Mi marido y yo nos separamos recientemente y, en cuestión de unas semanas, la vida que habíamos construido juntos se desarmó, como un puzle convertido en un montón de piezas con los bordes recortados. A veces, la matriz de un puzle no se detecta una vez montado —hay creadores de puzles magistrales que presumen de estas cosas—, pero, en general, se nota. La luz incide en las hendiduras de la superficie y únicamente vista de lejos la imagen parece completa. A mi hija pequeña le gusta hacer puzles. A la mayor no: construye casas de cartón, recintos en los que todo el mundo tiene que estar callado y quieto. En ambas actividades veo un intento de ejercer el control por distintas vías, pero también intuyo que demuestran que hay más de un modo de ser paciente y que la intolerancia puede adoptar formas muy diversas. (...)
Mis hijas se toman quizá demasiado en serio estas diferencias de temperamento. A las dos les fastidia la tendencia contraria de la otra: de hecho, casi diría que dedicarse a actividades diferentes es para ellas una forma de discutir. Al fin y al cabo, discutir no es más que la necesidad imperiosa de definirse a uno mismo. Y alguna vez me he preguntado si una de las dificultades de la vida familiar moderna, con su alegría continua, su optimismo totalmente infundado, su dependencia no de Dios o de la economía, sino del principio del amor, no reside quizá en la incapacidad de reconocer —y tomar precauciones para protegerse— la necesidad humana de entrar en guerra. (...)
«La nueva realidad» era una expresión que oía a todas horas esas primeras semanas: la gente la empleaba para describir mi situación, como si en cierto modo representara un avance. Pero la verdad es que era una regresión: la vida había metido la marcha atrás. De repente no avanzábamos, sino que retrocedíamos, volvíamos al caos, a la historia y la prehistoria, a los comienzos de las cosas y al tiempo anterior a que esas cosas comenzaran. (...) Un plato se cae al suelo: la nueva realidad es que está roto. Tenía que acostumbrarme a la nueva realidad. Mis dos hijas tenían que acostumbrarse a la nueva realidad. Sin embargo, la nueva realidad, hasta donde yo era capaz de ver, sencillamente estaba rota. (...)
El problema reside normalmente en la relación entre el relato y la verdad. El relato tiene que obedecer a la verdad para representarla, lo mismo que la ropa representa el cuerpo. Cuanto mejor sea al corte, más agradable será el resultado. Desnuda, la verdad puede ser vulnerable, desgarbada, horrorosa. Demasiado arreglada se convierte en una mentira. (...) Para mí, la dificultad de la vida ha consistido generalmente en el intento de reconciliar estas dos cosas, como los hijos de una pareja divorciada intentan reconciliar a sus padres. (...)
Por la mañana llevo a mis hijas al colegio y por la tarde vuelvo a recogerlas. Ordeno sus habitaciones, lavo la ropa y cocino. Pasamos la tarde casi siempre solas: las ayudo a hacer los deberes, les doy la cena y las acuesto. Cada pocos días se van con su padre, y entonces la casa se queda vacía. Al principio me costaba sobrellevar esos intervalos. Ahora me parece ver en ellos cierta neutralidad, algo firme aunque vacío, algo ligeramente acusador a pesar de la vacuidad. Es como si estas horas solitarias, en las que por primera vez en muchos años no se espera ni se necesita nada de mí, fueran mi botín de guerra, lo que he recibido a cambio de todo este conflicto. Las vivo una a una. Me las trago como la comida de los hospitales. Así es como subsisto. (...)
Mi padre, como Dios, se expresaba a través de su ausencia: tal vez fuera más fácil dar las gracias a alguien que estaba ausente. También él parecía obedecer a la llamada de la civilización, reconocerla cuando se manifestaba. Como seres racionales, nos aliamos con él en contra del paganismo de mi madre, de sus ciclos emocionales, su mirada siempre puesta en lo ya hecho y pasado, o en la liberadora vacuidad de lo que estaba por venir. Estas cualidades no parecían tener un origen: no se correspondían ni con la maternidad ni con mi madre, sino con alguna realidad eterna que surgía de la conjunción de ambas. (...)
con el paso del tiempo, la idea de la belleza de una mujer se ha convertido para mí en un concepto teórico, como la idea que el inmigrante tiene del hogar. (...)
Y entre mi madre y yo, en ese lapso generacional, se había producido sin lugar a duda una especie de migración. Puede que mi madre fuera mi país natal, pero mi nacionalidad adoptiva era la de mi padre. Mi madre aspiraba al matrimonio y a la maternidad, a que un hombre la deseara y poseyera para legitimarla. Yo era el fruto de esas aspiraciones, pero, en algún momento de la transición entre mi madre y yo, mi deber se había convertido en legitimarme a mí misma. Por otro lado, las aspiraciones de mi padre —triunfar, ganar, proveer— no se ajustaban del todo a las mías: eran como un vestido hecho para otra persona, pero eran las que había. Así que me las puse y me sentí un poco incómoda, un poco asexuada, aunque vestida al mismo tiempo. Travestida conseguí aprobación, un buen expediente escolar, buenas calificaciones (...).
Uno está configurado por lo que dicen y hacen sus padres; y uno está configurado por lo que son sus padres. Pero ¿qué pasa cuando lo que dicen y lo que son no concuerda? Mi padre, hombre, inculcó valores masculinos a sus hijas. Y mi madre, mujer, hizo lo mismo. Por eso era mi madre la que no concordaba, la que no tenía sentido. Somos tan de nuestro momento histórico como de nuestros padres: supongo que, en la Gran Bretaña de finales del siglo xx, se habría censurado que mi madre nos dijera que no nos preocupáramos por las matemáticas, que lo importante era encontrar un buen marido que nos mantuviera. Sin embargo, es probable que su madre le hubiera dicho exactamente eso. Como mujer, mi madre no tenía nada que legarnos, nada que transmitir de madre a hija, aparte de esos valores masculinos adulterados. Y de esa patria abandonada, de la belleza, tan arrasada ahora —como arrasado estaba el paisaje que rodeaba nuestra casa de Suffolk en los años de mi infancia, desfigurado por casas y carreteras nuevas que herían mis ojos hipersensibles—, de la belleza, una belleza de mujer, de ese lugar del que yo venía, no sabía absolutamente nada. No conocía sus usos y costumbres. No hablaba su idioma. En ese mundo de feminidad en el que tenía derecho a reclamar mi ciudadanía, yo era una extranjera. (...)
Total, ¿qué es una feminista? ¿Qué significa que una se llame así? Hay hombres que se dicen feministas. Hay mujeres antifeministas. Un hombre feminista es un poco como un vegetariano: lo que defiende es el principio humanitario, supongo. A veces hay en el feminismo tantas críticas a los modos de ser de las mujeres que se podría perdonar a quien piensa que una feminista es una mujer que odia a las mujeres, que las odia por ser tan ingenuas. Aunque, por otro lado, se supone que la feminista odia a los hombres. Se dice que desprecia la esclavitud física y emocional que exigen. Por lo visto, los llama el enemigo. El caso es que a una mujer así nadie la encontraría merodeando por la escena del crimen, por así decir; dando vueltas por la cocina, por la planta de maternidad, por delante de las puertas del colegio. Sabe que su condición de mujer es un fraude, una fabricación de otros para su propia conveniencia; sabe que las mujeres no nacen, sino que se hacen. Por eso se aleja de allí, de la cocina y del pabellón de maternidad, como el alcohólico se aleja de la botella. Algunos alcohólicos tienen la fantasía de que son bebedores sociales moderados: eso es porque aún no han pasado por los suficientes ciclos de fracaso. La mujer que cree que puede elegir la feminidad, que puede jugar con ella como un bebedor social juega con el vino… bueno, lo está pidiendo, está pidiendo que la anulen, que la devoren, está pidiendo pasar la vida perpetrando un nuevo fraude, fabricando otra nueva identidad falsa, solo que esta vez lo falso es su igualdad. O bien hace el doble de trabajo que antes, o bien sacrifica su igualdad y hace menos de lo que debería. Es dos mujeres o es media mujer. Y en cualquiera de los dos casos tendrá que decir, porque así lo ha elegido, que disfruta con lo que hace. (...)
cuando uno vive lo suficiente, lo anecdótico se convierte en estadístico. Uno sale de pronto de la selva de la mediana edad con sus cohortes, cada cual con su íntimo conocimiento de su valentía o su cobardía, y hace un rápido recuento, un inventario de las extremidades que le faltan. (...)
El hijo se diluye en la madre a tiempo completo como un tinte en el agua: no hay parte de ella que deje sin teñir. Los triunfos y los fracasos del hijo son los triunfos y los fracasos de la madre. La belleza del hijo es su belleza, y lo mismo sucede con la conducta inaceptable del hijo. Y como el trabajo de la madre consiste en gestionar al hijo, su propia gestión del mundo se desarrolla a través de eso. Su subjetividad tiene más de una fuente, y una única salida. (...)
un hombre no comete ninguna herejía en particular contra su sexo por el hecho de ser un buen padre, y trabajar es parte de lo que hace un buen padre. La madre trabajadora, en cambio, tiene que trasladar continuamente a la vida cotidiana el papel que se le ha asignado en los mitos fundacionales de la civilización: por eso, no es de extrañar que esté un poco agobiada. Intenta desafiar su relación con la gravedad, profundamente arraigada. (...)
He leído en algún sitio que las estaciones espaciales caen de forma lenta pero incesante hacia la Tierra, y que cada pocos meses hay que enviar un cohete para empujarlas y alejarlas. A una mujer le ocurre lo mismo, que se ve eternamente arrastrada por una fuerza imperceptible de conformismo biológico; su vida es implacablemente repetitiva; necesita mucha energía para no salirse de su órbita. Seguirá así año tras año, pero si un año el cohete no viene, entonces se caerá. (...)
Recuerdo que, cuando nacieron mis hijas, la primera vez que las cogí en brazos, las alimenté y hablé con ellas, sentí una conciencia muy profunda de este aspecto nuevo y desconocido de mí misma que estaba dentro de mí y al mismo tiempo no parecía ser mío. Fue como si hubiera aprendido a hablar ruso de golpe: lo que podía hacer —este trabajo de las mujeres—tenía una forma propia, y, al mismo tiempo, no sabía de dónde me venía ese conocimiento. (...) Quería actuar como una mujer, una mujer genérica, pero la personalidad no es genérica. Es total y absolutamente concreta. Para actuar como una madre, yo tenía que apartar mi personalidad, desarrollada con una dieta de valores masculinos. Y mi hábitat, mi entorno, también se había desarrollado del mismo modo. Necesitaba una adaptación. Pero ¿quién iba a adaptarse? Esos primeros días, me di cuenta de que mi comportamiento extrañaba a las personas que me conocían bien. Era como si me hubieran lavado el cerebro, como si me hubiera captado una secta. Me había ido: no respondía al teléfono habitual. Sin embargo, esta secta, la maternidad, no era un ambiente en el que yo pudiera vivir. No reflejaba nada de mi personalidad: su literatura y sus prácticas, sus valores, sus códigos de conducta y su estética no eran los míos. También era genérica: como cualquier secta, pertenecer a ella exigía una renuncia total a la propia identidad. Por eso pasé una temporada sin ser de ninguna parte. (...)
Las niñas se van con su padre y vuelven. Ya no lloran: se quejan mucho de los inconvenientes de la nueva situación. Tienen color en las mejillas. Una amiga viene a pasar el día y se fija en el sonido de la risa en casa, como el canto de un pájaro después del silencio del invierno. Pero sigue siendo invierno: vamos a la iglesia a cantar villancicos y observo a las demás familias. Observo a la madre, el padre y los hijos. Y los veo con tanta claridad como si estuviera fuera, en la oscuridad, mirándolos a través de una ventana intensamente iluminada; veo la historia en la que interpretan su papel, su parte, y el mundo entero como telón de fondo. Mis hijas y yo ya no formamos parte de esa historia. Estamos más expuestas al mundo, a su desorden y sus peligros, a su fragmentación y su libertad. El mundo está en constante evolución, mientras que la familia se empeña en seguir siendo la misma. Actualizada, renovada, modernizada, pero esencialmente la misma. Una casa en mitad del paisaje: refugio y prisión al mismo tiempo. (...)
Empiezo a darme cuenta, mientras miro por estas ventanas imaginarias intensamente iluminadas, de que la gente que está dentro mira hacia fuera. Veo a las mujeres casadas, a las madres, mirar hacia fuera. Parecen contentas, satisfechas, capaces: están con sus maridos y sus hijos, bien vestidas, atractivas. Pero miran alrededor mientras mueven la boca. Da la impresión de que les falta algo o están pensando en algo. De vez en cuando, alguna de esas miradas me alcanza, y nuestros ojos se encuentran un momento. Y me doy cuenta de que esa mujer que está mirándome a los ojos no me ve. No es que no quiera o que intente no verme. Es simplemente que dentro hay tanta luz y fuera tanta oscuridad que no ve lo que está fuera, no ve nada de nada. (...)
Es horroroso desear que algo termine, que algo desaparezca: el deseo debería ser parte de la vida y de la presencia, no de la ausencia. (...) La normalidad es capaz de no resistirse a nada y de sobrevivir a casi todo. El dolor, en cambio, puede destruir cualquier cosa que se proponga. El dolor es la bomba que cae; la normalidad, la hierba que crece finalmente en el cráter. Para resistirse al dolor, uno tiene que ser tan fuerte como el dolor, convertirse en una especie de refugio humano contra los bombardeos. (...)
Somos una casa de mujeres y niñas, pero no sé si nuestra vulnerabilidad es algo más que una invención para hacer que los hombres se sientan valientes. Cuando hay guerra, son los hombres los que van al frente, dejan atrás a las mujeres y los niños, y al regresar quizá descubren que se han vuelto prescindibles, como Agamenón a su regreso a Argos desde Troya. (...)
Freud veía en la formación de la personalidad individual una analogía de la historia de la humanidad: me gusta esta manera de entender la vida, como una representación en miniatura de la civilización. Según esta analogía, los griegos clásicos equivalen a las etapas formativas de la infancia, cuando la psique se configura y adopta su carácter irrevocable. Por eso, me imagino que es natural que un niño sienta una atracción especial por estos relatos de dioses y mortales, por la alegría y la anarquía del mundo primitivo en el que fantasía y realidad aún no se han separado, en el que la autoridad moral de Dios Padre aún no se ha impuesto, y culpa y conciencia aún no existen. (...)
La primera vez que vi a mi marido después de la separación, me di cuenta, y me sorprendió mucho, de que me odiaba. Nunca lo había visto odiar a nadie: era como si estuviera lleno de una sustancia que no era suya, contaminado, como la costa teñida de negro por un vertido de petróleo. Varios meses estuvo supurando odio venenoso la herida mortal de nuestro matrimonio, brotando de todas las fuentes y conductos, empapándolo todo, hasta que cubrió a las niñas de alquitrán, como las cabezas sedosas de las aves costeras. Recuerdo que, hacia el final, parecía un dique que cedía por momentos, perdidas la cortesía y la prudencia, rotos el control de los impulsos y la educación: al parecer, estas defensas definían el núcleo formal del matrimonio y de la relación, articulaban la separación de dos personas. Sin ellas, perderíamos nuestra forma. La forma es tanto seguridad como prisión, tanto protección como disimulo: la forma, en definitiva, oculta la verdad, igual que el cuerpo oculta el cáncer que acabará por destruirlo. (...)
Observar no es sentir: de hecho, es ponerse a merced del sentimiento, como la cálida piel del niño expuesta al aire frío a media noche. Mis hijas también han despertado de la inconsciencia de la infancia. El dolor y el don de la conciencia ahora también son suyos. «Tengo dos casas —me dijo mi hija una noche, sabiendo lo que decía— y no tengo ninguna.» Sufrir y saber por qué se sufre: ¿cómo se mide eso en comparación con su contrario, tan valorado, con la capacidad de ser feliz sin saber por qué? (...)
Yo me pasé una temporada limpiando mi casa sin parar, como una Lady Macbeth maternal que veía manchas de sangre en todas partes. Los armarios de la cocina desordenados y las estanterías abarrotadas eran como un subconsciente al que podía purgar de su culpa y su dolor. En aquellos armarios seguía existiendo nuestra familia, el hombre y la mujer mezclados todavía, las niñas todavía intercaladas con sus padres: la intimidad sobrevivía. Un día lo saqué todo y lo tiré. (...)
El dolor no es amor, pero es como el amor. Es su primo lejano, un personaje cruel, hecho de insomnio y adrenalina sin endulzar por la esperanza. (...)
Despojos: Sobre el matrimonio y la separación
Rachel Cusk.
Libros del Asteroide