En su relato Flaco Landuchi (perteneciente al libro del mismo título publicado por la Editora Regional de Extremadura), Manuel Vicente González escribe acerca del estrago que la llegada de un fabuloso jugador causa en un modesto equipo de fútbol, construido en base al esfuerzo y formado por una plantilla de calidad discutible que debía ascender a Primera División en base a su sacrificio (continuo) y los (esporádicos) destellos de su estrella.
Todos cuantos conformaban el círculo del club –incluso los medios de comunicación- defendían la pura filigrana de aquel sudaca, pero quienes más vehemencia ponían en aquella defensa eran los propios aficionados, los cuales solamente parecían tener ojos para el Flaco. Daba gloria verlo controlar el balón; pareciera que un mecanismo interno le previniese de la llegada del esférico. Y cuando eso sucedía, cuando adivinaba que alguien se la iba a pasar, ya había dispuesto la utilización que de él iba a hacer. Luego era el amaga elegante, el quiebro, siempre profundo y vertiginoso, o el pase al hueco donde, las más de las veces, no nos decidíamos a acudir los compañeros, maniatados por atávicos complejos que acrecentaban el desparpajo singular de aquel elemento.
Después de una inicial aversión, el grupo de veteranos pasa a una especie de adopción conmiserativa del curioso personaje, visto como un niño estrafalario y fuera de lugar, que no conecta con nadie (ni quiere conectar, todo sea dicho) por su forma de vestir, de hablar, de comportarse y, sobre todo, por su calidad, para el resto estratosférica, dentro del terreno de juego. Sin embargo, esa solidaridad compasiva va derivando en una pura admiración que trae consecuencias nefastas para el equipo:
Pero sólo cuando sospeché de la intención de trasladar al terreno de juego tales remedos me puse a temblar, porque yo sabía que ahí, precisamente ahí (…) no cabía el engaño, porque ahí el único plagio permitido, y además el único que daba resultados, era el que cada cual pudiese llevar a cabo sobre sí mismo.
Ante los horribles resultados (en 15 jornadas van penúltimos) el presidente nombra al Flaco Landuchi jugador-entrenador que, primero, pasa a comportarse, para sorpresa de sus otrora compañeros, con una severidad absoluta y radical y, luego, amparado por el primer resultado favorable, exige el fichaje de otros tres jugadores de su mismo corte y confección, acentuando la división entre estrellas y proletarios y, por lo tanto, provocando la inevitable lucha de clases:
Puesto que todo el equipo giraba en torno suyo, no sólo en el aspecto táctico (…) sino en el metafórico, como jugador que irradiaba una fuerza centrífuga sobre los compañeros, se afanó en que, quienes desempeñábamos la labor de subalternos, es decir, todos nosotros, hiciésemos desaparecer los hábitos adquiridos con su llegada, y aplicáramos nuestras fuerzas a desarrollar el papel de comparsas que siempre nos había caracterizado.
Finalmente, los jugadores curtidos, trabajadores y españoles, se conjuran contra los recién llegados, brillantes, foráneos y diferentes. Primero, negándose a pasarles el balón, pese a las protestas de la afición, que percibe sus intenciones. Después, provocando errores con la peor de las intenciones: conseguir que los resultados sean tan nefastos que el presidente deba despedir al Flaco Landuchi y su corte de estilistas del balón.
Así sucede y así lo cuenta Manuel Vicente González:
“Aquel día respiramos hondo porque supimos que lo habíamos conseguido. Pero también supimos entonces, cuando observamos cómo los cinco intrusos, con la bolsa de deporte al hombro, abandonaban con disciplencia las oficinas del club mientras se despedían de los empleados y atravesaban el campo de tierra buscando la salida del estadio, que ya no iba a ser todo como antaño, porque la huella de su simple presencia había dejado al descubierto nuestras limitaciones”.
Uno, cuando lee esto piensa debería pensar en Diego en el Atlético de Madrid, en la llegada de Reyes al Sevilla del espartano Marcelino, en las broncas de Djalminha e Irureta y las de Guti con todos por donde quiera que ha ido. Pero, sin saber bien por qué, se ha acordado de esta historia después de salir de casa de Gonzalo Hidalgo tras hacerle una entrevista en la que, sin costumbres exóticas ni atuendos estrafalarios, ha devuelto, como el mismísimo Flaco Landuchi, cada melón que le enviaba en forma de interrogación, justo al hueco preciso. Como si fuera fácil. O como si un mecanismo interno le previniese de la llegada de la pregunta. Manuel Vicente González, que conoce bien a Gonzalo Hidalgo y sabe bastante de fútbol, estará de acuerdo con el resumen que hacía Onésimo en la anterior entrada del blog El sentido trágico de la Liga: "qué asco da tener calidad".
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