Brian Epstein apareció muerto en su apartamento de Londres el 27 de agosto de 1967. El término no era entonces tan corriente como ahora, pero alguien lo dijo (aunque no consta en el informe forense): sobredosis. Los excesos acaban pagándose. El doble White Album de 1968 fue el primero que los Beatles grabaron sin que él pudiera ayudarles a sostener el grupo, sin que él representase su voluntad de estar juntos, y fue el primero en el cual el grupo se deshizo (además de que todos sus «negocios» se vinieron abajo y empezaron a echarse y a explicitarse las cuentas: qué es culpa tuya, qué has puesto tú y qué he puesto yo, quién compuso «realmente» tal o cual canción, quién empezó la pelea, etc.), el primero en el que se materializó un cierto estado de malestar entre ellos. Decepcionado por la situación que se había creado, y antes de que alguien le acusase de estar gorroneando en un banquete para el que no se había pagado la invitación, Ringo, encargado del beat, abandonó de facto la banda durante algún tiempo, pero nadie hizo caso de su gesto. Las canciones dejaron de ser «de los cuatro». Ahora cada uno llegaba al estudio con su canción y los demás, sin derecho alguno de réplica ni de intervención, actuaban como músicos de estudio a sus órdenes, simplemente siguiendo sus instrucciones. (...)
Las canciones de los Beatles –como la poesía de Baudelaire, las novelas de Flaubert, los dramas de Oscar Wilde, los dibujos de Max Ernst o las performances de John Cage– no eran en absoluto políticamente subversivas desde el punto de vista de los contenidos (entre los cuales se afanaban en vano los críticos procedentes de la izquierda convencional en buscar mensajes cifrados); en la presunta «amoralidad» de las masas, ora desordenadas y turbulentas (pero desorganizadas), ora dóciles y amedrentadas (pero con una sumisión inorgánica y superficial), que la portada del Sgt. parecía exaltar, la izquierda ideológica convencional empezó a sospechar la temeridad de la que siempre habían hecho gala, por diferentes motivos, el lumpenproletariado y la «sociedad de los artistas» (los dos fantasmas que recorrían Europa, las masas enfurecidas y los señoritos depravados), que la clase obrera moralizada y, sobre todo, las clases medias, perciben inequívocamente como una anomalía que es necesario corregir por la vía de la reforma y la represión (¡Esto no es música!), y que procedía, según esa ideología, de la «falsa conciencia» de unos desclasados que, por gozar de la suerte o sufrir la desgracia de una inmadurez patológicamente prolongada, confundían su anómala situación con una verdadera «opción» (...)
El doble álbum blanco se terminó de grabar en octubre de 1968 (la última canción registrada fue Why don’t we do it in the road?) y salió a la venta en noviembre. Los propios Beatles ignoraban hasta cuándo se podría sostener la precaria situación del grupo. A principios del año siguiente iba a salir un álbum con material sobrante del año 1967 y algunos temas instrumentales «de relleno», pero inevitablemente había que acometer el trabajo de grabar el siguiente disco de verdad.
Y el caso es que no quedaba casi nada a lo que recurrir: la desesperación era tal que incluso se decidió usar un tema que Lennon y McCartney habían regalado a una organización ecologista en 1968 ("Across the Universe"), y resucitar otro ("One after 909") que habían desechado en marzo de 1963. Aquel mes de enero de 1969, y siguiendo más o menos el «sistema» del doble blanco (o sea, el de «cada uno por su lado»), los Beatles registraron diez temas en una serie de sesiones (parcialmente recogidas en la película Let it be) que resultaron ser las más caóticas, deprimentes y sencillamente malas de su historia. El resultado les pareció a ellos cuatro tan insostenible que, cuando acabaron de grabar "Two of us", el 24 de enero, todos sabían que el grupo estaba acabado.
Pero hubo un milagro. Un giro inesperado de la historia que, sin merma alguna de la verosimilitud (es decir, sin dejar de precipitarse inexorablemente hacia un final que ya nada podía evitar), produjo un último esfuerzo genial y maravilloso. Alguien –probablemente Paul, de cuya incapacidad para acabar ya hemos dicho algo– se negó a terminar de este modo, y los demás comprendieron en seguida. La atracción de los Beatles iba más allá de los deseos y sentimientos de aquellas cuatro personas. El coro de ángeles desvergonzados que había despertado en medio mundo «escalofríos de gozo, calor y sentimiento de comunidad» para los que no había en la tierra más adjetivo que maravilloso, como decía Peter Handke, no podía acabar así. Sólo unos días después de haber perpetrado el crimen que se daría en llamar Let it be y que, para el público en general, sería el último álbum de los Beatles (porque fue, en efecto, el último en publicarse, pero no el último en grabarse), Lennon y Harrison llegaron al estudio con dos canciones extraordinarias. Y así continuó el goteo hasta el verano de 1969, durante el cual permanecieron encerrados muchas horas en Abbey Road, tocando de nuevo juntos, por última vez, como una verdadera banda, desencadenando una tras otra obras maestras de la música pop, como decía George, «en estado de gracia» como un coro de ángeles, aunque fuesen ángeles de estudio. (...)
A veces nos preguntamos por qué las canciones de los Beatles parecen perfectas. Ellos escribieron y tocaron grandes canciones, pero también produjeron muchas niñerías y baratijas, y no es menos cierto que otros artistas también compusieron melodías muy hermosas. Lo que tienen de peculiar las de los Beatles, lo que las hace incomparables, es que al escucharlas no oímos solamente «buenas canciones», sino que estamos ante algo que habitualmente no se oye (porque no es audible): las reglas para hacer canciones de música pop. Desde la ingenuidad adolescente de los temas de pareja de los tres o cuatro primeros álbumes hasta la delirante libertad de exploración del blanco doble, pasando por incursiones y escaramuzas inventivas como "Eleanor Rigby", "Fool on the Hill", "I am the walrus", "Tomorrow never comes" o "Norwegian Wood", los Beatles, sin otra pretensión que la de la simple «diversión» (pero divertir significa verter en moldes inesperados), produjeron uno tras otro los prototipos que aún sigue explotando la música pop (...).
La regla de la acción recta, como hubiera dicho Platón, sólo existe en la acción misma, como regla viva y vigente, del mismo modo que la regla del bien tocar la flauta sólo existe cuando alguien la toca bien y en el acto de tocarla.
El público que escucha, por ejemplo, las reglas de la música pop al escuchar "Happiness is a warm gun", capta una especial belleza, pero no posee previamente un saber de tales reglas (y, aunque dispusiera de un supuesto saber teórico o empírico acerca de las mismas, incluso desarrollado en forma de cálculo técnico, como podía ser el caso de los productores de la EMI Records o de los ingenieros de sonido de Abbey Road, no puede servirse de él para ejecutarlas o imitarlas, y tiene que sentir la canción como un «desbordamiento»), sino que precisamente las descubre (y por eso aprende algo nuevo) al escuchar la canción. (...)
De modo que el último disco no podía ser uno entre otros: tenía que ser el mejor (y, probablemente, lo es), y todos acudieron a la llamada. Sabían que, por separado, nunca llegarían a hacer nada de un valor siquiera semejante. (...)
Abbey Road es una obra excepcional al menos por esto: porque todos los que participaron en ella ya sabían, desde el principio, que sería la última, que no habría ocasión de rectificar. Esto se percibe desde el comienzo, con una de esas canciones sólidas y rotundas de Lennon que se titula precisamente "Come together": uníos, reuníos, cuajad;15 parece ironía iniciar el disco de la separación con la consigna de la unidad, pero no lo es, es la invocación de un tipo de conexión (la de una banda tocando junta y bien trabada) que se exige para un buen final. Sólo hay un buen principio cuando es el principio del fin (en los coros de esta canción, Lennon y McCartney cantaron por última vez juntos en un estudio de grabación). Quizá esto no se aprecia con tanta claridad en la primera mitad del disco, en donde se suceden los esfuerzos individuales por estar a la altura de las circunstancias (otros dos «sólidos rotundos» de Lennon: "I want you" y "Because", en donde Lennon seguía el consejo de Chuck Berry y le daba la vuelta a Beethoven, tocando el Claro de luna al revés; dos fulminantes «pesos ligeros» de McCartney, "Maxwell’s Silver Hammer" y "Oh, Darling!" –quizá el más esmerado de sus trabajos vocales–, dos de las mejores canciones escritas por Harrison en toda su carrera, "Something" y "Here comes the sun", y una «fantasía» de Ringo que dejará secuelas hasta en el imperio Disney, "Octopus’s Garden"), y es difícil decir quién logra con mayor acierto señalar la elevación de tono que se buscaba. (...)
Pero en la cota del corte noveno –"You never give me your money"– de pronto todo se desata y se precipita a partir de uno de esos «fragmentos sueltos» de Paul sobre su adolescencia en Liverpool, en el cual el pasado adquiere el aire meteórico de un futuro que casi se diría eterno. Ahí ya no estamos solamente ante una prueba más del virtuosismo melódico, vocal e instrumental de McCartney, estamos en presencia de una banda de rock and roll de cuatro músicos tocando y cantando asombrosamente juntos; hasta el ambiente artificial del estudio –magníficamente manejado, entre otros, por Alan Parsons– queda convertido en el de una jam session o en el de un «ensayo» particularmente inspirado. Las canciones se suceden unas a otras sin cortes (la mayoría de ellas se grabaron efectivamente así, juntas y seguidas, en el prodigioso mes de julio de 1969 en el que Neil Armstrong pisó la Luna), en un medley que discurre a toda velocidad por una pendiente de gran inclinación e intensidad (el único momento de «descanso» es la increíble "Sun King" –un prototipo que luego Pink Floyd explotaría industrialmente–) a través de la cual se van sorteando los obstáculos como en un slalom gigante, en un campeonato de surf con el viento desatado o en una carrera de automóviles de fórmula 1 llena de curvas peligrosas y de derrapes en los límites del equilibrio ("Mean Mr. Mustard", "Polythene Pam", "She came in through the bathroom window", "Golden Slumbers"…); hasta que un reprise de "You never give me"… reintroduce el clima de disparadero de gozo en el cual se funden el pasado y el futuro. Aquel sueño en el cual cuatro desertores del college metieron sus mochilas en una limusina y despegaron a golpe de acelerador no se hizo realidad en el 61, ni en el 63, ni en el 67: se está haciendo realidad ahora, precisamente hoy, en un «hoy» que no señala el tiempo del calendario sino que construye el sentimiento mágico que alienta en los instrumentos y en las voces de los cuatro ángeles atolondrados que no tienen más cultura que la que han podido adquirir de oído, de paso y sobre la marcha. Pero cuando el coro rompe a cantar "Boy, you’re gonna carry that weight, carry that weight a long time", con la voz de Ringo Starr en primer plano, sabemos que el peso de los Beatles gravitará aún largo tiempo sobre las espaldas de los que ahora se despiden de él con la inmensa alegría de quien se deshace de un fardo. (...)
demasiado cargado y pisa el acelerador para llegar rápido al final ("The End"), la canción que tenía que haber cerrado el disco y en la cual, tras un magnífico solo de Ringo, las guitarras de Harrison, McCartney y Lennon emprenden un fabuloso combate nacido de la improvisación y en el cual, de nuevo, la singularidad de cada uno de ellos consigue come together para hacer sonar por última vez a los Beatles. One and one and one is three.16 Como ya sucedió en el Sgt. Pepper’s, la canción final (en aquella ocasión, el reprise de «Sergeant Pepper’s Lonely Hearts Club Band», a la que sin embargo seguía «A day in the life») no es la última. Tras ella suenan los simples y breves compases de «Her Majesty», una especie de nana perversa que formaba parte inicialmente de la suite de «Golden Slumbers», pero que Paul cortó en el último momento para pegarla en este punto extremo. Por esta razón (porque la melodía estaba unida y encadenada con el resto), la última nota (que a su vez habría sido la primera del siguiente tema) falta, como si se quisiera indicar que a esta historia no se le puede poner un punto final. En este último cuarto de hora todo ha ido demasiado deprisa: el ratero que se llevó la cartera, el mezquino mendigo del parque cuya hermana se convierte en una maniquí vestida de polietileno que acapara los telediarios, la seguidora fanática que se cuela en el cuarto de baño… y que tardará en saber que los Beatles ya no existían cuando el disco salió a la calle. Muchos más acontecimientos de los que caben explícita y contablemente en cuarenta y siete minutos y veintiséis segundos. (...)
ESTO NO ES MÚSICA:
INTRODUCCIÓN AL MALESTAR
EN LA CULTURA DE MASAS.
JOSÉ LUIS PARDO.
GALAXIA GUTENBERG, 2007
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