MISTICISMO: LA EXPERIENCIA DEL ÉXTASIS
Érase una vez la peste. Ante el temor de enfermar y morir, la gente llevaba la vida de un ermitaño, distanciados los unos de los otros en las celdas de sus hogares, enmascarados para protegerse de una realidad contaminada, en absoluto confiable, y definida por la pestilencia, el dolor y el sufrimiento. De repente se dieron cuenta de que vivían en un mundo de contagio y de que incluso ellos mismos podían ser contagiosos. Siguieron una práctica que los antiguos llamaban «anacoresis», un retiro del mundo, un recogimiento en soledad. (...)
Algunos de ellos, los más pudientes, huyeron de las ciudades en busca de la aparente seguridad del campo. Los más humildes se quedaron donde estaban, esperando a que sucediese lo mejor, pero a la vez temiendo lo peor. Apartados de su obligatorio ir y venir diario y de su embrutecedora batería de distracciones para distraerse de la distracción, llegó a sus oídos el silencio, o algo muy similar al silencio, a veces acentuado por el canto de algún pajarillo. Quisieran ellos o no, todos se convirtieron en anacoretas. Se convirtieron en místicos involuntarios. (...)
Los sentimientos tan intensos y tan confusos que tenían parecían remitirlos a unas prácticas y creencias que consideraban desfasadas, supersticiosas, irracionales y, francamente, también vergonzosas. Fue como si en medio de aquella peste hubiese despertado algo arcaico, elemental, primigenio, muerto desde hacía mucho tiempo. Algunos comenzaron a preguntarse por la naturaleza de estos sentimientos arcaicos y por la manera en que podrían entender el misticismo que había revivido, como un fantasma al que nadie había invocado. (...)
¿Por qué el misticismo? Evelyn Underhill, fascinante figura un tanto olvidada que hizo mucho por popularizar el misticismo a comienzos del siglo xx, lo define como «la experiencia en su más intensa forma». (...)
El misticismo no es algo fundamentalmente teórico. No consiste en una simple creencia intelectual en la existencia de Dios como si fuera una especie de postulado metafísico que uno puede afirmar o rebatir. El misticismo es más bien existencial y práctico. Es –y esto puede servir a modo de definición improvisada– el fomento de unas prácticas que te permiten liberarte de tus típicas costumbres, tus habituales fantasías e imaginaciones y, una vez ahí, permanecer de un modo extático. Este es un libro sobre tratar de salir fuera de uno, de perderse, sin dejar de ser consciente de que el yo no es algo que se pueda abandonar por completo. Aunque siempre se puede intentar. Eso a lo que llamo «éxtasis» es una manera de sobrepasar el yo, de hallarse suspendido más allá de los confines de la propia cabeza, y la sensación de alegría, placer y júbilo que acompaña dicha experiencia. Es algo que tal vez conocíamos mejor en nuestra infancia, en especial en la experiencia del juego, pero a lo que hemos renunciado en nuestra adolescencia y en nuestra excesivamente larga adultescencia. La madurez es la renuncia al éxtasis. (...)
Aun así, hay áreas de la experiencia humana que sí nos permiten abrirnos paso más allá de ese yo pegajoso hacia algo mucho mayor, más vasto: algo cargado de efervescencia y tal vez de un gozo puro y desenfrenado ante el hecho de la vida y del mundo. Este abrirse paso hacia el exterior es justo lo que hace la religión en la mejor de sus versiones, es lo que puede generar en nosotros el arte en su vertiente más noble, la dirección en la que nos puede orientar la poesía; es también lo que puede suceder –si somos afortunados– en nuestra vida sexual y tal vez sea también lo que mueve el deseo de la embriaguez, del tipo que sea. (...)
Podemos ver esas experiencias como formas de abandono. Uno renuncia a todo deseo de control, de dominio sobre uno mismo y sobre los demás, y se somete libremente. En tales momentos –que son situaciones de una exposición y vulnerabilidad extraordinarias–, el yo se disuelve en un entorno más grande y más amplio, con más espacio para el ser. Ese abandono se produce de un modo particularmente poderoso en la experiencia de la música. El misticismo consiste en evocar esas experiencias y abrirnos a ellas, unas experiencias ilimitadas de viveza e intensidad. El misticismo es una manera de describir un éxtasis existencial que se halla fuera de los límites del yo consciente y que es más que este. Consiste en un dejamiento y un desapego, que podría suponer llevar una existencia desprendida, una apertura fluida, una soltura despejada, una límpida intensidad donde los conceptos de la mente y el mundo, del alma y de Dios se disuelven en algo absolutamente más extraño y, aun así, más simple: la experiencia de una libertad que no es dar libertad a nuestros deseos, sino liberarnos de nuestros deseos. (...)
El aliento es la forma original del «espíritu». El «Pienso, luego existo» de los filósofos se podría reformular más apropiadamente como «Respiro, y es lo que hay». La conciencia es una manera restringida e inútil, limitada y dualista de concebir lo que William James llama «la corriente de la vida», un flujo que engloba el aliento de nuestras ideas tanto como el vasto cosmos que nos envuelve con su respiración pausada. El misticismo consiste en la posibilidad de una vida extática. Durante los últimos dos siglos, con las obvias excepciones de gente como Nietzsche y, de manera más reciente, Georges Bataille, la filosofía ha conseguido vacunarse de un modo más o menos eficaz contra ese tipo de experiencias que hallamos en los místicos. Ha llegado el momento de reintroducir el virus. (...)
La realidad nos presiona desde todas las direcciones con una fuerza implacable, con una violencia que nos agota y nos deja sin energías, que desperdicia nuestra capacidad para creer y gozar. El mundo nos ensordece con su ruido, nos escuecen los ojos por la creciente incoherencia de la información, la desinformación y la presencia constante de la guerra. Todos sentimos, todos vivimos sumidos en la pobreza de la experiencia contemporánea. Son tiempos plomizos, pesados; tiempos de escasez. En consecuencia nos sentimos infelices, ansiosos, desdichados y aburridos.
¿Cómo puede uno decir que todo va a ir bien? Esa es la gran proposición de la protagonista de este libro, la mística medieval inglesa Juliana de Norwich (circa 1342-1416), a quien vamos a dedicar una buena cantidad de tiempo. ¿No es una locura? ¿Cómo va a ir todo bien en un valle de lágrimas? (...)
Para T. S. Eliot, escribir poesía es una insufrible lucha con las palabras y los sentidos donde las palabras no coinciden con los significados y los significados no terminan de estar a la altura de las palabras que pretenden expresarlos. Las palabras se te escapan, los sentidos se te escapan, pero el objetivo de esta poesía apunta hacia una quietud, un punto inmóvil en el mundo que gira y gira, una experiencia de encarnación donde se intersecan el tiempo y la atemporalidad. Este punto, que tan solo puede expresarse en los términos de la negación, la antítesis y la paradoja que Eliot toma prestada del misticismo, se encuentra fuera de las palabras y, por tanto, fuera de la poesía. Es un estado más cercano a la música, una música que es fuego, es vida y es danza. (...)
Un éxtasis sensato. Lo que yo intuyo –no es más que eso, una intuición– es que la música, la música común y corriente, la compartida, la cotidiana, sea elevada, de baja estofa o se encuentre en algún punto intermedio, en la mejor de sus expresiones es capaz de describir cómo nos sentimos y permitir que sintamos algo más. La música es capaz de concitar un sentimiento que puede ser de júbilo, pero también puede ser un temor, una tristeza o un anhelo soterrado, cosas más profundas que la cognición, los conceptos o la consciencia. Podemos considerar esto una participación de eso que Juliana llama «sustancia bondadosa», una empatía que va más allá de las palabras y que, quizá, sea su condición previa. La música –y este es su milagro, el motivo por el que sería un error vivir sin música, como insistía Nietzsche– puede conllevar esa emoción y retenernos por un instante. Y, tal y como escribe Eliot, somos la música mientras la música dure. (...)
Es posible que sea en la experiencia de la música cuando más cerca estemos de percibir un universo animado y de comunicarnos con él. Es imposible ser ateo cuando uno escucha la música que le embarga. (...)
Yo creo que merece la pena preguntarse por qué escribe uno. ¿Es simplemente por el deseo de una relativa notoriedad o por ascender un peldaño en la escalera del academicismo? No podemos descartar tales ambiciones por absurdas y narcisistas que sean. George Orwell tiene razón cuando afirma que «todos los autores son vanidosos, egoístas y vagos», y que «escribir un libro es una lucha horrible y agotadora», pero el deseo más básico de la escritura hay que buscarlo en otra parte. Escribir es aspirar a –e incluso anhelar– el misterio de un claro entre los árboles, un espacio despejado distinto del yo, la inmensa habitación de la experiencia vital, que es una estancia soleada pero sin ventanas. Escribir es tomar parte en la lucha por pasar desapercibido. El problema es que el ego no deja de estorbar. Buscamos un claro, pero conforme atravesamos este denso bosque de árboles y matorrales, no dejamos de engancharnos en las ramas, nos ensuciamos de tierra y nos vemos arrastrados de vuelta hacia el paisaje cada vez más oscuro de la duda, la duda de nosotros mismos que atormenta y persigue al escritor a cada paso que da. (...)
Hay una contradicción fundamental en cualquier acto de escritura –este es el núcleo del ensayo de Carson– que se pone de manifiesto en los textos místicos a través de su desempeño ejemplarizante: escribir es que un ego cuente qué es carecer de ego, alcanzar la unidad o la indistinción con Dios, una fusión cautivadora con el propio objeto, la completa desaparición de la voluntad individual en la materia del pensamiento. Escribir textos místicos (o quizá escribir bien, sin más) es –y solo puede ser– someterse, entregarse por completo al deseo de desaparecer del texto, extinguirse o aniquilarse a uno mismo. ¿Y cómo vamos a cuadrar el deseo de autoaniquilación del místico con la «brillante autoafirmación» de los escritos de Safo, Porete, Weil y Carson? La verdad es que no podemos. En palabras de Carson, «ser escritora es construir el núcleo de un ego grande, ruidoso y brillante». El misticismo no es una escritura automática, sea lo que sea eso, y no se puede reducir a la transcripción de una expresión supuestamente divina. (...)
Por muy ebrios que puedan parecer algunos textos místicos, esta escritura requiere de sobriedad. Y requiere también de estilización, estructuración, un profundo conocimiento del género y sus tradiciones y de la inmersión en una red de prácticas literarias y litúrgicas. Es más importante aún, como dice Carson, que «cualquier declaración de intenciones al respecto de aniquilar este yo sin dejar de escribir y de dar voz a lo escrito ha de involucrar al escritor en ciertos actos importantes de subterfugio o de contradicción». El ensayo de Carson –un ensayo de tres partes que en realidad son cuatro, sobre tres mujeres que resultan ser cuatro– es un admirable ejemplo de tal subterfugio. (...)
¿CUÁL ES EL RETO QUE EL AMOR LE PLANTEA AL YO? Esa es la puesta en escena a la hora de escribir, la de todas las formas de escribir a priori interesantes, al menos las que no se pueden reducir sin más a un amor por uno mismo. Y la mayor parte de la escritura, como la mayor parte del amor, es amor por uno mismo, que es justo lo que le resta todo el interés a lo escrito, y ese amor sin interés –o no amor, realmente– es una larga oda sobre uno mismo. Esta contradicción entre el completo «selfismo» y el intento de decrear el yo es la paradoja que habilita la escritura, en especial la mística, y por eso son necesarios esos subterfugios. Sin embargo, ¿no es también una paradoja inhabilitante? Como diría Flannery O’Connor, la sombra terrestre del yo nos impide ver la fina franja de la luna creciente, ¿no es así? Escuchemos lo que dice Carson al comienzo de Economía de lo que no se pierde, de 1999, una serie de conferencias en las que lleva a cabo una especie de lectura comparativa o, mejor dicho, de contrapunto de dos poetas de extremos opuestos de la historia que en apariencia no tienen nada en común: Simónides (556-467 a. C.) y Paul Celan (1920-1970). Hay que decir que es una maestra del contrapunto. He aquí el párrafo de apertura: Hay demasiado yo en mi escritura. ¿Conoces el término que utiliza Lukács para describir la estructura estética? Eine fensterlose Monade. Yo no quiero ser una mónada sin ventanas, mi educación y mis educadores se oponían rotundamente a la subjetividad. Me he esforzado desde el principio por adentrar mi pensamiento en el paisaje de la ciencia y de los hechos mientras otras personas se dedican a conversar en términos lógicos e intercambiar juicios, pero yo salgo ahí a ciegas. Pues bien, escribir requiere de un ir y venir a la carrera entre ese paisaje crepuscular donde se arroja la facticidad y una habitación sin ventanas despejada de todo cuanto no conozco. Lo que lleva tiempo es despejarla como un claro, y ese claro es un misterio. (...)
Uno escribe para desaparecer, evadirse, fundirse o convertirse en algo distinto. Como dice Clarice Lispector: «Yo escribo, y así me libro de mí misma y puedo descansar por fin» (el término «descansar» será importante cuando hablemos de Juliana). Por supuesto, este es el origen de mi interés por Anne Carson y la práctica mística: yo también, lo único que deseo es desaparecer por completo, aniquilarme, hallar el descanso, pero el yo continúa interponiéndose, como la sombra de la tierra que oculta la luna. Aquí corremos el riesgo de quedar atrapados en un retroceso infinito: Safo, Porete y Weil cuentan sobre otro, pretenden escribir de manera heterológica. Anne Carson escribe sobre ellas cuando escriben. Quiere eliminarse de la escritura, ser el cuarto miembro ausente de este tango a tres, pero no puede. Yo también estoy intentando escribir sobre Anne Carson, tengo la intención de quitarme de en medio y fracaso en mi intento. La escritura es una narración del yo, una narración que quiere quitar de en medio al yo pero no puede conseguir lo que desea. (...)
Esa podría ser, quizá, la dificultad de escribir sobre el amor. Estas tres mujeres, y Anne Carson también, al tratar de contarte sobre Dios, en realidad están tratando de contarte el amor. Ahora bien, en la medida en que lo hacen, el yo queda retenido, y ellas no aman realmente, es decir, que no se unen verdaderamente con Dios ni acceden a esa zona de indistinción con lo divino. Más bien, continúan actuando por amor a sí mismas al tiempo que afirman no amar al yo y amar únicamente a Dios. Lo doloroso de la dialéctica erótica de Dios y el yo queda más claro en la lectura que Carson hace de Margarita Porete, donde concluye que… su amor a Dios es en realidad un obstáculo para la lealtad a Dios, porque este afecto, como la mayoría de los sentimientos eróticos, es en gran medida un amor a uno mismo: hace de Margarita una esclava de Margarita en lugar de serlo de Dios. Dicho de otro modo, el amor a Dios de Margarita Porete en realidad obstruye su acercamiento a Él porque tal amor es un amor a sí misma, y el intento de aniquilación del yo termina colocando al yo de Porete en el centro de la escena. Escribir sobre el amor nos convierte en unos hipócritas, y todo aquel que se dedica a ello es un farsante que afirma quitarse de en medio mientras proclama ese núcleo de un ego grande, ruidoso y brillante. (...)
Lo que atrae a Carson de las tres mujeres analizadas en el ensayo «es que ellas sí saben lo que es el amor». Al inicio del ensayo, Carson pregunta en cursiva: «¿Cuál es el reto que el amor le plantea al yo?». La respuesta es que el amor reta al yo a abandonarse y dejarse atrás, a acceder a la pobreza. Y cuanto más contamos sobre yo, menos capaces somos de acceder a la pobreza y menos amamos. El amor es el deseo de amar y ser incapaz de hacerlo. Todavía nos sobra demasiado yo, estamos demasiado llenos de él. Entre los comentarios sobre la decreación en sus cuadernos, Simone Weil escribe: «Dios solo puede estar presente en la creación bajo la forma de la ausencia». Para acercarse a Dios, uno ha de apartarse de la creación y decrear el yo. Esto hace imposible contar la decreación, porque el hecho de contar implica al yo. Continúa Carson: «Esta escritora va a tener que invocar a un Dios que traiga su propia ausencia consigo, un Dios cuya Lejanía está más Cerca. Es un movimiento imposible que tan solo es posible por escrito». (...)
Cristo es nuestra vestidura, «nos envuelve y nos cubre, nos abraza y nos guía». El término que mejor describe la vestidura divina para Juliana es «amplia». Si la vestidura del pecado, como veremos, es apretada y sucia, la túnica de la redención tiene una tela abundante que queda suelta, en un envoltorio lujoso de muchos pliegues, del tipo que vemos en las imágenes medievales de la divinidad, como en las ilustraciones de los manuscritos. El otro adjetivo que se utiliza de manera repetida es «cortés». Juliana, igual que Porete y otros místicos, utiliza las convenciones del amor cortés en la Edad Media. El Libro de Juliana es una especie de romance cortés sobre el supuesto de la cortesía de Cristo. Este no es un Dios indignado ni irascible. Dios es bueno y, por tanto, nunca se puede enfadar: «Oure Lorde is nevyr wroth nor nevyr shall» («Nuestro Señor nunca está enfadado y nunca lo estará»). El Cristo de Juliana es increíblemente gentil, educado y de buenos modales. Su cortesía tiene el objetivo de reconfortar. Toda la ira queda del lado del hombre. (...)
Lo que distingue el cristianismo medieval del judaísmo, del islam y, más tarde, del protestantismo es justo esta proliferación de objetos tangibles, táctiles e insistentes, frescos que rezuman en las paredes y cosas así, todos ellos suspendidos prácticamente en equilibrio al borde de la animación, y que a veces se decantan por cobrar vida. Fuera lo que fuese lo que Dios pretendía con este cosmos no era simplemente metafísico, sino físico: un modo intensificado de dación perceptible con los sentidos. El problema ontológico central que plantean estos objetos es el de la semejanza: ¿cómo es posible que la semejanza sea como lo que es desemejante? ¿Cómo puede un objeto ser algo que es otro completamente distinto? ¿Cómo es que un fragmento o una reliquia representa aquello que no puede ser representado? ¿Cómo puede ser que una parte represente a un todo? ¿Cómo puede ser, digamos, que el hábito que tenía el místico Enrique Susón de partir una manzana en cuatro fuese como el Dios trinitario (una porción para cada una de las personas de la Santísima Trinidad y otra para el propio Enrique)? ¿Cómo es posible que las gotas de lluvia o las escamas de arenque sean como la sangre de Cristo? Dice Bynum: El poder del objeto reside, sugeriría yo, no tanto en su deíxis como en la paradoja de lo que podríamos llamar «semejanza desemejante», es decir, tanto en la desemejanza entre sí del diente, el cuerpo, la gema endurecida y el sarmiento que crece como en la totalidad del cielo que todos ellos en conjunto presentan y representan. Los objetos no son simples signos o señales que apuntan a algo trascendente, sino que son más bien la encarnación de lo trascendente. Los objetos tienen capacidad agente, tienen superpoderes. (...)
Lo que Bynum pretende hacer en los ensayos de Dissimilar Similitudes es dejar que hablen los objetos. Y cuando hablan, lo hacen en la lengua de la paradoja. (...)
Obviamente, es muy sencillo despreciar los objetos devocionales como la cuna de Cristo –como hizo Lutero– por considerarlos una bobada producto de las ansias de unas monjas frustradas sin hijos. Y aun así, estos objetos son paradójicos para Bynum: evocan la presencia y la ausencia, el lugar literal del bebé Dios y la promesa de un cielo que supera la imaginación. «Para los fieles medievales –escribe Bynum–, las cosas del cielo son semejantes y desemejantes a las cosas de la tierra». Las imágenes y los objetos devocionales impelen al espectador atento a ver lo literal que tiene delante y a ver más allá. A ver ambas cosas a la vez. (...)
La idea de la semejanza desemejante nos permite afrontar la paradoja de la materia en el corazón del cristianismo y en el núcleo de la teología de Juliana. La materia, un poderoso leitmotiv a lo largo de toda su obra, es el centro de atención del libro de Bynum de 2011 Christian Materiality. La materia es algo desconcertante dentro del cristianismo: es a la vez pasajera y eterna, corruptible e incorruptible, mutable e inmutable. La materia fue creada por Dios, y sus criaturas hemos de amarla y preservarla. Y, al contrario que en el gnosticismo, Dios se hace materia en la persona de Cristo. De manera que la materia es ese lugar, ese medio donde los contrarios coinciden de manera disyuntiva, paradójica. (...)
Bynum ofrece una maravillosa interpretación de la herida en el costado de Cristo, lo que Juliana llama «su dulce costado abierto», de la que mana abundante sangre. En el cristianismo medieval, el cuerpo de Cristo, que está entero en el Evangelio, se divide en una serie de fragmentos, en partes diferentes que adquieren funciones claras e independientes. En las ilustraciones de algunos manuscritos, la herida del costado figura sola y en sentido vertical, como una mandorla con forma de vulva. Los fragmentos del cuerpo de Cristo asumen una función apotropaica, sanadora y redentora. La faja de parto que se colocaba o que se ceñía una embarazada como amuleto contra el parto difícil mostraba fragmentos además de una herida en el costado con forma de rombo. De manera similar, Juliana se centra exclusivamente en la sangre de Cristo, vista como una entidad prácticamente independiente, separada, con su propio poder salvífico. La sangre de Cristo tiene una semiautonomía. La sangre es al tiempo una parte y un todo que santifica. «En la devoción tardomedieval –dice Bynum– la parte es el todo». La devoción cristiana medieval es la vida de esta paradoja. (...)
PARADOJAAAAAAA
Volviendo con la formulación que Bynum toma de Nicolás de Cusa, la paradoja es la coincidencia de los opuestos. No es una combinación, sino una contradicción que no se puede hacer coincidir dialécticamente con una síntesis. Son dos sucesos antitéticos que se producen al mismo tiempo. Este mantenimiento de dos opuestos juntos está por todas partes en la obra de Juliana. Es la manera más fructífera de entender la relación entre bienestar y malestar, amor y pecado, desdicha y rescate, la vida eterna y la facticidad de la muerte. (...)
Para el místico, objeto y sujeto están vinculados de manera inseparable por medio del acto de la devoción. La dimensión subjetiva de la creencia y los objetos empleados en la práctica de esa creencia son dos caras de la misma moneda. Sujeto y objeto forman una divisa experiencial común. En el mundo moderno, esta moneda se ha devaluado por completo. (...)
Pienso en Lutero al regresar a Wittenberg en 1522, cinco años después de que sus noventa y cinco tesis prendieran la llama de la Reforma. Estaba horrorizado ante la destrucción generalizada de los objetos devocionales que estaba teniendo lugar. Lutero estaba en contra de semejante iconoclasia y declaró que no se debían destruir los objetos religiosos porque son adiaphora, objetos indiferentes. Su idea era que, en realidad, nadie creía que, digamos, una figura esculpida es Dios. Esas cosas se pueden quedar ahí sin hacerles caso. Lutero no entendía lo que había provocado, fueran cuales fuesen sus remilgos o sus equivocaciones. La Reforma separó la subjetividad en la creencia religiosa de los objetos utilizados en la práctica ritual. La fe se convierte en una cuestión puramente interior, sin duda indiferente a los objetos antes reverenciados y dotados de vida: iconos, reliquias, etcétera. Esta separación conduce a un divorcio cartesiano entre los objetos pensantes, como nosotros, y las extensiones materiales, como los objetos devocionales. (...)
El misticismo es una forma de vida que cuestiona y altera nuestro modo de entender la filosofía, la experiencia estética y la música. Como ya dije al principio, el misticismo es una categoría atribulada y anacrónica. Identifica, reduce y petrifica en retrospectiva una compleja red de prácticas hermenéuticas, litúrgicas, espirituales, somáticas y rituales en algo llamado «experiencia religiosa» que se tiene o no se tiene. Es de la experiencia religiosa de donde parte alguien con una mentalidad tan abierta como William James: ¿ha tenido visiones de Dios o no? Por lo general, los filósofos sobrios no las han tenido, y por lo tanto descartan el misticismo, se oponen a él o sospechan de él como un delirio psicótico, una enfermedad neurótica o una droga de entrada a un fanatismo peligroso. Por el contrario, mi objetivo en este libro ha sido tratar de entender la tradición religiosa contemplativa o visionaria que todos nos apresuramos a denominar misticismo de un modo reductor antes de someterla siquiera al tribunal kantiano de la razón. (...)
Con el acto de escribir, ese «yo» de Margarita Porete o de Juliana de Norwich se materializa a través de la otredad de Dios. El yo se convierte en sí mismo por medio de una serie de formas de cultivada sumisión al otro, a menudo a través de extraños actos de ventriloquía, donde Dios habla al místico por boca del propio místico. Este libro, en especial hacia el final de la segunda parte, en los capítulos sobre Annie Dillard y T. S. Eliot, ha tendido de manera deliberada hacia la ventriloquía, el acto de permitir que las palabras de otro te hablen hablando a través de ti. Es curioso que podamos descubrir lo que queremos decir a base de decir lo menos posible y dejar que sea otro quien hable por nosotros. El misticismo que más me atrae se mueve alrededor de un proceso de decreación, un despojamiento que es lingüístico y somático, siguiendo la vía de las negaciones ascendentes. Las dos corrientes que fluyen en el misticismo medieval son la reinterpretación constante del sentido del amor en el Cantar de los Cantares y la teología apofática, negativa, que se remonta a Dionisio. (...)
Los conceptos místicos son teológicos; cristianos, de manera más específica en el caso de Juliana de Norwich o del Maestro Eckhart. La experiencia es algo que se alcanza por medio de las prácticas de la lectura, el ayuno, la devoción, la oración y todo lo demás que se fue desarrollando a lo largo de los extensos siglos de devoción cristiana. Tal y como hemos visto, el misticismo es una experiencia que implica y procede de una forma compleja de inmediatez mediada. Solo se puede entender como la entrega a una serie de prácticas y técnicas hermenéuticas que progresan a través de varios pasos y etapas, y llegan a describir un camino, una senda que se puede entender como un ejemplo para los demás, para nosotros. (...)
La sola idea de la experiencia religiosa ya resulta problemática. Imaginemos el misticismo en términos de la recepción pasiva, plana y hacia el interior de un fenómeno (es decir, Dios), pero el tipo de experiencia que nosotros pretendemos comprender es más activo, con una mayor intervención y orientado al exterior. Tiene un lado conceptual y un lado práctico, y es aquí donde la idea hegeliana de la experiencia como Erfahrung –algo activo, emergente y creativo– nos ofrece algo de ayuda. La experiencia no es simplemente una receptividad pasiva, sino una forma de articulación conceptual que avanza por una vía de negación. Esta es la senda por la cual, en términos de Hegel, emerge un objeto nuevo para un sujeto.
Solo a base de librarnos de nosotros mismos tanto como sea posible seremos capaces de lograr un avance decisivo hacia lo divino, lo que yo he llamado una existencia desprendida. Es cuestión de despojarnos de la parte de criatura que hay en nosotros, para mí el «Critchley» que hay en nosotros: librarnos de nosotros mismos, quitarnos de en medio. Para Eckhart, todas las criaturas son una pura nada, y Eckhart va todavía más lejos, demasiado lejos para la ortodoxia de su tiempo: él ve a Dios como la nada. (...)
Aquí, en el itinerario místico de la aniquilación del alma, Dios deja de ser Dios. Una vez aniquilada el alma, Dios ocupa el lugar del alma, y yo, sea cual sea el significado que pueda tener ese pronombre llegados a este punto, me convierto en el espacio del divino reflejo de sí mismo. En la sinuosa formulación de Margarita Porete, Dios «se ve a sí mismo en ella, para ella, sin ella, quien –es decir, Dios– le muestra que no hay nada salvo Él». En palabras más sencillas, yo me convierto en Dios. (...)
“Esta es la idea de la deificación, theosis, que es mucho más común en el cristianismo de Oriente que en el de Occidente, porque la ortodoxia da una prominencia mucho menor al concepto del pecado original que el catolicismo, y no digamos ya que la mayoría de las ramas del protestantismo. Ahora bien, si Dios solo es Dios para el alma, es decir, en distinción del alma, entonces, toda vez que el alma ha dejado de existir, ¿qué sentido conserva el concepto de Dios? Este, creo yo, es el significado más profundo del pensamiento de Eckhart de que cuando estoy privado de la voluntad, aniquilado y desapegado, cuando me hallo en mi primera causa, cuando «no tenía Dios, yo era causa de mí mismo». (...)
La cuestión más profunda es que la paradoja es la vida del ritual. Tal y como argumenta Mary Douglas en Símbolos naturales, los rituales hacen uso de la paradoja y la contradicción para expresar cosas que de otro modo no podríamos expresar: anomalías y ambigüedades que alteran la generación de patrones por medio de los cuales otorgamos un sentido a la maldita confusión de ese hervidero de la experiencia. En la eucaristía, por ejemplo, se revela la unidad paradójica e imposible de la vida y la muerte. (...)
“La muerte se suaviza por su bienvenida al ritual. No se controla. No se elimina. Se mitiga. El zarpazo de la muerte, la oscuridad y la aniquilación se atenúan. En el ritual, la posibilidad del descanso, ese concepto nuclear del pensamiento de Juliana, se vuelve real, por fugaz que sea. A pesar del sufrimiento que pesa sobre nosotros, si tenemos paciencia, si prestamos atención a ese punto inmóvil en el mundo que gira, entonces quizá todo vaya bien. La existencia se puede convertir en una existencia liberada si somos capaces de aferrarnos a ese claro de amor en el bosque. Podemos encontrar paz y sentirnos rescatados, incluso salvados. La imposibilidad lógica de abrazar al mismo tiempo la creación y la decreación, la materia y su negación y, en última instancia, la vida y la muerte se hace posible en el ritual. En el panorama estándar que hemos heredado de Max Weber, la modernidad trae el desencanto del mundo. En el ritual, en la vida de la práctica devocional, ese mundo se reanima. En esos momentos, nunca hemos sido modernos. Para mí, no está claro con qué frecuencia suceden esos momentos ni cuánto tiempo duran –ni ellos ni sus efectos–, pero quizá sea mucho más de lo que solemos pensar. (...)
En el misticismo –y pensemos en lo que he dicho sobre los objetos devocionales como las reliquias–, las cosas no están muertas, sino que se están volcando constantemente en la vida. No existe una línea clara y nítida de demarcación filosófica entre la vida del sujeto que le confiere sentido y el mundo de los objetos supuestamente inertes, inanimados y carentes de sentido. En la práctica mística, los objetos nos hablan en respuesta, imbuidos de una especie de magia natural. Las cosas están poseídas por la vida, como un balón cuando jugamos al fútbol o vemos un partido y lo empujamos con nuestros deseos para que llegue al fondo de la red. En términos epistemológicos, sabemos que ese balón no es más que una pieza de cuero o una compleja amalgama de plásticos de una marca deportiva, pero se convierte en un objeto animado jugada tras jugada. Un mundo místico y ritualizado es un cosmos de materialidad animada. Es una asamblea de cosas que están vivas y rebosantes de sentido. (...)
En el ritual, la vida humana adopta un aspecto arcaico, un arcaísmo que llevamos con nosotros y dentro de nosotros, como esa mantita o el juguete con el que el niño pequeño administra su poder sobre el universo y gestiona la ausencia de su amada madre: un objeto transicional en la teoría psicoanalítica de Winnicott. Para el místico, para el devoto, y quizá para mucha de la gente común al menos por un tiempo, los objetos adoptan una condición transicional, mágica, viva, con unos poderes superiores a los nuestros e imbuida de una función salvífica, sanadora: el diente de Cristo o un chicle de Nina Simone. (...) Me estoy acordando ahora de un libro fascinante del músico Warren Ellis sobre el chicle que Nina Simone pegó debajo de su piano de cola antes de su última actuación en Inglaterra, en 1999. Ellis no le quitó ojo al chicle durante todo el concierto y, en cuanto finalizó, subió de un salto al escenario y se hizo con él. Lo envolvió en un pañuelo de papel y lo tuvo guardado en una bolsa de Tower Records durante veinte años. Lo sacaba de vez en cuando y se quedaba mirándolo, aquel objeto sagrado. Corrió la voz acerca de aquel chicle, hasta que terminó expuesto en una vitrina encargada a tal efecto en la Black Diamond Library de Copenhague. Para Ellis, igual que para sus lectores y oyentes, ese humilde fragmento de basura ha adquirido la condición de una reliquia sagrada.
Podemos imaginarnos todo un inventario de tales reliquias, objetos imbuidos de sentido y entrelazados unos con otros en el tejido de una vida. Jarvis Cocker, líder del grupo musical Pulp y poeta de primer orden, escribió un libro entero a base de pequeñas historias sobre objetos rutinarios –lo que mi madre llamaba baratijas– metidos en una caja en un loft durante un par de décadas: gafas rotas, posavasos de cartón, papeles viejos con letras de canciones y planes audaces, chapas, pedazos de jabón, cintas magnetofónicas, bolsas de plástico de comercios…, es decir, basura. A través de esos objetos devocionales desechados, Cocker se las arregla para contar la historia de la música, del pop, lo bueno y lo malo. A través de estas cosas, vemos cómo y cuánto le importaba la música, y también cómo y cuánto nos importa a nosotros. (...)
Como dije en un principio, es en la experiencia estética donde más cerca estamos de la sensación de un universo animado y de comunicarnos con él, y quizá lo hagamos sobre todo cuando escuchamos una música que nos encanta. En esos momentos, es imposible ser ateo. (...)
El misticismo nos puede llevar a cuestionarnos algunos de los hábitos, prejuicios y fetiches de la filosofía. Gran parte de la filosofía –sin duda el estudio de la filosofía antigua, pero no es ni mucho menos la única– se basa en un fetichismo por el texto original, por leerlo en su idioma original, entendido como una suerte de ventana a través de la cual nos podemos asomar directamente al alma del pensamiento filosófico y las intenciones del pensador. En la filosofía, sufrimos de la fantasía del retorno al origen. El misticismo, por el contrario, vive a través de una continua y transformadora historia de la recepción. Los textos místicos son palimpsestos, una superposición de capas de alusiones y unas densas redes de citas y citas de citas. Están compuestos de estratos acumulados con el paso del tiempo. Es frecuente que no haya un texto original y que solo tengamos copias, traducciones, copias de copias y traducciones de traducciones. En muchas ocasiones solo se conservan algunas partes de una obra, y lo que circula son fragmentos de esas partes. El misticismo tiene más en común con el modernismo estético de, por ejemplo, Ezra Pound o Eliot, que con la filosofía. Avanza por acumulación, un amalgama de citas y traducciones, un depósito progresivo de fragmentos sobre las ruinas. En los textos místicos recibimos una acumulación de citas y, de manera simultánea, un desprendimiento, una apophasis, sustracción y exceso a la vez. (...)
misticismo es, más bien, una tradición de maquetas, singles, grabaciones eliminadas o múltiples versiones de la misma canción (o infinitas variaciones sobre el Cantar de los Cantares). Además, los textos místicos no siempre estaban pensados para leerlos en silencio, sino en voz alta, ser oídos y vistos: interpretados, representados de manera teatral. Es una tradición de pensamiento donde el argumento va acompañado de visiones dramáticas y donde la experiencia de un doloroso abandono y de un transporte desenfrenado tiene acomodo junto a la dialéctica. El misticismo es una tradición del pensamiento infrarreconocida por la filosofía, una tradición que es íntima, personal, afectiva, visionaria, corpórea, autobiográfica y mantenida fundamentalmente por mujeres. (...)
Misticismo es el nombre con el que el filósofo denomina todo aquello que es de una mentalidad frágil, perezoso y pretencioso en el pensamiento. Es una pseudofilosofía que evita la seriedad en el rigor, el esfuerzo y la laboriosidad del pensamiento filosófico como Dios manda. De un modo un tanto caprichoso, a mi entender, a los filósofos les gusta identificarse con algunos trabajadores. Esto lo podemos encontrar en la visión que tiene Locke del filósofo como el trabajador subordinado de la ciencia, en la singular concepción que tiene Husserl de los filósofos como los funcionarios de la humanidad, trabajadores públicos del gobierno de un mundo imaginario, o en esa broma realmente graciosa de Heidegger (que no pretendía serlo, por supuesto), donde sugiere que los filósofos son la fuerza policial en el desfile de las ciencias. En contraste con esto, el misticismo es ocioso: jugar y soñar despiertos. Es algo ciertamente sospechoso e, incluso, una actividad criminal. Todos los testimonios de visiones, revelaciones por inspiración divina, experiencias extáticas y presencias de espíritus se han de someter al tribunal de la razón, se han de eliminar de raíz de la filosofía y, lo que es más importante, de la razón pública. Permitir el acceso de los místicos a la esfera pública conduce a error, al desorden y la insurrección, al gobierno de los fanáticos, maníacos y déspotas bajo reivindicaciones de divinidad por parte de todos ellos. Eso sería la muerte de la filosofía propiamente dicha y el colapso de la razón pública ilustrada. (...)
La empecinada insistencia en la sobriedad del pensamiento nos ciega ante el júbilo o el tipo de éxtasis que hallamos en los textos místicos. El terror del fanatismo nos incapacita para experimentar lo que hay de atractivo y sugerente en la tradición mística y nos conduce a su propio fanatismo, con sus códigos de frugalidad, rigor y validez: un culto a la claridad donde ofrecemos sacrificios en el altar de la elegancia. Quizá lo que consideramos que es ocioso, juguetón y una pseudofilosofía peligrosa guarde alguna sorpresa para nuestros hábitos de pensamiento. (...)
Se nos olvida que nos convertimos en místicos cada vez que nos quedamos dormidos, cuando vivimos las visiones en forma de sueños, que no requieren ni de una legislación ni de medicación, sino de narración e interpretación. Se nos olvida que, además de la identificación de la filosofía con la debida crítica, existe también la tradición filosófica frenética en el sentido platónico del frenesí como trascendencia, exaltación e incluso la locura del amor. Aquí, lo «frenético» es éxtasis, sentir la filosofía como una actividad libre y sin límites que no está subyugada por los crueles dictados del superego crítico punitivo. (...)
Este frenesí solo queda fuera de la filosofía en el período moderno, cuando los filósofos se convierten en unos tipos académicos más dóciles. El objetivo de la filosofía en su forma antigua era la bios theoretikos, la vida contemplativa, que se comparaba de manera persistente con la vida de los dioses, una vida divina. Este motivo lo encontramos en todo Platón, al final de la Ética a Nicómaco de Aristóteles, en Epicuro y en Plotino, y podría decirse que llega hasta Spinoza, a quien sabemos que Novalis describía como «el hombre embriagado de Dios», y hasta la dialéctica trinitaria de Hegel, donde Dios se convierte en nosotros en la forma de una comunidad espiritual. Esta lista podría continuar hasta la obsesión de Nietzsche con los estados dionisiacos de un rapto colectivo y la fascinación de Bataille con las formas colectivas de lo sagrado. Es más, podríamos escribir un buen libro de historia titulado Ebria filosofía. (...)
Llegados a este punto, podemos hacer explícito algo muy interesante que ha estado acechando en el trasfondo de mi argumentación, en especial en referencia a la prosa de Annie Dillard y la poesía de T. S. Eliot. Es históricamente incontestable que las prácticas de la lectura y la hermenéutica escritural asociada al misticismo surgieron dentro del contexto litúrgico e institucional del cristianismo del Medievo, en particular en el monasticismo. Lo mismo podemos decir de las características afectivas y subjetivas que asociamos a la experiencia mística: el discurso por inspiración divina, la emoción intensa, el aumento perceptivo, las cumbres del éxtasis y las simas del abandono. (...)
Pensemos en la visión infantil de Blake de un árbol lleno de ángeles, o en el presentimiento de Wordsworth de la sublimidad de la naturaleza en el ascenso al monte Snowdon en El preludio, o en la asombrosa percepción de sí mismo que tiene Emerson como un inmenso «globo ocular transparente» que absorbe el Todo de la naturaleza mientras cruza los jardines públicos de Boston, o la visión de Whitman de las multitudes de la pleamar en el ferry de Brooklyn. Pensemos, también, en cómo aparece la palabra «místico» a lo largo de todo el Moby Dick de Melville, desde la escena inicial de los espectadores que descienden a la orilla de la «ciudad insular de los Manhattos» y a lo largo de todo ese libro tan marino. Melville prosigue –como solo está al alcance de Melville– reflexionando acerca de la conexión entre los seres humanos y el mar: «¿Por qué los antiguos persas consideraban sagrado el mar? ¿Por qué los griegos le otorgaban su propia deidad independiente?». El autor concluye que somos testigos de algo misterioso acerca de nosotros mismos y de nuestros orígenes en la contemplación del mar, algo inmenso, sublime e incomprensible. «Es la imagen del inaprensible fantasma de la vida», escribe Melville. El propio uso que hace James Joyce del término «epifanía» apunta a la tradición mística. Está presente de forma obvia en ese momento de Stephen Dedalus en la playa en Retrato del artista adolescente y en el monólogo interior en Sandymount Strand en el Ulises, que alude al importante tratado místico de Jacob Boehme de 1621, La firma de todas las cosas. (...)
Escribir es tratar de inmolarse, prenderse fuego. O bien arde la vida del escritor en la obra o no lo hace. Y si no lo hace, la obra es un fracaso. Una vida dedicada a escribir es un no vivir dedicado a la posibilidad del fuego. Escribir es quitarte tú de en medio, tanto como sea posible, para que se pueda ver el objeto propiamente dicho: la polilla, el arenque, el peregrino, la rosaleda, la divinidad.
MISTICISMO.
SIMON CRITCHLEY, 2025