ARREBATOS ALÍRICOS

Me fui sobreviviendo como pude

(José Luis Piquero)


lunes, 4 de diciembre de 2023

LA HUELLA DE LOS DÍAS: la adicción y sus repercusiones (Leslie Jamison)

 

Si tuviera que decir cuándo empecé a beber, cómo fue mi «primera vez», seguramente señalaría la primera ocasión en que me emborraché hasta perder el conocimiento o quizá la primera en que busqué intencionadamente ese «apagón», la primera vez que no quise nada más que ausentarme de mi propia vida. Puede que todo empezara la primera vez que vomité después de beber, la primera vez que soñé con beber, la primera vez que mentí sobre la bebida, la primera vez que soñé que mentía sobre la bebida, cuando la necesidad de beber se había vuelto tan poderosa que no me quedaban apenas fuerzas para nada que no fuera plegarme a esa necesidad o luchar contra ella. Una vez que empecé a beber a diario, puede que mi hábito de beber estuviera asociado a determinados patrones, más que a momentos específicos. (...)

Si los relatos sobre la adicción se alimentan de la oscuridad –la hipnótica espiral de una crisis que no se detiene ante nada y se hace cada vez más profunda–, la recuperación se ve a menudo como la muerte de la tensión narrativa, el anodino terreno del bienestar, un tedioso apéndice al fascinante incendio anterior. Yo no era inmune a esta percepción. Las historias de destrucción siempre me habían cautivado. Pero quería saber si el relato sobre alguien que sale del agujero podía llegar a ser tan absorbente como el de alguien cuya vida se viene abajo. Necesitaba creer que sí. (...)

Al echar la vista atrás, siento vergüenza ajena solo de pensar en esa teatral puesta en escena, pero al mismo tiempo no puedo evitar sentir cierta ternura hacia esa chica que quería expresar la inmensidad de lo que sentía y para hacerlo usaba lo que tenía más a mano: vasos de plástico desechables, una forma de cultivar el dolor que tomaba prestada de la misma persona que la había abandonado. Yo había compartido con mi novio una especie de camaradería especial: en pleno verano, y en el sur de California, nos poníamos manga larga para que nuestros padres no vieran los cortes que lucíamos en los brazos y decíamos que las tiritas de mis tobillos se debían a rasguños que me había hecho con la cuchilla de afeitar. Cortarme y escribir eran las formas que había encontrado para sortear mi incurable timidez, que vivía como un constante fracaso. (...)



En John Barleycorn, una novela publicada en 1913, Jack London mencionaba dos clases de borrachos: los que malvivían en los bajos fondos alucinando con «ratones azules y elefantes rosados» y aquellos a los que «la blanca luz del alcohol»6 había permitido acceder a las verdades más crudas: «los despiadados y espectrales silogismos de la lógica blanca.» Los borrachos que pertenecían a la primera clase tenían el cerebro destrozado por el alcohol, «roído hasta la impasibilidad por gusanos impasibles»,7 pero a los de la segunda clase, en cambio, el alcohol les agudizaba los sentidos. Veían la realidad con más lucidez que el común de los mortales: «Ve a través de todas las ilusiones [...]. Dios es malvado, la verdad es una estafa y la vida es una broma [...]. Mujer, hijos y amigos se ven desenmascarados, en la deslumbrante luz blanca de su lógica, como fraudes y farsas [...]. Ve su naturaleza endeble, fútil, miserable y digna de lástima.» El borracho «imaginativo» vivía esta visión como un don y una maldición a la vez. El alcohol le concedía la capacidad de ver, pero se la cobraba con un «súbito desbordamiento o un paulatino rezumar». London se refería a la tristeza del alcoholismo como una «tristeza cósmica»,8 no una pena pequeña, sino inmensa. Según la antigua canción popular que estaba en el origen del personaje, John Barleycorn era la personificación del alcohol etílico, un espíritu que sufría los ataques de borrachos doblegados por la botella, hombres que buscaban revancha por lo que él les había hecho. En la novela de London, era más bien una sádica hada madrina que concedía a sus protegidos el cruel don de una sabiduría desoladora. (...)

Durante la fase más aguda de su alcoholismo, Carver sostenía que gastaba doscientos dólares al mes en bebida, un sueldo nada desdeñable que pagaba a esa otra persona presente en la habitación. «Por supuesto que hay toda una mitología asociada al alcohol –dijo en cierta ocasión–. Pero nunca me ha interesado lo más mínimo. Lo que a mí me gustaba era beber sin más.»13 A mí también me gustaba beber, pero además me atraía la mitología en torno a ese hombre que no se sentía atraído por el mito del alcohol. Estaba bastante segura de que nos pasaba lo mismo a todos. Carver era un gran admirador de John Barleycorn, la novela de London. Se la recomendó a un editor mientras tomaban una copa de aperitivo, asegurándole que en ella London se enfrentaba a «fuerzas invisibles».14 Luego se levantó de la mesa y abandonó el restaurante. A primera hora del día siguiente, ese mismo editor recibió una llamada de la cárcel del condado, donde Carver dormía la mona en un suelo de hormigón, entre rejas. (...)


Si había un libro que todo el mundo veneraba en Iowa, oráculos de la poesía y arquitectos de la prosa por igual, era Hijo de Jesús, de Denis Johnson. Esta recopilación de relatos cortos era nuestra biblia de belleza y deterioro, una visión alucinada de cómo y dónde vivíamos, entre fiestas celebradas en casas de campo, mañanas de resaca y cielos de un azul tan rabioso que te dolían los ojos al mirarlos. (...)

Me gustaba leer en voz alta, en mi habitación de Iowa, uno de sus párrafos finales: «La besé entera, mi boca sobre su boca abierta, y nos encontramos dentro. Ahí estaba. Era real. La larga caminata por el pasillo. La puerta que se abre. La hermosa desconocida. Los jirones de luna remendados. Nuestros dedos apartando las lágrimas. Ahí estaba.»20 Johnson pretendía hacernos creer que un solo y estúpido beso podía cambiar algo, que un momento de éxtasis etílico podía cambiar algo, que hasta las cosas más nimias podían ser importantes, como la caminata por el pasillo, la puerta abierta o incluso la desconocida sin nombre. Todo sumado, quería decir algo. Quién sabe el qué, pero alcanzábamos a intuir sus bordes desdibujados. Había algo hermoso y necesario en el papel que desempeñaba el sufrimiento en los relatos de Johnson. La verdad acechaba más allá de los límites de la destrucción y la pena. El sufrimiento humano se traducía en algo material, como una joya o un pájaro recién salido del cascarón. Cuando una mujer se enteró de que su marido había muerto, al otro lado de una puerta de hospital que dejaba pasar una sola rendija de intensa luz, como si «alguien estuviera incinerando diamantes allí dentro»,21 «chilló» como el narrador «imaginaba que chillaría un águila», y no se sintió horrorizado, sino cautivado por ese sonido. «¡Era maravilloso estar vivo para poder oírlo! –dijo–. He buscado esa sensación por todas partes.» A mis alumnos de la facultad les pareció cruel, esa caza y captura del sufrimiento que practica el narrador, pero yo pensé: «Lo pillo.» Yo también hubiese escarbado bajo la puerta del hospital en busca de esos diamantes, en busca del ardor y el sonido estridente de su destrucción. (...)

Sus personajes desempeñaban el papel de profetas borrachuzos, eran nuestros Virgilios en el descenso a su particular infierno. «Porque todos creíamos que éramos trágicos, y bebíamos –nos dice el narrador de Johnson–. Nos sentíamos impotentes, predestinados.»23 Sus relatos insistían en que todo lo que había a nuestro alrededor era importante: el sueño y el humo de los cigarrillos de clavo y el gélido frío de este lugar. «Ahí estaba –escribió–. Era real.» (...)

No quería que Daniel me deseara y punto, sino que deseara hacerlo todo conmigo. Menos que eso me parecía un rechazo. Supongo que, para él, resultaba un poco agotador. Yo no soportaba ese estado difuso que mediaba entre ser perfectos desconocidos y comprometerse a pasar el resto de la vida juntos o, lo que es lo mismo, salir con alguien. (...)


En 1967, la revista Life publicó un perfil de ocho páginas sobre John Berryman titulado «Whisky y tinta, whisky y tinta» que incluía fotos del genial poeta barbudo metiéndose en el bolsillo a toda la clientela de un pub irlandés, perorando ante un rebaño de jarras de cerveza vacías y ribeteadas de espuma, cargando la cruz de su sabiduría y el antídoto de su whisky. «Whisky y tinta –empezaba el artículo–. Estos son los líquidos que John Berryman necesita. Los necesita para sobrevivir y para describir lo que lo distingue de otros hombres e incluso de otros poetas: su singular conciencia, aguda hasta la exasperación, de la condición mortal del ser humano.»24 No era exactamente lo mismo que la lógica blanca, pero tampoco andaba lejos. El whisky no concedió a Berryman su clarividencia, pero lo ayudó a sobrellevarla. Aun así, el artículo echaba mano del resplandeciente vínculo entre el alcohol y la oscuridad, entre el alcohol y cierta clase de lucidez. También incluía un anuncio a toda página de Heineken. Los poemas más famosos de Berryman, The Dream Songs («Cantos soñados»), evocan un paisaje dominado por el alcohol y una conciencia atormentada. «Existo, fuera de mí. Reina un pánico increíble [...] las bebidas hierven. Las bebidas heladas hierven» (...)

The Dream Songs respira una extraña y nueva forma de oxígeno. «¡Eh, vosotros! Profesores adjuntos, titulares de departamento, asociados, monitores y demás –anuncia Henry–: os daré una losa»27 (por «os diré una cosa»). Su voz ebria lo empuja hasta los límites del absurdo, sugiriendo así que toda creación debe ocurrir más allá de las fronteras de la comodidad. Uno de los amigos de Berryman le dijo en cierta ocasión que vivía como si hubiese pasado «toda su puta vida a la intemperie sin la menor protección [...] con los ojos destrozados por lo que han visto y por aquello de lo que han intentado apartar la mirada». (...)
A propósito de Henry, su yo poético, escribió lo siguiente: El ansia era algo intrínseco en él, vino, tabaco, copas, más, más, más. Hasta quedarse hecho añicos. Los añicos se enderezaron y se pusieron a escribir. (...)

La inspiración ocultaba una amenaza de muerte [y] la bebida era un elemento estabilizador. Mitigaba en cierta medida esa fatídica intensidad.»37 Pero aunque Berryman creyera de veras que el alcohol lo ayudaba a sobrellevar la fatídica intensidad de su propia visión poética, no podía negar que generaba otras intensidades a su paso. Después de que lo detuvieran, acusado de embriaguez y alteración del orden público, perdió su puesto como profesor en la Universidad de Iowa. Cuando me topé con la leyenda de Berryman, descubrí una seductora aura maldita en todo lo que tocaba, el tufillo dulzón y embriagador del conflicto y la ruptura. «Me pasa a menudo –le escribió un amigo– que tus poemas se me antojan la luz que vemos ahora de una estrella que ya no es más que ceniza.»38 ¿Qué papel podía desempeñar la sobriedad en esa espléndida trayectoria de llamaradas y podredumbre? En The Dream Songs, vi la prueba de una conciencia atormentada, la prueba de que uno puede escribir desde el sufrimiento. Vi lo que los añicos de Berryman se habían sentado a escribir: «Habrá (hay) quien le vea ventajas a la sobriedad / pero son muy pocas.» (...)


En Iowa, pasaba los días leyendo a poetas alcohólicos que habían pasado a mejor vida y las noches intentando acostarme con los poetas vivos. Me abría paso a besos entre los aspirantes al canon literario del futuro. Me sentía atraída por las mismas chispas de caos luminoso que habían animado las viejas leyendas. Idolatraba a los más icónicos de los escritores alcohólicos porque percibía su alcoholismo como prueba de una climatología interna extrema: volátil y auténtica. Si tanto necesitabas empinar el codo, por fuerza tenías que estar sufriendo, y beber y escribir eran dos respuestas distintas a ese mismo dolor punzante. Podías anestesiarlo o, por el contrario, darle voz. Mi capacidad para ver cierto atractivo en la disfuncionalidad provocada por el alcoholismo –para elevar a la condición de fetiche su relación con la genialidad– era en el fondo fruto de un privilegio, el de no haber sufrido nunca de veras. Mi fascinación estaba en deuda con lo que Susan Sontag denomina la «noción nihilista y sentimental de “lo interesante”».40 En La enfermedad y sus metáforas, Sontag describe la idea decimonónica de que, cuando uno enferma, se vuelve también «más consciente, más complejo desde el punto de vista psicológico». La enfermedad se convirtió en una «decoración interior del cuerpo», mientras la salud se consideraba «banal e incluso vulgar». Sontag se refería a la tuberculosis, pero había una lógica inquebrantable que emparentaba el sufrimiento con la sensibilidad, con la perspectiva alterada, con ser «interesante». Cuando empecé a beber –a la sombra de todos esos legendarios bebedores de Iowa y a la sombra más alargada aún de Faulkner, Fitzgerald y Hemingway, Poe y Baudelaire, Burroughs y sus yonquis, De Quincey y su opio, un canon cuyas fronteras no percibía aún como profundamente limitadas–, la adicción me parecía fecunda. Se asemejaba mucho a la decoración de interiores, un accesorio que interpelaba las profundidades del alma. Cuando mi alcoholismo traspasó cierto umbral –un umbral que yo imaginaba como un túnel existencial, oculto bajo la quinta o sexta copa–, me sumió en una oscuridad que se parecía a la sinceridad. (...)

Era como si todas las superficies relucientes del mundo fueran falsas y la verdad subsistiera en el desesperado espacio subterráneo del alcohol. Patricia Highsmith sostenía que beber ayudaba al artista a «ver de nuevo la verdad, la simplicidad y las emociones primarias», reformulando la lógica blanca de Jack London como un núcleo visible, algo vital que permanecía cuando el alcohol nos despojaba de las distracciones triviales de todo lo demás. Era otra capa más en la compleja y circular relación que yo iba construyendo entre beber y hacer: el alcohol te ayudaba a ver y, luego, te ayudaba a sobrevivir a lo visto. El atractivo no residía tan solo en la ebriedad –como portal o como vendaje–, sino también en la relación de seducción que se establecía entre creatividad y adicción: su entrega absoluta, su naturaleza extrema. Los escritores que se veían así de subyugados eran hombres que sentían las cosas de un modo más intenso que el común de los mortales, que convivían con la oscuridad hasta que, en un momento dado, el propio drama de la subyugación se convertía en algo sobre lo que valía la pena escribir. ¿Por qué nos referimos siempre a esos escritores en masculino? Porque los viejos mitos de la literatura y el alcohol eran todos hombres, como si hubiesen cavado sus propias tumbas sobre las leyendas de quienes los precedieron, en una línea genealógica testosterónica de egos inflados y disfuncionalidad sublimada: Carver se rendía ante la lógica blanca de London; Cheever se imaginaba muriendo como Berryman; Berryman se veía siguiendo los tambaleantes pasos de Poe, Crane, Baudelaire. Denis Johnson leyó un solo libro durante su paso por la Universidad de Iowa: Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, cuyo protagonista lo dijo a las claras: «Una mujer no podría entender los peligros, las complejidades y, en efecto, la trascendencia de la vida de un borracho.» (...)

Puede que Marguerite Duras supiera algo sobre esas complejidades tras engullir litros de burdeos barato o tras los brutales tratamientos de desintoxicación que la dejaban al borde de la muerte. Puede que supiera algo sobre la vergüenza de ser una mujer que sabía algo sobre el alcoholismo. «Cuando una mujer se emborracha –escribió–, es como si lo hiciera un animal o un niño.» Las mujeres alcohólicas rara vez se asociaban con la imagen de vividores que sí tenían ellos. Cuando estaban bajo los efectos del alcohol, las mujeres eran como animales o niños: estupefactas, desvalidas, avergonzadas. Su alcoholismo no era tanto el necesario antídoto de su propia y asombrosa clarividencia –un catalizador o un bálsamo para estos Virgilios del paraíso perdido– cuanto una forma de autocompasión o melodrama, de histeria, de sufrimiento gratuito. Puede que las mujeres supieran algo sobre las complejidades de la vida de un borracho, pero su alcoholismo nunca tendría la trascendencia, citando a Lowry, del de un hombre. Si no bebían como niños, bebían en vez de cuidar a sus niños. Una mujer que se refugiaba en la bebida era por lo general una mujer que no cumplía con sus deberes en el seno del hogar y la familia. En un manual de psiquiatría hallamos la siguiente descripción de las «creencias tradicionales» que han influido en la percepción del alcoholismo según lo practiquen hombres o mujeres: «En una mujer, la ebriedad se consideraba señal de incapacidad para controlar sus relaciones familiares.» (...)

A lo largo de las tres primeras novelas de Rhys, el alcohol es una criatura con forma cambiante. Se va despojando de sus distintas caretas de placer hasta quedar expuesto como un intento de huir de la misma tristeza que siempre acaba agudizando. Una de las protagonistas de Rhys cuenta, en la primera etapa de su alcoholismo, que el vino dota de significado un anodino paisaje urbano: «Era asombroso lo excepcional, coherente y comprensible que todo me parecía con una copa de vino en el estómago vacío.»57 El vino convierte en un inmenso océano al «huraño» Sena que fluye al otro lado de los postigos cerrados. «Estando borracha –reflexiona–, podía imaginar que era el mar.» Pero la dependencia del alcohol cede paulatinamente a la desesperación. «Esta noche tengo que emborracharme –decide otra de las protagonistas de Rhys cuando su amante la abandona–. Tengo que emborracharme tanto que no pueda caminar, tanto que no pueda ni ver.»59 La protagonista de su cuarta novela, Buenos días, medianoche, ha tenido «la brillante idea de emborracharme hasta morir».60 La propia prosa da cuenta de su progresiva decadencia, diluyéndose en sucesivas elipsis, encallando en los espacios en blanco de las lagunas de memoria provocadas por el alcohol. Sasha ha llegado a París tras intentar en vano quitarse la vida en Londres. Se aloja en una pensión barata en un callejón sin salida y pasa los días durmiendo, tomando pastillas para dormir más todavía y deambulando por una ciudad que le recuerda, en cada café, en cada esquina, una juventud que no cumplió sus promesas: el matrimonio roto, el bebé que murió. La novela habla con sinceridad del precio del alcoholismo –cómo empequeñece el mundo y socava el espíritu–, así como de su logística: lo fácil que es emborracharse con el estómago vacío, la nostalgia por los tiempos en los que su tolerancia al alcohol era menor. «A veces me siento tan desdichada como tú –le dice otra mujer a Sasha–. Pero no dejo que todos lo vean.» (...)

Mientras el legendario borracho masculino se las arregla para encarnar un envidiable abandono –la temeraria y autodestructiva búsqueda de la verdad–, su homóloga femenina es vista casi siempre como culpable de haber abandonado a los suyos, del delito de negligencia. Su alcoholismo la ha llevado a violar el primer mandamiento de su sexo, «Cuidarás de los demás», revelándose como un incumplimiento intrínsecamente egoísta de ese deber. (...)

«Ojalá pudiera entender mejor este dolor que me ha acompañado a lo largo de toda la vida –escribió Rhys–. Siempre que he intentado escapar, me ha atrapado y me ha obligado a volver. Ahora ya ni lo intento.»11 No era fácil vivir instalada en ese dolor. «No tienes ni idea, querido –anotó en su diario, como si ensayara una carta– de lo que he llegado a beber últimamente.» 12 Rhys siguió bebiendo durante mucho tiempo. Nunca se perdonó a sí misma por haber estado de copas mientras su hijo se moría y conservó el recibo del entierro hasta su propia muerte: ciento treinta francos con sesenta céntimos por el transporte, un diminuto ataúd y una cruz provisional.13 Lenglet y ella tuvieron otra hija llamada Maryvonne que sobrevivió, pero Rhys no podía cuidar de ella. Maryvonne vivió en un convento y más tarde con su padre, que pasó algún tiempo en la cárcel pero se las arregló para ejercer la paternidad de una forma más estable que Rhys. En cierta ocasión, mientras Maryvonne estaba pasando unos días con ella, Rhys montó en cólera con la niñera porque ambas habían vuelto a casa a las cuatro de la tarde. «¡Llegáis demasiado pronto!»,14 chilló. Quería estar a solas, para beber y también para escribir. Rhys nunca se vio a sí misma como una genial tarambana, a diferencia de los escritores alcoholizados de su generación, porque la obligaron a verse como una madre fallida. Según las «creencias tradicionales» que consideraban su alcoholismo motivo de vergüenza, la expresión de una incapacidad, cuando Rhys bebía estaba tomando algo, buscando con avidez una sensación de liberación o huida. (...)

Uno de los problemas de vivir como si tu pena ocupara el mundo entero es que nunca es así y las personas que viven más allá de sus fronteras suelen tener sus propias necesidades. Cuando tenía seis años, Maryvonne le dijo a una amiga: «Mi madre quiere ser artista y se pasa la vida llorando.» (...)

Después de que su primer amante la dejara, Rhys dijo: «Estoy descubriendo lo útil que es el alcohol.»17 Sus palabras tenían sentido para mí. El desengaño amoroso no era motivo para beber, pero podía suponer la oportunidad de descubrir lo que la bebida podía hacer por ti. (...)
Rhys lloró amargamente en el piso superior de un autobús londinense. Empezó a dormir quince horas al día. «Y entonces se convirtió en parte de mí, de tal modo que la hubiese extrañado si hubiese desaparecido –escribió–. Me refiero a la tristeza.»19 Había perdido mucho –un hombre, un gato, la posibilidad de tener un hijo–, pero había ganado algo a cambio: una nueva forma de ver a su inquilina más antigua, la tristeza, algo que habría echado de menos «si hubiese desaparecido». Ese uso del condicional parecía encerrar una profecía cargada de amargura: la tristeza no había desaparecido y nunca lo haría." (...)

Conocía el lastre de la autocompasión, a ratos se detestaba por ello y a ratos lo reivindicaba con orgullo. En cierta ocasión escribió a un amigo: «Ya ves que me gustan las emociones. Las defiendo, soy incluso capaz de regodearme en ellas.»21 Era la Sherezade del regodeo. Tejía sus historias a partir de ese exceso de emoción. Un exceso al que apenas sobrevivió. Sus novelas abordaron el alcoholismo con mucho acierto: su dimensión íntima, el efecto señuelo, el hecho de que el alcohol le prometiera libertad pero al final la dejara de rodillas, sacudida por arcadas. (...)

Rhys acabó convirtiendo su desengaño amoroso en una carrera literaria. Cogió la vergüenza de haber sido abandonada por Lancelot, junto con todas las formas de castigo que se infligió a sí misma a raíz de ello, y lo transformó todo en el tema de su primer manuscrito, Viaje a la oscuridad. Su heroína, Anna, es la amante de un hombre llamado Walter hasta que él la rechaza. Pero ni siquiera entonces puede odiarlo. «No es que me sienta desdichada –dice–. Lo que pasa es que me apetece una copa.»25 La casera le regaña por haber manchado su edredón de seda con vino. La vida de Anna después de Walter está plagada de edredones manchados y lonchas de beicon reblandecidas. Está plagada de hombres que, con gesto furtivo, deslizan cinco, diez libras, quizá un poco más, en su bolso a mitad de la noche, después de follársela, y luego le escriben para volver a follar con ella o no le escriben. Todo se reduce a eso, más pronto que tarde, a que no escriben. (...)
Beber y echar de menos a un hombre, beber y echar de menos el dinero, beber y echar de menos tu casa, todas estas cosas acababan enredándose. (...)
Follar borracha se convirtió en una forma de purgar sentimientos, de trasvasarlos a otro recipiente, como quien retira la grasa que suelta la carne al cocinarla, la vierte en un tarro y la aparta para que no atasque las cañerías. (...)

Al margen de la universidad, había conocido a un hombre mayor que vivía fuera de la ciudad. Me iba hasta su gran casa, en la que había un horno con todos los números perfectamente visibles, y le preparaba pollo salteado, el único plato que sabía hacer. Nos emborrachábamos o, mejor dicho, yo me emborrachaba. En realidad, no sabría decir si él también se emborrachaba. Follábamos y luego yo me ponía una de sus camisetas de baloncesto y me encerraba en el baño a llorar. En ese momento me compadecía de mí misma, pero ahora, al echar la vista atrás, es él quien me da lástima al pensar en esa chica que se presentaba en su casa, le preparaba un pollo correoso a cambio del cual pretendía que la colmara de alabanzas y luego se encerraba en el baño a llorar como una magdalena. Era evidente que esperaba algo más de él, pero ¿el qué? Ninguno de nosotros lo sabía. (...)

Mi anhelo de sentirme deseada era como algo físico que manaba de mi interior a borbotones –quiero, quiero, quiero– y me asqueaba esa espita rota en la que me había convertido. Que un hombre me dijera que quería follarme, que me lo susurrara al oído, era como tomar el primer sorbo de whisky, el mismo chorro de calor que va directo a las entrañas. Por lo general, empezaba mejor de lo que acababa: la boca pastosa al día siguiente, la cama ajena, las sábanas sudadas. (...)

Quería creer que esa nueva forma de beber que había empezado a practicar, y que consistía en buscar de modo consciente e intencionado la pérdida del conocimiento, me permitía conocer una parte de mí misma con la que nunca hasta ese momento había estado en contacto, algo que tanteaba a ciegas tratando de percibir su forma, como si fuera un objeto sumergido en aguas turbias. In vino veritas era una de las promesas más atractivas del alcohol: que no traía consigo la degradación sino la iluminación, que no impedía ver la verdad, sino que la desvelaba. Si eso era cierto, mi verdad se desvanecía hacia la mitad de las comedias románticas que veía a solas por la noche, hasta que el alcohol me arrastraba consigo. (...)

Toda historia de adicción requiere un villano. Pero Estados Unidos nunca ha logrado decidir si los adictos son víctimas o delincuentes, si la adicción es una enfermedad o un delito. Así que aliviamos la presión de esa disonancia cognitiva aplicando distintas varas de medir psicológicas –a unos adictos los compadecemos, a otros los culpamos de su adicción– que se solapan entre sí y cambian sin cesar para acomodarse a nuestras intenciones: los alcohólicos son genios torturados. Los drogadictos son unos zombis marginados. Los hombres borrachos son interesantes. Las mujeres borrachas son malas madres. Los adictos de raza blanca saben que habrá testigos de su sufrimiento. Los adictos de raza negra saben que serán castigados por el suyo. Los adictos famosos se someten a costosos tratamientos de rehabilitación, como la terapia equina. Los adictos pobres lo pasan mal y punto. Si te pillan con crack encima, te caen cinco años entre rejas, pero si te pillan conduciendo bajo los efectos del alcohol solo pasas una noche en la cárcel, aunque los accidentes provocados por conductores ebrios causan más muertes al año que la cocaína.1 En El color de la justicia, un estudio colosal sobre la exorbitante tasa de encarcelamiento en Estados Unidos, la jurista Michelle Alexander señala que muchos de estos sesgos reflejan, en un plano más amplio, «quién se considera prescindible –alguien que debe ser eliminado del cuerpo político– y quién no».2 Estas distinciones entre adictos, alcohólicos y consumidores de drogas según el color de su piel no son fruto de la casualidad, sino consecuencia de nuestra necesidad de envilecer a una parte de la población con la excusa de proteger a otra. (...)


«¿Qué tenemos en contra del drogadicto?», se pregunta el estudioso Avital Ronell, y contesta con una cita de Jacques Derrida: «Que corta todos los lazos con el mundo, que se exilia de la realidad y se marcha lejos de la realidad objetiva y la vida real de la urbe y la sociedad; que se evade en un mundo de simulacro y ficción [...]. No podemos aceptar el hecho de que el suyo sea un placer nacido de una experiencia ajena a la verdad.» Esta visión del adicto como un agente de traición que socava el proyecto social común es un rasgo estable de lo que la criminóloga Drew Humphries denomina «el relato del miedo a las drogas».3 Se trata de un género clásico estadounidense que señala una sustancia en particular como causa de alarma –a menudo de forma arbitraria, sin que se haya disparado el consumo de la misma– para convertir a una comunidad marginal en el chivo expiatorio de turno. Ocurrió con los inmigrantes chinos y el opio en la California del siglo XIX, con el consumo de cocaína entre la población negra del sur de Estados Unidos a principios del siglo XX, con los mexicanos y la marihuana en los años treinta, con el consumo de heroína por parte de los negros en los años cincuenta, con la epidemia de crack de las zonas urbanas deprimidas en los ochenta, con el auge de la metanfetamina en las comunidades blancas empobrecidas a principios del siglo XXI. (...)

Afirmar que el relato del miedo a las drogas es un género tóxico no impide negar el daño que pueden hacer las sustancias estupefacientes, ni la desolación que las adicciones dejan a su paso, sino que se trata sencillamente de reconocer que la «adicción» siempre ha sido dos cosas a la vez: un conjunto de neurotransmisores trastocados y una serie de historias que hemos contado sobre esa disrupción. Así, la adicción se convierte en una epidemia contagiosa, una deliberada renuncia al deber cívico, una valiente rebelión contra el orden social establecido o el noble grito de protesta de un alma atormentada. Todo depende de quién cuenta la historia y quién consume las drogas. El neurocientífico Carl Hart ha escrito sobre un relato en torno a las drogas del que nunca se habla, la «historia escasamente emocionante de la “no adicción” que nadie cuenta» y que –nos recuerda Hart– podría aplicarse a la mayoría de los consumidores de drogas. (...)

el sistema jurídico estadounidense establecería dos categorías distintas y polarizadas entre sí para ambas adicciones, al alcohol y a las drogas, en el imaginario social: la primera era vista como una enfermedad, la segunda como un delito.8 Puede resultar tentador equiparar las drogas «duras» con la adicción o el alcohol con un consumo recreativo, pero en realidad la distinción entre ambas se basa sobre todo en normas sociales y en la jurisprudencia. Y no siempre ha sido así. (...)

La paranoia racial ha formado parte del relato del miedo a las drogas desde que este empezó a circular, por más que los consumidores de drogas siempre hayan sido mayoritariamente de raza blanca. (...)

Yo soy precisamente una de esas buenas chicas blancas de clase media alta cuya relación con las sustancias estupefacientes se ha tratado como algo benigno o digno de lástima, motivo de preocupación o de resignada indiferencia, más que de castigo. Nadie me ha llamado jamás leprosa ni psicópata. Ningún médico me ha apuntado con un arma. Ningún poli me ha disparado en un cruce mientras sacaba la cartera, ya puestos, y ni siquiera me han detenido por conducir bajo los efectos del alcohol, aunque he perdido la cuenta de las veces que lo he hecho. Mi tono de piel es un salvoconducto que me permite emborracharme o colocarme impunemente. En lo tocante a la adicción, la noción de privilegio se reduce, en última instancia, a la clase de relato que genera tu cuerpo: ¿necesitas que te protejan de algún daño o que te impidan causarlo? Mi cuerpo se ve como algo que necesita protección y no como algo de lo que conviene protegerse. (...)
En su autobiografía, Negroland, Margo Jefferson sostiene que a las mujeres negras estadounidenses «se les ha negado el privilegio de caer en la depresión, de exhibir la neurosis como una marca de complejidad social y psicológica».33 Es un lujo que solo está al alcance de las mujeres blancas y que se ha «ensalzado en la literatura que aborda el sufrimiento femenino en clave blanca». (...)

Me ha llevado años entender que mi interior nunca ha sido interior, que mi relación con mi propio sufrimiento, que yo experimentaba como algo esencialmente íntimo, no era íntima en absoluto. Debía su existencia a relatos que ponían el sufrimiento al alcance de una chica blanca, sugiriendo que su dolor era interesante, que era más una prueba de su vulnerabilidad que de su culpabilidad, que era más digno de compasión que de castigo. Cuando empecé a beber, a beber de verdad, a ser consciente de que la bebida no era solo una fuente de placer sino también de evasión, me sentí avergonzada, pero también orgullosa. Mis desesperados intentos de huir de mí misma revelaban que había algo turbio e importante –depresión, neurosis, complejidad psicológica– de lo que había que huir. No es que luciera el dolor a modo de medalla, sino más bien que intentaba comprender el dolor como un abono psicológico, algo que poseía una finalidad estética. Quería que me volviera más compleja y profunda. (...)


En 1944 se publicó una novela que rechazaba de plano la lógica blanca. Días sin huella, de Charles Jackson, negaba la idea del alcoholismo como puerta de acceso al mundo metafísico. En la novela, la adicción al alcohol no es algo especialmente significativo; es y punto. (...)

Don no es un ser atormentado por el pasado, los horrores de la guerra o la crueldad del amor, como los ejemplos de masculinidad alcohólica de Ernest Hemingway, los decadentes patriarcas sureños de William Faulkner o los despilfarradores maridos patricios de F. Scott Fitzgerald. Lo único que le pasa a Don es que está enganchado a una sustancia física concreta. Su alcoholismo es lamentable y repetitivo. Lejos de entregarlo a las sutiles garras de la angustia metafísica, le impone el prosaico castigo de hacer el ridículo por todo el centro de Manhattan. (...)

Ciertas verdades se habían vuelto transparentes como el cristal porque estaban profundamente arraigadas en mi interior: que antes o después todo el mundo acabaría marchándose, que la atención ajena era algo que debía ganarme, que no podía darla por sentada. Tenía que seducir en todo momento. (...)
En una entrevista concedida décadas más tarde, el jefe de política interna de Nixon para asuntos internos, John Ehrlichman, confesó precisamente eso: «¿Sabíamos que estábamos mintiendo sobre las drogas? Por supuesto que sí.»43 Ehrlichman afirmó que el gobierno de Nixon no podía ilegalizar a los negros, pero sí podía relacionar a la población negra con la heroína: «Podíamos detener a sus líderes, asaltar sus casas, dispersar sus reuniones y vilipendiarlos noche tras noche en las noticias.» (...)


La guerra contra la droga se lanzó oficialmente en dos ocasiones. Nixon declaró la suya en 1971, pero no fue hasta que Ronald Reagan llamó a las armas una década más tarde, en 1982, cuando la guerra arrancó de veras. En realidad, para entonces, el consumo de droga estaba decayendo y solo el 2 por ciento de estadounidenses opinaba que las drogas eran el principal problema del país.45 Pero al emprender esta guerra, el gobierno de Reagan logró crear un enemigo, otra versión de lo que Anslinger había bautizado como «el malhechor adicto».46 En palabras de los sociólogos Craig Reinarman y Harry Levine, era más fácil colocar la «hoja de parra ideológica»47 de una epidemia de crack para tapar el demoledor impacto del capitalismo salvaje practicado por el Estado –la denominada «economía del goteo»– que hacer frente a dicho impacto. (...)

Entre 1980 y 2014, la cifra de detenidos por delitos relacionados con la droga pasó de poco más de cuarenta mil a casi cuatrocientos noventa mil y la mayoría de esos detenidos eran personas de raza negra.55 Un estudio llevado a cabo en 1993 señaló que solo el 19 por ciento de los traficantes de droga eran afroamericanos, pero constituían el 64 por ciento de las detenciones por delitos relacionados con el tráfico de estupefacientes.56 En palabras de Michelle Alexander: «Al declarar la guerra a los consumidores y traficantes de droga, Reagan cumplió su promesa de mostrarse implacable con los “otros”, un término cargado de connotaciones raciales para aludir a quienes consideraba indignos.» (...)

Una encuesta de 1995 preguntaba: «¿Sería tan amable de cerrar los ojos por unos segundos, imaginar a un toxicómano y luego describir a esa persona?»59 Aunque los afroamericanos constituían solo el 15 por ciento de los toxicómanos del país, el 95 por ciento de los encuestados imaginó a una persona de raza negra. (...)


El relato que me tocó vivir a mí era distinto: accesos de vómito estando inconsciente, moratones en las espinillas por haber subido la escalera a trompicones, la nariz empolvada de coca como si fuera azúcar glas de la tarta de café, las huellas visibles de una disfunción bastante normal y corriente. (...)

Como sostiene la criminóloga Drew Humphries, los medios de comunicación supieron crear la «madre adicta al crack»85 como personaje sensacionalista, centrándose de forma casi exclusiva en mujeres pertenecientes a minorías étnicas pese a que la mayoría de las adictas embarazadas eran de raza blanca.86 A veces arrepentida pero a menudo impenitente, la madre adicta al crack era casi siempre negra o latina. También era, invariablemente, una nulidad en la primordial tarea de la maternidad. (...)


Cuando Billie Holiday contó su propia historia –en Lady Sings the Blues, su autobiografía publicada en 1956–, no pretendía dar alas a ninguno de los dos mitos sobre la adicción que otros habían proyectado sobre ella: ni el de la artista que cae en una luminosa espiral autodestructiva, ni el de villana depravada. Lo que pretendía, sobre todo, era decirles a sus lectores que la heroína no les haría ningún favor. «Si crees que la droga sirve para pasártelo bien y vivir emociones fuertes, estás mal de la cabeza –escribió–. Te lo puedes pasar mejor enfermando de polio o conectado a un pulmón de acero.» (...)

«Me he desenganchado y he vuelto a engancharme –explica Holiday–. He gastado una pequeña fortuna en drogas.»98 No le interesaba tanto regodearse en su propio sufrimiento como dar testimonio fiel del desquiciante tira y afloja de la adicción, con sus reveses y retrocesos, su tedio y sus empecinados cantos de sirena. Cada vez que sufría una recaída, se llamaba a sí misma No Guts Holiday, «Holiday la Sin Agallas».99 Más que presentar su adicción como prueba de cierta profundidad psicológica, buscaba confesar el daño que había causado a los demás por su culpa: «Qué infierno privado ni qué puñetas.»100 Y quiso dejar algo muy claro: «En realidad, la droga nunca ha ayudado a nadie a cantar mejor, ni a tocar mejor, ni a hacer nada mejor. Hacedle caso a Lady Day, que sabe bien de lo que habla.»101 No se trataba de una simple voz moralizante creada para llenar las páginas de un libro." (...)



El atractivo del adicto impenitente ha perdurado hasta nuestros días. Cuando «Rehab», el single de Amy Winehouse, alcanzó el éxito en 2007, medio siglo después de que Holiday sacara su Lady Sings the Blues, conectó con una obsesión que seguía latente: «Querían que fuera a rehabilitación, pero yo dije no, no, no.» Es una gran canción –directa y rotunda, desenfadada y sublime–, con la peculiar voz de Winehouse derrochando acrobacias, sensual y rica en matices, como una mezcla de vinilo y cuero. El estribillo es descarado y sorprendente, un canto a la rebeldía allí donde uno esperaría encontrar la pesarosa letanía de la autocompasión. Decir no a la rehabilitación se convierte en una declaración de poder: «Cuando vuelva, lo sabréis, sabréis, sabréis.» El «no» se convierte en «saber»; la resistencia se convierte en conocimiento. No estamos ante una mera negación, sino ante toda una declaración de intenciones y el éxito de «Rehab» como himno antirrehabilitación era inseparable del atractivo de Winehouse como toxicómana impenitente. En un concierto que dio en la isla de Wight, borracha perdida y arrastrando las palabras, terminó «Rehab» tirando un vaso de plástico lleno de vino. Un reguero roció el escenario de rojo. «No, no, no», cantaba. No pensaba desengancharse. Prefería seguir como estaba. Los vídeos que corren por internet de los conciertos de Winehouse, sobre todo aquellos en los que aparece visiblemente ebria o colocada sobre el escenario, tienen miles de comentarios en los que abundan los juicios –«La de gente que sueña con cantar y subirse a un escenario y Amy lo ha echado todo a perder»–, así como cierta autoindulgencia disfrazada de compasión: «Veo a alguien con el corazón roto.» (...)

La resaca es de veras como el retroceso de las olas, algo contra lo que no cabe luchar, a lo que hay que entregarse sin oponer resistencia. (...)

La pensadora Eve Kosofsky Sedgwick sostiene que la adicción tiene menos que ver con la sustancia en sí que con «el añadido de las propiedades místicas»1 que el adicto proyecta sobre esta. Atribuir a la sustancia la capacidad de brindar «consuelo, tranquilidad, belleza o energía –afirma– solo puede ejercer un efecto corrosivo en un yo que se construye así como carencia». Cuanto más necesitas algo, ya sea un hombre o una botella de vino, más te convences a ti misma –de un modo indirecto, implícito– de que no estás completa sin ese algo. (...)

Entre los veinte y los treinta, garabateé distintas versiones de la misma pregunta en mi diario, siempre estando borracha: «¿Soy una alcohólica? ¿Ser alcohólico es esto?» Me sentía avergonzada no tanto por las cosas dignas de bochorno que hacía estando borracha cuanto por lo mucho que deseaba emborracharme. La ebriedad se había convertido en la sensación que más me interesaba tener. En el poema «Dream Song 14», el yo poético de Berryman recuerda algo que su madre le había dicho de joven: «Confesar que te aburres / significa que no tienes / vida interior.»2 Desear emborracharse –o por lo menos desearlo tanto como lo hacía yose me antojaba una confesión similar. Años después, entrevisté a un médico que había descrito la adicción como una «reducción del repertorio».3 Para mí, eso significaba que toda mi vida se contraía alrededor del alcohol: no solo las horas que pasaba bebiendo, sino también las horas que pasaba soñando con beber, arrepintiéndome de haber bebido, disculpándome por haber bebido, averiguando cuándo y cómo volver a beber. No es nuevo ese deseo de desbaratar la conciencia, de difuminarla, atemperarla, avivarla, distorsionarla, inundarla de dicha, enmascarar sus desengaños. El deseo de alterar la conciencia es tan antiguo como la propia conciencia. Es otra forma de describir el acto de vivir. Si seguimos descubriendo sustancias que podemos introducir en el cuerpo es para cambiarnos de un modo más drástico, más súbito: para sentir alivio o euforia, para mitigar la angustia, sentirnos distintos, experimentar el mundo como algo extraño, más fascinante o simplemente más posible. El movimiento abstemio, que propugnaba la prohibición de la venta y el consumo de alcohol, hablaba de las «bebidas demoniacas» como un modo de exteriorizar determinados deseos –de evasión, ingravidez, euforia, emociones extremas– que buscan una forma (fluida o en polvo) más allá de nuestros cuerpos. La adicción no me sorprende. Me resulta más sorprendente que algunas personas no sean adictas a nada. Desde mi primera borrachera, me preguntaba por qué no se emborrachaban a diario todos los habitantes del planeta. (...)


Los adictos suelen describir cada «colocón» como un intento de reproducir el primero que experimentaron –el más puro, el más revelador–, de recuperar, en palabras del psiquiatra Adam Kaplin, la primera vez que «pasaron por el torniquete».4 El doctor Kaplin me dijo que uno de sus pacientes alcohólicos, un artista, recordaba su primera copa de vodka como una sensación cálida que inundó todo su cuerpo, de pies a cabeza, como la inconfundible sensación de volver a casa.5 Los científicos definen la adicción como un trastorno de las funciones neurotransmisoras del sistema mesolímbico, encargado de producir dopamina.6 Lo que, hablando en plata, significa que se cortocircuitan los caminos que llevan a la recompensa. Es una «usurpación patológica»7 de ciertos instintos de supervivencia. La compulsión que te lleva a consumir drogas anula las conductas normalmente ligadas a la supervivencia, como la búsqueda de alimento, refugio y apareamiento. Lo que nos lleva de vuelta a la reducción: «esto, y nada más que esto.» (...)

Un documento de los primeros tiempos de Alcohólicos Anónimos define el alcoholismo como una forma temeraria de contabilidad: «Tabla objetiva de pérdidas y ganancias derivadas del consumo incontrolado de alcohol.»8 Consta de dos columnas paralelas: «activos» y «pasivos». Cada activo tiene su correspondiente pasivo o, lo que es lo mismo, su precio. El «placer de despreciar las convenciones» va de la mano del «castigo de la indiscreción» y «la placentera evasión de la realidad» produce el «temor a estar lo bastante sobrio para verse a uno mismo bajo una luz sincera y nada halagüeña». La columna de los pasivos se ensancha a medida que va bajando, representando la evolución de la enfermedad, obligando a la columna de activos a estrecharse cada vez más (...).

El neurofarmacólogo George Koob, director del National Institute on Alcohol Abuse and Alcoholism, se referiría a esta desintegración vertical como un «ciclo en espiral de angustia y adicción»9 compuesto por tres fases interconectadas: obsesión/ expectativa, consumo/embriaguez y abstinencia/repercusiones negativas. (...)

Es una extraña experiencia doble, volver sobre ciertos momentos de mi propia vida con los subtítulos de la biología debajo. Es como ver una película de suspense una vez que el misterio final se ha desvelado. Puedo entender que esnifar rayas de coca de la mesa de centro de un chaval activara un receptor que bloqueó la recaptación de dopamina en mi cerebro, por lo que esta habría permanecido más tiempo en mis sinapsis. Pero yo viví ese bloqueo como el nacimiento de mi propia voz. Era la muda de una piel de serpiente, el abandono del miedo. (...)


Parte de la trampa de la dependencia del alcohol es que se vuelve casi imposible imaginar la vida sin la bebida. La inevitabilidad se convierte en una coartada... o un pretexto. «Cuando estoy borracha, todo va bien –dice uno de los personajes de Rhys–. Sé que no podía haber hecho otra cosa.»12 El yo ebrio se convierte en el yo revelado, más que transformado, una identidad que siempre ha estado al acecho en nuestro interior, necesitada, desesperada, desvergonzada. Cuando vi al vigilante nocturno de Nicaragua al día siguiente de haber follado con un desconocido delante de sus narices, pensé que él había vislumbrado una versión de mí misma más auténtica que la que yo enseñaba al mundo. Era una versión de mí misma que por lo general me cuidaba mucho de revelar, ya fuera por precaución, prudencia o temor: un yo sin límites, todo sufrimiento, siempre tratando de aferrarse a algo. Sería más preciso, creo, decir que el alcohol expresa y crea ese yo al mismo tiempo. Emborracharme no sacaba a la luz la persona que yo era –en un sentido absoluto, estático, categórico–, sino una versión de mí misma en la que temía convertirme. Estando borracha, creía que todo mi ser se reducía a una profunda inseguridad. (...)

Cuando hablo de ese hombre de Nicaragua –algo que no hago con frecuencia y, cuando lo hago, suele ser para explicar cómo y por qué dejé de beber–, siempre digo «A ver, no fue una violación». Yo le había dado ciertas señales de consentimiento, como, por ejemplo, la ausencia de una negación rotunda. Pero consentir estando borracha significa algo que todavía me cuesta poner en palabras. Era como si ya me hubiese mostrado disponible al comportarme como alguien sin amor propio, como si fuera una hipocresía convertirme de pronto en alguien distinto. Por aquel entonces solía emborracharme precisamente para alcanzar un punto en el que me desentendía por completo de mí misma. La única diferencia es que esa vez ocurrió estando con él. (...)

Estando allí, no dejaba de preguntarme si sería capaz de seguir adelante con lo que estaba a punto de hacer. No es que no le hubiese puesto los cuernos a Peter de no haber estado borracha, sino más bien que me había emborrachado para poder ponerle los cuernos. Bebí hasta alcanzar el estado de gravedad cero, lo que Hemingway llamaba «la valentía del ron» y Lowry «la temeridad del tequila». (...)

Soy capaz de algo así?», te preguntas y, luego, te miras y contestas: «Supongo que sí.» No tuve tanto la sensación de haberme convertido en una mentirosa cuanto de haber descubierto que siempre lo había sido. (...)



Muchos científicos prefieren la expresión «dependencia química» a términos como «drogadicción» o «toxicomanía». Cuando Berryman empezó a identificarse como alcohólico, lo describió en los siguientes términos: «Todos somos personas dependientes. Si nos quitan ciertas sustancias químicas, tenemos que buscar otra cosa de la que depender.»13 Pero todos somos personas dependientes, literalmente todos –es algo intrínseco a la condición humana–, así que ¿cómo se explica que algunas personas sean más susceptibles que otras de sufrir una dependencia química en particular? Podría decirse que yo estoy hecha de inseguridad. Podría decirse que todos lo estamos. Podría decirse que la ausencia de mi padre durante ciertas etapas de mi infancia generó en mí cierta inseguridad o me llevó a buscar cierta clase de relaciones con los hombres que seguían generando inseguridad. Podría decirse que mi padre era alcohólico y también su hermana y el padre de ambos también. Podríamos citar un estudio que se desarrolló durante veinte años y halló patrones cromosómicos en más de 2.255 familias «directamente afectadas por el alcoholismo»,14 lo que llevó a la conclusión de que ciertos cerebros están más predispuestos que otros a las adaptaciones neuronales que permiten la dependencia química. Podría decirse que todo se reduce a cómo las neuronas de determinado individuo responden a los neuromoduladores de su metabolismo; que todo depende de una compleja constelación de particularidades presentes en tu genotipo, y que el tratamiento o el castigo que reciben dichas reacciones dependen del dinero que tengas y de tu tono de piel, y todas estas explicaciones serían ciertas y ninguna sería suficiente. Tal vez la única verdad indiscutible sea el reconocimiento de que toda explicación es parcial y provisional, una forma con la que aspiramos a llenar el espacio vacío del «¿por qué?». Siempre que me emborrachaba, sabía exactamente por qué lo hacía. El motivo rara vez se repetía: porque merecía liberarme de la carga de mi propia inseguridad y de la interminable cháchara de mis monólogos y juicios internos o porque había algo oscuro y disfuncional en lo más profundo de mi ser que disimulaba fingiendo ser hiperfuncional (...).

Era el misterio de estos impulsos lo que yo quería explorar, la posibilidad de hacerte daño a ti mismo para averiguar por qué querías hacerte daño a ti mismo, tal como exhalar a baja temperatura hace que tu aliento se vuelva visible. «En buena parte de lo que escribes –me dijo un novio–, hay muchas perchas de las que colgar el dolor, pero ninguna explicación sobre el origen de ese abrigo envenenado.»15 Cuánta razón tenía. Puede parecer hipócrita unir cierta clase de sufrimiento a los silogismos de la causa, fingir que puedes identificar la tela de ese abrigo envenenado. Días sin huella me encantaba en parte por eso, por su rechazo a la idea de que es fácil, automático incluso, dotar al alcoholismo de significado. La novela hacía hincapié en que no siempre se podía rastrear la autodestrucción hasta un inmaculado mito psicológico fundacional: «Hacía mucho que el porqué había dejado de tener importancia. Eras un borracho, no había vuelta de hoja.» El relato de Jackson sugería que el alcoholismo era más misterioso de lo que creíamos, y tal vez menos noble, un edificio en ruinas que no descansaba sobre las «grandes profundidades del alma». (...)



«¿Por qué bebes?», se preguntó Berryman en cierta ocasión en una nota, y se contestó: «(No hace falta que contestes).»18 Pero lo hizo de todos modos: «Para animar el aburrimiento [...], calmar la exaltación [...], mitigar el sufrimiento.» Enumeró otras razones: Prepotencia autodestructiva que nace de la inseguridad: soy tan genial y tan atormentado como Dylan T., Poe, etcétera. Autoengaño: «Lo necesito» para ejercer mi arte. Arrogancia: «Que os den por culo. Lo tengo bajo control.» Él no creía en una sola razón, sino en todas ellas y en ninguna a la vez: «No hace falta que contestes.» Pero ¿qué iba a hacer, si no? Volver a sus razones era una de las cosas que seguía haciendo con la esperanza de que lo ayudaran a dejarlo. (...)

En Invierno en Grand Central, libro de memorias en el que habla de su experiencia como vagabundo adicto al crack que malvivía en los túneles subterráneos de la estación ferroviaria Grand Central de Nueva York, Lee Stringer describe las causas de su adicción como una obra en tres actos que gira en torno a la muerte de su hermano. Lo pone todo en cursiva: Acto I, Acto II, Acto III. Este formato le permite vincular la adicción a su pena sin por ello dejar de reconocer la naturaleza artificial de ese vínculo, que impone su pulcra estructura a un ansia mucho más compleja que está en el origen de todo. En los relatos de adicción está muy presente esta insistencia en la imposibilidad de explicarla del todo. Es un tema recurrente del género. «Le dije que bebía mucho –escribe Marguerite Duras, refiriéndose a un joven que acababa de conocer–, que había estado en el hospital por ese motivo y que no sabía por qué bebía tanto.»19 En palabras de Jackson: «Hacía mucho que el porqué había dejado de tener importancia.»20 En Yonqui, Burroughs se adelanta a las preguntas:21 «¿Por qué probaste las drogas de entrada? ¿Por qué has seguido consumiéndolas hasta convertirte en un adicto?», pero se niega a contestarlas: «El caballo siempre gana por defecto.» La mayoría de adictos, según él, «no empezaron a usar drogas por ningún motivo que alcancen a recordar». Estas negaciones no dan fe de ninguna verdad objetiva, sino que describen la naturaleza de la experiencia en sí. La resistencia a aceptar explicaciones definitivas demuestra que la adicción crea su propio impulso, su propia lógica, su propia inercia aceleradora, hasta el punto de que puede llegar a parecer independiente e irrefrenable, nacida de sí misma. Estas negaciones rechazan la simplicidad del silogismo, cualquier equivalencia matemática entre trauma y adicción, insistiendo en que el yo siempre es más opaco de lo que estamos dispuestos a creer. No hay ninguna llave sencilla capaz de abrir la cerradura del porqué. (...)

En vez de ofrecer una visión sentimental del refugio que buscamos en la oscuridad, Bajo el volcán ilumina esas falsas ilusiones desde dentro. Es cierto que la novela presenta al borracho como mártir y símbolo y al alcohol como una oscura forma de comunión –el cónsul bebe como si «estuviera recibiendo un eterno sacramento»14 y se queja de un mundo «¡que pisoteaba la verdad tal como pisoteaba a los borrachos!»–, pero su propensión al melodrama se ve invariablemente desenmascarada y afeada. En palabras de otro personaje: «¿Te das cuenta de que, mientras luchas contra la muerte, o lo que imagines estar haciendo, mientras lo que hay de místico en ti se libera, o lo que imagines que se libera, mientras gozas de todo esto, te das cuenta de las extraordinarias concesiones que te hace el mundo que tiene que bregar contigo?»15 Cuando otros personajes reprenden al cónsul, es el propio Lowry quien se reprende a sí mismo por las extraordinarias concesiones hechas en su nombre. El libro puede interpretarse como la grandilocuencia de un borracho pinchada por un autor que busca exorcizar las fantasías de las que se alimenta su propio alcoholismo. (...)
El cuerpo borracho del cónsul interrumpe constantemente sus caprichos líricos: «La voluntad del hombre es inconquistable»,16 afirma, y lo vence el sueño. Se siente «súbitamente abrumado por sus sentimientos, así como por un violento ataque de hipo».17 Su dependencia del alcohol es un vuelo frustrado hacia la trascendencia, como el perro que, encadenado a un poste, ladra al cielo. (...)

La tragedia del cónsul no es la tragedia del significado trascendente, sino del significado ausente, pues cabe la posibilidad de que su sufrimiento no signifique nada en absoluto. El crítico literario Michael Wood habla de «una gran obra sobre la grandeza inexistente, sobre la tragedia especializada que subyace a la imposibilidad de vivir la tragedia que quieres».20 El cónsul imagina constantemente los relatos épicos en los que podría incluirse: «Vagas imágenes de tragedia y aflicción aletearon en su mente. En algún lugar revoloteaba una mariposa rumbo al mar: perdida.»21 «¡Perdida!» Resulta fácil imaginar los titulares de periódico que se proyectarían cual cintas de teletipo sobre la noción de historia del cónsul tocada por el alcohol: «Pequeña mariposa naranja pierde el norte. Hombre se emborracha y todo le parece profundo.» (...)

Con su inteligencia, Lowry era capaz de ver el alcoholismo desde todas las perspectivas posibles, pero no supo encontrar una salida al mismo. (...)



En su libro In the Realm of Hungry Ghosts («En el reino de los fantasmas hambrientos»), Gabor Maté –el médico que ha trabajado con toxicómanos de los barrios desfavorecidos de Vancouver– compara a los adictos con los «fantasmas hambrientos» de la rueda de la vida budista: «criaturas de cuello escuálido, boca pequeña, extremidades descarnadas y grandes vientres abultados y huecos.»27 Sus cuerpos son la expresión física de ese «doloroso vacío» que impulsa la adicción, lo que Maté describe como una búsqueda de «algo fuera de nosotros mismos para refrenar una insaciable necesidad de consuelo o realización». Pero según Maté los adictos no poseen el monopolio de esa búsqueda: «Tienen mucho en común con la sociedad que los margina. En el turbio espejo de sus vidas podemos rastrear los contornos de la nuestra.»28 Sostener que la adicción es el oscuro reflejo de apetitos más universales no equivale a negar sus mecanismos físicos –el funcionamiento de los neurotransmisores y sus adaptaciones–, ni a negar la dependencia química como un fenómeno diferenciado con su propia realidad fisiológica. Se trata sencillamente de reconocer que los impulsos funcionales de la adicción están relacionados de algún modo con deseos que se manifiestan en todos nosotros: el impulso de buscar la felicidad, de mitigar el dolor, de hallar consuelo. (...)

En los laboratorios circulaba un chiste que remedaba la definición de droga: dícese de cualquier sustancia que, suministrada a un roedor, produce un artículo en una publicación científica.30 Las ratas de laboratorio pulsaban la palanca de la cocaína hasta morir. (...)

A principios de los ochenta, esos científicos concibieron el Rat Park, un espacioso hábitat hecho de madera contrachapada con pinos pintados que llenaron de plataformas a las que trepar, norias en las que dar vueltas, latas para esconderse, trozos de madera para jugar y –lo más importante– muchas otras ratas.32 Los roedores de esa jaula no pulsaban la palanca de la cocaína hasta morir. Tenían mejores cosas que hacer. No se trataba de demostrar si las drogas eran o no adictivas, sino que la adicción venía determinada por muchos otros factores al margen de la propia droga. Venía determinada por el aislamiento de la jaula blanca y, en la medida en que sustituía a todo lo demás, por la palanca. La mayoría de los adictos no viven en jaulas blancas desnudas –aunque algunos sí, cuando son encarcelados–, pero muchos viven en mundos marcados por carencias económicas, sociales y estructurales de todo tipo: el lastre del racismo institucional y la desigualdad económica, la ausencia de un salario digno. En la cubierta original de Blueschild Baby, la novela de George Cain, había un dibujo de un hombre negro ciñéndose el brazo con un jirón de la bandera estadounidense, buscando una vena para su siguiente chute de heroína. «¿Qué fue lo que me convirtió de veras en un comedor de opio? –se preguntaba Thomas de Quincey en 1821–. La desgracia, la más pura desesperación, una insondable oscuridad.»33 La mayoría de los adictos describen el hecho de beber o consumir drogas como una forma de llenar un vacío. En cierta ocasión conocí a una mujer que se describía a sí misma como un cubo agujereado que intentaba llenar en vano: de alcohol, de autoestima, de amor. (...)



Foster Wallace se refirió alguna vez al alcohol como «la pieza que faltaba del rompecabezas interno».34 El cubo agujereado y la pieza que falta en el rompecabezas son dos visiones análogas de ese «yo entendido como carencia» de Sedgwick. Pero todas estas afirmaciones circulares de causalidad –bebes para llenar el vacío, pero el alcohol no hace sino ahondarlo– suscitan la misma pregunta: ¿de dónde viene esa carencia? (...)
un yo que se va modelando a través de la búsqueda. Ese sería el cuento de hadas freudiano, en el que los resguardos de los billetes de avión aparecen como la pista definitiva que lleva hasta el asesino: «¡Ajá!» Pero yo siempre he desconfiado de la pulcritud de esta versión –psicoanálisis de pacotilla que convierte las heridas en cartas de tarot–, que parece achacar mi dependencia de sustancias adictivas a personas que no han hecho sino quererme toda la vida. Mi niñez fue más fácil que la mayoría y aun así he acabado empinando el codo. (...)

también es posible que esa carencia sea sistémica. Yo nací en el denominado capitalismo tardío, un sistema económico que me vendió la idea de que me faltaba algo para a continuación venderme la idea de que el consumo de estupefacientes era la solución a esa carencia. Es cierto que a la gente le encantaba ponerse ciega mucho antes de que existiera el capitalismo, pero no lo es menos que una de las premisas fundacionales de este –la transformación a través del consumo– es otra versión de la promesa que nos hacen las adicciones. «Conviértete en alguien de provecho»: he aquí uno de los dogmas seculares del evangelio estadounidense de la productividad. Así que me he pasado años haciendo lo más que podía, lo mejor que sabía. Pero al final –concretamente, al final de cada día– me sentía exhausta y quería acallar la cháchara de todas esas exhortaciones. De ahí que echara mano de la ginebra. De ahí que echara mano del vino. (...)

yo reaccionaba ante mi particular insuficiencia bebiendo porque estaba programada para hacerlo y predispuesta a reaccionar así, porque en cuanto empecé a beber comprendí que el alcohol era la manifestación más elocuente de una peculiar promesa física: «Con esto, no te sentirás insuficiente.» El alcohol prometía una forma de conciencia que no implicaba debatirme sin cesar entre las sábanas enmarañadas de mi propio ser que me impedían soñar. El alcohol prometía liberarme del automatismo que me condenaba a necesitar algo de los hombres. Era un objeto del que podía disponer a voluntad. Pero cuando el alcohol empezó a romper todas estas promesas, una tras otra, también agudizó la necesidad que me había hecho ansiarlo de entrada. Era un señuelo tramposo: prometía dicha y ofrecía vergüenza. Prometía autosuficiencia y ofrecía dependencia. También me hacía sentir como la puta reina del universo. Pero siempre era una sensación pasajera. Cuando volvía en mí por la mañana, el surco dejado por la carencia no había hecho sino ahondarse, pertinaz en su desgaste, como el salto, salto, salto de la aguja que interrumpe la canción. (...)

El argumento de Blueschild Baby presenta un conflicto entre varios relatos de la adicción –como retórica política represiva, como revuelta social–, pero sin olvidar jamás la adicción como realidad física: nervios crispados y piel reseca, cuerpos demacrados y sudor, la sensación de los «huesos restregándose entre sí».41 A lo largo de la novela, Cain plantea un alejamiento de sus viejas justificaciones políticas para consumir drogas –es un corte de mangas al orden establecido, una forma de «vivir la vida sin restricciones»,42 rebelándose contra las estructuras del poder blanco o las tiránicas exigencias de la movilidad racial ascendente– y en última instancia se resiste a los cantos de sirena que lo invitan a ensalzar la drogadicción como una forma de protesta social. Cuando George ve a un grupo de «yonquis que asienten sin cesar» en la calle mientras escuchan a un hombre que reclama apoyo para las «víctimas de la revuelta de Newark», ya los ve «no como los elegidos, abocados a la destrucción por su propia lucidez y frustración, sino tan solo víctimas desvalidas, demasiado débiles para luchar».43 Si la novela de Cain se resiste a caer en esas alquimias facilonas que podrían idealizar la adicción como una forma de rebeldía, negándose a ignorar su coste humano, su propia biografía frena la tentación de narrar la lucidez como salvación. La adicción personal de Cain era el resultado de varias fuerzas motrices –la seducción del artista torturado que convierte la oscuridad en oro, la cruz de haber nacido negro en un país que lo consideraba un delincuente antes incluso de nacer–, pero el hecho de exponer estas motivaciones en su novela no bastó para liberarlo de los imperativos físicos de la propia adicción. (...)

Cain siguió intentando volcarse en una segunda novela. No quería caer en la trampa del primer y único libro en la que, a su parecer, habían caído tantos escritores negros. Consumía cada vez más heroína porque el libro no avanzaba y el libro no avanzaba porque consumía cada vez más heroína. Hacía malabarismos para compatibilizar un trabajo de jornada completa como profesor en la Staten Island Community College y una adicción de jornada completa (...)

Se suponía que iba a empezar la novela que pasaría los siguientes dos años escribiendo, pero todas las mañanas, nada más despertar, pensaba: «No bebas. No bebas. No bebas.» Así que no bebía durante una hora, ni durante la siguiente. Tampoco escribía nada. Me sentaba en el sofá verde de mi hermano y lloraba. Llamaba a Dave, que me contaba que no había vuelto a casa hasta las dos de la madrugada porque había estado cantando en un karaoke. Lloraba más todavía. Él me preguntaba por qué estaba llorando, su tono era una mezcla de amor y confusión. Yo no sabía cómo explicarle lo difícil que me resultaba pasar un solo día sin beber o tan siquiera plantearme la posibilidad de pasar cada día, cada hora, una hora más, sin beber. Creía que iba a volverme loca. (...)

Dave decía que le resultaría más fácil darme las cosas que yo quería –atención, afecto, tiempo– si no las exigiera de un modo tan imperioso. Ciertos paralelismos me atormentaban: si yo no necesitara tan desesperadamente que él me demostrara su amor, lo tendría en abundancia. Si no necesitara tan desesperadamente beber, podría hacerlo con moderación. (...)

«El año pasado nuestras peleas de borrachos no tenían ninguna razón de ser –escribió en cierta ocasión Robert Lowell–, salvo todas las razones, salvo todas las razones.» (...)
me impedía ver que él también tenía muchas inseguridades. Lo que pasaba era que no las expresaba como yo, bebiendo hasta perder los papeles, como si esa fuera la única divisa emocional que yo reconocía. (...)


En sus contradicciones institucionales, su mezcla de categorías e incluso su arquitectura, la narcogranja manifestaba una versión más inteligible de la misma disonancia cognitiva que definía la relación de Estados Unidos con las adicciones. El formulario de admisión que rellenaba cada «voluntario» reflejaba una organización de imponderables, un paciente que debía presentarse como alguien que buscaba la reorganización: Nombre: Robert Burnes.69 Lugar de nacimiento: Hallettsville, Texas. Descripción física: 47 años, constitución delgada. Ojos verdes, pulcro en el vestir. Medio de vida: representante comercial. Motivo de la adicción: evitar la monotonía de la vida. (...)

El día era una piel tirante de la que solo el alcohol podía ayudarme a escapar. Las noches se convirtieron en interminables cálculos: ¿cuántas copas de vino ha bebido cada persona de esta mesa?, ¿quién ha bebido más y cuánto es eso?, ¿cuánto puedo beber de lo que queda sin que se note?, ¿a cuántas personas puedo servir y cuánto puedo servirles de modo que quede suficiente para servirme a mí misma?, ¿cuánto tiempo pasará hasta que vuelva el camarero y qué probabilidades hay de que alguien le pida otra botella? (...)

Por aquel entonces, cada vez que hablaba con alguien acerca de algo que no fuera beber, tenía la sensación de estar mintiendo. Pero sentía el peso abrumador de una pena anticipada cada vez que intentaba imaginar mi vida como una sucesión de noches sobrias: insomnes, anodinas, implacables. (...)

le pedía una y otra vez que nuestras vidas estuvieran más interconectadas –haciendo hincapié en esa palabra, «interconectadas», para describir ese vínculo del que creía que carecíamos–, pero esta petición venía motivada tanto por el miedo como por el deseo: el miedo a que me abandonara, a que me considerara insuficiente. Y, a decir verdad, una parte de mí ya no deseaba en absoluto que nuestras vidas se interconectaran y, de hecho, prefería las noches que pasábamos separados. Si Dave volvía a casa tarde, yo podía beber a solas y, si estaba dormido cuando yo llegaba a casa, podía seguir bebiendo por mi cuenta sin tener que explicarle por qué estaba borracha perdida, ni por qué quería seguir emborrachándome. Beber me resultaba más fácil en la habitación a la que llamábamos mi estudio, donde él no podía entrar sin al menos llamar a la puerta. Quería a Dave más de lo que nunca había querido a nadie, pero también quería que se quedara al otro lado de la puerta: a este lado estábamos mi whisky y yo. (...)

Beber había dejado de ser electrizante para convertirse en una rutina trasnochada, poco más que un claustrofóbico juego de los triles: ¿acabará el día con una pelea o no? Yo seguía bebiendo vino hasta que los dientes se me teñían de rojo, seguía bebiendo whisky hasta que la garganta me ardía como si estuviera en llamas, seguía agachándome en el lavabo de turno con un ataque de hipo, viéndolo todo borroso a mi alrededor, la espalda apoyada en un sofisticado papel de pared, las rodillas pegadas al pecho, preguntándome: «¿Cuándo se acabará esto?» (...)

Ese primer invierno, la sobriedad era para mí sinónimo de olor a naranjas y humo de leña. Era el furibundo, peligroso resplandor de la luz del sol sobre la nieve y el aire cálido de la calefacción del coche. Era el insomnio. Era una mujer contándome que había conseguido la custodia de su hijo pero que seguían viviendo en su furgoneta, era verme allí plantada, sufriendo por ella, agradecida por la moneda corriente de una expresión como «Hay que vivir día a día», que parecía una estupidez hasta que dejaba de serlo. La sobriedad era frágil e incómoda, pero también era lo único que no había probado en serio. Mi mundo se redujo a una serie de horas a las que debía sobrevivir. Me sentía hipersensible, con los nervios a flor de piel. Los anuncios de la radio me hacían llorar. Siempre asociaré la sobriedad a cierta clase de luz que solo he visto en los amplios horizontes invernales de Iowa: una luz dura, expansiva, implacable. Venía de cielos inmensos y helados, de ese azul que empequeñece cuanto toca, y destellaba sobre las lomas de nieve. Bajo esa luz, una claridad tan cruda y pura que dolía, yo no podía estar sino desnuda. (...)

Lo que finalmente salvó a Wilson fue la intervención de un viejo amigo suyo llamado Ebby, cuya franqueza respecto a su propio alcoholismo, y su espiritualidad recién hallada, abrieron a Wilson la posibilidad de creer. Al principio, no las tenía todas consigo. «¡Que hable cuanto quiera! –pensó–. Mi ginebra durará más que su sermón.» Pero algo cambió en el transcurso de aquella charla, tras la cual Wilson ingresó en el hospital buscando «apartarme de una vez por todas del alcohol». Tal como escribió en el Gran Libro: «No he vuelto a probar ni gota desde entonces.» Este cambio al pretérito perfecto –no he vuelto a probar ni gota– indica a los lectores que esa vez fue distinta a todas las anteriores. Esos otros intentos estaban condenados a un pretérito imperfecto, a un ciclo sin fin: «Seguía creyendo que podía tener la situación bajo control [...]. Había periodos de sobriedad [...]. Poco después volvía a casa borracho [...]. Había escrito montones de promesas maravillosas [...]. Más pronto que tarde volvía a las andadas y me preguntaba cómo había podido pasar [...]. Me decía a mí mismo que la próxima vez lo haría mejor [...].» (...)

No me sorprendió saber que a veces, cuando recomienda a ciertos pacientes que acudan a las reuniones de AA, la doctora Chisolm también les hace una advertencia. «Eres muy listo –les dice– y eso puede volverse contra ti.»23 La idea de ser «demasiado lista para AA» apelaba directamente a esa parte de mí que en ocasiones veía un afán reduccionista en las perogrulladas del programa o que consideraba sus relatos demasiado simplistas. Pero también era consciente de que «ser demasiado lista para AA» podía convertirse en un canto de sirena para el ego, llevarte a pensar que eras la excepción al relato común, inmune a todos los aforismos, con una conciencia demasiado compleja para tener mucho en común con nadie. Yo me daba cuenta incluso de que mi rechazo a esa egolatría era, hasta cierto punto, otra forma de egolatría: me enorgullecía de no creerme demasiado lista para AA, como si mereciera una estrellita dorada por resistirme a caer en la arrogancia. (...)

No fue hasta 1953, cuando tocó fondo por enésima vez, que Jackson decidió por fin afiliarse a la organización. «Esa gente sabía por lo que había pasado –dijo entonces–, esa gente había estado en los mismos lugares que yo, pero había encontrado algo que yo no tenía y quería tener.»31 Ocurrió mientras estaba ingresado en la Saul Clinic de Filadelfia, un centro de rehabilitación para alcohólicos dirigido por un médico que, hacía años, había escrito una carta personal a Jackson para rogarle que escribiera una segunda parte de Días sin huella en la que contara la recuperación de Don. «Mi única intención es hacerte ver la responsabilidad que tienes en las manos y todo el bien que podrías hacer –había escrito el doctor Saul–, pues todo alcohólico y su familia esperan la continuación de Días sin huella.»32 Pero nueve años más tarde, cuando Jackson llegó a la Saul Clinic, la ironía era sangrante: allí estaba, pidiendo ayuda para dejar el alcohol al mismo médico que le había pedido que ayudara a otros a dejar de beber narrando su propia rehabilitación (...)

A veces quedaba con otros alcohólicos para tomar café y pastas, los vicios que todavía podíamos permitirnos, y en algún momento de esos encuentros empecé a imaginar que podía aprender a beber mejor. En secreto, mientras leía el Gran Libro con otra mujer frente a un plato de magdalenas con descuento por ser de la víspera, iba pergeñando mi plan: si volvía a beber, solo lo haría tres noches por semana. Esa restricción me haría parecer funcional a los ojos de Dave y, con un poco de suerte, mantendría mi umbral de resistencia al alcohol lo bastante bajo para poder pillar el punto justo con solo tres copas (puede que cuatro) y a lo mejor ese punto justo de ebriedad se mantendría ahí, en el nivel perfecto, y las otras cuatro noches serían maravillosas noches sin alcohol –¡maravillosas noches sin alcohol!en las que por supuesto tendría el aliciente de las noches con alcohol que vendrían después. Si alguien se preocupaba por mí, me limitaría a señalar las noches sin alcohol, lo bien que lo llevaba, lo mucho que las disfrutaba. Estaba convencida de que mi plan podría funcionar. De hecho, me parecía que estaba bastante chupado. En esas andaba cuando empezamos un nuevo capítulo del Gran Libro: «La idea de que algún día, de algún modo, podrá controlar y disfrutar del alcohol es la gran obsesión de todo bebedor patológico.» Ajá. Tocada y hundida. No era solo que el Gran Libro me hiciera sentir transparente y diera de lleno en el blanco. Cuando Emily, una amiga que también había dejado de beber, me envió un poema de Carver sobre el alcoholismo titulado «Suerte», me vi reflejada en el yo poético, en ese niño de nueve años que deambula por una casa desierta, repleta de vasos y copas a medio beber, el día después de una fiesta. El chico bebe un culito de whisky tibio y luego otro. Es un maná inesperado, todo ese alcohol a su alcance sin nadie que le impida beberlo: Qué suerte, pensé. Años después, aún quería renunciar a los amigos, el amor, los cielos estrellados, a cambio de una casa en la que no había nadie, nadie iba a volver, y podía beber cuanto quisiera. Estos versos44 expresaban el ansia que anidaba en mi interior, el anhelo de desaparecer entre los aterciopelados pliegues de una borrachera solitaria sin que nadie me lo impidiera. El poema lo decía de un modo llano y simple, sin dobleces ni excusas. (...)

Hacia el final de The Fantastic Lodge, Janet ha redactado un manuscrito sobre su adicción y recuperación, pero no le sirve de nada. «Tenía muchas esperanzas de que le publicaran el libro –afirma su psiquiatra en el epílogo– y llevaba el manuscrito consigo allá donde fuera», en una bolsa de papel marrón que estaba a punto de rasgarse a causa del peso.3 En las reuniones me habían dicho que contar nuestras historias nos salvaría, pero yo me preguntaba si eso era cierto en todos los casos. ¿Qué pasaba si nuestra historia no era más que un peso muerto, un fajo de páginas en una frágil bolsa de papel? (...)

En El resplandor, Jack Nicholson interpreta a un «borracho seco» que aporrea desesperadamente las teclas de la máquina de escribir en un solitario hotel de montaña cerrado al público que es en sí mismo una encarnación de la sobriedad impuesta, con su laberinto de pasillos enmoquetados y habitados por los siniestros fantasmas de juergas pasadas. Jack se vuelca en su manuscrito pero acaba escribiendo el mismo proverbio a lo largo de cientos de páginas: «No por mucho madrugar amanece más temprano», sin más variación que los márgenes y alguna que otra errata: «No por macho madrugar amanece más temprano», «No por mucho mendrugar amanece más temprano». Es la sobriedad vista a través de un espejo empañado. No por mucho madrugar –o lo que es lo mismo, dejar de beber– conseguirás que la vida recupere el brillo perdido. La vida, la prosa, todo. En la adaptación cinematográfica, Jack empieza a beber otra vez o, por lo menos, tiene tantas ganas de volver a beber que alucina con su propia recaída. Lloyd, el camarero fantasma del bar del vestíbulo, que siempre está desierto, le sirve un vaso de bourbon con gesto impasible. «Brindo por estos cinco desdichados meses de sequía –le dice Jack– y por el daño irreparable que me han hecho.»6 La novela homónima de Stephen King en la que se basa la película de Kubrick narra una recuperación fallida, enmarcada por una visión deformada de la rehabilitación: un hombre que ha dejado de beber a regañadientes sufre una recaída en un hotel desierto y perdido en las cumbres de las Montañas Rocosas. Lejos de contar con una comunidad que lo arrope, Jack Torrance vive completamente aislado. Cuando acepta un puesto de trabajo en el hotel Overlook, ya ha dejado de beber, pero sigue consumido por el resquemor y la ira de los que se alimentaba su alcoholismo. «¿Alguna vez pasaría una hora –se pregunta–, no digamos ya una semana o un día siquiera, sino tan solo una hora despierto sin desear una copa con todas sus fuerzas?» (...)



En El resplandor, Jack Nicholson interpreta a un «borracho seco» que aporrea desesperadamente las teclas de la máquina de escribir en un solitario hotel de montaña cerrado al público que es en sí mismo una encarnación de la sobriedad impuesta, con su laberinto de pasillos enmoquetados y habitados por los siniestros fantasmas de juergas pasadas. Jack se vuelca en su manuscrito pero acaba escribiendo el mismo proverbio a lo largo de cientos de páginas: «No por mucho madrugar amanece más temprano», sin más variación que los márgenes y alguna que otra errata: «No por macho madrugar amanece más temprano», «No por mucho mendrugar amanece más temprano». Es la sobriedad vista a través de un espejo empañado. No por mucho madrugar –o lo que es lo mismo, dejar de beber– conseguirás que la vida recupere el brillo perdido. La vida, la prosa, todo. En la adaptación cinematográfica, Jack empieza a beber otra vez o, por lo menos, tiene tantas ganas de volver a beber que alucina con su propia recaída. Lloyd, el camarero fantasma del bar del vestíbulo, que siempre está desierto, le sirve un vaso de bourbon con gesto impasible. «Brindo por estos cinco desdichados meses de sequía –le dice Jack– y por el daño irreparable que me han hecho.»6 La novela homónima de Stephen King en la que se basa la película de Kubrick narra una recuperación fallida, enmarcada por una visión deformada de la rehabilitación: un hombre que ha dejado de beber a regañadientes sufre una recaída en un hotel desierto y perdido en las cumbres de las Montañas Rocosas. Lejos de contar con una comunidad que lo arrope, Jack Torrance vive completamente aislado. Cuando acepta un puesto de trabajo en el hotel Overlook, ya ha dejado de beber, pero sigue consumido por el resquemor y la ira de los que se alimentaba su alcoholismo. «¿Alguna vez pasaría una hora –se pregunta–, no digamos ya una semana o un día siquiera, sino tan solo una hora despierto sin desear una copa con todas sus fuerzas?» (...)
El resplandor es más que la historia de una recaída; cuenta también las frustraciones de un «borracho seco» –término empleado en la jerga de la rehabilitación para referirse a alguien que ha dejado de beber pero sigue atado a las dinámicas del alcoholismo–, un hombre que intenta seguir adelante apretando los puños, literalmente: las manos y los dedos de Jack aparecen constantemente a lo largo de las seiscientas páginas de la novela, «entrelazados con fuerza sobre el regazo, restregándose entre sí, sudando»,8 mientras las uñas «se le clavan en las palmas de las manos como diminutas marcas de ganado», tiemblan o se repliegan en puños crispados por «el ansia, la necesidad de emborracharse». Si bien Jack lleva más tiempo sin probar alcohol en la novela que en la película –catorce meses, para ser precisos, aunque él no cuente los días, ni mucho menos–, se enfada porque cree que su esfuerzo no ha recibido el reconocimiento que merece. (...)



Cuando Stephen King escribió El resplandor, a mediados de los años setenta, lo hizo «sin ser consciente siquiera [...] de que escribía sobre mí mismo».20 En el punto álgido de su adicción, King llenaba las papeleras de botellas de cerveza y esnifaba tanta cocaína que tenía que meterse varios pañuelos de papel en las fosas nasales para no sangrar sobre la máquina de escribir. El resplandor es una pesadilla escrita por un toxicómano que vivía aterrado por la sobriedad. «Temía –reconoció King décadas más tarde– no ser capaz de volver a escribir si dejaba el alcohol y las drogas.» (...)

Beber me sumía en una realidad mullida e indulgente, que centelleaba como un patio sembrado de luciérnagas, que olía a buena carne y a humo de leña. Y todo eso estaba pasando ya, en ese mundo cercano y posible que me decía: «Vente para acá.» En ese mundo, podría beber como siempre había querido, con la diferencia de que allí no se me iría de las manos, sino que saldría bien. Por descontado, no me emborracharía para luego darme un atracón con los restos de pasta reseca de la nevera y decirle a Dave que aborrecía su compulsiva necesidad de afirmación, algo que a mí no me pasaba, evidentemente. Por descontado, no rompería a llorar ni me secaría la nariz con la mano mientras le preguntaba por qué no podía siquiera consolarme, por qué le daba tanto asco mi tristeza. (...)

Tras publicar Buenos días, medianoche en 1939, la propia Rhys tropezó y cayó a un abismo, como si su novela encerrara una profecía. Estuvo desaparecida durante una década en la que no publicó nada, en la que nadie sabía dónde se había metido. Circulaba el rumor de que había muerto en un sanatorio o en París o tal vez durante la guerra.24 Los escasos artículos que se publicaron sobre su obra durante esos años se referían a ella como «la malograda Jean Rhys». (...)

Durante los años que estuvo «desaparecida», Rhys empezó a trabajar en el libro que acabaría haciéndola famosa. Era una novela sobre la loca del ático de Jane Eyre, la novela de Charlotte Brontë, y también un intento de rescatar a este personaje de la infamia y la locura, de contar su pasado como una mujer exiliada de su patria caribeña y engañada por un hombre. Nada que ver con Rhys, claro está. «Lo mío me está costando, pero tengo algo nuevo entre manos –escribió a un amigo–. Qué criatura más cansina era o sigo siendo. Pero si consigo hacer este libro, eso ya no tendrá tanta importancia, ¿a que no?» (...)

La sobriedad me había decepcionado en casi todos los sentidos imaginables: no había servido para reparar mi relación con Dave; me hacía sentir exhausta e insegura; convertía cada palabra que escribía en algo anodino y esforzado. Me veía como una víctima de mi propia vida, como si la sobriedad fuera un charlatán de medio pelo que me había hecho promesas que luego no había cumplido. Me había quitado aquello que más ilusión me hacía al despertar por las mañanas. Me había sumido en una sucesión de días monótonos, envueltos por una especie de velo gris que solo el antidepresivo parecía capaz de apartar ligeramente. Ahora que esa capa gris se había desvanecido lo bastante para poder atisbar qué había más allá de sus contornos, me decía a mí misma que beber no tenía por qué ser sinónimo de oscuridad. No es que tomara la decisión consciente de dejar de acudir a las reuniones, sino que me fui apartando de ellas poco a poco, no sin remordimientos, rindiéndome al «hoy no estoy de humor para ir» durante muchos días seguidos, hasta que habían pasado varios meses desde la última reunión a la que había ido. Y, sin las reuniones, la sobriedad se había convertido en un lastre que yo cargaba de aquí para allá sin motivo alguno. (...)

Durante los primeros meses, intenté respetar algunas de las normas que había elaborado mientras soñaba despierta en las sesiones de lectura del Gran Libro. Tenía claro desde el principio que prefería pillar un ciego tres noches a la semana que limitarme a «un par de copas» cada noche. Si no llegaba a emborracharme, beber no tenía sentido para mí. Las noches que no bebía nada en absoluto eran como puntos que iba sumando en mi haber. Cuando hubiese acumulado unos cuantos, podría permitirme una noche de abandono total. (...)


Parte de la inmensa generosidad de Invierno en Grand Central, el libro de memorias de Lee Stringer, reside en su predisposición a consentir que la recuperación sea un relato embrollado. La historia de Stringer puede leerse como la de un vagabundo que logra salir de las calles, un drogadicto que aparta la pipa del crack, un narrador buscando su voz, pero desde luego no es una visión profética capaz de dividir el mundo en un antes y un después. La escena inicial podría encerrar la promesa de una conversión fácil –Stringer encuentra un lápiz en el suelo del sótano mientras apura el contenido de su pipa de crack–, pero el resto del libro insiste en retratar su recuperación en términos más complejos. En esa primera escena, el libro se insinúa como la triunfal conclusión de su propio arco narrativo: la pipa de crack es intercambiada por un lápiz. Pero el día que encontró el lápiz Stringer siguió fumando todo lo que se le puso por delante. Incluso cuando empezó a escribir una columna de forma regular para el diario Street News, «había cuatro cosas que hacía todos los días sin falta. Buscar guita, pillar algo de piedra, darle a la pipa y escribir» (...).

Stringer recae incluso después de haberse desenganchado del todo. Está la vez que le entran unas ganas inmensas de colocarse y en lugar de hacerlo se mete en un cine, pero luego está también la vez que le roba cinco mil dólares a una anciana para comprar crack y correrse una juerga que dura tres semanas. Confiesa incluso haberse entregado a estos desmanes con el libro ya contratado. Quizá precisamente por eso. Cuando uno de los orientadores de su programa ambulatorio de rehabilitación le pregunta si estaría dispuesto a renunciar a la escritura con tal de recuperarse, Stringer comprende que se ha estado «aferrando a la idea de terminar Invierno en Grand Central como un náufrago se aferraría a su tabla de salvación».4 Constata que hay un hilo de deseo que atraviesa toda su vida. No solo el deseo de drogarse, sino también el deseo de escribir como sustituto de la droga. Los aspectos más duros de su relato de recuperación dan fe de su resistencia a ofrecernos un argumento sin fisuras: «Conviértete en un adicto. Cuéntalo. Supéralo.» El libro es la confesión de que su historia no habrá concluido ni siquiera después de que la haya contado. (...)

Eve Kosofsky Sedgwick cuenta que los adictos proyectan sentimientos de «consuelo, reposo, belleza o energía» en la sustancia de la que dependen, en lo que ella denomina «belleza atribuida equivocadamente al elemento mágico»,6 y eso era justo lo que yo estaba haciendo, en la prosa y en la vida, buscando a un deus ex machina, esperando del alcohol que supliera el pulso narrativo que me faltaba, esperando de mis guerrilleros que vislumbraran colmenas luminosas entre los árboles de la jungla. (...)

ahora me arrepentía de haber ido a las reuniones porque habían contaminado mi relación con la bebida. Era como el chiste sobre dos borrachos que ven Días sin huella; cuando salen dando tumbos de la sala de cine, uno de ellos dice: «Dios mío, no volveré a probar el alcohol», a lo que el otro replica: «Dios mío, nunca volveré a ir al cine.»7 Había una vocecilla en mi interior dispuesta a contemplar la posibilidad de que no todo el mundo se pasara horas intentando decidir si su desesperada ansia de beber era anterior a las reuniones de Alcohólicos Anónimos o consecuencia de estas, pero esa vocecilla me sacaba de quicio. Procuraba no escucharla. Mi proyecto de consumo moderado de alcohol era una locura de principio a fin. La primera vez que oí la expresión «beber para acabar bebido», me pareció que encerraba una tautología no exenta de humor. Por supuesto que uno bebía para acabar bebido. Tal como respiraba para obtener oxígeno. Eso explicaba en parte que la moderación fuera como una constante pirueta acrobática. (...)
Durante mucho tiempo, había creído que mi relación con el alcohol era lo opuesto a la anorexia, una actitud de abandono frente a otra de restricción, pero empezaba a comprender –durante los días que intentaba practicar la moderación– que mi relación con el alcohol no era sino una extensión de aquellos tiempos restrictivos. Pasar hambre era como resistir a un ansia infinita y beber era como sucumbir a esa misma ansia, pero en ambos casos era la obsesión lo que me avergonzaba, la sensación de verme consumida por un deseo tan limitado en su objeto. Cuando restringía lo que comía, me avergonzaba que no hubiese nada en el mundo que deseara tanto como comer –sin medida ni criterio– y, cuando bebía, me avergonzaba de que no hubiese nada en el mundo que deseara tanto como beber. Intentar controlar lo que bebía no hacía sino demostrar lo profundo que era ese anhelo, como quien arroja una piedra a un pozo y nunca llega a oír cómo toca el fondo. (...)

El diario The Guardian publicó un perfil de la escritora bajo el título «Predestinada a la tristeza».11 Pero Rhys no creía que su trabajo fuese especialmente triste. Según ella, se limitaba a contar la verdad. Le molestaba que los entrevistadores siempre la encasillaran en un «papel predestinado, el de víctima».12 A menudo se declaraba harta de sí misma. En una carta afligida que envió a una de sus mejores amigas, se despedía con las palabras: «Fin del concierto en quejido menor.»13 Todos veían los personajes de sus libros como víctimas, dijo a un entrevistador, «y no me gusta que así sea. En cierto sentido, todos somos víctimas, ¿no cree?».14 En su opinión, la diferencia era que ella estaba dispuesta a hablar sin pelos en la lengua: «Soy la única invitada a un baile de disfraces que no lleva antifaz.»15 Al final, elaboró una «declaración de derechos»16 para defenderse de sus entrevistadores: No soy una ardiente defensora de las mujeres, ni una víctima (en todo momento), ni una pobre imbécil. Rhys nunca quiso ser una víctima (en todo momento). Me encanta ese inciso entre paréntesis, con el que quería salvaguardar el derecho a ser una víctima en alguna que otra ocasión. (...)

Rhys diseccionaba constantemente la autocompasión tirando de los hilos con los que se tejía su coartada. Los personajes femeninos de sus libros eran sus cilicios: a través de ellos, Rhys podía compadecerse, regañarse, humillarse y martirizarse. Seguía siendo la niña que había destrozado la cara de su muñeca y luego había llorado su pérdida. Su autocompasión no era una aguja atascada en un mismo surco del gramófono, porque la canción que sonaba nunca era la misma. Una de sus heroínas imagina su propio rostro como una máscara «deforme y atormentada»18 que puede quitarse siempre que le plazca o lucirla bajo «un sombrero vistoso con una pluma verde».19 Lo suyo no era autocompasión a secas sino con una vuelta de tuerca, una pluma verde que adornaba su rostro poco agraciado. Defender la obra de Rhys negando su poso de autocompasión es aceptar la premisa de que hay que reprimir ese sentimiento sin piedad, en la línea de Lewis Hyde cuando afirmó que The Dream Songs se regodeaba en la autocompasión. Pero tanto Rhys como Berryman se negaban a ignorar el pozo sin fondo de la autocompasión, con la fealdad y la vergüenza que conlleva, como parte del propio dolor. Yo no podía achacar mi regodeo en la autocompasión al hecho de haber vuelto a beber –estando sobria también me las había arreglado para sentir lástima por mí misma–, pero el alcohol prendía la mecha, desde luego, y en una fiesta de ese otoño acabó estallando en llamas. (...)

Dada su notoriedad como alcohólico rehabilitado y autor de una novela sobre el alcoholismo que se había vendido como rosquillas, Jackson se sentía obligado a mantener las apariencias. «Nada podría hacerme tomar otra copa –escribió un año después de su recaída en un folleto promocional de 1948 difundido por su editorial–. Así se queme la casa, así pierda mis facultades, así maten a mi mujer y mis hijos; no volveré a beber.»23 Pero la verdad acabó saliendo a la luz pese a todo. «Autor de Días sin huella deja la suya en comisaría»,24 rezaba un titular después de que Jackson se pusiera al volante borracho, se saltara una mediana y embistiera a otro vehículo frontalmente. En cierto sentido, el éxito de su novela sobre el alcoholismo hacía que le resultara más difícil mantenerse sobrio. Tras su recaída de 1947, Rhoda escribió desesperada al hermano de Jackson, Boom: «Ayer me di cuenta [...] de cómo se las arregló para dejar de beber: aferrándose al hecho de que era un gran escritor y de que así se lo demostraría a todos. Cuando alcanzó la fama, aquello que lo había sostenido hasta entonces se desvaneció y aún no ha encontrado nada para reemplazarlo.»25 Huelga decir que Días sin huella no prometía lo que se dice un final feliz. En la última escena, Don se sirve una copa y se mete en la cama: «Imposible saber qué ocurrirá la próxima vez, pero ¿por qué inquietarse por eso ahora?»26 Jackson estaba tan empeñado en concluir la historia de Don sin ninguna garantía de salvación que se opuso frontalmente a la escena final de la versión cinematográfica de su novela –la oscarizada adaptación dirigida por Billy Wilder y estrenada en 1945–, en la que un Ray Milland a todas luces sobrio apaga el cigarrillo en un vaso de whisky, como diciendo «hasta aquí hemos llegado», y se sienta ante la máquina de escribir para empezar a redactar la historia que acabamos de ver. Pese a todos los premios que cosechó –Óscar a la mejor película, al mejor actor para Milland, al mejor director para Wilder y al mejor guión adaptado para el propio Wilder y Charles Brackett–, Jackson no ocultó su indignación por los cambios que habían introducido en la historia: «Charles y Billy basaron su versión cinematográfica no tanto en el libro como en lo que sabían sobre mi vida personal –escribió a un amigo– y, en ese sentido, la película falsea y miente, pues insinúa que superé mis problemas con la bebida escribiendo un libro sobre estos como una forma de conjurarlos.»27 Jackson no solo detestaba este final feliz, sino también lo que implicaba. Detestaba que la película promoviera una falsa esperanza en la idea del relato como salvación. (...)

Una de las pruebas de que alguien está realmente listo para la rehabilitación –en un juzgado de estupefacientes, en una reunión, en una autobiografía– es el reconocimiento de que no sabe si podrá hacerlo. Una de las señales de que estás en el buen camino pasa por admitir que no alcanzas a ver el final del túnel. Es lo que los informes de la narcogranja llamaban «pronóstico reservado». En Lady Sings the Blues, Billie Holiday advierte a sus lectores que no deben creer en su propio y provisional final feliz: «No hay nadie sobre la faz de la Tierra que pueda asegurar sin temor a equivocarse que su lucha con la droga ha terminado hasta el día que se muera.»4 En el epílogo a Mi hijo precioso, el libro en que narra cómo su hijo Nic logró abandonar la adicción a la metanfetamina, el periodista David Sheff confiesa que Nic sufrió una recaída después de que el libro se publicara. «Sí, Nic tuvo una recaída –escribe–. A veces me canso de la enrevesada y turbia verdad.»5 El epílogo de Sheff no solo desbarata el provisional final feliz que acabamos de leer, sino también la perspectiva de cualquier final seguro. Se trata de algo habitual en el género de memorias de la adicción: el epílogo, la nota del autor en la que confiesa que, desde la publicación del libro, no todo ha sido como esperaba, pero esta confesión descarada de la incertidumbre –decir «no hay nadie sobre la faz de la Tierra que pueda asegurar sin temor a equivocarse»– no es una muestra de cinismo, sino que nos ofrece una esperanza que no depende de algo imposible: conocer de antemano el final de la historia. El resultado es un relato más descarnado que la visión profética de Bill Wilson y también más frustrante de contar. Tal como muchos de los relatos que he escuchado en las reuniones a lo largo de los años, está plagado de ciclos y repeticiones. Así es como la humildad deviene esperanza. Quienes llevan cuarenta años sin probar alcohol, dicen: «Con un poco de suerte, pasaré otro día sin recaer.» (...)

En el momento álgido de su colaboración con Alcohólicos Anónimos, a mediados de los años cincuenta, Charles Jackson empezó a creer que la rehabilitación lo impulsaba a escribir de otro modo. Tenía un nuevo punto de vista para el libro en el que estaba trabajando, un abordaje que valoraba por encima de todo la sencillez y la sinceridad, y escribió a un amigo suyo que «el hecho de haber dejado de beber y [...] mi enorme interés por AA tienen mucho que ver con esta nueva actitud».6 Para entonces, Jackson estaba escribiendo el libro que imaginaba como su obra maestra: una epopeya titulada What Happened («Qué sucedió»),7 una «novela de afirmación y aceptación de la vida»8 que contaría la historia de su viejo antihéroe, Don Birnam, después de que dejara atrás todos sus días sin huella. El primer capítulo de la novela, titulado «Más lejos y más salvaje», empezaría con una introducción de doscientas páginas que giraba en torno a una multitudinaria reunión familiar. Don «sería el anfitrión de la reunión, el hombre al que acudirían todos los invitados, y que no solo querría velar por todos ellos, sino que además estaría en condiciones de velar por todos ellos».9 Jackson quería construir un Don distinto al de Días sin huella. Este nuevo Don sería una persona estable y próspera, que no solo querría cuidar de los suyos sino que además «estaría en condiciones de velar por todos ellos». La reiteración sintáctica resulta conmovedora. Jackson llevaba años peleándose con el libro –su biógrafo, Blake Bailey, señala que se le daba de fábula «trabajar en cualquier cosa imaginable excepto en la novela»–,10 pero en los meses que siguieron a su ingreso en Alcohólicos Anónimos, en 1953, logró al fin escribir más de doscientas páginas. Tal como le diría por carta a un amigo:11 Es, con mucho, lo mejor que he hecho hasta ahora, más sencillo, más sincero y, por primera vez, lo escribo desde fuera de mí mismo, es decir, sin torturarme, ni ensimismarme, ni abrirme en canal. No, esto va de la gente, de la vida, si se me permite [...]. El hecho de haber dejado de beber y mi enorme interés por AA tienen mucho que ver con esta nueva actitud. Todo que ver, en realidad. La novela se sostenía sobre el banal armazón del día a día de un alcohólico que ha dejado de beber. «No se me ocurre mejor manera de describirlo –escribió Jackson a su editor, Roger Straus– que decir que la historia ocurre, está ocurriendo, tiene lugar, como la vida cotidiana, en cada página.»12 Jackson quería escribir una novela marcada por la humildad en el fondo –abrazando el tema de la gente de a pie, que llevaba una existencia normal y corriente– y también en la forma, resistiendo a los cantos de sirena del virtuosismo exhibicionista (...).

Stacy era una mujer divertida y generosa que había dejado de beber por primera vez antes de cumplir los veintiuno. No nos parecíamos en nada, salvo en el detalle de que ninguna de las dos había querido beber de otro modo que no fuera cogiendo una monumental cogorza. Ella hablaba de sus propias experiencias con total naturalidad y escuchaba pacientemente mis interminables monólogos plagados de digresiones, asintiendo pero sin mostrarse especialmente impresionada, a menudo destilándolos hasta revelar el impulso que latía en su centro: «O sea, que tenías miedo a ser abandonada, ¿no?» Sus destilaciones no eran reducciones. Captaban algo que me resultaba útil para ver la realidad en toda su crudeza, despojada de la telaraña del lenguaje. Yo me deshacía en agradecimientos por el hecho de que me dedicara su tiempo, pero Stacy siempre contestaba: «A mí también me ayuda a no recaer.» Cuando me uní a AA por primera vez, me habían dicho que escogiera a un mentor que «tuviera lo mismo que yo quería para mí». Intuía que no se referían precisamente al Premio Pulitzer. Al final escogí a Stacy no porque me recordara a mí misma, sino por todo lo contrario. Se movía por el mundo con seguridad, ofreciendo ayuda sin dar la impresión de creerse mejor que nadie, mostrándose humilde sin llegar a parecer servil. Se la veía tan cómoda y relajada que estar con ella era físicamente placentero, como el roce de la seda en la piel. No le avergonzaba reconocer que vendería su alma por un pomerania y compartíamos el mismo sentido del humor. Ambas nos habíamos reído en el pasaje del Gran Libro en que Bill cuenta que nunca había sido infiel a su mujer estando borracho, por «lealtad hacia ella, con la ayuda ocasional de mi propia y profunda ebriedad».17 Nos gustaba que también confesara esa razón menos noble. (...)

Cuando observaba mi propio alcoholismo en retrospectiva, veía a alguien que se lanzaba al mundo de cabeza con la esperanza de que ese mismo mundo la devolviera reforzada. Me veía a mí misma en el umbral de la habitación de un hombre, notando la efervescencia interna de la coca, intuyendo una decepción inminente, poco menos que suplicándole que me besara. Mi cuñada me había preguntado en cierta ocasión: «¿Qué preferirías, no tener huesos o no tener piel?» y, en un primer instante, imaginé a una criatura sin huesos, un amasijo de carne blanda e informe, pero luego imaginé a una criatura sin piel, una escultura en tensión, con nervios y músculos refulgentes. ¿Cómo describir a la criatura que no tiene lo uno ni lo otro? ¿Menuda putada? A veces sospechaba que carecía de armazón; otras, de límites. Cuando echaba la vista atrás y contemplaba a esa chica plantada en el umbral, esperando que la besaran, sentía el impulso de taparle la boca con la mano, de sacudir la coca de su nariz, drenar el vodka de su estómago y decirle: «No digas eso, no bebas eso, no necesites eso.» Pero no podía, porque ya lo había hecho: había dicho eso, bebido eso, necesitado eso. Esa chica no era la única que tenía carencias. Eso también formaba parte de mi inventario moral, reconocer que no era la única víctima de mis inseguridades. En la tabla del formulario que llevaba por título «Inventario de relaciones sexuales», la columna más reveladora era esta: «¿A quién he hecho daño?» Era reveladora no solo porque estaba llena de nombres, sino porque en su mayoría los escribí entre signos de interrogación. Rara vez me había detenido a pensar si les había hecho daño o no. Mi inseguridad me había convencido de que no era capaz de herir a nadie. Cuando me sentí lista para revisar el formulario con Stacy –en eso consistía el quinto paso, en comentar ese inventario moral con otra persona–, estaba recuperándome de una nueva intervención quirúrgica, esta vez para acabar de corregir las lesiones en la nariz que aún acarreaba a causa de aquel puñetazo en Nicaragua. Había hablado de esa rinoplastia en una reunión, esperando recibir muestras de compasión, pero la respuesta mayoritaria fue la siguiente: «Cuidado con los analgésicos.» Y resultó ser un buen consejo. Me sorprendió lo mucho que me ilusionaba la anestesia que me dejaría fuera de combate y los fármacos que vendrían después, lo obsesivamente que fantaseaba con la posibilidad de que me dieran gas hilarante o Valium. Era como tener mariposas en el estómago, una espontánea e inesperada expectación. En las reuniones, alguien decía a veces: «Tu enfermedad siempre te estará esperando a la vuelta de la esquina. Está ahí fuera, haciendo flexiones.» (...)

El primer paso de Alcohólicos Anónimos que Berryman completó cuando ingresó en el St. Mary’s Hospital de Minneapolis nos permite comprender hasta qué punto el alcoholismo había reducido su vida a un páramo desolado:22 Mi mujer me dejó después de once años juntos por culpa de la bebida. Caí en la desesperación, bebía mucho a solas, perdí mi trabajo, no tenía un chavo [...]. Seducía a mis alumnas estando borracho [...]. El director me dijo que había llamado a una alumna a medianoche y había amenazado con matarla [...]. Me emborraché en Calcuta y estuve vagando por las calles toda la noche, incapaz de recordar dónde me alojaba [...]. Muchas excusas para beber [...]. Grave pérdida de memoria, recuerdos distorsionados. Pasé el síndrome de abstinencia una vez en Abbott, me duró horas. Un litro de whisky al día durante meses en Dublín, mientras me esforzaba por terminar un poema largo [...]. Mi mujer me escondía las botellas, yo mismo escondía las botellas. Mojé la cama en un hotel de Londres por culpa de una borrachera, el director montó en cólera, tuve que pagar un colchón nuevo. En las clases estaba demasiado débil para mantenerme en pie, tenía que sentarme. Daba mis lecciones sin haberlas preparado [...]. Incapaz de controlar los esfínteres, defequé en un pasillo de la universidad, conseguí llegar a casa sin que nadie se diera cuenta [...]. Mi mujer me dijo que me iba al St. Mary’s o ya sabía lo que pasaría. Aquí estoy. Hay un sufrimiento palpable, no solo en el devastador alcoholismo de Berryman, sino también en sus sorprendentes motivos de pesar: no solo defecar en el pasillo, sino también dar clases sin haberlas preparado. Se estaba preparando mejor para la rehabilitación. De ahí que leyera tanto al respecto, que rellenara los formularios como un alumno aplicado. En el del cuarto paso, elaboró una lista de «compromisos»:23 a) Ante Dios: practicar la fe a diario, someter mi voluntad a la suya, mostrarme agradecido (una de las pocas virtudes que conservo), desear el bien a los demás. b) Ante mí mismo: determinar qué quiero (vida, arte), pedir ayuda [...], nunca engañarme a mí mismo. Buscar la belleza y el asombro. c) Ante mi familia: valorarlos. Acuden a mí en busca de amor, de orientación. d) Ante mi trabajo: «Buscar el equilibrio por encima de todo lo demás.» «La soberbia es el veneno del alcohólico.» e) Ante AA: «Debo mi liberación a Dios y a AA.» Al final de la lista, redactó una serie de consejos para sí mismo: «No vivas de cualquier manera. Puede que seas el único ejemplar del Gran Libro que otras personas alcancen a leer.» (...)

Cuando Berryman se planteó escribir una novela sobre la recuperación,24 no imaginó una ambiciosa obra literaria, sino un texto que funcionara como un duodécimo paso –«Intentamos transmitir este mensaje a los alcohólicos»– que permitiera llevar la recuperación a quienes no la habían encontrado todavía. Garabateó unas cuantas ideas sobre la naturaleza de esa obra: «hacer un libro con estas notas –ejercicios que resulten de utilidad para el duodécimo paso–, apenas trabajadas, bastará con extenderlas y sacarles brillo, añadiendo algo de contexto [...] sobre Hazelden y mi paso por el St. Mary’s la primavera pasada.»25 No estamos ante el lirismo de sus «cantos soñados», sino ante algo completamente distinto, unas notas «apenas trabajadas» que no buscaban ser hermosas, sino útiles. Al concebir el libro como «un texto que sea de utilidad para el duodécimo paso», Berryman cumplía el propósito expresado en sus inventarios morales: reemplazar la ambición de ser «un gran poeta» por una vida creativa dedicada a «querer a los demás». Estuvo tentado de titular la novela El síndrome de Korsakoff en la tumba, pero al final se decantó por Soy alcohólico («Me gusta más», anotó junto a este título más sencillo). Al final, el libro se titularía sencillamente Recuperación (Recovery). (...)
En la primavera de 1971, menos de un año antes de su muerte, Berryman impartió un curso en la Universidad de Minnesota titulado: «La posnovela: la ficción como forma de alcanzar la sabiduría.»28 Eso mismo era lo que buscaba con Recovery, alcanzar la sabiduría. Si bien Jean Rhys nunca fue a rehabilitación, escribió un relato que transcurre en un tribunal. Se titula «El juicio de Jean Rhys» y está garabateado con trazo fino e inseguro en un sencillo cuaderno de tapas marrones que guarda una notable similitud con el «inventario moral valiente» del cuarto paso de Alcohólicos Anónimos. Cuando la acusación enumera los principales temas de la obra de Rhys (el bien y el mal, el amor y el odio, la vida y la muerte, la belleza y la fealdad)29 y le pregunta si son aplicables a todas las personas, ella contesta: «No conozco a todas las personas. Solo me conozco a mí misma.» (...)

¿Qué opino yo al respecto? Que es importante no dejar que la noción de enfermedad y sus mecanismos físicos se diluyan por querer definirla de un modo demasiado amplio, pero también es cierto que todos hemos ansiado algo que nos perjudica. Ojalá pudiéramos invocar esa universalidad no para desdibujar las fronteras de la adicción, sino para humanizar a quienes caen bajo su yugo.
Cuando, estando borracha, me pregunté en las páginas de mi diario: "¿Soy una alcohólica?", intentaba contestar a una pregunta sobre el deseo: ¿cuándo se convierte el ansia en patología? Hoy, mi respuesta sería la siguiente: cuando se vuelve lo bastante tiránica para provocar vergüenza. Cuando deja de formar parte del yo y empieza a reconfigurarlo como una carencia. Cuando quieres dejarlo pero no puedes, lo intentas de nuevo pero no puedes y vuelves a intentarlo, pero no puedes. "Solo después de muchos chutes se convierte el deseo en necesidad -escribió George Cain-. Era para lo que había nacido, lo que llevaba toda la vida esperando".
Cuando me pregunté en las páginas de mi diario si era una alcohólica, buscaba una categoría que pudiera decirme si mi sufrimiento era real, como si beber más pudiera hacerlo indiscutible. Por supuesto que mi sufrimiento era real, tanto como el de cualquier otra persona. Por supuesto que no era idéntico al de nadie, solo al de todos los demás.

LA HUELLA DE LOS DÍAS: LA ADICCIÓN Y SUS REPERCUSIONES.
LESLIE JAMISON, Anagrama, 2023

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