Cervantes es un viejo parcialmente mutilado, un veterano de guerras antiguas, un funcionario de dudoso escalafón que ha debido de escribir donde buenamente podía, en la incomodidad y el ruido de las ventas, en el trasiego de las oficinas y los molinos y almacenes en los que compraba o requisaba granos, incluso en la cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación. Los años de su plena madurez vital y del probable despegue de su talento narrativo los pasa casi enteros en movimiento permanente y muchas veces angustiado, no cabalgando con sosiego como Montaigne en su viaje a Italia, sino urgido por las obligaciones de un trabajo ingrato, montado en esas terribles mulas de alquiler que son una presencia constante en sus historias, alojándose en las ventas detestables que solo él hizo el prodigio de convertir en lugares universales de la imaginación. Escribiría en los ratos que le dejaran libre las obligaciones y en los días de largas esperas administrativas en los que no sucedía nada. (...)
Y todo siempre en verano. El comienzo de todo, la primera salida, es una mañana, antes del día, que era de los calurosos del mes de julio. Debe de ser al principio de julio, porque ya han terminado la siega y la trilla. (...)
En la aventura de los molinos de viento, que es mucho más breve de lo que uno recuerda, no hay nadie más, aparte de don Quijote y Sancho. Es una de esas escenas de la ficción universal que proyectan una sombra visual y simbólica mucho mayor que su propio relato, ajena al libro mismo del que forma parte, convertida en metáfora y hasta en expresión de la lengua común, Tilting at windmills, la locura o la nobleza de lanzarse alguien a un empeño muy superior a sus propias fuerzas, de poner los ideales muy por encima de los mediocres límites de la realidad. Pero no hay nada de épico ni de espectacular en un pasaje que empieza de golpe y acaba enseguida, y que no debe de durar más de un minuto. En ese campo en el que hay treinta o cuarenta molinos de viento no aparece nadie que esté trabajando en ellos, nadie que lleve a moler cargas de grano, justo en la época de la cosecha, nadie, aparte de Sancho, que presencie el ataque desatinado de un hombre que echa a galopar lanza en ristre sobre un caballo viejo, sin hacer caso de la juiciosa advertencia de quien ve las cosas tal como son (...).
Desde la primera página la mutación constante es el principio activo que sostiene el relato; el cambio de una cosa a otra; el modo en que todas las cosas, igual que los personajes, están sometidas a un proceso de modificación. Cervantes empieza el prólogo avisando de que él no es el padre, solo el padrastro de don Quijote. No hay seguridad sobre el lugar de la Mancha donde comienza la historia ni sobre el nombre o los apellidos de su protagonista. Nombre propio, por lo pronto, no tiene. Y sobre su apellido hay alguna diferencia entre los autores que de este caso escriben: no hay modo de saber con exactitud cómo se llama el héroe de la historia que estamos empezando a leer, Quijada o Quesada o Quijana. (...)
Un paraje áspero de Sierra Morena se transforma en las selvas y prados ideales de los romances pastoriles. Un loco tan rematado como Cardenio de un momento a otro se convierte en un caballero educado y melancólico y a continuación de nuevo en un lunático poseído por la furia. El narrador que desde el principio nos contaba la historia resulta ser solo un erudito aficionado que la investigaba; la tercera persona se transforma en primera; un poco después la voz que cuenta se ha convertido en la del historiador arábigo Cide Hamete, y lo que estamos leyendo es en realidad el texto mutante de una traducción del árabe al castellano. Es la mutación y la inversión sistemática de lo carnavalesco, la apariencia noble que se vuelve ridícula, el estallido de la risa frente a la gravedad y la mesura, el gozo de la guasa y de la comedia, el héroe con una bacía de barbero torcida sobre la cabeza, el campesino que en lugar de fingir valentía no disimula su miedo: se caga de miedo, literalmente, en la aventura de los batanes, en una escena de gloriosa vulgaridad que no vuelve a repetirse en todo el arte de la novela hasta que varios siglos después Leopold Bloom hace sus necesidades con todo detalle y toda comodidad en el retrete y se limpia con la hoja de periódico que acaba de leer, en el segundo capítulo de Ulises. (...)
Gracias a Sancho, el delirio de una conciencia ensimismada y trastornada se abre a la confrontación con lo real, a través de una figura que hace posible el salto del monólogo a la conversación y establece un punto de vista apegado a la realidad de las cosas. La invención de Sancho es un principio generador como el del contrapunto en música, un esquema simple y a la vez capaz de ofrecer variaciones innumerables, complejidades cada vez más sofisticadas: es el contraste de las dos figuras, de las dos voces, las dos miradas, que saltando a cada momento de una a otra con creciente agilidad ofrecen una profundidad de campo que de otro modo no sería posible. Don Quijote, estando solo, no puede ser más que un pelele que no da más de sí al cabo de unas cuantas peripecias de malentendidos y trompazos; sin la compañía y el contrapunto de Sancho, don Quijote solo puede expresarse en el monólogo engolado y paródico, en el pastiche burlón de una oratoria anacrónica: es al hablar con Sancho Panza cuando su voz se vuelve humana al adquirir el tono natural de la conversación. Don Quijote y Sancho conversan y a lo largo de páginas y páginas no hace falta que suceda nada más. El ritmo de la conversación es el que va generando la propia escritura. Es como si Cervantes se dejara llevar por la divagación a dos voces de sus personajes, tan sin propósito como a don Quijote le gusta obedecer al capricho del paso lento de Rocinante. Hablando los personajes se retratan ellos solos durante la lectura, cuando queda en suspenso la voz narrativa. (...)
Sancho Panza arraiga en el mundo y en el interior de la novela a don Quijote, en la misma medida en que lo hace Leopold Bloom con Stephen Dedalus en Ulises. Stephen padece un ensimismamiento de intelectual o literato tardoadolescente que le deja ver muy poco más allá de sus propias obsesiones. Es Leopold Bloom, Quijote y Sancho al mismo tiempo, pegado al suelo y a la vez cargado de planes ideales de mejora del mundo, quien será su guía, casi su lazarillo, en una noche de borrachera y delirio, quien velará por él, le hará compañía, le inducirá con cuidado paternal a tomar una bebida caliente en la madrugada, lo acogerá en su casa. Con Cide Hamete lo que irrumpe en la historia es el juego gozoso de la literatura y su parodia: desde ahora al tirón de lo real habrá que añadir la evidencia de que lo que se despliega ante nosotros es una gran composición narrativa, una burla, un homenaje, una celebración de la felicidad doble de escribir y leer, de jugar con las normas de los géneros, seguirlas o romperlas, según el antojo soberano del que escribe. La interrupción del combate de don Quijote contra el vizcaíno da forma narrativa y dramática a ese gran salto en la invención, al descubrimiento, en el mismo proceso de escribir, de algo fundamental que ni se imaginaba al principio. (...)
A lo largo del primer tercio de la novela las aventuras se suceden no como episodios articulados de una sola historia sino como reiteraciones de un patrón formal simple y efectivo: un encuentro o hallazgo al azar, un error de juicio de don Quijote, una acción caballeresca temeraria que acaba en fiasco y en maltrato físico. Al final de cada una de esas aventuras hay un espacio en blanco que es la pausa tras la que vendrá la aventura siguiente. En su brevedad, en su concentración, en su esquematismo, estas aventuras se parecen a las historietas de una sola página que leíamos los niños antiguos en los tebeos, o a las películas breves de la primera época de Charles Chaplin. Todo termina al final de un episodio y todo empieza de nuevo en el siguiente. El héroe no cambia, no aprende, no escarmienta. Parece tan inmune a los accidentes y a los golpes que no para de sufrir como los personajes humanos o animales de los dibujos animados de la Warner: después de una explosión, de la caída por un precipicio, de ser laminado por un tren en marcha, el Correcaminos se recupera tan íntegramente y tan sin dificultad como don Quijote cree que va a curarse de todos sus molimientos gracias al bálsamo de Fierabrás. Don Quijote es igual de insensato cuando ataca a los encamisados con sus antorchas como lo había sido cuando atacó a los molinos de viento o cuando, esa misma mañana, confundió con ejércitos a los rebaños de ovejas. Pero todo cambia esa noche. (...)
El punto de partida es el modelo inmemorial de la sucesión de cuentos organizados con el pretexto de un viaje o una peregrinación, o del retiro en un lugar apartado: el Decamerón, los Cuentos de Canterbury, las idas y venidas picarescas del Arcipreste de Hita, las historias de Sherezade, interrumpidas cada noche para conservar la atención y la clemencia del sultán al menos hasta la noche siguiente. Los libros de caballerías se ajustaban a ese modelo sucesivo y acumulativo: la secuencia de las aventuras del héroe errante, las narraciones intercaladas, historias en el interior de otras historias. Es más o menos el mismo esquema de las novelas pastoriles, el del Lazarillo, y el que había repetido con tanto éxito Mateo Alemán, que en Guzmán de Alfarache llevó el recurso a la digresión moralizadora y el relato intercalado hasta un grado exasperante, como no habría dejado de notar la perspicacia lectora de Cervantes. Hasta la aventura de los galeotes, Cervantes se atiene a ese esquema, aunque con una ambición narrativa cada vez mayor, una polifonía más variada de voces y registros, una textura psicológica, sensorial y verbal que va volviéndose sinfónica en su riqueza. (...) usto después de ese episodio aleccionador y amargo para don Quijote, en un punto de no retorno porque ahora se ha situado fuera de la ley, cuando él y Sancho se internan fugitivos en Sierra Morena, la simple sucesión da el salto hacia una trama organizada, mucho más premeditada de lo que suele reconocerse. Don Quijote y Sancho andan por aquellos parajes tan perdidos como siempre, pero Cervantes ya sabe a dónde van. (...)
La única manera de aprender a escribir una novela es ponerse a escribirla. La novela misma es el cuaderno de ejercicios y el testimonio del aprendizaje. En cada episodio de ese crescendo que empieza con la aventura de los dos rebaños y tiene su primera culminación en el desengaño del amanecer delante de los batanes, la narración se va volviendo más segura, el estilo más flexible y desenvuelto, las conversaciones entre don Quijote y Sancho más ricas, la representación del mundo sensorial más completa. Pero nada nos ha preparado para la aventura de los galeotes, calamitosa y cómica como todas las anteriores, pero a la vez verdadera y amarga (...).
Una gran novela es el campo magnético en el que se congregan por sí solos los elementos fundamentales y dispersos de la experiencia de la vida, transformados en ficción por el paso del tiempo y el poder simplificador de la memoria y el olvido. Desde La Galatea, Cervantes no había dejado de escribir y no había llegado a nada, ni publicado nada, salvo poemas dispersos. Y ahora todo aquello encontraba su sitio en la gran explosión abarcadora de Don Quijote. (...)
En su novela, igual que en el espacio de la venta, Cervantes ha encontrado lo que es la ambición máxima y el sueño de un novelista, una maqueta en la que contener el mundo y revelarse a sí mismo a través del artificio de la ficción. (...)
un género muy querido por Cervantes, la novella sentimental a la italiana, con sus pasiones amorosas exaltadas y sus personajes de noble condición y rica elocuencia, sus lances de seducciones y de infidelidades, sus golpes de melodrama furibundos, sus mujeres bellísimas, sus galanes aristócratas de gran magnetismo varonil, arrogantes y con frecuencia embusteros, sus dramas de niños ilegítimos y reconocimientos milagrosos entre personajes que fueron separados mucho tiempo atrás. Es un género que a Cervantes le gustaba mucho cultivar. Tenía para él el prestigio supremo de las invenciones literarias italianas, que lo habían exaltado en su juventud, y que se enorgullecía abiertamente de haber traído a la lengua española. Satisfacían su pasión por la belleza y por lo novelesco, que no lo abandonó nunca. Más de la mitad de sus Novelas ejemplares pertenecen a este género. La mayor parte de ellas llevarían escritas muchos años, pero si las publicó juntas en 1613 fue porque le importaban mucho. Quizás la novella de Cardenio y Luscinda, Dorotea y Fernando, Cervantes la tenía ya escrita cuando se embarcó en Don Quijote, igual que tendría ya escrita la de El curioso impertinente y la historia del cautivo. Lo que importa es que, en vez de incluirla íntegra en el relato principal, la descompuso para dispersarla en fragmentos, para repartirla a lo largo de centenares de páginas del libro, haciéndola aparecer y desaparecer, interrumpirse, dividirse entre voces distintas, cada una asociada a un personaje particular y a un punto de vista, cada protagonista contando su parte del mosaico común a testigos que casi nunca son los mismos (...).
El Don Quijote de 1605 es una gran reacción en cadena, un prodigio de escritura desatada, a la manera de Ulises y de Moby-Dick. No es nada raro que Herman Melville guardara un ejemplar muy subrayado y anotado en su biblioteca. (...)
La sustancia última de don Quijote no es la posible locura, sino la teatralidad. (...) Don Quijote ejerce una impostura que solo puede tener éxito con personas ignorantes. Es el orador fecundo que deja boquiabiertos a espectadores hechizados por su facilidad de palabra; el que maneja citas literarias que nadie está en condiciones de comprobar. (...)
Entonces sucede algo único en toda la novela, algo tan chocante y hasta vergonzoso que se nos olvida haberlo leído. A los ojos de todos los testigos, y a los del narrador de la historia, don Quijote es un cobarde, más indigno aún porque urde pretextos y evasivas frente a las tres mujeres que pedían su ayuda, él que estaba dispuesto a liberar por sí solo el reino de la princesa Micomicona: Maritornes, la ventera y su hija [...] se desesperaban de ver la cobardía de don Quijote. (...)
Cuando escribe la segunda parte, El ingenioso caballero, la novela de 1605 ya es muy popular, y Cervantes es consciente de esa popularidad, para bien y para mal, en el momento en que decide reanudar la escritura. La traducción narrativa de esa circunstancia real es que don Quijote y Sancho, a través del bachiller Sansón Carrasco, se enteran de que sus aventuras están contadas en un libro muy leído, probablemente escrito por un encantador, pues de otro modo no sería posible que esa historia concluida solo un mes antes haya tenido tiempo de ser escrita, traducida del árabe y publicada. La conciencia de ser leídos y conocidos pesa sobre don Quijote y Sancho igual que pesa sobre Cervantes; y a las críticas desfavorables, y a los errores y descuidos, algunos graves, este escritor tan orgulloso y tan suspicaz responde no en una invectiva personal, sino en conversaciones vivaces y humorísticas entre don Quijote y los personajes que lo rodean, Sancho, el cura, el barbero, el magnífico Sansón Carrasco, que tiene una presencia física y mental a la altura de su nombre.
Tenemos constancia del disgusto inmenso, la sensación de robo y ultraje, que sintió Cervantes al encontrarse con la publicación del Quijote espurio de Avellaneda, cuando ya él tenía bien avanzada la Segunda Parte. En lugar de rendirse al desánimo, Cervantes integra la existencia de ese libro parásito en la narración que está escribiendo, y logra una cadena de invenciones perfectamente cómicas y también vengativas. Es un desquite contra el falsificador que al mismo tiempo que lo desacredita actúa como punto de partida para uno de esos juegos entre la literatura y la vida que le gustaban tanto. Don Quijote y Sancho se encuentran con dos lectores del libro de Avellaneda, los cuales acreditan que sus dobles tramposos son torpes caricaturas, indignas del caballero y el escudero a los que han conocido. En uno de los capítulos finales, es un personaje de Avellaneda, el caballero granadino don Álvaro Tarfe, el que cobra otra vida al cruzarse con don Quijote y Sancho. Cervantes así le roba al ladrón un personaje, y le da la nobleza y la consistencia de las que carecía en su novela originaria: como el luchador en un arte marcial que aprovecha el impulso agresivo de su adversario para derribarlo. (...)
EL ROSTRO DE CERVANTES
El rostro de Cervantes no podemos verlo. Es un ejercicio necesario y difícil, quizás imposible, quitarse de la cabeza la imagen establecida, siempre reiterada, la del presunto retrato atribuido a Juan de Jáuregui que nos viene instantáneamente a la memoria, porque la hemos visto en tantas ilustraciones y portadas de libros. Ese viejo de cara afable y aspecto formal, con su barba afilada, su mirada inteligente, su gola blanca bien cuidada, no es Miguel de Cervantes. Quién fuera en realidad no podemos saberlo: un intruso en la fama póstuma de otro. Pero es importante borrarse esa cara de la imaginación para apreciar la singularidad de la ausencia, el espacio en blanco que deja. Desde que existen retratos más o menos seguros de autores eminentes —quizás el primero es Dante— el único entre los más grandes de quien no queda una imagen es Cervantes. En la galería de retratos del Siglo de Oro, junto a Góngora, Quevedo, Lope de Vega, Santa Teresa, fray Luis, Calderón, hay un marco vacío en el que está el enigma de la invisibilidad de Cervantes. ¿No tenía medios o influencia para encontrar quien lo pintara, igual que no encontró quien le escribiera sonetos laudatorios para Don Quijote? A este sinsabor él le dio la vuelta con el remedio infalible de la ironía. Él se escribió sus propios elogios burlescos, y también hizo con palabras el retrato que nadie le pintó: éste que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis... (...)
En la biblioteca de don Quijote hay un libro suyo, el primero que publicó, todavía joven, en 1585, que no tuvo mucho eco, y durante muchos años no había tenido continuidad, La Galatea. El juego de la ficción y la realidad empieza muy pronto. El protagonista de una novela tiene en su biblioteca un libro del escritor que lo ha inventado. Del motivo por el que don Quijote lo compró o de la opinión que tiene sobre él no sabemos nada. Pero el cura, que a lo largo de la narración se irá revelando como un lector infatigable y agudo, no solo ha leído La Galatea, sino que conoce a su autor. Muchos años ha que es grande amigo mío este Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. (...)
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