ARREBATOS ALÍRICOS

Me fui sobreviviendo como pude

(José Luis Piquero)


jueves, 19 de septiembre de 2013

Aquella era una mujer buena.

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No había cenado (apenas tal vez un bocado en el tren antes de bajar a la cantina) y llevaba ya varias horas vagando por la noche y la estación y la ciudad, de modo que, pese a la angustia y el desamparo, pese al desconcierto y la zozobra, había llegado ya el momento en que el forastero se resignaba a la desdicha. (…) Se fue acercando, pues, despacio, siguiendo la llamada del olor y el apetito, a la luz de la ventana. A través de ella vio una mujer faenando en el interior. Era un cuarto diminuto, al que se accedía por alguna puerta interna y aparentemente secreta, pues él no conseguía distinguirla, y con una ventana cuyo alféizar, duplicado, hacia dentro y hacia fuera, hacia las veces de mostrador. (…) El forastero se acercó muy lentamente. Contó el dinero que tenía en el bolsillo, apenas unas monedas, la vuelta del café que había tomado en la cantina, céntimos, migajas, y sospechó que poco alimento podían darle a cambio de tan miserable calderilla. Se acercó pese a todo a la ventana y reclamó la atención de la mujer (…). El forastero colocó sobre el alféizar interior todo su capital disponible, una auténtica miseria en relieve desgastado de aluminio. Esto, dijo, lo que entre en esto. La mujer lo miró con cara de asombro, como preguntándose si no se estaría burlando de ella. Parece mentira, dijo con retintín, lo mismo tengo para poca masa. Y con la desenvoltura del oficio por una parte y con las muestras de desagrado que cabe expresar en movimientos imprecisos y airados por otra, cogió un junco, colocó dos churros escuálidos en tan largo atadero y se enfrentó a la ventana. Aquí tiene, dijo con evidente mordacidad. Recogió el dinero con desdén y entregó al hombre tan minúsculo festín. Entonces lo miró con las manos en jarras, que es una forma universal de interjección, y, pese a no advertir en el desconocido ningún signo de miseria, si acaso un asomo de cansancio en el rostro, la huella de una espera prolongada y sin esperanza, se compadeció de él. Espere, dijo. El forastero se acercó dudoso. La mujer le quitó el junco con presteza y decisión y colocó varios churros más en el atadijo. Ande, tome, dijo. Gracias, respondió el forastero en voz casi inaudible y se alejó lentamente, acongojado, dolorido. Era la primera vez que alguien le daba una limosna y se compadeció de sí mismo hasta tal punto que, como si se tratara de un bendito analgésico, sintió en el alma o en el pensamiento el intenso sabor, amargo y grato, de unas irreflexivas lágrimas, apenas un atisbo de calidad humedad en las mejillas sucumbiendo a la propia compasión. 
(...)
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Al principio, cuando lo vio, la mujer puso cara de sorpresa, tal vez porque recordaba al hombre que había acudido con unas monedas escasas noches atrás y veían en lo que se había convertido ahora, magullado, oscuro, herido, sucio y hambriento. Qué pronto se expanden las huellas del abandono y de la desolación, qué pronto la sombra extiende las marcas de su cicatriz donde antes hubo un semblante sereno y una mirada tranquila. Acérquese, dijo la mujer. Y el interventor se acercó con pasos lentos, miró al interior del garito, no dijo nada, no pronunció palabra. ¿Qué quiere?, preguntó. El interventor la miró suplicante, con vergüenza en los ojos. Nada, dijo. ¿Y qué hace aquí?, insistió la mujer. El interventor bajó los pies al suelo, escarbó con los zapatos en la tierra, los pies de barro, retrocedió dos pasos. Oler, dijo en voz audible apenas. ¿No ha comido usted hoy?, preguntó la mujer. El interventor negó con la cabeza. (…) La mujer se compadeció y, al tiempo que disponía una rueda de churros, iba relatando una cantinela, desgranando sus propósitos. Seguramente pensó que no podía alimentarlo cada noche por pura compasión y, sin que el interventor dijera ni preguntara ni pidiera nada, la mujer le dijo que tenía que recurrir a quienes estaban para ayudar a los transeúntes, que tenía que presentarse en el ayuntamiento, donde había un concejal de pobres, de la beneficiencia, o podía ir a donde los hervacianos, (…) o las hermanitas de la caridad (…). Cuando terminó con el catálogo de la filantropía, le ofreció una rueda completa de churros. Pero no se empique, dijo al entregarle el festín. El interventor le dio las gracias y se fue alejando, comiendo con voracidad y haciéndose la promesa de no volver jamás, porque con toda seguridad aquella era una mujer buena y, si él insistía en su mendicidad, antes o después ella tendría que dejar de socorrerlo.

Paradoja del interventor 
Gonzalo Hidalgo Bayal.
Los libros del Oeste/Tusquets

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