ARREBATOS ALÍRICOS

Me fui sobreviviendo como pude

(José Luis Piquero)


domingo, 12 de octubre de 2025

Lo mejor de la BIOGRAFÍA DE CARMEN MARTÍN GAITE (JOSÉ TERUEL)


(...) la estampa del rostro de Virginia Woolf (uno de sus grandes referentes literarios, junto a Natalia Ginzburg), la foto de la adolescente Marta que parece proteger a su madre (como aquella Effigie miracolosa della Madonna delle Grazie, que Carmen envió a su entrañable amigo Ignacio Álvarez Vara), el diminuto retrato de las tres hermanas Brontë pintado por su hermano Branwell, la figura inclinada sobre una chincheta de don Miguel de Unamuno (el primer escritor que posó su mano sobre la cabeza infantil de Carmiña en la casa de la plaza de los Bandos), y las fichas manuscritas con advertencias, a las que fue tan aficionada y a las que nunca trató como remedios sino como sugerencias para el momento. Alguna casi se puede leer: «Entre mi mesa y yo no tiene por qué instalarse el infierno». Otra que está encima del ventanuco me la sé de memoria: «Hoy es tan tiempo como ayer. Mañana lloraré este día que no supe habitar. 2, diciembre 1972» (era su recado vitalista contra el culto a la nostalgia). Encima de esta ficha despunta su retrato: es la Martín Gaite de los años setenta, la que aprendió a habitar la soledad y la que escribió sus mejores novelas, mientras redactaba El cuento de nunca acabar. Se parecen y hasta coinciden en el gesto, pero es otro el aire de su rostro, manifestando que la fugacidad y la variabilidad es la esencia de lo que hemos llamado «identidad». (...) Las imágenes, como los recuerdos, se tambalean, se colocan sin orden ni concierto, se pegan con chinchetas a la pared o se agarran como lapas a la memoria, pero son testigos de una historia, eslabones de una continuidad perdida. Fuera de la pared vemos el conejo de trapo que le regaló José Luis Borau (Carmiña conservó siempre una veta infantil para hacer del mundo un lugar más estimulante), un vaso de vino tinto («cómo llaman los ojos de un amigo reflejados en un vaso de vino», escribe en uno de sus Cuadernos, siempre había un cuaderno y un tintero sobre su escritorio) (...)


Por su eficacia narrativa, he escogido esta imagen de Carmen Martín Gaite rodeada de huellas como cubierta introductoria para esta biografía. Toda fotografía es un certificado de presencia. Su rostro parece mirar lejos con gesto reconcentrado y soñador, pero yo creo que en realidad ella no está mirando nada en concreto, solo retiene hacia dentro su amor y su miedo. Hay una paz embebida en su gesto. Tenía que seguir entendiendo con un cuaderno abierto que el mundo era algo más que la historia de una serie de sucesivas desapariciones. ¿De qué modo? La respuesta no es fácil: me temo que nos incumbe a todos. (...)


Carmen Martín Gaite solo publicó en vida dos piezas del género autobiográfico en sentido estricto: un apéndice al estudio Secrets from the Back Room de Joan L. Brown, editado con el título de «Un bosquejo autobiográfico por Carmen Martín Gaite», dirigido al público norteamericano y escrito en junio de 1980 (dos años después de la muerte de sus padres, a quienes está dedicado), y la conferencia «Esperando el porvenir», redactada para conmemorar el veinticinco aniversario de la muerte de su amigo Ignacio Aldecoa y que dio título a su estimulante ensayo de 1994. En ambos casos, la explícita intención fue la misma: protegerse de lo que ella llamaba expresivamente «un pelirrojo de Ohio». (...)
Y ante la convicción de que el «pelirrojo de Ohio» lo haría rematadamente mal, prefirió contarla ella misma en estas dos ocasiones: ya como un esbozo (en 1980), ya en primera persona del plural (en 1994), y en ambos casos con recelo de la ganga nostálgica y de los inevitables adornos poéticos. El título «Bosquejo autobiográfico» con el que apareció definitivamente en la colección de artículos, prólogos y discursos Agua pasada (1993) avisa de que el lector se va a encontrar con un acto vago y provisional de modelado de sí misma; porque, entre pistas, fugas y silencios biográficos, los trazos que prevalecen son los de su yo más literario y no dudó en aderezar su propia semblanza con episodios novelescos. Lo mismo ocurrió en la parte rememorativa de El cuarto de atrás (1978), en la que Martín Gaite utiliza el material más literaturizado de su vida y donde su intimidad se reduce principalmente a cómo aprendió a aislarse, o lo que es lo mismo, a cómo empezó a ser escritora, aunque también ofrezca esta seudonovela un atisbo de los miedos de Martín Gaite (principalmente el miedo a la locura, a ser una pirada nata) y un lúcido testimonio de los efectos narcóticos del franquismo sobre la vida cotidiana. Desde luego esto no niega que su bosquejo y sobre todo El cuarto de atrás proporcionen una información de interés, pero ella era muy consciente de que una vida es un falso singular, que en una se viven varias y en muy diversas modulaciones. De un ante-texto manuscrito de El cuarto de atrás rescato este fragmento no recogido en la versión definitiva y que se inserta al final del capítulo IV, «El escondite inglés», ya que propone una reflexión sobre las «trampas» de la autobiografía, aunque estas maquinaciones quedan enmarcadas en una circunstancia muy puntual: la proliferación de libros de memorias tras la muerte de Franco, urgentemente escritos y nublados por la ideología (...).

Esta prevención sobre la autobiografía como ejercicio de autorrestauración está presente a lo largo de su trayectoria literaria. Recordemos la elocuente cavilación de Águeda Soler en una de sus últimas novelas, Lo raro es vivir: «Las vidas van siempre en borrador, tal que así las padecemos, nunca da tiempo a pasarlas en limpio».3 Carmen Martín Gaite necesitaba el filtro de la ficción para acercarse a la verdad inasible: «No se dice lo secreto, se cuenta», leemos en uno de sus cuadernos. (...)



Sin duda, a la escritora se la percibía más cómoda cuando exploraba la materia autobiográfica a través de una primera persona del plural con valor inclusivo. Parece que ser testigo de lo que vivía y veía la legitimaba en la búsqueda de la veracidad. Martín Gaite asumió desde muy pronto, quizá desde su cuento «La chica de abajo» (1954), que presentar el mundo que la rodeaba era una puerta de acceso para adentrarse en sí misma. (...)

En otros términos, debajo de los personajes y situaciones ficticios de la narrativa de Martín Gaite se esconden y reelaboran identidades y tramos decisivos de su propia existencia. Tras la superficie de sus tramas, tras los ropajes de la ficción, circula el río subterráneo y guadianesco de la escritura del yo, demostrando que lo autobiográfico en su obra es más un momento que la persecución de un género literario. (...)
Desde la conciencia de los límites entre vida y elaboración literaria, desde el conocimiento de la brecha infranqueable entre la realidad y las narraciones que usamos para representarla, y con la cautela de no caer en la trampa de identificaciones tajantes, su obra es una invitación, confiada a la inteligencia del lector, al descubrimiento de la doble entidad de la que surgen los seres de ficción, que «por una parte, inventan la realidad, pero, por otra (como creados que han sido por personas de carne y hueso), la reflejan», declara en El cuento de nunca acabar. (...)




mientras dirigía sus Obras completas, constaté la heterogeneidad de sus intereses intelectuales y cómo se desplegaron en distintas direcciones: de los géneros literarios consabidos (cuento, nouvelle, novela, ensayo, poesía y teatro) a ese híbrido que el 8 de diciembre de 1961 su hija Marta, de cinco años, bautizó —bajo la inspiración de su padre— con el nombre de Cuaderno de todo; de la investigación histórica a la crítica literaria; del collage al artículo de opinión; y de las adaptaciones teatrales de los clásicos y los guiones para televisión a la traducción literaria de seis lenguas (inglés, francés, italiano, portugués, gallego y rumano). Con una mirada presidida por la curiosidad y con una vocación de testigo del devenir de la España en la que le tocó convivir, su trayectoria intelectual en la historia de la cultura española del siglo XX constituye un paradigma de lo que se podría denominar «mujer de letras». No encuentro otro caso de escritora con mayor variedad de intereses intelectuales en la cultura española del siglo pasado. Martín Gaite como ensayista, historiadora, crítica literaria, poeta, traductora, conferenciante, guionista y cualquier otra modalidad de su creación intelectual, nunca depuso su condición de narradora: convirtió cualquier asunto en narración. Todo para ella era un cuento que tenía que estar bien contado: las lecturas, la política, el amor, la vida propia y ajena, los sueños, la historia. (...)



De Carmen Martín Gaite me atrae, además de su obra, la protesta que su vitalismo manifiesta contra la derrota, la muerte y la realidad circundante que se negaba a aceptar, pero de la que no perdió ripio. Para alguien que no conoció la frontera entre vivir y representar, el descalabro vital se convirtió en una fuente moral de conocimiento. Nunca se afianzó sobre la realidad, aunque supo explorarla y entenderla. Martín Gaite solo se sintió cómoda en el refugio de la letra escrita: «Mi enfermedad consiste en mi silencio», anota en un cuaderno el 17 de junio de 1964,18 cuando iniciaba su importante correspondencia con Juan Benet en una década particularmente crítica en su vida y obra. Pero lo mismo va a revelar en un periodo de cariz muy distinto: el primer lustro de 1980, cuando la escritora eligió su lugar en el mundo: habitar la soledad. Tras el regreso a Madrid, después de su exultante estancia como visiting professor en Barnard College (Nueva York) y de haber finalizado «El castillo de las tres murallas», le confiesa a José Luis Borau: «deseando estoy terminar con mis traducciones [...] para meterme en otra cosa que me suministre esa droga necesaria para tirar adelante y que cada cual la busca en lo que puede. De verdad, te digo, mi querido amigo, que yo si no fuera por estos inventos de castillos, balnearios y cuartos de atrás, no sabría dónde resguardarme» (carta del 26 de mayo de 1981).19 Esta biografía no va en busca del secreto de la escritora sino de su complejidad. Los hombres y mujeres son oscuros o cerrados por complejidad, no por secreto. La cuestión no es qué oculta el autor, «sino por qué el autor escribe».20 Me planteo encontrar el sentido que Martín Gaite pudo dar a esa búsqueda incesante de sintonía a través de la palabra escrita: «... Es forzoso imaginar un interlocutor, no puede uno salvarse de otra manera», continúa escribiendo en el cuaderno citado de junio de 1964. (...)



Pero sí quisiera dejar por sentado desde este prólogo que Carmen Martín Gaite ilumina dos cuestiones centrales en la historia cultural española desde 1950: el papel de testigo y legataria que la escritora desempeñó en el seno de la llamada generación de los cincuenta, y el recorrido que llevó a cabo de autoafirmación de su propia poética (comunicativa y afectiva) frente a dos de los grandes iconos masculinos de su generación: Rafael Sánchez Ferlosio y Juan Benet, a los que eligió como interlocutores por distintas circunstancias (de fondo, pervive un consejo infantil de su padre de intentar relacionarse con quienes pudieran aportarle conocimientos nuevos). Ello presupone además su querencia por los retos y por un método de conocimiento: pensar en qué sentido lo contrario podía ser verdad. Hacer literatura presuponía para ella la presencia del otro, siempre había un destinatario. (...)



Martín Gaite, en «Meterse a novelista», prólogo a Los bravos de Jesús Fernández Santos, se muestra tajante al señalar que «los dos primeros brotes originales de la prosa joven de la posguerra», Camilo José Cela y Carmen Laforet, «no habían conseguido [...], a comienzos de la década de los años cincuenta, pasar de ser dos ejemplos aislados y excepcionales».21 Contra esa falta de estímulos y desde el autodidactismo nacieron los jóvenes prosistas de 1950, quienes encontraron más compañía en la lectura de los autores vivos o muertos de la literatura contemporánea europea o americana (especialmente del existencialismo francés, el neorrealismo italiano introducido a través del cine, la novela norteamericana y Kafka) que en los novelistas consagrados del interior, «a pesar de que se pudiera llegar a estar sentado con ellos a una camilla con faldas de terciopelo», comenta desde el mismo prólogo refiriéndose a la tertulia de Pío Baroja. (...)

“posteriormente matizará y rectificará esta afirmación de 1971 en lo que se refiere al influjo de Nada de Carmen Laforet. Tanto en su obra de ficción (El cuarto de atrás [1978] y Nubosidad variable [1992]) como en sus ensayos («La chica rara» [1987], Esperando el porvenir y «La noche de Sofía Veloso» [ambos de 1994]), insistirá en la significación personal y generacional del tono desesperanzado y nihilista que inauguraba el Premio Nadal de 1944: Para mí, como para tantos jóvenes de mi tiempo, la publicación en 1945 de la novela de Carmen Laforet Nada, recién galardonada con un premio de nuevo cuño [...] significó como una ventana abierta en el estancado panorama cultural de la primera postguerra. La visión de aquella adolescente [...] significó un estímulo muy fuerte para mis propósitos narrativos, alimentados tenazmente, pero más o menos en secreto, desde mi primera infancia. Aquella chica [...] tenía veintitrés años y le acababan de dar un premio que la descubría como escritora, porque antes de eso nadie había oído hablar de ella. Era, pues, posible. Yo quería escribir una novela y ganar el Nadal, aunque no se lo dije a nadie. (...)

una escritora que consideró siempre que cualquier cierre de una narración era un recurso amañado. Sus relatos, más que terminar, se detienen o se rebobinan, como en el caso de El cuarto de atrás. (...)

La misma índole de comentarios procedentes de esos «nuevos amigos» se proyecta sobre El libro de la fiebre y es significativo que la autocrítica de la autora acerca de «Vuestra prisa» en Cuadernos de todo coincida en parte (como realza mi cursiva) con la crítica que su entonces novio ya emitió sobre El libro. Ello demuestra que la de Ferlosio era una presencia muy influyente en estos primeros años (...).

El caso es que pueda gustarle a Rafael cuando se lo lea, esto es indispensable», escribe en 1949 desde El libro de la fiebre.28 Como en los orígenes de la literatura epistolar femenina, la autora va en busca del plácet de su destinatario masculino, además, en un momento muy concreto de la relación entre ambos: el comienzo amoroso. Conocemos la cortante respuesta de Ferlosio, y, sobre todo, cómo Carmiña no olvidó este juicio por lo que se deduce de otra anotación en sus Cuadernos, muy posterior, de enero de 1975 (en un periodo de inmersión en la redacción de El cuento de nunca acabar): «Era distinto lo que veía que aquello en lo que se convirtió. Ahí empezó mi incomunicación con R[afael], quería que él al menos intuyera lo que había sentido y visto. Y dijo: “La culpa es tuya porque lo has contado mal”» (...)

sobre todo, Carmen Martín Gaite se daba cuenta de que no conseguía desprenderse de una prosa poética. La cuentística de Ferlosio, Aldecoa y Fernández Santos en los albores de la siguiente década será fundamental en este despegue, como demuestran «Un día de libertad» (1953) y «La chica de abajo» (1954), años sustanciales en su evolución hacia una prosa más propiamente narrativa. Sin embargo, El libro de la fiebre va a ser un punto de referencia, como revelan los Cuadernos de todo, en torno a dos cuestiones capitales de su taller literario: por un lado, el estilo «excitado y pirado» que genera la dificultad de narrar la experiencia subjetiva del tiempo, cuya tentación nunca le abandonó (...)

partir de El balneario, y ya casada con Rafael Sánchez Ferlosio, Martín Gaite no se dejó influir por ninguna opinión durante el proceso de redacción de su obra. Porque el estilo «pirado» y desconcertado de la novela corta de 1949 se refrenó con la cortante opinión de su primer lector, el autor de Alfanhuí, quien en el fondo era el destinatario elegido, como también Carmen Martín Gaite lo fue de Alfanhuí, según rezaba su dedicatoria inicial hasta la reimpresión de 2016, donde sorprendentemente aparece una nueva destinataria. De cualquier modo, la influencia de Rafael fue absorbente, casi vampirizante, le provocó inseguridad desde el inicio de su trato, se acrecentó con su noviazgo y en los primeros años de matrimonio. Deshacerse de este ascendiente fue uno de los logros de Martín Gaite como escritora y mujer, aunque admitió siempre el rigor que Ferlosio inculcó a su prosa (igualmente es necesario admitir que este fue determinante en su decisión de dedicarse profesionalmente a la literatura). (...)

en enero de 1950, Carmiña, la niña del notario, se convirtió en la novia «formal» de Rafael Sánchez Ferlosio, «dos años más joven que yo y mal estudiante, pero excelente escritor». (...)


Durante el curso 1949-1950, Carmiña comenzó a dar clases de Historia, Gramática y Literatura para alumnas de bachillerato en el colegio María Inmaculada de la Caridad de la calle General Martínez Campos. Es significativo que en su bosquejo autobiográfico, dirigido al lector norteamericano, omita que el colegio donde enseñó era de monjas. (De cualquier modo, el uso del término «colegio» y de «chicas» en la España de la época era sinónimo de colegio religioso. Los colegios laicos en el Madrid de entonces tenían nombres propios: Estudio, Gymnasium o Atenea.) La experiencia fue muy breve, ya que a los dos meses fue despedida, ni siquiera consiguió terminar el primer trimestre. Las razones radican en los rígidos modelos educativos del franquismo, donde se primaba, sobre cualquier otro valor, la autoridad, el orden y el silencio que un profesor era capaz de imponer en clase. Sus comentarios al respecto no dejan lugar a dudas: «Las niñas me querían bastante, pero, como mis clases eran poco ortodoxas y además yo tenía un aspecto muy infantil, no me tenían respeto ninguno, armaban mucho alboroto en clase y la directora me acabó echando». (...)

«Mis dotes para la enseñanza eran más bien escasas».40 En aquel breve esbozo autobiográfico ella deseaba dejar constancia de que su vocación de escritora prevalecía por encima de cualquier otra seña de identidad. Su ejercicio de evocación no contempla en ningún momento que la causa de este lejano fracaso también pudiera radicar en las expectativas de la época sobre lo que debía ser un buen profesor. En la trayectoria profesional de Carmen Martín Gaite no es difícil constatar, después de la redacción de este bosquejo (fechado en junio de 1980), que fue una excelente profesora: lo demuestran las opiniones de sus estudiantes en las cuatro universidades norteamericanas (Barnard College, University of Virginia, University of Illinois Chicago y Vassar College) donde impartió Literatura española en el primer lustro del decenio de 1980 (y he tenido además la oportunidad de conocer la opinión sobre sus clases de algunos de sus antiguos estudiantes en mis cursos posteriores en el Instituto Internacional); y su capacidad docente también queda de manifiesto en la sensibilidad y la metodología didácticas que se desprenden de El cuento de nunca acabar, donde la escritora «no exhibe lo que conoce, sino que muestra cómo llega a conocer». (...)

La breve experiencia de Carmen Martín Gaite como profesora de bachillerato en el colegio de monjas coincide con el ingreso de Rafael Sánchez Ferlosio en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, fundado en 1947 y situado en lo que se llamaba Altos del Hipódromo (en las aulas de la Escuela de Ingenieros Industriales de Madrid). En el IIEC, Ferlosio solo permaneció un curso: «Se aburrió enseguida».45 Y allí coincidiría con su amigo de la facultad y compañero de la futura Revista Española, Jesús Fernández Santos, y con Juan Antonio Bardem o Luis García Berlanga, entre otros. A este centro alude vagamente Julia, el personaje de Entre visillos, con motivo de la profesión de su novio madrileño: 
—Él, ¿qué hace?, cosas de cine, ¿no? 
—Sí. 
—¿Es director? 
—No, director, no. Ha estudiado en un Instituto de Cine, que les dan el título y tienen mucho porvenir, una cosa nueva. Él escribe guiones, los argumentos, ¿sabes?, o por ejemplo para adaptar una novela al cine. Porque tienen que cambiar cosas de la novela. No es lo mismo. Cambiar los diálogos y eso. Pero también hace él argumentos que se le ocurren. 
—Sí —resumió Isabel—. Son esos nombres que vienen en las letras del principio de la película. (...)

Durante los dos meses que vivieron en Italia, viajaron a Nápoles, Florencia, Bérgamo, Treviso y Venecia, aunque algunas de estas excursiones Carmiña las tuvo que hacer con Maximo Piani, primo de su marido, con el que congenió particularmente, ya que Rafael prefería a veces quedarse en Roma. La autonomía y la independencia de la pareja en su viaje de bodas —probablemente no deseadas por Carmiña en esta tesitura— siguieron dando sus primeras muestras (recuérdese la carta citada del 10 de enero de 1953). Carmen comenzó a ejercitar el aprendizaje de habitar la soledad desde el mismo viaje de novios. La dedicatoria que estampó en 1972, ya separados, para la edición de su tesis doctoral, Usos amorosos del dieciocho en España, es suficientemente explícita de lo que fue una convivencia matrimonial: «A Rafael, que me enseñó a habitar la soledad y a no ser una señora» (...)

Carmen Martín Gaite supo ver que tenía que desasirse de su absorbente influjo si quería llevar a cabo una carrera literaria autónoma (en esto fue especialmente sagaz y valiente). Algunas amigas íntimas de la escritora me han llegado a confesar que el primer error (o el gran error) en la existencia de Martín Gaite fue el haberse casado con Ferlosio. Yo no puedo estar de acuerdo. Los términos «error» o «acierto» tampoco son los adecuados, ya que me resulta imposible conjeturar la biografía de Carmen si no se hubiera casado con el escritor Sánchez Ferlosio, simplemente porque su vida hubiera sido muy otra. Carmen Martín Gaite, recién separada de Rafael, en una entrevista con Juby Bustamante (que sí la conoció muy de cerca), refuerza esta opinión: «Soy incapaz de imaginar lo que no me ha pasado. Soy tan fiel a mi historia, que me parece imposible imaginar otra. Solo por haberme pasado, la doy por buena [...]. Lo que no puedo imaginar es haberme casado con alguien que no me fuera afín. Si tengo una gran capacidad de elección en las amistades [...], ¿cómo no iba a tenerla para casarme? Para mí, la relación dialéctica [...] con la persona que más quiero se me ha producido como con nadie».9 Y en tal sentido, reconoció siempre, con justeza, las deudas contraídas con él como escritora y persona: por un lado, la exigencia de Rafael le había ayudado poderosamente a afianzar el rigor de su prosa narrativa; y por otro, consiguió ser amiga de él por encima del lazo conyugal, gracias a su extraordinaria capacidad de logos y de diálogo: «Si puedes lograr que hablar de una tercera cosa te haga olvidar el parentesco, es toda una conquista».10 Por supuesto, también fue consciente y testigo de la tendencia de los Ferlosio a la autodestrucción, inclinación que llegará asimismo a Marta. (...)

Desde su matrimonio con Rafael hasta su muerte, Carmen nunca abandonó su domicilio de Doctor Esquerdo (ni siquiera tras el fallecimiento de Marta), en el que se refugió con todos sus fetiches y recuerdos, y al que también consideró su lugar de trabajo. Solía decir que la casa de un escritor era su oficina, por ello le importunaban las llamadas telefónicas con asuntos personales e interrupciones domésticas, y tuvo que buscar acomodo para escribir en bibliotecas públicas como las del Ateneo, la biblioteca del CSIC en la calle Duque de Medinaceli, la Biblioteca Nacional o el Círculo de Bellas Artes. El interior de este séptimo piso atiborrado de objetos, con su cuarto de recibir empapelado de rojo hasta el techo, se ha convertido de espacio real en espacio literario, gracias a la visita del misterioso personaje vestido de negro en El cuarto de atrás, que como otras visitas inesperadas le ayudaron a habitar de otra manera esa casa, en muchos momentos domicilio donde cada cual pudo hacer su isla y en otros solo guarida donde esconderse, especialmente tras los meses inmediatos a la marcha de Rafael y tras la muerte de su hija. (...)


Sobre lo que pudieron ser los diecisiete años de convivencia del matrimonio más emblemático de la literatura española del medio siglo, contamos solo con referencias diseminadas que sus propios protagonistas nos han ido ofreciendo en ensayos de corte autobiográfico, y en las escasas cartas y postales que se conservan de Carmen Martín Gaite en el archivo de Sánchez Ferlosio. Desafortunadamente las cartas de Rafael dirigidas a ella han sido víctimas de un lamentable auto de fe. El único título de Ferlosio del que se puede extraer algún vislumbre de esta coexistencia es «La forja de un plumífero»,12 texto sobre el que Martín Gaite escribió esta escueta, aunque dolorida, anotación en una agenda de 1998: «Leo en la revista Archipiélago los helados recuerdos de Ferlosio a mi persona (9 de febrero, en Duque de Medinaceli, 4)», se trata de la antigua sede de la biblioteca de Humanidades del CSIC, donde Martín Gaite solía escribir, en lugar del Ateneo, tras la muerte de Marta. (...)


Martín Gaite destaca en esta cohabitación el reparto de tareas domésticas, el cultivo de la independencia, el respeto por la libertad del otro y la no injerencia en sus respectivas actividades, relaciones y manías, además del gusto «por hablar», por recibir a los buenos amigos, y por el sentido distanciador del humor. Probablemente lo que más les unió siempre, más allá de la existencia de Marta, fueron las mismas repugnancias, como confiesa Martín Gaite en una carta del 7 de febrero de 1996 a un lector desconocido: «En este caso a él y a mí el desdén hacia la alharaca, que siempre fue común». Sin embargo, no es posible ocultar que los textos arriba citados barruntan también diferencias y reconvenciones: «Él es más crítico que yo, más inadaptado y menos sociable»; su indolente incapacidad para terminar carrera alguna o su indisciplina académica; su autodidactismo y el peligro de descubrir mediterráneos ya explorados, especialmente a raíz de su sumersión «en la gramática y en la anfetamina», y después del «horror o repugnancia» que experimentó «por el grotesco papelón de literato que, tras el éxito de El Jarama, se cernía como un cuervo sobre mi cabeza».





Ciertamente el horario de Rafael Sánchez Ferlosio al filo de los años sesenta —cuando decidió encerrarse con sus estudios gramaticales en su cuarto, al que llamaban «el submarino» por estar aislado de la luz natural con gruesas cortinas oscuras— era incompatible con la vida en común: Ferlosio dormía de día y trabajaba de noche. Carmen Martín Gaite sabía que se había casado con un hombre inteligente, magnífico escritor, auténtico, sincero, originalísimo y del que ella además estaba muy enamorada, pero con el que era dificultosa la convivencia matrimonial, porque sus rarezas y su corrosivo sentido de la crítica se iban transformando en inadaptación. Pero no fueron solo estas manías, cada vez más arraigadas y con escasas posibilidades de cambio, la causa última del deterioro en la relación del matrimonio, que se produciría diez años más tarde. (...)



Con El balneario Carmen Martín Gaite consiguió el 21 de noviembre de 1954 la quinta edición del Premio Café Gijón. Cuatro semanas antes, el 22 de octubre, había nacido su primer hijo, Miguel. El Premio Café Gijón «para novelas cortas, patrocinado por Fernando Fernán Gómez», según consta en la solapa de la sobrecubierta, y entonces dotado con cinco mil pesetas, no tenía la importancia económica de otros galardones, pero su categoría literaria era elevada, porque se otorga de espaldas a cualquier compromiso editorial y en anteriores convocatorias lo habían obtenido Eusebio García Luengo, César González Ruano o Ana María Matute (con Fiesta al Noroeste). (...)

Tenemos la impresión de que un escritor en la España de 1950 tenía que pasar por una doble censura, la franquista y la antifranquista, ya que lo políticamente correcto en aquellos años era el realismo o las distintas acepciones del realismo. Salirse de él era no pasar otra censura más peliaguda: la de los deberes estéticos. Ser novelista y antifranquista exigía entrar en ese necesario proceso narrativo de reconocimiento de una realidad escamoteada, que fue la tarea estética de nuestra narrativa de posguerra. De hecho, durante la crónica del premio en el semanario El Español, ante la pregunta de qué novela de autor español contemporáneo le había gustado más, Carmen Martín Gaite responde inmediatamente: «Los bravos de Jesús Fernández Santos. Para mí es de lo mejor que se ha escrito en estos tiempos».24 Su respuesta fue absolutamente franca, como demuestran sus posteriores acercamientos críticos a este título de 1954, y también lúcida, al indicar el papel pionero de esta magnífica novela de Fernández Santos en el neorrealismo español: El Jarama se publicará dos años más tarde. (...)

las dificultades que debió sortear una escritora novel en la España de 1950 (esta misiva nos retrotrae nada menos que al artículo de su dilecta Rosalía de Castro «Las literatas. Carta a Eduarda», publicado en 1865 y que la propia Martín Gaite analizó en su ensayo Desde la ventana [1987]). En esta cautivadora carta cuenta a Ton Carandell lo complicado que le resultaba compaginar los absorbentes cuidados derivados de una niña de trece meses que empezaba a andar, con la dedicación que le exigía leer y seguir escribiendo. Téngase en cuenta que tras la muerte de su primer hijo, Carmen Martín Gaite vivía literalmente en vilo, con miedo, pendiente las veinticuatro horas del día de los movimientos, de la salud y hasta del sueño de Marta en estos primeros meses de su vida. (...)

Asunción Carandell tenían en Reus y las últimas semanas en la casa de los Goytisolo en Arenys de Munt: «Era fantástico el dominio del lenguaje que los dos tenían. Rafael hablaba de Adorno; de la gramática que estaba escribiendo y creo que luego rompió. Carmiña colaba sus comentarios y no sé si fue en ese viaje o en otro cuando me habló de Simone Weil. [...] Carmiña tenía que hacerse escuchar porque tenía cosas que decir y buscaba el lugar que se merecía; en esa época, tan clasista además, se sentía apartada del círculo de jóvenes intelectuales que frecuentaba su marido. Rafael, inteligente, clarividente y de “alta cuna” —es un decir—, era a la vez un estímulo y un freno». (...)



Martín Gaite envió Entre visillos al Nadal, bajo el seudónimo de su abuela materna, Sofía Veloso, ya que no quería ser relacionada con su marido, a quien se le había concedido el premio de 1955. El seudónimo encubría, pues, su otra personalidad, la de esposa de Rafael Sánchez Ferlosio. Tampoco se lo dijo a él: «No quería que su opinión me influyese ni en pro ni en contra. [...] El único cómplice de mi secreto, mi hermana Anita, a quien va dedicado el libro [...]. Desde aquel día consideré que tenía derecho a poner “escritora” como profesión en mi carné de identidad. El Nadal, que no tenía entonces contrincante alguno de su categoría, reafirmó mi decisión de seguir escribiendo siempre», comenta en «La noche de Sofía Veloso». (...)

Era preciso hacer borrón y cuenta nueva para que La charca se convirtiera en Entre visillos y se iniciara con el diario de una «chica rara», en la estela de la Andrea de Carmen Laforet, que cuestiona las normas habituales de convivencia y desea traspasar las fronteras de la angostura del tiempo, vivido como el confinamiento y el acoso propios de una charca. (...)

Al pasar de «Cárcel de visillos», Vida muerta o La charca a la locución locativa Entre visillos, Carmen Martín Gaite apuntaba directamente a las formas de vida de aquella clase media que vestía de visillos sus balcones y ventanas, una manera de ocultación pudorosa que marca las distancias, pero que también permite la vigilancia discreta desde el otro lado. Entre visillos es un válido testimonio de la posguerra civil (firme y efectivo sin pretender serlo) a través de cuatro muchachas de provincias que aspiran a casarse. En esta novela Carmen Martín Gaite tenía aún muy recientes sus vivencias provincianas y consigue criticarlas, pero sin acritud; en esos momentos no había nostalgia ni idealización, como se desprenderá de El cuarto de atrás e Irse de casa. (...)


los flecos de la señorita de provincias persistirán en ella hasta el final, aunque sobre esos flecos provincianos se imponga su recatada rebeldía y su ser poliédrico (pero sí observo ciertos gestos, algunos inevitables, otros cultivados ostensiblemente: el temor al qué dirán, la ausencia del tratamiento de la sexualidad como tema literario —incluso en los Usos amorosos de la postguerra española—, el mutismo sobre la causa de la muerte de Marta que fue para ella un tema tabú, y su manifiesto deslumbramiento por hoteles y aeropuertos durante sus estancias en Estados Unidos). (...)


hemos de esperar hasta 1980, cuando la obra publicada de Martín Gaite se detenía en El cuarto de atrás, para que Ignacio Soldevila, en su magnífico manual sobre La novela española desde 1936, rompa con ideas recibidas y apunte cómo su novelística no comulgó con el discurso hegemónico de la narrativa del medio siglo, ya fuera el de los rebeldes sociales, ya el de los estéticos, y señala dos presencias de formación, muy anteriores a Sánchez Ferlosio, a la hora de buscar influjos literarios: Aún más que en el caso de Aldecoa, Martín Gaite ha sido marginada por el equívoco, que alejaba de su lectura a los impertérritos frente al «realismo social» y desilusionaba a los incondicionales, doblemente sorprendidos de que Entre visillos no siguiera en absoluto al prototipo ideal del «objetivismo» que se había querido hacer con El Jarama, siendo como era la esposa de Sánchez Ferlosio: demasiadas contradicciones para una sociedad como aquella. Ni El Jarama ni el Alfanhuí han dejado la menor huella en la novelística de Martín Gaite, y la particular acuidad en su búsqueda de la exactitud y la precisión en el uso del lenguaje, que podría considerarse común a ambos, es más propia y va más lejos en la autora de Retahílas que en Sánchez Ferlosio. A ese respecto, más justo sería mentar dos excelentes maestros de la novelista, cuyos nombres no suelen aparecer a la hora de los influjos literarios: Rafael Lapesa y Salvador Fernández Ramírez.57 Soldevila subraya el papel decisivo que estos dos profesores de bachillerato de Carmiña tuvieron en la formación lingüística de la escritora y sitúa sus relatos, desde el inicio, al margen de la poderosa figura de su entonces marido (o del acuñado tópico de Madame Ferlosio), ya que la percepción de lo real en Carmen Martín Gaite no excluye lo psicológico y el tratamiento de la intimidad. Descifrar lo real más que presentarlo fue lo que Martín Gaite intentó y consiguió hacer, sobre todo, en su siguiente novela, Ritmo lento. (...)


En el caso de la conversación para Blanco y Negro, Mercedes Formica interviene lo menos posible y deja a su entrevistada tertuliar en una especie de monodiálogo. El resultado es un texto de sumo interés autobiográfico, a pesar de la temprana fecha. Esta entrevista consigue presentar un retrato de la joven escritora (en enero de 1958) con precisión e incluso rotundidad: «Pequeña, morena, de facciones correctas, los ojos vivos e inteligentes, lleva el pelo corto a lo Françoise Sagan, lo que le presta un aire de eterna estudiante. Apenas se maquilla [...]. Segura de sí, sabe que vale, y no lo disimula. [...] Ha nacido y se ha movido en un ambiente de bienestar, ya que en España la burguesía dorada está integrada fundamentalmente por tres profesiones: los notarios, los ingenieros de Caminos y los abogados del Estado. Carmen Martín Gaite abandonó (...).


«Mi vida de mujer y de escritora es simple. Desde las ocho y media de la mañana en que me levanto, a las ocho de la noche en que acuesto a mi hija, me dedico a la casa, a mi marido y a la niña. A las ocho me pongo a escribir, hasta las doce o doce y media de la noche. A veces me paso todo el día esperando esa hora. Otras, las menos, acompaño a Rafael al Gijón. Chicho [José Antonio Julio Onésimo], el hermano pequeño de mi marido, hace de baby sitter. Y no crea, gana su dinero. Primero cobraba 3,50 la hora, pero hace unos meses subió a cinco pesetas la tarifa. Lo pasa muy bien. Telefonea a sus amigos y cena fiambre». (...)


El ascendiente literario de Ferlosio fue decisivo y reconocido por ella misma, de 1949 a 1955 (me atrevo a delimitar esta franja de seis años por su particular significación, ya que marca sus comienzos literarios). A partir de El balneario Carmen no dejó que Rafael leyese ninguna de sus novelas hasta ser enviadas al editor, pero fue la gestación a escondidas de Entre visillos el título que confirmó su independencia creadora. A partir del Nadal aparecerá como profesión en su DNI «escritora», antes en el Libro de Familia figuraban las escuetas iniciales de «s. l.» (sus labores). (...)

estas líneas de la misiva citada, que envió a Asunción Carandell un año después: «A veces me encuentro tan terriblemente sola y siento la necesidad de cambiar de sitio. [...] Estoy aislada, encerrada en la niña, absorbida por ella, y siento mucha melancolía y una gran falta de libertad».8 Por otro lado, hay proyecciones biográficas en una serie de motivos de Las ataduras que nos remiten a su particular acontecer, entre los que destaca el hijo muerto o la angustia ante la muerte amenazante de un nuevo hijo. En «Lo que queda enterrado» aparecen una niña muerta y un segundo embarazo; igualmente en «La mujer de cera» se muestra un niño muerto; y en «Tendrá que volver» se nombra la enfermedad de la que murió Miguel, meningitis. Desde el 3 de mayo de 1955, Carmen Martín Gaite fabuló con sus avatares más lacerantes, e incluso liberó algunos de sus fantasmas más recurrentes, como también lo hará en una de sus grandes novelas, Ritmo lento. (..)



Cuando en 1970, Carmen Martín Gaite acababa de publicar El proceso de Macanaz, declara en una entrevista a Miguel Veyrat: «El escritor hace política, quiera o no quiera, en cuanto se apasiona por la verdad».24 En la década de los ochenta pudo constatar que a los políticos no les interesaba la verdad en sí, sino la búsqueda del propio beneficio, esto es, el poder. Martín Gaite, a diferencia de otros compañeros de su generación,25 consideró el resultado del referéndum del 12 de marzo de 1986 como una claudicación de la izquierda; y desde la década de los noventa, ante alguna pregunta impertinente de ciertos entrevistadores que pretendían acorralarla, solía responder con desparpajo que de política no hablaba ni drogada. Siempre se negó a aceptar (y lo tuvo a gala) la invitación recurrente a la bodeguilla de la Moncloa durante el «felipismo». (...)

Con Lucía, David es básicamente un personaje frío, distante, a quien le repugna lo sentimental: «Espectador de la realidad, su aproximación al mundo se resuelve en una valoración exagerada de su propia individualidad y de su incapacidad para encontrar un equilibrio entre razón y sentimiento. Su lucidez crítica, en relación con los defectos ajenos y con el orden convencional que acepta la mayor parte de las personas, le lleva a encerrarse en sí mismo, incapaz de proponer un modelo de comunicación afectiva que sea lo suficientemente válido, y en eso consiste su fracaso», comenta la propia Martín Gaite en su conferencia «Reflexiones sobre mi obra»,39 ¿y no parece que nos está hablando de Ferlosio? (...)



Tras estas contundentes palabras en torno a la incapacidad de convivir de su protagonista, no es difícil entrever el efecto purgante de la novela. Una vez producido el flechazo con la fachada del viejo chalé de la Ciudad Lineal que la originó, Martín Gaite tuvo que inventarse —esto es, descubrir— lo que estaba ocurriendo dentro y lo encontrará en el interior de su propia vivienda, conciencia e intimidad. A pesar de la rotunda evaluación del fracaso de su personaje central, David Fuente exhibe valores con los que Carmen Martín Gaite comulgó, como también los compartió con la irreductible personalidad de su admirado Rafael Sánchez Ferlosio, tales como el cultivo de la duda sobre la certeza, la repugnancia ante el cliché, el desdén por los convencionalismos en un momento en que el posibilismo y el pragmatismo campaban en la sociedad española (incluida la literaria), la búsqueda de la lucidez, el desprecio por la prisa y por las falsas soluciones, y el gusto por ir a contrapelo. En el fondo Ritmo lento es también una confesión atormentada de las propias ambivalencias que convivían en la conciencia de su autora. Si el lector mantiene una relación a ratos ambigua con David Fuente, es porque también la autora la mantuvo con su personaje. Y con ello nos acercamos a una posible interpretación última de la novela en clave biográfica: Ritmo lento es sobre todo una confesión de los extremos peligrosos al que podían llegar determinados valores generacionales que eran compartidos por Carmen Martín Gaite.


Una de las grandes aportaciones de Ritmo lento en la renovación de la novela española de los años sesenta es la nueva relación que establece entre el texto y su destinatario, ya que el sentido abiertamente ambiguo del primero exige un lector partícipe que se preste a la interpretación y que alcance el estatus de interlocutor y no de mero paciente o espectador. Esta ambigüedad radica en la capacidad tanto de identificación como de aversión que el lector establece con el personaje, David Fuente, hijo. La atentísima lectora que fue Martín Gaite supo ver perfectamente la renovación del pacto narrativo entre el sujeto de la enunciación, el enunciado y el receptor que Tiempo de silencio supuso respecto a la novela neorrealista de la década anterior, según se desprende de un apunte de sus Cuadernos, fechado en 1963: «De Tiempo de silencio me llamó la atención la música, porque era y es lo nuevo, la forma de tirar la piedra que tuvo Luis. La letra de la canción se canta con la música. Se me dirá: “Aquella música sin letra no habría sido nada”; pero yo sostengo que sin letra aquella música no se habría inventado, y mucho menos sin la invención de una relación nueva entre lo contado y los que iban a escucharlo».42 Si nos dejamos embaucar por el léxico de la autora, se desprenden dos cuestiones de fondo: inventar la música, la letra y la escucha es una misma empresa, y encontrar una nueva forma equivale a inventar un nuevo oyente (...).

CARMEN MARTÍN GAITE: UNA BIOGRAFÍA.
José Teruel. 
Tusquets, 2025. PREMIO COMILLAS.

miércoles, 10 de septiembre de 2025

GAZA ANTE LA HISTORIA (Enzo Traverso)


En un notable ensayo dedicado a los bombardeos aéreos durante la Segunda Guerra Mundial, el novelista alemán W. G. Sebald se preguntaba por las razones del silencio en torno al sufrimiento de sus conciudadanos al final del conflicto[1]. En 1945, Alemania estaba devastada, casi 600.000 personas habían muerto bajo los escombros de sus ciudades bombardeadas, un número aún mayor de civiles habían resultado heridos y varios millones, que habían perdido sus hogares, deambulaban como una masa de refugiados. Sin embargo, este sufrimiento extremo fue silenciosamente censurado e interiorizado por una sociedad muda; casi nadie se atrevía a expresarlo públicamente. Por supuesto, la Alemania ocupada ya no era una nación soberana, pero este silencio tenía razones más profundas. Los alemanes sabían que, cuando el fuego devoraba sus ciudades y de las ruinas se elevaban al cielo nubes de humo, la Wehrmacht, la policía y las SS estaban cometiendo crímenes mucho más graves que los que ellos mismos habían sufrido. Esto explica la vergüenza y el silencio culpable en que se encerraron, así como la diligencia y el frenesí con que trabajaron para retirar los escombros y reconstruir sus ciudades después de la guerra. (...)

cuando Martin Heidegger los evocó para dar la vuelta a la tortilla y presentar a Alemania como víctima de una persecución, Herbert Marcuse decidió poner fin a su relación epistolar. Al adoptar estas posiciones, escribió, Heidegger se situaba «fuera del Logos», fuera de «la dimensión en la que todavía es posible un diálogo entre seres humanos»[2]. Heidegger no era uno de los vencedores, estaba en el bando de los que habían perdido la guerra (y sus cátedras universitarias), pero sus argumentos eran descaradamente apologéticos. Solamente a finales de la década de 1990, cuando la Alemania reunificada había integrado plenamente la memoria de los crímenes nazis en su conciencia histórica, sus propios sufrimientos durante la Segunda Guerra Mundial pudieron no solo ser ampliamente estudiados, sino también reconocidos y debatidos en la esfera pública sin dar lugar a malentendidos, sin aparecer como excusas o intentos de autoabsolución[3]. Tengo la impresión de que hoy la gran mayoría de nuestros columnistas y comentaristas se han vuelto «heideggerianos», inclinados a confundir a los agresores con las víctimas, con la diferencia de que los agresores de hoy ya no son los vencidos sino los vencedores. (...)




La guerra de Gaza no es la Segunda Guerra Mundial, eso está claro, pero las analogías históricas –que nunca son homologías– pueden servirnos de guía, aunque impliquen a otros actores y acontecimientos de distinta magnitud. Es en este espíritu que, en 1994, Jean-Pierre Chrétien habló de un «nazismo tropical» a propósito del genocidio de los tutsis en Ruanda, y que la palabra genocidio reapareció en Europa durante la guerra en la antigua Yugoslavia, en particular tras la masacre de Srebrenica[4]. En los genocidios, por complejos y diversos que sean sus contextos históricos, siempre hay verdugos y víctimas. Pero el futuro historiador de la guerra de Gaza tendrá que hacer una valoración diferente de la de Sebald, porque hoy los papeles parecen estar invertidos. Mientras destruye Gaza bajo una lluvia de bombas, Israel se presenta como la víctima del «mayor pogromo de la historia desde el Holocausto». (...)




La escena es bastante paradójica. Es como si asistiéramos a una especie de juicios de Nuremberg a la inversa, donde no se juzgan los crímenes cometidos por los nazis, sino las atrocidades (indiscutibles) cometidas por los aliados. Símbolo de la justicia de los vencedores, los juicios de Nuremberg estuvieron llenos de contradicciones, pero nadie pudo cuestionar seriamente la culpabilidad de los acusados[5]. Después del 7 de octubre, por el contrario, siempre se presenta a Israel como la víctima. ¿La destrucción de Gaza?: un exceso lamentable en una guerra legítima de autodefensa, la reacción implacable pero comprensible de un Estado amenazado que se protege por todos los medios. (...)

El 7 de octubre habría rasgado un velo sobre la verdadera naturaleza tanto de Hamás como de Israel: el ejecutor y la víctima. La Franja de Gaza, un territorio habitado por 2,4 millones de personas sometidas a una segregación total durante dieciséis años, se ha convertido en la cuna del mal, donde asesinos despiadados actúan con impunidad, convirtiendo a los civiles en «escudos humanos». En realidad, la destrucción de Gaza es el epílogo de un largo proceso de opresión y desarraigo. Hace 22 años, en agosto de 2002, Edward Said describió la violencia israelí durante la segunda Intifada en estos términos: Gaza está rodeada en tres de sus lados por una alambrada electrificada; aprisionados como animales, los habitantes se ven incapaces de moverse, de trabajar, de vender las verduras y frutas que cultivan, de ir a la escuela. Están expuestos a los ataques de aviones y helicópteros israelíes, mientras en tierra son abatidos como conejos por blindados y ametralladoras. Hambrienta y miserable, Gaza es, desde el punto de vista humano, una pesadilla, compuesta […] por miles de soldados dedicados a la humillación, el castigo y el debilitamiento intolerable de cada palestino, independientemente de su edad, sexo y estado de salud. Los suministros médicos son retenidos en la frontera, las ambulancias son tiroteadas o se entorpece su tránsito. Se derriban y arrasan cientos de casas y tierras de cultivo, y se destruyen cientos de miles de árboles en nombre de un castigo colectivo sistemático a los civiles, en su mayoría refugiados como consecuencia de la destrucción de su sociedad en 1948. (...)



El 75% de la población tiene menos de veinticinco años y ha vivido prácticamente segregada desde su nacimiento. A pocos kilómetros, más allá de la barrera electrificada, protegidos por la «Cúpula de Hierro» (Iron Dome), el escudo antimisiles que intercepta los cohetes, los israelíes viven como en Europa. Tel Aviv es tan cosmopolita, moderna, feminista y gay friendly como Berlín. Su industria cultural exporta series de televisión a todo el mundo y en los últimos años su gastronomía se ha vuelto muy apreciada. Este es el telón de fondo del 7 de octubre. El concepto de genocidio no puede utilizarse a la ligera, pertenece al ámbito jurídico y, como han señalado muchos investigadores, se adapta mal a las ciencias sociales. Sirve para designar a víctimas y verdugos y siempre se ha utilizado con fines políticos, para estigmatizar a los responsables, obtener justicia o defender causas conmemorativas. Todo esto es cierto, debemos ser conscientes de ello y no podemos utilizar este concepto sin tomar las precauciones necesarias, pero tampoco podemos ignorarlo, sobre todo hoy. La única definición normativa que tenemos, la de la Convención de la ONU de 1948, se adapta perfectamente a la situación que existe en estos momentos. (...)

Fue sobre la base de esta definición que, a finales de enero de 2024, la Corte Internacional de Justicia dio la voz de alarma sobre el riesgo de genocidio en la Franja de Gaza y, como es su prerrogativa, pidió a la comunidad internacional que tomara medidas para ponerle fin. Según el artículo II de la Convención, se entiende por genocidio cualquier acto cometido «con la intención de destruir total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal». Se trata, prosigue el texto, de un proceso que adopta las siguientes formas: «a) matanza de miembros del grupo; b) lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo; c) sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; d) medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo»[10]. Esta definición describe exactamente lo que está ocurriendo hoy en Gaza. Ya el 15 de octubre de 2023, 800 académicos de diferentes disciplinas, desde el Derecho Internacional hasta los «Genocide and Holocaust Studies», dieron la voz de alarma sobre el riesgo de genocidio en Gaza. En los meses siguientes, el Journal of Genocide Research abrió un debate sobre la cuestión, acogiendo numerosas contribuciones que presentaban el genocidio ya no como un «riesgo potencial», sino como una realidad (...).

La intención de aniquilar Gaza en su conjunto también estaba implícita en la declaración de Netanyahu del 28 de octubre, que, mediante una referencia bíblica, evocaba la implacable lucha de los judíos contra los amalecitas (el pasaje del Deuteronomio dice así: «Ahora ve y derrota a Amalec. Conságralo al exterminio con todo lo que posee y no lo perdones, mata a hombres y mujeres, niños y pequeños, vacas y ovejas, camellos y asnos») (...).

El historiador Omer Bartov, uno de los investigadores firmantes del llamamiento, tiene razón al observar que, nacida bajo el impacto de la Shoah, la Convención de la ONU «puso el listón muy alto», suscitando así la propensión a «identificar el genocidio como un acontecimiento de alcance, claridad ideológica y eficacia burocrática similares» al exterminio de los judíos. Esto, añade, también ha «creado una brecha» entre una definición jurídica que sigue siendo bastante amplia, susceptible de incluir casos muy diferentes, y un imaginario popular para el que un genocidio «debe parecerse al Holocausto para merecer tal nombre»[14]. No todos los genocidios son de la misma magnitud ni utilizan los mismos medios. Se puede exterminar a seres humanos con métodos muy diferentes: proyectiles, cámaras de gas, machetes, deportando a miles de personas a un desierto o a regiones carentes de medios para subsistir, como en Namibia en 1904 o en Anatolia en 1916, generando hambrunas o actuando conscientemente para no evitarlas, como en Bengala en 1943[15], o destruyendo una ciudad mediante bombardeos sistemáticos, planificados por inteligencia artificial. La exterminación de los judíos en Europa respondió a diversos objetivos, entre ellos un imperativo ideológico y racial; los genocidios coloniales perseguían la conquista y el sometimiento; otros, como el de los nativos norteamericanos, fueron limpiezas étnicas en las que se buscaba el exterminio para proceder a su sustitución. (...)

Podría observarse que la masacre de Gaza se suma a las sufridas en los últimos años por ciudades como Alepo o Mosul, y que es superada con creces en número de víctimas por los bombardeos que destruyeron las ciudades alemanas, soviéticas o japonesas durante la Segunda Guerra Mundial. Es cierto, pero el martirio de estas ciudades fue el resultado de guerras en las que se enfrentaban enemigos de envergadura análoga. En Alepo y Mosul se combatía conquistando manzanas palmo a palmo, como en Stalingrado. Los civiles podían ser tomados como rehenes, pero estaban atrapados en conflictos en los que los beligerantes querían destruirse mutuamente. El concepto de guerra –utilizado en estas páginas según el uso común que se le ha dado en estos meses– no es del todo apropiado para definir lo que está ocurriendo en Gaza, donde no se enfrentan dos ejércitos, sino donde una maquinaria bélica muy poderosa y sofisticada está eliminando metódicamente un conjunto de centros urbanos habitados por casi dos millones y medio de personas. Se trata de una destrucción unidireccional, continua, inexorable. No estamos ante dos ejércitos, dada la inconmensurable distancia que separa al Tzahal y Hamás, sino ante victimarios y víctimas, y esta es precisamente la lógica del genocidio.


Uno de los objetivos de la Convención de la ONU de 1948 era superar las limitaciones de los Juicios de Núremberg, donde los crímenes nazis fueron tratados como crímenes de guerra. Un genocidio no es reducible a un crimen de guerra. Por ello, la Corte Internacional de Justicia de la ONU ha reconocido en su orden de 26 de enero de 2024 que la acusación de genocidio presentada por Sudáfrica es, cuando menos, «plausible» y ha instado a Israel a tomar todas las medidas a su alcance para impedir que su ejército cometa actos de genocidio en la Franja de Gaza. Durante los tres meses siguientes a esta orden, la situación empeoró y, a finales de marzo, la misma Corte ha emitido una segunda orden para evitar la hambruna que se ha «instalado» en esta tierra devastada. El 20 de mayo, el fiscal de la Corte Penal Internacional solicitó una orden de detención contra Netanyahu y el ministro de Defensa israelí Yoav Gallant. Israel ha hecho caso omiso de estas órdenes, continuando con su campaña homicida, y sus aliados no han hecho nada para impedirlo, al contrario, se han mostrado escandalizados por estas medidas. (...)

Un tópico describe a Israel como una isla democrática en medio del océano oscurantista del mundo árabe y a Hamás como una horda de bestias sedientas de sangre. La historia parece remontarse al siglo XIX, cuando Occidente perpetraba genocidios en nombre de su misión civilizadora[1]. El orientalismo no ha muerto en el mundo global del siglo XXI; la atmósfera sigue saturada de él. Sus axiomas no han cambiado; permanecen fijos en una dicotomía ontológica imaginaria entre civilización y barbarie, progreso y atraso, Ilustración y oscurantismo. Occidente, escribió Edward Said en un famoso ensayo hace más de cuarenta años, es incapaz de definirse a sí mismo si no es en oposición a la alteridad radical de una humanidad colonial, no blanca y jerárquicamente inferior[2]. La diferencia entre la época en que Said escribió Orientalismo y hoy radica en que, en el siglo XX, el Occidente conquistador pretendía difundir su Ilustración, mientras que hoy se ve a sí mismo como una fortaleza sitiada. (...)

GAZA ANTE LA HISTORIA.
ENZO TRAVERSO.

viernes, 5 de septiembre de 2025

EL VERANO DE CERVANTES (Antonio Muñoz Molina)

 

El verano es la estación de Don Quijote de la Mancha. Es el tiempo en el que suceden del principio al final todas sus peripecias, y también el más adecuado para su lectura. El desocupado lector al que se dirige desde la primera línea Cervantes es el que tiene tiempo de sobra por delante, el que puede dedicarse sin urgencia y sin remordimiento a esa particular forma de no hacer nada que es la lectura de una obra muy larga de ficción. El tiempo interior de la novela y el externo a ella y también íntimo del acto de leer confluyen en una forma particular de recogimiento, en una atemporalidad en la que se superponen la lectura presente y cada una de las que uno ha ido haciendo a lo largo de su vida, en veranos sucesivos que se le presentan como un verano único, a la vez de puro adanismo y de veteranía, los veranos remotos de lectura en el final de la niñez y la primera adolescencia, y, de ahí en adelante, en una travesía de las edades de la vida, de escenarios diversos, habitaciones variables que siempre parecen la misma y siempre tienen algo en común aunque sean distintas entre sí, como es distinta y la misma la cara ensimismada que se inclina sobre el libro, y el cuerpo del lector que lo sostiene en las manos. Todo es lo mismo y todo está cambiando siempre: las habitaciones en las que sucede la lectura, las ciudades, las manos de niño y luego de adolescente y de hombre joven y de hombre maduro y las manos del hombre de sesenta y cinco años que escribe ahora mismo, algo oscurecidas, con manchas, con las venas más pronunciadas; y también el libro, su tipografía, las ediciones que leí y he perdido, las que conservo todavía (...)


Don Quijote no es una novela, sino dos novelas muy distintas entre sí, escritas con una diferencia de más de diez años, por alguien que había cambiado mucho en ese intervalo, y que podría haber dicho, igual que Montaigne, que si él había hecho su libro, su libro también lo había hecho a él. (...) Don Quijote también es una suma de essais, de ensayos, prueba y error, una improvisación, que lleva no se sabe hacia dónde, hasta que poco a poco va definiendo un camino. Y como le pasa a Montaigne, es la experiencia de lo escrito la que va ofreciendo una cierta seguridad, y la forma intuida en el libro de 1605 ya ha cuajado firmemente en el de 1615 (...).



No quedan borradores de Don Quijote, ni siquiera el texto completo y bien copiado que Cervantes debió entregar a la imprenta. Pero en las novelas publicadas, sobre todo en la de 1605, puede rastrearse una arqueología conjetural de su invención. Una novella burlesca a la italiana, con un humorismo de porrazos y una secuencia de breves escenas de entremés, inopinadamente se va convirtiendo en otra cosa, en el curso de una especie de deflagración narrativa a la que el propio autor asiste con agradecimiento y asombro, porque no sabe bien hacia dónde lo lleva el impulso que está siguiendo, la irrupción brusca de un mundo en todos sus detalles y sus complicaciones argumentales, de personajes que rompen a hablar por sí solos, de historias aisladas que se entrecruzan en una trama superior que las abarca a todas, y hacia la que son arrastrados como en un caudaloso torbellino materiales de todo tipo, imágenes de la experiencia inmediata y del recuerdo lejano, cosas vistas y cosas inventadas o leídas, el edificio entero de la imaginación asentándose de golpe (...)
Cervantes es un viejo parcialmente mutilado, un veterano de guerras antiguas, un funcionario de dudoso escalafón que ha debido de escribir donde buenamente podía, en la incomodidad y el ruido de las ventas, en el trasiego de las oficinas y los molinos y almacenes en los que compraba o requisaba granos, incluso en la cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación. Los años de su plena madurez vital y del probable despegue de su talento narrativo los pasa casi enteros en movimiento permanente y muchas veces angustiado, no cabalgando con sosiego como Montaigne en su viaje a Italia, sino urgido por las obligaciones de un trabajo ingrato, montado en esas terribles mulas de alquiler que son una presencia constante en sus historias, alojándose en las ventas detestables que solo él hizo el prodigio de convertir en lugares universales de la imaginación. Escribiría en los ratos que le dejaran libre las obligaciones y en los días de largas esperas administrativas en los que no sucedía nada. (...)


Y todo siempre en verano. El comienzo de todo, la primera salida, es una mañana, antes del día, que era de los calurosos del mes de julio. Debe de ser al principio de julio, porque ya han terminado la siega y la trilla. (...)

En la aventura de los molinos de viento, que es mucho más breve de lo que uno recuerda, no hay nadie más, aparte de don Quijote y Sancho. Es una de esas escenas de la ficción universal que proyectan una sombra visual y simbólica mucho mayor que su propio relato, ajena al libro mismo del que forma parte, convertida en metáfora y hasta en expresión de la lengua común, Tilting at windmills, la locura o la nobleza de lanzarse alguien a un empeño muy superior a sus propias fuerzas, de poner los ideales muy por encima de los mediocres límites de la realidad. Pero no hay nada de épico ni de espectacular en un pasaje que empieza de golpe y acaba enseguida, y que no debe de durar más de un minuto. En ese campo en el que hay treinta o cuarenta molinos de viento no aparece nadie que esté trabajando en ellos, nadie que lleve a moler cargas de grano, justo en la época de la cosecha, nadie, aparte de Sancho, que presencie el ataque desatinado de un hombre que echa a galopar lanza en ristre sobre un caballo viejo, sin hacer caso de la juiciosa advertencia de quien ve las cosas tal como son (...).

Desde la primera página la mutación constante es el principio activo que sostiene el relato; el cambio de una cosa a otra; el modo en que todas las cosas, igual que los personajes, están sometidas a un proceso de modificación. Cervantes empieza el prólogo avisando de que él no es el padre, solo el padrastro de don Quijote. No hay seguridad sobre el lugar de la Mancha donde comienza la historia ni sobre el nombre o los apellidos de su protagonista. Nombre propio, por lo pronto, no tiene. Y sobre su apellido hay alguna diferencia entre los autores que de este caso escriben: no hay modo de saber con exactitud cómo se llama el héroe de la historia que estamos empezando a leer, Quijada o Quesada o Quijana. (...)

Un paraje áspero de Sierra Morena se transforma en las selvas y prados ideales de los romances pastoriles. Un loco tan rematado como Cardenio de un momento a otro se convierte en un caballero educado y melancólico y a continuación de nuevo en un lunático poseído por la furia. El narrador que desde el principio nos contaba la historia resulta ser solo un erudito aficionado que la investigaba; la tercera persona se transforma en primera; un poco después la voz que cuenta se ha convertido en la del historiador arábigo Cide Hamete, y lo que estamos leyendo es en realidad el texto mutante de una traducción del árabe al castellano. Es la mutación y la inversión sistemática de lo carnavalesco, la apariencia noble que se vuelve ridícula, el estallido de la risa frente a la gravedad y la mesura, el gozo de la guasa y de la comedia, el héroe con una bacía de barbero torcida sobre la cabeza, el campesino que en lugar de fingir valentía no disimula su miedo: se caga de miedo, literalmente, en la aventura de los batanes, en una escena de gloriosa vulgaridad que no vuelve a repetirse en todo el arte de la novela hasta que varios siglos después Leopold Bloom hace sus necesidades con todo detalle y toda comodidad en el retrete y se limpia con la hoja de periódico que acaba de leer, en el segundo capítulo de Ulises. (...)


Gracias a Sancho, el delirio de una conciencia ensimismada y trastornada se abre a la confrontación con lo real, a través de una figura que hace posible el salto del monólogo a la conversación y establece un punto de vista apegado a la realidad de las cosas. La invención de Sancho es un principio generador como el del contrapunto en música, un esquema simple y a la vez capaz de ofrecer variaciones innumerables, complejidades cada vez más sofisticadas: es el contraste de las dos figuras, de las dos voces, las dos miradas, que saltando a cada momento de una a otra con creciente agilidad ofrecen una profundidad de campo que de otro modo no sería posible. Don Quijote, estando solo, no puede ser más que un pelele que no da más de sí al cabo de unas cuantas peripecias de malentendidos y trompazos; sin la compañía y el contrapunto de Sancho, don Quijote solo puede expresarse en el monólogo engolado y paródico, en el pastiche burlón de una oratoria anacrónica: es al hablar con Sancho Panza cuando su voz se vuelve humana al adquirir el tono natural de la conversación.  Don Quijote y Sancho conversan y a lo largo de páginas y páginas no hace falta que suceda nada más. El ritmo de la conversación es el que va generando la propia escritura. Es como si Cervantes se dejara llevar por la divagación a dos voces de sus personajes, tan sin propósito como a don Quijote le gusta obedecer al capricho del paso lento de Rocinante. Hablando los personajes se retratan ellos solos durante la lectura, cuando queda en suspenso la voz narrativa. (...)



Sancho Panza arraiga en el mundo y en el interior de la novela a don Quijote, en la misma medida en que lo hace Leopold Bloom con Stephen Dedalus en Ulises. Stephen padece un ensimismamiento de intelectual o literato tardoadolescente que le deja ver muy poco más allá de sus propias obsesiones. Es Leopold Bloom, Quijote y Sancho al mismo tiempo, pegado al suelo y a la vez cargado de planes ideales de mejora del mundo, quien será su guía, casi su lazarillo, en una noche de borrachera y delirio, quien velará por él, le hará compañía, le inducirá con cuidado paternal a tomar una bebida caliente en la madrugada, lo acogerá en su casa.  Con Cide Hamete lo que irrumpe en la historia es el juego gozoso de la literatura y su parodia: desde ahora al tirón de lo real habrá que añadir la evidencia de que lo que se despliega ante nosotros es una gran composición narrativa, una burla, un homenaje, una celebración de la felicidad doble de escribir y leer, de jugar con las normas de los géneros, seguirlas o romperlas, según el antojo soberano del que escribe. La interrupción del combate de don Quijote contra el vizcaíno da forma narrativa y dramática a ese gran salto en la invención, al descubrimiento, en el mismo proceso de escribir, de algo fundamental que ni se imaginaba al principio. (...)

A lo largo del primer tercio de la novela las aventuras se suceden no como episodios articulados de una sola historia sino como reiteraciones de un patrón formal simple y efectivo: un encuentro o hallazgo al azar, un error de juicio de don Quijote, una acción caballeresca temeraria que acaba en fiasco y en maltrato físico. Al final de cada una de esas aventuras hay un espacio en blanco que es la pausa tras la que vendrá la aventura siguiente. En su brevedad, en su concentración, en su esquematismo, estas aventuras se parecen a las historietas de una sola página que leíamos los niños antiguos en los tebeos, o a las películas breves de la primera época de Charles Chaplin. Todo termina al final de un episodio y todo empieza de nuevo en el siguiente. El héroe no cambia, no aprende, no escarmienta. Parece tan inmune a los accidentes y a los golpes que no para de sufrir como los personajes humanos o animales de los dibujos animados de la Warner: después de una explosión, de la caída por un precipicio, de ser laminado por un tren en marcha, el Correcaminos se recupera tan íntegramente y tan sin dificultad como don Quijote cree que va a curarse de todos sus molimientos gracias al bálsamo de Fierabrás. Don Quijote es igual de insensato cuando ataca a los encamisados con sus antorchas como lo había sido cuando atacó a los molinos de viento o cuando, esa misma mañana, confundió con ejércitos a los rebaños de ovejas. Pero todo cambia esa noche. (...)

El punto de partida es el modelo inmemorial de la sucesión de cuentos organizados con el pretexto de un viaje o una peregrinación, o del retiro en un lugar apartado: el Decamerón, los Cuentos de Canterbury, las idas y venidas picarescas del Arcipreste de Hita, las historias de Sherezade, interrumpidas cada noche para conservar la atención y la clemencia del sultán al menos hasta la noche siguiente. Los libros de caballerías se ajustaban a ese modelo sucesivo y acumulativo: la secuencia de las aventuras del héroe errante, las narraciones intercaladas, historias en el interior de otras historias. Es más o menos el mismo esquema de las novelas pastoriles, el del Lazarillo, y el que había repetido con tanto éxito Mateo Alemán, que en Guzmán de Alfarache llevó el recurso a la digresión moralizadora y el relato intercalado hasta un grado exasperante, como no habría dejado de notar la perspicacia lectora de Cervantes.  Hasta la aventura de los galeotes, Cervantes se atiene a ese esquema, aunque con una ambición narrativa cada vez mayor, una polifonía más variada de voces y registros, una textura psicológica, sensorial y verbal que va volviéndose sinfónica en su riqueza. (...) usto después de ese episodio aleccionador y amargo para don Quijote, en un punto de no retorno porque ahora se ha situado fuera de la ley, cuando él y Sancho se internan fugitivos en Sierra Morena, la simple sucesión da el salto hacia una trama organizada, mucho más premeditada de lo que suele reconocerse. Don Quijote y Sancho andan por aquellos parajes tan perdidos como siempre, pero Cervantes ya sabe a dónde van. (...)



La única manera de aprender a escribir una novela es ponerse a escribirla. La novela misma es el cuaderno de ejercicios y el testimonio del aprendizaje. En cada episodio de ese crescendo que empieza con la aventura de los dos rebaños y tiene su primera culminación en el desengaño del amanecer delante de los batanes, la narración se va volviendo más segura, el estilo más flexible y desenvuelto, las conversaciones entre don Quijote y Sancho más ricas, la representación del mundo sensorial más completa. Pero nada nos ha preparado para la aventura de los galeotes, calamitosa y cómica como todas las anteriores, pero a la vez verdadera y amarga (...).

Una gran novela es el campo magnético en el que se congregan por sí solos los elementos fundamentales y dispersos de la experiencia de la vida, transformados en ficción por el paso del tiempo y el poder simplificador de la memoria y el olvido. Desde La Galatea, Cervantes no había dejado de escribir y no había llegado a nada, ni publicado nada, salvo poemas dispersos. Y ahora todo aquello encontraba su sitio en la gran explosión abarcadora de Don Quijote. (...)

En su novela, igual que en el espacio de la venta, Cervantes ha encontrado lo que es la ambición máxima y el sueño de un novelista, una maqueta en la que contener el mundo y revelarse a sí mismo a través del artificio de la ficción. (...)

un género muy querido por Cervantes, la novella sentimental a la italiana, con sus pasiones amorosas exaltadas y sus personajes de noble condición y rica elocuencia, sus lances de seducciones y de infidelidades, sus golpes de melodrama furibundos, sus mujeres bellísimas, sus galanes aristócratas de gran magnetismo varonil, arrogantes y con frecuencia embusteros, sus dramas de niños ilegítimos y reconocimientos milagrosos entre personajes que fueron separados mucho tiempo atrás. Es un género que a Cervantes le gustaba mucho cultivar. Tenía para él el prestigio supremo de las invenciones literarias italianas, que lo habían exaltado en su juventud, y que se enorgullecía abiertamente de haber traído a la lengua española. Satisfacían su pasión por la belleza y por lo novelesco, que no lo abandonó nunca. Más de la mitad de sus Novelas ejemplares pertenecen a este género. La mayor parte de ellas llevarían escritas muchos años, pero si las publicó juntas en 1613 fue porque le importaban mucho. Quizás la novella de Cardenio y Luscinda, Dorotea y Fernando, Cervantes la tenía ya escrita cuando se embarcó en Don Quijote, igual que tendría ya escrita la de El curioso impertinente y la historia del cautivo. Lo que importa es que, en vez de incluirla íntegra en el relato principal, la descompuso para dispersarla en fragmentos, para repartirla a lo largo de centenares de páginas del libro, haciéndola aparecer y desaparecer, interrumpirse, dividirse entre voces distintas, cada una asociada a un personaje particular y a un punto de vista, cada protagonista contando su parte del mosaico común a testigos que casi nunca son los mismos (...).

El Don Quijote de 1605 es una gran reacción en cadena, un prodigio de escritura desatada, a la manera de Ulises y de Moby-Dick. No es nada raro que Herman Melville guardara un ejemplar muy subrayado y anotado en su biblioteca. (...)

La sustancia última de don Quijote no es la posible locura, sino la teatralidad. (...) Don Quijote ejerce una impostura que solo puede tener éxito con personas ignorantes. Es el orador fecundo que deja boquiabiertos a espectadores hechizados por su facilidad de palabra; el que maneja citas literarias que nadie está en condiciones de comprobar. (...)

Entonces sucede algo único en toda la novela, algo tan chocante y hasta vergonzoso que se nos olvida haberlo leído. A los ojos de todos los testigos, y a los del narrador de la historia, don Quijote es un cobarde, más indigno aún porque urde pretextos y evasivas frente a las tres mujeres que pedían su ayuda, él que estaba dispuesto a liberar por sí solo el reino de la princesa Micomicona: Maritornes, la ventera y su hija [...] se desesperaban de ver la cobardía de don Quijote. (...)

Cuando escribe la segunda parte, El ingenioso caballero, la novela de 1605 ya es muy popular, y Cervantes es consciente de esa popularidad, para bien y para mal, en el momento en que decide reanudar la escritura. La traducción narrativa de esa circunstancia real es que don Quijote y Sancho, a través del bachiller Sansón Carrasco, se enteran de que sus aventuras están contadas en un libro muy leído, probablemente escrito por un encantador, pues de otro modo no sería posible que esa historia concluida solo un mes antes haya tenido tiempo de ser escrita, traducida del árabe y publicada. La conciencia de ser leídos y conocidos pesa sobre don Quijote y Sancho igual que pesa sobre Cervantes; y a las críticas desfavorables, y a los errores y descuidos, algunos graves, este escritor tan orgulloso y tan suspicaz responde no en una invectiva personal, sino en conversaciones vivaces y humorísticas entre don Quijote y los personajes que lo rodean, Sancho, el cura, el barbero, el magnífico Sansón Carrasco, que tiene una presencia física y mental a la altura de su nombre.

Tenemos constancia del disgusto inmenso, la sensación de robo y ultraje, que sintió Cervantes al encontrarse con la publicación del Quijote espurio de Avellaneda, cuando ya él tenía bien avanzada la Segunda Parte. En lugar de rendirse al desánimo, Cervantes integra la existencia de ese libro parásito en la narración que está escribiendo, y logra una cadena de invenciones perfectamente cómicas y también vengativas. Es un desquite contra el falsificador que al mismo tiempo que lo desacredita actúa como punto de partida para uno de esos juegos entre la literatura y la vida que le gustaban tanto. Don Quijote y Sancho se encuentran con dos lectores del libro de Avellaneda, los cuales acreditan que sus dobles tramposos son torpes caricaturas, indignas del caballero y el escudero a los que han conocido. En uno de los capítulos finales, es un personaje de Avellaneda, el caballero granadino don Álvaro Tarfe, el que cobra otra vida al cruzarse con don Quijote y Sancho. Cervantes así le roba al ladrón un personaje, y le da la nobleza y la consistencia de las que carecía en su novela originaria: como el luchador en un arte marcial que aprovecha el impulso agresivo de su adversario para derribarlo. (...)




EL ROSTRO DE CERVANTES

El rostro de Cervantes no podemos verlo. Es un ejercicio necesario y difícil, quizás imposible, quitarse de la cabeza la imagen establecida, siempre reiterada, la del presunto retrato atribuido a Juan de Jáuregui que nos viene instantáneamente a la memoria, porque la hemos visto en tantas ilustraciones y portadas de libros. Ese viejo de cara afable y aspecto formal, con su barba afilada, su mirada inteligente, su gola blanca bien cuidada, no es Miguel de Cervantes. Quién fuera en realidad no podemos saberlo: un intruso en la fama póstuma de otro. Pero es importante borrarse esa cara de la imaginación para apreciar la singularidad de la ausencia, el espacio en blanco que deja. Desde que existen retratos más o menos seguros de autores eminentes —quizás el primero es Dante— el único entre los más grandes de quien no queda una imagen es Cervantes. En la galería de retratos del Siglo de Oro, junto a Góngora, Quevedo, Lope de Vega, Santa Teresa, fray Luis, Calderón, hay un marco vacío en el que está el enigma de la invisibilidad de Cervantes. ¿No tenía medios o influencia para encontrar quien lo pintara, igual que no encontró quien le escribiera sonetos laudatorios para Don Quijote? A este sinsabor él le dio la vuelta con el remedio infalible de la ironía. Él se escribió sus propios elogios burlescos, y también hizo con palabras el retrato que nadie le pintó: éste que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis... (...)

En la biblioteca de don Quijote hay un libro suyo, el primero que publicó, todavía joven, en 1585, que no tuvo mucho eco, y durante muchos años no había tenido continuidad, La Galatea. El juego de la ficción y la realidad empieza muy pronto. El protagonista de una novela tiene en su biblioteca un libro del escritor que lo ha inventado. Del motivo por el que don Quijote lo compró o de la opinión que tiene sobre él no sabemos nada. Pero el cura, que a lo largo de la narración se irá revelando como un lector infatigable y agudo, no solo ha leído La Galatea, sino que conoce a su autor. Muchos años ha que es grande amigo mío este Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. (...)

EL VERANO DE CERVANTES.
Antonio Muñoz Molina.