Defino el malismo como el mecanismo propagandístico que consiste en la ostentación pública de acciones o deseos tradicionalmente reprobables con la finalidad de conseguir un beneficio social, electoral o comercial. (...)
Destaquemos los nombres comerciales de las localizaciones: el club marbellí del tiroteo se llama OPIUM; la discoteca madrileña de los navajazos, VANDIDO (sic); el puticlub desalojado, CLANDESTINO, y el yate con el que su abuelo compite en regatas, BRIBÓN. Todas ellas denominaciones malistas que juguetean con el concepto de ilegalidad y del proceder poco virtuoso. Entre la clase alta y la clase media con pretensiones que aspira a ser alta creyéndoselo mucho y votando a opciones electorales que benefician a los que sí son clase alta, están muy de moda este tipo de nombres. El restaurante madrileño pijo wannabe en el que en mayo de 2023 murieron tres personas en un incendio horrible —que reveló descontrol en la concesión de licencias y vista gorda en las inspecciones municipales de las normativas de seguridad— se llamaba EL BURRO CANALLA. Según el diccionario de la Real Academia, el sustantivo «canalla» posee en castellano tres acepciones principales: «gente baja, ruin», «persona despreciable y de malos procederes» y, en desuso, «muchedumbre de perros». Sin embargo, en la actualidad, se utiliza hasta la saciedad para denominar a cualquier producto o servicio cuyo público objetivo sea moderadamente adinerado pero pretenda desvincularse del concepto de lujo tradicional, más asociado a lo rancio. De esta forma, existen establecimientos canallas, cócteles canallas, cocina canalla, las sudaderas canallas que promociona el Pequeño Nicolás y que se pueden adquirir en la web canallita.com, mercadillos canallas y, sí, decoración canalla ilegal de plástico cutre que arde como la gasolina cuando se le acerca un flambeado también muy canalla. Solo en la capital del Reino de España, algunos locales que utilizan esta muletilla en sus nombres en el momento de escribir estas líneas son: la coctelería Canalla, The Canalla Club, la Taberna Kanalla, la cervecería Los Más Canallas de Malasaña, el Canalla Lounge, La Canalla Live, The Canalla Irish bar o el Templo Canalla Malinche, una carpa situada en el aparcamiento de la parte trasera del pabellón 12 de IFEMA en la que, de viernes a domingo, se representa un espectáculo «musical y gastronómico» creado por Nacho Cano. (...)
Cuando yo era crío, si las empresas utilizaban los adjetivos sustantivados para denominar a productos y comercios, casi siempre recurrían a aquellos que indicaban características consideradas positivas, como en los casos de las gaseosas La Primorosa, La Casera o La Cantarina. Solo recuerdo una marca un poco atrevida de ese tipo de bebidas: La Revoltosa. Hoy, por el contrario, existe un vermut llamado Bandarra, un vino La Vanidosa, una sidra La Prohibida, unas tiendas de moda Snob, otro vino Tunante, una librería Tipos Infames e incluso un Bastardo Hostel. Pero es en bares y restaurantes donde la tendencia ha triunfado con mayor rotundidad. Algunos ejemplos: El Embaucador, La Burlona, Bribón de Madrid, La Peligrosa, La Descarriada, La Malcriada, La Lianta, Arrogante, Fanático, El Perro Gamberro, La Infame, La Celosa, La Cabezona o La Indigna. Todos los propietarios que pusieron nombres a esos establecimientos consideraron que asociar su imagen a un calificativo poco modélico resultaba beneficioso comercialmente. Es decir, de forma consciente o inconsciente, captaron la realidad del fenómeno malista. (...)
A finales del siglo pasado, ya era conocida la propensión de don Juan Carlos de Borbón, en el plano privado, a mantener numerosas relaciones amorosas en paralelo, y en el plano mercantil, a cobrar y acumular comisiones ilegales como si no hubiera un mañana. Pero en aquel momento no se veía todavía bien declarar tu propia naturaleza con un nombre malista: su barco no se bautizó EL BRIBÓN hasta el año 2000. Sin embargo, sí que era permisible insinuar con un pequeño guiño tu mayor interés en la vida: su anterior barco se llamaba FORTUNA. Un último dato revelador: la embarcación de la infanta Elena de Borbón y Grecia, con la que en ocasiones compite en regatas contra EL BRIBÓN de su padre, se llama ALIBABÁ II. (...)
La Asamblea General de las Naciones Unidas estableció en 2015 un conjunto de diecisiete objetivos de desarrollo sostenible denominado «la Agenda 2030» con la intención de lograr un futuro mejor para los habitantes de este planeta. En esencia, se trata de una plétora de buenos deseos que se pueden calificar de utópicos, sobre todo si tenemos en cuenta que, tal y como apunta su propio nombre, la intención es lograrlos en el año 2030, que está a la vuelta de la esquina. Todos ellos son aspiraciones tan de mínimos y han sido redactados buscando un consenso internacional tan amplio que rozan lo naíf: el fin de la pobreza, hambre cero, educación de calidad, agua limpia, igualdad de género, trabajo decente… Quizás se podría debatir si determinada corporación o Gobierno ha utilizado la Agenda 2030 para justificar acciones concretas con fines distintos a los revelados. O acusar de buenista su creación debido a lo poco realista que resulta llegar a alcanzar alguno de sus puntos para la fecha prevista. También es esperable que a las teocracias que discriminan a las mujeres o a las plutocracias que exprimen a los pobres la idea de la igualdad les parezca una carga de profundidad contra un pilar fundamental de sus regímenes. Pero, de entrada, es difícil pensar que algún ser humano que no padezca un trastorno antisocial de la personalidad pueda oponerse con saña a la integridad de este concepto benévolo. O, al menos, eso debía de creer José Manuel García-Margallo, político de larguísima carrera en la derecha conservadora española, cuando en marzo de 2023, en una calmada intervención en un programa de radio en el que se abordaban las supuestas diferencias del Partido Popular con Vox, se le ocurrió asegurar que «la Agenda 2030 es el evangelio». Le cayeron hostias por todas partes. Lo más florido de los influencers de la ultraderecha conspiranoica, en compañía de la habitual horda cavernícola de troles anónimos, se lanzó en tromba en las redes a por su cabeza descargando sobre él su recurrente surtido de consignas deshumanizadoras, memes hirientes, extensas homilías en streaming y amenazas varias. «Genocida», «liberticida», «comunista», «bolivariano», «transhumanista», «eugenista», «esclavista» o el castizo «masón» de regusto franquista son solo algunos de los calificativos concretos que recibió. El pobre hombre estaba completamente desconcertado. Se le notaba convencido de que debía haber sido víctima de alguna extraña confusión. Incluso intentó razonar con aquella turba que procedía de lo que él entendía como su propio bando ideológico. (...)
«La Agenda 2030 persigue erradicar la pobreza y el hambre, proteger el planeta, garantizar el progreso, la paz y la solidaridad» fue uno de los mensajes conciliadores que acertó a tuitear. La lluvia de descalificaciones se incrementó, marcándolo ya para siempre en ese entorno como otro «lacayo de Soros». Por si fuera poco, con unas formas un poco menos hirientes, pero con un fondo desquiciado semejante, también recibió críticas del sector más ultra de su partido, como por ejemplo de Esperanza Aguirre, que en un medio digital regre perteneciente a unos millonarios venezolanos aprovechó para manifestarse contraria a la Agenda 2030 sin entrar en detalles y bajo la siguiente argumentación gruesa: «Es un disparate que nos está arruinando a todos y está hundiendo la agricultura y la ganadería españolas». Visto el espectáculo desde fuera, el exministro de Rajoy parecía una ingenua participante en un concurso de mises que hubiera manifestado su deseo de paz mundial y, solo por ese motivo, hubiera cosechado una inesperada lluvia de escupitajos, cacas de perro semiblandas y pedradas a mala idea. (...)
Hasta ese momento, debido a que no había sufrido en sus propias carnes nada parecido, García-Margallo no había sido consciente de la fortaleza e intensidad del colectivo de los nazis del misterio y sus engranajes asilvestrados de persecución y acoso. Pero, sobre todo, no podía comprender qué era aquella interpretación de la realidad tan rara que desafiaba violentamente un marco racional democrático en el que los grandes objetivos en política se declaraban compartidos por todo el arco ideológico —la paz, el trabajo, el estado de bienestar, etc.— y en el que solo se discutían ya las estrategias para alcanzarlos. De pronto, el simple hecho de sugerir buenos deseos para toda la población era ya un atrevimiento izquierdista muy controvertido. Había faltado a la clase de ultraderechización irracional, no solo de la sociedad, sino de su propio partido. (...)
Es decir: un partido político que, antes de gastar mucho dinero en esta propaganda, había tenido que encargar un estudio de opinión sobre su conveniencia, consideró beneficioso electoralmente proclamarse contrario al fin de la pobreza, el hambre cero, la educación de calidad, el agua limpia, la igualdad de género o el trabajo decente. Hoy en día, presentarse como partidario del mal puede dar votos. Es una propaganda cimentada en un conocimiento profundo de los mecanismos que se desencadenan en el fenómeno del malismo. (...)
Con finalidades experimentales de sondeo social directo, desde hace años exhibo un pin de la Agenda 2030 en la solapa de mi americana como el que suelen portar los principales dirigentes del planeta. Su símbolo es un rosco con proporciones similares a las de un caramelo Chimos dividido en diecisiete secciones de vivos colores, cada una de las cuales representa un objetivo de desarrollo. Debido a que el entretiempo no se extiende durante una temporada muy larga en la comunidad en la que vivo, no son muchas las oportunidades que tengo de lucirla, pero aun así he sido interpelado en varias ocasiones por desconocidos que solicitan explicaciones. O no tan desconocidos, porque, en septiembre de 2022, a la salida del restaurante El Rana Verde de Aranjuez, el padre de los hijos de Ana Iris Simón, cuyo nombre no me apetece ahora googlear, en compañía de un amigo suyo igual de desenvuelto, sin saber quién era yo, se dirigió a mí simulando ignorar el significado del símbolo y con la evidente intención de vacilarme. (...)
Como la mayoría de las tácticas, consignas y expresiones que utiliza la regresía de este siglo, autoconsiderada españolista, el «buenismo» es un concepto importado del extranjero. En concreto, se trata de una traducción del término anglosajón do-gooder. Lo introdujeron en nuestro país la fundación FAES y sus periodistas afines en 2004. La superioridad moral de la izquierda siempre ha traído por la calle de la amargura al neoliberalismo, y se necesitaba buscar alguna brecha en esa percepción generalizada. Reconozcamos que la estrategia triunfó, que la palabreja ha sido comprada y absorbida por la sociedad, y que se utiliza con frecuencia no solo en entornos ultras. La acepción más extendida se aplica a aquellas acciones o ideas que, pese a aspirar al virtuoso propósito de solucionar algún problema, ya sea por desconocimiento de la complejidad del mismo o por ingenuidad a la hora de valorar el factor humano menos noble, resultan poco eficientes o incluso contraproducentes. En 2017, el diccionario de la RAE recogió el término con la siguiente acepción: «Actitud de quien ante los conflictos rebaja su gravedad, cede con benevolencia o actúa con excesiva tolerancia». (...)
Pero una vez conquistado en el léxico común ese significado concreto y la clara connotación negativa que conlleva, determinados elementos partidarios del egoísmo extremo han pasado a utilizar el neologismo para descalificar a cualquier individuo, argumento o iniciativa que tenga la más mínima empatía con el prójimo, resulte o no eficaz para paliar aquello que pretende combatir. He escuchado el uso del calificativo «buenista» para intentar desacreditar a un enviado de la ONU para el Sahara Occidental, a un banco de alimentos vecinal surgido durante la pandemia ante la inacción de las autoridades de una ciudad, al ingreso mínimo vital, a cualquier ONG, a Cáritas, a una protesta contra una tala masiva de árboles, a alguien que se molestó en localizar y devolver a su propietaria un iPhone encontrado en un parque infantil, al salario mínimo interprofesional, al padre Ángel, a los taxistas que realizaron carreras gratuitas para trasladar al personal sanitario durante la pandemia, a los hiphoperos jipis Arrested Development, a Juan Manuel de Prada, a Greta Thunberg, a Ismael Serrano, a Angela Merkel, a un protocolo de medidas anticontaminación, a un festival de cine documental, a un carril bici o a una ración de albóndigas veganas. (...)
en la práctica suele resultar solo una forma sutil de llamar imbéciles a todas aquellas personas no dispuestas a pisar cabezas de los demás para enriquecerse o imponer su voluntad. En Los Soprano, Tony tiene dificultades para esconder la gran cantidad de dinero en metálico conseguido a través de medios ilícitos, pero, al mismo tiempo, es capaz de arriesgarse a un posible percance con la autoridad solo por negarse a pagar una botella de vino en un garito. Conductas similares son habituales entre individuos inmensamente ricos que, sin pensárselo demasiado, gastan lo que haga falta en propiedades inmobiliarias, automóviles de alta gama, ropa de marca o restaurantes de lujo, pero luego regatean medio euro en el precio de una camisa de seda en un mercadillo tailandés. O se niegan a pagar el impuesto de vehículos de tracción mecánica y las multas de aparcamiento, como Alberto González Amador, célebre caradura y pareja sentimental de Isabel Díaz Ayuso. (...)
Son formas de comportarse que parecen contradictorias si pretendemos entenderlas en función del grado de disposición de alguien a deshacerse del dinero. Pero que tienen todo su sentido si las observamos como los juegos de poder que son. En determinados entornos, no ser mezquino con los que es fácil serlo puede interpretarse como una debilidad buenista. (...)
En 2016, un joven creador de contenidos, mientras creaba un contenido consistente en tocar los cojones llamando «caraanchoa» a un repartidor que estaba trabajando, recibió por parte de este uno de los bofetones mejor dados y más célebres de la historia del andar tocando los cojones. Tras un extenso recorrido judicial, el caso obtuvo una sentencia firme de la Audiencia de Alicante en 2023. El youtuber, ahora ya conocido popularmente como el Caraanchoa, fue condenado a pagar veinte mil euros al trabajador en concepto de indemnización por daños morales debido a una intromisión ilegítima en el honor. Por su parte, el repartidor fue multado con treinta euros por un delito leve de lesiones. (...)
Más allá del posible perfil psicopático de los youtubers especializados en incordiar al prójimo, es irrebatible que sus motivaciones para divulgar acciones en las que ellos mismos se muestran como seres asquerosos son económicas. Cuanto más pasados de vueltas son sus hostigamientos, más atención reciben. Y la atención redunda en fama, y la fama en ingresos. (...)
El terrorismo se articula con engranajes muy relacionados con el malismo. En realidad, tradicionalmente, las bandas armadas no presumían del correspondiente mal que producían sus acciones, pero lo vendían como algo inevitable y de la difusión mediática de esas acciones dependía su razón de ser. La guerra asimétrica, por su propia naturaleza, utiliza el terror para atemorizar y desestabilizar a una fuerza superior, para llamar la atención internacional sobre una causa o incluso para buscar adeptos fascinados por el hecho de que el pez pequeño pueda mordisquear al grande, aunque sea incumpliendo las reglas de lo considerado admisible en una contienda militar convencional. La reacción que busca la acción del terror no se consigue sin el conocimiento colectivo de que esa acción se ha cometido. (...)
Netanyahu, cuyo proceso judicial por corrupción se ve interrumpido, nada más comenzada la operación «Espadas de Hierro» tuitea personalmente un montaje de varios vídeos que muestran la destrucción de muchos edificios civiles por parte de la aviación de las IDF (Israel Defense Forces). Es ahora el propio jefe de Estado de un país el que, al igual que cualquier otro terrorista, estima que difundir pruebas de sus propios delitos contra el derecho internacional puede ser, por algún motivo, beneficioso. El 27 de octubre Israel invade Gaza a sangre, fuego y crímenes de guerra. La mayor cárcel al aire libre del mundo ha pasado a ser el mayor campo de exterminio. Israel destina ingentes partidas de dinero a la contratación de agencias de reputación que siembren dudas sobre las noticias que consiguen superar el bloqueo informativo. En las redes, sus troles a sueldo aseguran que los cadáveres de los miles de niños asesinados que aparecen en muchos posts son muñecos; en los medios de comunicación occidentales, los portavoces de desinformación de su ejército están presentes todos los días. El asesinato sistemático de periodistas prosigue para intentar impedir que los repugnantes detalles de las matanzas lleguen a la opinión pública y que Estados Unidos pueda seguir financiando el genocidio. Pero el fenómeno malista es más fuerte que cualquier bloqueo informativo. Los propios oficiales y soldados israelíes que están cometiendo atrocidades creen conveniente alardear de ellas en sus cuentas de redes sociales, como TikTok, con vídeos grabados por ellos mismos. En uno, un soldado enseña a cámara una delicada joya de compromiso robada en la casa de unos gazatíes que acaban de ser asesinados y, entre risas, proclama que ya tiene regalo para su novia. En otro, un oficial explica que su unidad va a proceder a la explosión de una escuela que se ve al fondo: dedica la voladura a su niña por su cumpleaños y procede a accionar el detonador. (...)
el terreno de la comunicación, quizás embriagados por la impunidad que les han regalado los países occidentales durante décadas, han demostrado tener la misma capacidad de entendimiento de lo que supone no contener la difusión de tus propios delitos que un Caraanchoa. (...)
recordemos: invertir tus ahorros en pagar por una entrada en las exclusivas zonas vip de los conciertos de música popular no te convierte en una very important person. Las personas realmente importantes, las que tienen dinero de verdad, nunca pagan por fruslerías. El rey emérito se quejó en 2016 al sultán del Reino de Omán de que no le sufragaba los gastos de comunidad del ático de 62 millones de euros que le había regalado en Londres; el novio de Ayuso no apoquina las multas de su Maserati, que aparca donde quiere, y ya dijimos hace dos capítulos que Tony Soprano se negaba a soltar la mosca por unos vinos. Por eso, entre otras cosas, es tan cara tu entrada vip. Porque has pagado por ella y por varias de las que deberían haber pagado los que las reciben gratis. O sea, los vips de verdad. (...)
desde la primitiva aparición en la Edad Contemporánea de algo parecido a eso que ahora llamamos comunicación política, los dirigentes implicados en determinadas resoluciones se empezaron a ver obligados a dar de vez en cuando algunas explicaciones sobre su aplicación. Entre las excusas más habituales: la pretensión de haber ejecutado dichas resoluciones con el fin de evitar un mal mayor, la autodesvinculación de las mismas aduciendo desconocimiento de su existencia y, directamente, negar que se llegaran a tomar. Un ejemplo de la primera excusa es esa desvergonzada exculpación, que todavía en este siglo XXI se puede escuchar en barras de bar y programas divulgativos de televisión, que afirma que los lanzamientos de las bombas atómicas con las que los aliados asesinaron a cientos de miles de civiles en Hiroshima y Nagasaki fueron efectuados para evitar el hipotético número de muertes superior que una guerra larga, isla a isla en el Pacífico, podría haber producido. Un ejemplo de la segunda lo podemos encontrar en los Juicios de Núremberg, en los que numerosos miembros y altos mandos del Partido Nazi juraron desconocer su propio plan de exterminio del pueblo judío. Y el ejemplo más clásico de la tercera lo encontramos pocas décadas después, cuando los neonazis de primera hornada negaban hasta que el Holocausto hubiera tenido lugar. Lo cierto es que, en nuestra época más reciente, las excusas de infracciones graves contra la legalidad internacional cada vez se aceptan más holgadamente. (...)
Al menos desde el éxito de Cambridge Analytica en la campaña del Brexit, la propaganda contemporánea de cierta entidad, ya sea comercial o ideológica, es siempre híbrida y segmentada. Dependiendo de para qué medio de comunicación se desarrolle y qué público objetivo busque se modifica como las ofertas comerciales personalizadas. Si el producto no va destinado a un nicho muy especializado y pretende llegar a un público más amplio, a cada porción de público concreto se le adjudica un argumentario personalizado para convencerle de lo que haga falta, haciéndoselo llegar por canales específicos. Da igual si se pretende vender una bebida energética o justificar un genocidio. Esto explica la aparentemente muy contradictoria propaganda sionista durante la limpieza étnica que el Estado de Israel está llevando a cabo en Gaza. Sus representantes políticos pueden presumir en una televisión israelí de estar convirtiendo la Franja en un solar sobre el que ya tienen preparados proyectos de urbanizaciones de chalets para nuevos colonos ilegales el mismo día que, en el programa de Risto Mejide, un representante de las IDF afirma que están esforzándose en realizar una «operación quirúrgica». En Twitter, a cada imagen de madres llorando con los cadáveres de sus bebés asesinados en brazos, los troles que operan a sueldo de Israel argumentan, con el abyecto hashtag #pallywood acompañado de emojis de llorar de risa, que se trata solo de actrices y muñecos. Pero la postura de sus embajadores ante dirigentes occidentales no se atreve a tanto y solo asegura que las víctimas colaterales son inevitables en cualquier conflicto y que Israel tiene «derecho a defenderse». En el mismo instante, en un canal de Telegram, un sádico oficial de las IDF comparte un vídeo grabado desde su propio carro de combate en el que se ve cómo arrastra por el suelo, atados con una cuerda a su vehículo, los restos del cadáver de un ser humano. (...)
El 2 de febrero de 2024, The New York Times publica un artículo sobre las inminentes elecciones en El Salvador que incluye algunas declaraciones de su vicepresidente Félix Ulloa. Una de ellas, de indudable índole malista, atrae la atención de la prensa internacional, que la reproduce profusamente: «A esta gente que dice que se está desmantelando la democracia, mi respuesta es: sí. No la estamos desmantelando, la estamos eliminando, la reemplazamos con algo nuevo». Dos días después, el presidente Nayib Bukele, que se ha presentado a la reelección contraviniendo el artículo 152 de la Constitución de su país, que prohíbe repetir mandato, ofrece una rueda de prensa en plena jornada electoral. Interrogado por la prensa por las afirmaciones de su vicepresidente, asegura entre diversos exabruptos: «Nosotros no estamos sustituyendo la democracia porque El Salvador jamás tuvo democracia. Esta es la primera vez en la historia que El Salvador tiene democracia». Dos representantes del mismo Gobierno pueden afirmar una cosa echando mano del malismo y, casi al mismo tiempo, otra opuesta utilizando la tradicional negación política de la evidencia. No pasa nada. Ese mismo día arrasan en las elecciones. (...)
En la película El castañazo, de George Roy Hill, Reggie Dunlop es el entrenador de un equipo de hockey sobre hielo de las ligas menores norteamericanas interpretado por Paul Newman. Acude a comisaría para solicitar que liberen a los salvajes hermanos Hanson, detenidos en una reyerta sobre el terreno de juego. «Son unos héroes», alega. «Son unos criminales», le responde el oficial al cargo. «La mayoría de los héroes comenzaron como criminales», concluye Dunlop. (...)
En lugar de clasificar las manifestaciones en función de si son de izquierdas o de derechas, resulta preferible hacerlo entre aquellas que solicitan derechos para los ciudadanos y aquellas que exigen quitárselos a algunos de ellos. La ignominiosa y multitudinaria protesta homofóbica contra el matrimonio igualitario se encuadra sin duda en este último grupo. Sin embargo, al tener lugar en una época premalista en la que la exhibición de la propia vileza no se veía todavía beneficiosa, se intentó disculpar con el argumento de que no iba contra nadie. Se deseaba solo defender a la familia tradicional, que estaba siendo atacada por los socialistas. Semejante relato demenciado ni caló ni coló. La modificación del Código Civil que permitió el matrimonio de parejas del mismo sexo se aprobó al mes siguiente sin perjuicio de ningún grupo familiar. El PP presentó un recurso de inconstitucionalidad que tardó siete años en ser desestimado por el Tribunal Constitucional. En 2015, Javier Maroto se casa con su novio en el restaurante El Caserón de Armentia, en un bodorrio que cuenta con la asistencia del presidente del Gobierno Mariano Rajoy. Y aquí no ha pasado nada. Desde que se produjo el enlace, parece imposible encontrar a algún político, periodista o personaje público que recuerde haber participado en aquella concentración. Pero, en vista de cómo va extendiéndose el malismo, no es descartable que en breve algún descerebrado regre acabe reivindicando la manifestación de 2005 contra los gais como un hito en el desarrollo de la ultraderecha española sin complejos. (...)
En mayo de 2022, un corto vídeo que circula en internet causa sorpresa. A su llegada a una urbanización, un vehículo utilitario deportivo es recibido con júbilo por parte de una treintena de personas que aplauden, vitorean y lanzan gritos de «Viva España». El conductor acciona el claxon con decisión elaborando distintos patrones rítmicos. En el interior del sobredimensionado automóvil gris plateado viaja, junto a unos amigos, Juan Carlos de Borbón. Tras su autoexilio en una dictadura islámica, regresa por primera vez a Sanxenxo de visita. En la red social X, un periodista se pregunta por la motivación que puede llevar a los congregados a ovacionar a un individuo de una calaña moral tan poco ejemplar. Una cuenta anónima le responde con sinceridad malista. No defiende al rey emérito y sus pillajes con alguna gastada consigna justificatoria del tipo «son más sus luces que sus sombras». Confiesa con precisión el percal. Explica: «Se le aplaude a este por el asco que os tenemos a vosotros, que sois unos hijosdeputa y que os odiamos como a enemigos».
Vente. Qué raro, qué curioso y qué encantador. Vente. Elizabeth no está acostumbrada a que la gente le hable así. Ninguno de sus amigos de aquellos colegios privados se expresaría de ese modo; tampoco sus padres ni los invitados a los que solían agasajar. Nunca utilizarían un estilo tan sencillo y directo. Ellos recurrirían a una fórmula más correcta, como: «¿Quieres venir con nosotros?». O a algo más apropiado y bien construido: «¿Te importa si vamos a otro sitio?». O a alguna frase culta y educada y redonda: «¿Serías tan amable de concederme el placer de tu compañía?». Pero Jack dijo «Vente», a secas, lo que a oídos de Elizabeth sonó refrescante y encantadoramente imperfecto. Le tendió la mano y la miró sin artificio alguno, sin ser consciente de haber dicho algo gracioso o extraño, cosa que a ella la llenó de ternura. «Vente» acabaría convirtiéndose en un mantra entre ellos, una suerte de abracadabra capaz de evocar la emoción, la sorpresa y la exuberancia de aquella primera noche. «Vente», le dirá él unos días después cuando la lleve al Instituto de Arte y paseen cogidos de la mano contemplando todos los cuadros de sus pintores modernistas favoritos. «Vente», le dirá ella una semana después, cuando consiga entradas de última hora para ver La Bohème en la Civic Opera House representada por la Lyric Opera de Chicago y él finja no avergonzarse de su jersey cutre entre tantos trajes y corbatas. «Vente», le dirá ella unos veranos más tarde, cuando vayan a Italia y vean todos los cuadros, tapices y estatuas que Venecia puede ofrecer. Y años después, cierta noche de especial relevancia, él hincará la rodilla y abrirá una caja de terciopelo negro con un elegante anillo de compromiso en su interior, lo hará todo según la tradición, salvo cuando se declare, en ese momento no dirá «¿Quieres casarte conmigo?», sino «Vente». Todo comienza esa noche, cuando Jack le tiende la mano en el Empty Bottle y le dice «Vente», una frase incompleta que Elizabeth completa cogiéndole la mano y asintiendo con la cabeza, y juntos caminan entre la tormenta de nieve y el frío glacial, y por primera vez ese invierno la temperatura bajo cero no les resulta opresiva, sino más bien divertida, el modo en que se guarecen en todos los soportales y callejones para huir del viento, rozándose las manos, riéndose, corriendo hasta el siguiente escondite (...).
Es una conversación frenética e incesante, la sensación es como caerse por las escaleras, quedando a merced de la gravedad, y de repente dar un salto, agarrarse a algo y aterrizar mágicamente de pie, indemne y triunfante. Atraviesan las escasas manzanas que separan North Avenue de la Urbus Orbis, una cafetería donde las camareras son deliciosamente groseras, el único lugar del barrio donde todo el mundo se reúne por la noche y que ahora, a las dos de la mañana, está repleto de gente que ha estado por ahí de marcha. Consiguen una mesa en la esquina del fondo y se piden un café por un dólar y se fuman un pitillo y se miran fijamente durante un largo momento y es entonces cuando Elizabeth le pregunta: —En una escala del uno al diez, ¿cuánto te querían tus padres?
Jack se ríe.
—Entramos en temas profundos, por lo que veo.
—No me gusta perder el tiempo. Quiero saber cuanto antes todo lo que necesito saber.
—Me parece razonable —asiente Jack, y sonríe, y luego su actitud se vuelve introspectiva durante un instante, mira la taza de café y su sonrisa adquiere un matiz de tristeza que provoca en Elizabeth una sensación de renovado afecto—. Es una pregunta difícil de responder. Supongo que, con mi padre, es algo indeterminado.
—¿Indeterminado?
—Es como dividir cero entre cero. La respuesta no es real. Es una de esas paradojas. Tu escala no sirve en este caso. Lo que quiero decir es que no sería exacto decir que mi padre no me quiera, básicamente porque no siente amor por nada. El hombre no tiene sentimientos. Ya no. Es insensible. Es una de esas personas que siempre dicen: «Estoy bien, no quiero hablar de eso, déjame en paz».
—Ah, ya entiendo —dice ella, y acerca la mano y le toca ligeramente el brazo, solo un roce, una pequeña muestra de empatía y afecto, nada más, pero hay mucho significado e intención en ese roce, y ambos lo saben. (...)
Entonces se sonríen, rellenan sus cafés y encienden más cigarrillos, y Elizabeth continúa su interrogatorio, un minucioso inventario de preguntas inquisitivas y alarmantemente personales: —Describe el primer objeto que amaste. Y luego:
—Cuéntame alguna vez que se hayan reído de ti en público.
Y después:
—¿Cuándo lloraste por última vez delante de otra persona?
Y a continuación:
—Describe el momento de tu vida en el que pasaste más miedo. »¿Tienes alguna corazonada sobre cómo vas a morir? »Si murieras esta noche, ¿de qué te arrepentirías más? »Describe exactamente qué es lo que encuentras más atractivo físicamente de mí. Con el tiempo olvidarán las respuestas exactas que dieron a todas estas preguntas, pero nunca olvidarán lo más importante: todas las preguntas obtuvieron respuesta. Ambos tuvieron el impulso de hablar y hablar y hablar, lo cual era categóricamente distinto del habitual recelo que mostraban con gente que acababan de conocer. Y en ese momento, allí juntos, en la cafetería, esto parece ser una señal bastante importante.
«Es amor —piensan—. Esto debe de ser lo que se siente.»
La Orbis ya está chapando y es probable que sean las tres y media o las cuatro de la mañana, y los dos están exuberantes, nerviosos, hasta arriba de cafeína, y Elizabeth hace una última pregunta:
—¿Crees en el amor a primera vista?
Y sin vacilar un solo instante, Jack responde con énfasis:
—Sí.
—Pareces muy seguro.
—A veces, lo sabes y ya está. (...)
—Puedes sentirlo, aquí —dice poniéndose la palma de la mano sobre el pecho—. Es obvio.
Es el tipo de gesto —y el tipo de sensiblería— que podría haber hecho huir a Elizabeth si se tratase de otra persona. De haber sido cualquier otro hombre, le habría molestado que la tomasen por la clase de chica capaz de tragarse una ñoñez así. Pero dicho por Jack no parece una ñoñez. Sus suaves ojos la miran con sinceridad a través de su largo flequillo.
—¿Y tú? —replica—. El amor a primera vista. ¿Qué te parece? (...)
Entonces ella sonríe y, a modo de respuesta, lo ayuda a levantarse de la silla, lo saca de la Urbus Orbis, lo devuelve al frío y, acurrucándose mutuamente en busca de calor humano, enfilan el camino a casa. Se detienen en la entrada del callejón que separa sus apartamentos, esos dos edificios ruinosos que ahora se encuentran en plena rehabilitación, y se miran de frente, a los ojos, y él está nervioso y callado, no sabe qué hacer, así que ella le dice «Vente» y lo invita a su apartamento, y él pasa allí la noche, duerme entrelazado a ella en su cama enana, y la noche siguiente también, y la siguiente, e incontables noches más, el resto del año, y los inviernos sucesivos, y todos los tiempos confusos que están por venir. (...)
—No estoy descontenta —aseveró Elizabeth dándole una palmada en el brazo—. O, al menos, no anormalmente descontenta.
—Significa que estoy todo lo contenta que debería estar en esta etapa de la vida.
—¿Y qué etapa es esa?
—La base de la U.
Claro, cómo no, la base de la U. Últimamente siempre la mencionaba cada vez que Jack la atosigaba con este tipo de cosas. Se trataba de un fenómeno bien conocido entre ciertos economistas y psicólogos conductistas, según el cual la felicidad, por lo general, a lo largo de la vida, solía regirse por un patrón común: la gente era más feliz durante la juventud y la vejez, y menos hacia la mitad de la vida. Por lo visto, la felicidad alcanzaba su punto álgido en torno a los veinte años, volvía a alcanzarlo a partir de los sesenta, pero tocaba fondo entre medias, que era donde Jack y Elizabeth se encontraban en ese momento, en la parte inferior de esa curva, en la mediana edad, un periodo marcado no tanto por la cacareada «crisis» (en realidad, un fenómeno bastante raro: solo el diez por ciento de las personas admitían haberla sufrido), sino por el lento devenir hacia una silenciosa y a menudo desconcertante sensación de desasosiego e insatisfacción. Elizabeth insistía en que se trataba de una constante universal: la curva en U afectaba tanto a hombres como a mujeres, casados y solteros, ricos y pobres, empleados y desempleados, alfabetos y analfabetos, gente con hijos y sin ellos, estaba presente en todos los países, culturas y etnias, y se había manifestado a lo largo de todas las décadas que duró el estudio de investigación: según la ciencia, las personas de mediana edad eran portadoras de un sentimiento que, estadísticamente hablando, equivalía al duelo por la muerte reciente de alguien cercano. Así es como te sientes, dijo, así de lejos queda la felicidad de los veintipocos según los indicadores objetivos del bienestar. Elizabeth sospechaba que tenía algo que ver con la biología, la selección natural, las presiones evolutivas de hace millones de años; de hecho, los primatólogos habían demostrado recientemente que los grandes simios también experimentaban la misma curva de felicidad, lo que sugería que este desconsuelo de la mediana edad debió de procurar algún tipo de beneficio prehistórico, de contribuir de algún modo a la supervivencia de los primeros homínidos. Tal vez, según la hipótesis de Elizabeth, se debiera a que los miembros más vulnerables eran los jóvenes y los ancianos, por lo que era importante que estuviesen felices, contentos y satisfechos: cuanto más satisfechos se sintiesen, menos riesgos correrían y, por tanto, más tiempo sobrevivirían. Mientras que los especímenes de mediana edad necesitaban sentir justo lo contrario: una zozobra interior, un malestar tan desagradable que adentrarse en los peligros del mundo pareciese, en comparación, un mal menor. Después de todo, alguien tenía que hacer el trabajo sucio. (...)
Elizabeth parecía verlo como algo tranquilizador, el sopor de la mediana edad era, a fin de cuentas, más un problema biológico que la constatación de que algo iba rematadamente mal en el matrimonio o en la vida. Pero para Jack esto no tenía nada de tranquilizador. Solo confirmaba sus temores. Lo único que él veía era que su mujer estaba triste.
—Pero no estaré triste siempre —arguyó Elizabeth—. Cuando tengamos sesenta años, los dos seremos igual de felices que cuando nos conocimos. Al menos, eso es lo que dice la ciencia. ¿No te parece emocionante? ¿No te dan ganas de ser un abuelito?
—Para eso falta aún bastante tiempo, cariño.
—Y, mientras tanto, es importante hacer cosas que permitan gestionar mejor nuestra realidad emocional. Por ejemplo, buscar nuevas aventuras, nuevas experiencias y realizar pequeñas modificaciones en nuestras rutinas diarias. Para no perder la frescura ni el interés. (...)
Elizabeth los estaba examinando, a los padres. Observaba cómo estos observaban a los niños. Buscaba en ellos cualquier indicio externo de incomodidad o malestar por el hecho de que sus hijos estuviesen siendo expuestos a esta canción, interpretándola incluso. La canción era de ese subgénero de música dance que bien podría llamarse «Mira cómo perreo». Era música que se escuchaba en discotecas y versaba sobre el hecho de estar y ser visto en una discoteca: un frenético canto al solipsismo, a la embriaguez, a la depravación y al desenfreno sexual.
—¡Ey, mami! —cantaban los niños—. ¡Tronco va!
En la versión original, esa frase describía el hecho de caerse borracho en mitad de la pista, aunque también podía referirse a una mamada; la letra jugaba con los dobles sentidos. Pero los padres no parecían percibir nada extraño, probablemente se debía al hecho de que muchas de las frases clave de la canción habían sido alteradas —una palabra por aquí, otra por allá—, de modo que los nuevos versos a menudo significaban justo lo contrario de los originales, a pesar de que estos resonaban aún en los oídos de Elizabeth como una suerte de eco epistemológico.
—Será un día inolvidable —cantaban los niños. «Será una noche inolvidable», cantaba el eco. —Un bailecito más, otra conga más —cantaban los niños. «Un chupito más, otra ronda más», cantaba el eco. La letra había sufrido tantos cambios, era tan ambigua, que apenas quedaba ya nada del significado original. Ahora era una canción absurda, censurada y descontextualizada. Elizabeth se preguntó cuántas pequeñas modificaciones podían llevarse a cabo en una canción antes de que su letra fuese irreconocible, cuántas palabras podían alterarse —diez, veinte— antes de que fuese un tema totalmente nuevo. (...)
Veía a otras personas jugar al Minecraft y él reaccionaba, a menudo con mucha teatralidad. Elizabeth era absolutamente incapaz de entender esto: Toby no jugaba al Minecraft, sino que reaccionaba a cómo otras personas jugaban al Minecraft, lo que al parecer seguía siendo de interés para muchos, algo sencillamente ridículo. Cuando Elizabeth era pequeña, la opinión generalizada era que jugar a videojuegos era de vagos redomados. Y hace pocos años se puso de moda ver cómo otras personas jugaban en línea a videojuegos, lo que parecía ser ya el colmo de la pereza. Y ahora la gente veía cómo otra gente veía a otra gente jugar a videojuegos. Era como la evolución darwinista de la holgazanería. Pero Elizabeth se guardaba para sí misma todos estos pensamientos. Toby se sentía muy orgulloso de que su canal, al que llamaba el Tobinator, hubiese superado recientemente los mil seguidores, e insistía en que, si creciese un poco más, obtendría ingresos por publicidad, idea que parecía maravillarlo, así que Elizabeth hacía lo posible por resistirse al impulso, a veces muy intenso, de coger la tablet y arrojarla al lago. (...)
Últimamente, Jack había estado muy pendiente de ella, de una forma casi obsesiva, siguiéndola por la casa a todas partes, sentándose al lado mientras ella leía, preguntándole qué estaba mirando cuando usaba el móvil, no asumiendo tareas de forma proactiva, sino ofreciéndose a terminarlas cada vez que veía que ella hacía una, diciéndole que se fuese al sofá a relajarse, o a la cama, o a darse un baño de burbujas que él prepararía encantado, faltaría más. Además, le enviaba un montón de mensajes cursis de amor, a veces incluso le escondía una nota de papel en el bolso que decía: «Solo quería que supieras lo mucho que te quiero», y luego le preguntaba por la nota, después del trabajo («¿Recibiste mi mensaje?»), con el rostro lleno de expectación y necesidad. O, a veces, mientras leían juntos en el salón, ella levantaba la vista del libro y veía que él estaba mirándola fijamente y le preguntaba: «¿Qué pasa?», y él sonreía y la miraba con ojos de cordero degollado y decía: «¡Te quiero!», y eso la sacaba totalmente de quicio. En otro contexto, estas cosas podrían haber tenido su gracia —al principio de la relación, por supuesto, los gestos románticos de Jack le parecían espontáneos y grandiosos—, pero ahora todo aquello olía a desesperación. «Tómatelo con calma —quería decirle—. No me atosigues.» Pero no había forma de expresarlo sin herir los sentimientos de su noble marido, así que sonreía y decía «Gracias por la nota» y cambiaba de tema mientras anhelaba tener más espacio, un espacio amplio y privado: el apartamento del Shipworks con un dormitorio solo para ella, en Park Shore, aquel lugar de las afueras rodeado de arbolitos y vastas extensiones de campo abierto. Cuando ambos tenían veintitantos años, siempre decían que la vida en los barrios residenciales era asfixiante y opresiva, pero no era eso lo que Elizabeth sentía ahora. Lo que sentía en ese momento era liberación. (...)
Tecleó toda esta información en el móvil —lentamente, no como Toby, que era capaz de escribir a una velocidad vertiginosa usando solo los pulgares—, y se quedó a la espera de que la aplicación le ofreciese alguna respuesta mágica, alguna solución al estancamiento de su carrera. El Sistema le envió un cupón para un seminario al que podía asistir y formarse como agente inmobiliario. Mira tú qué bien. En cuanto a Elizabeth, Jack fue mucho menos específico, solo dijo que notaba un preocupante distanciamiento de su esposa, una especie de antagonismo velado, y que, desde que se habían comprado el nuevo apartamento, ella había expresado una serie de frustraciones domésticas latentes y que, en general, Jack temía que las obligaciones parentales hubiesen transformado poco a poco su matrimonio en una anodina administración familiar despojada de romance, y que últimamente percibía una angustiosa ausencia de chispa. Después de eso, la aplicación le envió un cupón para comprar un vibrador. Madagascar, así se llamaba, por su forma: una punta fina que daba paso a un centro grueso y bulboso que, en conjunto, proporcionaba «una estimulación cien por cien envolvente», o eso decía. Formaba parte de una línea de juguetes sexuales inspirados en la geografía (incluía un masajeador de próstata denominado México y que era ciertamente intimidatorio). Y Jack, un poco a la desesperada, decidió comprar el Madagascar, y cuando se lo dio a Elizabeth le sugirió que tal vez podrían usarlo juntos, y ella dijo que sí, que un día de estos lo podían probar, por supuesto, y lo metió en el cajón de la mesita de noche, donde había permanecido intacto hasta entonces. A Jack le sorprendió que El Sistema se interesara tanto por su matrimonio. Le pedía que apuntase el estado de ánimo diario de su cónyuge y el suyo propio: si estaba contenta o triste, distante o cariñosa, sexualmente interesada o sexualmente no disponible, así o asá. (...)
La aplicación, al fin y al cabo, rastreaba la salud y, de acuerdo con los datos, ninguna variable era tan importante como una relación sexual de pareja íntima, duradera, de gran calidad y altamente satisfactoria. El Sistema no dejaba de enviarle información sobre este asunto: un matrimonio bien avenido era el principal indicador de una buena salud; al parecer, la diferencia entre un matrimonio infeliz y otro feliz era, desde el punto de vista médico, la misma que entre fumar y no fumar. Las personas con matrimonios felices tenían mayor esperanza de vida, una menor tendencia a sufrir depresiones, enfermedades cardiacas, alzhéimer, artritis y, en general, estaban menos inflamadas. Y sentirse solo en el matrimonio era el equivalente sanitario —siendo iguales todos los demás aspectos— a padecer diabetes. Resultaba que sentirse aislado, solo e insatisfecho en el matrimonio, además de ser nocivo desde el punto de vista emocional, también lo era para la salud física, por lo que el rastreador se tomaba muy en serio la calidad de la relación de Jack. El Sistema recopilaba todos los datos subjetivos de felicidad de Jack, además de todos los objetivos de la pulsera y, haciendo uso de la denominada «IA de aprendizaje profundo», le proporcionaba no solo la rutina de entrenamiento personalizada que Jack requería, sino también una rutina vital personalizada. Le recomendaba las comidas diarias óptimas, las horas óptimas a las que debía ingerirlas y la cantidad óptima de agua que debía tomar con ellas. Le recomendaba la hora óptima a la que debía acostarse y la hora óptima a la que debía despertarse. Y también formas de optimizar su matrimonio. (...)
De hecho, contaba con un elaborado subsistema dedicado a mejorar lo que la aplicación llamaba la «puntuación en el amor», que consistía en convertir los rituales comunes a las relaciones altamente satisfactorias en una especie de videojuego. Recibía puntos, insignias y otras recompensas por completar tareas específicas: los actos de servicio eran tareas como sacar la basura, fregar los platos, limpiar el baño; es decir, el coñazo que supone mantener la casa en condiciones; los gestos románticos eran momentos del tipo «me acuerdo de ti» que se expresaban a lo largo de un día normal y corriente: un mensaje sexi, una nota de amor escondida en el bolso o en el maletín, un «te quiero» en silencio, moviendo los labios, desde la otra punta de la habitación; y luego estaba la creación de recuerdos especiales, que implicaba planificar elaboradas veladas nocturnas o viajes al extranjero o excursiones por el campo o escapadas de fin de semana en cabañas aisladas en el bosque, y Jack había hecho lo posible por poner en práctica todas estas sugerencias. De hecho, según la tabla de clasificación en línea de El Sistema, los parámetros que medían su capacidad de «dar» alcanzaban el noventa y nueve por ciento, por lo que resultaba muy desalentador que la puntuación acumulativa total de su relación apenas rondase el cincuenta, debido sobre todo a dos cosas: primero, al bajísimo resultado obtenido en el apartado Satisfacción de necesidades, ya que no había satisfecho ninguna de las necesidades específicas de Elizabeth desde hacía al menos un mes, y no porque no lo intentase, sino porque ella no parecía tener ninguna. Ninguna necesidad. Podía pasarse semanas sin expresar un solo deseo, una sola dificultad en la que él pudiese echarle una mano. Años atrás, Jack se había enamorado precisamente de esa cualidad —su independencia, su desenvoltura, su autosuficiencia—, pero ahora, las más de las veces, lo hacía sentirse marginal, como si no hiciese otra cosa que preguntarle: «¿Me necesitas? ¿Me necesitas alguna vez?». (...)
(...) estaba la cuestión del coeficiente de intimidad, que era inferior a la media de acuerdo con la frecuencia de sus encuentros sexuales, además de las mediciones de la pulsera inteligente durante sus coitos ocasionales, ya que el acelerómetro interior del dispositivo detectaba cuándo tenía lugar un encuentro sexual y registraba su duración, el ritmo cardiaco experimentado, las calorías quemadas y el nivel de decibelios de los chirridos en la cama y lo que denominaba «vocalizaciones copulatorias femeninas», sobre las que llevaba a cabo un análisis aparte. A Jack le daba un poco de cosa que El Sistema tuviese acceso a informaciones y situaciones tan privadas y personales, pero tal y como la aplicación le recordaba a menudo: «No es posible mejorar lo que no se mide». Así que Jack siguió adelante y procedió a medirlo todo. (Incluso había un accesorio que podía comprarse en la web de El Sistema: el smartring, un anillo inteligente que se ajustaba a la base del pene y registraba el número de embestidas ocurridas durante el coito, así como la fuerza g alcanzada en cada una de estas, pero Jack se había abstenido de comprar dicho artículo por razones probablemente obvias.) Estaba frustrado por la falta de avances en estos frentes: ni su cuerpo ni su matrimonio habían dado muchas muestras de mejoría pese a la exactitud y el rigor de El Sistema. Elizabeth seguía comportándose como si su objetivo diario fuese no parar en todo el día hasta caer rendida por la noche. Siempre estaba ocupada, corriendo de aquí para allá, tenía una agenda apretadísima de trabajo, tardes de juego, actividades extraescolares y tareas domésticas. Pero Jack no cejaba en su empeño con la esperanza de que, al final, todo el ejercicio físico y todos los actos de servicio y gestos románticos funcionasen como una especie de papel matamoscas que acabaría atrapando a Elizabeth, y entonces él podría ver el cambio que tanto anhelaba, que más que un cambio era una especie de reversión: deseaba recuperar a su esposa alegre, quería volver a tener el cuerpo flacucho de antes. De modo que siguió haciendo caso de los consejos de El Sistema, y este era el motivo por el que estaba ahora en el gimnasio haciendo algo llamado burpees. Se habría sentido imbécil haciendo burpees de no ser por la cantidad de gente que había en el gimnasio haciendo burpees en ese momento: una docena de personas, todas con las mismas pulseras naranjas, todas haciendo ese ejercicio objetivamente absurdo en apariencia, una flexión seguida de una especie de salto abriendo piernas y brazos llamado jumping jack. Miró a su alrededor, a todas las demás personas que estaban haciendo burpees. De pronto, le invadió la sensación de que estaban todos juntos en esta suerte de pantomima, haciendo esta estupidez. Formaban un club. El club de los burpees. (...)
Y mientras Jack descansaba entre una serie y otra, intentaba establecer contacto visual con alguien para encogerse de hombros, sonreír y poner cara de «yo también creo que esto es ridículo». Pero no consiguió establecer contacto visual con nadie porque, según pudo advertir, cuando la gente estaba en el gimnasio, no tenía tiempo alguno que perder. No eran seres sociables ni accesibles. Sobre todo las mujeres, que, cuando iban de una estación del circuito a otra, clavaban de tal modo la mirada en el suelo que parecía que querían romper el hormigón con la mente. Cuando la gente hacía algún ejercicio en el gimnasio, la expresión de sus rostros era de concentración máxima. Cuando se tomaban un descanso, se ponían a mirar sus dispositivos. Y todos llevaban auriculares, algunos enormes como los de un DJ. (...)
Era el sitio al que uno iba para no sentirse solo, y, tal vez por eso, los intentos fallidos de Jack por conectar con los demás practicantes de burpees le parecieron extrañamente significativos, porque un espacio antaño conocido por su sentido de comunidad estaba ahora al servicio del impulso individual, solitario y narcisista de ponerse buenorro. Fue en este edificio donde Jack y Elizabeth tuvieron su primera cita. El recuerdo seguía muy presente, aquella noche trascendental; siempre creyó que se merecían una placa en la pared que dijese: «TODO EMPEZÓ AQUÍ». Para Jack, aquel lugar era un lodazal de nostalgia. Pero pocos lo recordaban ya como el edificio de la Orbis. Tras la quiebra de la cafetería (atribuida a su política de permitir rellenar sin límite las tazas de café, ya que los clientes ocupaban mesas durante horas gastándose un único dólar), el edificio se transformó en un complejo bloque de apartamentos y empezó a usarse como plató principal para la undécima temporada de The Real World, de la MTV, lo que provocó que todos los vecinos del barrio se llevasen las manos a la cabeza. Y no solo por el escuadrón de cámaras que seguía por todas partes a los siete compañeros de piso de la serie, sino también porque sabían que su bohemio barrio iba a dejar de serlo en cuanto lo ocupase algo tan corporativo como el grupo mediático Viacom. Estaban indignadísimos. Y protestaron. Jack recordaba una noche en la que una pequeña multitud se congregó junto a la entrada del plató de The Real World y empezó a corear: «¡Somos reales, vosotros no! ¡Somos reales, vosotros no!» (...)
Elizabeth estaba sentada en la cama, mirando el portátil, esperando. Su idea era aprovechar ese breve momento de soledad para trabajar un poco, pero en lugar de eso se puso a cotillear el perfil de Brandie en Instagram. Elizabeth había buscado a Brandie en Instagram casi inmediatamente después de conocerla, hacía un mes, y desde entonces, sin prisa pero sin pausa, había estado observándola, estudiándola, espiándola. Brandie ya había subido una foto de la actuación de esta tarde. Y al lado, una foto de ayer: sus hijos en esa cocina enorme y blanca bañada por el sol, cortando manzanas y preparando hojaldres y luciendo una enorme sonrisa llena de armonía y amor y unión familiar. Debajo, Brandie meditando en el jardín, con las palabras «Cambia el foco, cambia tu vida» escritas sobre la imagen. Al lado, un selfi de ella y su marido abrazados y elegantemente vestidos en una cita romántica. El marido era banquero o algo parecido. Se llamaba Mike. Llevaba polos que se ajustaban a la perfección a su impresionante pecho y a sus fornidos brazos. «Enamorada de este hombre como el primer día», había escrito Brandie seguido de tres emojis con corazones en los ojos. La repentina alarma del temporizador la sorprendió. Elizabeth se dio cuenta de que había entrado en una de esas pequeñas ensoñaciones internáuticas, que había transcurrido más tiempo del que pensaba y que llevaba mirando al marido de Brandie (el hombre estaba muy pero que muy en forma) más tiempo del que podría considerarse prudente. (...)
esto ocurría en todos los grupos de trabajo: multitud de profesores, cada uno con su idiosincrasia, provenientes de una veintena de departamentos distintos, luchando por que en la declaración de objetivos hubiese una mención explícita a sus logros. En fin, que tampoco era tan difícil entender por qué la declaración de objetivos era como era: una pesadilla gramatical llena de oraciones compuestas, de puntos y coma y de digresiones que obligó al Departamento de Lengua a escenificar una huelga simbólica colectiva cuando el claustro la aprobó. (...)
Desde entonces, todos los profesores nuevos habían tenido que asistir al simposio de Incorporación de Nuevo Personal Docente para que los responsables de Recursos Humanos les explicaran con detalle todas las oraciones coordinadas y subordinadas que integraban la declaración de objetivos, lo que llevaba unas seis horas en total. Y lo más terrible de todo era que esa era la novena vez que Jack asistía, la novena vez que lo «incorporaban». Se debía principalmente a un fallo de software. Al ser profesor a tiempo parcial, Jack era, técnicamente, según el ordenador, «despedido» al final de cada semestre. Luego, al principio del siguiente, era «contratado» una vez más. Esto se hacía con el objetivo de eludir el convenio colectivo, el cual estipulaba que al personal docente contratado que trabajase más de un número determinado de semanas al año le correspondía un seguro médico y una pensión. Así que todos los adjuntos de la facultad eran despedidos sumariamente dos y hasta tres veces al año para que la universidad pudiera ahorrarse el coste de sus prestaciones. Y el fallo del software se producía cuando los volvían a contratar el curso siguiente, momento en que el sistema los registraba como «personal nuevo». Y, por consiguiente, había que incorporarlos una vez más. De modo que ahí estaba Jack, sentado a una de las mesas del lujoso salón de baile, donde solían celebrarse todos los actos de recaudación de fondos de la universidad, asistiendo a su novena incorporación. A su alrededor, algunas caras conocidas: todos los adjuntos que, como él, habían pasado año tras año por este mismo proceso, todos con la misma expresión de aburrimiento y desinterés que mostraban los estudiantes de los que a veces se quejaban. (...)
—Los académicos llevan demasiado tiempo publicando artículos en revistas extrañas que, siendo francos, no lee nadie —continuó el director financiero—. Las universidades llevan demasiado tiempo subvencionado becas que solo benefician a élites muy concretas. Y, siendo totalmente francos, esto tiene que cambiar.
El equipo de Recursos Humanos empezó a repartir sobres cerrados a cada empleado. El de Jack tenía su nombre y rango escritos en el anverso y un sello rojo que decía «Confidencial». El director financiero prosiguió:
—Los departamentos de marketing modernos saben cómo gastarse el dinero de forma juiciosa, cómo rentabilizar sus inversiones, cómo aprovechar la atención para maximizar el impacto. Y, siendo francos, ya es hora de llevar estos conocimientos a la torre de marfil. El director tocó algo en el atril y detrás de él se encendió una gran pantalla de televisión con una fotografía de archivo que mostraba un grupo de empresarios ataviados con elegantes trajes y riéndose. La foto parecía tener muy poco que ver con el texto gigante que aparecía encima, «ALGORITMO IMPACTO», escrito con una fuente cutre y gruesa que Jack reconoció como Impact.
—El algoritmo Impacto es una herramienta que nos indica el valor exacto de la contribución de cada empleado al mundo —explicó el director financiero, y seguidamente el PowerPoint avanzó a la siguiente diapositiva, un listado de cosas que la gente hacía en las redes sociales y lo que valía cada una de ellas: Compartir en Facebook: 4 dólares Me gusta en Facebook: 19 céntimos Seguidor de Instagram: 2 céntimos Mención en Twitter: 30 céntimos Retuit normal: 7 dólares Retuit de famosos (por ejemplo, de alguna de las Kardashian): 4650 dólares
—El algoritmo Impacto puede cuantificar con exactitud la importancia de vuestros trabajos basándose en el número de veces que otras personas os mencionan —aclaró el director financiero—. Por ejemplo, si os mencionan en The Today Show, el impacto es alto. Si solo os citan en revistas académicas de escasa repercusión, el impacto es bajo. El algoritmo nos permite ser totalmente transparentes en nuestras decisiones de contratación. Bastará con comparar los salarios con los impactos para conocer la rentabilidad de nuestra inversión. Así de sencillo. Ahora, por favor, abrid vuestros sobres. (...)
Cuando Jack miró su resultado, todos sus temores se vieron confirmados: sus fotografías no tenían ninguna reseña, cita, retuit, me gusta, nadie las había compartido en ningún sitio. De hecho, el algoritmo solo encontró una mención al arte de Jack Baker en un recóndito canal de juegos de YouTube llamado el Tobinator, donde el niño anfitrión corroboraba de vez en cuando su existencia. Según el algoritmo, esto tenía un valor de trece dólares. Su impacto total en el mundo: trece dólares. Mientras tanto, al otro lado de la sala, Jerry de Filosofía gritó «¡Toma ya!», y levantó los brazos en señal de victoria, como Rocky. Luego empezó a enseñarle a todo el mundo la altísima puntuación que había obtenido. Jack sentía cómo se iba hundiendo en la silla y estaba esperando el correspondiente zumbido de alerta postural de El Sistema, pero esta no llegó. No llegó porque —se dio cuenta ahora al mirarse la muñeca— no llevaba puesta la pulsera. ¿Por qué no llevaba la pulsera? Haciendo memoria, recordó que se la había quitado en el dormitorio la noche anterior, antes de su estrepitoso fracaso tratando de seducir a Elizabeth. La pulsera debía de seguir allí, en la mesilla. Y entonces le asaltó otra duda: ¿cómo era posible que El Sistema lo hubiese grabado roncando si la pulsera estaba en el dormitorio con Elizabeth y no en el despacho, que es donde Jack había pasado la noche, de nuevo, en el sofá cama? Abrió la aplicación y, al escucharlo una vez más, no tardó en darse cuenta de que aquello no eran ronquidos. Era el sonido de un vibrador. (...)
A estas alturas ya queda lejos su primera cita, y la segunda y la tercera, y están más que asentados en la fase «ya hemos tenido bastantes citas como para dejar de contarlas». Están haciendo eso que hacen las parejas recién formadas, consagrarse el uno al otro con devoción y exclusividad hasta desentenderse del resto del mundo. Pasan todo el tiempo juntos y han empezado a desarrollar nuevos hábitos un tanto extraños, un lenguaje compartido, un peculiar reino de dos. Uno de sus nuevos pasatiempos favoritos es imaginar que los objetos inanimados del pequeño apartamento de Elizabeth están vivos, que el desorden de su mundo privado está lleno de nombres y de personalidades excéntricas y de complejos trasfondos. La vajilla, el sofá, varios calcetines y algún que otro gorro, las bufandas y los mitones, las tazas de café, las jarras de agua, los portavelas: todas estas cosas se despiertan, como en una película de Disney, cuando Jack y Elizabeth están en casa, juntos, en la cama, hablando de sus cosas, insuflando magia a su mundo diminuto. Todas las bromas internas, las referencias que solo el otro entiende, los adorables apodos secretos, la dedicación constante a este nuevo organismo inmaculado —la pareja— empieza a ser rayana en lo sectario de acuerdo con el profesor de psicología y mentor de Elizabeth, el doctor Otto Sanborne, que curiosamente está investigando la compleja psicología del amor a primera vista. Según él, las parejas recién formadas recurren en esencia a las mismas tácticas que las sectas: refuerzan una identidad colectiva mediante rituales comunes, desarrollan un vocabulario interno y suelen sentirse superiores al resto del mundo exterior; lo único que les falta para ser una verdadera secta es el impulso de reclutar a gente y lavarles el cerebro. «La única diferencia entre una secta y una pareja es la ambición», le gusta decir al profesor. (...)
Y sí, es cierto, estas primeras semanas Jack y Elizabeth han estado totalmente encerrados en su mundo, se han pasado fines de semana enteros en la cama, sin ropa, sin mantas, horas que transcurren a cuentagotas, maravillosamente largas y lentas; el tiempo empieza a parecerles algo divino, sí, sagrado. Se tumban juntos y se ponen a leer. Pasan las páginas. Ante la mínima reacción de alguno de los dos —un tímido «mmm» o un atisbo de risa—, el otro deja de leer, lo mira y dice: «¿Qué?». No parece admisible que lean libros distintos y estén viviendo, por tanto, experiencias distintas. Desean estar en la cabeza del otro, conocerse de forma total y absoluta. Los trabajos de la universidad no pueden competir con un anhelo así. Al final, la atracción es demasiado fuerte y se olvidan de sus respectivos libros. Se olvidan de la clase de mañana. Juegan a un juego que consiste en estudiar el cuerpo del otro. Son exploradores y cartógrafos, y sus cuerpos, la frontera, y cuando encuentran algo interesante, lo acarician con la punta del dedo y exclaman: «Pero ¿qué tenemos aquí?». (...)
—¿Qué pasa? —le pregunta Elizabeth.
—Nada —responde—. Es que una vez oí una historia. Cuando era niño. Pensaba que era inventada. —¿Qué historia?
—Que cuando duermes, tu alma abandona el cuerpo y sale a explorar el mundo.
—Ajá.
—Por tanto, cuando sueñas, lo que ves es tu alma errante. A veces es un pájaro que va volando por ahí, a veces un ratón. Toma la forma de un animal y se pone a explorar. —Sí, eso es. Eso es exactamente lo que la gente creía.
—Y según esta historia, a veces, muy de vez en cuando, tu alma, durante sus viajes, se encuentra con otras almas. Y que cuando en la vida real conoces a alguien que te resulta muy familiar, que tienes como un pálpito, como que os reconocéis al momento, es porque vuestras almas ya se habían visto antes, de noche.
—Qué maravilla.
—Lo mismo pensé yo.
—¿Y crees que es cierto?
—No lo habría creído antes de… —dice dejando el final de la frase colgando en el aire.
—¿Antes de qué? —pregunta ella. Jack sonríe.
—Antes de ti.
Ay, cuánto anhela Elizabeth amar así: a lo grande, de forma instintiva, sin inhibiciones ni incertidumbres, sin esa duda constante e inoportuna. Todo parece tan fácil para él, que ama sin preocuparse de las repercusiones. Dice lo que siente de verdad, sin el filtro del miedo, cosa que a ella le parece algo imposible, casi brujería. (...)
Es el momento en que la relación entre Jack y Elizabeth pasa de ser privada a pública, y a partir de ahí todo el mundo quiere hablar con ella, todo el mundo desea integrarla. Llaman a todas horas a la puerta de su apartamento y le ruegan que vaya con ellos, casi siempre a ver a alguna banda importante que toca en alguno de los muchos bares del barrio, a ver algún grupo de rock cuyos músicos llevan jerséis de segunda mano y se quedan plantados en el escenario mirando al suelo como pasmarotes, con una larga melena que oculta cualquier rasgo facial distintivo: seres sin rostro, sin fuerza, sin pundonor, inclinados sobre guitarras aullantes. Elizabeth, abajo, con una cerveza en una mano y un cigarro en la otra, escucha y mueve la cabeza al ritmo tratando de mantenerse a cierta distancia de los ardorosos fans de primera fila. Estas son las actuaciones que habrán de recordar con gran veneración en los años venideros, noches en las que verán a determinados grupos a los que todavía no conoce nadie tocando para diez personas en un antro de mala muerte antes de que les empiecen a llover contratos discográficos, antes de que el grupo salga en la MTV a todas horas. Ven a Veruca Salt en el Double Door. A Jesus Lizard en el Czar Bar. A Urge Overkill en el Lounge Ax. A Wesley Willis con su teclado tocando en la calle para todo aquel que quiera pararse y escucharlo. A los Smashing Pumpkins en la Metro. A Liz Phair en el Empty Bottle. Y a todos los ven antes de ser famosos. Será una especie de pegamento entre ellos, el compañerismo que nace a partir de una experiencia compartida, la camaradería de tantas noches de juerga hasta altas horas de la madrugada con los miembros de la banda, de quedarse a dormir borrachos en casas de unos y otros. Luego, la resaca, el café y el hachís en el Leo’s Lunchroom seguido de largas tardes buscando chollos vintage en el Ragstock, la tienda de ropa con olor a pachuli y percheros tan abarrotados que cuesta la misma vida sacar una prenda. O recorriendo las estrechas y tortuosas estanterías de la librería Myopic, cuyos suelos de madera crujen con cada pisada. O se quedan en el Quimby’s leyendo los fanzines locales o los cómics porno o el último número de la revista Adbusters. O, a veces, cuando necesitan cambiar de aires, les da por montarse en el metro —uno de ellos distrae al revisor mientras el resto salta los tornos como alces («¡Somos como alces!», exclama Elizabeth), un juego del que nunca parecen aburrirse— y prácticamente invaden un vagón entero (por lo general, el último, el más vacío) y se disponen a vivir un sinfín de económicas aventuras por la ciudad: (...)
Todos son forasteros, todos han llegado al barrio desde lugares lejanos, y es así como hacen piña, a través del contacto comunitario. Y sí, es verdad, en cierto modo parecen una manada de chimpancés limpiándose las garrapatas y las pulgas, y sí, en efecto, varios residentes hacen justo esa broma y les ponen motes relacionados con Jane Goodall, pero a ellos les da lo mismo. Están entrelazados; comen juntos, beben juntos, a veces duermen juntos. En una clase de Biología, Elizabeth aprendió una nueva palabra: «anastomosis». Hace referencia a un fenómeno mediante el cual los vasos sanguíneos de un órgano trasplantado o de un injerto de piel se unen y enredan con los vasos sanguíneos del cuerpo, creando así un sistema vascular completamente nuevo. Y esto, piensa ella, describe a la perfección a sus amigos, todos entrelazados y creando vínculos por anastomosis. Cuando van a ver a los Breeders actuar en el Lollapalooza, todos se miran durante el tema Cannonball y, emocionados, corean esa frase perfecta —I’ll be your whatever you want— como si hubiera sido escrita para ellos, como si hablara de ellos: sí, seré lo que tú quieras que sea. (...)
¿Por qué darse masajes en la espalda? ¿Y por qué no? Todos están en el mundillo de las artes, por el amor de Dios. Están tomando una decisión increíblemente pésima en esta llamada «economía del derrame». Y lo que haces cuando cometes grandes errores es buscar a gente que también los cometa. Ya que vas a ser un pobre desgraciado el resto de tu vida, al menos habrá que disfrutar, pasar un buen rato en el camino, decir sí a las cosas que sientan bien. Y los masajes en la espalda sientan bien. Y los brownies de maría también sientan bien. Y desgañitarse cantando canciones de Ani DiFranco y de Tori Amos, de pie, encima del sofá, dando saltos o bailando, sienta muy pero que muy bien. Y beber absenta y leer poesía en voz alta: sienta genial. Y tomar chupitos de setas alucinógenas pulverizadas mezcladas con zumo de limón: sabe mal, pero sienta bien. Y meterse el gas de la risa: sienta bien, menos ese momento justo después de inhalar en el que parece que la cabeza se encoge de repente y un momento después explota. Hay un término que se utiliza para describir el microsegundo posterior al Big Bang en el que el universo conocido pasó de ser una mota microscópicamente pequeña a una extensión infinitamente grande: «inflación cósmica», y esa es la expresión que usan para describir el efecto del gas de la risa en sus cabezas y lo que hacen sus corazones cuando están juntos. (...)
entonces, un buen día, empezaron a perder amigos. Lo que a los veintipocos había sido una emocionante adición de gente y experiencias nuevas y un estado de diversión más o menos constante se fue convirtiendo al final de la veintena en una sustracción a medida que sus amigos aceptaban trabajos fuera de la ciudad o la abandonaban para irse a otro sitio a vivir con sus parejas. Al principio, estos cambios individuales parecían poco significativos —solo pérdidas puntuales, no un patrón, no una tendencia—, por lo que las vidas de todos seguían siendo en apariencia más o menos igual. Pero entonces, de repente, llegaron los bebés, todos a la vez. Los amigos de Jack y Elizabeth empezaron a reproducirse, y lo hicieron con una sincronía asombrosa, como si se hubiesen puesto secretamente de acuerdo, a espaldas de Elizabeth, para concebir durante un breve espacio de tiempo, entre los veintiocho y los treinta y dos años. Elizabeth se sintió traicionada. No entendía cómo esta rebelde cooperativa de artistas que en los noventa se oponía frontalmente a las corrientes dominantes se unía a ella con tanta sumisión apenas diez años después. La mayoría de ellos se marcharon de Wicker Park en busca de alquileres más baratos, de lugares donde pudieran «ampliar la familia», eso decían. La primera vez que Elizabeth asistió a un cumpleaños con temática de Dora la Exploradora en el jardín de un barrio residencial se sintió totalmente ultrajada. Sus amigos más íntimos —amigos de la universidad, amigos con los que había vivido, con los que había salido de fiesta, con los que se había emborrachado, con los que había viajado, con los que había tomado drogas recreativas— estaban desapareciendo de su vida, uno a uno. Era deprimente ver la rapidez con que a veces esto ocurría, la eficacia con la que podían desvincularse. (...)
Y así, con esa rapidez, Elizabeth pasó a ser innecesaria. Con esa rapidez se había impuesto la nueva tribu de Agatha: su familia. Aquel mensaje le dolió. «Pensaba que nosotros también éramos tu familia», le habría gustado decirle. Esto sucedía cada vez que sus amigas tenían hijos: las promesas prenatales se rompían después del parto, y los padres noveles desaparecían del mapa mientras Elizabeth hacía lo posible por conservar sus menguantes amistades. Si proponía quedar y tomar juntas el brunch, sus amigas le decían: «Lo siento, es la siesta del bebé». Si proponía almorzar juntas: «Es que a esa hora es cuando los niños están más difíciles». Si les proponía cenar: «Justo cuando se acuestan». Si proponía tomar una copa después de que los niños se acostasen, llegando incluso a ofrecerse a llevar su propio alcohol y su propia coctelera y sus propias copas a casa de sus amigos para que no tuvieran que hacer literalmente nada salvo sentarse y beber y dejarse visitar, ellos seguían negándose: «Lo siento, estamos totalmente agotados». (...)
Sentía que sus invitaciones y visitas importunaban a sus amigos. Al final dejó de preguntar. Al final, Elizabeth y Jack se quedaron solos los dos ante el abismo de las próximas décadas, viendo brevemente a sus amigos en las caóticas fiestas de cumpleaños que celebraban de vez en cuando. (...)
Y, sin embargo, sus amigos no parecían muy angustiados por esta nueva vida. Al contrario, Elizabeth se dio cuenta de que parecían preferirla, parecían disfrutar realmente de esas casas grandes con jardines a las que se habían mudado. En general, parecían bastante satisfechos con la situación. Tenían un hijo, y luego, a lo mejor, otro. Constituían una unidad, una comunidad, una familia. No dejaban de preguntarle a Elizabeth cuándo se iba a animar también a formar la suya. Empezó a sentir que estaba perdiéndose algo, que sus ideales de veinteañera estaban opacando esta experiencia vital tan importante. Se acordó de cuando era más joven, de las cosas tan horribles que a veces hacía, de cuando iba con sus amigos a los centros comerciales de las afueras y se pasaban el día burlándose de la gente. Entonces se quedaban tan panchos, les parecía divertido, importante incluso. Lo llamaban «injerencia cultural», confiriéndole así el lustre de una resistencia virtuosa y altruista: la máquina capitalista era a todas luces inmoral, pensaban, y por lo tanto los cómplices de esa máquina también eran a todas luces inmorales, y por consiguiente no tenía que sentirse mal por burlarse de ellos o creerse superior. Se trata de una lógica seductora cuando eres una veinteañera, pero ahora Elizabeth miraba hacia atrás y se avergonzaba de sí misma. Aquel proyecto era cosa de niñatos. Arrogante. Hipócrita. Y moralista sobremanera: estaban en un mundo preglobalizado, un mundo anterior al 11-S, un mundo anterior a la burbuja inmobiliaria, un mundo anterior a la Gran Recesión, y acabaron entendiendo de forma implícita que, por mucho que criticasen y se opusieran a la economía de masas, tampoco les supondría gran problema encontrar un trabajo y ganarse la vida dentro de ese sistema. A Elizabeth le hizo pensar que, tal vez, los amigos que se habían mudado a las afueras eran en realidad los auténticos iluminados. Habían sido los primeros en darse cuenta del engaño. (...)
Jack acabó accediendo y, cuando nació Toby, Elizabeth entendió al fin adónde habían ido todos sus amigos. Se quedó asombrada de cómo sus prioridades cambiaron de golpe, de inmediato, de cómo cualquier tarea que no fuese mantener a Toby a salvo, mantener a Toby sano, parecía una distracción o una interrupción. Comprendió con cierto remordimiento que, si una de sus amigas sin hijos quisiera visitarla a la hora de acostarse para tomar unos martinis y charlar, no le parecería inoportuna como tal, pero sí un poco irrelevante. Como Sísifo empujando el peñasco montaña arriba y haciendo una pausa para tomar el té. Se dio cuenta de que sus amigos no la habían abandonado, o al menos no de forma deliberada; lo que ocurría era que su atención había sido secuestrada; su amor, redirigido; el propósito de cada día, reorientado de forma inevitable e involuntaria. Por fin comprendió la extraña paradoja de la maternidad: era profundamente aniquiladora y, al mismo tiempo, profundamente reconfortante. Te devoraba el alma y te la llenaba. (...)
—El señor Anthony Forrester y la señora Martha Forrester, de Northbrook —dijo Brandie—. Ella trabaja en Recursos Humanos para United Airlines. Él lleva tres años diciendo que está cambiando de trabajo. Ya hemos dejado de preguntarle por eso.
—Entendido.
—El señor Theodore Norman y la señora Carrie Norman-Ward, de Winnetka. Aunque pronto volverá a ser solo Carrie Ward, sin guion. Se están divorciando.
—Vaya.
—Y, por cierto, no te lo he contado por cotillear. Ellos son muy abiertos al respecto. Lo publicaron en Facebook, escribieron juntos un ensayo larguísimo explicando cómo se distanciaron el uno del otro y que se sienten agradecidos de poder separarse de una forma profundamente respetuosa y amistosa.
—Qué maduros.
—Estuvieron yendo a un terapeuta de parejas hasta que se dieron cuenta de que no podían salvar el matrimonio, y entonces cambiaron a un terapeuta de rupturas, que, convenientemente, trabajaba en el mismo gabinete. Quieren que el divorcio sea lo más llevadero y ético posible, por los niños. Elizabeth asintió.
—Y lo de que se distanciaron el uno del otro…, ¿qué pasó?
—¿Qué quieres decir?
—¿Cómo se distanciaron tanto? ¿Cuál fue el motivo?
—En realidad, no pasó nada, o nada en particular, que yo sepa. Simplemente, dejaron de sentir lo que sentían antes. Supongo que es algo que les pasa a muchas parejas. La pasión se desvaneció, la chispa se apagó. Debería haber un nombre para eso.
—Hay un nombre para eso.
—¿En serio?
—Trastorno de apego marital hipoactivo.
—¿De verdad?
—Es una afección —dijo Elizabeth—. De hecho, la estoy estudiando ahora mismo en el trabajo. Es el término elegante para el fenómeno que estás describiendo: el enfriamiento del amor romántico a medida que pasa el tiempo.
—No tenía ni idea.
—Estamos probando una cura.
—¿Una cura? ¿No me irás a decir que habéis inventado una pócima del amor?
—Técnicamente, es un neurotransmisor de dopamina dirigido a un polimorfismo genético muy específico, pero, sí, en el trabajo lo llamamos Poción de Amor Número Nueve.
—¡Qué interesante!
—Es un cóctel de varios péptidos importantes que esperamos que ayude a las personas a conectar con el sentimiento que solían tener hacia sus cónyuges.
—Amor en una botella. Qué cosas —dijo Brandie, y al momento añadió—: Mike y yo renovamos nuestros votos al menos una vez al año.
—Ya, he visto las fotos en Instagram. (...)
Kate trabajaba en el nuevo centro que Google acababa de abrir en West Loop, aunque no estaba claro qué hacía allí. «Matemáticas y programación por un tubo —había dicho—. Por favor, no me preguntes. Es un rollo.» Era simpática, amable y muy extrovertida, y parecía tener una excelente relación con su hijastra, pero algunos en el barrio la encontraban un poco extraña, algo intimidante, sobre todo porque Kate y su marido tenían un matrimonio abierto y Kate se mostraba absolutamente abierta con ese tema. De hecho, es probable que la franqueza fuese la cualidad que mejor la definiese: era directa y sincera al hablar de cuestiones que la mayoría solo sería capaz de mencionar en terapia o en estado de embriaguez. Por ejemplo, todos sabían que Kate se liaba con hombres aparte de su marido, a veces incluso salían a cenar juntos y hasta se iba de vacaciones con ellos fuera de la ciudad. Hablaba de este asunto con frecuencia y sin ningún tipo de pudor, como si fuese lo más normal del mundo. Y quizá fuese normal para una californiana o una milenial. Quién sabe. Fuera como fuese, resultaba un poco escandaloso para esta comunidad de padres y madres, la mayoría de los cuales se habían criado en el Medio Oeste, por lo que hablar de asuntos privados y sexuales les provocaba una incomodidad a medio camino entre la timidez y el horror. (...)
Elizabeth se pasó el resto de la mañana en aquella cafetería escuchando la feroz crítica de Kate al matrimonio moderno.
—Es estúpido —aseguró Kate—. El matrimonio es una estupidez. O al menos la forma en que se vive el matrimonio en la actualidad, el modo en que lo conceptualizamos en Occidente. Es una idiotez. Estamos atrapados en una heurística inútil. Creo que es hora de desterrar ciertas ideas.
—¿Quieres deshacerte del matrimonio?
—Quiero actualizarlo. Quiero probar nuevos modelos. Quiero romperlo y empezar de nuevo desde cero. En mi opinión, el matrimonio es una tecnología que nunca llegó a estar preparada para el futuro. Tal vez fuera una buena herramienta en la Inglaterra victoriana o lo que sea. Pero ¿para nosotros? ¿Hoy en día? No tanto. Estamos abordando relaciones del siglo XXI con software del XVIII. Y por eso tiene fallos y se cuelga todo el tiempo. Si se tratara de cualquier otro tipo de tecnología, intentaríamos innovarla, actualizarla y mejorarla, pero con el matrimonio parece que rechazamos cualquier progreso. Nos hemos convencido de que, en realidad, nos gustan todos esos fallos. Preferimos todos esos fallos. «Si no fuera tan difícil de usar, no valdría la pena», nos decimos. Nos han convencido de que los fallos son prestaciones. Es tan estúpido.
—Pero ¿a qué fallos te refieres exactamente?
—El más importante, obviamente, es la idea de que existe un ser sobrehumano que te completa. Una persona que satisface todas tus necesidades, lo cual, históricamente hablando, es una idea absurda. Una aberración total. Mira los griegos, por ejemplo. Los antiguos griegos, como Platón. En los tiempos de Platón, el trabajo de un marido era proporcionar seguridad financiera a su esposa. Ese era su papel. Ella, mientras tanto, tenía amantes para satisfacer sus necesidades sexuales, y el templo para sus necesidades espirituales, y la familia política para ayudar en la crianza de los niños, y el pueblo para sus necesidades sociales. Y siglos más tarde decidimos que no, que todas esas necesidades debían ser cubiertas por una sola persona: un cónyuge mágico que tenía que hacer solo lo que antes hacía una gran comunidad familiar. Es una locura, literalmente.
—Pero cuando conocí a Jack, sentí como magia, de verdad. Sé que suena cursi, pero eso es lo que sentí en ese momento, como si fuéramos… almas gemelas.
—Eso es la ERN.
—¿Qué es la ERN?
—La energía de una relación nueva. Es cuando sientes esos primeros arrebatos de interés por otra persona. (...)
—La ERN suele durar entre seis meses y un año. Como mucho, en el mejor de los casos, puede durar tres años. ¿Cuánto tiempo lleváis juntos Jack y tú?
—Nos casamos hace quince años, y estamos juntos desde hace veinte.
—Para que lo entiendas. A ver, ¿cuándo fue la última vez que te sentiste así por él? Esa emoción, ese burbujeo, ese erotismo…
—Ya, vale, me ha quedado claro.
—No te sientas mal. Le pasa a todo el mundo. No es culpa tuya. Simplemente, estás usando una tecnología anticuada y rota y puede que incluso abusiva que hace que la gente se sienta fracasada, un fraude. En fin, que no es casual que el matrimonio no tuviera nada que ver con el romanticismo, el sexo o el amor durante la mayor parte de la historia. ¿Alguna vez te has preguntado por qué los matrimonios concertados fueron la norma durante siglos?
—Yo diría que debido al patriarcado.
—Vale, sí, pero ¿por qué más? Porque los sentimientos de amor romántico generados por la ERN son fuertes pero fugaces. Y un matrimonio necesita ser estable, duradero, resistente. Y por eso la gente, a lo largo de la historia, creía que tanto romanticismo dentro del matrimonio era un peligro.
—De ahí que fuesen los padres quienes decidieran.
—Exacto. La gente hace movidas muy locas por culpa de la ERN. (...)
—Oye, que Platón decía lo mismo, que el amor romántico era irracional y voluble. Platón pensaba que el tipo de amor más estable era más en plan amistad, más, ya sabes…
—¿Platónico?
—Exacto. Así que es mejor no mezclar algo temporal como el romanticismo con algo permanente como el matrimonio. Y, dadas las estadísticas actuales de divorcios, diría que Platón no andaba desencaminado. La mitad de los matrimonios acaban mal, y una cuarta parte sobrevive solo por el bien de los hijos. ¿Sabías que el setenta por ciento de la gente casada tiene aventuras extramatrimoniales?
—No, no lo sabía.
—Es un desastre absoluto. Y esto ocurre porque todos esperamos demasiado del matrimonio. ¿Hasta que la muerte nos separe? ¿Renunciar a todos los demás? No me jodas, eso es imposible. Y aun así la gente cree que la loca soy yo. A ver, que no pasa nada. Soy consciente de las miraditas que me echan. Sé que no me invitan a sus reuniones. Pero, tal y como yo lo veo, lo que mi marido y yo hacemos es, en realidad, bastante conservador. Intentamos mantener la estabilidad, mantener la familia, intentamos preservar el matrimonio, y es por eso por lo que no le exigimos tanto.
—Y entonces, ¿qué sentido tiene casarse? ¿Si estás tan en contra?
—Porque tenemos dos impulsos antagónicos dentro de nosotros: la necesidad de novedad y la necesidad de estabilidad. Es un constante tira y afloja. Cuando tengo muchos follamigos, me entran ganas de estabilidad. Y cuando paso demasiadas noches en el sofá, me apetece algo nuevo. La clave es celebrar la contradicción.
—Cosa que no puedes hacer en un matrimonio normal, ¿no?
—El matrimonio monógamo normal, entre comillas, no se inventó para gente como tú y como yo. La monogamia se inventó para un usuario totalmente distinto. La monogamia fue un invento necesario para contentar a todos esos tíos tristes, indeseables, ineptos y lamentables que hay ahí fuera. (...)
—Piénsalo. El patriarcado sumado al capitalismo sería un sistema inestable de no ser por la monogamia. El capitalismo garantiza que la riqueza se concentre cada vez más entre unos pocos, y el patriarcado garantiza que se concentre cada vez más entre los hombres. Es un sistema que incentiva a las mujeres a casarse con hombres mayores y poderosos, y si no hubiese monogamia para equilibrar el campo de juego, el mundo estaría lleno de jóvenes patéticos incapaces de encontrar esposa. Y, como todos sabemos, no hay nada peor para el tejido social que un loser que no es capaz de echar un polvo. Así que fue necesario introducir la monogamia como una especie de elaborado parche de software. —Jamás se me habría ocurrido.
—El matrimonio es una tecnología. Y algunas tecnologías amplifican las capacidades humanas, mientras que otras las restringen. Una palanca es una tecnología que amplifica, mientras que un candado es una que restringe. Yo lo único que quiero es que el matrimonio deje de ser un candado y se convierta en una palanca. Quiero que me permita experimentar de vez en cuando ese subidón romántico de ERN sin sentirme por ello una esposa fracasada. (...)
—Tengo curiosidad por una cosa que has dicho. Lo de que creías que tú y Jack erais almas gemelas.
—Sí.
—¿Todavía lo crees? ç
—Bueno, lo que tienes que saber es que Jack es maravilloso. Considerado, inteligente, bueno con Toby, un hombre decente, de los que no quedan.
—Pero ¿crees que es tu alma gemela?
—La verdad es que no, ya no.
—¿Cuándo dejaste de creerlo?
—El martes 4 de noviembre de 2008.
—Cuánta exactitud.
—Fue un día memorable.
—¿Qué pasó?
—Es un poco largo de contar —dijo Elizabeth—. Digamos que fue el día en que me desmoroné. (...)
La profesora mira las páginas de RoboCop con su habitual expresión distante, enjugándose de vez en cuando la frente con el brazo. No se ha dado cuenta del «uso incorrecto» —así es como ella lo llamaría— que Jack está haciendo de la goma de borrar. Tampoco se ha dado cuenta de que Rodney Snell también está usando su goma de borrar de esa forma: con el fin de abrirse un agujero en la piel de la mano. Y también Hunter Pierce. Y Carl Kirkland. Y Aiden Pryor y su hermano menor, Cole. La señora Brannon no se ha dado cuenta de que, en realidad, todos los chicos de la clase están ocupados con esta actividad: borrarse su propia carne. Y probablemente sea mejor así, porque, si supiera que sus alumnos prefieren automutilarse antes que prestar atención en sus clases, podría suponer un golpe tremendo para un ego ya de por sí menoscabado, imagina Jack. El asunto de la goma de borrar empezó esa mañana de la misma forma que comienzan la mayoría de estas cosas: un chico le dice mariquita a otro, a lo que siempre sigue alguna prueba de hombría, normalmente algo brutal y doloroso y estúpido, por supuesto, pero también —Jack tiene que admitirlo— realmente creativo e interesante en ocasiones. Como el reto de hoy: frotarse la piel de la mano hasta abrirse una gran herida y luego, durante el almuerzo, echarse un paquete entero de sal sobre la herida abierta. La prueba, por supuesto, es: ¿eres capaz de soportarlo? Pero Jack sabe que la verdadera prueba no tiene nada que ver con el dolor. La verdadera prueba tiene que ver con el valor necesario para enfrentarse al dolor. O, siendo más exactos, con la ausencia de valor si tienes miedo al dolor, la cobardía de todo aquel que decida no enfrentarse a esta prueba. El dolor es pasajero, se olvida, pero la cobardía te acompañará siempre. (...)
Es una realidad tácita —y a veces un extraño motivo de orgullo— que los alumnos de este instituto tienen, en general, muy poco dinero y futuros muy trazados de antemano. No son chicos a los que se les diga que «sueñen a lo grande». Por eso, cualquiera que tenga riqueza material o potencial intelectual es percibido como un extraño. Y es esta última cualidad la que pone tan nervioso a Jack: su potencial. Porque se va de aquí. Porque lo han admitido en la universidad —en la ciudad de Chicago, en la Escuela de Arte— y es probable que esta traición haya llegado ya a oídos de sus compañeros de clase, que seguramente estén planeando la respuesta violenta adecuada, por lo que Jack se presta a cualquier burla tonta con tal de mantenerse fuera del radar del colectivo. Día tras día, su perpetua e inquebrantable misión es pasar desapercibido, encajar, porque en cuanto uno de los sádicos grandullones —y todos son más grandes que Jack, incluso los de noveno curso— se fije en él, Jack sabe que no habrá nada que pueda hacer para evitar que su vida se convierta en un infierno. Así que les sigue la corriente y hace las mismas estupideces que el resto, siendo este asunto de la goma de borrar el último cañonazo de una larga batalla entre la sensatez y la masculinidad, una batalla que, según puede apreciar Jack, estos chicos seguirán librando el resto de sus vidas. (...)
Por aquel entonces creíamos que la peor persona de toda la maquinaria corporativa desalmada era el hombre del traje de franela gris, ya sabes. El hombre del pequeño cubículo beis. Pero estábamos equivocados. La verdad es que los hipsters con tatuajes son muchísimo peores.
—¿Cómo has llegado a esa conclusión?
—Porque los hipsters son los buscadores del oro del capitalismo, los que excavan la tierra en busca del próximo fenómeno que se ponga de moda, que marque tendencia. ¿Te has dado cuenta de que las empresas que más se benefician del arte nunca crean su propio arte? Me refiero a las empresas de entretenimiento, al capital cultural (música, editoriales, cine y televisión), los dueños de esas empresas no crean nada. Y esto se debe a que la creación es impredecible. Solo unos pocos artistas alcanzan el éxito. Lo moderno, lo que es tendencia, es una mala inversión. Demasiado arriesgado para las empresas que tienen que dar la cara ante accionistas y consejos de administración. Así que nos transfieren el riesgo a nosotros. Nos piden que seamos artistas muertos de hambre, que vivamos en una buhardilla haciendo el trabajo gratis a cambio de la remota posibilidad de triunfar. Pensábamos que éramos muy anticorporativos en los noventa, en la Fundición, pero en realidad cada uno de nosotros estaba asumiendo su pequeña parte de riesgo empresarial. Ayudábamos a externalizar el riesgo y a distribuirlo entre la fuerza obrera. Y entonces, uno de esos artistas, uno de cada cien, se ponía razonablemente de moda, las corporaciones lo absorbían y obtenían los beneficios correspondientes y el resto de nosotros pasábamos a ser, no sé, adjuntos o algo así.
—Gracias, Ben.
—Nosotros no éramos los gentrificadores, Jack. Y culparte a ti de lo ocurrido es como culpar a un barco de provocar la marea. No, la Fundición era un taller clandestino y nosotros éramos sus trabajadores explotados. La gente cree que he cambiado mucho desde la universidad, pero, tal y como yo lo veo, ahora solo hago deliberadamente lo que antes hacía de forma accidental: gestionar y dispersar el riesgo. (...)
La profesora mira las páginas de RoboCop con su habitual expresión distante, enjugándose de vez en cuando la frente con el brazo. No se ha dado cuenta del «uso incorrecto» —así es como ella lo llamaría— que Jack está haciendo de la goma de borrar. Tampoco se ha dado cuenta de que Rodney Snell también está usando su goma de borrar de esa forma: con el fin de abrirse un agujero en la piel de la mano. Y también Hunter Pierce. Y Carl Kirkland. Y Aiden Pryor y su hermano menor, Cole. La señora Brannon no se ha dado cuenta de que, en realidad, todos los chicos de la clase están ocupados con esta actividad: borrarse su propia carne. Y probablemente sea mejor así, porque, si supiera que sus alumnos prefieren automutilarse antes que prestar atención en sus clases, podría suponer un golpe tremendo para un ego ya de por sí menoscabado, imagina Jack. El asunto de la goma de borrar empezó esa mañana de la misma forma que comienzan la mayoría de estas cosas: un chico le dice mariquita a otro, a lo que siempre sigue alguna prueba de hombría, normalmente algo brutal y doloroso y estúpido, por supuesto, pero también —Jack tiene que admitirlo— realmente creativo e interesante en ocasiones. Como el reto de hoy: frotarse la piel de la mano hasta abrirse una gran herida y luego, durante el almuerzo, echarse un paquete entero de sal sobre la herida abierta. La prueba, por supuesto, es: ¿eres capaz de soportarlo? Pero Jack sabe que la verdadera prueba no tiene nada que ver con el dolor. La verdadera prueba tiene que ver con el valor necesario para enfrentarse al dolor. O, siendo más exactos, con la ausencia de valor si tienes miedo al dolor, la cobardía de todo aquel que decida no enfrentarse a esta prueba. El dolor es pasajero, se olvida, pero la cobardía te acompañará siempre. (...)
Quizá dejarse engañar por un placebo podría ser, en determinados casos, útil, ideal incluso. Ejemplo: las ostras no son afrodisiacas de un modo científicamente reproducible. Si le damos a alguien un puñado de ostras y luego medimos su química cerebral, no hallaremos ninguna de las hormonas o neurotransmisores específicos de la excitación sexual. Sin embargo, si a una pareja que cree que las ostras son realmente afrodisiacas le pedimos que se pongan sus mejores galas para tener una cena romántica en un restaurante famoso por sus ostras y pagan una importante cantidad de dinero por ellas y seguidamente les hacemos un escáner cerebral, hallaremos que sus respectivas glándulas se han convertido en géiseres hormonales. Es decir, al creerse una historia que técnicamente era falsa, crean un elaborado ritual en torno a esa historia que tiene el efecto de convertir la historia en verdad. (...)
otro ejemplo más: el caldo de pollo no tiene ninguna propiedad intrínseca que cure el resfriado común. Pero cuando una madre cariñosa y con una intensa autoridad parental administra el caldo de pollo a un niño acatarrado, la duración y la gravedad del resfriado, por lo general, disminuyen. O el hecho de que la absenta jamás haya tenido alucinógenos entre sus ingredientes, por mucho que todos los grandes escritores y artistas de París —Baudelaire, Rimbaud, Van Gogh, Manet, Toulouse-Lautrec— jurasen y perjurasen lo contrario. Todos escribieron poemas y pintaron cuadros sobre las visitas alucinatorias del «hada verde», pese a que, científicamente hablando, la absenta no tiene ninguna cualidad especial que altere la mente, más allá de ser una bebida alcohólica. Entonces, ¿cómo se explican todos estos relatos colectivos y sinceros sobre alucinaciones? La teoría de Elizabeth: si convertimos la absenta en un marcador de estatus entre un grupo de intelectuales bohemios que se rebelan contra una cultura represiva —en particular, una cultura que considera que beber absenta es algo decadente y de degenerados—, y luego construimos una elaborada ceremonia en torno a la disoluta delectación de beber absenta en la que intervienen un vaso especial de absenta y una cuchara con agujeritos sobre la que se coloca un terrón de azúcar que se disuelve lentamente, gota a gota, al verter la proporción exacta de agua helada y la proporción exacta de absenta con el supuesto fin de liberar los aceites esenciales alucinógenos dará esta, y si, además, esperamos y creemos que todo este largo ritual dé como resultado un brebaje que generará extrañas visiones si se bebe la cantidad suficiente, entonces, en efecto, lo más probable es que estas visiones ocurran. Lo importante en todos estos casos era el ritual (...).
Las fotos del género #OjaláMiEsposaHicieraEsto podían mantener el interés de Jack toda la noche, y no por los actos concretos que retrataban, que iban desde el básico misionero hasta las obscenidades más extremas. No, lo único que tenían en común todas las fotos y vídeos del gran universo #OjaláMiEsposaHicieraEsto era que la mujer que aparecía en esas escenas estaba siempre contenta. Extasiada. Eran escenas que mostraban a un hombre (o, a menudo, a varios) que quería hacerle ciertas cosas a una mujer, y esta se sentía supercontenta de complacer sus deseos. Y ni siquiera importaban las cosas en sí, ni lo que ella hiciera físicamente, lo importante era que lo hiciera con entusiasmo. Esto es lo que, al parecer, los hombres del mundo anglosajón deseaban secretamente de sus esposas: aceptación, conformidad, alegría. Elizabeth le había dicho, en las pocas veces en que habían visto juntos algo de porno, al principio de su relación, que era una fantasía masculina muy repugnante: mujeres agradecidas de ser serviles y sumisas y débiles. Y, por supuesto, él le había dado la razón, pues de verdad creía, intelectualmente, que las mujeres no debían ser serviles ni sumisas ni débiles, aunque sexualmente su cuerpo reaccionara de una forma muy positiva al ver esas mujeres serviles, un hecho que le generó mucha culpa, tormento y confusión durante muchos años y le hizo creer que en el fondo él era un tipo horrible, defectuoso, que había cosas retorcidas e injustas que se filtraban en el cerebro reptiliano de los varones que crecían inmersos en un sistema patriarcal y que su trabajo era resistirse y reprimir esos repulsivos imperativos masculinos de una vez por todas. Excepto que ahora no estaba tan seguro. Porque, cuando lo pensó y lo analizó con detenimiento, llegó a la conclusión de que no podía ser la debilidad o el servilismo lo que lo excitaba. Después de todo, de acuerdo con su experiencia vital, nunca había visto a personas serviles o débiles mostrarse felices por ello. (...)
No, lo que le interesaba a Jack era esa alegría, ese entusiasmo, no porque implicase debilidad, sino porque implicaba justo lo contrario: fuerza. Cuando veía a las mujeres de #OjaláMiEsposaHicieraEsto imaginaba que eran personas tan positivas, tan sanas y tan seguras de sí mismas que eran capaces de ser serviles en ese momento, de divertirse un poco siendo cosificadas durante unos minutos sin sentirse por ello humilladas. En decir, lo que Jack veía era a mujeres tan fuertes que él podía mostrarse tal y como era, con libertad, sin hacerles daño, y por tanto no tenía que sentirse culpable de infligir sus dudosas necesidades sobre ellas. (...)
Cuando la gente teme o desprecia algo de sí misma, suele mostrarse como lo contrario de lo que teme y desprecia. Es algo que suele hacerse sobre todo cuando hay interés romántico de por medio. Es decir, una persona que desprecia su propia necesidad de atención se presentará como independiente. Una persona que teme su propia depravación se presentará como caballerosa. Una persona preocupada por ser convencional y ordinaria adoptará una especie de rebeldía simulada.
—Dios mío.
—Y el problema, por supuesto, y la gran ironía de todo el asunto, es que entonces llega alguien como tú que busca sinceramente la independencia y la caballerosidad y el inconformismo, y entonces te sientes atraída por los rasgos superficiales de ese tipo porque son los que más valoras. Pero a medida que lo vas conociendo, poco a poco, se revela que es exactamente lo contrario de la persona que en realidad estabas buscando.
—Dios mío. (...)
Rechazaba las cosas que en secreto deseaba pero no podía tener. Le habría encantado ser un tiarrón al que se le dieran genial los deportes, pero era pequeño y enfermizo. Le habría encantado tener suficiente dinero para comprarse ropa de alta costura, para ir a restaurantes de alta cocina, para contratar un plan de pensiones 401(k), pero la realidad es que estaba sin blanca. Limones amargos reconvertidos en filosofía de vida. Su mujer y su hijo le ayudaron a apreciar los placeres populares. Veían la tele, iban al parque, al centro comercial…, y a Jack le gustaba. Se dio cuenta de que los placeres populares lo eran no porque fuesen vulgares, sino porque, a menudo, eran verdaderamente placenteros. Y sí, de joven era ingenuo y arrogante. Pero, bueno, la mayoría de la gente, de joven, es ingenua y arrogante. Aunque es cierto que la mayoría de la gente no tiene tatuajes como el suyo. Y justo entonces, mientras pensaba eso, mirándose en el espejo, sin llevar nada más que una toalla empapada, le invadió una oleada de odio. Pero ¿odio a qué? ¿Odiaba al joven que una vez fue? ¿A ese niñato egoísta y engreído? ¿O al hombre mayor en que se había convertido? En cierto modo, odiaba a ambos. Veía a su viejo yo a través de los ojos de su joven yo y se sentía traicionado. Ahora tenía una hipoteca, un plan de pensiones 401(k), un trabajo para el que tenía que ir decentemente arreglado, un matrimonio, un hijo. Su yo mayor había abandonado todos los principios de su yo joven. Ahora recortaba los cupones de descuento. Se levantaba temprano. Llevaba pantalones de vestir. Tenía un reloj. Y se arrepentía de su tatuaje. ¿Cómo era posible que dos personas tan distintas habitasen el mismo cuerpo? El tatuaje en sí no había cambiado gran cosa, pero todo a su alrededor había sufrido una transformación radical. Había sucedido poco a poco. Pequeñas promesas aquí y allá, pequeñas concesiones a las necesidades del mundo. (...)