ARREBATOS ALÍRICOS

Me fui sobreviviendo como pude

(José Luis Piquero)


sábado, 27 de abril de 2019

DESPIECE DE FACTBOOK: EL LIBRO DE LOS HECHOS

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Factbook: el libro de los hechos es, sin duda, una de las mejores y más interesantes novelas publicadas en castellano en los últimos tiempos. De ello dan fe varias reseñas elogiosas como las que ofrezco a continuación:

En mi caso, en este vuestro blog prefiero compartir, junto con mi encarecida recomendación, un "despiece" de los párrafos más potentes intentando, eso sí, como siempre, no reventar la trama:
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La música del telediario crea en el silencio del salón una sensación de invasión controlada, de apocalipsis cotidiano y consentido. Ya está aquí el mundo, con las estruendosas trompetas que anuncian su venida. El pacto con lo real, pidiendo con histeria que miremos, que saquemos las cabezas de nuestras cuevas. Mi madre me despertaba con el mismo apremio, la misma urgencia ante el acontecimiento de la llegada de un día nuevo, de un autobús que siempre va a escaparse.
El presentador del telediario empieza a hablar con la música todavía acompañando sus palabras, como si estas necesitaran de ese impulso melódico para poder entrar en las habitaciones, en la intimidad múltiple y única de todos los edificios y sus ventanas. Tiene que elevar la voz, mantener un tono fuerte y urgente, subir sus palabras a la cresta de las ondas sonoras de la alarmante cabecera: “El cuerpo ahorcado del presidente de la CEOE. No se descarta la hipótesis terrorista”.
Las imágenes muestran el toro de Osborne desde abajo. Una estructura de hierros, una realidad oculta y magnífica, como una dimensión desconocida recién descubierta. Barras de hierro en diagonal, barras paralelas verticales cruzándose con otras horizontales, de una escala no humana. (...)
Los trabajos corregidos encima de la mesa, como objetos extraños que no me pertenecen de ninguna manera. Mi letra en tinta roja, pequeña y nerviosa, sobre el cuerpo redondo y perezoso de la caligrafía adolescente. Esas correcciones como cicatrices sobre unos cuerpos sin alma, con un alma tan lejana como la mía. La lucha inútil de esas dos caligrafías; la lucha en silencio que mantienen ahí, sobre el papel, mientras se funden en la penumbra.
Envuelto en sombras, como un vagabundo en una manta gris, llega el tiempo del ocio y del descanso, el cambio de turno, sin alegría ni satisfacción, otro paso hacia nada.
Martes, ocho de la tarde, eso es ahora. Tiempo de ocio, territorio del presente. THC 3 miligramos. El sonido del blíster, como descorchar las horas que quedan de este día en una fiesta aburrida y silenciosa.
“Ya casi es miércoles”. A veces hablo sola. Casi nunca en voz alta; eso es una barrera, una línea roja que todavía me reservo. Esa reserva revela que aún creo en el futuro; que hay, en alguna parte de mí, una idea del futuro. Y hablar sola en voz alta está allí, de una forma abstracta pero inevitable, como la imagen de la meta para el corredor de maratón mientras avanza concentrado solamente en respirar, tomar aire y expulsarlo.
La luz que entra por la ventana viene cargada de tiempo, deposita toneladas de presente en las paredes, con esa tonalidad sin nombre que tiene el aire concentrado del anochecer: es el reverso o la negación del color que ha tenido durante el resto del día. (...)
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España es un relato, una serie con demasiadas temporadas, un culebrón interminable al que estuve enganchadísima, y del que cada vez me aparto más. (...)
Imagino un país sin televisión. Un país en el que toda información y entretenimiento se eligiera personalmente en la Red. Mi consumo de televisor se ha ido reduciendo al telediario. El resto del tiempo es la tablet encendida eternamente, los “amigos” elegidos en Facebook, las películas elegidas por mí entre toda la Historia del cine, los libros elegidos por mí entre toda la Historia de la literatura. Elecciones personales, islas dentro islas, una nación solipsista y fragmentaria.El franquismo fue el tiempo de una sola cadena de televisión. La transición, el bipartidismo, fueron el régimen político de una nación unida por la fingida diversidad de las nuevas cadenas privadas. Las tetas y la cultura, la movida, las comedias españolas liberales, los decorados de los programas musicales, tan modernos, todo tan copiado y tan triste: Telecinco y Antena 3, La 1 y la La2, PSOE y PP. La aparente fragmentación del parlamento actual, la política de pactos y rupturas y minorías es la política de las islas, de los grupos de Facebook y de WhatsApp. Todos parecemos diferentes, irreconciliables. Todos somos iguales. (...)
Esa promesa del apocalipsis con que el telediario nos hace levantar la cabeza para mirar las señales, dónde ha caído esta vez el meteorito, cuándo empieza el mecanismo que hará descarrilar por fin al mundo. Acudo siempre, con esa esperanza adormecida, continuamente excitada por esa música estridente que lo promete todo y al final no entrega nada.
El hierro, el óxido, el viento. La vida en silencio y sin banda sonora que sucede detrás de la imagen, de la figura recia y omnipotente del toro, de esa lámina bidimensional que nos mira pasar en la autovía. Pienso en la soledad de todo ese metal en la madrugada de las autovías. Pienso en la estructura que lo sostiene, en el viento tropezando contra la silueta del toro y en la fuerza que empuja las vigas hacia dentro de la tierra. (...)
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Mi abuela hablaba sola, moviendo la cabeza, con una tela entre las manos, sentada en una mecedora, bajo la ventana. Ya entonces no veía la tele. Vivía en el mundo sin telediarios: vasto y silencioso, desierto e incomprensible.
Solo cosía. De vez en cuando se asomaba por la ventana. Mi abuela hablando sola, en voz muy baja y concentrada. No podía escuchar lo que decía. Movía la cabeza y los labios y no apartaba casi nunca la vista de la tela, como si le hablara. En esa  tela estaba su vida, su pasado, todos los fantasmas que la habían dejado sola y que ella cosía, puntada a puntada, para contarles todo lo que habían hecho mal. (...)
No sé si a esto se le puede llamar recuerdo. Es más bien un impulso eléctrico. No lo pienso, no lo recuerdo. Es una imagen, un automatismo somático, un pestañeo. (...)
Muchas veces a lo largo de mi vida he jugado con esa sensación, como juega un niño con una película de terror, manteniendo la vista justo hasta donde sabe que puede aguantar, anticipando desde el principio el sabor del terror que va a experimentar. Alguna vez, estando muy drogado, he ido más allá de los límites en ese juego. Y he visto cosas que olvidaba al día siguiente, aplastadas por la resaca, y que quedaban allí, olvidadas al otro lado, haciéndolo más denso. (...)
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La voz del presentador está cuidada y diseñada para hablarnos a nosotros, a los que todavía tenemos un trabajo y vivimos en casas que pagamos con nuestro salario. Es nuestra voz y nuestro lenguaje; todo lo que está sobreentendido en ella somos nosotros, es nuestra vida y nuestro mundo.El silencio entre las palabras del presentador está compuesto por todas las leyes tácitas de la civilización occidental, por el dinero, el intercambio y la justicia de la deuda. La clase media, los votantes, los consumidores. (...)Hay una satisfacción inevitable en ser juzgada. La confirmación de una existencia, la limosna que cae sobre una mano extendida casi sin querer. (...)
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Siempre hay más vecinos que fuman en las ventanas a esta hora, dando la espalda a sus familias, encerrados en la insignificancia del cielo nocturno de las grandes ciudades, sin nada concreto que mirar. Están pensando en la reacción de Los Mercados, en la posible venganza; están rezando para que no caiga sobre su sueldo, sobre su empleo o su hipoteca. Pueden pasar demasiadas cosas y todas malas: la prima de riesgo, subida del Euribor, reducciones de plantilla, deslocalizaciones. Están pensando en divorcios y en coches nuevos. (...)
Hay un millón de artículos por leer, hay una imagen de mí leyendo esos artículos y siendo una intelectual, terminando la tesis, dando charlas, siendo respetada y admirada.
Hay una imagen de mí como esas personas que parecen seguras de lo que hacen y lo que piensan y del lugar que ocupan en el mundo, que están en el centro del mundo. Hay una imagen de mí que quita la película y se pone seriamente a trabajar en su tesis. Hay otra imagen de mí que sale a la calle y se pone a celebrar el asesinato, que llama a todos los amigos con los que no hablo desde hace años; que escribe todo lo que piensa en Facebook, invitando a la gente a que salga a las calles a celebrar, a quemarlo todo, a bailar sobre la tumba de todos nuestros enemigos. (...)
Y, si esto es una clínica de desintoxicación, lo tóxico, esa sustancia de la que no podemos desprendernos nosotros solos, sin ayuda, esa sustancia que se ha metido tan dentro de nosotros que tenemos que aniquilarnos y renacer como otra persona ya ajena a eso que era parte inseparable de nosotros, qué es, qué va a ser: nosotros, nuestra identidad, nuestro yo. Somos adictos a nosotros mismos. (...)
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Lo que las drogas han hecho conmigo, o lo que yo he buscado en las drogas ha sido siempre algo parecido a lo que estoy buscando ahora aquí: un descanso de mí mismo.
El alcohol, por ejemplo, mi primera droga; lo usaba para ser menos yo y más como los demás. (...) Nos sentíamos mirados por el horizonte. Fingíamos estar borrachos, hasta que lo estábamos de verdad.Y éramos una estampa costumbrista, éramos una novela de Delibes, éramos la pura esencia de la España alcohólica de nuestros padres también bebedores desde bien jóvenes, casi niños todavía. (...)Y ya no he dejado de beber casi ni un solo día de mi vida, y no sé si eso me convierte en alcohólico y ya no importa nada. Pero, siempre que he estado con gente, he estado con una copa en la mano, y hasido el talismán con el que he podido parecerme a ellos, y hablar de cosas que me importaban una mierda, y reírme mucho de lo que los demás decían; y también he estado borracho, es decir, he sido un poco menos yo y un poco más lo que se supone que debe ser un ser social y divertido, cuando he ligado, cuando he tenido que demostrar a las mujeres que yo merecía la pena ser comprado, y creo que sin el alcohol no hubiera salido nunca de mi casa y jamás habría hablado con toda esa gente que ya se queda atrás para siempre, con sus copas en la mano, con sus cervezas en la terraza del bar, con sus gintonics en la madrugada de la música. Cerveza, vino blanco, vino tinto, ronlimón, roncola, güisquicola, vodkaconaranja, chupitodetequila, escocésconhielo, maltasinhielo, gintonic…“Te queremos, Gustavo”. Es como una despedida, toda mi biografía está en esos vasos de alcohol, todas mis edades, todos mis amigos, todas las mujeres. Veo a todos despedirse de mí desde los bares en los que tantas horas he pasado, “te queremos, Gustavo”; beben y se despiden de mí sin conocerme, y siguen charlando animados por el alcohol, porque el alcohol es un alma de cinco grados, de doce grados, de cuarenta grados, un alma de felicidad que nos ha unido. Y por eso las llaman bebidas espirituosas, porque no había alma en ninguno de nosotros sino el alma del alcohol. Yo era feliz siendo otro, con ese pedacito de alma prestada, siendo un bebedor simpático y parlanchín. Yo era un genio, no sé si lo he dicho. Todos lo decían. Un genio. Adicto a mí mismo, y toda la vida intentando dejar de hablarme, dejar de escuchar esta voz. (...)
Porque esa sensación de poseer todo que aparece cuando no tienes que intentar hacer nada, esa pureza en la que, sin crear nada, alcanzabas las inefables cimas de creación increada, eran una droga también y, aunque nunca rechazaba una fiesta ni una reunión social, en las que podía tomar otro tipo de sustancias, en realidad yo estaba siempre deseando llegar a mi casa y encerrarme en ese silencio musical donde flotaban las imágenes que yo pensaba que eran mi arte y que no eran más que un refugio donde me regodeaba en mi talento, donde disfrutaba de esos éxtasis artísticos inanes, estériles, que solían desembocar al final, cuando desaparecía el efecto de la marihuana, en una sensación de vacío inmensa. Y el vacío no era porque hubiera desaparecido el efecto de la droga, ni porque la música de repente empezara a sonar vulgar, plana; era un vacío porque era yo el que había vuelto, porque era mi mundo real, sin talento, sin arte alguno, el que había vuelto. (...)
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Jugábamos a no considerarnos una pareja, a parodiar la vida de pareja. Había algo triste en ese juego que Gustavo prolongaba demasiado, siempre un poco más de lo que admitía la broma, como cuando se explica un chiste varias veces y mantienes la sonrisa por compromiso, para no estropear la risa de los demás.
Zapatero estaba entonces siempre en la televisión. Recuerdo todavía la sonrisa boba de Zapatero, su forma de no creerse que era el Presidente. Sigo asociando esa desagradable sonrisa de Zapatero con mi propia sonrisa ante aquellos juegos estériles con Gustavo, el gesto congelado, la consciencia de los músculos de las comisuras de los labios, tensos. Yo llegaba de trabajar y comíamos juntos, frente al televisor. La Bolsa de Wall Street había caído veinte puntos.
Lehman Brothers estaba en quiebra. Las hipotecas subprime se habían extendido como un virus por todos los bancos del mundo. Pérdidas millonarias. Cifras que no tenían significado, que pertenecían a otro idioma, a otro mundo, que superaban el concepto de “dinero”.
Comíamos y cenábamos viendo la tele. En las seis horas entre el telediario de las tres y el de las nueve podían haber pasado muchas cosas. Caía la Bolsa de Londres, la de París, la de Madrid. Veíamos imágenes de ejecutivos y pantallas con números. Se llenaba el telediario de cifras, de índices, de porcentajes. (...)
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Era la época en que siempre estaba en la tele Zapatero, y Zapatero decía que los bancos españoles eran fuertes y que todo era sólido, y que España iba bien, y que podíamos estar tranquilos.
Zapatero tenía una sonrisa de niño idiota, la sonrisa del empollón chivato y cobarde. Zapatero tenía la sonrisa nerviosa del niño bueno que no sabe que sus padres se están muriendo; que sabe que se están muriendo pero mantiene una sonrisa congelada porque no sabe cómo ser el hijo de unos padres que realmente se están muriendo, porque él solo sabe ser el niño que llega a casa con buenas notas y espera que le pasen la mano por el pelo. La buena gente gritaba, salía de las cafeterías y miraba al cielo donde el meteorito se hacía enorme; y corrían por una calle que se llenaba de fuego y de coches que saltaban por los aires convertidos en proyectiles. Nos reíamos viendo las explosiones. Queríamos que cayeran en nuestra calle. Queríamos asomarnos a la ventana y ver cómo caían bolas de fuego sobre las Torres recién construidas.
Veo pequeños resplandores que parecen extenderse por los vidrios de las Torres. El telediario ya está hablando de fútbol, pero yo sigo en la ventana hasta que veo desaparecer el reflejo del último rayo de sol y la ilusión del incendio se desvanece. Miro las Torres con la intensidad de la infancia, con la fuerza con que los niños miran las cosas esperando que pase lo que ellos desean. Me concentro en la imagen de las Torres ardiendo, hundiéndose, estallando. Las veo convertirse en barro, en cieno.
“La aurora de Nueva York tiene / cuatro columnas de cieno / y un huracán de negras palomas / que chapotean las aguas podridas”. Les leo ese poema a mis alumnos, cuando explico el crack del 29. Les hablo de los versos de Lorca, escucho mi voz hablándoles de la dureza del capitalismo, de la inhumanidad vertical de los rascacielos y de Wall Street, que impresionaron al poeta. “A veces las monedas en enjambres furiosos / taladran y devoran abandonados niños”. Desde mi ventana, miro esas cuatro columnas con su disfraz de vidrio. Nos reflejan a nosotros: el cielo, estos apartamentos, nuestras miradas; todo está ahí, recogido, reproducido, invertido. (...)
Y, en realidad, lo que quería era estar aquí, pero colocado, es decir, anulando esa distancia desde la que todo el tiempo me veo y me juzgo como un personaje lamentable y predecible, resultado de un montón de ficciones fílmicas o literarias. Lo que estaba viendo desde arriba, desde mi balcón, eran las posibilidades de grandeza, de mística, de falsa trascendencia con que la marihuana, gracias a Dios, suele recubrir mis neuronas en momentos como este, en espacios como este. Quiero decir, que necesitaba estar dos veces. Una vez físicamente, con los pies en esta orilla. Y otra vez fumado, para estar realmente aquí, y no viéndome estar aquí. (...)
nadie nunca acababa una frase, porque siempre se decía un nombre que lo resumía todo, y uno decía Devo, y asentíamos, y otro decía Genet, y asentíamos, y nos hacíamos un porro o nos metíamos una raya para celebrar nuestros futuros proyectos que, como las frases, tampoco era necesario terminar, porque bastaba con pensarlos y con hablar de ellos en frases también inacabadas, y había muchos genios en esas fiestas que tenían lugar en un país que era y no era España, que era España por encima de nuestras cabezas drogadas e inconscientes, que era España como una maqueta dentro de la que vivíamos sin saberlo. Y ya no era yo el único genio en esas fiestas porque todos éramos genios, y todavía no existía Internet, o no existía de verdad, quiero decir, que no existían todavía las redes sociales, es decir, que no existía Facebook, pero era como si todos habitáramos ya ese país sin territorio de Facebook, porque nuestras conversaciones eran como megustas, nuestras conversaciones no eran sino compartir cosas que habíamos visto, leído, escuchado, y nada existía de verdad, tampoco nosotros existíamos, o no existía yo, que al final siempre acababa encerrado en mi habitación para mi ritual del porro solitario y mis recortes y mis miniaturas en las que iba creando un mundo que tampoco existía pero que, al menos, me dejaba los dedos secos y cristalinos de pegamento, como si ese residuo sobre mi piel intentara decirme algo sobre la vida que llevaba, sobre lo que es real y lo que no, ese pegamento que nunca se veía en los vídeos que luego ponía a mis amigos, que los celebraban con su gangosa voz de fumados; aquellos vídeos hipnóticos de imágenes de las maquetas, de lentos y absurdos movimientos de stop motion que retrataban nada, es decir, que contaban mi historia de entonces, es decir, que eran un perfecto retrato de ese país que habitábamos, que yo habitaba, y que no era desde luego España, porque no tendría ningún sentido vivir en España, solo podía estar viviendo en un lugar internacional, vacío, y creo que por eso tuvo que nacer Internet y por eso tuvo que nacer Facebook, porque había demasiada gente como yo, que ya no vivía en ningún sitio, y Facebook fue nuestra tierra prometida, el lugar que todos estábamos esperando sin saberlo. 
FACTBOOK: EL LIBRO DE LOS HECHOS
Diego Sánchez Aguilar.
Candaya, 2018

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