El espíritu, la dignidad mundana, el arribismo inteligente, la elegancia, el traje a la inglesa y el chiste francés, el juicio tanto más duro cuanto más liberal, la sustitución de la razón por la piedad, la vida como apuesta para perder como señores, os han impedido saber quiénes sois: conciencias siervas de la norma y del capital.
Estos lo que quieren
es dividirnos,
porque tienen miedo
de perder tu sitio.
Sabes que sin violencia
estarías perdido
y metes tu mierda
de miedo en el hocico
a los ignorantes
y a los corrompidos,
los gregarios y serviles
de los que has dormido
con una tele mala
y con ansiolíticos,
para quitarles lo poco
que hemos conseguido.
Ven cientos de ellos
y millones de muerte
a las hermanas y hermanos
más inocentes,
muertos a vuestras manos,
basura indecente.
Dios sabrá vengarlo,
Dios es grande siempre.
Los atentados son de falsa bandera,
cuando atacan a los tuyos por dinero
que te llevas a paraísos fiscales,
dinero con sangre
de tus hermanos a los que traicionaste.
Tú no tienes miedo a lo que estoy diciendo,
no quieres que nadie sepa que pienso,
niegas lo que nuestros ojos están viendo,
eres enemigo de cualquier conocimiento,
y deberías de temer al todopoderoso
porque él quiere vernos a todos muertos.
El espacio es infinito y estamos solos.
Todo es inerte, solo estamos nosotros,
luchando en contra de la naturaleza,
porque solo existe vida en este planeta.
El milagro es que crezcan flores en la Tierra,
al final siempre recoges lo que siembras.
"Me estoy cayendo parriba,
madre dame la bendición.
Aunque que no consiga nada,
tuve mucha ambición.
Las calles están malas,
necesitan medicación.
Antes no le temía a nada,
pero ahora temo perderlo to".
EL BAR
El bar abre a las ocho y cierra cuando puede. Funcionarios y albañiles lo frecuentan por las mañanas. Al mediodía, un estudiante subraya frases junto a una ventana, a una velocidad de diez palabras por hora. Una chica se pinta las uñas sobre un crucigrama. Dos hombres parecidos juegan a las cartas por la tarde. Tres señoras critican a tres señoras que no están. El camarero habla con las máquinas. Una mujer embarazada, cayendo la noche, irrumpe preguntando si ha estado ahí su marido. Alguien le contesta que sí, pero que se marchó hace unas horas.
EL BAR DE AMIGO CHECHU (Drunk song): un poema de Ape Rotoma
El bar de mi amigo Chechu es el café
de Nicanor que canta Joaquín Sabina,
es el Cheers de Boston, where
everybody knows your name
y también knows otras cosas
about you, es la taberna de Moe,
es un refugio nuclear que protege
del fracaso y del desánimo
a unos cuantos desnortados
que devienen importantes y famosos
personajes sólo con estar allí,
es un gran templo pagano
donde oficia sus ministerios
la sacerdotisa Patty, camarera
y confesora, juez y parte,
simpatía por arrobas y una sonrisa perenne,
es también sala de juegos
(tanto da julepe o trívial)
y pabellón de reposo, es un barrio
de Calcuta en ocasiones,
donde se ve lo más raro
y más variado y a nadie le importa un pijo,
donde se habla o no se habla
con nadie o se habla solo,
se arregla el mundo y se rompe,
se respira una empatía hipertrofiada,
se recuerda y fantasea,
se merienda si hace falta una pizza
o un jamón, algo del chino
o del búrguer de la esquina
y, sobre todo, se bebe, claro está,
las copas que pone el Gato
y que parecen piscinas aunque
sin escalerilla, diría mi colega Frito
al que me alegra traer a colación
ya que pasa allí más horas
que los propios taburetes y es el alma
de las obligadas fiestas de los viernes
y los sábados y las menos obligadas
de algún jueves y algún domingo que otro
y del miércoles que toque
porque eso nunca se sabe,
es el abono que propicia la existencia y crecimiento
de una gran familia falsa, o sea,
una de las más auténticas, enmarcada y sustentada
por los vapores etílicos, el humo denso
del tabaco o lo que sea y los viajes
al servicio a lo que sea también,
es la hostia, es el copón
de la baraja, es la leche.
Cuando todo te parece una mierda, y a lo mejor lo es, o no hallas refugio contra tus fantasmas, o cuando en casa hay demasiado ruido, incluso demasiado silencio, pero necesitas seguir escribiendo, siempre te queda el bar. De hecho, mientras haya infierno y bares cerca, hay esperanza. Nada está bastante perdido si todavía puedes dar un portazo, irte de casa y bajar al café. Claudio Magris es uno de esos escritores que no puede trabajar en casa, donde te acechan la familia y los objetos cotidianos. El bar es el sitio, sostiene, “donde la soledad se verifica en medio de los demás”. Se trata de un espacio en el que “no se enseña nada, pero se aprende la sociabilidad y el desencanto”. El novelista italiano acude a escribir casi siempre al Café San Marcos, en Trieste. Está acostumbrado a su torbellino, donde nada lo molesta. En Microcosmos, uno de sus más interesantes libros, rinde homenaje a los cafés. Joya del art nouveau, se trata del mismo local en el que Italo Svevo solía empezar sus mañanas, con la segunda caja de cigarrillos del día a medio fumar. No demasiado lejos de allí, en el Café Stella Polare, Svevo recibía clases de inglés de James Joyce, que también a menudo escribía en bares.
Magris necesita intimidad, y el bar es el lugar perfecto. Solo hay gente y ruido. Al parecer, son la clase de condiciones adversas que favorecen el tipo de aislamiento en el que su literatura avanza con determinación. Porque no se trata tanto de estar solo, como incomunicado, y eso lo consigue pese al ruido de la clientela y la máquina del café. Las multitudes, y sus barullos, también arrullan. Hay un momento en Gilda (1946), de Charles Vidor, en que el individuo que limpia los baños del casino consuela al personaje que interpreta Rita Hayworth diciéndole: “Con tanta gente se siente uno solo”. Esta clase de multitud, justamente, es la que consuela a Magris y lo acuna para escribir entre el gentío.
César Aira, desde las cafeterías del barrio de Flores, en Buenos Aires, también cultiva esta suposición: el bar ayuda a escribir. “Yo necesito una mezcla de concentración y distracción”, asegura, y eso sóolo se lo proporciona un local lleno de gente comentando trivialidades en la barra. “Si hay suerte, alguna me sirve para la siguiente novela, incluso para dar un giro a la que estoy escribiendo en ese momento”.
La literatura no siempre tiene que ver con la comodidad de una habitación con vistas, ni con la posibilidad de escribir en bata y en zapatillas a cuadros, mientras buscas la novela perfecta desde tu hogar. Hay muchas formas de comodidad, y entre ellas se encuentra el fastidio de un local ruidoso y transitado, cuando no con olor a cebolla frita en el ambiente. No es lo peor que puede haber en el aire. En 1922, instalado ya en París, Ernest Hemingway bajaba a escribir al café que había en la planta baja de su edificio, donde se bailaba bal musette a todo volumen. Allí escribió sus primeros cuentos, mecido por el caos, incluso el mal gusto, y bebiendo ron Saint James, con propiedades aislantes. Todo el instrumental que precisaba eran la bebida, las libretas de lomo azul, los lápices y el sacapuntas. Poco después de que su primera mujer, Hadley Richardson, extraviara durante un viaje en tren la maleta con su primer manuscrito, el autor norteamericano se puso a escribir en La Closerie des Lilas Fiesta. El ambiente del local le sentaba bien a su estilo. Allí plasmó también parte de Adiós a las armas. En realidad, las cosas más interesantes, si eras un escritor floreciente, solo podían sucederte en aquel lugar. Allí, de hecho, Francis Scott Fitzgerald le dio a leer El gran Gatsby, después de conocerse, en 1925, en el bar Dingo.
En aquellos años felices, entre guerras, todo lo bueno ocurría en la cama y los bares, como en la actualidad, probablemente. Aunque no se puede hablar de la generación perdida, como su madrina Gertrude Stein la bautizó —”You’re all a Lost Generation“, le dijo a Hemingway durante una de sus conversaciones—, sin mencionar el último reducto: el bar del Ritz. Casi al final de la SEgunda Guerra Mundial, Ernest se sumó a las escaramuzas para liberar el local de la presencia alemana. Y una vez liberado, lo celebró como se debe. La leyenda dice que se bebió 51 dry martinis. Puede ser. En Al romper el alba confiesa, esclarecedoramente: “Por lo que contaban, Churchill bebía el doble que yo y acababan de darle el premio Nobel de Literatura. Yo lo único que intentaba era ir aumentando mi cuota de alcohol para estar a una altura razonable por si me daban el premio a mí, ¿quién sabe?”.
Sin embargo, es un tema que me interesa y que he comenzado a tratar en este blog, agrupando diversos poemas o fragmentos de obras bajo la etiqueta de "La muerte del padre", que espero que vaya aumentando y completándose en los próximos tiempos.
Una esposa está bajo las garras del ser.
Fácil es decir ¿Por qué no terminar con esto?
Pero supongamos que tu marido y cierta mujer oscura
suelen quedar en un bar por la tarde.
El amor no es condicional.
Vivir es muy condicional.
La mujer se instala en una terraza cerrada al otro lado de la calle.
Observa a la mujer oscura
que con la mano le toca la sien como si le estuviera metiendo algo.
Observa cómo
él se inclina un poco hacia la mujer y luego se vuelven atrás. Están serios.
Su seriedad la atormenta.
Las personas que pueden estar serias cuando están juntas es
[porque tienen algo profundo.
Hay una botella de agua mineral sobre la mesa
y dos vasos.
¡No necesitan bebidas alcohólicas!
¿Desde cuando tiene él
estos gustos puritanos?
Un barco frío
zarpa de algún lugar dentro de la esposa
y pone rumbo al horizonte plano y gris,
ni pájaro ni soplo a la vista.
Muchos años después, frente el tribunal de oposiciones, Aurelio Bueno Díaz, habría de recordar aquella tarde de domingo remota en que su padre lo llevó a conocer el Calderón. Plasencia era entonces una ciudad provinciana a medio camino del éxito y la ruina (que, finalmente, se acabaría imponiendo), construida sobre el curso de un río turbio y seco que discurría vacilante sobre un lecho de piedras grises como la vida contemporánea. El mundo ya era viejo pero todavía aguantaba y la gente caminaba con la cabeza gacha, olvidando todo a cada instante. Todos los años, por el mes de mayo, en preparación de la feria, llegaban varias decenas de negros dedicados al comercio ilícito de cultura pirateada y desplegaban mantas abarrotadas de abalorios, cedés, baratijas e imitaciones de las mejores marcas: capitalismo decrépito y consumismo encriptado.
El mundo necesita más azúcar, más libro de autoayuda para imbéciles, poemas con faltas de ortografía en fotos o recitados con voz grandilocuente y música hortera, para compartir por Facebook, Twitter Youtube e Instagram. El mundo requiere de sinvergüenzas jugando a hacerse los sensibles a ver si follan. Y necesita que lo hagan público con descaro: que nos bombardeen a todos por su causa y nos hagan víctimas colaterales de salidos sin carisma, talento ni gracia. Necesitamos más analfabetos funcionales llenándose la boca con palabras que ya no significan nada. Como "principios", "poesía", "cultura", "barrio", "gente" y, sobre todo, que no olviden poner mal tres de cada cinco comas. Sí, el mundo necesita más poemas que repitan tópicos de miradas, Revolución, mariposas, espíritu. Más porno para mamás malfolladas. El mundo precisa de cursis repitiendo peor lo mismo de siempre creyendo que son únicos, distintos, irrepetibles y, sobre todo, necesita gente que les ría las gracias. Así que no te preguntes qué puede hacer la poesía por ti: pregúntate cuánto daño estás dispuesto a hacerle a la poesía de verdad por tirarte el pisto un rato. Y hazlo. A ver si al menos follas.
(Poema publicado en el número 22 de la Revista Nayagua,
Hay algo de siniestro en la conducta
de un virus que se afirma y se replica,
de un verso que organiza sus acentos
o un sentimiento ya cicatrizado.
Seguir es arrastrar lo que nos queda:
maletas somnolientas en la lluvia
y el párpado capaz de endurecerse.
Vivimos, y eso es todo, siendo nada:
las llaves de una casa abandonada.
Jorge Posada es el catcher con el mejor promedio de bateo (.330) en la historia de las grandes Ligas y no el hombre que ha perdido siete veces el dinero al esconderlo entre sus libros.
Jorge Posada participó en seis juegos de estrellas y fue campeón mundial en cuatro ocasiones; distinto, pues, al hombre que al orinar moja su camisa.
Jorge Posada nació en Puerto Rico y forma parte del cuadro ideal de los Yankees; por lo tanto no es el hombre que nació en la única clínica de un pueblo de provincia en México y que en su oficina se le considera el más torpe de los secretarios.
Jorge Posada tiene el aspecto de un deportista de élite y al retirarse sabe que su número y su nombre serán inmortales; el otro, por las mañanas huele y se comporta como un alcohólico e intuye que al morir solo le sobrevivirán un par de cédulas y certificados.
Los amigos que tengo hacen vida de barra,
distraen a las perdidas, salen sólo de noche.
Los amigos que tengo maldicen a la vida
apoyados en barras, meciendo copas frías,
perdidos en la noche.
A menudo, de noche,
mis amigos dan fiestas y beben vino amargo,
pues saben que la vida exige tales gestos
a la guardia más joven que vela sus castillos,
su leyenda dorada.
Los amigos que tuve
acosaban de noche a las niñas perdidas,
castigando las barras de los bares siniestros,
castigando las barras.
Los amigos que tuve , si los tuve,
ya no son mis amigos,
que la noche es de nadie y luchamos por ella.
Mis amigos van solos cuando sale la luna
y nos vemos esquivos y a veces nos hablamos.
Alardea cada cual de sus heridas.
Los amigos que tengo, si los tengo,
llevan luz de la luna en sus ojos cansados.
Yo tengo unos amigos que no sé si los tengo,
cometas que van errantes, gente ociosa que esconde
un corazón helado quemándole en el pecho.
(Por cierto, siempre que leo este poema me acuerdo de esta canción de Loquillo, cuya letra está adaptada por Gabriel Sopeña a partir de un poema inédito de Jacques Brel)