ARREBATOS ALÍRICOS

Me fui sobreviviendo como pude

(José Luis Piquero)


domingo, 28 de abril de 2024

Lo mejor de LA PENÍNSULA DE LAS CASAS VACÍAS (DAVID UCLÉS)


PRÓLOGO
Altiplano de Glières, Francia; marzo de 1944

En mitad del cielo, una nube deja de moverse. Se distingue bien de las demás porque flota solitaria. Carece de contorno y es de un tono más pardusco. Se ha detenido sobre el cuerpo de un miliciano andaluz que yace bocarriba en el manto de nieve que cubre el valle. Solo destacan el rosa tibio de la piel del soldado desnudo y el púrpura de sus heridas, en especial el de la cicatriz del hombro, recuerdo de una batalla que no recuerda.

El miliciano no está muerto, duerme con la boca abierta y los pies entre gladiolos. Cuando abre los ojos, la nube despierta también y retoma el movimiento, pero no en dirección nordeste, hacia donde los vientos saboyanos suelen barrer el cielo, sino hacia el suelo. El joven observa que está cada vez más cerca. Se incorpora con la intención de huir, pero no puede caminar. Aprecia despavorido que su propia sombra, proyectada sobre la nieve, no tiene piernas. Antes de echarse las manos a las pantorrillas para comprobarlo, se las lleva a los oídos. Un sonido agudo y familiar lo envuelve. Alza la vista y reinterpreta las señales. No se trata de un nublo, sino de un obús. Se lanza de nuevo al suelo y cierra los ojos. Escucha el fragor de la explosión. No lo ha alcanzado, aunque sabe que las heridas graves no duelen al instante.
Vuelve a abrir los ojos y se reincorpora, feliz de sentir las piernas. Se palpa el resto del cuerpo y se calma al hallarse de una pieza. El paisaje es ahora otro: la noche ha caído y, pese a que no hay luna ni fuego y a que todo debería estar sumido en una untuosa oscuridad, la nieve deja entrever el verde de los abetos, intenso y refulgente, así como el marrón franciscano de los troncos.

Recuperado, decide adentrarse en el bosque. Pisa la linde y, a traición, recibe un disparo en el cuello. La bala le destroza la yugular. El miliciano grita de dolor. Sabe que la herida es mortal. Se lleva los dedos al agujero para intentar taponarlo. Lo que toca no parece 18 sangre, es rugoso y menos adherente. Aprecia que de la herida le sale arena fina. Por mucho que aprieta, la tierra no deja de manar. Nota que se le desinfla el cuerpo, que se le escapa la vida. Y desfallece.

El miliciano andaluz está soñando. Encadena una pesadilla con otra. En los últimos años, sobre todo durante la guerra civil de su país, ha visto tanto dolor y tantas muertes que estas han empezado a aparecérsele mientras duerme. Teme que, si ve morir a más gente, el sueño se le haga perpetuo y nunca despierte. Angustiado, a la mañana siguiente pide a sus compañeros que lo dejen abandonar el frente. Los milicianos se encuentran en los Alpes, luchando contra las tropas fascistas en la Segunda Guerra Mundial. Sus camaradas aceptan facilitarle la retirada.

El miliciano les hace prometer que, si muere en el camino, cumplirán su última voluntad: que el nombre grabado en su tumba sea el de su padre: Odisto Ardolento. Dice que lo mataron en la guerra civil íbera y nadie pudo encontrar su cuerpo. Les explica que así lo honraría. Sus compañeros le dan su palabra, aunque insisten en que no morirá. Pero se equivocan: al día siguiente, tras más de setenta días en los Alpes resistiendo los ataques enemigos, decenas de ellos pierden la vida. Hitler los sorprende desprevenidos. Los nazis llegan rasurados y cubiertos de talco para camuflarse entre la albura de la nieve, que enseguida teñirán de burdeos.

Al atardecer, el crepitar de la batalla da paso al fragor del fuego, roto por los mugidos de una vaca que corre ciega campo a través. Nuestro hombre, ahora sí, yace muerto y sin gladiolos en los pies, llevándose a la tumba el nombre que quiso que grabaran en su lápida. Aquella noche murió la última persona que podría haber dejado en herencia el apellido de Odisto, el protagonista de esta novela, cuya familia pasó de contar con una cuarentena de miembros en 1936 a desaparecer apenas tres años después. Nunca más nacería un Ardolento. He aquí pues la historia de la descomposición total de una familia, de la deshumanización de un pueblo, de la desintegración de un territorio y de una península de casas vacías. (...)
1 El jabalí de color rojo Odisto iba a tener un hijo. Con cada parto, en Jándula, un aire solano sacudía con furia los árboles. Aquella noche primaveral de 1936 el viento destemplado arrastró mucha tierra y cubrió de polvo las hojas de los chopos de las riberas. Aunque a simple vista no pudo apreciarse, los árboles, de hojas asfixiadas, se curvaron lentamente hacia el agua hasta remojar las copas. (...)

Los partos le abducían el espíritu. Entre abortos y niños nacidos sin pulso, tanto él como su mujer, María, habían presenciado más muerte que vida. Dicho así parece como si el matrimonio no hubiera podido engendrar descendencia. Nada más lejos de la realidad: el hijo que esperaban iba a ser el octavo. (...)

Tras salvar un par de ribazos y desandar el camino del caz, se adentró en la cuarta terraza, reservada para la siembra de verano, donde entonces crecían altos los jaramagos, las collejas y las ortigas. Estas últimas las acariciaba a su paso y no le picaban porque aguantaba la respiración al tocarlas. No tenía una explicación científica, como tampoco la tenía que otro vecino del pueblo, Tomás, hubiera caminado por encima de las aguas del pantano del río Guadalentín con el mismo truco, reteniendo el aire en los pulmones. En Iberia, país al que pertenecía Jándula, con voluntad, paciencia y algo de fe, en ocasiones la lógica se invertía al capricho de sus habitantes. Quizás por eso no debería asombrarnos que en el bancal por el que Odisto paseaba descansaran a la intemperie los instrumentos de un cuarteto de cuerda. Pertenecían a Ceferino, el director de la orquesta del pueblo. Un par de años atrás, el músico los había tallado en los tocones de unos álamos muertos. Y por eso mismo, al seguir unido el instrumento al árbol, pues nunca lo entallaba tanto como para que se desprendiera del tronco, la melodía se extendía hacia las raíces y, desde allí, hacía vibrar toda la tierra alrededor. En los días festivos, el pueblo se sentaba en los bancales colindantes y sentía la música retumbar en sus propias carnes: pasodobles, coplas, zarzuelas de Barbieri y suites de Falla y Albéniz. Dejaron de hacerlo porque tantas pisadas echaban a perder las cosechas. (...)

Siete hijos sanos, cuatro abortos y tres criaturas nacidas sin vida. Catorce historias más tarde, Odisto y María rezaban para recibir sano al octavo. Como todos en el pueblo, evitaban pronunciar el nombre del neonato antes de que abriera los ojos y lo elegían escribiéndolo en un papel. En cuanto al sexo que tendría la criatura, si a la embarazada le salían manchas en la cara y se afeaba, iba a ser niña, ya que la pequeña acaparaba para sí toda la belleza; si el vientre se abultaba más por arriba que por abajo, sería niña también, y si la mujer encinta caía al suelo de hinojos, niño; si las lúnulas se le oscurecían, niña, y si le salía una erupción en las corvas, niño. Como María no presentaba ningún signo concluyente, se prestó a que le hicieran lo de la medallita. Consistía en posarle sobre la palma de la mano una cadena, levantarla tres veces con tres golpes al aire y observar el trazado del colgante en el vacío. Si describía círculos, sería niño; si hacía la forma de una cruz, niña, y si se quedaba quieto, abortaría. Pero la cadenita que Escolapia —encargada en el pueblo de aquella tarea— hizo danzar sobre la mano de María se quebró en dos, dejando a esta descompuesta ante el oscuro vaticinio. Odisto, por su parte, quería que se llamara Ricardo y, si era niña, Gema. Ambos casarían bien con su apellido: Arlodento, o Ardolento. Podía escribirse de ambas maneras. Los funcionarios del Registro Civil de Jándula lo debieron de anotar mal a lo largo de varias generaciones, hasta que llegaron a un punto en que no sabían cuál era el más fidedigno. Los dos servían. (...)


El camino sombreado de los tilos era el lugar donde Odisto y María hacían el amor, pero solo en los solsticios, cuando era aconsejado. En los equinoccios nadie se atrevía a copular pues desaparecía entonces el viento frutal de la fertilidad y aquello no traía nada bueno. En lo que a esta historia y a nuestros protagonistas atañe, ni Odisto ni María en ninguno de sus arrebatos carnales tuvieron la imprudencia de copular fuera de fecha. Pero en la temporada permitida, desde hacía casi veinte años, no había solsticio en el que no se encontraran bajo los tilos. Quizás sea más fácil imaginar la escena si describo el matrimonio. Él rondaba la cincuentena; María era diez años más joven. Eran altos en Jándula, medianos en Iberia y bajos en Europa. Odisto era delgado y con una piel dura como la de los orejones. Un hombre serio, algo esquinado, cuya mirada guardaba todo para sí. María era obesa y afable, sus rasgos no eran delicados, pero tendían a sonreír más que los de él. (...)

No le preocupaba su gordura, es más, le gustaba, ya que, desde las epidemias de tuberculosis de los dos años anteriores, estar gordo se asociaba a estar sano. Ambos tenían la nariz ancha y robusta, y pocas arrugas, aunque a Odisto los años le pesaban más que a ella: la barba se le había descolorido y había perdido la frondosidad que antaño le daba calor al rostro. Su pelo era gris como la joroba de una hiena, recio y poblado, formando ondas. María siempre llevaba atado a la cabeza un pañuelo oscuro con pequeños lunares blancos. Quizás lo único que destacaba en la pareja eran los ojos de Odisto, azules con reflejos del color de la simiente del melón, y la perfecta dentadura de María. Dos personas de rasgos comunes que hacían el amor con religiosa frecuencia. Después de la cópula bajo los tilos, Odisto se encaminaba hacia la iglesia grande del pueblo. Allí, más por tradición que por devoción, encendía una vela al cristo contorsionado que yacía en una de las capillas del transepto; había sido su padre, Jorge, quien le había enseñado a proceder así. De paso, si la hora no era imprudente, charlaba con el párroco, don Robustiano, quien, incluso dando la misa, siempre estaba sentado porque, según decía, lo fatigaba la presencia del Espíritu Santo. (...)



Sobre el retrete no hay gran prosa: un cubo lleno de paja con una tapadera, el cual debía vaciarse con asiduidad, colocado junto al muro de carga trasero del cortijo. Si algún lector encuentra esta descripción somera y quiere más detalles respecto a cómo era el lugar, que me busque y lo llevaré al mismo cubo azul verdoso de mi abuelo, situado en una huerta de Quesada, y tendrá el placer de defecar creando, de algún modo, cierta intertextualidad literaria. Vuelvo a la acción. (...)

dos niños, también uña y carne: Gonzalo, de once, y Josito, de diez, el hijo ciego. El primero, por haberse criado casi a la par que el invidente, había asumido desde pequeño el papel de lazarillo. Eran muy parecidos, de tez muy morena y cabello rubio de tanto sol. Josito tenía incluso las pestañas blanquecinas, aunque el médico asociara aquella decoloración no al efecto del sol, sino a la esterilidad de sus ojos, que habían dejado yermo parte de su rostro. Al final de la descendencia, Mariángeles observaba el mundo desde sus cinco años. Llevaba el pelo a tazón y la ropa heredada de sus hermanas. Durante aquella madrugada, fuera Ricardo o Gema, una nueva criatura redondearía el número a ocho. A medianoche, solo uno de los hermanos no revoloteaba por el cortijo: José. Se había ido a descansar al dormitorio de uno de los nietos de Juliana. Era inseparable del mayor, Jacobo. Trabajaban y descansaban juntos siempre que podían. El otro nieto, Abundio, era más solitario; las noches de gente en casa se marchaba con su padre a dormir al establo. Padecía una extraña enfermedad que lo hacía encerrarse en sí mismo: si la exponía al sol o la frotaba, la piel de su cuerpo se deshojaba como las capas de una cebolla. Así había perdido la parte interior del muslo derecho, las reservas crurales de grasa y el anular de la mano izquierda. A mí, como narrador, en caso de que queráis saberlo, la verdad es que me interesa bien poco como personaje, vamos, que ni fu ni fa. Prosigo. (...)


En la ciudad podría haber tenido un gran futuro, pero a ella le gustaba Jándula, sus casas encaladas de tejados rojizos, decoradas con macetas y enredaderas; sus callejas desiguales y trazadas al tuntún; aquellas huertas donde descansaban las cuestas que ascendían hacia las montañas vecinas; las plazoletas limpias, siempre llenas de gente; las rinconadas con sus fuentes solitarias; los campos que hacían linde con las laderas de Belerda… De igual forma, le satisfacía su trabajo y ayudar a las mujeres, y estaba dispuesta a ejercer de partera día y noche. Siempre vestía de rojo para que las manchas de sangre fueran más discretas. De entre los familiares de Odisto, Martina era la que más se entusiasmaba al verla. Cada vez que la partera pasaba por la huerta le llevaba una docena de jeringuillas vacías. A la pequeña le encantaba pinchar con ellas a los burros en los lomos. Las clavaba, absorbía la sangre de los animales, y estos disminuían de tamaño hasta desaparecer. Algo parecido sucedía con las mulas del rabadán Alfanhuí cuando bebían en el río Ferlosio, uno de los más caudalosos de la región, límite natural entre la vega de Granada y la sierra jiennense. (...)

En Jándula, cuando la embarazada dilataba y el alumbramiento comenzaba, todas las mechas del hogar prendían solas; por eso habían sacado afuera los cirios, para que no se agotara el oxígeno en las estancias y para evitar un incendio. (...)


Todos los niños muertos al nacer debían acabar en un mismo lugar: el pozo de San Vicente. Excavado a unos caminos de Linares, era la mina más profunda de Iberia. Lo más impresionante no era el insondable agujero en la tierra, sino la imponente construcción en forma de tetraedro que indicaba la entrada. En aquellos años, pocos encontraban macabra la idea de abandonar los cuerpos de los nacidos sin vida en una garganta subterránea, en una enorme fosa común. La superstición era más poderosa que cualquier otro sentimiento. «Si los fallecidos sin ser bautizados deben encontrar el infierno, que no penen buscándolo. Nuestra labor como feligreses e hijos de Dios es la de facilitarles el viaje», solían decir los párrocos para justificar aquel cruel rito funerario. (...)

Sus ojos me esperan en el mismo punto, casi sin parpadear. No veo a una enemiga, solo a una chiquilla asustada, oculta tras la hinchazón y el intento de un gesto cortés, su boca congelada en una sonrisa tímida y nerviosa, un lunar no tan enorme y el nacimiento del pelo sucio y mojado; unos ojos muy abiertos, en busca de algo que no se puede ver sino imaginar. No siento rabia, ni odio, ni culpa, ni celos. Allí, al otro lado del espejo, sepultada por las voces masculinas de Giacomo y Michelangelo, no me espera ni un súcubo ni una femme fatale, solo una mujer exhausta, débil, incomprendida y rota. Solo una mujer más, tal vez una amiga. (...)

Don Robustiano hizo tañer las campanas con el toque de muerto, uno solo por tratarse de un bebé. Si hubiera sido una mujer adulta, habría sido doble, y por un hombre, triple. Y si el fallecido era homosexual, ladrón, prostituta o proxeneta, habría tocado las campanas sin badajo. (...)


Conforme iba llegando el alba, los janduleses fueron acercándose a la casa de Odisto para dar el pésame, uno sucinto, ya que no había féretro. Ofrecían sus condolencias y lanzaban en el huerto de la familia un hueso de cereza, repitiendo tres veces una frase en voz baja: «que de los restos de un fruto crezca el siguiente y madure». Entre la mañana y la media tarde casi todo el pueblo pasó por allí, amigos y enemigos. Pese a estar alejada de la política nuestra familia, nadie vivía de espaldas a ella en un país dividido desde hacía siglos. Los de Odisto no eran de derechas ni de izquierdas, eran del árbol que más sombra les daba. ¿Que un ministro progresista prometía una desamortización que les daría más tierras y repartiría los bienes de manos muertas? ¡Progresistas! ¿Que la República auguraba reformas agrarias y la modernización del campo? ¡Republicanos! ¿Qué el rey les prometía pan y oro regio? ¡Monárquicos! Si no se mojaban más no era por conveniencia, sino porque no sabían de política. El campo no les dejaba tiempo para instruirse en el mundo de la palabra. A Odisto aquel universo oral le parecía muy combustible; trabajando la tierra no se quemaba uno las manos. (...)

Varios años antes de que María diera a luz aquel último hijo, el rey de Iberia, Alfonso XIII —apodado el Africano—, de labio belfo, ojillos hinchados y mandíbula prognata, dedicaba sus días a limpiar las lámparas del Palacio Real antes de que pasara a llamarse simplemente Palacio Nacional. Sin nada mejor que hacer, decidió cambiar el cetro por el amoníaco. Hacía tiempo que no tenía ni voz ni voto en el devenir de la península. No sentía el apoyo del pueblo y muy pocos lo querían. Era consciente de que los gloriosos días de absolutismo no iban a volver y sus movimientos políticos no le habían salido nada bien: en un intento por modernizar la institución, había apostado por líderes políticos que terminaron, por no atender al pueblo, desprestigiados y repuestos. El mismo rey que había obtenido el poder a sus dieciséis años se sentía impotente y solo. Quizás había jugado mal sus cartas; no debió haber apoyado la dictadura de Primo de Rivera, ni la dictablanda de Dámaso Berenguer, que no tardó en hacer aguas. ¿Aunque qué habría hecho si no? Sin el brazo político de su lado y recibiendo cientos de amenazas diarias, la Casa Real le aconsejó que no volviera a mostrarse en público ni saliera de palacio, ni siquiera a los balcones, vigilados por ujieres —escondidos detrás de las cortinas de raso— no fuera que se le antojara desobedecer. Se había convertido en una figura ridiculizada por la mayor parte del país. (...)

Los días encerrado se le hicieron eternos. No sabía qué inventar para calmar su inquietud, salvo comer, producir películas sicalípticas y fornicar, y ni aquello lo satisfacía como antaño. Su médico particular le aconsejó que durante el día invirtiera el tiempo en una tarea mecánica para desconectar la mente, así que se puso a limpiar las lámparas del Palacio Real, razón por la que lucen tan lustrosas hoy día. Seis plantas y casi cuatro mil salas; Alfonso tenía trabajo. Por la noche, también por prescripción médica, le llevaban prostitutas de todos los puntos de la península. Como a Alfonso no le gustaba repetir con la misma mujer, el secretario general de la casa del monarca, viendo que no quedaba meretriz en Iberia que no hubiera trasnochado en palacio, contrató a los mejores maquilladores de la ciudad para que deformaran el rostro de las prostitutas hasta el punto de que parecieran otra persona. Durante años, los trabajadores del Cabaret Satán —una suerte de recreación del Cabaret de la Muerte parisino, ideado por el pintor cubano Mario Carreño y frecuentado constantemente por Pablo Neruda— empolvaban por la tarde en los teatros y por la noche en la plaza de Oriente, cuatro plantas por debajo del dormitorio del rey Borbón. Alfonso fue el rey más mujeriego de la historia del país. (...)

El pueblo se mofaba de él, pero él también del pueblo. Y así lo dejó por escrito: Estos se creen que la dichosa república les va a cambiar la vida. ¡Pero la vida les va a ser igual de dura! Por mucho que las tierras se liberen del clero y de la aristocracia, las volverán a comprar los mismos, o los más ricos entre los ricos, y estos crearán mayores latifundios. Y así se perpetuará el capital en manos de unos pocos, que es donde tiene que estar. ¡En nuestros bolsillos! Las medidas progresistas son solo una fachada. El pueblo seguirá siendo tan tonto que, cuando el próximo rey les vuelva a robar a manos llenas, lo volverán a abrazar. ¡Estos íberos! Casi mejor no ser su rey, por mucho que ame Iberia. No tengo hoy el amor de mi pueblo. (...)

Definitivamente, Iberia había perdido a su rey. Lo que parecía un alivio para la izquierda se convirtió en una alegría para el fascismo latente de la península. El rey iba a ser una pieza fundamental en el ajedrez de la guerra; facilitaría, desde la sombra, que los monárquicos alfonsinos se hicieran con armas y apoyos militares italianos, llegando incluso a llamar personalmente a Mussolini por encargo del bando sublevado. A pesar de obrar de tal manera, en la prensa manifestó que si se había marchado del país era para evitar apoyar a ningún bando en otra fratricida guerra civil. Nunca volvió a Iberia. Dicen que murió solo, tan solo que no tuvo a nadie que lo sacara a hombros en el ataúd. Los mismos empleados del hotel fueron los encargados de retirar el féretro del edificio. Así se quedó el país desprovisto de uno de los dos grandes pilares que, para bien o para mal, habían sido seña de identidad de Iberia durante siglos. El otro era la Iglesia, institución que se había decantado por el inmovilismo, al menos al principio: callaba ante la barbarie y únicamente protestaba cuando los templos eran incendiados por anarquistas, cuando Azaña repetía que «todos los conventos de Madrid no valían la vida de un republicano», o cuando era acusada de asesinar a niños con caramelos envenenados, como había ocurrido en Barcelona durante los disturbios de 1936. Que el campesinado necesitara tierras para subsistir no le importaba; no se manifestaba al lado de los más necesitados y sí detrás de los latifundistas, del Ejército y de la burguesía. Mientras tanto, el pueblo… ¡Los dos pueblos! ¡O los cuatro! ¡O los tantos! No había manera de que se pusieran de acuerdo, ni lo harían en los años venideros: los anarquistas, los falangistas, los fascistas, los derechistas, los izquierdistas, los republicanos, los socialistas, los caballeristas, los araquistainistas, los monárquicos, los carlistas, los comunistas, los marxistas, los negristas, los poumistas, los sindicalistas, los cenetistas, los africanistas, los rifeños, los religiosos, los cedistas, los faístas, los tradicionalistas, los reformistas… (...)

Huido el rey, la Segunda República, apodada la Niña Bonita, trajo momentáneamente algo de unificación, así como mucha alegría para los más desfavorecidos, pero la frustración de los más conservadores pronto acabaría con ella: no llevaron bien que las mujeres pudieran votar, que el territorio agrario se redistribuyera, que se implantara el divorcio, el matrimonio civil y el laicismo; que se quisieran secularizar los cementerios, que se expulsara a los jesuitas —de nuevo— y que, bajo una política regionalista, se le dieran estatutos a las autonomías; tampoco que bajo la excusa de modernizar el Ejército redujeran a casi un tercio el número de oficiales y militares. Las promesas políticas se volverían insostenibles y el clímax de descontento se haría general, por muchos bienes que la República trajera o por muchas barracas que construyera para alfabetizar: más de diez mil escuelas y siete mil nuevos maestros. Quizás era una utopía querer implantar una democracia tan avanzada en una península que no estaba preparada para ello. Sea como fuere, los tiros empezaron a silbar, y pistoleros anónimos —algunos de las Juventudes Socialistas, otros de Falange Íbera— sembraron el terror en el pueblo. La guerra era cosa por venir y nadie podía evitarlo. A Jándula aún no llegaría, aunque en cierto modo, como en el resto de pueblos de Iberia, ya estaba allí, latente. Vuelvo a nuestra familia. (...)

La última celebración religiosa que festejó el pueblo antes de que llegara la lluvia y, acto seguido, la guerra, fue el Corpus Christi. Aquel año, la procesión de la hostia consagrada tuvo que hacerse en la iglesia por una orden estatal del gobierno republicano, que defendía una laicidad firme. Pese a la imposición, el templo se abarrotó. Jándula era mayoritariamente de izquierdas, pero respetaba la liturgia. El párroco, a riesgo de caer de la torre y perder la vida, había repicado las campanas él mismo con el volteo que avisaba de una gran noticia. No había campanero desde que el último, Salvio, falleciera dos años atrás. Se precipitó al vacío tañendo la campana grande durante veinte minutos, y desde entonces nadie se había postulado al cargo. Aquella mañana, don Robustiano era consciente de que la iglesia recibiría el doble de fieles y curiosos de todas las ideologías. No lo hizo con la intención de completar aforo, sino porque realmente tenía algo enjundioso que compartir. Se trataba del anuncio de una nueva ascensión, la mejor noticia que un creyente podía recibir, pues Dios otorgaba a la primera familia que llegara al punto más alto de la región el don de la vida eterna. Una vez reunidos todos en el templo y en la plaza, el párroco les transmitió la buena nueva: —La última vez que mandé tocar a rebato por algo así fue hace casi veinte años. ¡Hoy, janduleses, tengo el honor de anunciaros la llegada de una nueva ascensión! Todos pecamos por el mero hecho de existir. ¡No existe forma más directa de recibir el perdón y encontrar la gracia divina! Si yo pudiera, sería el primero en escalar el monte, pero mi labor aquí es apremiante y debo quedarme. Pero a vosotros, fiel rebaño, os animo de corazón a subir. Recordad que tendréis que hacerlo con la familia al completo, únicamente de primer grado: padres, hijos y hermanos. Os bendigo y os deseo una buena ascensión, pues el día elegido por Dios es hoy mismo y finalizará con la puesta de sol. ¡Podéis ir en paz! ¡Ahora, ascended! Con la señal del párroco, el pueblo entero se echó al monte, unos para intentar ser los agraciados y el resto para observar el milagro. (...)

Una vez que la primera familia llegaba a la cumbre del cerro de la Magdalena, el punto más alto de la región, un rayo cegador de sol caía sobre ella. Y tras un breve resplandor, desaparecían. Tanto las almas como los cuerpos de los elegidos eran abducidos. El pueblo volvía entonces a la iglesia y allí oficiaba una misa en honor a aquellos a quienes nunca volverían a ver. A medianoche, el párroco, acompañado por Proto, el sereno y farolero del pueblo, acudía al cortijo que la familia ascendida había dejado en la tierra y cambiaba la cerradura. Aquel inmueble pasaba de inmediato a engrosar la lista de bienes de la Iglesia. (...)

La familia agraciada aquel año fue la de Aleja y Regino, pastores de ovejas merinas, cuya grey también se la apropió la Iglesia. Era una familia muy beata y muy joven, de ahí su agilidad y disposición a abandonarlo todo y subir al monte antes que nadie. Era tal la confianza que Aleja tenía en Dios que, al aproximarse a lo alto del cerro y ver que había otras dos familias a su misma altura, cogió de las piernas a su hija de cinco años y, balanceándola, la lanzó hacia las alturas para que fuera alguien de su carne la primera en alcanzar la cumbre. La maniobra dio resultado, ya que fueron los abducidos, pero la niña cayó al suelo antes de que surgiera la luz y murió de inmediato. Don Robustiano tallaría su nombre en la pequeña fosa común del cementerio dedicada a los niños huérfanos fallecidos: HERENIA VICTORIA 1931-1936 La niña duró lo que la Segunda República. Habrían de pasar ciento cuarenta y siete años hasta la siguiente ascensión. Para entonces, habiendo decaído la fe en la ciudadanía y el aforo en las iglesias, nadie intentará siquiera realizar la hazaña, al creer que no se trata más que de una leyenda. (...)

Padre, estoy cansado de caminar y tengo sueño. —¡Claro, si duermes con un ojo abierto! —¡Es para cuidar de Josito! —¡Ay, gorrión! Josito cuida mejor de sí mismo de lo que crees. —¿Eso de allí a lo lejos qué es? —Es una iglesia. ¿Qué va a ser? —¿Por qué hay gente quieta en la puerta? Odisto aguzó la mirada hacia el templo que se veía a lo lejos. Apreció que había un centenar de personas quietas en la entrada. —Eso… Por el inmovilismo. Eres demasiado pequeño para entenderlo. —¡Cuéntemelo, por favor! —A ver… La Iglesia lleva mucho tiempo quieta ante las cosas por las que debería protestar. Por ejemplo, ahora estamos en una mala época en la que hay mucha hambre y una gran división entre los íberos, pero no hace nada ni se pone del lado de los pobres. —¿Y eso? ¿Por qué no hace algo? —¡Porque no le interesa! ¡Es capaz de no mover un dedo ni aunque entremos en una guerra! Por eso, para seguir haciendo la vista gorda, fijó la ley del inmovilismo. Ahora los curas, las monjas y los más beatos se quedan quietos como estatuas cuando pasa gente alrededor. Por eso el cura, don Robustiano, se tira todo el día sentado. (...)

—¿Madrid dónde está? —En el centro de Iberia. —¿E Iberia dónde está? —Iberia está aquí. —¿En el campo? —¡Claro! Iberia somos todos. —¿No es una ciudad? —No. Es el nombre del país. —¿Y dónde está el país? —En todas partes. —¿Como Dios? —Supongo… —¿No estás seguro? —¡Gonzalo, ya te lo explicarán en el colegio! ¡Ve a por tu hermano, que se estará dando calamonazos contra los troncos de los olivos sin tu ayuda! ¿No quieres ser el mejor lazarillo? ¡Pues hala! El pequeño corrió en busca de Josito y Odisto levantó nuevamente los ojos al cielo, cada vez más oscuro y amenazador. Parecía como si no quisiera hacerse del todo de día. (...)

El agua ascendió hacia el cielo dejando seca la tierra. La lluvia estaba a punto de dejarse caer. La primera gota iba a inaugurar lo que iba a ser una borrasca sin precedentes tanto en el pueblo como en toda la península. La tierra agradecería el riego. El año anterior había sido el más seco del siglo. Los campos se habían agrietado; se habían secado las lagunas, los ríos habían dejado de fluir e Iberia no distinguía su costa de la magrebí; las gentes se habían bebido las lágrimas, el sudor, la sangre y las orinas hervidas; las costureras habían utilizado solo hilo verde para recordar el color de las hojas vivas; las reses no dieron leche y se tuvo que tomar la de almendras, como hacían los viernes de Cuaresma. Todo aquello iba a cambiar aquel día de julio. Quizás esa lluvia debió aguardar tres años, habría lavado la sangre de las calles del país. (...)

Una venganza sobre otra venganza que ya era venganza de otra. Esa ha sido una de las chispas simbólicas que han encendido la mecha. Así se va a adelantar la guerra. Ayer, el diputado monárquico Calvo Sotelo falleció en Madrid, herido por una bala en la cabeza a doscientas varas de su casa. Fue asesinado por un socialista como venganza por la muerte el día anterior de un militante a manos de falangistas. Dos entierros, uno de palmas y otro de puños. Calvo Sotelo no es querido entre las fuerzas izquierdistas por haber dicho tres semanas atrás que el país necesita una dictadura firme, y que, si eso significa ser fascista, entonces él lo es. El asesinato ha enfurecido a los derechistas, que no creen que haya sido ejecutado por un lobo solitario, y acusan al actual gobierno progresista de utilizar las fuerzas estatales para quitar vidas. Este asesinato ha hecho que terminen de decidirse los pocos políticos conservadores que todavía dudan si sumarse o no a la sublevación militar encabezada por el general Mola. La derecha dará un golpe de Estado e intentará hacerse con el gobierno republicano, en manos de la izquierda desde hace tan solo unos meses. Para ello, más de veinte emisarios han partido de Madrid hacia el resto de la península en cuanto se ha sabido que el diputado monárquico ha muerto. Van a entregar el mensaje de que la sublevación tendrá lugar esta misma semana. Uno de esos mensajeros está cruzando la comarca de Jándula en estos mismos instantes. Quedáis avisados, janduleses, durmientes e ignorantes. (...)

Al hombre le gustaba la política, por eso había dejado su tierra para trabajar en Madrid, aunque terminara de recadero en el barrio de Salamanca y no de fumador en las Cortes. «Si ya lo dijo mi padre antes de morir: ¡tú hazte panadero, que mejor es trabajar de noche y solo con las manos que a todas horas y con todo el cuerpo!». Además de sureño, era un buen atleta, condición por la que lo habían elegido para correr desde el centro hasta el sur de la península para aprontar el mensaje. Pero nunca cumpliría la misión: Fabricio se quedó por el camino. Y no fue debido a que la distancia era ingente; no le flaquearon las fuerzas. Fue por el agua. La lluvia que había comenzado a caer era tan copiosa que, en las pocas horas que pasó debajo, le desgastó la ropa y lo dejó completamente desnudo. Una vez royó el tejido, comenzó a erosionarle la piel y la carne, dejándolo como el pie de las estatuas veneradas en las iglesias de tanto beso. Para cuando Odisto se lo encontró atravesando la provincia de Jaén, además de ir en cueros, llevaba desgastado el hombro derecho, la zona de los omóplatos y la mitad de la frente, como si tuviera la cabeza abollada. También había perdido parte del relieve de los rasgos faciales; le habían desaparecido las pestañas y las cejas, así como la punta de la nariz, el labio superior y la barbilla, ya que la mayor parte del tiempo llovía de canto. (...)

La lluvia arreció con tantísima fuerza que el desgaste en su cuerpo se precipitó, eliminando la capa de grasa y músculo de parte de su torso y dejando al descubierto varios de sus órganos vitales. Fue la vena cava superior la que se erosionó primero, vertiendo un río de sangre a través del agujero de su pecho. La lluvia que recibió la sangre de Fabricio ascendió antes de tocar el suelo; el cielo le ahorró el camino. (...)

La lluvia ha detenido la historia íbera. Repetiré algunos de los sucesos de tiempos pasados para quien pueda interesar. Escogeré uno al azar. He aquí la noticia: A rey muerto, rey puesto. Hoy entra Manuel como nuevo presidente de la República Íbera, y sale Niceto, de abuelos jiennenses. Tras derrocar el Frente Popular al Frente Nacional en las últimas elecciones de febrero, el tablero político ha cambiado completamente. Es la primera vez que gobierna la izquierda. No es una tarea sencilla, y tampoco se la van a hacer fácil. El caos provocado por unos y otros se va a ir apoderando de la península. Se tomarán las tierras no trabajadas, se liberará a los presos políticos en una amnistía general, a algunos comunes y a los mineros de la Revolución de Asturias; se quemarán templos, y para que crezca el descontento y se llegue a la revolución social, habrá multitud de huelgas similares a la de 1917; se eliminarán miles de puestos militares; la moneda quedará devaluada, habrá fugas de capital… El terreno donde está injertada la ambiciosa planta de la República es estéril, y quizás no está preparado para un cambio tan radical en tan poco tiempo. Ortega y Gasset así lo afirma. Además, la planta republicana no comprende los tiempos ni las decisiones de las manos que la han cultivado. Y es que esas manos son caprichosas, y si unas veces la acarician y la riegan, otras la deshojan y la enguachinan. En cualquier caso, el presidente saliente, don Niceto, ya sin poder, hará las maletas y se irá a ver los fiordos de las costas escandinavas, los hoteles bohemios de París y la luz blanca de Buenos Aires. Volverá a Iberia en un sarcófago. (...)

El diluvio había empezado en torno a las seis de la mañana en los campos cercanos a Jándula, pero no llegaría al pueblo hasta pasadas las nueve. La sierra de Cazorla, Segura y las Villas retuvo durante varias horas las inmensas nubes. Lo que sí sufrió el pueblo de madrugada fue la resaca meteorológica que absorbió el agua antes de la lluvia. María, que no había ido al garbanzo con la familia por no poder levantarse de la cama con tanta grasa corporal, se acostó pesando casi doscientos kilos y amaneció con apenas cuarenta. Su problema de sobrepeso se había debido a una retención de líquidos aguda. Si lo hubiera sabido antes, lo habría remediado con infusiones de diente de león, pero la turgencia de sus carnes prietas hizo que el médico jandulés, Fernando el Soleduque, desechara la hipótesis, y le dijera que la única solución a su gordura era inocularle el virus de la tisis y esperar a que surtiera efecto, remedio que María rechazó porque ya había sufrido una vez una grave enfermedad: la apodada «Soldado de Nápoles», como la zarzuela; así se llamó la gripe en la península porque era más pegadiza que una de sus piezas vocales, La canción del olvido. (...)

Su cuerpo cambió poéticamente de volumen: las pulposas manos le enflaquecieron, y lo que antes fueran vejigas, ahora eran tallos de camueso; la papada, antes tajada, se hizo gajo hueco; los pechos pasaron de calabazas a agracejos; el torso, de muela de molino a listón de palé; el abdomen, de orza a buche de gallo; el sexo, de oreja de burro a pliegue de párpado; el trasero, de pandero a octava de pan; y las piernas y los pies, de virtuosos troncos de coscojas a pulidas varas de arriero. (...)

Hoy día ya no se dan esos lugares donde descansar la vista; en cambio, miramos cajas de rayos catódicos, que no se desgastan. Como resultado, morimos y mueren con nosotros los recuerdos, sin dejar mella alguna en el mundo que queda. (...)

Se había mudado años atrás debido a la hipocondría aguda que le impedía hacer vida normal. Era tal su miedo a la muerte que consideró hacer de su futuro nicho su casa: «Antes que vivir con temor a la tumba, prefiero meterme ya en ella y así perderle el miedo. ¡No puedo soportar la idea de que me lleven a cuestas por todo el pueblo cuando me muera!». Se instaló en su hogar eterno a los cincuenta y cinco años de edad, y abandonó a Pura, su mujer, y a sus hijas, Eva y María. Manolo dormía en el reducido espacio de su futura tumba, dentro del discreto panteón familiar; comía en un merendero reservado a los enlutados que venían de lejos y se lavaba en la pila de los mulos con ramas de lavanda. A cambio de aquel techo y de una manutención básica, le pidieron que se hiciera cargo del camposanto: regar las flores, vigilar que no robaran, encender las velas, administrar los nichos vacíos… Y Manolo aceptó. Sabía que iba a echar de menos a su mujer porque la amaba con locura, aunque el amor no fuera precisamente la razón de los matrimonios en aquella época, sino más bien una dote, un embarazo inopinado o la simple necesidad. Pero sus miedos pudieron con él y tuvo que sacrificar su amor. Pura no le perdonó que no hubiera luchado más por quedarse a vivir en Jándula. Solo se veían cuando ella llevaba flores a su padre. (...)

En Jándula, las lágrimas brotaban de un color diferente dependiendo de la emoción: rojas de amor, azules de tristeza, negras de dolor, amarillas de alegría… (...)

El resto del tiempo María lo pasaba pegada a la ventana que daba hacia el camino. En aquel par de semanas, el cristalero del pueblo tuvo que cambiarle el vidrio cuatro veces; la mirada perdida de María lo desgastaba hasta que el agua acababa entrando en casa. La lluvia se prolongó casi todo un mes. Los janduleses no volvieron a salir de casa durante la tromba, salvo por necesidad imperiosa. De hecho, llovía tanto que el párroco decidió cambiar la fecha del oficio del domingo a un día laborable para que ocurriera un milagro; según su experiencia, los cambios imprevistos en el calendario atraían la atención de Dios. Con ese objetivo, don Robustiano había organizado una procesión con un crucifijo de cobre, la única talla que no se echaría a perder bajo la lluvia. «A las malas, se pondrá verde, pero Dios no entiende de colores, solo de formas», tranquilizaba a los fieles. La marcha tendría lugar cada dos semanas: rodeaban la plaza de la Lonja y rezaban una plegaria que ya habían usado en los años de sequía, convenientemente modificada para expresar el deseo contrario: «¡Sol, Padre Eterno! ¡Sol, Jesús mío!¡Que pasen las nubes sin haber llovido!». Pero no funcionó, bien porque Dios no quiso ayudarlos o porque no los escuchó. ¿Qué puedo saber yo? El caso es que siguió lloviendo varias semanas, en las que poco sucedió en el pueblo. (...)

La normalidad pareció volver a Jándula. La lluvia fue amainando y una semana más tarde escampó del todo. La mañana que amaneció el cielo despejado corrió la noticia por la radio de que el tiempo del calendario retomaba su curso: volvía a ser 14 de julio, martes. Oficialmente, la lluvia había durado unas horas y no veintiocho días, tanto en Jándula como en el resto de Iberia. (...)

El bar en Iberia es todo un patrimonio. Es tanto una extensión del hogar como un refugio del mismo, y a la par, una embajada que sirve de unión entre los diferentes pueblos. Te acoge vengas de donde vengas: del mediodía más rural o del norte más industrial, de un pueblo independentista o de uno castizo del centro de Madrid. Es un salón compartido en el que se puede conversar, desayunar, comer, cenar, tomar el café, tapear, celebrar una fecha señalada, emborracharse, estudiar, escuchar la radio, leer la prensa, trabajar, descansar, matar el tiempo, ligar, hacer amigos, jugar a las cartas, asearse, ir al baño, trasnochar e incluso confiar las llaves de tu casa. Hoy día, Iberia es el país con más bares del globo, uno por cada ciento setenta personas. En los años treinta del siglo pasado, los bares de los pueblos eran frecuentados por los hombres de forma diaria y por las mujeres los domingos después de misa y los días festivos. No es que la mujer estuviera vetada, pero la tradición, de corte machista, imperaba antaño, y la mujer no solía entrar si no era con su marido o en día de fiesta. Los hombres decían que iban al bar a «ligar», pero no en el sentido contemporáneo y sentimental de la palabra, sino como sinónimo de «encontrarse con los amigos». La «liga» era el tapeo acompañado de varias cervezas o vinos, generalmente antes de la hora de la cena, tras el tajo en el campo. Charlaban y jugaban al dominó o a las cartas: al tute, al mus, a la brisca, al chinchón, al subastao… (...)

Odisto reconoció a casi todos los presentes en el bar, menos a un par: dos ancianos que bebían de una bota de vino al fondo, observando en silencio a los janduleses. Odisto preguntó al Escobas por ellos. Eran dos viejos de Castilla la Vieja a los que un grupo de falangistas había montado en una camioneta y abandonado a cientos de leguas de sus casas, en mitad de un secarral al norte de la provincia de Jaén. Torcuato y Sandalio. El único mal que habían cometido fue negarse a cerrar una Casa del Pueblo, un centro obrero donde se juntaban los socialistas. —¿Tú te crees que esto es normal? ¡Tienen más de setenta años y uno de ellos está enfermo! ¡Qué poca vergüenza! Al parecer, antes de abandonarlos les vendaron los ojos e hicieron como que iban a aplicarles el bando de guerra. ¡A fusilarlos! ¡Menudo simulacro! ¡Yo no sé cómo aguantaron sus corazones! Aquí en el bar no se me escapa una, y te juro que cada día me llegan más noticias de piquetes de falangistas. Dicen que muchos se visten de anarquistas y comunistas para que el pueblo acuse a la izquierda. ¡Cobardes! ¡Baladrones todos! ¡Y yo que me lo creo! Esa es la diferencia que nos va a condenar, Odisto. ¡La organización! La izquierda está fragmentadísima, llena de haraganes que solo hablan, mientras que la derecha cada vez coge más fuerza. Y así no solo vamos a perder la guerra, sino que vamos a regar el campo con más sangre de la necesaria. ¡Si no, tiempo al tiempo! —Hablas de la guerra como si ya estuviera aquí —respondió Odisto, asqueado. — (...)

No se trata de algo pasajero. Se trata del cielo, que se ha roto. Guardad silencio y os lo cuento. —Los vecinos obedecieron a Manolo, cuya voz se había tornado más grave y respetuosa, y volvieron a reunirse en torno a la lumbre, echando los troncos humeantes de nuevo a la hoguera—. Mirad, como ya sabéis, mi nieto escucha a leguas de distancia, y justo en el momento del resplandor, el niño se echó las manos a las orejas. Yo no oí nada, pero él, al parecer, logró escuchar lo que se había producido en el cielo: un tiroteo y una explosión, y un ruido de cristales haciéndose trizas. —¿Han destruido el sol? —¿Qué sol ni qué diantres? ¡Han hecho un boquete en la bóveda celeste! —¿Quiénes han podido hacer semejante cosa? —¡Mi padre ya me avisó! —¿Su padre? El chache Basilio, abuelo paterno de María, dio un paso al frente y tomó la palabra. Por su edad, y por lo que parecía que tenía que decir, todos guardaron absoluto silencio. —Mi padre Lope, que en paz descanse, nacido en el 1794, fue testigo de la guerra de la Independencia. Dice que unos días antes de que empezara, las noches se hicieron más oscuras. Según el registro astronómico, la descripción de mi padre coincide con una rotura en la bóveda celeste por causas desconocidas. En todo caso, el cristal de la gran cúpula se recompone en unas horas, así que al canto del gallo ya debería de haber luz. 
—No lo entiendo. Si se rompe la bóveda, ¿cómo es que hay menos luz?
—Porque se cuela la oscuridad del universo. 
—¿Qué universo ni qué leches? ¡Ahí arriba solo está Dios! ¡Y el cielo! 
—¡Bueno estaba y se murió! 
—¡Calmaos! Que si no la guerra va a llegar antes de tiempo. 
—¿Qué guerra? 
—Parece mentira que tenga que decirlo yo con la edad que tengo… —repuso Basilio—. Si alguien ha disparado a la bóveda es porque habrán habío tiros mal daos. 
—¿Qué quiere usted decir? 
—¡Que la luz se ha ido porque la guerra está al caer! Si no está aquí ya. 
—¿Contra los franceses? —El comentario de un niño hizo reír a los reunidos. 
—¡Ojalá! Sería mucho más sencillo. 
—¿Contra quién entonces? 
—Contra nosotros mismos

Maruja esbozaba y el pueblo bailaba, arrejuntados los unos con los otros, ebrios y maravillados y llenos de alegría. En una de las escenas, una del barrio, Dominica, se subió a la reja de una ventana agarrándose con una sola mano, ya que en la otra llevaba un ramo improvisado con tallos de gitanillas, y llamó la atención de los allí presentes. —Como no celebramos la boda por las lluvias, he pensado en lanzaros ahora el ramo. ¡Que la moza que lo coja se case en un año! ¡Si no es en un año, que se quede pa monja! Lo agarró al vuelo Visitación, que, de lo borracha que iba y de la felicidad que le dio haber sido la elegida, empezó a darle bocados a las flores. Los hombres solteros la rodearon y la auparon, lanzándola en volandas. Con cada ascensión, Visitación eructaba y echaba un buen manojo de pétalos, muerta de risa y con lágrimas en los ojos. Todo es de color, todo es de color… Aquel último baile libre. 24 La sordociega de las esparragueras He dudado mucho si contar lo que le sucedió a Martina aquella madrugada de verbena, o si ahorraros la escena y dejaros con el buen sabor de boca de la alegría de la fiesta, ya que, para un capítulo que acaba tan bien… Pero no, no puedo callármelo. Lo siento. (...)

Comieron y charlaron reposadamente. La mujer, por su parte, no dudó en contarle a Odisto algo que había escuchado días atrás y que le perturbaba el ánimo: había oído a su hijo José describir en sueños el cuerpo desnudo de su primo segundo y vecino Jacobo. Odisto, lejos de poner el grito en el cielo, no dijo nada. El amaneramiento de José no les era nada nuevo. A Odisto no le hacía gracia que su hijo se moviera de aquella forma grácil y melindrosa, pero intentaba contener el disgusto; de ahí probablemente la desgana que el patriarca mostraba cuando trataba a solas con el primogénito. A María tampoco le hacían gracia aquellos ramalazos, y no porque no los encontrara bellos, sino porque daban de qué hablar al pueblo. El matrimonio decidió cambiar de tema. Entonces ocurrió la desgracia. A la mujer se le fue por mal sitio un pequeño huesecillo de conejo; lo aspiró y le bloqueó trasversalmente la tráquea. De manera refleja quiso incorporarse en la cama. Derribó con los aspavientos los platos que había en la tabla, llenando la colcha de migas y de la carne aceitosa del conejo —mancha que nunca jamás saldría del tejido y que quedaría como prueba, a mis ojos, tataranieto suyo, de que aquella noche existió realmente—. (...)

Don Robustiano, el cura, tenía fama de conservador. Mantenía una más que estrecha relación con los señoritos y terratenientes del pueblo y poca tendencia al progresismo. Prueba de ello era que, desde hacía un par de años, había impedido que las procesiones salieran a la calle durante la Semana Santa, y no por obligación, sino únicamente para destemplar los ánimos; argüía que había sido amenazado por los izquierdistas y que, si permitía que sacaran los tronos, su vida corría peligro. Una elaborada mentira. En general, los curas no apoyaban a la izquierda, a excepción de los clérigos éuscaros y algarveños, y no ocultaban sus posiciones políticas simpatizantes con el fascismo. Precisamente por eso morirían alrededor de seis mil curas en el conflicto. Algunos tenían un perfil más bajo, y aunque no comulgaban con la causa republicana, tampoco tomaban partido en el asunto; otros, y me temo que la mayoría, hicieron lo que pudieron para ayudar a que Franco ganara la guerra y limpiara la tierra de «herejes». Incluso había quienes se iban a los campos de batalla para absolver a los republicanos que iban a ser fusilados en masa, como los clérigos carlistas. De todo hay en la viña del Señor, dicen. En cualquier caso, ni los comunistas ni los socialistas ordenaron la quema de la iglesia de Jándula, pues, aunque eran mayoritariamente ateos y estaban en contra del paradójico aburguesamiento del clero, admiraban y protegían el patrimonio histórico del pueblo. (...)

El párroco, don Robustiano, trabajó más que ninguno para apagar el fuego. Una vez vio que nada más se podía hacer por la iglesia, se sentó en el suelo de la plaza, justo enfrente del templo, y rezó varias oraciones. Tras la plegaria, se levantó y se dirigió hacia las ruinas todavía incandescentes. Los janduleses intentaron detenerlo, pero era tal el arrebato del cura que no les dio tiempo. Don Robustiano escaló las ruinas de la parte izquierda, la más derribada, y entró al solar de la iglesia, lleno de pasquines comunistas a medio quemar que habían sido lanzados por manos anónimas para avivar el fuego. Desde allí se dirigió a la entrada del templo, que junto a la parte baja de la fachada había resistido, y, no sin esfuerzo, abrió las inmensas puertas, barriendo con ellas escombros y cascos hacia dentro. El pueblo, atento desde el exterior, vio abrirse los dos portones y emerger al cura del edificio en ruinas, quien nada más salir hizo el saludo fascista, lanzó varias imprecaciones, un «¡viva Cristo Rey!», y juró y perjuró que no le temblaría el pulso a la hora de defender los intereses de los católicos. Como broche añadió que, llegada la guerra, combatiría en las filas del bando conservador. —¿No dicen que los íberos andan siempre detrás de los sacerdotes con una vela o con una estaca? ¡Pues que se preparen, que las dos las voy a blandir yo! La susodicha guerra empezaría oficialmente al día siguiente, pero la promesa del cura pronto se quedaría en agua de borrajas, pues sin cuerpo uno no puede cumplir nada. (...)


Quizás podría haberse evitado si el jefe del Gobierno, Casares Quiroga, se hubiera enfrentado a lo que se avecinaba. Entre arrestar a los sospechosos rebeldes y enterrar la cabeza cual avestruz, optó por la segunda opción. Consideró que el golpe fracasaría y que era mejor no involucrarse. El mismo 18 de julio, tras haberse negado a dar armas a los sindicatos, dimitió. Como curiosidad, ya que este personaje no volverá a aparecer más en esta historia, os cuento que tuvo una hija llamada María, compañera sentimental de Albert Camus hasta su muerte, y según dijo, el gran amor de su vida. (...)

Franco sabía mover a los que lo rodeaban, amigos y enemigos, como piezas de ajedrez, y jugaba mejor que nadie. De cara a la Guerra Civil, su táctica iba a ser la del desgaste: no habría jaque mate hasta que al menos todos los peones hubieran caído; es decir, alargaría la guerra lo máximo para que falleciera el mayor número posible de republicanos. Así evitaría una revancha y extirparía el mal del tablero, pues para él, el enemigo no era un hermano con ideas opuestas, sino un cáncer mortal de la humanidad. Si bien, antes de eliminar a todos los peones y de derribar al rey, tuvo que asegurarse de que las piezas grandes se quedaban fuera del tablero, y las que más temía no eran las del bando contrario, sino las de su propia facción: Mola, Goded, Fanjul, Sanjurjo, Primo de Rivera… El hecho de que aquellos hombres estuvieran dispersados por todo el país no impidió a Franco jugar su partida. Todos ellos morirían al inicio del conflicto. Y esto fue algo que el futuro dictador, de alguna manera, había previsto. Os lo confiaré: En su retiro forzoso en la isla de Tenerife, días antes de que se produjera la cuartelada, Franco, que era ciegamente creyente y se consideraba un enviado de Dios, homo missus a Deo, escribió una plegaria mágica que, si no fue escuchada en el cielo, lo fue en el infierno —probablemente por haber enterrado la hoja en lugar de lanzarla al viento—. Aunque antes de contaros en qué consistió su ruego celestial, os describiré al solicitante. Y lo haré en cursiva porque, a día de hoy, el personaje ya es historia, es decir, polvo en un nicho, y esta grafía curvada se asemeja más a la ceniza rota del creador de un imperio absurdo que al memorial de un hombre bueno. (...)



Francisco Paulino Hermenegildo Teódulo Franco Bahamonde medía uno sesenta; como era delgado y tenía la cabeza grande, además de muy redonda y medio calva, lo apodaron «el Cerillita». Su rostro de rasgos blandos era difícil de dibujar; no había nada que destacara en su expresión, salvo el leve bigote fascista y una dichosa papada. Quizás lo más atípico en él era la voz atiplada y llena de aire, dicen que por una sinusitis crónica. Sonaba como una trompetilla dentro de una orza tapada. También dicen que solo tenía un huevo, motivo de burlas incluso entre los suyos. Nunca fue religioso: en la Legión lo llamaban «el general de las tres emes»: sin miedo, sin mujeres y sin misa. Sin embargo, parece que el sentimiento religioso se le despertó —muy convenientemente— empezada la Guerra Civil. En cuanto a su carácter, los que lo conocieron afirman que era afable, aunque algo cenaoscuras; los que lo sufrieron, en cambio, dicen que cruel y acomplejado. Esto último es un rasgo típico en los dictadores modernos: el sentimiento de fracaso y el trauma infantil, así como una grave falta de amor. Stalin sufrió los malos tratos de un padre borracho e intemperado; Hitler, que de pequeño mojaba la cama, fue igualmente ridiculizado por su progenitor, además de rechazado en la escuela de arte; a Mussolini lo criaron en el odio tras el tajante diagnóstico del médico de la familia, que lo calificó de retrasado mental. Franco se crio igualmente a la sombra de un padre malévolo que pegaba a su esposa embarazada, que le rompió el brazo a su hijo mayor al pillarlo en plena masturbación y que insultaba a Franco por su voz amanerada llamándolo «Paquita». Entiendo que el trauma del gallego, pues el futuro caudillo había nacido en Ferrol, fue a más al encontrar que sus amigos militares lo insultaban en esa misma línea: «Miss Canarias», «Paca la Culona». Con una infancia así, un individuo puede tomar vías diferentes: el olvido, el perdón, la resignación, la justicia, la venganza… Yo creo que Franco optó por la última y que su sed de poder fue de la mano de una necesidad de imponerse y demostrar que era mucho más de lo que lo habían considerado desde pequeño. También compartía con el resto de dictadores la megalomanía. (...)

El sonido llenó todo el espacio y se hizo presente de una manera muy corpórea. La vibración se desvaneció y Gonzalo devolvió el utensilio a don Robustiano. Acto seguido, alzó la cabeza hacia el cielo, como el resto. Despertados por el toque, cientos de pájaros azafranados volaron sobre sus cabezas. En realidad, eran simples tórtolas blancas que reflejaban en el pecho la luz ambarina de los candiles de la comitiva. Fueron tantas las aves que cubrieron el cielo que los lugareños dejaron de verlo. Formaron una cúpula incompleta, pues en su punto más alto se atisbaba un espacio sin pájaros, un óculo perfecto. —¡Son tórtolas de sal! —gritó uno de los presentes, que reconoció la especie. Aquellas aves se dejaban ver bien poco por Jándula. Eran muy deseadas porque al rajarles el buche les salía un chorro de sal fina. Eran la única manera que el pueblo tenía de hacerse con aquel preciado condimento. (...)

Los pájaros se dispersaron hacia lo alto hasta que no fueron más que puntos en el firmamento. El silencio sepulcral rogado por el cura se hizo presente. Don Robustiano esperó hasta que el almirez cayó, a poco más de un palmo de sus pies, de una pieza, y pidió a los janduleses que volvieran a formar la comitiva. Al cura no le hacía gracia cuando la realidad se tornaba mágica. Pensaba que aquello podría desviar la fe del rebaño. (...)


Prudencio, a sus ciento tres años, de riguroso luto por haber perdido a su nieta el día anterior —deshecha como el cartón en el río junto al cementerio—, se levantó de su asiento en primera fila y se acercó al pozo que había en medio de la sala donde estaban reunidos: el célebre ojo del mar. Decían que era capaz de traer el sonido de las costas que rodeaban la península, pero solo podía escucharlo la persona con más edad del pueblo. Lo destaparon y encaramaron al viejo para que pudiera abuzar la oreja. Lo dejaron bocabajo, metido en el pozo hasta que Prudencio les hizo una señal. Siete minutos. Una vez lo reincorporaron, le dieron friegas de alcohol para que la sangre volviera a circular. Entonces habló: 
—Los mares están en calma, salvo en el mediodía íbero, en la región del estrecho de Gibraltar. Se oyen bimotores continuamente de un lado para otro. 
—¡Eso es Franco, que se trae las tropas moras y banderas de la Legión! 
—¿Con qué aviones? ¡Como si la República les fuera a prestar nada! 
—No sé con qué aviones, pero creo que se trata de un puente aéreo —dijo el viejo. 
—¿Un qué? —coreó la sala. 
—¡Un puente aéreo! Pasarán las tropas en aviones, pues las aguas estarán controladas. Les llevará algo más de dos meses trasladar a todos los tabores de regulares, con doscientos cincuenta hombres por cada uno de ellos. 
—Pero eso del puente aéreo ¿de dónde lo saca usted? Llevo años trabajando de bibliotecario y nunca había leído esa expresión en ningún libro ni crónica. 
—Felisindo, usted no lo ha podido leer porque es el primer puente aéreo de la historia. ¿Quién creen que me habla cuando meto la cabeza ahí? 
—¿Dios? —contestó don Teódulo. 
—No. Alguien más poderoso aún. 
—¿La Virgen María? —Los allí presentes rieron ante la inocencia del misario. 
—¡No! El narrador.
(...)




Manejando aquellos cantos afilados, Leo se cortó tantas veces que casi se desangra. Cuando terminó, lo llevaron a casa a cuestas y le transfundieron sangre directamente de su novia. El médico del pueblo, Fernando, comprobó antes que ambas sangres eran compatibles. Si los dos líquidos tenían en mismo color, el donante podía engancharse al paciente. Había ocho tonos diferentes: almagre, carmín, bermellón, lacre, bermejo, cardenal, carmesí y granate. Las sangres resultaron ser almagres. Leo ganó algunos meses más de vida. Nunca más volvería a acercarse a un espejo. (...)

Hicieron un alto en Martos. Llegaron antes del mediodía. Le impresionó la ingente roca jurásica sobre la ciudad, la conocidísima peña. Se dio un breve paseo por las calles más céntricas. En una de ellas, junto a la puerta de una casa, un azulejo mostraba una inscripción que lo sorprendió y lo hizo santiguarse: «Aquí perdió la virginidad el narrador de esta historia, en el dormitorio principal cuyo balcón da a la peña». No sé si os habréis percatado, en las reacciones de varios personajes, de cierta dicotomía existencialista: los íberos no sabían si creer en Dios o en el narrador. Desconocían si eran lo mismo o no, y si alguno de los dos existía. Por regla general, la idea de ser un producto narrativo les angustiaba más que la de ser criaturas de un ente celestial. (...)


A media legua de Espejo se encontró con un hombre solitario, señero, sentado en una piedra con el rifle en la mano. Temió que se tratara de un falangista y que, por sus atuendos republicanos, le descerrajara un tiro. Tuvo suerte; era un izquierdista. 
—¡Buenos días y salud! Aunque hoy el sol esté algo remiso. 
—¡Salud! 
—¿Adónde te diriges? 
—Voy a Córdoba capital. ¿Qué hace aquí solo? 
—No me hables de usted, mozuelo. Espero la muerte. 
—¿Cómo la muerte? 
—Si logras sobrevivir a esta guerra y retienes mi nombre, sabrás a qué me refiero. Me llamo Federico Borrell García, el Taíno. ¿Te acordarás? 
—Sí. ¿Es usted famoso? 
—¡Que no me llames de usted, coño! No, no soy famoso. Todavía no, pero lo seré. 
—¿Por qué razón? 
—Hay un fotógrafo en Espejo que en unos días vendrá e inmortalizará el momento exacto de mi muerte, sobre este cerrito de paja seca. De hecho, la he ablentado con la horca para que salga más bonita en la foto. 
—¿Y por qué no te vas y escapas de la muerte? 
—Mi padre, que en paz descanse, decía que cada uno tiene su hora y su sitio. (...)


Los bajaron del coche de forma muy educada, acorde a como los habían tratado hasta el momento, hablándoles de usted y sin alzar la voz, hasta que entraron a la arena de la plaza y el ímpetu de aquellas voces se hizo declamatorio. 
—Caballeros, ¡a cargar fiambre! 
Lo que vieron a continuación fue uno de los mayores horrores de toda la guerra, la razón por la que tendrían que ingresar en una clínica psiquiátrica al corresponsal luso Mário Pires, así como el origen de las siguientes palabras de su tocayo Mário Neves, también cronista: «… quiero dejar Badajoz cueste lo que cueste, lo más rápido posible y prometiéndome que no volveré nunca». La escena en aquel ruedo desgastó el reflejo cristalino puro de las córneas de los dos Mários y los privó de una mirada inocente el resto de sus vidas, oscureciéndoseles las córneas con el color de la muerte. Llegaron a Extremadura con el mar azul en los ojos y se volvieron con dos cuentas de azabache. A Eulalio se le entumecieron los músculos de todo el cuerpo y le dio un calambre en los del cuello que le bloqueó el movimiento de la cabeza. Completamente envarado, se orinó y le castañeteaban los dientes. Perdió la noción del tiempo, del espacio y de la realidad. En aquel estado, sin saber por qué y de forma automática, continuó obedeciendo a aquellas voces y cargó los cadáveres apilados de la plaza en los vehículos, a los que se referían como los «camiones de la carne». Otro prisionero se le acercó y le intentó dar ánimos: —¡Ánimo, camarada! Que ya mismo entran los tanques de Madrid por Extremadura y nos salvan de esta inmundicia. Pero Eulalio no atendió a sus palabras. Había perdido el contacto con el mundo. Solo describiré una vez lo que ocurrió allí dentro, y seré escueto. Si bien, os dejo antes el nombre de una pista de audio, por si queréis finalizar el capítulo con la misma música con la que lo estoy escribiendo yo: Miserere mei, Deus, de Gregorio Allegri. (...)



Unas horas antes, las tropas del coronel Yagüe, apodado posteriormente «el carnicero de Badajoz», quien después de la guerra llegaría a ser nombrado ministro por su labor «ejemplar» en el conflicto, llegaron a las afueras de la ciudad y se apostaron frente a las murallas. Las tropas iban organizadas en una columna, llamada «de la muerte». Badajoz conservaba entonces mejor que hoy día los restos de la alcazaba más grande de todo el continente. La muralla, que llegó a contar con casi treinta cuerdas de longitud, tres varas de espesor y diez de altura, no logró proteger la ciudad de las fuerzas enemigas. Las tropas legionarias y los regulares de la Guardia Mora, tras una feroz batalla frente a los adarves y flancos, entraron en la ciudad, a veces escalando partes de la muralla, amontonando a los caídos de su propio bando y sirviéndose de ellos como escalera. Llegaron las tropas al centro de la ciudad. Los republicanos que no habían podido huir por el oeste y cruzar el río Caya —el límite geográfico que los separaba de la región lusa— se rindieron. Lamentaban no haber cruzado la frontera regional, pero de poco les habría servido, ya que la dictadura salazarista —el régimen que gobernaba en la región lusa, del que os hablaré muy pronto en el capítulo dedicado a Lusitania, ubicado en el interludio de esta novela— devolvió a Iberia a los que pretendían refugiarse en su tierra. Fue como correr contra un muro de caucho. Rendidos, devueltos o señalados por los propios lugareños, aquellos pacenses republicanos encontraron la muerte esa misma noche de agosto. Algunos lo hicieron al abrir las puertas de sus casas, a punta de bayoneta; otros, descuartizados por las granadas que entraron por las ventanas, con el tiempo justo para abrazarse a sus familiares y explotar juntos. La mayoría de ellos, sin embargo, fueron fusilados en la plaza de toros. Los hacinaban en los corrales, los obligaban a atravesar los chiqueros, les abrían los portones batientes y, conforme salían al ruedo, morían. Un palmo de sangre sobre el suelo, dicen. Cuatro mil almas. Además de la masacre, tantas otras calles fueron regadas de sangre. Las calles del Obispo, de San Blas y del Socorro, célebres y transitadas, eran ríos encarnados. La calle de Santa Lucía, que recogió la sangre de las últimas personas escondidas en la catedral, dejó un rastro rojo que cruzó la Puerta de Palmas y llegó hasta el río. (...)


El río Guadiana se tiñó de rojo y se volvió tóxico y ácido: se produjo una reacción química con el agua dulce de aquella región, rica en fosfatos corrosivos y en restos de tungsteno, que hizo que aumentara la cuenca del río, haciéndose más profunda y marcada la frontera con Lusitania. Aquellas aguas no solo descendieron hasta el Atlántico; la sangre también se extendió hacia el sentido opuesto del curso del río. Llegó hasta el parque nacional de las Tablas de Daimiel, destrozando las pasarelas de madera que conectaban, entre otras, la isla del Pan, causando una gran confusión entre los vecinos manchegos, que no eran capaces de comprender que aquello era el efecto de una de las mayores masacres de la cruenta guerra que acababa de comenzar. Ignoraban que aquel rojo del agua era la sangre de Guadalupe, quien después de coser las camisas azules y de llevarle una de ellas a su hijo presenció cómo un falangista paraba a Isidro en mitad de la calle —que así es como se llamaba su hijo pequeño— y lo fusilaba. El azul de la camisa no había sido suficiente para enmascararlo en el bando contrario. Las escuadras de falangistas estaban avisadas de la estafa y tenían un método infalible para reconocer al enemigo: les desvestían el hombro izquierdo y si allí había una marca azulada, significaba que aquella persona había usado un fusil republicano: el hematoma que dejaba la culata por el retroceso del disparo era más poderoso que el bordado de una madre. (...)

Horas más tarde, un tal Pablo Alba ordenó los fusilamientos de los escondidos en el ayuntamiento y en la catedral. A la noche siguiente, los cuerpos formaron una columna de humo blanco de más de cuarenta varas en el cementerio. Ardieron en una gran hoguera, y el humo tapó una de las dos lunas llenas de aquel agosto. Dicen que aquella primera madrugada de sangre y horror, la patrona de la ciudad, la Virgen de la Soledad, giró su rostro hacia un lado para intentar no presenciar la masacre. Fue entonces cuando Eulalio, encargado junto a una veintena de obreros represaliados de echar los cadáveres a las llamas, reconoció el cuerpo de su mujer entre una de las cargas del camión. El hombre cayó de rodillas al suelo, miró al cielo con los ojos llorosos y esperó a que terminara el miserere que yo mismo hice que sonara en sus oídos. Y murió. (...)

Y Franco, mientras tanto, consciente de las muertes pero ajeno al dolor, celebraba que habían arriado la bandera republicana y que izaban una nueva, la bicolor monárquica, la rojo y gualda, aquel 15 de agosto —día de la Virgen de los Reyes, la patrona de la capital andaluza—, feliz de saber que Mola iba a tomar Irún y que Varela, bajo sus órdenes, tenía el camino despejado hasta Toledo, a las puertas de Madrid. Sonriente, se bebió un vino con casera en una terraza en Sevilla rodeado de personas que gritaban felices «¡Vivan las cadenas!» Se encontraba no muy lejos del salón de variedades de la calle Trajano, donde había ordenado meter a todos los presos republicanos, y brindó por la muerte sucesivas veces, rodeado de estatuas republicanas que habían tirado al suelo, de caballos enjaezados y de mujeres serviles con mantilla, como a él le gustaban. (...)

LA PENÍNSULA DE LAS CASAS VACÍAS.
DAVID UCLÉS.
SIRUELA, 2024

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