España es, y este es uno de los datos más llamativos, el país donde más personas confirman haberla probado: doce de cada cien personas lo han hecho (excluyendo a los menores, son casi cinco millones de personas). En 2007 eran ocho de cada cien. Al comienzo de los 2000, cinco. ¿Por qué? Noche de sábado, cola en el baño de un bar, parejas o tríos que entran juntos y salen acelerados, con las pupilas dilatadas y la lengua desatada. ¿Una rayita? Festival de música, reparto de funciones: unos compran las entradas y otros pillan. ¿Una rayita? Cena de negocios, se cierra un trato y se adereza con copa y visita al baño o se adelanta la visita a mitad del menú para maridar la adrenalina de la caza del contrato. ¿Una rayita? Fiestas patronales, plegaria a la Virgen y tiros en un callejón. ¿Una rayita? O un lunes cualquiera que se tuerce en la oficina pero hay que rendir. ¿Una rayita? O una reunión entre amigos en la que el postre se sustituye por el azúcar glas que alguien ha traído en una bolsita, cerrado con el alambre del pan bimbo. ¿Una rayita? O una fiesta en una casa en la que ya no hay ni que meterse a hurtadillas. ¿Una rayita? O un profesor universitario en su despacho entre clases, harto de corregir exámenes. ¿Una rayita? O un músico azuzando las musas o espantando los fantasmas, que probablemente sea lo mismo. ¿Una rayita? O un camarero escabulléndose al baño para meterse y aguantar. ¿Una rayita? O una modelo tras un desfile, como dice la canción de Loquillo, "Chanel, cocaína y Dom Pérignon". (...)
O dos médicos en un hospital para resistir el agotamiento y estrés de la guardia. ¿Una rayita? O cualquier otra opción porque caben muchas más y todas son válidas y ciertas. ¿Una rayita? La cocaína está desde hace años integrada en España. Su consumo ya no resulta extraordinario; se ha normalizado. Aunque siga tomándose a escondidas (la ceremonia es parte del consumo) y no se confiese que se hace, es habitual, no sorprende su presencia para quienes la consumen ni para quienes no, al menos en ciertos momentos o contextos y, sobre todo, en ese sector de la población de los adultos entre los treinta y los cincuenta. Su consumo se mantiene estable o sujeto, como el de tantos otros productos, a los ciclos económicos. (...)
Ya no es exclusiva de esa clase alta, de los poderosos o los ricos. Se ha democratizado. El límite es el sueldo. Y ha sucedido, y sigue haciéndolo, en silencio. Sorprende lo integrada que está, como choca que no se hable de ello. De la coca solo se habla para pillar y nunca por su nombre, como si nombrándola se invocara una maldición. (...)
Diez mil pesetas el gramo. Sesenta euros. Ese es el dato más importante. El sueldo medio anual del país en 1982 era de siete mil quinientos euros. Ahora es de treinta mil, cuatro veces más, pero el precio del gramo sigue rondando los sesenta euros. En cuarenta años no ha variado. No le ha afectado la inflación ni la subida del nivel de vida ni el aumento del poder adquisitivo ni la mayor demanda. La cocaína ya no es equivalente al caviar rojo. Uno puede no haber visto jamás el caviar, pero sí permitirse pillar de vez en cuando. Frente a los más de quinientos euros que cuesta en Arabia Saudí, los más de cuatrocientos de China, los casi doscientos de Japón o los más de cien de Estados Unidos, España es de los países más baratos. El más barato de la Europa occidental, donde la media alcanza los ochenta y cinco euros. Solo se encuentra a menor precio en América Latina y en algunos países africanos que, como Senegal, son zona de entrada a este lado del Atlántico. (...)
La pureza, al contrario que los precios, sí fluctúa. Se sitúa entre el treinta y el ochenta por ciento, que es un margen amplísimo, con una media entre el cincuenta y el setenta, pero ha ido variando a lo largo de los años 2000. La segunda década del milenio fue la mejor, pero sin que realmente condicionara. Se eligen los vinos por sus uvas, se eliminan los glútenes y las lactosas de la dieta y se vigilan los picos de glucosa, pero cuando llega el momento de la coca desaparecen los filtros. Quien tiene un buen dealer presume de ello y su contacto es oro. Pero la exigencia, en algunos momentos, no existe. Más que el qué, la calidad, importa el cuándo, la disponibilidad. (...)
En 1986 las drogas (así, en genérico) eran el mayor problema del país para uno de cada tres españoles. El cuarto en gravedad tras el paro, el terrorismo de ETA y la inseguridad ciudadana. Diez años después se convirtió en el segundo tras el paro. Le preocupaba a la mitad de la población. En 2004 el terrorismo subía al primer puesto (fue el año del atentado del 11-M) seguido por el paro, la vivienda y la economía. Las drogas solo las mencionaban dos de cada cien personas. Una década después ya se marginaron como uno de los últimos problemas y así ha continuado desde entonces. La sociedad, tanto quienes las consumen como quienes no, ha perdido el miedo a las drogas. La percepción del riesgo ha desaparecido. Al menos la percepción que había hace treinta años. (...)
Durante muchos años la imagen de la droga en España fue la del mal, la de la delincuencia que generaba, la de que mataba y era indiscutiblemente terrible. En los ochenta su representación era una jeringuilla de heroína tachada y el lema «engánchate a la vida». En los noventa la droga fue un gusano que subía por una nariz hasta el cerebro, como los alienígenas desovan en el interior de los humanos en la ciencia ficción. Se difundían las campañas por televisión y se organizaban conciertos de artistas contra la droga (qué sucedería en esos camerinos...). Los medios de comunicación contribuyeron durante años a difundir esas campañas y esa idea. La droga era la jeringuilla y el gusano y provocaba delincuencia, adicciones y muerte. La droga era un monstruo. (...)
La heroína causó estragos en España en los años ochenta y noventa. Más de trescientas mil personas fueron tratadas por su adicción, más de veinte mil murieron por sobredosis, cien mil se contagiaron del sida por compartir jeringuillas y muchas más de hepatitis. A finales de los ochenta se alcanzaba el pico de consumo, pero fue a comienzos de los noventa cuando más se notaron los estragos. En aquella época se convirtió en la principal causa de mortalidad para los jóvenes en las grandes ciudades. La heroína no solo destrozaba a sus consumidores, también a sus familias, y sacudía a la sociedad por la delincuencia con la que estaba relacionada. Fue una crisis de salud pública. Hoy la heroína es marginal en España. Menos de una persona de cada cien confirma haberla probado alguna vez (frente a las doce de la coca) y solo una de cada mil lo ha hecho en el último año (treinta de cada mil han consumido cocaína). (...)
Cuando aparecieron, la heroína y la cocaína estaban asociadas. La sociedad las metía en el mismo saco, eran las drogas duras, las que enganchaban a la muerte o devoraban el cerebro. Pero después se separaron, no tenían las mismas consecuencias, y eso ha contribuido seguro al cambio de percepción y al auge en España de la coca. (...)
La coca no se asocia a problemas, enfermad ni delincuencia, sino a diversión, estatus y prestigio, incluso. Ahí está de fondo esa imagen de éxito con la que entró. La coca era glamurosa. Después fue siendo de todos, pero con un perfil normalizado. No se distingue a quien la consume. Quien lo hace lleva, de hecho, en la mayoría de los casos, una vida normal, aunque normal sea una palabra que diga poco en cuanto a vidas. Es el padre del niño en el parque, la compañera de trabajo, probablemente el político que aparece en el debate en televisión. Los pringados eran los de la heroína. El perico era de yupis; el caballo, de yonquis. Además, ya lo contaba el periódico en 1982, la coca no enganchaba. Parecía que se podía controlar siempre. El choque de sus imágenes contribuyó a establecer una diferencia abismal entre ellas y a ensalzar la cocaína. Si el consumidor de heroína atracaba para meterse un pico, el de cocaína podía dilapidarla soplando porque le sobraba la pasta. (...)
La Organización Mundial de la Salud no distingue entre unas y otras. Droga es «toda sustancia que, introducida en el organismo por cualquier vía de administración, produce una alteración, de algún modo, del natural funcionamiento del sistema nervioso central del individuo y es, además, susceptible de crear dependencia, ya sea psicológica, física o ambas». Como la cocaína. Pero también como el alcohol, el tabaco, el azúcar o como tantos medicamentos que se recetan a diario. (...)
El gran NO a las drogas, paradójicamente, también fomentaba su consumo. Frente al discurso hegemónico y la droga convertida en el demonio que atemorizaba a la sociedad, hasta situarla como uno de los principales problemas del país, drogarse era rebeldía, ir contra lo establecido, y su consumo furtivo fomentaba su atractivo. Las sustancias son lo que culturalmente se percibe de ellas, para bien o para mal. Con los años y la integración se fue reduciendo el encanto de la transgresión asociada a la coca, como se ha diluido su vinculación con el éxito; incluso la clandestinidad de su ritual tampoco es la que fue. También ha ido perdiendo su cualidad de rebeldía juvenil frente al sistema o de creación de identidad de grupo. Su nivel de consumo entre los menores de veinte años es el mismo que en los años noventa, a pesar de ser infinitamente más asequible. (...)
La ciencia es como una carrera de relevos, aunque solo hay medalla para el que llega a la meta. En 1855, cinco años antes de que Niemann se encerrara en el laboratorio de la universidad, su compatriota Friedrich Gaedcke había hecho la primera gran investigación con la coca, y se convirtió en el primero que aisló el alcaloide de sus hojas. Lo bautizó como eritroxilina, el nombre científico de las plantas de coca. En muchas ocasiones la ciencia es también una ruleta de la suerte que gira, como el mundo, y que el científico no sabe dónde se va a parar ni qué le va a deparar. Eso le sucedió a Niemann. (...)
Niemann aportaba una fórmula molecular para el resultado de su investigación y un nombre al descubrimiento: cocaína. Había aislado la cocaína de las hojas de coca, el principal (para esta historia) de sus múltiples componentes, el que le da sus propiedades analgésicas, anestésicas y estimulantes, y acababa de bautizarla. Aún faltaban años, sin embargo, para que se completara el trabajo. Primero lo hizo su ayudante Wilhelm Lossen, quien repitió su investigación y mejoró la fórmula. Pero fue Richard Willstätter quien fijó la estructura correcta treinta años más tarde. Willstätter acabó ganando el Premio Nobel por su trabajo con las plantas y por desentrañar las claves de la clorofila. De nada de esto se enteró Niemann. Un año después de haberse doctorado decodificando la cocaína y de haberle puesto nombre, ya andaba en el laboratorio con otros retos. Ahora experimentaba con etileno y dióxido de azufre. En su cuaderno apuntó que la mezcla abrasaba la piel y que las heridas tardaban mucho tiempo en sanar. Fue una de las últimas anotaciones que hizo. Semanas más tarde murió a los veintisiete años, como las leyendas del rock, por una enfermedad pulmonar provocada, probablemente, por inhalar el vapor de la mezcla viscosa con la que trabajaba. Había fabricado gas mostaza.
¿UNA RAYITA?
Por qué en España se consume tanta cocaína y no se habla de ello.
DAVID CANALES.
Nuevos Cuadernos Anagrama, 2025