ARREBATOS ALÍRICOS

Me fui sobreviviendo como pude

(José Luis Piquero)


sábado, 3 de mayo de 2025

JAVIER CERCAS VS EL PAPA FRANCISCO: lo mejor de EL LOCO DE DIOS EN EL FIN DEL MUNDO


Soy ateo. Soy anticlerical. Soy un laicista militante, un racionalista contumaz, un impío riguroso. Pero aquí me tienen, volando en dirección a Mongolia con el anciano vicario de Cristo en la Tierra, dispuesto a interrogarle sobre la resurrección de la carne y la vida eterna. Para eso me he embarcado en este avión: para preguntarle al papa Francisco si mi madre verá a mi padre más allá de la muerte, y para llevarle a mi madre su respuesta. He aquí un loco sin Dios persiguiendo al loco de Dios hasta el fin del mundo. (...)


Pensaba en Bob Dylan, que se convirtió al cristianismo y, con gran escándalo de los dilanófilos, cantó para Juan Pablo II. «Si yo fuera Dylan», pensaba, «aceptaría la propuesta de inmediato». Pensaba en Juan Sebastián Bach, que solo componía para Dios y cuya música apenas puede escucharse sin sentir un deseo irreprimible de creer en Dios. «Si yo fuera Bach», pensaba, «aceptaría de inmediato». Y pensaba: «Si por mis venas corriera una sola gota de la sangre de Bach, si mi carne contuviera un solo átomo de la carne genial de Bach, sentiría que Dios me está llamando». Aquel pensamiento me devolvió una experiencia mística. Ocurrió una mañana en una estación de metro de Barcelona. Era la hora punta, en el vagón hacía un calor atroz, para evadirme de aquella tortura puse música en mi móvil y el azar eligió la celebérrima Cantata BWV 147: X, titulada «Jesús, alegría de los hombres». Entonces, apenas empezó a sonar esa música inhumana en mis auriculares, tuve la certeza de que iba a abrirse el firmamento, iba a aparecer Dios Nuestro Señor e iba a alzar por los aires aquel armatoste abarrotado de infelices mientras su divino vozarrón tronaba (bastante cabreado, por cierto): «¿Con que no existo, eh, mamones? Pues aquí me tenéis, con barba y todo. ¡A tomar por culo, se acabó la farsa: todos al Paraíso! ¡Tú también, Javierito, no te escondas, repugnante sabandija comecuras! Iba a mandarte de cabeza al Infierno de los réprobos, con Walt Disney y Jack el Destripador, pero aquí mi amigo Juan Sebastián ha intercedido por ti [en este punto, Bach aparecía al lado del Redentor, obeso y con su peluca empolvada, junto a sus dos esposas y sus veinte hijos, saludándome con una manita regordeta]. ¡Has tenido una potra que te cagas!». Fue justo entonces, tras recordar esa visión salvífica, cuando me acordé de mi madre viva y de mi padre muerto, ambos católicos a machamartillo, me acordé de que, desde la muerte de mi padre, mi madre no paraba de repetir que iba a encontrarse con él después de muerta, y me dije que, si podía estar unos minutos a solas con el papa y hablarle de la resurrección de la carne y la vida eterna y preguntarle si era verdad que mi madre volvería a ver a mi padre, entonces tenía todo el sentido del mundo escribir aquel libro. (...)


La primera vez que el papa Francisco salió de Roma fue para visitar la isla de Lampedusa. Poco después de que resultara elegido 266.º Sumo Pontífice de la Iglesia Católica a las siete y cinco de la tarde del 13 de marzo de 2013, tras un cónclave que se prolongó por espacio de algo más de veinticuatro horas y exigió cinco votaciones de los miembros del Colegio Cardenalicio, el papa leyó en un periódico que las playas de aquel pedazo de tierra italiana habían recibido muchos de los más de veinticinco mil cadáveres de emigrantes muertos durante la última década en su intento de cruzar el Mediterráneo desde las costas africanas, huyendo del hambre, la miseria y las guerras. El 8 de julio, cuatro meses después, Francisco celebró una eucaristía multitudinaria en el estadio deportivo de la isla y, dirigiéndose a los presentes tras un altar levantado con madera de una de las balsas naufragadas y sujetándose con una mano el solideo para que no se lo llevara el viento, preguntó: «¿Quién es el responsable de esta sangre?». Luego denunció lo que llamó «la cultura del bienestar, que nos lleva a pensar solo en nosotros mismos y nos hace insensibles al grito de los demás», alertó contra la «globalización de la indiferencia» y solicitó «la gracia de llorar por la crueldad del mundo, por nuestra propia crueldad y también por la crueldad de quienes, de manera anónima, toman decisiones que provocan dramas como éste». Aquello fue una declaración de principios en toda regla: el primer papa latinoamericano, el primer papa llamado Francisco, el primer papa jesuita empezaba su mandato denunciando urbi et orbi los desmanes cometidos por los ricos y los poderosos contra los pobres y los indefensos. «No crean que he venido a traer paz a la Tierra», dijo Jesucristo, y el papa hubiera podido repetirlo en aquel viaje inaugural: además de una declaración de principios, el discurso de Lampedusa era una declaración de intenciones. (...)

Durante un discurso pronunciado ante los cardenales reunidos en precónclave el 9 de marzo de 2013, cuatro días antes de que lo eligieran papa, Francisco afirmó que «la Iglesia está llamada a salir de sí misma e ir hacia las periferias, no solo las geográficas sino también las existenciales: las del pecado, las del dolor, las de la injusticia, las de la ignorancia y prescindencia religiosa, las del pensamiento, las de toda miseria». A esas dos periferias, la geográfica —los centros alejados de la metrópoli— y la religiosa —los lugares donde Dios es un Dios ausente, un Deus absconditus—, Francisco aún añadiría una tercera: la periferia social, el lugar de los desheredados de la tierra. Esa triple periferia es el núcleo de la Iglesia de Francisco. «Si la Iglesia se desentiende de los pobres», declaró en 2020, «deja de ser la Iglesia de Jesús y revive las viejas tentaciones de convertirse en una élite intelectual o moral». Así que, para Francisco, la Iglesia debe alejarse del centro, de Roma y el Vaticano y la pompa y circunstancia de la burocracia eclesiástica. Hay dos imágenes opuestas de la Iglesia, proclama este papa de intemperie y extrarradio, «la Iglesia evangelizadora que sale de sí, o la Iglesia mundana que vive en sí, de sí, para sí». La segunda imagen es catastrófica, piensa Francisco; la primera, redentora: por eso Francisco, que alguna vez quiso ser misionero, reivindica el ímpetu misionero de la Iglesia, su vocación de «ir al encuentro del otro en las periferias, que son lugares, pero sobre todo personas necesitadas». (...)

explica que, pocos meses antes de ser elegido papa, Francisco declarara que el problema de la Iglesia era que se había encerrado en sí misma, que se había vuelto comodona, autocomplaciente y mundana, y que esas facilidades la habían abocado al desencanto. «Tenemos a Jesús atado en la sacristía», proclamó Bergoglio. Hay que desatarlo, decía, hay sacarlo de ahí y llevarlo a las afueras, el único lugar que no solo permite «ver el mundo tal cual es», sino también «encontrar un futuro nuevo». (...)

Este es el discurso de renovación que en 2013 Bergoglio encarnaba en la Iglesia, el mismo que los cardenales promovieron al sentarlo a él en la silla de san Pedro: en 2013, Bergoglio era el líder de la Iglesia en América Latina, un continente periférico donde el catolicismo estaba encontrando su nuevo futuro; la prueba es que por entonces contaba con un cuarenta y uno por ciento del total de los católicos: 483 millones de mil doscientos. Tal vez nadie era más consciente de las razones de su elección como papa que el propio Bergoglio, y por eso las primeras palabras que pronunció desde el balcón de la basílica de San Pedro fueron estas: «Hermanos y hermanas, buenas tardes. Como sabéis, el deber de un cónclave es dar un obispo a Roma. Parece que mis hermanos cardenales han ido a buscarlo casi al fin del mundo». También habría podido decir: han ido a buscarlo a la periferia. (...)


Las personas con quienes hablé eran ateas, o agnósticas, pero todas se mostraron entusiastas con la idea; salvo un amigo. Heredero como yo de la densa tradición anticlerical española, mi amigo me preguntó: «¿Estás seguro de que no vas a blanquear al papa?»; o tal vez: «¿Estás seguro de que no vas a blanquear a la Iglesia católica?». Se refería, claro está, a los casos numerosos de pederastia y abusos sexuales, a las opiniones del catolicismo sobre los anticonceptivos, sobre el aborto, sobre el divorcio, sobre la eutanasia, sobre la homosexualidad en general y sobre el matrimonio entre homosexuales en particular, a su visión retrógrada del mundo. ¿Iba a blanquearla? Es una pregunta (o una acusación) que, casi con todas las variantes posibles, me han formulado muchas veces desde que escribí mi primera novela. Me han acusado de blanquear escritores fanáticos, intelectuales autodestructivos, falangistas cínicos o creyentes, asesinos en masa, traidores heroicos, impostores desmesurados, comunistas ejemplares, policías vengativos y un etcétera no corto de personajes de catadura semejante. Así pues, ¿soy un blanqueador inveterado? ¿Es solo una tara personal o los novelistas nos dedicamos básicamente a blanquear? ¿Para eso sirven después de todo las novelas? La literatura es un instrumento de conocimiento: sirve para comprender. «Comprenderlo todo es perdonarlo todo», dice un dicho francés. Falso. Comprender no es justificar: es darse los instrumentos para no cometer los mismos errores. A eso nos dedicamos los novelistas; por eso, contra lo que predica la superstición literaria más extendida de nuestro tiempo, la literatura es útil. Eso sí: siempre y cuando no se proponga serlo; en cuanto se propone serlo, se convierte en propaganda o pedagogía, y deja de ser literatura —al menos, buena literatura— y deja de ser útil. Por lo demás, la Iglesia católica no es solo pederastia y abusos sexuales y opiniones ultramontanas, fruto de una visión del mundo ultramontana, sino cosas muchísimo peores: su historia abarca dos mil años de guerras santas, intolerancias asesinas y cinismos colosales. (...)

Esto no es una opinión: es un hecho; pero también es un hecho que la Iglesia católica es Jesucristo, Pablo de Tarso, Agustín de Hipona, Francisco de Asís, Tomás de Aquino, Teresa de Ávila y miles de misioneros que ahora mismo están peleando en todo el mundo para abrigar a los muertos de frío y dar de comer a los muertos de hambre y de beber a los muertos de sed. Eso le dije a mi amigo escéptico o reticente: que la Iglesia católica consiste en esa amalgama inextricable de maldades y bondades, de crímenes y santidad, que la cultura occidental es inseparable de ella y que ignorarla no es un lujo sino un error, porque estamos amasados con ella. También le dije que, si acababa escribiendo el libro, lo escribiría para intentar entenderla; es decir, por lo mismo que se escriben todos los libros: para intentar entendernos. No sé si lo convencí. (...)

Bergoglio es el primer papa que ha elegido llamarse Francisco. Francisco es, por supuesto, Francisco de Asís, el joven de buena familia que renunció a un porvenir espléndido de amoríos, poesía y milicia para consagrarse a Dios, el asceta que convivía con los pobres y los enfermos y llamaba hermanos y hermanas a los animales, al fuego y a las plantas, el precursor del ecologismo, «il poverello», como lo llamaron sus contemporáneos, la encarnación del «ideal de una Iglesia misionera y pobre, la Iglesia que predicaron Jesús y sus discípulos», por decirlo como el propio Bergoglio, «el mínimo y dulce Francisco de Asís», como lo llamó Rubén Darío, el hombre «colosal y asombroso», como lo llamó G. K. Chesterton, el hombre «que ya escribió el poema», como lo llamó Jorge Luis Borges, el loco de Dios, como eligió llamarse a sí mismo. Ponerse un nombre no es solo ponerse un nombre: es mandar un mensaje. Bergoglio eligió el nombre de Francisco, el loco de Dios. El papa Bergoglio es el loco de Dios. (...)


El 13 de noviembre de 1969, días antes de cumplir treinta y tres años, fue ordenado sacerdote. Cuatro años más tarde lo nombraron provincial de los jesuitas argentinos y uruguayos, cargo que ejerció hasta 1979. Para entonces hacía ya tiempo que el ejército había abolido la democracia argentina e impuesto un régimen militar. De esa época datan acusaciones con fundamento contra la Iglesia católica de connivencia con la dictadura; desde esa época persigue a Bergoglio la denuncia sin fundamento de haber facilitado o propiciado o tolerado el secuestro y tortura de dos jesuitas, Orlando Yorio y Franz Jalics, a quienes los militares relacionaban con la guerrilla montonera; es un hecho, sin embargo, que no supo proteger a sus dos compañeros, o que los desprotegió, y que siempre se ha sentido responsable de ese yerro. (También es un hecho que en aquellos años Bergoglio dio refugio y ayudó a escapar de su país a algunas personas perseguidas por la dictadura). (...) En 1990, tras un período de desencuentros con sus superiores, que lo acusaban de socavar su autoridad, conspirar contra ellos y dividir a la congregación, fue alejado de Buenos Aires y condenado al ostracismo en una residencia para jesuitas en Córdoba, donde pasó dos años de expiación. De esa oscuridad lo rescató monseñor Quarracino, arzobispo de Buenos Aires, que en 1992 lo nombró obispo auxiliar de su diócesis y relanzó su carrera eclesiástica: en 1997 era arzobispo; en 2001, cardenal. En marzo de 2013, tras la renuncia de Benedicto XVI al papado, víctima de su fragilidad física y su impotencia para reformar un Vaticano acorralado por la corrupción y los escándalos, Bergoglio fue elegido papa (momento en el cual se reconcilió con sus correligionarios jesuitas, de los que llevaba más de veinte años distanciado). Un papa que parece satisfacer todas las exigencias del argentino prototípico: adora el tango y es adicto al mate, al fútbol y al San Lorenzo de Almagro, el club más humilde de Buenos Aires; todas o casi todas: el 14 de marzo de 2013, al día siguiente de que Bergoglio apareciera en el balcón de la basílica de San Pedro anunciando que sus hermanos cardenales habían incurrido en la extravagancia de designar a un papa llegado del fin del mundo, un diario gratuito colombiano tituló a toda página: «Argentino, pero modesto». Un titular imbatible. ¿Es también veraz? ¿Es Bergoglio un argentino modesto? ¿Cabe el papa en ese oxímoron genial? (...)

Igual que cualquier persona mínimamente compleja, Bergoglio es un hombre poliédrico, huidizo, múltiple. «Hay tanta diferencia entre nosotros y nosotros mismos como entre nosotros y los demás», escribió Montaigne. La identidad individual es un concepto problemático (no digamos la colectiva, que es una fantasía); no somos uno: somos multitud. (...)



(...) El retrato que trazan de él los jesuitas argentinos de los años setenta y ochenta no es halagador: según ellos, Bergoglio era un hombre dotado de una gran vocación de poder, una notable inteligencia política y un proyecto para la Compañía de Jesús, pero también un tipo personalista, duro, soberbio, autoritario, divisivo, sinuoso, manipulador e intimidante (más de un novicio de la época asegura que inspiraba miedo). Veinte años después, sin embargo, cuando ya era arzobispo de Buenos Aires, los testimonios coinciden en presentarlo de una forma casi opuesta: para entonces era un cincuentón introvertido, melancólico y un poco atormentado, pero sobre todo un religioso que se desvivía por atender a los pobres. El papado le deparó una nueva metamorfosis: quienes lo conocieron antes y después de 2013 aseguran que, lejos de abrumarle, aquella responsabilidad máxima lo volvió un anciano cálido, exultante y en paz consigo mismo, igual que si la silla de san Pedro hubiese supuesto para él un revulsivo benéfico. (...)

Todos estos personajes son el mismo Bergoglio, pero todos son distintos. ¿Hay cosas en común a todos ellos? Muy pocas, probablemente. Un temperamento robusto y pragmático, apenas inclinado a la especulación abstracta y reacio a las ideologías. Una prudencia que le invita a esquivar la confrontación, aunque, si la considera necesaria, ni se calla ni la rehúye, lo que le ha granjeado numerosas enemistades, sobre todo en la propia Iglesia, sobre todo en su propia congregación. Sus enemigos lo consideran astuto, rasgo de carácter que sus amigos alaban; también lo consideran (o lo consideraban) arrogante, intransigente y despótico, rasgos que sus amigos niegan o identifican con su carisma y su capacidad de liderazgo: dos cualidades que ni sus detractores más fieros le escatiman. (...)

Una confesión obligatoria: soy escritor porque perdí la fe. La perdí en la adolescencia, pero solo hace poco me di cuenta de que compensé esa pérdida con la literatura, o al menos no fue hasta hace poco cuando fui capaz de contarlo. (...)

Expliqué que mi vocación literaria era el resultado de un doble desarraigo: un desarraigo terrenal (o geográfico) y un desarraigo espiritual (o religioso). El primero se debe a que mi familia me trasladó de niño desde un pueblo del sur de España a una ciudad del norte; el segundo ocurrió una década después. Por entonces yo tenía catorce años y era, dentro de mis posibilidades, un adolescente normal; la prueba es que aquel verano cometí un error previsible: me enamoré como un verraco. Esta fatalidad sucedió en el pueblo natal del sur y, al llegar a la ciudad adoptiva del norte, a mil kilómetros de distancia, yo solo tenía ganas de colgarme del cimborrio de la catedral. Fue un momento dramático, que intenté capear echando mano del libro más dramático que encontré, con tan mala fortuna que resultó ser San Manuel Bueno, mártir, una novela de Miguel de Unamuno. (...)

Leí ese libro con tal intensidad que, aunque no he vuelto a leerlo desde entonces, lo recuerdo como si lo hubiera leído ayer. El resultado fue un cataclismo. Hasta aquel momento yo había sido un lector alegre y confiado, además de un alumno ejemplar de los maristas: un chaval estupendo, católico, estudioso y amante de los deportes; pero me armé tal lío con la novela de Unamuno que casi de un día para otro dejé de ser católico y me entregué al alcohol, el tabaco y el desenfreno; no contento con ello, en los meses que siguieron leí todos los libros de don Miguel, lo que acabó de sumirme en una frenética etapa de confusión mental de la que todavía no he salido. Así fue como dejé de leer solo en busca de entretenimiento y empecé a leer en busca de conocimiento, o de una mezcla de entretenimiento y de conocimiento, de placer y utilidad; es decir: así fue como aprendí a leer. Y así fue también como entendí lo que quiso decir Cesare Pavese cuando escribió que la literatura es una defensa contra las ofensas de la vida, y así fue como empecé a soñar con ser escritor. Así fue, en definitiva, como la literatura se convirtió para mí en un sucedáneo de la religión y como me lancé a buscar en ella un relevo de la fe perdida, de las certezas y el sosiego que la religión procura. Sobra decir que esa búsqueda era un error, porque la literatura no proporciona ni sosiego ni certezas: lo que proporciona son nuevas preguntas, inquietudes nuevas, ninguna respuesta. Pero, cuando descubrí esa evidencia, ya era tarde y no había vuelta atrás. (...)



dormí mal porque, aunque no había mentido en mi coloquio con el cardenal Ravasi, tampoco había dicho toda la verdad. No había dicho que, durante mi infancia católica, yo no había conocido la angustia, y que la había descubierto en el momento en que perdí a Dios. No había dicho que, desde entonces, la angustia me acompaña siempre, que tiene la forma de una bola alojada en la garganta, una esfera como la esfera infinita o espantosa de Pascal, aquella cuyo centro está en todas partes y cuya circunferencia en ninguna. No había dicho que ese objeto indescifrable, que a veces ocupa tanto espacio que apenas permite respirar, es el engendro que me impele a escribir, que escribo para destruirlo, para arrancármelo de la garganta y librarme de él, para disolverlo o pulverizarlo con palabras y regresar a la víspera venturosa de la angustia, cosa que solo consigo en ciertos momentos mágicos, antes de que el engendro regrese, íntimo y puntual. No había dicho que esa esfera ocupa dentro de mí un espacio tangible y que ese espacio tangible es una ausencia tangible y que esa ausencia tangible es la ausencia de Dios. (...)

Hasta Francisco, escribe Chesterton, «la Iglesia había insistido, con razón, en que la humildad es una fuente de mejora moral; por decirlo brevemente: el cristianismo había enseñado a los hombres a ser humildes para que repararan en lo malos que eran. Francisco fue el primero (después del propio Cristo) en enseñar a los hombres a ser humildes para que pudiesen darse cuenta de lo buenos que eran». En definitiva, para el loco de Dios «el orgullo no solo es enemigo de la instrucción; el orgullo es enemigo de la diversión». ¿Es esto lo que vino a predicar desde el fin del mundo este papa argentino (pero modesto)? ¿Este papa que afirmó que la humildad es «la regla de oro» de un cristiano y que para un católico el progreso significa «abajarse»? (...)

¿Acaso intentó dec)r que, en realidad, ni el papa ni los cardenales creen en Dios, no al menos con la convicción con que cree mi madre, con la fe sin preguntas de los feligreses de Valverde de Lucena, con la fe proverbial del carbonero? ¿Fue por esa razón por la que todas las personas a quienes propuse el test de resistencia del libro sobre el papa sugirieron que, a mi pregunta por la resurrección de la carne y la vida eterna, Bergoglio respondería con una evasiva (una metáfora, un circunloquio, una cita evangélica, la glosa de un pasaje bíblico), que el papa no diría que no creía que mi madre no volvería a ver a mi padre después de muerta, porque no podía decirlo, pero tampoco que sí lo creía, porque no se atrevería a decírselo a un maldito intelectual ateo? Que un católico dude en ocasiones de las certezas de la fe no significa que, para él, esas certezas no existan, ni que no le proporcionen el sosiego que toda certeza procura. La razón es evidente: lo que define el cristianismo es su creencia en el más allá, en la resurrección de la carne y la vida eterna; si esa creencia no existe, el católico deja de ser católico. «Y si Cristo no resucitó», escribe Pablo de Tarso a los cristianos de Corinto, «vana es entonces nuestra predicación, y vana es también vuestra fe». (...)

Por eso no creo que el cardenal Ravasi considere que las creencias cristianas poseen un alcance solamente simbólico: tal consideración socavaría la base misma del cristianismo y desactivaría su potencia colosal, históricamente casi invencible. En este sentido, lleva razón el científico ateo Jean Bricmont cuando escribe: «La existencia de Dios, de los ángeles, del Cielo y del Infierno, o la eficacia de la oración son aserciones de hecho; y si las retiramos de veras, es decir, si admitimos que son falsas, entonces no sé lo que queda del discurso religioso». En cuanto a la afirmación de que, en realidad, ni el papa ni los cardenales creen en Dios, puede servir como chascarrillo de casino de pueblo; pero, tomada en serio, la humorada ignora el hecho fundamental de que, como escribió Spinoza, «cada cosa se esfuerza, cuanto está a su alcance, por perseverar en su ser», y de que el anhelo de seguir viviendo, la fobia a la muerte y el ansia de inmortalidad se hallan grabados a fuego en lo más hondo del ser humano, sin excluir a papas y cardenales. (...)

«No podemos no llamarnos cristianos», escribió Benedetto Croce. Italiano y ateo, Croce juzgaba que el cristianismo había obrado la mayor revolución de la Historia: una metamorfosis radical que tuvo lugar «en el centro del alma, en la conciencia moral» de los seres humanos y dotó al mundo de «una virtud nueva, de una nueva cualidad espiritual que hasta entonces le había faltado a la humanidad». Definir esa revolución requiere un rodeo. (...)


¿por qué eligió Jesús al discípulo menos íntegro, al más desleal, al más pusilánime? ¿Por qué no escogió por ejemplo a Juan, su discípulo preferido, que no renegó de él, que permaneció al pie de la cruz hasta el fin, junto a su madre, María de Cleofás y María Magdalena? Mi respuesta: porque la Iglesia no está hecha para los fuertes, sino para los débiles; porque Dios es el nombre que damos a nuestra debilidad, y solo un hombre débil, un pecador inveterado como Pedro, podía convertirse en su representante legítimo en la Tierra. Si esta respuesta es válida, el 13 de marzo de 2013, a las siete y cinco de la tarde, en la Capilla Sixtina, tal vez Bergoglio se dejó traicionar por la solemnidad del momento y confundió un adverbio adversativo con una conjunción consecutiva: no hubiera debido decir que aceptaba el cargo de papa «aunque soy un gran pecador»; hubiera debido aceptarlo «porque soy un gran pecador». O mejor aún: «precisamente porque soy un gran pecador». (...)

escribe Nietzsche, en Ecce Homo, que el cristianismo representa «la negación de la voluntad de vida hecha religión», o, en El ocaso de los ídolos, que hay en Dios «una declaración de guerra a la vida, a la Naturaleza, a la voluntad de vida» y que la concepción cristiana de Dios «es una de las más corruptas alcanzadas sobre la Tierra»; por eso añade en El Anticristo que, como el cristianismo «se ha erigido en defensor de todos los débiles, bajos y malogrados», esa religión transforma en ideal el «repudio de los instintos de conservación de la vida pletórica» y considera «al hombre pletórico como hombre típicamente reprobable, como “réprobo”». Una vez que abandoné la fe cristiana, yo soñaba con transformarme en uno de esos hombres fuertes de Nietzsche, réprobos y reprobables, uno de esos insumisos que no se resignan a su propia debilidad ni aceptan servidumbre ni mentira alguna —empezando por la mentira de la religión—, uno de esos superhombres veraces y aspirantes a la autonomía individual que copian el gesto soberbio del ángel caído y su grito rebelde de guerra («¡Non serviam!»), uno de esos espíritus libres poseídos, como se lee en La voluntad de poder, «por la voluntad incondicional de decir no allí donde el no es peligroso». (...)


¿Cómo sería nuestro mundo ahora, sin Cristo, o más bien sin Cristo en la cruz y sin cristianismo? ¿Sería un mundo mejor que el nuestro? Nietzsche respondería que sí, por supuesto, y también Bertrand Russell. Hacia 1930, el filósofo inglés tal vez pecó de optimismo cuando escribió que los seres humanos poseemos conocimientos suficientes para asegurar la dicha universal y que «el principal obstáculo para su utilización a tal fin es la enseñanza de la religión». Pero incluso un detractor tan acerbo del cristianismo como Russell le reconocía sin querer una virtud (aunque la interpretaba como un vicio): el hecho de que la doctrina de Cristo proclama la dignidad fundamental de los seres humanos. «Si el cristianismo es verdadero, la humanidad no está compuesta por lamentables gusanos, como parece», escribe el pensador. «El hombre interesa al Creador del universo, que se molesta en complacerse cuando el hombre se porta bien y en disgustarse cuando se porta mal. Eso es un gran halago». La ironía (o el sarcasmo) delata un malentendido: Russell confundía la vanidad con el amor propio; este error —y su justa inquina contra el cristianismo de su época— le impidió identificar la aportación esencial del cristianismo a Occidente: en un momento en que la esclavitud dominaba el mundo, la insurrección conceptual de Cristo consistió en postular que todos los seres humanos merecían respeto y afecto, y que, por mucho que a algunos se les tratase como a gusanos, ninguno de ellos lo era. (...)

aunque no creamos en el Dios del cristianismo, «no podemos no llamarnos cristianos»: ni los humanistas, ni los ilustrados, ni los liberales, ni por supuesto los marxistas (ni siquiera Nietzsche y Russell). El propio Nietzsche admitiría este hecho y por eso él, que tan implacable fue con el cristianismo, no lo fue tanto con Cristo, o no siempre: incluso en El Anticristo enalteció su figura. «Este portador de la buena nueva», escribe, «murió como había vivido y predicado: no “para redimir a los pobres”, sino para enseñar cómo hay que vivir. La práctica es el legado que dejó a la humanidad: su conducta ante los jueces, ante los soldados, ante los acusadores y ante toda clase de difamación y escarnio. Su conducta es la cruz. No se resiste, no defiende su derecho. Y ruega, sufre y ama a la par de los que le hacen mal, en los que le hacen mal… No resistir, no odiar, no responsabilizar… No resistir tampoco al malo — amarlo…». Para el Anticristo, la revolución del cristianismo consiste en el ejemplo de Cristo. (...)


—Hay una cosa que no entiendo —reconocí a la hora del postre—. El Vaticano es un Estado teocrático. 
—El único de Europa. 
—Y la Iglesia una monarquía absoluta. 
—La única de Europa. 
—Entonces ¿por qué Francisco no ha podido imponer sus reformas? ¿Por qué no ha hecho todos los cambios que, según él, necesitaba la Iglesia? 
—Buena pregunta —dijo Aldo. Cortó un pedazo de su torta Antica Roma, un postre hecho a base de ricota, mermelada de fresa, semillas de amapola y de sésamo, y, con la mirada clavada en él, se lo llevó a los labios. 
—Tal vez lo amenazaron con un cisma. 
—De nuevo su boca estaba vacía, como si no hubiera masticado el trozo de pastel, sino que se lo hubiera tragado—. No directamente, claro, tal vez él mismo pensó que podía ocurrir. Un cisma importante… Pero también es posible que sintiera que la Iglesia no estaba preparada para según qué cambios. Que el papa sea un monarca absoluto no significa que tenga absolutamente todo el poder. En la Iglesia conviven muchos poderes, algunos muy fuertes, y es peligroso enfrentarse a ellos. La Iglesia es una institución compleja: existe una Iglesia más tradicional y otra más progresista, una Iglesia de izquierdas y una Iglesia de derechas, y en ambas hay gente que critica al papa, que no está contenta con él. A unos les parece demasiado revolucionario, y a otros demasiado conservador. (...)


En 2010, tres años antes de su ascensión al papado, Bergoglio declaró: «La opción por los pobres viene desde los primeros siglos del cristianismo. Es el propio Evangelio. Si yo hoy en día leyera como sermón los sermones de los primeros padres de la Iglesia —siglos II, III— sobre cómo hay que tratar a los pobres, dirían que lo mío es maoísmo o trotskismo». ¿Es Francisco un papa de derechas o de izquierdas? ¿O no es ni de derechas ni de izquierdas? Sobre todo lejos de Argentina, ya se ha convertido casi en cliché afirmar que Francisco es un papa comunista, o un papa peronista. ¿Qué parte de verdad contienen esos clichés, suponiendo que contengan alguna? Simone de Beauvoir escribió que quien dice que no es de derechas ni de izquierdas es de derechas; yo creo que la izquierda y la derecha no son términos absolutos sino relativos, como el norte y el sur, y que, aunque no tengan idéntico significado en todas partes, quien dice que no es ni de derechas ni de izquierdas está desorientado o pretende desorientar. ¿Está desorientado el papa? ¿Pretende desorientar? ¿O simplemente no quiere pronunciarse, porque ante todo es un líder religioso, no político, y no le conviene pronunciarse? Decir que Bergoglio es un papa comunista es un disparate; Bergoglio siempre rechazó sin reservas el marxismo, y no se puede ser comunista sin ser marxista. Mucho más compleja es su relación con el peronismo, una corriente política argentina que toma su nombre de su fundador, el general Juan Domingo Perón (1895-1974), y que combinó en su origen, al modo del fascismo, el nacionalismo, el antiliberalismo y la inquietud social; el padre Hernán Benítez, asesor influyentísimo de Eva Perón, lo calificó como un comunismo de derechas. (...)


esa contradicción en los términos, característica del fascismo primigenio, explica que el peronismo conociera con el tiempo declinaciones antagónicas, desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda. Es un hecho en cualquier caso que Bergoglio estuvo muy próximo a este movimiento; la razón primera es que, en Argentina, desde mediados de los años cuarenta hasta mediados de los cincuenta, la iglesia fue peronista y el peronismo fue católico. Un dirigente de una organización juvenil peronista, que conoció a Bergoglio en los años setenta, dijo de él: «Se adscribía al peronismo, aunque era cura. Era un cura peronista, no un peronista cura». Sí: Bergoglio fue católico antes que peronista; pero, sobre todo en su juventud enfebrecida de inquietudes religiosas, políticas y sociales, fue peronista. Luego las cosas cambiaron: a mediados de los cincuenta el peronismo y la Iglesia rompieron, y a principios de siglo, cuando Roma nombró a Bergoglio cardenal y arzobispo de Buenos Aires, sus relaciones con los sucesivos gobiernos peronistas de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner fueron malas o muy malas, por no decir calamitosas. (...)



Pero es indudable: el peronismo forjó la conciencia política y la visión del mundo de Bergoglio; también lo hicieron otros dos acontecimientos. El primero fue la efervescencia revolucionaria que sacudió de punta a punta América Latina en los años sesenta y setenta y que condujo a tantos jóvenes a la militancia política o a las guerrillas, y a tantos sacerdotes al marxismo de la Teología de la Liberación. El segundo fue Vaticano II, un concilio que trató de imprimir un giro social a la Iglesia, sintonizándola con las urgencias políticas del momento, impulsándola a recuperar la pureza de sus orígenes, fomentando en los clérigos un espíritu de servicio y humildad franciscano y animándolos a separarse del poder, el boato y el dinero y a «ser pobres, sencillos y amables, en su discurso y su actitud», como dijo Pablo VI, el papa que clausuró el concilio en 1965, seis años después de que Juan XXIII lo convocara. La relación de Bergoglio con Vaticano II es a la vez transparente y distintiva: Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI participaron en el concilio; Francisco es un resultado de él. En cuanto a las revoluciones latinoamericanas y la Teología de la Liberación, su nexo con Bergoglio también está claro: para él, la Teología de la Liberación fue la respuesta religiosa equivocada a una demanda legítima de justicia social. El problema es que, en el contexto de la iglesia latinoamericana del momento, ese punto de vista situó a Bergoglio en una posición ambivalente, muy difícil, en especial desde principios de los años setenta, cuando fue nombrado provincial de los jesuitas de Argentina y Uruguay: por un lado, su preferencia activa por los pobres y su compromiso con la justicia social provocaban la desconfianza de la derecha; por otro, irritaba profundamente a la izquierda al consagrarse desde su puesto de mando a alejar a los jesuitas del marxismo y la Teología de la Liberación (...).


¿En qué quedamos, entonces: es Francisco un papa de izquierdas o de derechas? No cabe ninguna duda de que hoy, en muchos sentidos, Bergoglio se halla políticamente más a la izquierda que sus predecesores en la silla de san Pedro; tampoco de que la izquierda se siente próxima a él por su énfasis en la igualdad, en la justicia social y en la solidaridad con los desfavorecidos, así como por su rechazo a lo que alguna vez llamó el «ultraliberalismo individualista» y el «hedonismo consumista». Desde esta perspectiva, no sería inexacto considerar su papado como una reacción frente al conservadurismo de Juan Pablo II, que mezcló la defensa de la cristiandad tradicional con la connivencia o el apoyo a ideologías políticas reaccionarias y sofocó o relegó la vocación social de la Iglesia. Tampoco cabe duda, sin embargo, de que, en Argentina, sobre todo en los años sesenta y setenta (pero no solo entonces), Bergoglio ha sido tachado de conservador o ultraconservador, de estar demasiado preocupado por alimentar a los pobres y demasiado poco por preguntarse por qué lo son, de tener una visión social «sacramentalista, acrítica y asistencialista», en palabras del jesuita Juan Luis Moyano; y es un hecho que el papa no se lleva bien con el racionalismo, que su entusiasmo por la democracia liberal es escaso o inexistente, que algunos de sus escritos rezuman nostalgia por el orden compacto de la cristiandad medieval y que rechaza la legalización de las drogas, el divorcio, la eutanasia —«un crimen contra la vida», lo ha llamado— o el aborto —«un crimen horrendo», lo ha llamado también—, además de ser reticente con los anticonceptivos o la homosexualidad, a la que no considera un delito pero sí un defecto. Bergoglio fue acusado con razón de nacionalista, aunque los nacionalpopulistas actuales lo desprecian por globalista y siempre ha abogado por lo que denomina la Patria Grande, una Latinoamérica unida, capaz de realizar, como ha dicho a menudo, «el sueño de unidad de San Martín y Bolívar». (...)

¿Un papa de izquierdas o de derechas? En realidad, si hubiera que definirlo de una sola vez, lo más justo sería decir que Francisco es un radical del Evangelio que otorga prioridad absoluta a los pobres (suponiendo que esa frase no contenga un pleonasmo y exista un radical auténtico del Evangelio que no otorgue a los pobres la absoluta prioridad que les otorga el propio Evangelio, donde se lee: «Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que el que un rico entre en el reino de Dios», Mateo, 19,24). 
Políticamente, es lo que ha sido siempre. Tal vez por eso, en los años sesenta y setenta, en plena efervescencia revolucionaria, en Argentina se le consideraba un conservador (o incluso un ultraderechista), mientras que hoy, en plena resaca revolucionaria, se le considera en Occidente un izquierdista (o incluso un comunista). No es Bergoglio el que ha cambiado; el que ha cambiado es el mundo. (...)

La vindicación papal de la ironía me llamó la atención porque volví a acordarme de Cioran, que escribió: «Toda religión es una cruzada contra el humor». La ironía no es humor, pero apenas hay humor auténtico sin ironía, ni auténtica ironía sin humor. ¿Es toda religión también una cruzada contra la ironía? Esa pregunta debería responderla Salman Rushdie, que lleva media vida amenazado de muerte por culpa de una humorada sobre el islam. Podría alegarse, sin embargo, que quienes acosan a Rushdie no son religiosos sino fanáticos, «agelastas», un neologismo acuñado por François de Rabelais que en griego significa «el que no sabe reír». Se trata, en efecto, de personas temibles. De un lado, porque están moralmente corrompidas: como escribió La Rochefoucauld, «la seriedad es la máscara que se pone el cuerpo para ocultar la putrefacción del espíritu»; de otro lado, porque son básicamente estúpidas: el humor es la cosa más seria del mundo, y la ironía, además de un instrumento de conocimiento tan insustituible como la ciencia, constituye el más potente antídoto conocido contra la visión totalitaria y totalizante del mundo, que ha sido tradicionalmente la de la religión: como Dios es la verdad indiscutible, quien la discute es un hereje y merece el castigo del Infierno. Y en el Infierno no cabe la ironía. Ni la risa. (...)

Bergoglio no cree que quien no cree en Dios es un hereje, ni siquiera que esté equivocado; más aún: cree que quien no cree en Dios también puede salvarse, lo que explica que algunos tradicionalistas consideren que el hereje es él. Visto así, el catolicismo es compatible con la ironía (lo que explica que Bergoglio haya ponderado a menudo las ironías de la Biblia); visto así, el catolicismo es compatible con el humor. En realidad, siempre lo fue: aunque no consta que Cristo se riese, algunas de las personas más graciosas del mundo han sido católicos practicantes, empezando por Chesterton, de quien Franz Kafka dijo que era tan gracioso que parecía que hubiera visto a Dios. El propio Francisco, que ha hecho bandera de la alegría, ha demostrado que no es un «agelasta» y que sabe reír. (...)

Para Francisco, un cristiano que no cree en la vida eterna no es un cristiano; tampoco quien no cree en la resurrección de la carne. El papa cita la primera carta a los Corintios de Pablo de Tarso: «Pero si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también vuestra fe»; igualmente cita a Tertuliano: «La resurrección de los muertos es la fe de los cristianos; creyendo en ella somos tales». Ahora bien, ¿qué significa exactamente la resurrección de la carne? ¿Puede volver a la vida lo que está muerto? ¿Y qué significa exactamente resucitar? ¿Ser de nuevo, al otro lado de la muerte, quienes fuimos mientras vivíamos? ¿Seguir siéndolo, con la misma carne y la misma sangre y el mismo rostro y la misma memoria e idénticos párpados y uñas? Francisco responde que no: para él, la carne resucitada no será nuestra carne presente, sino una «carne espiritual», una «carne transfigurada», como la carne resucitada de Cristo resucitado. Éste es un punto clave en la argumentación de Bergoglio —y, en general, del dogma católico—: nuestra promesa de resurrección está vinculada a la resurrección de Cristo; nosotros resucitaremos porque Cristo resucitó. En el evangelio de Juan, Jesús lo dice con palabras memorables: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en Mí, aun cuando hubiese muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en Mí, no morirá para siempre». No morir, seguir viviendo, vivir para toda la eternidad: esa promesa es el testimonio inequívoco del rechazo a la aniquilación que constituye el fundamento de la existencia humana y de la fe cristiana. (...)



Ahora bien, ¿seguirá siendo nuestra carne la carne espiritual, la carne transfigurada de la resurrección? ¿Con ella seguirá nuestro cuerpo siendo nuestro cuerpo? ¿Seguiremos siendo los que somos? Respuesta de Bergoglio: sí, pero «con nuestros cuerpos transfigurados en cuerpos gloriosos». Quien primero dio esa respuesta, y acaso quien mejor la dio, fue de nuevo Pablo de Tarso: «Se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual», escribió el apóstol en la misma carta a los Corintios. «Pues si hay un cuerpo natural, hay también un cuerpo espiritual. En efecto, así es como dice la Escritura: “Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente; el último Adán, espíritu que da vida”. Mas no es lo espiritual lo primero que aparece, sino lo natural; luego, lo espiritual. El primer hombre, salido de la tierra, es terreno; el segundo viene del cielo. Como el hombre terreno, así son los hombres terrenos; como el celeste, así serán los celestes». Dicho de otro modo: la resurrección no nos devolverá nuestro cuerpo, sino que nos proporcionará un cuerpo distinto; la resurrección no será la prolongación de la vida pasada, sino el inicio de una vida nueva. (...)

En cuanto a la vida eterna, el papa es más parco en explicaciones, aunque no olvida recordar que, después de la muerte, Dios nos juzgará y que, según dice el evangelio de Mateo, «separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras. Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda […]. Y éstos irán al castigo eterno y los justos a la vida eterna». Francisco, sin embargo, precisa: «El Paraíso no es un sitio. Es un estado de vida y de contemplación: vivir el Paraíso significa contemplar en la paz a Dios, a la Virgen y a las personas que lo han alcanzado». Para que no quepan dudas, apela a Juan Damasceno, que en su Exposición de la fe sostiene que el Paraíso es «cantar sin cesar y sin interrupción al Creador y deleitarse en su visión» durante el resto de la eternidad. Alcanzadas estas alturas metafísicas, es de justicia reconocer que, al menos en este punto, el plan de Francisco no parece un planazo y que, si eso es el Paraíso, más vale no imaginar lo que puede ser el Infierno; tal vez consciente de ello, el papa prometió en una homilía pronunciada el 31 de mayo de 2013 en la Casa Santa Marta: «La eternidad no será aburrida». Es probable que Bergoglio se riera con esta clase de ironías, pero es imposible entenderlo sin entender que, probablemente, es invulnerable a ellas: nada indica que no esté convencido de que, tras la muerte, otra vida nos aguarda. Ésa es su locura suprema, la máxima locura del loco de Dios. Por esa locura es por la que yo quería viajar con él al fin del mundo: para preguntarle por ella, para escuchar su respuesta y repetírsela palabra por palabra a mi madre. (...)

Nunca en mi vida he visto querer a nadie con una pasión tan desquiciada, tan obsesiva, tan furiosa, tan violenta, tan incondicional. Mi madre adoraba a sus hijos, pero una vez, cuando mis cuatro hermanas y yo éramos niños, remató una bronca apocalíptica con una afirmación terminante: 
—Porque a vosotros os quiero mucho, pero a vuestro padre le quiero más. Tras la muerte de mi padre, mi madre estuvo un tiempo fuera de combate, o simplemente fuera de la realidad: parecía una niña o una loca extraviada en un bosque a oscuras. No hacía más que repetir un razonamiento sin sentido. 
—Yo entiendo que papá se haya muerto —decía, en un tono fatalista que viraba hacia un tono reprimido de rebelión luciferina cuando añadía—: Lo que no puedo entender de ninguna manera es que yo no vaya a volver a verle. Con el tiempo mi madre empezó a recuperarse y, aunque seguía repitiendo de vez en cuando la misma frase absurda, ahora la remataba con una coletilla, una oración consecutiva que no era consecuencia de nada y que en realidad no hacía más que sumar desatino al desatino: 
—Por eso estoy segura de que, cuando yo muera, voy a volver a verle. Ahora mi madre tiene noventa y dos años y desde hace tiempo padece Alzheimer. Su cerebro es un caos ingobernable. Cada día recuerda menos cosas. A veces no me reconoce; a veces me confunde con su primo Juanito Miguel, que murió hace años; a veces me pregunta con curiosidad auténtica: «¿Y qué tal está tu madre?». (...)



Hay palabras que definen un papado. Una de las que definen o aspiran a definir el de Francisco es «misericordia», una palabra hermosa y un poco anticuada que el papa ha usado tanto o más que «periferia» o «alegría» o «discernimiento» o «sinodalidad», palabras todas ellas que también aspiran a definir su papado. A su vez, quizá la mejor definición que ha dado Francisco de la palabra «misericordia» fue la que le oyó pronunciar por videoconferencia un grupo de jóvenes católicos argentinos reunidos en Santa Fe el 9 de octubre de 2016: la misericordia, aseguró entonces el papa, existe cuando «el corazón se junta con la miseria del otro», es decir, «cuando la miseria del otro entra en mi corazón». (...)

Bergoglio le gusta decir que la Iglesia es «un hospital de campaña tras una batalla», como aseguró en agosto de 2013, pocos meses después de que lo nombraran papa. La definición es parcial, insuficiente. Si fuera solo un hospital de campaña, la Iglesia sería una ONG. No digo que no lo sea; de hecho, es la ONG más antigua, poderosa y tentacular del mundo. Uno puede encontrarse misioneros católicos en el rincón más remoto de la Amazonía, en la aldea más escondida del país más escondido (...)
como sabe cualquier trabajador de cualquier ONG destinado en cualquiera de esos lugares extremos, los misioneros son casi siempre los primeros que llegan y, cuando las cosas se ponen feas, los últimos que se van (suponiendo que se vayan). (...)


—La iglesia no es monolítica —afirma—. En ella hay muchas formas de vivir la espiritualidad. La de los jesuitas está centrada en el discernimiento. 
—Es un término que el papa usa mucho —constato, empapado en el vocabulario de Bergoglio tras varios meses de inmersión en sus textos y declaraciones—. Ante cualquier problema, la solución debe buscarse con el discernimiento. Que entiendo que es un instrumento de búsqueda racional pero también espiritual. 
—Exacto —dice Spadaro—. Se trata de encontrar la voluntad de Dios en uno mismo y en la realidad. 
—¿La voluntad de Dios? 
—Sí. Y, como dices, no es solo una búsqueda intelectual; ese es un error que se comete a menudo, porque los jesuitas somos una congregación culta, que ama la reflexión. Pero en nosotros no hay intelectualismo; el discernimiento no es cerebral: es de corazón. Aunque no excluye la reflexión. El papa tiene una frase que define todo esto muy bien: «Cabeza, corazón y manos». Es decir: razón, sentimiento y experiencia. De eso está hecho el discernimiento. Y por eso le gustan tanto al papa las historias; es decir, la literatura: porque, en las historias, el discernimiento opera con acciones, no con razones ni con reflexiones abstractas. El discernimiento es una forma de inteligencia concreta. No sé si me explico… (...)

—El documental está muy bien. Ahí, Francisco aparece hablando en el Congreso de Estados Unidos, visitando barrios miserables de África central o cárceles chilenas. Al principio de la obra se dice: «En estos viajes el papa ha hablado de los temas que más le interesan: la pobreza, la emigración, las desigualdades, la paz…». Y es verdad: de eso habla en el documental. Pero en ningún momento habla de Dios, de cuestiones espirituales o religiosas, que son las que hacen que el papa sea el papa, ¿no? 
—Claro. 
—Lo que quiero decir, padre Spadaro, es que un marciano que acabase de aterrizar en Roma y viese el documental de Rosi podría preguntarse: ¿y por qué demonios toda esta gente le hace tanto caso a ese viejito vestido de blanco? ¿Por qué le escuchan las muchedumbres? ¿Por qué lo reciben por todas partes en olor de multitudes? ¿De dónde nace su poder de convocatoria…? Porque el origen religioso de su autoridad no aparece por ninguna parte. Más aún, un abogado del diablo, o simplemente un político en activo, podría decir: las cosas que el papa dice están muy bien; son cosas que cualquier persona medianamente cuerda aplaude: ¿quién en su sano juicio no se opone a la guerra, al hambre, a la pobreza o a las desigualdades? El problema es que el papa no tiene ninguna capacidad real de combatirlas, carece de poder para resolver las lacras que denuncia, y no se ve en la obligación de preguntarse, como sí se lo debe preguntar un político, cuál es la forma de acabar con ellas… Las decisiones políticas siempre tienen costes para quien las toma, pero, como el papa no puede tomarlas, para él todo son beneficios, no hay ningún coste, puede mantenerse en el terreno abstracto de los principios, de las buenas intenciones; en otras palabras: todos queremos lo que quiere el papa, pero ¿cómo se lleva a la práctica? ¿Dónde está la varita mágica con que conseguirlo? ¿La tiene el papa? (...)



Además, el cristianismo, en Asia, no ha vivido eso que llamamos constantinismo. 
—La unión entre religión y poder político. 
—Eso es. Mientras que, en Europa y en América, esa unión ha sido muy fuerte. 
—Y eso no ha sido bueno para la religión. 
—No: ha creado una afinidad entre poder político y religión que ha sido mala para la religión. Y por eso Francisco es anticonstantinista. 
—Y por eso, por los efectos de la Ilustración y del constantinismo, Europa ya no es el centro de la cristiandad, como lo fue durante siglos: es un continente laico, como mínimo agnóstico, si no ateo. 
—De todos modos, yo evitaría condenar la Ilustración —puntualiza Spadaro—. La razón no es negativa. Ni siquiera negativa para la religión. Hay que encontrar una síntesis. 
—Puede ser —admito—. Pero reconozcamos, padre Spadaro, que la fe y la razón no se llevan nada bien, al menos no se han llevado nada bien históricamente. Cuando el loco de Nietzsche grita «Dios ha muerto», añade: «Y nosotros lo hemos matado». Y ese nosotros es la razón. La Ilustración. Cuando la razón y la fe entran en conflicto, la fe pierde. —Sí, aunque no tienen por qué entrar en conflicto. Es decir: la fe no vive gracias a la abolición de la razón. No se puede creer solo con el sentimiento, eliminando la razón. —Pero llegar a Dios a través de la razón es muy difícil, por no decir imposible, ¿no le parece? —Bueno, en realidad la teología clásica siempre ha hecho eso. No es que se crea con la razón, pero se llega con la razón a la posibilidad de Dios. (...)
—Lo que quiere usted decir es que el triunfo de la razón en Occidente no debía llevar necesariamente aparejada la derrota de la fe. 
—Eso es. 
—Pero el caso es que así fue. Y quizá en parte ha sido por culpa de la Iglesia, que se ha cerrado a la razón, que la ha considerado peligrosa. 
—Sí, pero la razón es esencial para la fe. 
—¿Esencial? 
—Sí. El acto de fe no puede separarse de la razón. Otro silencio. De nuevo soy yo quien lo rompe. 
—Para mí, como ateo, es difícil entender eso —reconozco—. Para mí, razón y fe son cosas distintas, por no decir opuestas. Yo veo más bien la fe como un sentimiento, como una especie de intuición poética. 
—Sí. 
—Una intuición que se tiene o no se tiene, pero a la que no se puede llegar a través de la razón. —Hago una pausa, continúo—: Padre Spadaro, mi madre cree profundamente, pero no cree racionalmente. Y creo que a mi padre le ocurría lo mismo. Y a los católicos del pueblo donde nací. —En este punto me acuerdo de san Manuel Bueno, mártir, que perdió la fe y continuó predicándola a sus feligreses de Valverde de Lucena, porque sentía que sin ella estarían perdidos—. No creo que ellos llegaran a la fe con la razón, ni creo que la razón les ayude a creer. Más bien al contrario. 
—Comprendo —asiente Spadaro—. Pero ése es el problema. Quiero decir: el problema es que nosotros, en Occidente, hemos desenganchado la razón del sentimiento. Los hemos opuesto. El problema es que consideramos que todo lo que es sentimiento, amor, fe, no tiene nada que ver con la razón, que es solo cálculo, método. Esta visión de la razón es muy pobre, abstracta, fría. Esta racionalidad no es la racionalidad humana: es una racionalidad computacional. (...)
—Adaptarse, no. Lo que no quiere es imponerse a la presencia de Dios en la Historia. Spadaro vuelve a dejarme atónito. 
—¿A la presencia de Dios? 
—Sí: para él, la cuestión es buscar a Dios en la Historia, en la realidad. Ver cómo Él se mueve. A esto está muy atento: a leer los signos de Dios en la Historia. Francisco no se impone sobre la realidad, pero sobre todo no se impone sobre Dios. 
—Así que él está escuchando. 
—Mucho. 
—Pero está escuchando a Dios. 
—Exacto. 
Silencio. Detrás de los vidrios rectangulares de las gafas de Spadaro, sus ojos de búho me observan sin parpadear. 
—¿Y eso cómo se hace? —pregunto. Spadaro sonríe, se encoge de hombros y dice «Ah». —Eso sin la fe es un poco difícil de explicar —asegura—. Él reza mucho. Y escucha, escucha, escucha. Es lo que ocurre en los sínodos, por ejemplo; los papas no solían asistir a ellos, pero Francisco sí lo hace. Y escucha. Y trata de averiguar si lo que oye es fruto del espíritu bueno o del malvado. Él realiza un profundo trabajo espiritual de sintonía con lo divino. 
—¿De ahí surge una característica del papa de la que todos hablan? ¿Su imprevisibilidad? —Sí, exacto. 
—¿Porque él actúa no según lo previsto sino según lo que siente, según lo que discierne? —Eso es. Hay que entrar en esa mentalidad de fe, porque, de lo contrario, todo parece irracional. ¿Por qué hace esto y no lo otro? Porque él, en su plegaria, ha comprendido que aquello es lo que debía hacer. Es su profunda espiritualidad la que lo explica todo. (...)

—¿Sabe una cosa, padre Spadaro? A mí, que me he educado en un colegio católico y soy ateo y anticlerical, lo que más me ha sorprendido en estos meses de lecturas sobre el papa Francisco ha sido descubrir que él también es anticlerical. Es decir: que su peor enemigo es el clericalismo, esa idea de que el clérigo es superior a sus feligreses. Para mí, esta forma de autocrítica es un acierto grande: en España, un país de fortísima tradición católica, el problema principal de la Iglesia, aparte del constantinismo, ha sido el clericalismo, que quizá es una consecuencia lógica del constantinismo. Y corríjame si me equivoco: lo que dice Francisco es que el cura que se siente superior a sus feligreses puede usar ese poder de una forma perversa, abusando sexualmente de ellos; y que, por lo tanto, para resolver el problema del abuso sexual no basta con cambiar las leyes y los protocolos: hay que cambiar la mentalidad. Es decir, hay que acabar con el clericalismo en la Iglesia (...)

Insisto: un sacerdote tiene los apetitos sexuales que todos tenemos y, si no encuentra forma legítima de darles salida, al final la salida puede ser ilegítima. Con mujeres o con niños dóciles a su autoridad. Es lógico. Y yo me pregunto si a un cura se le puede exigir lo que no se le exige a ningún otro ser humano, y me pregunto también si esa exigencia no es una manifestación de clericalismo. 
—El riesgo existe, es verdad —acepta Spadaro—. Creer que el cura está por encima del deseo sexual es un error y sería en efecto una forma de clericalismo. Sí. Lo que yo digo es que los abusos a niños los cometen tanto los célibes como los casados y por lo tanto el celibato y los abusos de menores son problemas distintos. Otro asunto es la soledad del sacerdote… 
—¿Y qué hacemos con ella? 
—Eso es algo complicado, que depende de los contextos. (...)


Él es un resultado de Vaticano II, pero también de un momento de Latinoamérica. 
—Absolutamente. 
—Es el momento de los grandes movimientos revolucionarios. Y de la Teología de la Liberación, de inspiración marxista, que es una respuesta a ellos. En los años setenta y ochenta, cuando Bergoglio es el jefe de los jesuitas argentinos y uruguayos, está de plano contra la Teología de la Liberación; pero, al mismo tiempo, está a favor de una Iglesia de los pobres, como la Teología de la Liberación. Yo creo que se le atacó entonces por conservador o derechista porque estaba contra el marxismo, y se le ataca ahora por izquierdista o por progresista porque está a favor de una Iglesia de los pobres. Así que es normal que, sobre todo en Argentina (y al margen de su relación con la dictadura), se le haya visto como un hombre controvertido, incómodo, poliédrico. Por cierto, ¿se podría decir que Francisco representa una especie de Teología de la Liberación sin marxismo? 
Spadaro duda, balbucea. 
—Sí —contesta por fin—. No. No lo sé. Yo creo que Francisco no está exactamente contra la Teología de la Liberación: está contra una lectura ideológica del Evangelio. Así que, si por Teología de la Liberación se entiende una lectura del Evangelio a la luz del marxismo… —Es eso, ¿no? 
—Entonces, sí: está contra eso. Francisco interpreta el Evangelio desde el Evangelio; nada más: no con categorías ajenas al Evangelio. Él choca contra cualquier interpretación abstracta, ideológica o sociológica del Evangelio. Si esto es lo que quieres decir, entonces sí: estoy de acuerdo. —Una especie de Teología de la Liberación sin marxismo, por tanto. Es decir: Francisco ve un aspecto positivo en la Teología de la Liberación, porque está del lado de los pobres, pero ve el problema del marxismo. El documento de Aparecida resuelve ese problema, ¿no?: una Iglesia de los pobres y para los pobres, aunque sin marxismo. —Spadaro calla y deduzco que otorga—. Pero hay todavía una tercera cosa muy importante para entender al papa. Que es el peronismo en el que creció. 
—Sí. 
—Y el peronisno es un movimiento complejo, pero en lo esencial se define con palabras no muy bonitas: es una forma de populismo. (...)

Un sínodo no es un Parlamento. No se trata de mayorías y minorías. 
—No, claro: el papa decide. Esto es una monarquía absoluta. 
—Sí, pero no es solo eso. La dinámica de un sínodo es singular: tú partes con una idea; luego escuchas a los otros y tu sentir cambia: es un proceso espiritual. 
—Bueno, eso es una forma de ir hacia una Iglesia más horizontal que vertical, como ha dicho el propio Francisco. 
—Sí, aunque el papa no entiende por horizontal el principio político de la democracia. —No, pero sí entiende que entraña participación popular, que es lo que persigue la democracia, ¿no? Etimológicamente, «democracia» significa «poder del pueblo», y en el sínodo se trata de escuchar al pueblo: al pueblo de Dios, como lo llama Francisco, pero al pueblo. Al final, es el papa quien decide, pero… 
—No es exactamente que decida él. (...)



Mientras bajamos unas escalinatas, hablamos del viaje a Mongolia, de su apariencia de excentricidad y su profunda coherencia con la visión que Bergoglio tiene de la Iglesia. 
—Sí —dice Spadaro—. A él le gustan mucho estas iglesias pequeñas, como la mongola: yo las llamo las iglesias del cero coma. Iglesias con muy pocos católicos, pero con mucha vitalidad, que son un modelo por su poder evangélico, de testimonio. —Puro cristianismo primitivo, ¿no? Pura Iglesia misionera. 
—Sí. 
—Hablando de Iglesia misionera. —De repente siento que, aunque la conversación con Spadaro haya durado casi un par de horas, me ha sabido a poco, y que podría pasarme la tarde entera hablando con él—. Francisco no tiene un ideal de cristiano, pero, si lo tuviera, tal vez sería el misionero, ¿no le parece? Alguien que no evangeliza con la fuerza, no pregona a Dios desde los tejados, como dice el Evangelio, sino que lo hace con su propio ejemplo: que encarna el coraje, la rectitud, la humildad y la misericordia de Cristo y que, una vez que ha aprendido la lengua, la cultura y las costumbres de los evangelizados, hasta mimetizarse con ellos, les susurra el Evangelio, como diría el cardenal Marengo. (...)



Con el cardenal Tolentino ocurre algo insólito: la conexión es instantánea. El cardenal es poeta y la conexión la crea la poesía; o más exactamente: un poeta; o más exactamente: un poema. Cuando me recibe en la sede del Dicasterio para la Cultura y la Educación, en el palazzo delle Congregazioni, plaza Pío XII, junto a la basílica de San Pedro, al cardenal le falta tiempo para bromear sobre la aspereza de la vida de los escritores y las servidumbres de la vida literaria —los viajes, los festivales, las lecturas públicas—; luego menciona a un poeta surrealista portugués, amigo suyo: Mário Cesariny. 
—No sé si lo conoces. 
—Por supuesto. 
El cardenal clava en mí unos ojos ilusionados. 
—No puede ser. 
Mi respuesta consiste en recitar un poema de Cesariny que de joven recitaba a voz en grito en mis noches alcohólicas: Al final lo que importa no es la literatura ni la crítica de arte ni la cámara oscura. Enardecido como un poeta adolescente, el cardenal se suma a mi recitado, pero en seguida me deja seguir solo, como si quisiera comprobar que me sé de memoria la pieza de su compadre; hasta que llego a mi estrofa favorita: Al final lo que importa es no tener miedo: cerrar los ojos frente al precipicio y caer verticalmente en el vicio. Celebramos esos versos salvajes con una carcajada común. 
—¿No le parece raro —le digo al cardenal— que una rima tan obvia como «vicio» y «precipicio» no se le hubiera ocurrido a nadie antes que a Cesariny? 
—Era un gran poeta —sigue riéndose—. Y un buen amigo. Siempre me decía: «Amo mucho la literatura y la vida, pero odio la vida literaria». 
—Por su boca hablaba la sabiduría. (...)

El cardenal José Tolentino de Mendonça es portugués (de Machico, en la isla de Madeira), habla un italiano con resonancias portuguesas y se comporta con una dulzura y una humildad portuguesas; físicamente es pequeñito, muy moreno, casi calvo. Ha publicado tantos libros eruditos como su predecesor en el Dicasterio, el cardenal Ravasi, con quien años atrás hablé sobre literatura y religión en el palazzo di Spagna; su poesía le ha valido todos los premios de su país. «Ojo con él», me dijo meses después de nuestro encuentro el escritor Valter Hugo Mãe. «Es el mejor poeta actual de mi lengua. Merecería ser premio Nobel. Y papa». (...)

Nosotros, las personas comunes y corrientes, tenemos un poco de miedo a nuestra imaginación. Es normal: como decía santa Teresa, la imaginación es la loca de la casa. El papa, en cambio, tiene fe en la imaginación. Una fe tremenda. Tanta que a veces parece que gobierna la Iglesia con su imaginación… Le pongo un ejemplo. El Año Santo se ha inaugurado siempre en Roma, pero, en 2015, Francisco lo inauguró abriendo la Puerta Santa de la catedral de Bangui, en la República Centroafricana, para alentar la paz en ese país, que estaba en guerra, y en todas partes. Fue un acto que pilló a todo el mundo por sorpresa, completamente inesperado, durante un viaje de alto riesgo… Eso es algo que nunca se había hecho fuera de Roma, como le digo, y el papa lo hizo allí, en África. Lo imaginó y lo hizo. Sin más. Esa fe en la propia imaginación no es muy común. 
—Acabo de hablar con el padre Spadaro de una palabra que, para él, es decisiva en el papa y en la espiritualidad jesuítica: la palabra «discernimiento». Según Spadaro, se trata de una herramienta de conocimiento que sirve para descubrir la verdad de Dios. 
—Exacto. 
—Pero eso suena tremendo, ¿no le parece, cardenal? La verdad de Dios, no simplemente la verdad… Le confieso que no acabo de entender cómo, incluso siendo creyente, puede aspirarse a llegar a ella. El concepto mismo me parece un poco abrumador. 
El cardenal no parece en absoluto abrumado, ni por la pregunta ni por la obligación de contestarla; lo hace sonriendo, con su voz parsimoniosa y su tono mortecino, como quien arrulla a un bebé o a un enfermo. (...)
-(...) a predicar a fondo el Evangelio, la buena noticia de que Dios existe y ha venido para salvarnos a todos. Y a todos significa a todos sin excepción, incluidos los no creyentes… En fin, en el discurso de Francisco hay una radicalidad verdaderamente evangélica. No sé si has leído aquel retrato que hizo Hannah Arendt de Juan XXIII. 
—No. —Ah, es precioso. Dice una cosa fantástica: dice que aquel papa era «un cristiano sentado en la silla de san Pedro». 
—Y usted diría que podría decirse lo mismo de Francisco. 
—Lo mismo. (...)

Mire, al volver de su viaje a Japón, los periodistas le preguntaron al papa: tras este viaje, ¿qué cree que Occidente puede aprender de Oriente? ¿Y sabe lo que contestó? «Un poco de poesía». 
—Ah, qué bueno. 
—Y esto tiene que ver con lo que usted dice. Porque la poesía es la capacidad de contemplación de lo visible y de lo invisible, de lo que podemos tocar y de lo que sigue siendo un misterio. 
—¿Y nosotros, en Occidente, hemos perdido esa capacidad, y en Oriente no? —Exacto. En este punto cito a monseñor Marengo y su hipótesis según la cual el mayor responsable de que Europa ya no sea un continente religioso, a diferencia de Asia, fue la Ilustración, que provocó un choque entre razón y fe del que la fe salió diezmada. (...)

—Nosotros, los occidentales, tenemos una historia difícil de lucha entre razón y fe —dice el cardenal con su voz densa, aterciopelada—. Pero yo, como europeo, considero que esa lucha no conduce necesariamente al ateísmo. Dostoievski, por ejemplo, decía: «Mi fe surge del horno de mis dudas». Así que podemos pensar que incluso las preguntas más extremas que la razón occidental ha hecho pueden ser un componente de la fe. Y seguramente la fe del papa Francisco no es una fe que no se hace preguntas. Yo creo que a él le gusta tanto hablar con laicos porque comprende los retos, las dificultades de la fe. Y también creo que la razón puede purificar una fe demasiado fácil. Creer no debe ser demasiado fácil. Flannery O’Connor decía: «Creer es más difícil que no creer». (...)

—Ah, estoy totalmente de acuerdo —le interrumpo—. Yo tengo una envidia enorme de mi madre. Pero ¿cómo no vas a envidiar a alguien que está seguro de que esta vida no es la única, y de que cuando muramos hay algo que no es como esto, sino muchísimo mejor que esto? El problema es que O’Connor tiene razón: creer eso es muy difícil. Aunque la verdad es que para mi madre no es difícil: es algo natural, no problemático, espontáneo. —Es una intuición. 
—Exacto. Una intuición. No es racional. 
—No es solo racional, diría yo. Porque la razón no está ausente de esa intuición. La fe no es un irracionalismo. 
—¿Por qué no es un irracionalismo? 
—Porque Dios se nos revela de un modo y con un lenguaje que podemos comprender. —¿Cuál es ese lenguaje? ¿La vida de Jesús? 
—Exacto: el ejemplo de su hijo. Su vida. Eso es un lenguaje racional y comprensible para todos. Sus palabras. Dios no ha querido ser un enigma.
(...)
El cardenal y yo hablamos del cardenal Ravasi, de Mário Cesariny, del vínculo entre religión y poesía. 
—Para mí, las dos cosas han estado siempre unidas —dice—. Fui ordenado sacerdote el mismo año en que publiqué mi primer libro de poemas. Nos despedimos en una esquina de la via di Sant’Anna, muy cerca de la porta Sant’Anna y, mientras lo veo alejarse bajo su paraguas, caminando a pasos cortos, como si fuera un pajarito, no puedo evitar pensar que, en otra vida, ese hombre y yo hubiéramos podido ser amigos. (...)



Karl Marx observó famosamente que la religión es el opio del pueblo. En lo que a mí respecta, acertó de lleno: la prueba es que, en cuanto abandoné el catolicismo a raíz de la lectura de San Ma—Tornielli se arremanga, se adelanta en su butaca ergonómica para acercarse al máximo a mí—. En El Anticristo, Nietzsche nos dijo una cosa muy interesante a los cristianos: «Contra vuestra fe, vuestras caras han hecho mucho más que nuestras razones». Tenía razón. Con «vuestras caras» quería decir: vuestra tristeza, vuestra amargura, vuestra intolerancia… El testimonio es esencial, Javier: si actúas mal, lo que predicas es malo… Y yo creo que en Francisco la gente ve lo contrario, más allá de si una de sus palabras pueda ser más afortunada que otra, y por eso la gente lo quiere: porque es un hombre apasionado de Cristo que vive su fe como una cercanía auténtica a las personas, y que es capaz de expresar esa ternura que es la ternura de Dios… De todos modos, sí, estoy de acuerdo contigo en que existe un problema de lenguaje y también en que la fe se expresa con un lenguaje poético, pero porque está ligada a la vida. 
—Y al misterio, a lo irracional. Como la poesía.

Tras San Manuel Bueno, mártir, me lancé en busca de drogas alternativas; la más potente, eficaz y duradera ha sido la literatura, pero he consumido muchísimas otras, incluido el alcohol, el tabaco, la marihuana, el hachís y la cocaína. De unos años para acá, sin embargo, la que más me pone (aparte de la literatura) es correr, así que cada mañana corro durante cincuenta minutos; se trata de una droga brutalmente adictiva: si no corro un día, me pongo nervioso; si no corro dos días, me pongo nerviosísimo; si no corro tres días, me entran ganas de practicar el canibalismo. (...)

—Pero ¡cómo no va a ser un escándalo! —Tornielli se vuelve otra vez hacia mí—. Creemos en un Dios que no es uno sino tres, que ha sacrificado a su hijo, que se ha hecho matar de la manera más cruel y que ha resucitado de entre los muertos… Pero ¡qué es esto, hombre! ¡Cómo se va a explicar eso racionalmente! —Tornielli habla mientras contesta un mensaje de wasap, y yo pienso en un malabarista sosteniendo en el aire un puñado de platillos giratorios—. Con la razón a lo máximo que llegas es al teísmo, a la idea de que sí, puede que haya un Dios en el origen de todo, pero… 
—Éste es el corazón del asunto, ¿no? —le interrumpo, como tratando de ayudarle a sostener los platillos en el aire—. El misterio. Lo incomprensible, al menos en términos racionales. Porque, incluso sin el Dios que es uno y trino y demás sutilezas o enigmas teológicos, el hecho elemental de que el catolicismo dice que no nos morimos, que esto no es todo, que después hay otra vida, mucho más larga y mejor, ya es de por sí un escándalo.
—En esto están de acuerdo Francisco y Bertrand Russell, un ateo militante. —Tornielli abandona por fin el teléfono y vuelve a dedicarme toda su atención—. En el hecho de que, si alguien no cree en la otra vida, no puede considerarse cristiano. Y a esa creencia solo puede llegarse a través de una intuición, que tienes o no tienes, como un sentimiento; esa intuición se llama fe. Y los medios no tienen interés por ella, como no tienen interés por la poesía, porque piensan que a la gente le da igual, porque es muy difícil explicarla y porque carecen de un lenguaje capaz de explicarla… Pero no son solo los medios, Andrea. Tú lo has dicho: el lenguaje del catolicismo actual tiende a ser un lenguaje casposo, oxidado, inane. Es la misma impresión que tengo yo, que vengo de un país católico y de una familia católica y que me eduqué en un colegio católico… En ese lenguaje no se puede decir nada que valga la pena. Está muerto. (...)



Para un español como yo, educado en el catolicismo y debidamente anticlerical, la palabra «evangelizar» convoca una estampa selvática de aguerridos misioneros escoltados por conquistadores extremeños y aplicados a convertir indios a sangre y fuego o, en el mejor de los casos, a pregonar el Evangelio desde las azoteas, como dice san Lucas. El cardenal Marengo, el principal soldado de Bergoglio en Mongolia, abriga una idea muy diferente del asunto. Marengo lleva toda su vida adulta dándole vueltas y ha llegado a la conclusión de que, al menos en Mongolia, el Evangelio ni siquiera puede predicarse (no digamos intentar imponerse): debe susurrarse.[4] El verbo «susurrar», recuerda Marengo, «presupone conocimiento recíproco, confianza, intimidad»; también implica una cercanía extrema: el evangelizador convive con el evangelizado, aprende su lengua, se sumerge en su cultura, adopta sus costumbres y formas de vida, se mimetiza con él como Dios se mimetizó con nosotros (...)

Bergoglio no tiene un prototipo ideal de cristiano; pero, si lo tuviera, ese prototipo sería el misionero: una prueba es que él mismo también quiso ser misionero. El misionero es quien practica al máximo la máxima virtud cristiana según Francisco, el principal atributo de Dios: la misericordia. Para Francisco, Dios es misericordia. El misionero ejerce la misericordia de forma radical, en los lugares más remotos, ásperos e ingratos, y lo hace porque está poseído por Dios, porque es un loco completo de Dios y cultiva la esperanza (o la certeza) de que, a través de esa misericordia insensata, contaminará de locura a sus evangelizados, compartirá con ellos su arma secreta, su superpoder imbatible, que es el amor de Dios. En este sentido, para Bergoglio un cristiano que no es de algún modo un misionero no es un cristiano. (...)

—No hay que ser tan pesimista —interviene el padre Ernesto—. Las cosas no van tan mal. 
—Van como el culo. —El padre Giovanni alza la voz—. La Iglesia no ha reconocido que tiene un problema en Europa, en Occidente. Un problema grave. Los templos están vacíos, ya nadie quiere ser sacerdote, no digamos misionero… 
—¿Elegir a un papa como Francisco no es una forma de reconocerlo? —pregunto—. ¿Francisco no es de los vuestros? Un papa latinoamericano, que quiere una Iglesia más sobria y menos mundana, una Iglesia misionera, una Iglesia en salida, como él dice… Hasta este momento, el padre Giovanni me ha escuchado sin impaciencia, entrecerrando los ojos con sorna, en una actitud diáfana. «Eso son palabras», significa. «Faltan hechos. Además, serían necesarios diez Franciscos consecutivos para empezar a arreglar esto». Cuando cito el lema del papa, sin embargo, me corta sin contemplaciones: 
—¡Pero qué Iglesia en salida ni qué Iglesia en salida! (...)


lo que el papa no recuerda o no quiere recordar, sin embargo, es que, a pesar de algún loable proyecto del Gobierno —como el llamado «Un billón de árboles», destinado a combatir la deforestación del país y anunciado a bombo y platillo hace apenas unos meses—, no parece que a la política mongola de los últimos años le haya importado en exceso la ecología, como demuestra el hecho de que Ulán Bator sea una de las capitales más contaminadas del mundo (en 2019, la más contaminada). El papa, en fin, menciona con admiración la voluntad mongola de «detener la proliferación nuclear y presentarse al mundo como un país sin armas nucleares» —como si Mongolia, con su economía minúscula, su población minúscula y su escasa relevancia internacional, tuviera alguna posibilidad de obtener esa clase de armamento o de impedir que otros lo obtengan—, y para rematar alaba la política exterior mongola, con la que su Gobierno «se propone realizar un papel importante para la paz mundial», afirmación que no desata una tormenta de risas entre los asistentes al evento porque se trata de personas educadas y sobre todo porque la mitad de ellos perderían el empleo. Etcétera, etcétera, etcétera. Agotada la batería de embustes, la sala Ikh Mongol estalla en una ovación no indigna de un cine español de los años sesenta tras una hazaña del Zorro o del Politburó del PCUS tras un discurso del camarada Brézhnev. (...)


Días antes del viaje, un periodista especializado en asuntos religiosos, Juan G. Bedoya, publicó en El País una crónica donde recordaba el disgusto de los prelados españoles porque Francisco no haya visitado nunca España, a diferencia de Juan Pablo II y Benedicto XVI, que lo hicieron en tres ocasiones. (Pablo VI no la visitó nunca porque Franco le negó la entrada). Bedoya afirma que Bergoglio no ha logrado que los obispos de mi país se comprometan por entero con su línea pastoral, asegura que recela de ellos y que rechaza algunos de sus comportamientos, desde su reticencia o su negativa a pagar los impuestos que les corresponden hasta su reticencia o su negativa a investigar a fondo los casos de abusos sexuales; por su parte, algunos obispos españoles lo consideran un liante, y no falta quien lo tacha lisa y llanamente de hereje. Junto con la Iglesia norteamericana, la española ha sido quizá la más reacia a su pontificado. (...)

—En el Vaticano son muy pragmáticos —asegura, escéptico—. Allí, hablar del próximo papa, mientras éste todavía vive, no tiene sentido. Porque todo depende de cuánto dure Francisco: no es lo mismo que dure un año o que dure cuatro, la diferencia es enorme, así que hacer previsiones sirve de poco o de nada… Mira, este año ha habido un consistorio… 
—¿Un consistorio?
—Una reunión en la que el papa nombra nuevos cardenales. Casi cada año los ha habido. Y, en cada consistorio, el papa elige diez, quince, veinte, treinta nuevos cardenales. Y esos nuevos cardenales alteran los equilibrios de poder que decidirán la elección del nuevo papa. Así que ahora mismo es inútil hacer previsiones… Claro, los cardenales que elige el papa se supone que están en su línea, salvo alguna excepción… Y a estas alturas Francisco ya ha elegido a la mayoría de los ciento veinte cardenales que elegirán al nuevo papa. (...)



Me aburro. Hasta que, de golpe y sin saber por qué, recuerdo el peor momento del papado de Francisco, o el que a mí me parece su peor momento. Ocurrió el 15 de enero de 2015, ocho días después de que, en París, dos islamistas enmascarados irrumpieran en las oficinas del semanario satírico francés Charlie Hebdo, acabaran a tiros con la vida de doce personas e hirieran a otras once. Fue entonces cuando, a preguntas de los periodistas, el papa justificó sin quererlo aquel crimen espantoso. «No se puede insultar la fe de los demás», declaró, en referencia a las víctimas. «Si un amigo dice una mala palabra de mi mamá, puede esperarse un puñetazo. ¡Es normal!». No sé si es normal o no; lo que sí sé es que, en aquel momento, esas palabras de aparente devoción filial constituían una atrocidad auténtica, y que en ellas asoma sus orejitas aterradoras el lobo inconfundible de la intolerancia milenaria de la Iglesia (además de darle la razón a Cioran cuando escribió que toda religión es una cruzada contra el humor). La afirmación da miedo; el símil es pésimo: la Iglesia es solo una institución, y el cristianismo una fe; una madre, en cambio, es una persona de carne y hueso: las personas son infinitamente más valiosas que las creencias o las instituciones, y la civilización consiste en poder pitorrearse hasta de lo más sagrado sin que nadie te mate. Sin que nadie te pegue siquiera un puñetazo. Ignoro si el papa pidió disculpas por esas palabras funestas. Debería haberlo hecho. (...)

recuerdo a Montaigne, que escribió: «Hay tanta diferencia entre nosotros y nosotros mismos como entre nosotros y los demás». Y recuerdo todos los Bergoglio distintos que, ya antes de emprender este viaje, detecté en la biografía de Bergoglio. Y me acuerdo de que, después de dominar durante años el destino de la Compañía de Jesús en Argentina y Uruguay, ejerciendo el cargo de provincial de la congregación, Bergoglio sufrió un destierro de Buenos Aires y una condena al ostracismo en Córdoba, acusado de conspirar contra sus superiores y de socavar su autoridad, perseguido por una reputación tóxica de soberbia, avidez de poder, inflexibilidad y autoritarismo. (...)

Y me acuerdo de que, después de verle defender de forma airada, en un viaje infausto a Chile, a un obispo encubridor de abusos sexuales, el católico progresista Rafael Gumucio lo llamó, en un libro titulado Por qué soy católico, «un argentino malas pulgas». Y me acuerdo de que yo mismo detecté un ramalazo aterrador de intolerancia en sus palabras impresentables sobre los asesinatos de Charlie Hebdo. Y entonces me pregunto si esos cuatro recuerdos coincidentes son otros tantos indicios de que existe otro hombre debajo del Francisco dulce, manso, tierno, misericordioso, apacible, humilde y sin ambiciones, detrás del cristiano sentado en la silla de san Pedro que la leyenda difundió desde el primer día de su ejecutoria como pontífice, me pregunto si esas cuatro anécdotas disonantes con la imagen oficial de Francisco no serán fisuras que permiten atisbar su trasfondo humano, su desajuste íntimo, su falla profunda, su duplicidad fundamental, como escapes de un gas repelente que en seguida se taponan, y a continuación, casi sin quererlo, me pregunto quién es de verdad Francisco. O, más bien, quién es de verdad Bergoglio, me pregunto si Francisco y Bergoglio son la misma persona, o si Francisco es simplemente un personaje interpretado por Bergoglio como un actor interpreta un papel en un escenario, me pregunto quién es la persona que se esconde bajo el personaje, la cara que se oculta bajo la máscara, me pregunto quién es el Bergoglio auténtico, cuál es el secreto que oculta el papa Francisco, si es que oculta algún secreto. Y justo en ese momento, apenas formulada esa pregunta o esa sucesión de preguntas, me duermo. (...)

Tomo asiento a su lado y le pregunto si la Iglesia española es tan reaccionaria como se dice y su relación con Bergoglio tan problemática o tan mala. Pelayo, que antes que vaticanista es sacerdote y además pertenece a la Iglesia española, encaja el embate con paciencia y me contesta que la palabra «problemática» le parece problemática, y la palabra «mala», excesiva. 
—El papa tiene una voluntad inequívoca de renovar el episcopado español —razona, lo que me infunde la sospecha de que ni la palabra «problemática» es problemática ni la palabra «mala» es excesiva—. (...)

—Perdona, Pelayo —le interrumpo—. Pero, para los ignorantes como yo, Rouco encarna la Iglesia menos partidaria posible de Francisco. —Pues entonces los ignorantes no sois tan ignorantes, porque eso es exactamente así. —Pelayo se retrepa en su asiento, baja la voz y me habla al oído, como si no fuera consciente de que, por alto que lo haga, el bordoneo del avión impedirá que nadie salvo yo entienda lo que dice—. Rouco es un hombre muy sagaz, muy astuto, y nunca se ha manifestado abiertamente contra Francisco, pero ha apoyado a personas y movimientos contrarios a Francisco. Y el papa es consciente de ello… Y Rouco viene a Roma y Francisco lo recibe, porque para eso es un cardenal, pero el papa sabe muy bien que no busca una Iglesia como la que él quiere… Recuerda que la Iglesia de Rouco, en España, era una Iglesia políticamente batalladora, que salió a manifestarse contra el Gobierno socialista; cosa que en España el episcopado no había hecho nunca. Y Rouco ha influido en que se nombren obispos que, sin oponerse abiertamente al papa, porque un obispo no puede oponerse abiertamente al papa, sí pueden alentar actividades de resistencia contra él… Y eso ha pasado. (...)


En nuestro país, por ejemplo, Pablo VI y el cardenal Tarancón sacaron a la Iglesia española del franquismo en los años setenta; porque aquella Iglesia se había quedado viejísima: piensa que, en el concilio Vaticano II, los obispos españoles defendieron las posiciones más conservadoras, piensa que se opusieron al decreto sobre la libertad religiosa, piensa que Franco intervenía en el nombramiento de los obispos. Bueno, pues Pablo VI y Tarancón rejuvenecieron la Iglesia, le devolvieron un prestigio que había dilapidado. Y luego vino Juan Pablo II y trató de hacer lo mismo, pero al revés, intentó volver atrás, a una Iglesia más conservadora, más a su medida… Es que Wojtyla tenía una visión angelical de España, una visión mística, la España de santa Teresa de Jesús, de san Juan de la Cruz, ¿sabías que Juan Pablo II hizo su tesis doctoral sobre san Juan de la Cruz? 
—No. 
—Pues así es… Más o menos ésa era la España de Wojtyla: la España imperial, la de los grandes santos y los grandes místicos. Y él intenta adaptar la Iglesia española a su idea de España. Y ésa es la Iglesia que ahora, todavía, hay que desmontar. Y yo creo que eso es lo que está intentando este papa. (...)


En un ensayo titulado «Un cristiano en la silla de san Pedro», Hannah Arendt cuenta que una sirvienta romana le dijo hacia finales de mayo o principios de junio de 1963, mientras Juan XXIII agonizaba en el Vaticano: «Señora, este papa era un auténtico cristiano. ¿Cómo es posible tal cosa? ¿Cómo pudo ocurrir que un verdadero cristiano se sentase en la silla de san Pedro? ¿No tenía que ser nombrado primero obispo, arzobispo, cardenal, hasta que finalmente fuera elegido papa? ¿Es que nadie se dio cuenta de quién era este hombre?». La pensadora alemana comenta más tarde: «No es difícil de entender la resistencia de la Iglesia católica a promover a altas dignidades a esos pocos cuya sola ambición [como la de Juan XXIII] es imitar a Jesús de Nazaret». ¿Es también Bergoglio uno de esos pocos? ¿Su única ambición en la vida ha consistido en ser un seguidor de Jesús de Nazaret? ¿Es Francisco un segundo Juan XXIII, el prototipo de papa manso, humilde y sin ambiciones, y por eso tuvo la idea inicial de llamarse Juan XXIV (y la final de llamarse Francisco)? ¿Bergoglio es simplemente un cristiano verdadero, un cristiano sentado en la silla de San Pedro? ¿Se equivocó la Iglesia al nombrarlo en el mismo sentido en que, según la sirvienta romana de Hannah Arendt, se equivocó al nombrar a Juan XXIII? ¿Es ése el secreto de Bergoglio? (...)


—Todos los misioneros te dicen lo mismo. —Fazzini no ha dejado de hablar de los locos de Dios. Son ya las nueve, hora del inicio de la audiencia y, alrededor de nosotros, sentados en las hileras abarrotadas, hay ya más del doble de católicos que en toda Mongolia —. «Yo fui allí para convertir gente», te dicen. «Pero fue esa gente la que me convirtió a mí». No es que dejaran de ser católicos, claro: es que encontraron una forma nueva de serlo. (...)



El Gran Inquisidor. Así es como llamo para mis adentros a Víctor Manuel «Tucho» Fernández, prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, antiguo Santo Oficio, antigua Inquisición, desde que Fazzini me anunció que tal vez podría conversar con él. El Gran Inquisidor: como el personaje de Los hermanos Karamázov (o de la leyenda que Iván Karamázov le cuenta a su hermano Aliosha en la novela de Dostoievski), aquel individuo que le exige a Jesucristo resucitado que regrese a su tumba para que la Iglesia pueda seguir administrando su legado y convirtiendo su mensaje emancipatorio de amor en un mensaje de terror y sumisión nacido de un concepto del hombre espeluznantemente lúcido y enteramente opuesto al de Jesucristo («Para el hombre no hay preocupación más constante y atormentadora», dice el Gran Inquisidor, «que la de buscar cuanto antes, siendo libre, ante quién inclinarse»). (...)


La palabra «gracia» es esencial en el cristianismo… Es una palabra que lo podría resumir todo… Gracia es el don gratuito que Dios hace. Es decir, el amor de Dios desborda, se dona, se entrega por completo: todo se explica desde ahí. Y eso se expresa con la palabra «gracia». 
—Pero el papa la identifica con el sentido del humor. 
—Claro, porque esa palabra ha recogido muchos significados… Por ejemplo, Pablo Neruda, en el primero de los Veinte poemas de amor, dice: «Cuerpo de mujer mía, persistiré en tu gracia». Y luego: «Mi sed, mi ansia sin límite…». Pero, fíjese, cuando el poeta buscaba una palabra que hablase de una belleza que se ofrece de un modo total, pletórico, no usó la palabra «hermosura», ni «belleza»: usó la palabra «gracia». Si yo fuera el Gran Inquisidor de Dostoievski me horrorizaría escuchar al Gran Inquisidor de Bergoglio recurriendo a un poema erótico para explicar el máximo don de Dios; pero, como no lo soy, me digo que eso es exactamente lo que ha hecho siempre la gran literatura mística, del Cantar de los Cantares a santa Teresa y san Juan de la Cruz: usar el erotismo para alabar a Dios, el amor humano para describir el amor divino. También el padre Fernández lo ha hecho siempre: en 1995 publicó un libro titulado Sáname con tu boca. El arte de besar; en 1998, otro, La pasión mística. Espiritualidad y sensualidad, que consta de capítulos con rótulos como «El camino hacia el orgasmo» o «Dios en el orgasmo de la pareja», y donde se lee: «Acaricio tu rostro, señor Jesús, y llego a tu boca. […] Acaricio tus labios, y en un inaudito impulso de ternura tú me permites que los bese suavemente». Lo anterior explica que, poco después de nuestra conversación en el Vaticano, cuando Bergoglio nombre cardenal al padre Fernández, éste empiece a ser conocido en determinados sectores de la Iglesia como el Pornocardenal. (...)

Convencido de que el Gran Inquisidor de Dostoievski aplaudiría las páginas web españolas que persiguen a Bergoglio y al Gran Inquisidor de Bergoglio, y acto seguido los quemaría a los dos en la hoguera, le digo al padre Fernández que mi impresión es que, aunque para muchos laicos los cambios que ha introducido Bergoglio en la Iglesia sean minúsculos, casi irrelevantes, para los patrones de la Iglesia no lo son en absoluto. 
—Es la pura verdad —se apresura a convenir—. Hay progresistas que lamentan que Francisco no haya establecido ya que los sacerdotes se casen, o que se preguntan por qué no ha aceptado el matrimonio entre homosexuales, o por qué no… Ellos consideran este papado poco menos que un fracaso, porque no hizo lo que había que hacer. Pero estas personas no comprenden algo que el papa dice siempre, y es que los cambios son procesos, y los procesos son lentos; si no, son autoritarios: un cambio que se impone no produce efecto, genera resistencia, conflicto, puede provocar incluso guerra, y no cala hondo ni tiene futuro, porque luego viene otro y lo anula. Por eso Francisco piensa en procesos que pueden llevar años, décadas, pero son más sólidos. (...)


—Dígame una cosa: ¿usted cree que hay cambios que el papa hubiese querido llevar a cabo y que ha sentido que la Iglesia no estaba preparada para ellos y por lo tanto no los ha llevado a cabo? 
—Bueno, ocurrió en 2019, durante el Sínodo para la Amazonía… Allí se pensó en la posibilidad de que hubiera sacerdotes casados, y él no estaba cerrado a esa posibilidad; de hecho, la veía como algo razonable. Pero el clima que se creó en el sínodo y el nivel de confrontación fue tal que no se consiguió llegar a un cierto consenso. Y entonces el papa respetó la opinión del sínodo y, en vez de hacer lo que él tal vez hubiera querido hacer, no lo hizo. 
—Aunque hubiera podido hacerlo. 
—Hubiera podido, sí. Pero hubiera sido contradecirse a sí mismo y su propia apuesta por la sinodalidad. (...)

¿Cuál es el problema, ahora? Que, si la Iglesia habla de la necesidad de un salario justo, o de respetar y promover al trabajador, si habla en general de problemas sociales, hay sectores políticos que se sienten molestos porque lo interpretan como peronismo, o como populismo, o incluso como comunismo. Pero en nuestro caso es inevitable ese discurso, por la primacía que en la Iglesia tiene la persona, por el valor del ser humano: para nosotros, todo se tiene que someter a ese gran principio. Nosotros no podríamos de repente asumir un pensamiento neoliberal como eje del catolicismo, porque tendríamos que renunciar a una serie de convicciones que son innegociables. (...)

—Lo entiendo, aunque, visto desde ahora, es curioso que los conflictos más serios que vivió el papa con la Iglesia argentina no ocurrieron porque lo acusaran de progresista o de revolucionario, sino de lo opuesto… Me refiero a los rifirrafes que tuvo en los años setenta y ochenta con los suyos, con los jesuitas, que lo consideraban conservador, casi reaccionario, poco activo… 
—No, no, activo siempre lo fue —me ataja el padre Fernández—. Él trabajó siempre en barrios muy pobres, fue siempre un hombre muy entregado a los necesitados (...)

¿Puede ser cristiano quien no cree que no nos morimos del todo, que hay una vida más allá de la vida, otra vida después de ésta? Eso está en el credo —insisto y, durante un segundo de vértigo, es como si el padre Fernández y yo estuviéramos cayendo a plomo por un precipicio—, eso está en el corazón del cristianismo… ¿Se puede ser cristiano sin creerlo? 
—El corazón del cristianismo, para el papa, es el amor de Dios. —El padre Fernández se aferra en su respuesta a una expresión que acabo de emplear, según ha hecho ya otras veces, solo que ahora mi sentimiento es que a lo que acaba de aferrarse es a un saliente desesperado del precipicio, frenando de puro milagro nuestra caída— (...) Ése sería el corazón del cristianismo para el papa… —Pliega otra vez las alas—. Y a uno, cuando se encuentra con eso, no le obsesiona la vida eterna. Vuelvo a acordarme de Rafael Gumucio: «Desde que decidí creer, el problema de la otra vida dejó de atormentarme». 
Quizá por eso tampoco atormenta a mi madre, me digo. Quizá por eso me atormenta a mí, me digo también. (...)

El Gran Inquisidor de Francisco sonríe. Yo pienso en el ateo Bertrand Russell y en el creyente papa Bergoglio, que juzgan por igual que la fe en el milagro de la vida eterna y la resurrección de la carne es consustancial al cristianismo, y que nadie puede considerarse cristiano sin poseerla, y me digo que, en el fondo, ese juicio no es incompatible con lo que acaba de decir el padre Fernández. Pero, justo en ese momento, la memoria me devuelve un pasaje de Los hermanos Karamázov en el que el Gran Inquisidor de Dostoievski le espeta a Jesucristo: «Pero tú sabías que tan pronto el hombre rechaza el milagro, por poco que sea, rechaza inmediatamente, asimismo, a Dios, pues el hombre busca no tanto a Dios como al milagro». ¿Seguimos los seres humanos buscando el milagro? ¿O ya no lo necesitamos o creemos que no lo necesitamos, o simplemente ya no somos capaces de creer en él? ¿Le ocurre lo mismo a la Iglesia? ¿Sigue buscando el milagro la Iglesia o ella tampoco lo necesita o cree que no lo necesita o es incapaz de buscarlo o de creer en él del todo? ¿Ya nos conformamos todos con el amor, que posee una tolerable dimensión humana, y rechazamos el milagro, que posee una intolerable dimensión divina? (...)

—Dígame, padre Fernández —prosigo, tratando de no pensar en lo que acabo de pensar—, ¿qué le parece el argumento utilitario que propone Pascal para creer en Dios? El de la apuesta… Lo recuerda, ¿verdad? Si no es verdad que Dios existe, no pierdes nada; si es verdad, lo ganas todo. 
—A mí me parece espectacular. 
—El Gran Inquisidor de Bergoglio se toca suavemente los pectorales con sus dedos de virtuoso, ampliando la sonrisa—. De hecho, yo a veces me lo aplico. Cuando mi fe, digamos, afloja un poco, a mí el argumento de Pascal me viene muy bien. 
—Pero ¿no es lo contrario del argumento del clásico español que citaba usted antes…? El clásico español dice: gane o pierda, creo en Dios; Pascal, en cambio, dice: creo en Dios porque no pierdo nada creyendo. Usted disculpe: a mí el primero me parece de una pureza moral deslumbrante; el segundo, en cambio, me parece francamente mezquino. 
—Para mí son solo dos cosas distintas —discrepa—. Una cosa es lo que constituye el centro de la predicación, lo más importante: el amor de Dios. Pero es verdad que hay momentos en la vida, sobre todo cuando uno se hace mayor, en que uno piensa que se va a morir, y entonces llega el miedo a la muerte. Y ahí aparece la apuesta de Pascal. Y a mí me sirve. (...)

La ética atea es superior a la cristiana, pero también mucho más exigente que ella: es la ética de los fuertes, la ética rutilante del superhombre de Nietzsche; la ética cristiana es inferior a la atea, pero también mucho menos exigente que ella: es la ética de los débiles, la modesta ética realista, a escala humana, del pecador san Pedro. El argumento de Pascal —si apuestas a que Dios existe y ganas, lo ganas todo; si pierdes, no pierdes nada— equivale o suele equivaler a la conversión del realismo en cinismo: no creo porque creo, sino porque me sale a cuenta creer. O sea: no creo, aunque creo; o creo, aunque no creo. Lo dicho: un win-win hipocritón y ventajista de mercachifle de Dios. (...)

He descubierto el secreto de Bergoglio. El secreto de Bergoglio es que no tiene ningún secreto; el secreto de Bergoglio es que es un hombre normal y corriente. Cierto: existe de entrada en Bergoglio una duplicidad fundamental, una falla profunda, un desajuste íntimo; de uno u otro modo, esa duplicidad existe en todos o casi todos los seres humanos (equivale a la distancia que media entre el yo social y el yo personal), pero en Bergoglio es más acusada. El responsable de ella, sin embargo, no es Bergoglio, o no del todo: el principal responsable es la papolatría, el culto a la personalidad que casi inevitablemente rodea al papa, presentándolo como un titán, como un dechado de virtudes incompatible con la humanidad del Bergoglio real. (Casi inevitablemente, digo: para millones de católicos que consideran al papa el vicario de Cristo en la Tierra, no debe de ser fácil negarse a rendir culto a su personalidad). Nadie es tan consciente de esta mistificación como el propio Bergoglio, y pocas veces la habrá denunciado con más claridad que en una entrevista publicada el 5 de marzo de 2014 en el Corriere della Sera. Allí, preguntado por si hay algo que le disgusta en su imagen pública, el papa responde: «Una cierta mitología del papa Francisco». Y añade: «Sigmund Freud decía, si no me equivoco, que en toda idealización hay una agresión. Pintar al papa como una suerte de Superman me parece ofensivo. El papa es un hombre que ríe, llora, duerme tranquilo y tiene amigos como todos. Una persona ordinaria». (...)

Los testimonios de los jesuitas que frecuentaron a Bergoglio en los años setenta y ochenta son coincidentes; también rotundos: Bergoglio es un hombre de temperamento fuerte, que en aquella época practicó el autoritarismo, se dejó llevar por la soberbia y dio rienda suelta a su ambición de poder. Durante la dictadura militar, el secuestro y tortura de dos jesuitas bajo su mando, Orlando Yorio y Franz Jalics, quizá no hubiera sucedido si esas carencias no lo hubieran vuelto, además, un hombre inflexible, que retiró la licencia religiosa a sus subordinados y de esa forma los desprotegió cuando más protección necesitaban, mandando una señal errónea a unos militares dispuestos a aprovechar la menor excusa para lanzarse contra ellos. Al trauma personal de su responsabilidad en ese episodio terrible se sumó, años más tarde, el trauma profesional (y mucho más duro) de su alejamiento obligado de los jesuitas de Buenos Aires y sus dos años de condena al ostracismo en Córdoba, a setecientos kilómetros de la capital. Fue un período determinante para él. Bergoglio se alojaba en la Residencia Mayor de la Compañía de Jesús, en el centro de la ciudad, donde ocupaba una celda de doce metros cuadrados sin más mobiliario que un catre, una silla, un escritorio, una máquina de escribir Olivetti y un armario escaso de ropa. Cuando llegó, contaba cincuenta y cuatro años, y es muy probable que se sintiese un hombre acabado. (...)

Tal vez solo su elección como papa le deparó a Bergoglio un cierto acuerdo consigo mismo. Tal vez solo la llegada de Francisco a la silla de san Pedro haya insuflado una cierta concordia o armonía en Bergoglio, brindándole una última ocasión inesperada de llegar a ser lo que durante tanto tiempo aspiró a ser, suponiendo que no haya aspirado a serlo siempre: una versión acabada de sí mismo, un Bergoglio quintaesenciado, ideal. Tal vez por eso Francisco sea más Bergoglio que el propio Bergoglio. (...)

Bergoglio no ha derrotado del todo a Bergoglio. Bergoglio es, todavía, un hombre en lucha consigo mismo: contra su propio carácter, contra sus propias flaquezas, contra sus propios demonios. Por eso, porque nadie es más consciente que él del combate interior que lleva tantos años librando, las primeras palabras que pronunció en la Capilla Sixtina, justo después de que lo nombraran papa, fueron: «Aunque soy un gran pecador». Por eso adoptó el nombre de Francisco, emblema de la humildad: para que esa invocación onomástica le ayudase a luchar no solo contra la soberbia, que es el pecado que más detesta, la falta de Satanás, sino quizá sobre todo contra su propia soberbia. Por eso adora a Chesterton, abogado de la humildad franciscana y detractor del orgullo satánico. Por eso las primeras palabras que pronunció desde el balcón de la basílica de San Pedro fueron las palabras de un hombre humilde: argentino, pero modesto. Por eso, en la primera entrevista que concedió como papa, declaró: «Si tuviera que decir qué soy de verdad, diría: “Soy un pecador”». Por eso, después de todos sus discursos, ruega que recemos por él. (...)

¿Lleva razón Hannah Arendt cuando dice que los ateos somos «necios que pretenden saber lo que ningún ser humano puede saber»? ¿Y si es Francisco quien lleva razón? ¿Y si llevan razón mi madre y mi padre y don Florián y el padre Ernesto y los demás soldados de Bergoglio? ¿Y si la vida verdadera no es la que he vivido hasta ahora sino la que viviré tras la muerte, igual que la vida verdadera es la vigilia y no el sueño, aunque el sueño parezca vigilia mientras duermo? ¿Y si Nietzsche se equivocaba y el cristianismo no es una negación de la vida sino una rebelión contra la muerte y por eso la resurrección de la carne y la vida eterna están en su centro —igual que pedazos ardientes de lava en un cráter activo—, porque representan la afirmación de la vida más allá de la vida, más allá de la muerte? ¿Y si el cristiano de verdad no es quien cree en la resurrección de la carne y la vida eterna para consolarse de la muerte o por temor a la aniquilación, sino porque rechaza la muerte y se rebela contra la aniquilación y rotundamente se niega a morir y exige vivir más, más tiempo y más a fondo, hasta el fondo del fondo del tiempo? (...)

EL LOCO DE DIOS EN EL FIN DEL MUNDO.
Javier Cercas.
Random House, 2025