ARREBATOS ALÍRICOS

Me fui sobreviviendo como pude

(José Luis Piquero)


domingo, 16 de noviembre de 2025

A NOSOTRAS SU REINO (MARA PARRA)

 
Resulta raro, incómodo, violento escribir una reseña sobre un libro que lleva el nombre de tu padre en la portada. Especialmente si tu padre lleva varios años muerto, si el libro es de poesía (género que nunca cultivó) y si no conoces a la autora.
Es raro o, al menos, poco frecuente escribir una reseña de un libro de poesía sin conocer al autor. Más que nada porque el mundo de la poesía es muy pequeño, casi liliputiense.
Resulta, en cambio, justo y necesario escribir reseñas sobre libros editados por Ediciones Liliputienses, más que nada por una cuestión de justicia poética (que es probablemente, simultáneamente, la más y menos importante de las justicias).
Así que aquí estoy, enfrentándome a mis contradicciones. Quizá por eso comienzo esta reseña el 1 de noviembre, Día de Todos los Santos. Quizá por eso he tardado tanto en terminarla.
Mara Parra tiene un estilo seco, cortante, directo. Versos cortos y punzantes, a medio camino del ritmo y de la arritmia, despliega su lírica antipoética entre el aforismo y el navajazo. 
Dialoga con sus muertos y sus antecesores para hablar directamente a su generación y sus problemas. 




El libro se abre con 2 citas:

“dios es un poeta que siente
pero no puede aceptarlo porque
quiere ser famoso”
MARÍA PAZ GUERRERO

Y mi arte no puede ser
financiado hasta que se vuelva
gigante, más grande que el 
de todos los demás, y le confirme
al público la sensación de que están
Solos.
EILEEN MYLES


EL POLVO NEGRO DE LAS CIUDADES AHORA ES INVIERNO
Eugenio Montejo inventa
la palabra terredad
para escribir poemas
sobre un mundo verde

creo que la terredad
es una mezcla entre
tierra y amistad

Eugenio escribe
a las cigarras
y no llama al fumigador

nadie soporta
ese coro de bichos aunque
salgan a la superficie
una vez cada veinte años

pero sabemos hacer petróleo
aluminio y motores
y los que más saben
construyen cohetes
para escapar del mundo
cuando canten
los insectos.

MIS AMIGAS ELIGIERON BARCELONA
Nunca nos dio
el cielo
la calma que
prometen los poetas
todas tuvimos
algún tipo de cáncer
rezamos al petróleo
lleno eres de magia
y no hemos logrado
que salve a los cerros
ni a los peces
ni a los coirones
por eso me encanta
les juro que
me encanta
que se vayan
en busca
de un mar
más dulce
que el nuestro.

DESPUÉS DE ESCAPAR DEL FASCISMO
Mi abuela
consigue un iphone
y visita
casinos en línea
mi abuelo
juega al sudoku
y hace trampa
con chat gpt
de vez en cuando
rezan
para que haya paz
en lugares donde
nunca estuvieron

lo que no saben
es que el fin del mundo
llegó justo antes
de que bajara
la señal de internet.

PATRIARCADO FOR DUMMIES
Los que inventaron
que hay una forma
ideal de nuestros cuerpos
son los mismos
que alguna vez
comieron de ellos.

ESPECISMO FOR DUMMIES
El que hizo de las serpientes
un símbolo de pecado
nunca se preguntó
si los animales tuvieran religión
cuál sería su diablo.

HONRARÁS A TUS ANTEPASADOS
Carmen Conde
tiene un poema
que dice

Necesito tener el alma mansa
como una triste fiera dominada

Carmen rompe
con muchas cosas
de su época 
pero se ve
que no puede
no puede
contra los endecasílabos

a lo mejor
si yo también
pongo los veros
de a once
me dejará
de visitar
ese fantasma
que pregunta
entre plumas y ruleros

¿qué has roto tú?

MANSPLAINING FOR DUMMIES
¿También nos explican
a qué sabe la sangre
personas que nunca
han menstruado?

A NOSOTRAS SU REINO
Mara Parra.
Ediciones Liliputienses, 2025.
I Premio Internacional de Poesía Manuel Peña Sanz.

martes, 11 de noviembre de 2025

Lo mejor de "MISTICISMO: la experiencia del éxtasis" (Simon Critchley)


 

MISTICISMO: LA EXPERIENCIA DEL ÉXTASIS

Érase una vez la peste. Ante el temor de enfermar y morir, la gente llevaba la vida de un ermitaño, distanciados los unos de los otros en las celdas de sus hogares, enmascarados para protegerse de una realidad contaminada, en absoluto confiable, y definida por la pestilencia, el dolor y el sufrimiento. De repente se dieron cuenta de que vivían en un mundo de contagio y de que incluso ellos mismos podían ser contagiosos. Siguieron una práctica que los antiguos llamaban «anacoresis», un retiro del mundo, un recogimiento en soledad. (...)

Algunos de ellos, los más pudientes, huyeron de las ciudades en busca de la aparente seguridad del campo. Los más humildes se quedaron donde estaban, esperando a que sucediese lo mejor, pero a la vez temiendo lo peor. Apartados de su obligatorio ir y venir diario y de su embrutecedora batería de distracciones para distraerse de la distracción, llegó a sus oídos el silencio, o algo muy similar al silencio, a veces acentuado por el canto de algún pajarillo. Quisieran ellos o no, todos se convirtieron en anacoretas. Se convirtieron en místicos involuntarios. (...)

Los sentimientos tan intensos y tan confusos que tenían parecían remitirlos a unas prácticas y creencias que consideraban desfasadas, supersticiosas, irracionales y, francamente, también vergonzosas. Fue como si en medio de aquella peste hubiese despertado algo arcaico, elemental, primigenio, muerto desde hacía mucho tiempo. Algunos comenzaron a preguntarse por la naturaleza de estos sentimientos arcaicos y por la manera en que podrían entender el misticismo que había revivido, como un fantasma al que nadie había invocado. (...)

¿Por qué el misticismo? Evelyn Underhill, fascinante figura un tanto olvidada que hizo mucho por popularizar el misticismo a comienzos del siglo xx, lo define como «la experiencia en su más intensa forma». (...)

El misticismo no es algo fundamentalmente teórico. No consiste en una simple creencia intelectual en la existencia de Dios como si fuera una especie de postulado metafísico que uno puede afirmar o rebatir. El misticismo es más bien existencial y práctico. Es –y esto puede servir a modo de definición improvisada– el fomento de unas prácticas que te permiten liberarte de tus típicas costumbres, tus habituales fantasías e imaginaciones y, una vez ahí, permanecer de un modo extático. Este es un libro sobre tratar de salir fuera de uno, de perderse, sin dejar de ser consciente de que el yo no es algo que se pueda abandonar por completo. Aunque siempre se puede intentar. Eso a lo que llamo «éxtasis» es una manera de sobrepasar el yo, de hallarse suspendido más allá de los confines de la propia cabeza, y la sensación de alegría, placer y júbilo que acompaña dicha experiencia. Es algo que tal vez conocíamos mejor en nuestra infancia, en especial en la experiencia del juego, pero a lo que hemos renunciado en nuestra adolescencia y en nuestra excesivamente larga adultescencia. La madurez es la renuncia al éxtasis. (...)

Aun así, hay áreas de la experiencia humana que sí nos permiten abrirnos paso más allá de ese yo pegajoso hacia algo mucho mayor, más vasto: algo cargado de efervescencia y tal vez de un gozo puro y desenfrenado ante el hecho de la vida y del mundo. Este abrirse paso hacia el exterior es justo lo que hace la religión en la mejor de sus versiones, es lo que puede generar en nosotros el arte en su vertiente más noble, la dirección en la que nos puede orientar la poesía; es también lo que puede suceder –si somos afortunados– en nuestra vida sexual y tal vez sea también lo que mueve el deseo de la embriaguez, del tipo que sea. (...)

Podemos ver esas experiencias como formas de abandono. Uno renuncia a todo deseo de control, de dominio sobre uno mismo y sobre los demás, y se somete libremente. En tales momentos –que son situaciones de una exposición y vulnerabilidad extraordinarias–, el yo se disuelve en un entorno más grande y más amplio, con más espacio para el ser. Ese abandono se produce de un modo particularmente poderoso en la experiencia de la música. El misticismo consiste en evocar esas experiencias y abrirnos a ellas, unas experiencias ilimitadas de viveza e intensidad. El misticismo es una manera de describir un éxtasis existencial que se halla fuera de los límites del yo consciente y que es más que este. Consiste en un dejamiento y un desapego, que podría suponer llevar una existencia desprendida, una apertura fluida, una soltura despejada, una límpida intensidad donde los conceptos de la mente y el mundo, del alma y de Dios se disuelven en algo absolutamente más extraño y, aun así, más simple: la experiencia de una libertad que no es dar libertad a nuestros deseos, sino liberarnos de nuestros deseos. (...)

El aliento es la forma original del «espíritu». El «Pienso, luego existo» de los filósofos se podría reformular más apropiadamente como «Respiro, y es lo que hay». La conciencia es una manera restringida e inútil, limitada y dualista de concebir lo que William James llama «la corriente de la vida», un flujo que engloba el aliento de nuestras ideas tanto como el vasto cosmos que nos envuelve con su respiración pausada. El misticismo consiste en la posibilidad de una vida extática. Durante los últimos dos siglos, con las obvias excepciones de gente como Nietzsche y, de manera más reciente, Georges Bataille, la filosofía ha conseguido vacunarse de un modo más o menos eficaz contra ese tipo de experiencias que hallamos en los místicos. Ha llegado el momento de reintroducir el virus. (...)

La realidad nos presiona desde todas las direcciones con una fuerza implacable, con una violencia que nos agota y nos deja sin energías, que desperdicia nuestra capacidad para creer y gozar. El mundo nos ensordece con su ruido, nos escuecen los ojos por la creciente incoherencia de la información, la desinformación y la presencia constante de la guerra. Todos sentimos, todos vivimos sumidos en la pobreza de la experiencia contemporánea. Son tiempos plomizos, pesados; tiempos de escasez. En consecuencia nos sentimos infelices, ansiosos, desdichados y aburridos.

¿Cómo puede uno decir que todo va a ir bien? Esa es la gran proposición de la protagonista de este libro, la mística medieval inglesa Juliana de Norwich (circa 1342-1416), a quien vamos a dedicar una buena cantidad de tiempo. ¿No es una locura? ¿Cómo va a ir todo bien en un valle de lágrimas? (...)

Para T. S. Eliot, escribir poesía es una insufrible lucha con las palabras y los sentidos donde las palabras no coinciden con los significados y los significados no terminan de estar a la altura de las palabras que pretenden expresarlos. Las palabras se te escapan, los sentidos se te escapan, pero el objetivo de esta poesía apunta hacia una quietud, un punto inmóvil en el mundo que gira y gira, una experiencia de encarnación donde se intersecan el tiempo y la atemporalidad. Este punto, que tan solo puede expresarse en los términos de la negación, la antítesis y la paradoja que Eliot toma prestada del misticismo, se encuentra fuera de las palabras y, por tanto, fuera de la poesía. Es un estado más cercano a la música, una música que es fuego, es vida y es danza. (...)

Un éxtasis sensato. Lo que yo intuyo –no es más que eso, una intuición– es que la música, la música común y corriente, la compartida, la cotidiana, sea elevada, de baja estofa o se encuentre en algún punto intermedio, en la mejor de sus expresiones es capaz de describir cómo nos sentimos y permitir que sintamos algo más. La música es capaz de concitar un sentimiento que puede ser de júbilo, pero también puede ser un temor, una tristeza o un anhelo soterrado, cosas más profundas que la cognición, los conceptos o la consciencia. Podemos considerar esto una participación de eso que Juliana llama «sustancia bondadosa», una empatía que va más allá de las palabras y que, quizá, sea su condición previa. La música –y este es su milagro, el motivo por el que sería un error vivir sin música, como insistía Nietzsche– puede conllevar esa emoción y retenernos por un instante. Y, tal y como escribe Eliot, somos la música mientras la música dure. (...)

Es posible que sea en la experiencia de la música cuando más cerca estemos de percibir un universo animado y de comunicarnos con él. Es imposible ser ateo cuando uno escucha la música que le embarga. (...)

Yo creo que merece la pena preguntarse por qué escribe uno. ¿Es simplemente por el deseo de una relativa notoriedad o por ascender un peldaño en la escalera del academicismo? No podemos descartar tales ambiciones por absurdas y narcisistas que sean. George Orwell tiene razón cuando afirma que «todos los autores son vanidosos, egoístas y vagos», y que «escribir un libro es una lucha horrible y agotadora», pero el deseo más básico de la escritura hay que buscarlo en otra parte. Escribir es aspirar a –e incluso anhelar– el misterio de un claro entre los árboles, un espacio despejado distinto del yo, la inmensa habitación de la experiencia vital, que es una estancia soleada pero sin ventanas. Escribir es tomar parte en la lucha por pasar desapercibido. El problema es que el ego no deja de estorbar. Buscamos un claro, pero conforme atravesamos este denso bosque de árboles y matorrales, no dejamos de engancharnos en las ramas, nos ensuciamos de tierra y nos vemos arrastrados de vuelta hacia el paisaje cada vez más oscuro de la duda, la duda de nosotros mismos que atormenta y persigue al escritor a cada paso que da. (...)

Hay una contradicción fundamental en cualquier acto de escritura –este es el núcleo del ensayo de Carson– que se pone de manifiesto en los textos místicos a través de su desempeño ejemplarizante: escribir es que un ego cuente qué es carecer de ego, alcanzar la unidad o la indistinción con Dios, una fusión cautivadora con el propio objeto, la completa desaparición de la voluntad individual en la materia del pensamiento. Escribir textos místicos (o quizá escribir bien, sin más) es –y solo puede ser– someterse, entregarse por completo al deseo de desaparecer del texto, extinguirse o aniquilarse a uno mismo. ¿Y cómo vamos a cuadrar el deseo de autoaniquilación del místico con la «brillante autoafirmación» de los escritos de Safo, Porete, Weil y Carson? La verdad es que no podemos. En palabras de Carson, «ser escritora es construir el núcleo de un ego grande, ruidoso y brillante». El misticismo no es una escritura automática, sea lo que sea eso, y no se puede reducir a la transcripción de una expresión supuestamente divina. (...)

Por muy ebrios que puedan parecer algunos textos místicos, esta escritura requiere de sobriedad. Y requiere también de estilización, estructuración, un profundo conocimiento del género y sus tradiciones y de la inmersión en una red de prácticas literarias y litúrgicas. Es más importante aún, como dice Carson, que «cualquier declaración de intenciones al respecto de aniquilar este yo sin dejar de escribir y de dar voz a lo escrito ha de involucrar al escritor en ciertos actos importantes de subterfugio o de contradicción». El ensayo de Carson –un ensayo de tres partes que en realidad son cuatro, sobre tres mujeres que resultan ser cuatro– es un admirable ejemplo de tal subterfugio. (...)

¿CUÁL ES EL RETO QUE EL AMOR LE PLANTEA AL YO? Esa es la puesta en escena a la hora de escribir, la de todas las formas de escribir a priori interesantes, al menos las que no se pueden reducir sin más a un amor por uno mismo. Y la mayor parte de la escritura, como la mayor parte del amor, es amor por uno mismo, que es justo lo que le resta todo el interés a lo escrito, y ese amor sin interés –o no amor, realmente– es una larga oda sobre uno mismo. Esta contradicción entre el completo «selfismo» y el intento de decrear el yo es la paradoja que habilita la escritura, en especial la mística, y por eso son necesarios esos subterfugios. Sin embargo, ¿no es también una paradoja inhabilitante? Como diría Flannery O’Connor, la sombra terrestre del yo nos impide ver la fina franja de la luna creciente, ¿no es así? Escuchemos lo que dice Carson al comienzo de Economía de lo que no se pierde, de 1999, una serie de conferencias en las que lleva a cabo una especie de lectura comparativa o, mejor dicho, de contrapunto de dos poetas de extremos opuestos de la historia que en apariencia no tienen nada en común: Simónides (556-467 a. C.) y Paul Celan (1920-1970). Hay que decir que es una maestra del contrapunto. He aquí el párrafo de apertura: Hay demasiado yo en mi escritura. ¿Conoces el término que utiliza Lukács para describir la estructura estética? Eine fensterlose Monade. Yo no quiero ser una mónada sin ventanas, mi educación y mis educadores se oponían rotundamente a la subjetividad. Me he esforzado desde el principio por adentrar mi pensamiento en el paisaje de la ciencia y de los hechos mientras otras personas se dedican a conversar en términos lógicos e intercambiar juicios, pero yo salgo ahí a ciegas. Pues bien, escribir requiere de un ir y venir a la carrera entre ese paisaje crepuscular donde se arroja la facticidad y una habitación sin ventanas despejada de todo cuanto no conozco. Lo que lleva tiempo es despejarla como un claro, y ese claro es un misterio. (...)

Uno escribe para desaparecer, evadirse, fundirse o convertirse en algo distinto. Como dice Clarice Lispector: «Yo escribo, y así me libro de mí misma y puedo descansar por fin» (el término «descansar» será importante cuando hablemos de Juliana). Por supuesto, este es el origen de mi interés por Anne Carson y la práctica mística: yo también, lo único que deseo es desaparecer por completo, aniquilarme, hallar el descanso, pero el yo continúa interponiéndose, como la sombra de la tierra que oculta la luna. Aquí corremos el riesgo de quedar atrapados en un retroceso infinito: Safo, Porete y Weil cuentan sobre otro, pretenden escribir de manera heterológica. Anne Carson escribe sobre ellas cuando escriben. Quiere eliminarse de la escritura, ser el cuarto miembro ausente de este tango a tres, pero no puede. Yo también estoy intentando escribir sobre Anne Carson, tengo la intención de quitarme de en medio y fracaso en mi intento. La escritura es una narración del yo, una narración que quiere quitar de en medio al yo pero no puede conseguir lo que desea. (...)

Esa podría ser, quizá, la dificultad de escribir sobre el amor. Estas tres mujeres, y Anne Carson también, al tratar de contarte sobre Dios, en realidad están tratando de contarte el amor. Ahora bien, en la medida en que lo hacen, el yo queda retenido, y ellas no aman realmente, es decir, que no se unen verdaderamente con Dios ni acceden a esa zona de indistinción con lo divino. Más bien, continúan actuando por amor a sí mismas al tiempo que afirman no amar al yo y amar únicamente a Dios. Lo doloroso de la dialéctica erótica de Dios y el yo queda más claro en la lectura que Carson hace de Margarita Porete, donde concluye que… su amor a Dios es en realidad un obstáculo para la lealtad a Dios, porque este afecto, como la mayoría de los sentimientos eróticos, es en gran medida un amor a uno mismo: hace de Margarita una esclava de Margarita en lugar de serlo de Dios. Dicho de otro modo, el amor a Dios de Margarita Porete en realidad obstruye su acercamiento a Él porque tal amor es un amor a sí misma, y el intento de aniquilación del yo termina colocando al yo de Porete en el centro de la escena. Escribir sobre el amor nos convierte en unos hipócritas, y todo aquel que se dedica a ello es un farsante que afirma quitarse de en medio mientras proclama ese núcleo de un ego grande, ruidoso y brillante. (...)

Lo que atrae a Carson de las tres mujeres analizadas en el ensayo «es que ellas sí saben lo que es el amor». Al inicio del ensayo, Carson pregunta en cursiva: «¿Cuál es el reto que el amor le plantea al yo?». La respuesta es que el amor reta al yo a abandonarse y dejarse atrás, a acceder a la pobreza. Y cuanto más contamos sobre yo, menos capaces somos de acceder a la pobreza y menos amamos. El amor es el deseo de amar y ser incapaz de hacerlo. Todavía nos sobra demasiado yo, estamos demasiado llenos de él. Entre los comentarios sobre la decreación en sus cuadernos, Simone Weil escribe: «Dios solo puede estar presente en la creación bajo la forma de la ausencia». Para acercarse a Dios, uno ha de apartarse de la creación y decrear el yo. Esto hace imposible contar la decreación, porque el hecho de contar implica al yo. Continúa Carson: «Esta escritora va a tener que invocar a un Dios que traiga su propia ausencia consigo, un Dios cuya Lejanía está más Cerca. Es un movimiento imposible que tan solo es posible por escrito». (...)

Cristo es nuestra vestidura, «nos envuelve y nos cubre, nos abraza y nos guía». El término que mejor describe la vestidura divina para Juliana es «amplia». Si la vestidura del pecado, como veremos, es apretada y sucia, la túnica de la redención tiene una tela abundante que queda suelta, en un envoltorio lujoso de muchos pliegues, del tipo que vemos en las imágenes medievales de la divinidad, como en las ilustraciones de los manuscritos. El otro adjetivo que se utiliza de manera repetida es «cortés». Juliana, igual que Porete y otros místicos, utiliza las convenciones del amor cortés en la Edad Media. El Libro de Juliana es una especie de romance cortés sobre el supuesto de la cortesía de Cristo. Este no es un Dios indignado ni irascible. Dios es bueno y, por tanto, nunca se puede enfadar: «Oure Lorde is nevyr wroth nor nevyr shall» («Nuestro Señor nunca está enfadado y nunca lo estará»). El Cristo de Juliana es increíblemente gentil, educado y de buenos modales. Su cortesía tiene el objetivo de reconfortar. Toda la ira queda del lado del hombre. (...)

Lo que distingue el cristianismo medieval del judaísmo, del islam y, más tarde, del protestantismo es justo esta proliferación de objetos tangibles, táctiles e insistentes, frescos que rezuman en las paredes y cosas así, todos ellos suspendidos prácticamente en equilibrio al borde de la animación, y que a veces se decantan por cobrar vida. Fuera lo que fuese lo que Dios pretendía con este cosmos no era simplemente metafísico, sino físico: un modo intensificado de dación perceptible con los sentidos. El problema ontológico central que plantean estos objetos es el de la semejanza: ¿cómo es posible que la semejanza sea como lo que es desemejante? ¿Cómo puede un objeto ser algo que es otro completamente distinto? ¿Cómo es que un fragmento o una reliquia representa aquello que no puede ser representado? ¿Cómo puede ser que una parte represente a un todo? ¿Cómo puede ser, digamos, que el hábito que tenía el místico Enrique Susón de partir una manzana en cuatro fuese como el Dios trinitario (una porción para cada una de las personas de la Santísima Trinidad y otra para el propio Enrique)? ¿Cómo es posible que las gotas de lluvia o las escamas de arenque sean como la sangre de Cristo? Dice Bynum: El poder del objeto reside, sugeriría yo, no tanto en su deíxis como en la paradoja de lo que podríamos llamar «semejanza desemejante», es decir, tanto en la desemejanza entre sí del diente, el cuerpo, la gema endurecida y el sarmiento que crece como en la totalidad del cielo que todos ellos en conjunto presentan y representan. Los objetos no son simples signos o señales que apuntan a algo trascendente, sino que son más bien la encarnación de lo trascendente. Los objetos tienen capacidad agente, tienen superpoderes. (...)
Lo que Bynum pretende hacer en los ensayos de Dissimilar Similitudes es dejar que hablen los objetos. Y cuando hablan, lo hacen en la lengua de la paradoja. (...)
Obviamente, es muy sencillo despreciar los objetos devocionales como la cuna de Cristo –como hizo Lutero– por considerarlos una bobada producto de las ansias de unas monjas frustradas sin hijos. Y aun así, estos objetos son paradójicos para Bynum: evocan la presencia y la ausencia, el lugar literal del bebé Dios y la promesa de un cielo que supera la imaginación. «Para los fieles medievales –escribe Bynum–, las cosas del cielo son semejantes y desemejantes a las cosas de la tierra». Las imágenes y los objetos devocionales impelen al espectador atento a ver lo literal que tiene delante y a ver más allá. A ver ambas cosas a la vez. (...)

La idea de la semejanza desemejante nos permite afrontar la paradoja de la materia en el corazón del cristianismo y en el núcleo de la teología de Juliana. La materia, un poderoso leitmotiv a lo largo de toda su obra, es el centro de atención del libro de Bynum de 2011 Christian Materiality. La materia es algo desconcertante dentro del cristianismo: es a la vez pasajera y eterna, corruptible e incorruptible, mutable e inmutable. La materia fue creada por Dios, y sus criaturas hemos de amarla y preservarla. Y, al contrario que en el gnosticismo, Dios se hace materia en la persona de Cristo. De manera que la materia es ese lugar, ese medio donde los contrarios coinciden de manera disyuntiva, paradójica. (...)
Bynum ofrece una maravillosa interpretación de la herida en el costado de Cristo, lo que Juliana llama «su dulce costado abierto», de la que mana abundante sangre. En el cristianismo medieval, el cuerpo de Cristo, que está entero en el Evangelio, se divide en una serie de fragmentos, en partes diferentes que adquieren funciones claras e independientes. En las ilustraciones de algunos manuscritos, la herida del costado figura sola y en sentido vertical, como una mandorla con forma de vulva. Los fragmentos del cuerpo de Cristo asumen una función apotropaica, sanadora y redentora. La faja de parto que se colocaba o que se ceñía una embarazada como amuleto contra el parto difícil mostraba fragmentos además de una herida en el costado con forma de rombo. De manera similar, Juliana se centra exclusivamente en la sangre de Cristo, vista como una entidad prácticamente independiente, separada, con su propio poder salvífico. La sangre de Cristo tiene una semiautonomía. La sangre es al tiempo una parte y un todo que santifica. «En la devoción tardomedieval –dice Bynum– la parte es el todo». La devoción cristiana medieval es la vida de esta paradoja. (...)

PARADOJAAAAAAA

Volviendo con la formulación que Bynum toma de Nicolás de Cusa, la paradoja es la coincidencia de los opuestos. No es una combinación, sino una contradicción que no se puede hacer coincidir dialécticamente con una síntesis. Son dos sucesos antitéticos que se producen al mismo tiempo. Este mantenimiento de dos opuestos juntos está por todas partes en la obra de Juliana. Es la manera más fructífera de entender la relación entre bienestar y malestar, amor y pecado, desdicha y rescate, la vida eterna y la facticidad de la muerte. (...)
Para el místico, objeto y sujeto están vinculados de manera inseparable por medio del acto de la devoción. La dimensión subjetiva de la creencia y los objetos empleados en la práctica de esa creencia son dos caras de la misma moneda. Sujeto y objeto forman una divisa experiencial común. En el mundo moderno, esta moneda se ha devaluado por completo. (...)

Pienso en Lutero al regresar a Wittenberg en 1522, cinco años después de que sus noventa y cinco tesis prendieran la llama de la Reforma. Estaba horrorizado ante la destrucción generalizada de los objetos devocionales que estaba teniendo lugar. Lutero estaba en contra de semejante iconoclasia y declaró que no se debían destruir los objetos religiosos porque son adiaphora, objetos indiferentes. Su idea era que, en realidad, nadie creía que, digamos, una figura esculpida es Dios. Esas cosas se pueden quedar ahí sin hacerles caso. Lutero no entendía lo que había provocado, fueran cuales fuesen sus remilgos o sus equivocaciones. La Reforma separó la subjetividad en la creencia religiosa de los objetos utilizados en la práctica ritual. La fe se convierte en una cuestión puramente interior, sin duda indiferente a los objetos antes reverenciados y dotados de vida: iconos, reliquias, etcétera. Esta separación conduce a un divorcio cartesiano entre los objetos pensantes, como nosotros, y las extensiones materiales, como los objetos devocionales. (...)

El misticismo es una forma de vida que cuestiona y altera nuestro modo de entender la filosofía, la experiencia estética y la música. Como ya dije al principio, el misticismo es una categoría atribulada y anacrónica. Identifica, reduce y petrifica en retrospectiva una compleja red de prácticas hermenéuticas, litúrgicas, espirituales, somáticas y rituales en algo llamado «experiencia religiosa» que se tiene o no se tiene. Es de la experiencia religiosa de donde parte alguien con una mentalidad tan abierta como William James: ¿ha tenido visiones de Dios o no? Por lo general, los filósofos sobrios no las han tenido, y por lo tanto descartan el misticismo, se oponen a él o sospechan de él como un delirio psicótico, una enfermedad neurótica o una droga de entrada a un fanatismo peligroso. Por el contrario, mi objetivo en este libro ha sido tratar de entender la tradición religiosa contemplativa o visionaria que todos nos apresuramos a denominar misticismo de un modo reductor antes de someterla siquiera al tribunal kantiano de la razón. (...)

Con el acto de escribir, ese «yo» de Margarita Porete o de Juliana de Norwich se materializa a través de la otredad de Dios. El yo se convierte en sí mismo por medio de una serie de formas de cultivada sumisión al otro, a menudo a través de extraños actos de ventriloquía, donde Dios habla al místico por boca del propio místico. Este libro, en especial hacia el final de la segunda parte, en los capítulos sobre Annie Dillard y T. S. Eliot, ha tendido de manera deliberada hacia la ventriloquía, el acto de permitir que las palabras de otro te hablen hablando a través de ti. Es curioso que podamos descubrir lo que queremos decir a base de decir lo menos posible y dejar que sea otro quien hable por nosotros. El misticismo que más me atrae se mueve alrededor de un proceso de decreación, un despojamiento que es lingüístico y somático, siguiendo la vía de las negaciones ascendentes. Las dos corrientes que fluyen en el misticismo medieval son la reinterpretación constante del sentido del amor en el Cantar de los Cantares y la teología apofática, negativa, que se remonta a Dionisio. (...)

Los conceptos místicos son teológicos; cristianos, de manera más específica en el caso de Juliana de Norwich o del Maestro Eckhart. La experiencia es algo que se alcanza por medio de las prácticas de la lectura, el ayuno, la devoción, la oración y todo lo demás que se fue desarrollando a lo largo de los extensos siglos de devoción cristiana. Tal y como hemos visto, el misticismo es una experiencia que implica y procede de una forma compleja de inmediatez mediada. Solo se puede entender como la entrega a una serie de prácticas y técnicas hermenéuticas que progresan a través de varios pasos y etapas, y llegan a describir un camino, una senda que se puede entender como un ejemplo para los demás, para nosotros. (...)





La sola idea de la experiencia religiosa ya resulta problemática. Imaginemos el misticismo en términos de la recepción pasiva, plana y hacia el interior de un fenómeno (es decir, Dios), pero el tipo de experiencia que nosotros pretendemos comprender es más activo, con una mayor intervención y orientado al exterior. Tiene un lado conceptual y un lado práctico, y es aquí donde la idea hegeliana de la experiencia como Erfahrung –algo activo, emergente y creativo– nos ofrece algo de ayuda. La experiencia no es simplemente una receptividad pasiva, sino una forma de articulación conceptual que avanza por una vía de negación. Esta es la senda por la cual, en términos de Hegel, emerge un objeto nuevo para un sujeto.



Solo a base de librarnos de nosotros mismos tanto como sea posible seremos capaces de lograr un avance decisivo hacia lo divino, lo que yo he llamado una existencia desprendida. Es cuestión de despojarnos de la parte de criatura que hay en nosotros, para mí el «Critchley» que hay en nosotros: librarnos de nosotros mismos, quitarnos de en medio. Para Eckhart, todas las criaturas son una pura nada, y Eckhart va todavía más lejos, demasiado lejos para la ortodoxia de su tiempo: él ve a Dios como la nada. (...)
Aquí, en el itinerario místico de la aniquilación del alma, Dios deja de ser Dios. Una vez aniquilada el alma, Dios ocupa el lugar del alma, y yo, sea cual sea el significado que pueda tener ese pronombre llegados a este punto, me convierto en el espacio del divino reflejo de sí mismo. En la sinuosa formulación de Margarita Porete, Dios «se ve a sí mismo en ella, para ella, sin ella, quien –es decir, Dios– le muestra que no hay nada salvo Él». En palabras más sencillas, yo me convierto en Dios. (...)





“Esta es la idea de la deificación, theosis, que es mucho más común en el cristianismo de Oriente que en el de Occidente, porque la ortodoxia da una prominencia mucho menor al concepto del pecado original que el catolicismo, y no digamos ya que la mayoría de las ramas del protestantismo. Ahora bien, si Dios solo es Dios para el alma, es decir, en distinción del alma, entonces, toda vez que el alma ha dejado de existir, ¿qué sentido conserva el concepto de Dios? Este, creo yo, es el significado más profundo del pensamiento de Eckhart de que cuando estoy privado de la voluntad, aniquilado y desapegado, cuando me hallo en mi primera causa, cuando «no tenía Dios, yo era causa de mí mismo». (...)

La cuestión más profunda es que la paradoja es la vida del ritual. Tal y como argumenta Mary Douglas en Símbolos naturales, los rituales hacen uso de la paradoja y la contradicción para expresar cosas que de otro modo no podríamos expresar: anomalías y ambigüedades que alteran la generación de patrones por medio de los cuales otorgamos un sentido a la maldita confusión de ese hervidero de la experiencia. En la eucaristía, por ejemplo, se revela la unidad paradójica e imposible de la vida y la muerte. (...)

“La muerte se suaviza por su bienvenida al ritual. No se controla. No se elimina. Se mitiga. El zarpazo de la muerte, la oscuridad y la aniquilación se atenúan. En el ritual, la posibilidad del descanso, ese concepto nuclear del pensamiento de Juliana, se vuelve real, por fugaz que sea. A pesar del sufrimiento que pesa sobre nosotros, si tenemos paciencia, si prestamos atención a ese punto inmóvil en el mundo que gira, entonces quizá todo vaya bien. La existencia se puede convertir en una existencia liberada si somos capaces de aferrarnos a ese claro de amor en el bosque. Podemos encontrar paz y sentirnos rescatados, incluso salvados. La imposibilidad lógica de abrazar al mismo tiempo la creación y la decreación, la materia y su negación y, en última instancia, la vida y la muerte se hace posible en el ritual. En el panorama estándar que hemos heredado de Max Weber, la modernidad trae el desencanto del mundo. En el ritual, en la vida de la práctica devocional, ese mundo se reanima. En esos momentos, nunca hemos sido modernos. Para mí, no está claro con qué frecuencia suceden esos momentos ni cuánto tiempo duran –ni ellos ni sus efectos–, pero quizá sea mucho más de lo que solemos pensar. (...)

En el misticismo –y pensemos en lo que he dicho sobre los objetos devocionales como las reliquias–, las cosas no están muertas, sino que se están volcando constantemente en la vida. No existe una línea clara y nítida de demarcación filosófica entre la vida del sujeto que le confiere sentido y el mundo de los objetos supuestamente inertes, inanimados y carentes de sentido. En la práctica mística, los objetos nos hablan en respuesta, imbuidos de una especie de magia natural. Las cosas están poseídas por la vida, como un balón cuando jugamos al fútbol o vemos un partido y lo empujamos con nuestros deseos para que llegue al fondo de la red. En términos epistemológicos, sabemos que ese balón no es más que una pieza de cuero o una compleja amalgama de plásticos de una marca deportiva, pero se convierte en un objeto animado jugada tras jugada. Un mundo místico y ritualizado es un cosmos de materialidad animada. Es una asamblea de cosas que están vivas y rebosantes de sentido. (...)




En el ritual, la vida humana adopta un aspecto arcaico, un arcaísmo que llevamos con nosotros y dentro de nosotros, como esa mantita o el juguete con el que el niño pequeño administra su poder sobre el universo y gestiona la ausencia de su amada madre: un objeto transicional en la teoría psicoanalítica de Winnicott. Para el místico, para el devoto, y quizá para mucha de la gente común al menos por un tiempo, los objetos adoptan una condición transicional, mágica, viva, con unos poderes superiores a los nuestros e imbuida de una función salvífica, sanadora: el diente de Cristo o un chicle de Nina Simone. (...) Me estoy acordando ahora de un libro fascinante del músico Warren Ellis sobre el chicle que Nina Simone pegó debajo de su piano de cola antes de su última actuación en Inglaterra, en 1999. Ellis no le quitó ojo al chicle durante todo el concierto y, en cuanto finalizó, subió de un salto al escenario y se hizo con él. Lo envolvió en un pañuelo de papel y lo tuvo guardado en una bolsa de Tower Records durante veinte años. Lo sacaba de vez en cuando y se quedaba mirándolo, aquel objeto sagrado. Corrió la voz acerca de aquel chicle, hasta que terminó expuesto en una vitrina encargada a tal efecto en la Black Diamond Library de Copenhague. Para Ellis, igual que para sus lectores y oyentes, ese humilde fragmento de basura ha adquirido la condición de una reliquia sagrada.



Podemos imaginarnos todo un inventario de tales reliquias, objetos imbuidos de sentido y entrelazados unos con otros en el tejido de una vida. Jarvis Cocker, líder del grupo musical Pulp y poeta de primer orden, escribió un libro entero a base de pequeñas historias sobre objetos rutinarios –lo que mi madre llamaba baratijas– metidos en una caja en un loft durante un par de décadas: gafas rotas, posavasos de cartón, papeles viejos con letras de canciones y planes audaces, chapas, pedazos de jabón, cintas magnetofónicas, bolsas de plástico de comercios…, es decir, basura. A través de esos objetos devocionales desechados, Cocker se las arregla para contar la historia de la música, del pop, lo bueno y lo malo. A través de estas cosas, vemos cómo y cuánto le importaba la música, y también cómo y cuánto nos importa a nosotros. (...)
Como dije en un principio, es en la experiencia estética donde más cerca estamos de la sensación de un universo animado y de comunicarnos con él, y quizá lo hagamos sobre todo cuando escuchamos una música que nos encanta. En esos momentos, es imposible ser ateo. (...)



El misticismo nos puede llevar a cuestionarnos algunos de los hábitos, prejuicios y fetiches de la filosofía. Gran parte de la filosofía –sin duda el estudio de la filosofía antigua, pero no es ni mucho menos la única– se basa en un fetichismo por el texto original, por leerlo en su idioma original, entendido como una suerte de ventana a través de la cual nos podemos asomar directamente al alma del pensamiento filosófico y las intenciones del pensador. En la filosofía, sufrimos de la fantasía del retorno al origen. El misticismo, por el contrario, vive a través de una continua y transformadora historia de la recepción. Los textos místicos son palimpsestos, una superposición de capas de alusiones y unas densas redes de citas y citas de citas. Están compuestos de estratos acumulados con el paso del tiempo. Es frecuente que no haya un texto original y que solo tengamos copias, traducciones, copias de copias y traducciones de traducciones. En muchas ocasiones solo se conservan algunas partes de una obra, y lo que circula son fragmentos de esas partes. El misticismo tiene más en común con el modernismo estético de, por ejemplo, Ezra Pound o Eliot, que con la filosofía. Avanza por acumulación, un amalgama de citas y traducciones, un depósito progresivo de fragmentos sobre las ruinas. En los textos místicos recibimos una acumulación de citas y, de manera simultánea, un desprendimiento, una apophasis, sustracción y exceso a la vez. (...)
misticismo es, más bien, una tradición de maquetas, singles, grabaciones eliminadas o múltiples versiones de la misma canción (o infinitas variaciones sobre el Cantar de los Cantares). Además, los textos místicos no siempre estaban pensados para leerlos en silencio, sino en voz alta, ser oídos y vistos: interpretados, representados de manera teatral. Es una tradición de pensamiento donde el argumento va acompañado de visiones dramáticas y donde la experiencia de un doloroso abandono y de un transporte desenfrenado tiene acomodo junto a la dialéctica. El misticismo es una tradición del pensamiento infrarreconocida por la filosofía, una tradición que es íntima, personal, afectiva, visionaria, corpórea, autobiográfica y mantenida fundamentalmente por mujeres. (...)

Misticismo es el nombre con el que el filósofo denomina todo aquello que es de una mentalidad frágil, perezoso y pretencioso en el pensamiento. Es una pseudofilosofía que evita la seriedad en el rigor, el esfuerzo y la laboriosidad del pensamiento filosófico como Dios manda. De un modo un tanto caprichoso, a mi entender, a los filósofos les gusta identificarse con algunos trabajadores. Esto lo podemos encontrar en la visión que tiene Locke del filósofo como el trabajador subordinado de la ciencia, en la singular concepción que tiene Husserl de los filósofos como los funcionarios de la humanidad, trabajadores públicos del gobierno de un mundo imaginario, o en esa broma realmente graciosa de Heidegger (que no pretendía serlo, por supuesto), donde sugiere que los filósofos son la fuerza policial en el desfile de las ciencias. En contraste con esto, el misticismo es ocioso: jugar y soñar despiertos. Es algo ciertamente sospechoso e, incluso, una actividad criminal. Todos los testimonios de visiones, revelaciones por inspiración divina, experiencias extáticas y presencias de espíritus se han de someter al tribunal de la razón, se han de eliminar de raíz de la filosofía y, lo que es más importante, de la razón pública. Permitir el acceso de los místicos a la esfera pública conduce a error, al desorden y la insurrección, al gobierno de los fanáticos, maníacos y déspotas bajo reivindicaciones de divinidad por parte de todos ellos. Eso sería la muerte de la filosofía propiamente dicha y el colapso de la razón pública ilustrada. (...)




La empecinada insistencia en la sobriedad del pensamiento nos ciega ante el júbilo o el tipo de éxtasis que hallamos en los textos místicos. El terror del fanatismo nos incapacita para experimentar lo que hay de atractivo y sugerente en la tradición mística y nos conduce a su propio fanatismo, con sus códigos de frugalidad, rigor y validez: un culto a la claridad donde ofrecemos sacrificios en el altar de la elegancia. Quizá lo que consideramos que es ocioso, juguetón y una pseudofilosofía peligrosa guarde alguna sorpresa para nuestros hábitos de pensamiento. (...)

Se nos olvida que nos convertimos en místicos cada vez que nos quedamos dormidos, cuando vivimos las visiones en forma de sueños, que no requieren ni de una legislación ni de medicación, sino de narración e interpretación. Se nos olvida que, además de la identificación de la filosofía con la debida crítica, existe también la tradición filosófica frenética en el sentido platónico del frenesí como trascendencia, exaltación e incluso la locura del amor. Aquí, lo «frenético» es éxtasis, sentir la filosofía como una actividad libre y sin límites que no está subyugada por los crueles dictados del superego crítico punitivo. (...)





Este frenesí solo queda fuera de la filosofía en el período moderno, cuando los filósofos se convierten en unos tipos académicos más dóciles. El objetivo de la filosofía en su forma antigua era la bios theoretikos, la vida contemplativa, que se comparaba de manera persistente con la vida de los dioses, una vida divina. Este motivo lo encontramos en todo Platón, al final de la Ética a Nicómaco de Aristóteles, en Epicuro y en Plotino, y podría decirse que llega hasta Spinoza, a quien sabemos que Novalis describía como «el hombre embriagado de Dios», y hasta la dialéctica trinitaria de Hegel, donde Dios se convierte en nosotros en la forma de una comunidad espiritual. Esta lista podría continuar hasta la obsesión de Nietzsche con los estados dionisiacos de un rapto colectivo y la fascinación de Bataille con las formas colectivas de lo sagrado. Es más, podríamos escribir un buen libro de historia titulado Ebria filosofía. (...)

Llegados a este punto, podemos hacer explícito algo muy interesante que ha estado acechando en el trasfondo de mi argumentación, en especial en referencia a la prosa de Annie Dillard y la poesía de T. S. Eliot. Es históricamente incontestable que las prácticas de la lectura y la hermenéutica escritural asociada al misticismo surgieron dentro del contexto litúrgico e institucional del cristianismo del Medievo, en particular en el monasticismo. Lo mismo podemos decir de las características afectivas y subjetivas que asociamos a la experiencia mística: el discurso por inspiración divina, la emoción intensa, el aumento perceptivo, las cumbres del éxtasis y las simas del abandono. (...)

Pensemos en la visión infantil de Blake de un árbol lleno de ángeles, o en el presentimiento de Wordsworth de la sublimidad de la naturaleza en el ascenso al monte Snowdon en El preludio, o en la asombrosa percepción de sí mismo que tiene Emerson como un inmenso «globo ocular transparente» que absorbe el Todo de la naturaleza mientras cruza los jardines públicos de Boston, o la visión de Whitman de las multitudes de la pleamar en el ferry de Brooklyn. Pensemos, también, en cómo aparece la palabra «místico» a lo largo de todo el Moby Dick de Melville, desde la escena inicial de los espectadores que descienden a la orilla de la «ciudad insular de los Manhattos» y a lo largo de todo ese libro tan marino. Melville prosigue –como solo está al alcance de Melville– reflexionando acerca de la conexión entre los seres humanos y el mar: «¿Por qué los antiguos persas consideraban sagrado el mar? ¿Por qué los griegos le otorgaban su propia deidad independiente?». El autor concluye que somos testigos de algo misterioso acerca de nosotros mismos y de nuestros orígenes en la contemplación del mar, algo inmenso, sublime e incomprensible. «Es la imagen del inaprensible fantasma de la vida», escribe Melville. El propio uso que hace James Joyce del término «epifanía» apunta a la tradición mística. Está presente de forma obvia en ese momento de Stephen Dedalus en la playa en Retrato del artista adolescente y en el monólogo interior en Sandymount Strand en el Ulises, que alude al importante tratado místico de Jacob Boehme de 1621, La firma de todas las cosas. (...)

Escribir es tratar de inmolarse, prenderse fuego. O bien arde la vida del escritor en la obra o no lo hace. Y si no lo hace, la obra es un fracaso. Una vida dedicada a escribir es un no vivir dedicado a la posibilidad del fuego. Escribir es quitarte tú de en medio, tanto como sea posible, para que se pueda ver el objeto propiamente dicho: la polilla, el arenque, el peregrino, la rosaleda, la divinidad.

MISTICISMO.
SIMON CRITCHLEY, 2025

domingo, 12 de octubre de 2025

Lo mejor de la BIOGRAFÍA DE CARMEN MARTÍN GAITE (JOSÉ TERUEL)


(...) la estampa del rostro de Virginia Woolf (uno de sus grandes referentes literarios, junto a Natalia Ginzburg), la foto de la adolescente Marta que parece proteger a su madre (como aquella Effigie miracolosa della Madonna delle Grazie, que Carmen envió a su entrañable amigo Ignacio Álvarez Vara), el diminuto retrato de las tres hermanas Brontë pintado por su hermano Branwell, la figura inclinada sobre una chincheta de don Miguel de Unamuno (el primer escritor que posó su mano sobre la cabeza infantil de Carmiña en la casa de la plaza de los Bandos), y las fichas manuscritas con advertencias, a las que fue tan aficionada y a las que nunca trató como remedios sino como sugerencias para el momento. Alguna casi se puede leer: «Entre mi mesa y yo no tiene por qué instalarse el infierno». Otra que está encima del ventanuco me la sé de memoria: «Hoy es tan tiempo como ayer. Mañana lloraré este día que no supe habitar. 2, diciembre 1972» (era su recado vitalista contra el culto a la nostalgia). Encima de esta ficha despunta su retrato: es la Martín Gaite de los años setenta, la que aprendió a habitar la soledad y la que escribió sus mejores novelas, mientras redactaba El cuento de nunca acabar. Se parecen y hasta coinciden en el gesto, pero es otro el aire de su rostro, manifestando que la fugacidad y la variabilidad es la esencia de lo que hemos llamado «identidad». (...) Las imágenes, como los recuerdos, se tambalean, se colocan sin orden ni concierto, se pegan con chinchetas a la pared o se agarran como lapas a la memoria, pero son testigos de una historia, eslabones de una continuidad perdida. Fuera de la pared vemos el conejo de trapo que le regaló José Luis Borau (Carmiña conservó siempre una veta infantil para hacer del mundo un lugar más estimulante), un vaso de vino tinto («cómo llaman los ojos de un amigo reflejados en un vaso de vino», escribe en uno de sus Cuadernos, siempre había un cuaderno y un tintero sobre su escritorio) (...)


Por su eficacia narrativa, he escogido esta imagen de Carmen Martín Gaite rodeada de huellas como cubierta introductoria para esta biografía. Toda fotografía es un certificado de presencia. Su rostro parece mirar lejos con gesto reconcentrado y soñador, pero yo creo que en realidad ella no está mirando nada en concreto, solo retiene hacia dentro su amor y su miedo. Hay una paz embebida en su gesto. Tenía que seguir entendiendo con un cuaderno abierto que el mundo era algo más que la historia de una serie de sucesivas desapariciones. ¿De qué modo? La respuesta no es fácil: me temo que nos incumbe a todos. (...)


Carmen Martín Gaite solo publicó en vida dos piezas del género autobiográfico en sentido estricto: un apéndice al estudio Secrets from the Back Room de Joan L. Brown, editado con el título de «Un bosquejo autobiográfico por Carmen Martín Gaite», dirigido al público norteamericano y escrito en junio de 1980 (dos años después de la muerte de sus padres, a quienes está dedicado), y la conferencia «Esperando el porvenir», redactada para conmemorar el veinticinco aniversario de la muerte de su amigo Ignacio Aldecoa y que dio título a su estimulante ensayo de 1994. En ambos casos, la explícita intención fue la misma: protegerse de lo que ella llamaba expresivamente «un pelirrojo de Ohio». (...)
Y ante la convicción de que el «pelirrojo de Ohio» lo haría rematadamente mal, prefirió contarla ella misma en estas dos ocasiones: ya como un esbozo (en 1980), ya en primera persona del plural (en 1994), y en ambos casos con recelo de la ganga nostálgica y de los inevitables adornos poéticos. El título «Bosquejo autobiográfico» con el que apareció definitivamente en la colección de artículos, prólogos y discursos Agua pasada (1993) avisa de que el lector se va a encontrar con un acto vago y provisional de modelado de sí misma; porque, entre pistas, fugas y silencios biográficos, los trazos que prevalecen son los de su yo más literario y no dudó en aderezar su propia semblanza con episodios novelescos. Lo mismo ocurrió en la parte rememorativa de El cuarto de atrás (1978), en la que Martín Gaite utiliza el material más literaturizado de su vida y donde su intimidad se reduce principalmente a cómo aprendió a aislarse, o lo que es lo mismo, a cómo empezó a ser escritora, aunque también ofrezca esta seudonovela un atisbo de los miedos de Martín Gaite (principalmente el miedo a la locura, a ser una pirada nata) y un lúcido testimonio de los efectos narcóticos del franquismo sobre la vida cotidiana. Desde luego esto no niega que su bosquejo y sobre todo El cuarto de atrás proporcionen una información de interés, pero ella era muy consciente de que una vida es un falso singular, que en una se viven varias y en muy diversas modulaciones. De un ante-texto manuscrito de El cuarto de atrás rescato este fragmento no recogido en la versión definitiva y que se inserta al final del capítulo IV, «El escondite inglés», ya que propone una reflexión sobre las «trampas» de la autobiografía, aunque estas maquinaciones quedan enmarcadas en una circunstancia muy puntual: la proliferación de libros de memorias tras la muerte de Franco, urgentemente escritos y nublados por la ideología (...).

Esta prevención sobre la autobiografía como ejercicio de autorrestauración está presente a lo largo de su trayectoria literaria. Recordemos la elocuente cavilación de Águeda Soler en una de sus últimas novelas, Lo raro es vivir: «Las vidas van siempre en borrador, tal que así las padecemos, nunca da tiempo a pasarlas en limpio».3 Carmen Martín Gaite necesitaba el filtro de la ficción para acercarse a la verdad inasible: «No se dice lo secreto, se cuenta», leemos en uno de sus cuadernos. (...)



Sin duda, a la escritora se la percibía más cómoda cuando exploraba la materia autobiográfica a través de una primera persona del plural con valor inclusivo. Parece que ser testigo de lo que vivía y veía la legitimaba en la búsqueda de la veracidad. Martín Gaite asumió desde muy pronto, quizá desde su cuento «La chica de abajo» (1954), que presentar el mundo que la rodeaba era una puerta de acceso para adentrarse en sí misma. (...)

En otros términos, debajo de los personajes y situaciones ficticios de la narrativa de Martín Gaite se esconden y reelaboran identidades y tramos decisivos de su propia existencia. Tras la superficie de sus tramas, tras los ropajes de la ficción, circula el río subterráneo y guadianesco de la escritura del yo, demostrando que lo autobiográfico en su obra es más un momento que la persecución de un género literario. (...)
Desde la conciencia de los límites entre vida y elaboración literaria, desde el conocimiento de la brecha infranqueable entre la realidad y las narraciones que usamos para representarla, y con la cautela de no caer en la trampa de identificaciones tajantes, su obra es una invitación, confiada a la inteligencia del lector, al descubrimiento de la doble entidad de la que surgen los seres de ficción, que «por una parte, inventan la realidad, pero, por otra (como creados que han sido por personas de carne y hueso), la reflejan», declara en El cuento de nunca acabar. (...)




mientras dirigía sus Obras completas, constaté la heterogeneidad de sus intereses intelectuales y cómo se desplegaron en distintas direcciones: de los géneros literarios consabidos (cuento, nouvelle, novela, ensayo, poesía y teatro) a ese híbrido que el 8 de diciembre de 1961 su hija Marta, de cinco años, bautizó —bajo la inspiración de su padre— con el nombre de Cuaderno de todo; de la investigación histórica a la crítica literaria; del collage al artículo de opinión; y de las adaptaciones teatrales de los clásicos y los guiones para televisión a la traducción literaria de seis lenguas (inglés, francés, italiano, portugués, gallego y rumano). Con una mirada presidida por la curiosidad y con una vocación de testigo del devenir de la España en la que le tocó convivir, su trayectoria intelectual en la historia de la cultura española del siglo XX constituye un paradigma de lo que se podría denominar «mujer de letras». No encuentro otro caso de escritora con mayor variedad de intereses intelectuales en la cultura española del siglo pasado. Martín Gaite como ensayista, historiadora, crítica literaria, poeta, traductora, conferenciante, guionista y cualquier otra modalidad de su creación intelectual, nunca depuso su condición de narradora: convirtió cualquier asunto en narración. Todo para ella era un cuento que tenía que estar bien contado: las lecturas, la política, el amor, la vida propia y ajena, los sueños, la historia. (...)



De Carmen Martín Gaite me atrae, además de su obra, la protesta que su vitalismo manifiesta contra la derrota, la muerte y la realidad circundante que se negaba a aceptar, pero de la que no perdió ripio. Para alguien que no conoció la frontera entre vivir y representar, el descalabro vital se convirtió en una fuente moral de conocimiento. Nunca se afianzó sobre la realidad, aunque supo explorarla y entenderla. Martín Gaite solo se sintió cómoda en el refugio de la letra escrita: «Mi enfermedad consiste en mi silencio», anota en un cuaderno el 17 de junio de 1964,18 cuando iniciaba su importante correspondencia con Juan Benet en una década particularmente crítica en su vida y obra. Pero lo mismo va a revelar en un periodo de cariz muy distinto: el primer lustro de 1980, cuando la escritora eligió su lugar en el mundo: habitar la soledad. Tras el regreso a Madrid, después de su exultante estancia como visiting professor en Barnard College (Nueva York) y de haber finalizado «El castillo de las tres murallas», le confiesa a José Luis Borau: «deseando estoy terminar con mis traducciones [...] para meterme en otra cosa que me suministre esa droga necesaria para tirar adelante y que cada cual la busca en lo que puede. De verdad, te digo, mi querido amigo, que yo si no fuera por estos inventos de castillos, balnearios y cuartos de atrás, no sabría dónde resguardarme» (carta del 26 de mayo de 1981).19 Esta biografía no va en busca del secreto de la escritora sino de su complejidad. Los hombres y mujeres son oscuros o cerrados por complejidad, no por secreto. La cuestión no es qué oculta el autor, «sino por qué el autor escribe».20 Me planteo encontrar el sentido que Martín Gaite pudo dar a esa búsqueda incesante de sintonía a través de la palabra escrita: «... Es forzoso imaginar un interlocutor, no puede uno salvarse de otra manera», continúa escribiendo en el cuaderno citado de junio de 1964. (...)



Pero sí quisiera dejar por sentado desde este prólogo que Carmen Martín Gaite ilumina dos cuestiones centrales en la historia cultural española desde 1950: el papel de testigo y legataria que la escritora desempeñó en el seno de la llamada generación de los cincuenta, y el recorrido que llevó a cabo de autoafirmación de su propia poética (comunicativa y afectiva) frente a dos de los grandes iconos masculinos de su generación: Rafael Sánchez Ferlosio y Juan Benet, a los que eligió como interlocutores por distintas circunstancias (de fondo, pervive un consejo infantil de su padre de intentar relacionarse con quienes pudieran aportarle conocimientos nuevos). Ello presupone además su querencia por los retos y por un método de conocimiento: pensar en qué sentido lo contrario podía ser verdad. Hacer literatura presuponía para ella la presencia del otro, siempre había un destinatario. (...)



Martín Gaite, en «Meterse a novelista», prólogo a Los bravos de Jesús Fernández Santos, se muestra tajante al señalar que «los dos primeros brotes originales de la prosa joven de la posguerra», Camilo José Cela y Carmen Laforet, «no habían conseguido [...], a comienzos de la década de los años cincuenta, pasar de ser dos ejemplos aislados y excepcionales».21 Contra esa falta de estímulos y desde el autodidactismo nacieron los jóvenes prosistas de 1950, quienes encontraron más compañía en la lectura de los autores vivos o muertos de la literatura contemporánea europea o americana (especialmente del existencialismo francés, el neorrealismo italiano introducido a través del cine, la novela norteamericana y Kafka) que en los novelistas consagrados del interior, «a pesar de que se pudiera llegar a estar sentado con ellos a una camilla con faldas de terciopelo», comenta desde el mismo prólogo refiriéndose a la tertulia de Pío Baroja. (...)

“posteriormente matizará y rectificará esta afirmación de 1971 en lo que se refiere al influjo de Nada de Carmen Laforet. Tanto en su obra de ficción (El cuarto de atrás [1978] y Nubosidad variable [1992]) como en sus ensayos («La chica rara» [1987], Esperando el porvenir y «La noche de Sofía Veloso» [ambos de 1994]), insistirá en la significación personal y generacional del tono desesperanzado y nihilista que inauguraba el Premio Nadal de 1944: Para mí, como para tantos jóvenes de mi tiempo, la publicación en 1945 de la novela de Carmen Laforet Nada, recién galardonada con un premio de nuevo cuño [...] significó como una ventana abierta en el estancado panorama cultural de la primera postguerra. La visión de aquella adolescente [...] significó un estímulo muy fuerte para mis propósitos narrativos, alimentados tenazmente, pero más o menos en secreto, desde mi primera infancia. Aquella chica [...] tenía veintitrés años y le acababan de dar un premio que la descubría como escritora, porque antes de eso nadie había oído hablar de ella. Era, pues, posible. Yo quería escribir una novela y ganar el Nadal, aunque no se lo dije a nadie. (...)

una escritora que consideró siempre que cualquier cierre de una narración era un recurso amañado. Sus relatos, más que terminar, se detienen o se rebobinan, como en el caso de El cuarto de atrás. (...)

La misma índole de comentarios procedentes de esos «nuevos amigos» se proyecta sobre El libro de la fiebre y es significativo que la autocrítica de la autora acerca de «Vuestra prisa» en Cuadernos de todo coincida en parte (como realza mi cursiva) con la crítica que su entonces novio ya emitió sobre El libro. Ello demuestra que la de Ferlosio era una presencia muy influyente en estos primeros años (...).

El caso es que pueda gustarle a Rafael cuando se lo lea, esto es indispensable», escribe en 1949 desde El libro de la fiebre.28 Como en los orígenes de la literatura epistolar femenina, la autora va en busca del plácet de su destinatario masculino, además, en un momento muy concreto de la relación entre ambos: el comienzo amoroso. Conocemos la cortante respuesta de Ferlosio, y, sobre todo, cómo Carmiña no olvidó este juicio por lo que se deduce de otra anotación en sus Cuadernos, muy posterior, de enero de 1975 (en un periodo de inmersión en la redacción de El cuento de nunca acabar): «Era distinto lo que veía que aquello en lo que se convirtió. Ahí empezó mi incomunicación con R[afael], quería que él al menos intuyera lo que había sentido y visto. Y dijo: “La culpa es tuya porque lo has contado mal”» (...)

sobre todo, Carmen Martín Gaite se daba cuenta de que no conseguía desprenderse de una prosa poética. La cuentística de Ferlosio, Aldecoa y Fernández Santos en los albores de la siguiente década será fundamental en este despegue, como demuestran «Un día de libertad» (1953) y «La chica de abajo» (1954), años sustanciales en su evolución hacia una prosa más propiamente narrativa. Sin embargo, El libro de la fiebre va a ser un punto de referencia, como revelan los Cuadernos de todo, en torno a dos cuestiones capitales de su taller literario: por un lado, el estilo «excitado y pirado» que genera la dificultad de narrar la experiencia subjetiva del tiempo, cuya tentación nunca le abandonó (...)

partir de El balneario, y ya casada con Rafael Sánchez Ferlosio, Martín Gaite no se dejó influir por ninguna opinión durante el proceso de redacción de su obra. Porque el estilo «pirado» y desconcertado de la novela corta de 1949 se refrenó con la cortante opinión de su primer lector, el autor de Alfanhuí, quien en el fondo era el destinatario elegido, como también Carmen Martín Gaite lo fue de Alfanhuí, según rezaba su dedicatoria inicial hasta la reimpresión de 2016, donde sorprendentemente aparece una nueva destinataria. De cualquier modo, la influencia de Rafael fue absorbente, casi vampirizante, le provocó inseguridad desde el inicio de su trato, se acrecentó con su noviazgo y en los primeros años de matrimonio. Deshacerse de este ascendiente fue uno de los logros de Martín Gaite como escritora y mujer, aunque admitió siempre el rigor que Ferlosio inculcó a su prosa (igualmente es necesario admitir que este fue determinante en su decisión de dedicarse profesionalmente a la literatura). (...)

en enero de 1950, Carmiña, la niña del notario, se convirtió en la novia «formal» de Rafael Sánchez Ferlosio, «dos años más joven que yo y mal estudiante, pero excelente escritor». (...)


Durante el curso 1949-1950, Carmiña comenzó a dar clases de Historia, Gramática y Literatura para alumnas de bachillerato en el colegio María Inmaculada de la Caridad de la calle General Martínez Campos. Es significativo que en su bosquejo autobiográfico, dirigido al lector norteamericano, omita que el colegio donde enseñó era de monjas. (De cualquier modo, el uso del término «colegio» y de «chicas» en la España de la época era sinónimo de colegio religioso. Los colegios laicos en el Madrid de entonces tenían nombres propios: Estudio, Gymnasium o Atenea.) La experiencia fue muy breve, ya que a los dos meses fue despedida, ni siquiera consiguió terminar el primer trimestre. Las razones radican en los rígidos modelos educativos del franquismo, donde se primaba, sobre cualquier otro valor, la autoridad, el orden y el silencio que un profesor era capaz de imponer en clase. Sus comentarios al respecto no dejan lugar a dudas: «Las niñas me querían bastante, pero, como mis clases eran poco ortodoxas y además yo tenía un aspecto muy infantil, no me tenían respeto ninguno, armaban mucho alboroto en clase y la directora me acabó echando». (...)

«Mis dotes para la enseñanza eran más bien escasas».40 En aquel breve esbozo autobiográfico ella deseaba dejar constancia de que su vocación de escritora prevalecía por encima de cualquier otra seña de identidad. Su ejercicio de evocación no contempla en ningún momento que la causa de este lejano fracaso también pudiera radicar en las expectativas de la época sobre lo que debía ser un buen profesor. En la trayectoria profesional de Carmen Martín Gaite no es difícil constatar, después de la redacción de este bosquejo (fechado en junio de 1980), que fue una excelente profesora: lo demuestran las opiniones de sus estudiantes en las cuatro universidades norteamericanas (Barnard College, University of Virginia, University of Illinois Chicago y Vassar College) donde impartió Literatura española en el primer lustro del decenio de 1980 (y he tenido además la oportunidad de conocer la opinión sobre sus clases de algunos de sus antiguos estudiantes en mis cursos posteriores en el Instituto Internacional); y su capacidad docente también queda de manifiesto en la sensibilidad y la metodología didácticas que se desprenden de El cuento de nunca acabar, donde la escritora «no exhibe lo que conoce, sino que muestra cómo llega a conocer». (...)

La breve experiencia de Carmen Martín Gaite como profesora de bachillerato en el colegio de monjas coincide con el ingreso de Rafael Sánchez Ferlosio en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, fundado en 1947 y situado en lo que se llamaba Altos del Hipódromo (en las aulas de la Escuela de Ingenieros Industriales de Madrid). En el IIEC, Ferlosio solo permaneció un curso: «Se aburrió enseguida».45 Y allí coincidiría con su amigo de la facultad y compañero de la futura Revista Española, Jesús Fernández Santos, y con Juan Antonio Bardem o Luis García Berlanga, entre otros. A este centro alude vagamente Julia, el personaje de Entre visillos, con motivo de la profesión de su novio madrileño: 
—Él, ¿qué hace?, cosas de cine, ¿no? 
—Sí. 
—¿Es director? 
—No, director, no. Ha estudiado en un Instituto de Cine, que les dan el título y tienen mucho porvenir, una cosa nueva. Él escribe guiones, los argumentos, ¿sabes?, o por ejemplo para adaptar una novela al cine. Porque tienen que cambiar cosas de la novela. No es lo mismo. Cambiar los diálogos y eso. Pero también hace él argumentos que se le ocurren. 
—Sí —resumió Isabel—. Son esos nombres que vienen en las letras del principio de la película. (...)

Durante los dos meses que vivieron en Italia, viajaron a Nápoles, Florencia, Bérgamo, Treviso y Venecia, aunque algunas de estas excursiones Carmiña las tuvo que hacer con Maximo Piani, primo de su marido, con el que congenió particularmente, ya que Rafael prefería a veces quedarse en Roma. La autonomía y la independencia de la pareja en su viaje de bodas —probablemente no deseadas por Carmiña en esta tesitura— siguieron dando sus primeras muestras (recuérdese la carta citada del 10 de enero de 1953). Carmen comenzó a ejercitar el aprendizaje de habitar la soledad desde el mismo viaje de novios. La dedicatoria que estampó en 1972, ya separados, para la edición de su tesis doctoral, Usos amorosos del dieciocho en España, es suficientemente explícita de lo que fue una convivencia matrimonial: «A Rafael, que me enseñó a habitar la soledad y a no ser una señora» (...)

Carmen Martín Gaite supo ver que tenía que desasirse de su absorbente influjo si quería llevar a cabo una carrera literaria autónoma (en esto fue especialmente sagaz y valiente). Algunas amigas íntimas de la escritora me han llegado a confesar que el primer error (o el gran error) en la existencia de Martín Gaite fue el haberse casado con Ferlosio. Yo no puedo estar de acuerdo. Los términos «error» o «acierto» tampoco son los adecuados, ya que me resulta imposible conjeturar la biografía de Carmen si no se hubiera casado con el escritor Sánchez Ferlosio, simplemente porque su vida hubiera sido muy otra. Carmen Martín Gaite, recién separada de Rafael, en una entrevista con Juby Bustamante (que sí la conoció muy de cerca), refuerza esta opinión: «Soy incapaz de imaginar lo que no me ha pasado. Soy tan fiel a mi historia, que me parece imposible imaginar otra. Solo por haberme pasado, la doy por buena [...]. Lo que no puedo imaginar es haberme casado con alguien que no me fuera afín. Si tengo una gran capacidad de elección en las amistades [...], ¿cómo no iba a tenerla para casarme? Para mí, la relación dialéctica [...] con la persona que más quiero se me ha producido como con nadie».9 Y en tal sentido, reconoció siempre, con justeza, las deudas contraídas con él como escritora y persona: por un lado, la exigencia de Rafael le había ayudado poderosamente a afianzar el rigor de su prosa narrativa; y por otro, consiguió ser amiga de él por encima del lazo conyugal, gracias a su extraordinaria capacidad de logos y de diálogo: «Si puedes lograr que hablar de una tercera cosa te haga olvidar el parentesco, es toda una conquista».10 Por supuesto, también fue consciente y testigo de la tendencia de los Ferlosio a la autodestrucción, inclinación que llegará asimismo a Marta. (...)

Desde su matrimonio con Rafael hasta su muerte, Carmen nunca abandonó su domicilio de Doctor Esquerdo (ni siquiera tras el fallecimiento de Marta), en el que se refugió con todos sus fetiches y recuerdos, y al que también consideró su lugar de trabajo. Solía decir que la casa de un escritor era su oficina, por ello le importunaban las llamadas telefónicas con asuntos personales e interrupciones domésticas, y tuvo que buscar acomodo para escribir en bibliotecas públicas como las del Ateneo, la biblioteca del CSIC en la calle Duque de Medinaceli, la Biblioteca Nacional o el Círculo de Bellas Artes. El interior de este séptimo piso atiborrado de objetos, con su cuarto de recibir empapelado de rojo hasta el techo, se ha convertido de espacio real en espacio literario, gracias a la visita del misterioso personaje vestido de negro en El cuarto de atrás, que como otras visitas inesperadas le ayudaron a habitar de otra manera esa casa, en muchos momentos domicilio donde cada cual pudo hacer su isla y en otros solo guarida donde esconderse, especialmente tras los meses inmediatos a la marcha de Rafael y tras la muerte de su hija. (...)


Sobre lo que pudieron ser los diecisiete años de convivencia del matrimonio más emblemático de la literatura española del medio siglo, contamos solo con referencias diseminadas que sus propios protagonistas nos han ido ofreciendo en ensayos de corte autobiográfico, y en las escasas cartas y postales que se conservan de Carmen Martín Gaite en el archivo de Sánchez Ferlosio. Desafortunadamente las cartas de Rafael dirigidas a ella han sido víctimas de un lamentable auto de fe. El único título de Ferlosio del que se puede extraer algún vislumbre de esta coexistencia es «La forja de un plumífero»,12 texto sobre el que Martín Gaite escribió esta escueta, aunque dolorida, anotación en una agenda de 1998: «Leo en la revista Archipiélago los helados recuerdos de Ferlosio a mi persona (9 de febrero, en Duque de Medinaceli, 4)», se trata de la antigua sede de la biblioteca de Humanidades del CSIC, donde Martín Gaite solía escribir, en lugar del Ateneo, tras la muerte de Marta. (...)


Martín Gaite destaca en esta cohabitación el reparto de tareas domésticas, el cultivo de la independencia, el respeto por la libertad del otro y la no injerencia en sus respectivas actividades, relaciones y manías, además del gusto «por hablar», por recibir a los buenos amigos, y por el sentido distanciador del humor. Probablemente lo que más les unió siempre, más allá de la existencia de Marta, fueron las mismas repugnancias, como confiesa Martín Gaite en una carta del 7 de febrero de 1996 a un lector desconocido: «En este caso a él y a mí el desdén hacia la alharaca, que siempre fue común». Sin embargo, no es posible ocultar que los textos arriba citados barruntan también diferencias y reconvenciones: «Él es más crítico que yo, más inadaptado y menos sociable»; su indolente incapacidad para terminar carrera alguna o su indisciplina académica; su autodidactismo y el peligro de descubrir mediterráneos ya explorados, especialmente a raíz de su sumersión «en la gramática y en la anfetamina», y después del «horror o repugnancia» que experimentó «por el grotesco papelón de literato que, tras el éxito de El Jarama, se cernía como un cuervo sobre mi cabeza».





Ciertamente el horario de Rafael Sánchez Ferlosio al filo de los años sesenta —cuando decidió encerrarse con sus estudios gramaticales en su cuarto, al que llamaban «el submarino» por estar aislado de la luz natural con gruesas cortinas oscuras— era incompatible con la vida en común: Ferlosio dormía de día y trabajaba de noche. Carmen Martín Gaite sabía que se había casado con un hombre inteligente, magnífico escritor, auténtico, sincero, originalísimo y del que ella además estaba muy enamorada, pero con el que era dificultosa la convivencia matrimonial, porque sus rarezas y su corrosivo sentido de la crítica se iban transformando en inadaptación. Pero no fueron solo estas manías, cada vez más arraigadas y con escasas posibilidades de cambio, la causa última del deterioro en la relación del matrimonio, que se produciría diez años más tarde. (...)



Con El balneario Carmen Martín Gaite consiguió el 21 de noviembre de 1954 la quinta edición del Premio Café Gijón. Cuatro semanas antes, el 22 de octubre, había nacido su primer hijo, Miguel. El Premio Café Gijón «para novelas cortas, patrocinado por Fernando Fernán Gómez», según consta en la solapa de la sobrecubierta, y entonces dotado con cinco mil pesetas, no tenía la importancia económica de otros galardones, pero su categoría literaria era elevada, porque se otorga de espaldas a cualquier compromiso editorial y en anteriores convocatorias lo habían obtenido Eusebio García Luengo, César González Ruano o Ana María Matute (con Fiesta al Noroeste). (...)

Tenemos la impresión de que un escritor en la España de 1950 tenía que pasar por una doble censura, la franquista y la antifranquista, ya que lo políticamente correcto en aquellos años era el realismo o las distintas acepciones del realismo. Salirse de él era no pasar otra censura más peliaguda: la de los deberes estéticos. Ser novelista y antifranquista exigía entrar en ese necesario proceso narrativo de reconocimiento de una realidad escamoteada, que fue la tarea estética de nuestra narrativa de posguerra. De hecho, durante la crónica del premio en el semanario El Español, ante la pregunta de qué novela de autor español contemporáneo le había gustado más, Carmen Martín Gaite responde inmediatamente: «Los bravos de Jesús Fernández Santos. Para mí es de lo mejor que se ha escrito en estos tiempos».24 Su respuesta fue absolutamente franca, como demuestran sus posteriores acercamientos críticos a este título de 1954, y también lúcida, al indicar el papel pionero de esta magnífica novela de Fernández Santos en el neorrealismo español: El Jarama se publicará dos años más tarde. (...)

las dificultades que debió sortear una escritora novel en la España de 1950 (esta misiva nos retrotrae nada menos que al artículo de su dilecta Rosalía de Castro «Las literatas. Carta a Eduarda», publicado en 1865 y que la propia Martín Gaite analizó en su ensayo Desde la ventana [1987]). En esta cautivadora carta cuenta a Ton Carandell lo complicado que le resultaba compaginar los absorbentes cuidados derivados de una niña de trece meses que empezaba a andar, con la dedicación que le exigía leer y seguir escribiendo. Téngase en cuenta que tras la muerte de su primer hijo, Carmen Martín Gaite vivía literalmente en vilo, con miedo, pendiente las veinticuatro horas del día de los movimientos, de la salud y hasta del sueño de Marta en estos primeros meses de su vida. (...)

Asunción Carandell tenían en Reus y las últimas semanas en la casa de los Goytisolo en Arenys de Munt: «Era fantástico el dominio del lenguaje que los dos tenían. Rafael hablaba de Adorno; de la gramática que estaba escribiendo y creo que luego rompió. Carmiña colaba sus comentarios y no sé si fue en ese viaje o en otro cuando me habló de Simone Weil. [...] Carmiña tenía que hacerse escuchar porque tenía cosas que decir y buscaba el lugar que se merecía; en esa época, tan clasista además, se sentía apartada del círculo de jóvenes intelectuales que frecuentaba su marido. Rafael, inteligente, clarividente y de “alta cuna” —es un decir—, era a la vez un estímulo y un freno». (...)



Martín Gaite envió Entre visillos al Nadal, bajo el seudónimo de su abuela materna, Sofía Veloso, ya que no quería ser relacionada con su marido, a quien se le había concedido el premio de 1955. El seudónimo encubría, pues, su otra personalidad, la de esposa de Rafael Sánchez Ferlosio. Tampoco se lo dijo a él: «No quería que su opinión me influyese ni en pro ni en contra. [...] El único cómplice de mi secreto, mi hermana Anita, a quien va dedicado el libro [...]. Desde aquel día consideré que tenía derecho a poner “escritora” como profesión en mi carné de identidad. El Nadal, que no tenía entonces contrincante alguno de su categoría, reafirmó mi decisión de seguir escribiendo siempre», comenta en «La noche de Sofía Veloso». (...)

Era preciso hacer borrón y cuenta nueva para que La charca se convirtiera en Entre visillos y se iniciara con el diario de una «chica rara», en la estela de la Andrea de Carmen Laforet, que cuestiona las normas habituales de convivencia y desea traspasar las fronteras de la angostura del tiempo, vivido como el confinamiento y el acoso propios de una charca. (...)

Al pasar de «Cárcel de visillos», Vida muerta o La charca a la locución locativa Entre visillos, Carmen Martín Gaite apuntaba directamente a las formas de vida de aquella clase media que vestía de visillos sus balcones y ventanas, una manera de ocultación pudorosa que marca las distancias, pero que también permite la vigilancia discreta desde el otro lado. Entre visillos es un válido testimonio de la posguerra civil (firme y efectivo sin pretender serlo) a través de cuatro muchachas de provincias que aspiran a casarse. En esta novela Carmen Martín Gaite tenía aún muy recientes sus vivencias provincianas y consigue criticarlas, pero sin acritud; en esos momentos no había nostalgia ni idealización, como se desprenderá de El cuarto de atrás e Irse de casa. (...)


los flecos de la señorita de provincias persistirán en ella hasta el final, aunque sobre esos flecos provincianos se imponga su recatada rebeldía y su ser poliédrico (pero sí observo ciertos gestos, algunos inevitables, otros cultivados ostensiblemente: el temor al qué dirán, la ausencia del tratamiento de la sexualidad como tema literario —incluso en los Usos amorosos de la postguerra española—, el mutismo sobre la causa de la muerte de Marta que fue para ella un tema tabú, y su manifiesto deslumbramiento por hoteles y aeropuertos durante sus estancias en Estados Unidos). (...)


hemos de esperar hasta 1980, cuando la obra publicada de Martín Gaite se detenía en El cuarto de atrás, para que Ignacio Soldevila, en su magnífico manual sobre La novela española desde 1936, rompa con ideas recibidas y apunte cómo su novelística no comulgó con el discurso hegemónico de la narrativa del medio siglo, ya fuera el de los rebeldes sociales, ya el de los estéticos, y señala dos presencias de formación, muy anteriores a Sánchez Ferlosio, a la hora de buscar influjos literarios: Aún más que en el caso de Aldecoa, Martín Gaite ha sido marginada por el equívoco, que alejaba de su lectura a los impertérritos frente al «realismo social» y desilusionaba a los incondicionales, doblemente sorprendidos de que Entre visillos no siguiera en absoluto al prototipo ideal del «objetivismo» que se había querido hacer con El Jarama, siendo como era la esposa de Sánchez Ferlosio: demasiadas contradicciones para una sociedad como aquella. Ni El Jarama ni el Alfanhuí han dejado la menor huella en la novelística de Martín Gaite, y la particular acuidad en su búsqueda de la exactitud y la precisión en el uso del lenguaje, que podría considerarse común a ambos, es más propia y va más lejos en la autora de Retahílas que en Sánchez Ferlosio. A ese respecto, más justo sería mentar dos excelentes maestros de la novelista, cuyos nombres no suelen aparecer a la hora de los influjos literarios: Rafael Lapesa y Salvador Fernández Ramírez.57 Soldevila subraya el papel decisivo que estos dos profesores de bachillerato de Carmiña tuvieron en la formación lingüística de la escritora y sitúa sus relatos, desde el inicio, al margen de la poderosa figura de su entonces marido (o del acuñado tópico de Madame Ferlosio), ya que la percepción de lo real en Carmen Martín Gaite no excluye lo psicológico y el tratamiento de la intimidad. Descifrar lo real más que presentarlo fue lo que Martín Gaite intentó y consiguió hacer, sobre todo, en su siguiente novela, Ritmo lento. (...)


En el caso de la conversación para Blanco y Negro, Mercedes Formica interviene lo menos posible y deja a su entrevistada tertuliar en una especie de monodiálogo. El resultado es un texto de sumo interés autobiográfico, a pesar de la temprana fecha. Esta entrevista consigue presentar un retrato de la joven escritora (en enero de 1958) con precisión e incluso rotundidad: «Pequeña, morena, de facciones correctas, los ojos vivos e inteligentes, lleva el pelo corto a lo Françoise Sagan, lo que le presta un aire de eterna estudiante. Apenas se maquilla [...]. Segura de sí, sabe que vale, y no lo disimula. [...] Ha nacido y se ha movido en un ambiente de bienestar, ya que en España la burguesía dorada está integrada fundamentalmente por tres profesiones: los notarios, los ingenieros de Caminos y los abogados del Estado. Carmen Martín Gaite abandonó (...).


«Mi vida de mujer y de escritora es simple. Desde las ocho y media de la mañana en que me levanto, a las ocho de la noche en que acuesto a mi hija, me dedico a la casa, a mi marido y a la niña. A las ocho me pongo a escribir, hasta las doce o doce y media de la noche. A veces me paso todo el día esperando esa hora. Otras, las menos, acompaño a Rafael al Gijón. Chicho [José Antonio Julio Onésimo], el hermano pequeño de mi marido, hace de baby sitter. Y no crea, gana su dinero. Primero cobraba 3,50 la hora, pero hace unos meses subió a cinco pesetas la tarifa. Lo pasa muy bien. Telefonea a sus amigos y cena fiambre». (...)


El ascendiente literario de Ferlosio fue decisivo y reconocido por ella misma, de 1949 a 1955 (me atrevo a delimitar esta franja de seis años por su particular significación, ya que marca sus comienzos literarios). A partir de El balneario Carmen no dejó que Rafael leyese ninguna de sus novelas hasta ser enviadas al editor, pero fue la gestación a escondidas de Entre visillos el título que confirmó su independencia creadora. A partir del Nadal aparecerá como profesión en su DNI «escritora», antes en el Libro de Familia figuraban las escuetas iniciales de «s. l.» (sus labores). (...)

estas líneas de la misiva citada, que envió a Asunción Carandell un año después: «A veces me encuentro tan terriblemente sola y siento la necesidad de cambiar de sitio. [...] Estoy aislada, encerrada en la niña, absorbida por ella, y siento mucha melancolía y una gran falta de libertad».8 Por otro lado, hay proyecciones biográficas en una serie de motivos de Las ataduras que nos remiten a su particular acontecer, entre los que destaca el hijo muerto o la angustia ante la muerte amenazante de un nuevo hijo. En «Lo que queda enterrado» aparecen una niña muerta y un segundo embarazo; igualmente en «La mujer de cera» se muestra un niño muerto; y en «Tendrá que volver» se nombra la enfermedad de la que murió Miguel, meningitis. Desde el 3 de mayo de 1955, Carmen Martín Gaite fabuló con sus avatares más lacerantes, e incluso liberó algunos de sus fantasmas más recurrentes, como también lo hará en una de sus grandes novelas, Ritmo lento. (..)



Cuando en 1970, Carmen Martín Gaite acababa de publicar El proceso de Macanaz, declara en una entrevista a Miguel Veyrat: «El escritor hace política, quiera o no quiera, en cuanto se apasiona por la verdad».24 En la década de los ochenta pudo constatar que a los políticos no les interesaba la verdad en sí, sino la búsqueda del propio beneficio, esto es, el poder. Martín Gaite, a diferencia de otros compañeros de su generación,25 consideró el resultado del referéndum del 12 de marzo de 1986 como una claudicación de la izquierda; y desde la década de los noventa, ante alguna pregunta impertinente de ciertos entrevistadores que pretendían acorralarla, solía responder con desparpajo que de política no hablaba ni drogada. Siempre se negó a aceptar (y lo tuvo a gala) la invitación recurrente a la bodeguilla de la Moncloa durante el «felipismo». (...)

Con Lucía, David es básicamente un personaje frío, distante, a quien le repugna lo sentimental: «Espectador de la realidad, su aproximación al mundo se resuelve en una valoración exagerada de su propia individualidad y de su incapacidad para encontrar un equilibrio entre razón y sentimiento. Su lucidez crítica, en relación con los defectos ajenos y con el orden convencional que acepta la mayor parte de las personas, le lleva a encerrarse en sí mismo, incapaz de proponer un modelo de comunicación afectiva que sea lo suficientemente válido, y en eso consiste su fracaso», comenta la propia Martín Gaite en su conferencia «Reflexiones sobre mi obra»,39 ¿y no parece que nos está hablando de Ferlosio? (...)



Tras estas contundentes palabras en torno a la incapacidad de convivir de su protagonista, no es difícil entrever el efecto purgante de la novela. Una vez producido el flechazo con la fachada del viejo chalé de la Ciudad Lineal que la originó, Martín Gaite tuvo que inventarse —esto es, descubrir— lo que estaba ocurriendo dentro y lo encontrará en el interior de su propia vivienda, conciencia e intimidad. A pesar de la rotunda evaluación del fracaso de su personaje central, David Fuente exhibe valores con los que Carmen Martín Gaite comulgó, como también los compartió con la irreductible personalidad de su admirado Rafael Sánchez Ferlosio, tales como el cultivo de la duda sobre la certeza, la repugnancia ante el cliché, el desdén por los convencionalismos en un momento en que el posibilismo y el pragmatismo campaban en la sociedad española (incluida la literaria), la búsqueda de la lucidez, el desprecio por la prisa y por las falsas soluciones, y el gusto por ir a contrapelo. En el fondo Ritmo lento es también una confesión atormentada de las propias ambivalencias que convivían en la conciencia de su autora. Si el lector mantiene una relación a ratos ambigua con David Fuente, es porque también la autora la mantuvo con su personaje. Y con ello nos acercamos a una posible interpretación última de la novela en clave biográfica: Ritmo lento es sobre todo una confesión de los extremos peligrosos al que podían llegar determinados valores generacionales que eran compartidos por Carmen Martín Gaite.


Una de las grandes aportaciones de Ritmo lento en la renovación de la novela española de los años sesenta es la nueva relación que establece entre el texto y su destinatario, ya que el sentido abiertamente ambiguo del primero exige un lector partícipe que se preste a la interpretación y que alcance el estatus de interlocutor y no de mero paciente o espectador. Esta ambigüedad radica en la capacidad tanto de identificación como de aversión que el lector establece con el personaje, David Fuente, hijo. La atentísima lectora que fue Martín Gaite supo ver perfectamente la renovación del pacto narrativo entre el sujeto de la enunciación, el enunciado y el receptor que Tiempo de silencio supuso respecto a la novela neorrealista de la década anterior, según se desprende de un apunte de sus Cuadernos, fechado en 1963: «De Tiempo de silencio me llamó la atención la música, porque era y es lo nuevo, la forma de tirar la piedra que tuvo Luis. La letra de la canción se canta con la música. Se me dirá: “Aquella música sin letra no habría sido nada”; pero yo sostengo que sin letra aquella música no se habría inventado, y mucho menos sin la invención de una relación nueva entre lo contado y los que iban a escucharlo».42 Si nos dejamos embaucar por el léxico de la autora, se desprenden dos cuestiones de fondo: inventar la música, la letra y la escucha es una misma empresa, y encontrar una nueva forma equivale a inventar un nuevo oyente (...).

CARMEN MARTÍN GAITE: UNA BIOGRAFÍA.
José Teruel. 
Tusquets, 2025. PREMIO COMILLAS.