ARREBATOS ALÍRICOS

Me fui sobreviviendo como pude

(José Luis Piquero)


sábado, 9 de mayo de 2020

EL MEJOR RELATO SOBRE EL DUELO (PILAR GALÁN)

LA VIDA ES LO QUE LLUEVE (LUNAS DE ORIENTE, LETRA C): Amazon.es ...
DUELO
Ahora mismo no puedo poner en pie cómo empezó todo. Tampoco tengo muchas ganas de pensar, y aquí se está tan a gusto y la gente es tan amable que parece que solo hace falta dejar que pase el tiempo para que las cosas se pongan en su sitio.
Eso mismo me dijeron hace ya tres años. Que el duelo duraba dos, más o menos, y que no bloqueara los recuerdos, que los dejara fluir, sin prisa. Y eso hice, pero me seguía levantando cada mañana con la garganta seca y arrastraba las piernas cansadas hasta el final del día. Y el duelo no acababa nunca.
No puedo decir que ni Miguel ni los niños se portaran mal, todo lo contrario. Miguel se mostró muy pendiente de mí durante las largas noches de hospital y los niños, pobres, estuvieron muy serios durante el entierro, y luego se movieron por la casa sin molestar, como si supieran que yo andaba entonces como en otro mundo.
Toda la gente conocida estuvo a la altura, faltaría a la verdad si dijera otra cosa. Mis compañeros de trabajo, mi jefe, los vecinos, los amigos…Cada uno en su sitio sin estorbar, con el gesto comedido y la palabra justa.
Date tiempo, dijeron. Tómate los días que haga falta y ya verás cómo va pasando todo. Dijeron. Pero no pasaba. Y eso que yo ni bloqueaba los recuerdos ni me cerraba en banda ni nada de lo que prohibían los entendidos. Todo lo contrario.
No me importaba hablar de ello en el trabajo (me incorporé enseguida), ni evitaba las conversaciones a la puerta del colegio de los niños, ni me sentía mal si se me escapaba alguna lágrima. Hasta recurrí a los tópicos y no me enfadé cuando los usaban conmigo. Y esperé, pero el peso no se quitaba.
Llegó junio, y yo empecé a acordarme de los planes para la playa que hacíamos antes y me dio por llorar, sin disimulo, a todas horas, y por no querer comer. Se acabó el verano y seguía con el estómago cerrado, llegó septiembre y los días se me pasaban con la ropa de invierno en la mano, delante del armario, paralizada ante las tareas que hacíamos juntas. Las navidades se tiñeron de una tristeza que no quise ocultar a nadie, aunque ya entonces había empezado a notar que los demás andaban un poco preocupados.
Debías ver a alguien, me dijo Miguel. Y yo fui, aunque pensaba que no habían pasado los dos años de duelo que todos me habían aconsejado una y otra vez tras el entierro.
Debías tomar algo, me aconsejó ese alguien. Y yo lo tomé, por más que pensara que no lo necesitaba, porque dormía perfectamente, trabajaba como siempre y cumplía mis obligaciones, aunque estuviera cargada de una permanente tristeza.
Poco a poco, todos se confabularon para hacerme ver que estaba alargando innecesariamente una situación por la que ellos ya habían pasado o estaban a punto de pasar. Entonces empezaron a molestarme sus tópicos, y su presencia, y me pareció terriblemente injusto que me hubieran aconsejado una cosa y luego la contraria.
Volvió a llegar junio, y Miguel se adelantó con los planes de la playa. Lo hizo con la mejor de las intenciones, por eso acepté, aunque no me apetecía nada. Dejamos a los niños con su hermana, a ver si descansas, me dijo y se te va pasando, que ya hace casi año y medio y no levantas cabeza.
Me dieron ganas de contestarle mal, pero lo dejé estar. A ver qué cabeza tenía yo agachada si no había faltado un solo día al trabajo, si llevaba a los niños al colegio, les compraba ropa, hacía la comida y había vuelto a aprender las raíces cuadradas.
Desde el primer día las vacaciones no fueron bien. No es que Miguel no se esforzara, el pobre, sino que yo prefería quedarme tranquila y él había preparado un programa frenético de actividades culturales y festivas. A la quinta noche de verbena, después de una mañana de playa y una tarde de museos, estaba ya agotada.
Hoy, domingo, cuando hace una semana y media que estamos aquí, en la playa, casi sin hablarnos ya, he salido a tomar un café fuera del hotel. El servicio de desayunos no ha empezado aún, y no tengo ganas de quedarme dando vueltas en la cama, para que Miguel se despierte, me pida que tome otra pastilla o pregunte si quiero que hablemos.
Las calles están desiertas, salvo por alguna pareja abrazada que vuelve trastabillando a su casa. Huele a mar y el silencio puede respirarse.
Me apetece un café para despertarme un poco, y aunque había jurado no volver a poner un pie en un hospital durante mucho tiempo, acabo sentada en un taburete en la barra del bar de la residencia sanitaria, el único lugar abierto.
No hay mucha gente, y el ambiente es el mismo que en todas las residencias: personas calladas, con cara de sueño, con necesidad de un respiro antes de volver a encerrarse con sus familiares.  Hace nada yo estaba en su misma situación, ahora solo soy una mujer de vacaciones en busca de un desayuno a deshora.
Y de pronto, se me llenan los ojos de lágrimas y me encojo como una niña, golpeada por los olores conocidos de otras mañanas que no he conseguido olvidar.
Mi madre ha muerto, le digo al camarero que me mira con cara de comprender, y a la vecina de taburete, que se me acerca con un pañuelo, y a la mujer mayor del otro lado, que susurra pobrecita, que en gloria esté, y me pasa la mano por el pelo.
Ha muerto su madre, se van pasando por la cafetería, y todos hacen un gesto de asentimiento, y de pronto alguien pregunta si el velatorio es en el hospital o fuera, y se ofrecen a acompañarme, y me siento tan bien y tan arropada, que me dejo llevar por las dos mujeres que me agarran del brazo y no me dejan caer.
Voy respondiendo mecánicamente a las preguntas, cuántos años tenía, de qué ha sido, fue muy largo, y los hermanos, y la familia... Estoy sola aquí, digo, y se miran, y aprietan más mi brazo hasta que me dejan a la puerta del tanatorio del hospital, muy solícitas, cariñosas, si sabré encontrar mi sala, si quieren que me acompañen, que ellas tienen a sus maridos arriba, pero que enseguida bajan o a mediodía, no es bueno que una hija pase el duelo sola.
Y aquí estoy, en la recepción del tanatorio, llorando sin parar, entre gente que no conozco. Entran y salen ataúdes, y el encargado me mira de vez en cuando por si me levanto detrás de alguno. Hace ya rato que se cansó de mirar y ahora me ha traído una botella de agua.
Se ha muerto mi madre, le digo. Y él me pasa el brazo por el hombro y me atrae hacia él, y me confiesa que la suya murió hace tres años, y que no ha podido olvidarla nunca.
La mujer de antes, que me ha bajado algo de comer, dice que madre no hay más que una, y que anda que no la voy a echar en falta. Otra señora opina lo mismo y empieza a contar la historia de una tía suya que se hizo cargo de los hijos de otra mujer. No parece que tenga mucho que ver con lo que estábamos hablando, pero el caso es que la escuchamos con respeto, sobre todo desde el momento en que empieza a llorar sin consuelo y el encargado pasa su brazo libre por sus hombros.
Ha aparecido un señor con un plato de jamón, pero todos decimos que tenemos el estómago cerrado.
Alguien ofrece tabaco.
No sé qué hora es ni cuánto tiempo llevo aquí. Ahora mismo no puedo poner en pie cómo empezó todo. Tampoco tengo muchas ganas de empezar a pensar, y aquí se está tan a gusto y la gente es tan amable que parece que solo hace falta dejar que pase el tiempo para que las cosas se pongan en su sitio.
Y eso voy a hacer, dejar que pase el tiempo, poner las cosas en su sitio.
Huele a mar.
En el móvil en silencio, tengo treinta llamadas perdidas.
La vida es lo que llueve. 
Pilar Galán.
De La Luna Libros

martes, 5 de mayo de 2020

"Todo lo que podemos hacer es ir por ahí diciendo la verdad" (EL CORAZÓN ES UN CAZADOR SOLITARIO)

varado en la llanura: "El corazón es un cazador solitario" de ...
—¡Las cosas que nos han hecho! Las verdades que han convertido en mentiras. Los ideales que han manchado y envilecido. Fíjese en Jesús. Él era uno de los nuestros. Él sabía. Cuando decía que le es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de los cielos, sabía condenadamente bien lo que decía. Pero mire lo que la Iglesia ha hecho con Jesús durante los últimos dos mil años. Qué han hecho de él. Cómo han desfigurado cada palabra que pronunció para servir a sus malvados propósitos. Jesús estaría en la cárcel, si viviera hoy. Jesús sería uno de los que realmente saben. Yo y Jesús nos sentaríamos uno frente al otro a una mesa y yo le miraría y él me miraría a mí, y ambos sabríamos lo que el otro sabe. Yo y Jesús y Karl Marx podríamos sentarnos a la mesa… y mire lo que ha pasado con nuestra libertad — continuó—. Los hombres que lucharon por la Revolución Americana se parecían tanto a las damas de Las Hijas de la Revolución Americana como yo a un barrigudo perro pequinés. Sabían lo que significaba libertad. Luchaban por una auténtica revolución. Luchaban para que éste pudiera ser un país donde todos los hombres fueran libres e iguales. ¡Ah! Y eso quería decir que todo hombre era igual a los ojos de la Naturaleza: con iguales posibilidades. Esto no quería decir que el veinte por ciento de la gente fuera libre de robar al otro ochenta por ciento restante sus medios de vida. Esto no quería decir que un rico hiciera sudar sangre a otros diez pobres para poder enriquecerse más. Esto no quería decir que los tiranos tuvieran libertad de llevar a este país a una situación en la que millones de personas están dispuestas a hacer lo que sea —engañar, mentir o lo que sea— con tal de trabajar por cuatro cuartos. Han convertido la palabra libertad en una blasfemia. ¿Me oye usted? Han logrado que la palabra libertad apeste como una mofeta para todo aquel que sabe.
La vena de la frente de Jake latía salvajemente, y su boca se movía convulsivamente. Singer se enderezó, alarmado. Jake trató de volver a hablar, pero las palabras se le atragantaron en la boca. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo. Se sentó en la silla y se apretó sus temblorosos labios con los dedos. Luego dijo roncamente:
—Es así, Singer. Volverse loco no sirve de nada. Nada de lo que podamos hacer sirve de nada. Así es como me parece a mí. Todo lo que podemos hacer es ir por ahí diciendo la verdad. Y en cuanto haya bastantes ignorantes que hayan aprendido la verdad entonces ya no tendrá sentido pelear. Lo único que podemos hacer es dejar que sepan. Es todo lo que hace falta. ¿Pero cómo? ¿Eh?
El corazón es un cazador solitaro.
Carson McCullers.

domingo, 3 de mayo de 2020

LO MEJOR DE "EN EL ENJAMBRE" (BYUNG-CHUL HAN)

En el enjambre :: Herder Editorial

Ante el vertiginoso crecimiento del medio electrónico, Marshall McLuhan, teórico de los medios, advertía en 1964: «La tecnología eléctrica ya está dentro de nuestros muros y estamos embotados, sordos, ciegos y mudos ante su encuentro con la tecnología de Gutenberg».1 Algo semejante sucede hoy con el medio digital. Somos programados de nuevo a través de este medio reciente, sin que captemos por entero el cambio radical de paradigma. Cojeamos tras el medio digital, que, por debajo de la decisión consciente, cambia decisivamente nuestra conducta, nuestra percepción, nuestra sensación, nuestro pensamiento, nuestra convivencia. Nos embriagamos hoy con el medio digital, sin que podamos valorar por completo las consecuencias de esta embriaguez. Esta ceguera y la simultánea obnubilación constituyen la crisis actual. (...)
 
«Respeto» significa, literalmente, «mirar hacia atrás». Es un mirar de nuevo. En el contacto respetuoso con los otros nos guardamos del mirar curioso. El respeto presupone una mirada distanciada, un pathos de la distancia. Hoy esa actitud deja paso a una mirada sin distancias, que es típica del espectáculo. El verbo latino spectare, del que toma su raíz la palabra «espectáculo», es un alargar la vista a la manera de un mirón, actitud a la que le falta la consideración distanciada, el respeto (respectare). La distancia distingue el respectare del spectare. Una sociedad sin respeto, sin pathos de la distancia, conduce a la sociedad del escándalo. El respeto constituye la pieza fundamental para lo público. Donde desaparece el respeto, decae lo público. La decadencia de lo público y la creciente falta de respeto se condicionan recíprocamente. Lo público presupone, entre otras cosas, apartar la vista de lo privado bajo la dirección del respeto. El distanciamiento es constitutivo para el espacio público. Hoy, en cambio, reina una total falta de distancia, en la que la intimidad es expuesta públicamente y lo privado se hace público. Sin distancia tampoco es posible ningún decoro. (...)
El respeto va unido al nombre. Anonimato y respeto se excluyen entre sí. La comunicación anónima, que es fomentada por el medio digital, destruye masivamente el respeto. Es, en parte, responsable de la creciente cultura de la indiscreción y de la falta de respeto. También la shitstorm* es anónima. Ahí está su fuerza. Nombre y respeto están ligados entre sí. El nombre es la base del reconocimiento, que siempre se produce nominalmente. Al carácter nominal van unidas prácticas como la responsabilidad, la confianza o la promesa. La confianza puede definirse como una fe en el nombre. Responsabilidad y promesa son también un acto nominal. El medio digital, que separa el mensaje del mensajero, la noticia del emisor, destruye el nombre. La shitstorm tiene múltiples causas. Es posible en una cultura de la falta de respeto y la indiscreción. Es, sobre todo, un fenómeno genuino de la comunicación digital. (...)
 el-roto-nuevas-tecnologias | Humor grafico, Vinetas y Tecnologia
El tejido digital favorece la comunicación simétrica. Hoy en día los participantes en la comunicación no consumen las informaciones de modo pasivo sin más, sino que ellos mismos las engendran de forma activa. Ninguna jerarquía inequívoca separa al emisor del receptor. Cada uno es emisor y receptor, consumidor y productor a la vez. Pero esa simetría es perjudicial al poder. La comunicación del poder transcurre en una sola dirección, a saber, desde arriba hacia abajo. El reflujo comunicativo destruye el orden del poder. La shitstorm es una especie de reflujo, con todos sus efectos destructivos. (...)
La persona respetable incluso es imitada como modelo. La imitación corresponde a la obediencia, pronta a ejercitarse ante el poder. Justo allí donde desaparece el respeto surge la shitstorm ruidosa. A una persona de respeto no la cubrimos con una shitstorm. El respeto se forma por la atribución de valores personales y morales. La decadencia general de los valores erosiona la cultura del respeto. Los modelos actuales carecen de valores interiores. Se distinguen sobre todo por cualidades externas. El poder es una relación asimétrica. Funda una relación jerárquica. La comunicación del poder no es dialogística. El respeto, en contraposición al poder, no es por definición una relación asimétrica. Es cierto que el respeto se otorga con frecuencia a modelos o superiores, pero en principio es posible un respeto recíproco, que se basa en una relación simétrica de reconocimiento. (...)
 El Roto | Opinión | EL PAÍS
Las olas de indignación son muy eficientes para movilizar y aglutinar la atención. Pero en virtud de su carácter fluido y de su volatilidad no son apropiadas para configurar el discurso público, el espacio público. Para esto son demasiado incontrolables, incalculables, inestables, efímeras y amorfas. Crecen súbitamente y se dispersan con la misma rapidez. En esto se parecen a las smart mobs (multitudes inteligentes). Les faltan la estabilidad, la constancia y la continuidad indispensables para el discurso público. No pueden integrarse en un nexo estable de discurso. Las olas de indignación surgen con frecuencia a la vista de aquellos sucesos que tienen una importancia social o política muy escasa. La sociedad de la indignación es una sociedad del escándalo. Carece de firmeza, de actitud. La rebeldía, la histeria y la obstinación características de las olas de indignación no permiten ninguna comunicación discreta y objetiva, ningún diálogo, ningún discurso. Ahora bien, la actitud es constitutiva para lo público. Y para la formación de lo público es necesaria la distancia. Además, las olas de indignación muestran una escasa identificación con la comunidad. De este modo, no constituyen ningún nosotros estable que muestre una estructura del cuidado conjunto de la sociedad. (...)
 Actúa - Observatorio del Laicismo - Europa Laica
La indignación digital no puede cantarse. No es capaz de acción ni de narración. Más bien, es un estado afectivo que no desarrolla ninguna fuerza poderosa de acción. La distracción general, que caracteriza a la sociedad de hoy, no permite que aflore la energía épica de la ira. La cólera, en sentido enfático, es más que un estado afectivo. Es una capacidad de interrumpir un estado existente y de hacer que comience un nuevo estado. La actual multitud indignada es muy fugaz y dispersa. Le falta toda masa, toda gravitación, que es necesaria para acciones. No engendra ningún futuro. (...)
El enjambre digital no es ninguna masa porque no es inherente a ninguna alma, a ningún espíritu. El alma es congregadora y unificante. El enjambre digital consta de individuos aislados. La masa está estructurada por completo de manera distinta. Muestra propiedades que no pueden deducirse a partir del individuo. En ella los individuos particulares se funden en una nueva unidad, en la que ya no tienen ningún perfil propio. Una concentración casual de hombres no forma ninguna masa. Por primera vez un alma o un espíritu los fusiona en una masa cerrada, homogénea. Al enjambre digital le falta un alma o un espíritu de la masa. Los individuos que se unen en un enjambre digital no desarrollan ningún nosotros. (...)
El homo digitalis es cualquier cosa menos nadie. Él mantiene su identidad privada, aun cuando se presente como parte del enjambre. En efecto, se manifiesta de manera anónima, pero por lo regular tiene un perfil y trabaja incesantemente para optimizarlo. En lugar de ser nadie, es un alguien penetrante, que se expone y solicita la atención. En cambio, el nadie de los medios de masas no exige para sí ninguna atención. Su identidad privada está disuelta. Se disuelve en la masa. Y en esto consiste también su dicha. No puede ser anónimo porque es un nadie. Ciertamente, el homo digitalis se presenta con frecuencia de manera anónima, pero no es ningún nadie, sino que es un alguien, a saber, un alguien anónimo. (...)
Según Michael Hardt y Antonio Negri, la globalización desarrolla dos fuerzas contrapuestas. Por una parte, erige un orden capitalista de dominación descentrado, desligado del territorio, a saber, el «imperio global». Por otra parte, produce la llamada «multitud», una composición de singularidades que se comunican entre sí y actúan en común a través de la red. Se opone al imperio dentro del imperio. Hardt y Negri construyen su modelo de teoría sobre la base de categorías históricamente superadas, tales como clases y lucha de clases. Así, ellos definen la «multitud» como una clase que es capaz de acción común. En una primera aproximación la multitud ha de entenderse como composición de todos aquellos que trabajan bajo el dominio del capital y, en consecuencia, potencialmente como la clase que se resiste al dominio del capital. (...)
Hablar de clase solo tiene sentido dentro de una pluralidad de clases. Y lo cierto es que la multitud es la única clase. Pertenecen a ella todos los que participan en el sistema capitalista. El imperio global no es ninguna clase dominante que explote a la multitud, pues hoy cada uno se explota a sí mismo, y se figura que vive en la libertad. (...)
Los sujetos neoliberales de la economía no constituyen ningún nosotros capaz de acción común. La creciente tendencia al egoísmo y a la atomización de la sociedad hace que se encojan de forma radical los espacios para la acción común, e impide con ello la formación de un poder contrario, que pudiera cuestionar realmente el orden capitalista. El socio deja paso al solo. Lo que caracteriza la actual constitución social no es la multitud, sino más bien la soledad (non multitudo, sed solitudo). Esa constitución está inmersa en una decadencia general de lo común y lo comunitario. Desaparece la solidaridad. La privatización se impone hasta en el alma. La erosión de lo comunitario hace cada vez menos probable una acción común. (...)
El cómic y la sociedad del consumo – Tiempo de actuar 
El medio digital es un medio de presencia. Su temporalidad es el presente inmediato. La comunicación digital se distingue por el hecho de que las informaciones se producen, envían y reciben sin mediación de los intermediarios. No son dirigidas y filtradas por mediadores. La instancia intermedia que interviene es eliminada siempre. La mediación y la representación se interpretan como intransigencia e ineficiencia, como congestión del tiempo y de la información. Un clásico medio electrónico de las masas como la radio solo admite una comunicación unilateral. En virtud de su estructura anfiteatral, no es posible ninguna interacción. Su irradiación radiactiva, por así decirlo, queda sin reverberación. Irradia en una dirección. Los receptores del mensaje son condenados a la pasividad. La red se diferencia por completo en su topología del anfiteatro, que tiene un centro irradiante. Este centro se manifiesta también como instancia del poder. Hoy ya no somos meros receptores y consumidores pasivos de informaciones, sino emisores y productores activos. Ya no nos basta consumir informaciones pasivamente, sino que queremos producirlas y comunicarlas de manera activa. Somos consumidores y productores a la vez. Esta doble función incrementa enormemente la cantidad de información. (...)

sábado, 2 de mayo de 2020

"La tarde de 1995 que maté a mi sobrina..." (Hernán Casciari)


«El 14 de noviembre de 1995 maté sin querer a la hija mayor de mi hermana, haciendo marchatrás con el auto.
Entre el impacto seco, los gritos de pánico de mi familia y el descubrimiento de que en realidad había chocado contra un tronco, ocurrieron los diez segundos más intensos de mi vida. Diez segundos durante los que me aferré al tiempo y supe que todo futuro posible sería un infierno interminable.

Yo vivía en Buenos Aires y había viajado a Mercedes para festejar el cumpleaños número ochenta de mi abuela paterna (por eso recuerdo la fecha exacta: porque en unos días mi abuela cumplirá noventa,
porque en unos días se cumplirán diez años de esto que ahora narro y que me marcó como ninguna otra cosa, ni buena ni mala, en la vida).

Festejábamos el aniversario de mi abuela con un asado en la quinta; ya estábamos en la sobremesa familiar. A las tres de la tarde le pido prestado el auto a Roberto para ir hasta el diario a entregar un reportaje. Me subo al coche, vigilo por el espejo retrovisor que no haya chicos rondando y hago marchatrás para encarar la tranquera y salir a la calle.
Entonces siento el golpe, seco contra la parte de atrás del auto, y se detiene el mundo para siempre.

A cuarenta metros, en la mesa donde todos conversan, mi hermana se levanta aterrada y grita el nombre de su hija. Mi madre, o mi abuela, alguien, también grita:
—¡La agarró!

Entonces me doy cuenta de que mi vida, tal y como estaba transcurriendo, había llegado al final. Mi vida ya no era.
Lo supe inmediatamente. Supe que mi sobrina, de tres años, estaba detrás del auto; supe que, a causa de su altura, yo no habría podido verla por el espejo antes de hacer marchatrás; supe, por fin, que efectivamente acababa de matarla.

Diez segundos es lo que tardan todos en correr desde la mesa hasta el auto.
Los veo levantarse, con el gesto desencajado, veo un vaso de vino interminable cayendo al suelo. Los veo a ellos, de frente, venir hasta mí.
Yo no hago nada; ni me bajo del coche,
ni miro a nadie: no tengo ojos que dedicarle al mundo real, porque ya ha empezado mi viaje fatal en el tiempo, mi larguísimo viaje que en la superficie duraría diez segundos pero que, dentro mío, se convertirá en una eternidad pegajosa.

En ese momento (no sé por qué es tan grande la certeza) no tengo dudas sobre lo que acabo de hacer. No pienso en la posibilidad de que sea un tronco lo que he embestido, ni pienso que mi sobrina está durmiendo la siesta dentro de la casa. Lo veo todo tan claro, tan real, que solamente me queda pensar por última vez en mí antes de dejarme matar.

“Ojalá el Negro me mate” —pienso—, “ojalá sea tan grande su enajenación de padre salvaje, tan grande su rabia, que me pegue hasta matarme y no me dé la opción de tener que suicidarme yo mismo, esta noche, con mis propias manos, porque soy cobarde y no podría hacerlo, porque cometería la peor de todas las bajezas: me iría a Finlandia”.
Utilizo esos diez segundos, los últimos de calma que tendré en toda mi vida, para pensar en quien ya no seré nunca más.

Tenía casi veinticinco años, estaba escribiendo una novela larguísima y placentera,
vivía en una casa preciosa del barrio de Villa Urquiza, con una mesa de pinpón en la terraza y toda la vida por delante, trabajaba en una revista donde me pagaban muy bien, tenía una vida social intensa, era feliz, y entonces mato a mi ahijada de tres años y se apagan todas las luces de todas las habitaciones de todas las casas en las que podría haber sido feliz en el futuro. Lo pienso de ese modo, desapasionadamente, porque ya no tengo ni cuerpo con el que temblar.

En esos diez segundos, en donde el tiempo real se ha roto literalmente, en donde el cerebro trabaja durante horas para instalarse en un recipiente de diez segundos,
descubro con nitidez que mis únicas opciones —si mi cuñado no me hace el favor de matarme allí mismo— son las de huir (huir de inmediato, sobornar a alguien y escapar del país) o suicidarme. Lo que más me duele, tal como están las cosas, es que no podré volver a escribir literatura, ni a reír.

Durante mucho tiempo, durante años enteros, me siguió sorprendiendo la frialdad con que asumí la catástrofe en esos diez segundos en que había matado a mi sobrina.
No fue exactamente frialdad, sino algo peor: fue un desdoblamiento del alma, una objetividad inhumana. Me dolía saber que ya no podría escribir, que en el suicidio o en la huida —aún no había optado con qué quedarme— no existiría esa opción: la de los placeres.

Podía irme a Finlandia, sí, a cualquier país lejano y frío, podía no llamar nunca más a mi familia ni a los amigos, podía convertirme en fiambrero en un supermercado de Hämeenlinna, pero ya no podría volver a escribir, ni amar a una mujer, ni pescar.
Me daría vergüenza la felicidad, me daría vergüenza el olvido y la distracción.
La culpa estaría allí involuntariamente,
pero cuando comenzara la falsa calma o el olvido momentáneo, yo mismo regresaría a la culpa para seguir sufriendo. La vida había terminado. Yo debía desaparecer.

Pero si desaparecía, qué. Qué importancia podía tener darles a ellos la serenidad de no ver nunca más al asesino. Ellos, mi familia, los que ahora corrían lentamente desde la mesa al coche para matarme o para ver el cadáver de un niño, podrían creerme exiliado, lleno de dolor y de miedo, temeroso y ruin,
o agorafóbico; o podrían sospecharme loco, como esas personas que pierden el rumbo y la memoria después de los terremotos; alucinado, mendigo, enfermo; podrían hasta perdonarme pues me creerían fuera de toda felicidad, fuera de todo placer. Matarían a quien blasfemara mi memoria diciendo que se me ha visto reír en una ciudad finlandesa, a quien dijera que se me ha visto beber en un bar de putas, o escribir un cuento, ganar dinero, seducir a una mujer, acariciar un gato, pescar bogas o dar limosna a un marroquí en el metro. No creerían que alguien (ya no yo en particular, sino que nadie) fuese capaz de semejante flaqueza, de tan penoso olvido, de matar y no llorar, de escapar y no seguir pensando en la tarde de verano en que una niña de tu sangre ha muerto bajo las ruedas del coche.

Diez segundos eternos hasta que alguien ve el tronco y todos olvidan la situación.

Nadie, ninguna de todas las personas que almorzaban aquella tarde de hace diez años en Mercedes, recuerda ahora esta anécdota. Nadie ha tenido pesadillas con estas imágenes: sólo yo me he despertado transpirado durante años enteros, cuando esos diez segundos regresan por la noche sin el final feliz del tronco; para ellos no ocurrió más que la abolladura de un guardabarros al final de la primavera.

Nada malo pasó aquella tarde, ni nada malo ocurrió, antes o después, en mi vida.
Han pasado diez años desde entonces y todo ha sido un remanso en el que nunca lo irreversible se ha metido conmigo.
¿Por qué entonces, en estos días, siento que he cumplido sólo diez, y no treinta y cinco años? ¿Por qué le doy más importancia a esta fecha en que no maté a nadie, que a aquella otra fecha anterior en que salí de mi madre dando un grito eufórico de vida?
¿Por qué algunas noches me despierto y descubro que me falta el aire, y recuerdo como real el frío de una cabaña en Finlandia,
y me encuentro con las hilachas de la angustia y el exilio, y me ahoga la cobardía de no haber tenido la voluntad de suicidarme?

Es la fragilidad de la paz la que nos devuelve al escalofrío y a la incertidumbre. Es la velocidad infernal de la desgracia, que acecha como un águila en la noche, la que sigue allí escondida para quitarnos todo y dejarnos aferrados a un volante y pensando que la única opción es morir solos en Finlandia, con los ojos secos de no llorar.

Por suerte, casi siempre es un tronco y vivimos en paz. Pero todos sabemos, por debajo de la risa y del amor y del sexo y de las noches con amigos y de los libros y los discos, que no siempre es un tronco.
A veces es Finlandia».
Hernán Casciari 
Finlandia.