ARREBATOS ALÍRICOS

Me fui sobreviviendo como pude

(José Luis Piquero)


viernes, 18 de julio de 2025

HASTA QUE EMPIECE A BRILLAR (María Moliner novelada por Andrés Neuman)

 

¿Cuánto guarda una palabra de las voces que la dijeron? ¿Qué parte de un lugar permanece al nombrarlo? Paniza. El nombre de su pueblo no le traía el pueblo, sino las narraciones de su madre, todo aquello que le habían contado de niña y María seguía repitiendo sin mucha convicción. Las montañas de Paniza eran el mirador desde donde imaginaba sus primeras sílabas, ese cambio de altura entre las experiencias en primera persona y los recuerdos prestados. (...)

—Soy tan vieja que nací en el año cero. Le divertía declararlo así, como si antes de ella no hubiera sucedido nada. 1900. Un siglo en blanco a la espera de manchas, borrones, tachaduras. Su madre, doña Matilde Ruiz, sabía leer y escribir. Eso la distinguía dentro de su generación y, muy en particular, entre las mujeres. Doña Matilde gestionaba con prudencia ese orgullo. Sabía que la buena vecindad consistía en disimular las diferencias y exagerar las semejanzas. (...)



Según el profesor Blanco, la gramática y la literatura eran dos amigas que se divertían juntas. La primera recordaba las reglas de juego, la segunda probaba otros juegos. (...)

Su pareja Alice les enseñaba francés aunque venía de Portugal, que era lo más lejos que ella había visto nacer a nadie. Lucía unas canas revueltas que a María se le antojaban el colmo del atrevimiento. Alice tenía un lema que la había dejado impresionada: las buenas estudiantes podían aprender muchos idiomas, ¿pero quién les enseñaba a decir que no en el suyo? Les había contado que en Francia las mujeres luchaban por sueldos justos. Y en Inglaterra, por el voto. María le repitió a su madre lo que había escuchado. Doña Matilde la miró de reojo, retorciendo bajo el agua la ropa sucia. (...)

Cuando no daba clase, Giner de los Ríos paseaba su bigote anciano por las escaleras o leía recostado en el jardín. No vestía como la mayoría de los hombres y transmitía una suavidad hipnótica. Quique le había contado, con una sonrisita indescifrable, que el mismísimo no tenía hijos porque no le interesaba tenerlos. 
—¿Entiendes? 
—No. 
(...)


Cuando se mudaron a la calle Palafox, las mañanas cambiaron. Ahora podían caminar hasta la Insti, acompañados por don Enrique. Esos diez minutos de paseo con su padre, cada vez más largos en su memoria, se convertirían en el mejor recuerdo de su infancia. María descubrió que pasar todos los días por los mismos lugares se parecía a releer: lo que una entendía era siempre diferente. (...)

Probó suerte en todas las materias, salvo Gimnasia. Su vecina Bea no perdió la ocasión de burlarse. 
—Me extraña que las tildes no sirvan para saltar. 
Como era previsible por su insuficiente preparación, se quedó sin aprobar unas cuantas. Pero había superado la prueba más ardua: hacer su voluntad. Viendo que no bastaba con sus apuntes caseros y sus manuales prestados, María se dirigió a la Insti para asistir a algunas clases sueltas en las áreas donde arrastraba mayor retraso. Recibió la respuesta afirmativa del mismísimo. Una mañana acudió a una tutoría con Alice, que llegó saludándola con sus canas al viento. 
—He pensado mucho en usted, profesora. 
—Me alegro. Eso quiere decir que has estado pensando en ti. (...)

Tras varios intentos fallidos, María encontró empleo como secretaria en la Diputación Provincial, donde demostró su eficiencia revisando textos y su neurosis organizando papeles. La derivaron al Estudio de Filología de Aragón, que reservaba plazas para alumnos en prácticas y acababa de acordar que uno de ellos (¡no más!) fuese de sexo femenino. Le anunciaron con solemnidad que ella era la primera redactora oficial del equipo. No supo muy bien cómo interpretarlo. ¿La primera que trabajaba ahí, o la primera a la que le pagaban por su trabajo? El Estudio andaba casualmente inmerso en la elaboración de un diccionario de vocablos aragoneses. Si en ese momento alguien le hubiera soplado su futuro al oído, María se habría muerto de risa. (...)

Don Juan Moneva, miembro de la Real Academia Española, resplandecía en sus contradicciones. Se declaraba devoto de la Iglesia y creyente en la igualdad entre hombres y mujeres. Predicaba contra el vicio alzando copas de somontano. Defendía el regionalismo a condición de que viajara mucho. Según don Juan, para investigar el léxico se debía atender a la juventud, porque hablaba con frescura y oído colectivo. Sus hijos, le contó a María, asimilaban mejor que él los cambios en el uso de la lengua. Por eso confiaba más en el criterio de una chica como ella, por ejemplo, que en ciertos académicos aferrados a sus normas. (...)



En ocasiones coincidía en el patio con un muchacho de mirada asimétrica, ojeras densas y mandíbulas roedoras. Lo habían expulsado de los jesuitas por mal comportamiento, de lo cual se sentía especialmente orgulloso. Su padre era ferretero y había hecho fortuna vendiendo armas en Cuba. Parecía resentido con su propia riqueza. Estaba obsesionado con la fotografía y los insectos. Le caía bien y mal ese Luis Buñuel. Sus compañeros insistían en llamarlo Buñuelo. 
—Derrocháis poesía, hijos de puta. 
Buñuelo llegaba con cara de haber tenido pesadillas o de haberse peleado en la entrada. María no lo encontraba para nada guapo. ¿Y entonces? Luis tenía fijaciones obscenas que, por algún misterio, a ella la hacían sentir un no sé qué. (...)

De vez en cuando el amor, fuera lo que demonios fuese, le rondaba la cabeza de un modo más bien genérico, como esos vocablos cuyo sentido se conoce vagamente pero no se sabe cómo usar. Sentía un aburrimiento sin relación con lo que hacía, basado quizás en todo aquello que no hacía. (...)

Supo que era la primera mujer en ejercer oficialmente la docencia en la universidad murciana, el tipo de noticias que la hacían sentirse más sola que pionera. Tan inaudito debió de resultar su nombramiento que el acta fue firmada el 29 de febrero de 1924, año bisiesto. La Junta le daba la bienvenida a la institución como «representante del elemento femenino». Las mujeres, toditas, elemento. Ella, abstracción antes que profesora. Su pasaje preferido era ese donde se especificaba que había ingresado «por sus méritos», encantadora prueba de que no siempre se daba el caso. (...)

No es que le diera igual estar casada; la irritaba su antónimo. ¿Qué era estar soltera? Si Fernando no se había casado antes porque no le había dado la gana, ¿por qué sobre las mujeres con su misma edad y situación se cernía esa sombra de fracaso? En realidad, soltera se oponía a soltero: un hombre libre frente a una mujer incompleta. (...)

Por las noches, cuando el bebé caía provisionalmente rendido, en vez de cenar algo, charlar con su esposo o abrir por fin un libro, María se quedaba paralizada en el sofá, barrida por sus propias emociones. No sabía qué decir. Aún se sentía incapaz de hablar su nuevo idioma. (...)

Intuyendo que la formación lingüística empezaba en la lactancia y se nutría de palabras aún no comprendidas, María acunaba a sus criaturas con romances populares. Al acompasar el vaivén con los versos se dormía a sí misma, hipnotizadora hipnotizada. (...)

Se entregó mientras tanto a otras investigaciones: ¿qué trataban de decir sus hijos?, ¿de qué se hablaba antes del habla? No tenía idea, pero procuró contestarles desde el principio. Intercambió con ellos sonidos sin ningún sentido previo a su articulación. Abrían la boca, acercaban sus caras y se besaban con todo el lenguaje por delante (...).


En mitad de los alborotos cotidianos, recibió un telegrama. Se lo enviaba el profesor Blanco. ALICE IDA EN PAZ STOP CEREMONIA PORTUGAL STOP TE DEJÓ LIBROS FULL STOP De acuerdo con la economía de los telegramas, no había despedida. Tampoco ella había podido despedirse de su maestra. Aquel par de líneas despojadas le recordó el estilo incipiente de su hijo Enrique, hecho de sustantivos y verbos, sin artículos ni conjunciones. Como si, al inicio y al final de la vida, el objetivo fuese transmitir urgencias en pocas palabras. (...)

Pese a las objeciones de su padre y para satisfacción de su abuela, tanto Fer como Enrique fueron bautizados. Prescindir del sacramento, argumentó María, habría demandado una serie de explicaciones que no estaba dispuesta a dar. Ella se consideraba una creyente sin templos. Más acá de barrocas conjeturas, Dios le parecía una buena idea. Mucho mejor, sin duda, que las doctrinas que se lo disputaban. Sentía a un Dios íntimo, de andar por casa, menos legislativo que interlocutor. (...)

Se emocionaba con su compañía y se aburría rezándole. Por muy decepcionante que hubiera resultado su experiencia en catequesis, seguía maravillándola aquello de que al principio había sido el verbo. Si un acto de habla había creado el sentido, si en las palabras había revelaciones, entonces amarlas implicaba un ejercicio de trascendencia, ¿que conducía adónde? A la fe en la lengua, por lo menos. Más que en el nombre del Padre, creía en la lengua materna. Que una criatura fuese capaz de balbucear cualquier idioma se le antojaba un milagro terrenal. (...)

Sus hijos le enseñaron a hablar de nuevo sílaba por sílaba, una palabra tras otra, como si hasta entonces las hubiera dado por sentado, creyendo que dominaba lo que era apenas una inercia, un rebaño de convenciones cuya razón había olvidado. Igual que sólo entendía de verdad lo que explicaba en clase, María sintió que tocaba su corazón verbal cuando sus hijos la obligaron a desarmar la lengua para mostrársela por dentro, como una caja de música. (...)


El porcentaje de analfabetismo femenino, igual que la brecha de alfabetización entre hombres y mujeres, acabaría reduciéndose casi a la mitad al final de la República. Si María hubiera tenido que invocar una sola razón para sumarse al bando perdedor, no le habría importado elegir esa. (...)

Más que aprender el idioma, sus hijos lo fundaban. María experimentaba una cosquilla sin nombre cuando Fer lograba articular algún vocablo y la boquita se le llenaba de sentido, baba y goce; cuando Enrique traducía el hallazgo de su hermano al valenciano de sus vecinos, o incluso a ese alemán de laboratorio que su padre intentaba inculcarle (...).

Si la llegada de su primogénito había abierto otro ciclo en su relación con el lenguaje, un rebrote de los aprendizajes básicos, la aparición de Pedrito tuvo un aire de colofón, de última búsqueda de palabras frescas. Luchaba contra el impulso de consentirlo más de lo aconsejable, de mantenerlo todo lo posible en su regazo, ralentizando su irremediable crecimiento. No deseaba ningún otro bebé, sólo permanecer en aquel óptimo estado de poder y no querer. (...)

—¿Qué estás leyendo, querido? 
—Una de aventuras, señora. 
—Llámame María, por favor. 
—Sí, señora María. 
Obligada a actuar como emisaria y hasta jueza de paz, María se preguntaba qué funciones cumplía la lectura en la resolución de conflictos. O si más bien servía para nombrar los conflictos silenciados. Tampoco faltaban las familias que le hacían esa pregunta: ¿para qué iban a perder el tiempo sus hijos leyendo, cuando podían hacer cosas útiles? A ella le parecía una pregunta importante. Le costaba entender a quienes la repudiaban sin responderla o, peor todavía, se regodeaban en la presunta belleza de lo inútil. En su opinión, esta barbaridad aristocrática daba por hecha la inutilidad del arte y subestimaba las funciones de la belleza. (...)


¿Cómo no iba a ser útil la lectura si mejoraba la vida cotidiana, si fundaba una soledad asociativa, si ofrecía más experiencias de las que nos tocaban en suerte, si ampliaba nuestras identidades, nuestro conocimiento del prójimo y nuestro concepto mismo de realidad, si nos permitía comunicarnos con otras épocas, otros lugares, otras lógicas, e incluso hablar con muertos? (...)

La enfurecía que la acusaran de falta de realismo. Eso había escuchado en el Archivo, donde había logrado pactar una excedencia. Más que consumir tiempo, pensaba María, leer lo creaba. Como en las teorías físicas que investigaba Fernando, los libros abrían huecos en nuestras coordenadas. (...)

Desde su campana de silencio, Eli se abstenía de participar en la polémica. Era hasta cierto punto un aislamiento lingüístico, aunque también había en ella cierto saber incómodo: una especie de depresión profética. Aquella tarde María la escuchó hablar una sola vez, con su dicción prusiana y sus ojos de agua. 
—En mi país sólo acaba empezar. (...)


Entonces se desató la catarata de rumores. Han fusilado a Lorca, le dijo Angelina, en el sur, en un barranco. Han fusilado a Lorca, repitieron juntas, como tanteando hasta qué punto eran capaces de pronunciar esas palabras. Han fusilado a Lorca, le contó María a Fernando, en Granada, no sé dónde. No se sabe dónde han fusilado a Lorca, le contó Fernando a Pepe, y Pepe le respondió que había sido en un barranco. Han fusilado a Lorca, le anunció Maruja a Eli, y Eli le contestó que estaba buscándola para decírselo. Habían fusilado a Lorca y los muertos esperaban turno. (...)


Que articular una biblioteca es, en suma, darle forma a la vida. Algo imposible y urgente. Una noche de insomnio, María se sentó a volcar las ideas que la desvelaban. Fue resumiendo algunas reflexiones sobre el oficio, sugerencias prácticas, planos de estanterías, diseños de ficheros. Deseaba describir la casa de los libros, estaba convencida de que el auténtico amor incluía a las cosas, sus espacios, sus problemas materiales. Lo tituló Instrucciones para el servicio de pequeñas bibliotecas. Según había observado durante sus inspecciones, el desánimo en el campo cultural provocaba toda clase de profecías que acababan cumpliéndose. Para poner y transmitir entusiasmo, escribió, una necesitaba creer «en la capacidad de mejoramiento espiritual de la gente a quien va a servir, y en la eficacia de su propia misión». (...)

Perpetuando las homonimias, su nueva sobrina se llamaba Matilde. A diferencia de sus primos, era una niña gestada durante un golpe de Estado y nacida en plena guerra. Ese siniestro unísono, sospechó María, inauguraba una generación que no podría recordar aquello que la definía. Su hermana le presentó a Machado en la Casa de la Cultura. Tomaron café en silencio. Espiaron desde la ventana las siluetas borrosas que cruzaban la calle de la Paz. El poeta les contó que le habían prestado una casita en Rocafort y que los colores de la huerta lo consolaban un poco. Entonces sonrió sin mover el resto de la cara. (...)

Aunque pensaba a diario en su desenlace, para María no era sólo una guerra que ganar o perder, sino una carrera por llegar lo más lejos posible, pasara lo que pasase, en la dirección deseada. De fracasar con alguna grandeza. A esa misión desesperada se entregó en Valencia, capital de las últimas cosas. (...)

contemplar el palacio donde habían instalado el Ministerio de Sanidad, experimentó una suerte de alucinación arquitectónica. Le pareció divisar en sus balcones una figura femenina con gafas, los pechos desnudos y el puño en alto. Esa alucinación era una realidad no menos improbable. Se trataba de la ministra Montseny, una de las primeras en toda Europa, representante anarquista de un Estado en el que no creía. Autora de novelas de combate y de un proyecto para legalizar el derecho al aborto (aun cuando ella, en lo personal, desaconsejara su práctica), estaba protestando con su propio cuerpo: el Consejo de Ministros había rechazado la iniciativa. María miró hacia arriba y Montseny miró hacia abajo. La ministra la saludó levemente, se acomodó los pechos con solemnidad y reanudó su cruzada frente a las cúpulas de la catedral. (...)


Días antes de que todo acabase, reunieron a los cuatro hermanos para comunicarles la noticia —que Enrique conocía de sobra— e instruirlos sobre las nuevas reglas comunitarias. María hizo hincapié en el vocabulario. Les explicó que los fascistas ya no eran fascistas, sino nacionales. Que muchas personas queridas pasaban a ser rojas, algo que Pedrito encontró gracioso. Que los curas serían sacerdotes y, si hablaban con alguno, padre. 
—¿Entonces a papá le decimos cura? (...)

Las acusaciones mezclaban observaciones subjetivas con la mera mención de sus trabajos como si se tratase de infracciones. Sobre las rúbricas del juez instructor y el señor secretario, María no pudo evitar detenerse en un flagrante error de puntuación: «Este pliego de cargos con su copia autorizada, se remite al Jefe de...». Primero lo corrigió con un lápiz. Después remarcó su tachadura apretando más fuerte. Después clavó la punta varias veces hasta perforar el papel. Después la sacudió dentro de la hoja, sajándola igual que una víscera, mientras gritaba cosas que más tarde no recordaría. Después vino Fernando y la abrazó. (...)

Ningún otro gobierno había situado a bibliotecas y escuelas en la vanguardia pública, así que resultaba brutalmente lógico que docentes y libros fuesen prisioneros de guerra. «En nada ha sido tan prolífica la monstruosa fecundidad de la República como en maestras», había concluido un ilustre diario. De lo demás se encargó la ley que regulaba la purga de funcionarios: Franco se había apresurado a firmarla antes de dar por terminada la contienda. (...)

en general expulsadas de la enseñanza, cuando no encarceladas o desaparecidas. Recibió un sobre vacío y sin remitente desde Bélgica: reconoció la caligrafía de Teresa Andrés. Le constaba que Navarro Tomás se había instalado en Estados Unidos, mitigando su duelo con la fonología. Machado había muerto del modo más infame en la frontera, acaso su lugar de siempre. De Dámaso Alonso, en cambio, las malas lenguas murmuraban que no corría ningún peligro en España. La Residencia de Señoritas, ahora en manos de la Sección Femenina de Falange, se llamaba Colegio Mayor Santa Teresa. Ella lo consideró un doble ultraje: convertir aquel lugar casi en un convento y, peor todavía, insinuar que santa Teresa solía portarse bien. (...)

Por esa misma época, María recibió una postal de Buñuel, de quien llevaba no sabía cuánto sin tener noticias. En el anverso de la tarjeta se veía la estatua de la Libertad, intervenida en tinta negra, con la boca llena de insectos. La letra era minúscula, para leer con lupa. Le escribía desde Nueva York, donde se pasaba el día entero montando documentales para no se entendía bien qué museo, y estudiando la propaganda nazi para hacer propaganda antinazi. Le contaba que necesitaba dinero, que los rascacielos le daban náuseas y que estaba pensando en irse a México, como tantos amigos. También le confesaba que siempre la había amado y que por favor no le escribiera, porque las cartas lo aburrían muchísimo. (...)

Fernando le hablaba de perfil. Trataba con ella lo imprescindible, pero ni una caricia más allá. Empezó a dormir muy cerca del borde de la cama. Su mandíbula trituraba la noche. Se pasaba las mañanas incrustado en su butaca, y sólo se ponía en pie cuando los niños regresaban de la escuela. Fingía leer: María descubrió que los marcapáginas de sus libros no avanzaban. (...)

Ella intentaba absorber los ritmos de la casa. La acción cotidiana era su fármaco. En vez de esperar a que le volvieran las fuerzas, se aferró a sus ocupaciones para ver si volvían. (...)

Regresar a Madrid renovó su horizonte, aunque también lo devaluó en comparación con sus recuerdos. Ahora era gris, gris. Sus calles le parecieron más lentas, pobladas de peatones temiendo cruzar mal. Los balcones pasaban mucho tiempo cerrados. Vio escaparates semivacíos con mercancías de otras temporadas. Tabernas demasiado susurrantes. Cafés opacos donde los parroquianos prometían pagar siempre mañana. Ya no había tantos jóvenes, o ella había dejado de serlo. Recordó los versos de Dámaso Alonso, que había vuelto a la poesía después de un largo silencio: una ciudad de más de un millón de cadáveres… (...)

Cada vez que salía a la calle, el portero la miraba de reojo y anotaba algo. Las vecinas llevaban una amable contabilidad de sus ausencias en misa. Procuró asistir con Carmina algún domingo. Estaba deseando escuchar su pasaje preferido del Jeremías, ese que rezaba: A ti el Señor no te ha enviado y sin embargo, tomando su nombre, has hecho que este pueblo confiase en la mentira. (...)

Dirigir la biblioteca de la Escuela de Ingenieros Industriales no era lo que ella había soñado, pero hacía bastante que sus sueños no se entrometían en sus decisiones. Se sentiría cómoda rodeada de anaqueles. Eso se dijo. Eso quiso creer. Lo que no imaginó es que se trataría de una biblioteca tan escasa de libros como de lectores. Lo había conseguido: estaba en la capital del desierto. En la Escuela de Ingenieros se encontró un ambiente de exquisita hostilidad. Nadie se molestó en ofenderla de frente, aunque enseguida oyó que la llamaban la roja. Ella puso su mejor cara de pánfila y procuró desmentir esa reputación. Naturalmente, sólo las rojas necesitaban desmentirla. (...)

Tampoco pensaba conformarse con la bibliografía técnica. Insistió sin descanso hasta que la autorizaron a habilitar pequeñas secciones de Historia, Lengua y Literatura. Su primera compra fue el Curso de lingüística general de Saussure, recién traducido por un amigo hispanoargentino de Lapesa. El libro estaba impreso en Buenos Aires: María solía abrirlo para releer las primeras páginas, y quizá también para acercar la nariz como quien oliese una camisa. Su inicio le sonaba a una novela de aprendizaje protagonizada por la intrépida lingüística: había nacido gramática, crecido filología y acabado descubriendo el secreto parentesco entre las lenguas. Su aventura consistía en comprenderlas en cada momento, no en dictar cómo deberían ser ni mantenerlas tal cual habían sido. Pudo encargar ejemplares de jóvenes narradoras que le interesaban, entre ellas Dolores Medio, Carmen Laforet o Ana María Matute, a quienes más tarde se sumaría una tal Martín Gaite. Escribían sobre asuntos de apariencia inofensiva pero profundamente incómodos: tristeza, suciedad y chicas raras. En otras palabras, hablaban de fracaso, pobreza y rebelión. Todo eso que no existía en las noticias. (...)

Una tarde cualquiera, sola en casa, mientras hojeaba a una joven novelista, se detuvo para hacer una consulta. Abrió el diccionario de la Real Academia, localizó el vocablo, comprobó que ninguna de las definiciones la convencía. Y, casi sin pensarlo, las enmendó a su gusto con un lápiz. Repasó en voz alta el resultado. Asintió satisfecha. Y cerró el sólido volumen. Volvió a sentarse, pero le fue imposible reanudar la lectura. Se quedó absorta en las sombras de la ventana. Se hizo un silencio denso, efervescente. Con el lápiz todavía entre los dedos, apretándolo fuerte, se puso en pie de un salto, impulsada por una idea tan disparatada que la hizo reír. Entonces se sentó frente a la mesa del comedor. Dobló una hoja. Escribió la palabra que había buscado, le pareció que empezaba a brillar, y notó que la mano le temblaba un poco. (...)

Al terminar la guerra, en protesta por las represalias contra varios compañeros, Menéndez Pidal había dimitido como director de la Real Academia Española. Las malas lenguas, que en el gremio eran conditio sine qua non, murmuraban que había sido destituido o forzado a renunciar. Una vez aplicadas las sanciones, sus colegas volvieron a elegirlo. El Régimen pretendía sustituir a los académicos exiliados, empezando por Navarro Tomás. El maestro sólo aceptó retomar la dirección cuando se aseguró de que esas plazas permanecerían vacantes hasta su regreso o bien hasta su muerte. Esos sillones vacíos, pensaba María, eran todo un manifiesto. En más de una ocasión le habían contado la historia del falso cuadro de Cervantes que presidía las reuniones, y que Menéndez Pidal se resistía a retirar. 
—Déjenmelo ahí, que si quitamos al falso Cervantes, tendremos que poner un Franco auténtico. (...)

Le costaba entender la misteriosa noción de americanismo, que la Real Academia aplicaba a cualquier palabra común en cualquier lugar al que no se pudiera llegar en tren desde Madrid. Si se trataba de reflejar el vocabulario de la lengua en su conjunto, no el de España en particular, semejante denominación carecía de sentido. Pero, puestos a hacer distinciones geográficas, considerando su descomunal superioridad demográfica, más lógico habría sido catalogar como españolismo todo término ajeno al continente americano. (...)

Por encima de la ortodoxia, ella tenía en mente el habla. El purismo le parecía una contradicción del tamaño de la basílica del Pilar. Conocía demasiadas palabras que la institución había tildado de barbarismos para, tarde o temprano, asimilarlas. Otras quedaban excluidas como meros tecnicismos, cuando ya eran de uso cotidiano: pensaba en cibernética, entropía, reactor. O bien, pasando al cine (¿hace cuánto no iba al cine con Fernando?), gag, suspense y esas cosas que sus hijos nombraban cada dos por tres. Los aduaneros verbales se escandalizaban de que control, test o récord viajaran de boca en boca. Lo cómico del asunto, rumiaba María, era que su origen se remontaba al latín. Paladeó una risita mientras anotaba: «Negarse a emplear un recurso ofrecido por esa herencia, solamente porque otro de los herederos se ha anticipado a sacar provecho de él, es puerilidad o reparo de hidalgo picajoso». (...)

Amor. Para la Academia no pasaba de “afecto” (¿por qué no un sentimiento o una emoción?, ¿qué categorías oprimían los corazones de sus ilustres redactores?) “por el cual busca el ánimo” (¿el ánimo en abstracto, así, solito?) “el bien verdadero” (¿y quién dictaba qué era el bien verdadero?) “o imaginado” (eso del bien imaginario le pareció un hallazgo admirable), “y apetece gozarlo” (y de golpe, por fin, iban al grano). María tanteó una definición un pelín más cálida y, por qué no, justa. «Sentimiento experimentado por una persona hacia otra, que se manifiesta en desear su compañía, alegrarse con lo que es bueno para ella y sufrir con lo que es malo». Si estas dos últimas condiciones no se daban, ¿de qué estaban hablando cuando hablaban de amor? Las siguientes acepciones canónicas de amor le sonaron particularmente arbitrarias. “2. Pasión que atrae un sexo hacia el otro”. Además de proscritas, otras formas de amor pasaban entonces a ser indecibles. “3. Blandura, suavidad. Los padres castigan a los hijos con amor”. Este ejemplo la hizo saltar de su silla. Lo rectificó disociando el amor del castigo. «Suavidad o blandura con que se trata a alguien: Los padres corrigen con amor». ¡De nada, hijos míos! (...)

Entre las poquitas certezas que a su edad le iban quedando, una era justo esa: los vínculos entre ética y precisión verbal. Alguna gente escribía, pero todo el mundo hablaba. Hablar era la obra. Nuestra obra. Una radicalmente colectiva, al margen de quién tomase la palabra. Igual que un diccionario. (...)

Encontraba manjares en la calle o en la juventud, esa misma que, desde que el mundo había abierto la boca, jamás hablaba como se debía. Si se hacía caso a este prejuicio, sólo Adán y Eva se habían expresado correctamente. Aunque el volumen oficial no se declarase normativo, su sabor y su textura decían otra cosa. Estaba rellenito de preceptos. La sacaban de quicio los rodeos y arcaísmos para explicar una palabra. ¿Por qué la lengua debía adoptar un registro impostado cuando se refería a sí misma, como esa gente que se tomaba demasiado en serio o se vestía de manera ridícula los domingos? Si una consultaba por ejemplo qué significaba amparar, la respuesta de la Academia era “favorecer, proteger”. Una preguntaba entonces qué significaba favorecer. Simple, querida: “ayudar, amparar, socorrer”. ¿Y proteger, caballeros? Pues nada menos que “amparar, favorecer, defender”. ¿Habría suerte con defender? No demasiada: “amparar, librar, proteger”. Nada nos amparaba, libraba ni protegía de seguir dando vueltas. (...)
HASTA QUE EMPIECE A BRILLAR.
Andrés Neuman.
Alfagura, 2025