le recogen en triangulitos mojados. En serio, dice, qué talla usas. Y tú que se calle, que no se lo piensas decir, pero te angustia dar esa imagen de borde. Adivínalo, sueltas. Y él esboza una sonrisita: no tengo que adivinar, solo tengo que preguntarle al Hobbit y a la mitad de los tíos del Dreams. Sus carcajadas son correosas, se estiran y restallan como látigos. Y tú solo quieres que cambien de tema, que cambien de tono, que te dejen en paz. Pero no, porque aquí va la segunda parte. —Miri, ¿a ti te gusta que te toquen...? Últimamente les ha dado por hacer eso. Miri, ¿me dejas que te toque... [silencio dramático] un solo de guitarra? Miri, ¿quieres que te toque... la lotería? No, no quiero que me toques ni un pelo. Pero otra vez no dices nada, porque entonces, joder, Miri, que estamos de broma, eres una amargada, una aguafiestas, y de qué coño vas, en serio, tú flipas. ¿Te crees que me ponen tus michelines, pedazo de foca? Eso ya lo has oído, no quieres oírlo más veces, y por eso les sigues el rollo, un poco solo, lo justo, o eso crees tú, porque siempre se te va de las manos. Los chicos, qué fácil lo tienen, pueden soltar toda clase de barbaridades, pasarse mil pueblos, proferir las preguntas más guarras y sórdidas que les ronden por la cabeza. Pero las chicas, ah no, tú traes el filtro instalado de fábrica. Es otro nivel de maestría. Sacudes un manotazo en la superficie del agua: joder, pesados. Y ellos se apartan: Miri, no te mosquees. Suspiras. Seguro que no lo hacen con mala intención. (...)
Eran cuatro. Al principio quisiste. Al principio. Y con uno. Cuando te estabas riendo y sonaba la música alta y hablabais muy cerca, tan cerca que la punta de su nariz tropezaba continuamente contra tu oreja. Te hacía gracia cómo cortaba las frases, su acento aniquilando el final de los verbos. Y de pronto se separa y te mira. El aliento le huele ácido, como a Listerine y tabaco. Y entonces un empujón desde atrás, uno de sus amigos. Y una risa. Se acerca otra vez, más de lo necesario. Estáis totalmente pegados. Por las mareas de gente, por el bullicio, por el alcohol. Porque no hay hueco. Y porque le dejas. Su brazo cobijando tus hombros. ¿Quieres otro chupito? El calor de la plaza se te agarra a la cara. Y este chico que de pronto se acerca y tiene los ojos de un azul muy intenso, casi de ciencia ficción. ¿Qué quieres hacer cuando acabes el instituto? Enfermera cachonda. Ah, enfermera, qué flipe, y además cachondona. (...)
¿Te gusta este chico? Hombre, pues claro. ¿Ah, sí? ¿Te gusta mi amigo? Un trago de vodka. Ven, dame la mano. Sus dedos envuelven los tuyos, eso te encanta, y cómo se inclina hacia ti, encorvándose a causa de la diferencia de altura. Piensas: a qué hora nos iremos los dos. Piensas: quizá hoy habrá sexo. En su casa. En su coche. La garganta te quema de tanto fumar, debía de ser costo del bueno. Un parloteo de chicas, una hebra de música, un beso. Un beso largo, y entonces. Ven, entra, no hagas ruido. En el portal está oscuro, apenas vislumbras sus caras, y una mano que te coge y te guía, y otra que te agarra por la cintura. Luego otra. Tres manos. Cuatro. Más de las que caben en un solo cuerpo, una jauría de manos. Y ya no le ves, te tiran rápido de la ropa, te bajan los leggings, las bragas, hace frío, una boca, un aliento a cerveza, y otro aliento más dulce, mostaza, espera, deprisa, el pilotito frágil de un interruptor de la luz que se refleja en las baldosas vitrificadas, y un tirón, una risa, un jadeo pegado a tu oreja, aire que entra y que sale, que entra y que sale, ven aquí, de varias bocas, te late el corazón por dentro del cráneo, el golpe del mármol, y la arenilla que pincha en lo blando de la rodilla, pero, respira, respira, se te encasquilla la voz, el bofetón de la carne sudada contra tus muslos, y piensas, no, un momento, el olor rasposo de sus colonias, estabas mojada, ven aquí, mira, toca, tiene las bragas mojadas, eso después te lo echaron en cara, separas los labios, vas a decir una cosa, ¿la dices?, carcajada, ya no estás, silencio, ya no eres, métete esto bien dentro, cómo se llama este hueso. Quieres correr. Quieres chillar. Quieres que te quiten las manos de encima. Y entonces cierras los ojos. (...)
Porque ahí está la clave. Porque entre todos esos líos casuales y explosivos, es siempre la misma fantasía la que pervive. Y lo que anhelas con todas tus fuerzas es que en alguno de esos portales y callejones, después de los revolcones fugaces tras la caseta de las hamacas, te caiga en los brazos, para siempre y por fin, el amor. (...)
Lo verdaderamente patético es que te marcharías de buena gana si no existiese la más remota posibilidad de ver a Jordan, pero él ya ha avisado de que vendrá en cuanto acabe el partido. Y el problema es que la esperanza funciona así, igual que una enfermedad autoinmune. Atacando los sentidos y ensordeciendo cualquier otro método de discernimiento. De modo que, por triste que suene, y sin necesidad de someterlo a una reflexión laboriosa, levantas la vista hacia Lukas y con gesto sumiso le dices que no. Que te quedas. (...)
Lachance no es el más bocazas del grupo, aunque tampoco se caracteriza por su discreción. Se podría decir que es el típico chaval de carácter ambivalente: inseguro y engreído a partes iguales. Su código moral está todavía en vías de desarrollo, y a veces —por motivos de supervivencia— se sirve de los puntos débiles de los otros para salir a flote. En cambio, su novia Victoria —Vix— es más comprensiva. Tiene un lado tierno que destaca sobre otros rasgos secundarios de su personalidad, y todo indica que, a medida que pasen los años, su talento para la empatía prevalecerá sobre el resto de sus cualidades. También, y hablando de todo un poco, no hay coyuntura más jugosa en la adolescencia que verse con un secreto entre manos. Los secretos son, de hecho, un atajo para consolidar la amistad y tienen el don de rescatar a las parejas de la abulia. Un secreto escabroso refuerza un ego debilitado, y un secreto compartido crea vínculos que, en adelante, solo necesitarán renovarse con miradas, sonrisitas y codazos en el costado. Interceptar un secreto en la adolescencia es algo así como que te toque la lotería. Uno puede admirar este precioso regalo durante un tiempo, abrigarlo, mimarlo, adornarlo un poquito incluso, y luego escoger oyentes entre su círculo de favoritos. Conviene también detenerse a considerar: ¿qué voy a hacer con él?, ¿de qué forma voy a sacarle partido? Otra ventaja de los secretos es que son editables, porque siempre se cuentan en diferido. Difícilmente podrán rastrear los protagonistas en qué tramo de la cadena se trapicheó con los pormenores.