ARREBATOS ALÍRICOS

Me fui sobreviviendo como pude

(José Luis Piquero)


domingo, 25 de febrero de 2024

DESPUÉS DE SAFO (Selby Wynn Schwartz)

 

PRÓLOGO DE AURORA LUQUE 
Safo, circa 630 a. C. Lo primero que hicimos fue cambiarnos de nombre. Nosotras íbamos a convertirnos en Safo. ¿Quién fue Safo? Nadie lo supo, pero tuvo una isla. Se adornaba con guirnaldas de chicas. Podía sentarse a cenar y mirar con franqueza a la mujer que amaba, por infeliz que fuera. Cuando cantaba, todo el mundo lo decía, era como si una tarde a la orilla de un río te hundieras en el musgo y el cielo se derramara sobre ti. Todos sus poemas eran canciones. Leímos a Safo en la escuela, en clases consagradas a enseñar nada más que la métrica del verso. De entre nuestros maestros, poquísimos pudieron imaginar que nos estaban inundando las venas de casia y de mirra. Con sus voces ásperas seguían explicando el aoristo mientras que sentíamos, dentro de nosotras, tiritar en la luz las hojas de los árboles, y todo salpicado de sol, todo tembloroso. Éramos tan jóvenes que por aquel entonces no nos habíamos encontrado.



Safo escribe sobre muchas chicas: sobre las dóciles que se recogen con modestia el cabello, sobre las que resplandecen como el oro y marchan de buen grado hacia el tálamo nupcial y sobre aquellas que como el jacinto en la montaña los pastores / con sus pies pisotean. Un libro entero de Safo contenía canciones de boda; como el jacinto en la montaña, ninguna ha sobrevivido. A la joven que deseaba evitar que la pisotearan los pies de los hombres, Safo le recomienda la más lejana rama del árbol más alto. Siempre existen esas pocas de comportamiento inhabitual que, apunta Safo, los cosechadores olvidaron / no, no la olvidaron: fueron incapaces de alcanzarla. (...)

Un poema clético es una invocación, un himno a la vez que una súplica. Se inclina con una reverencia ante lo divino, siempre centelleante en mil facetas, y al mismo tiempo lo interpela para preguntar: ¿Cuándo vas a llegar? ¿Por qué tu resplandor dista tanto de mis ojos? Dejas caer tus gotas a través de las ramas cuando dormito junto a las raíces. Te derramas como luz en la tarde y sin embargo te sigues demorando en no sé qué lugar, fuera del día. Al invocar a alguien que es permanente pero que, aun así, se le ha de llamar urgentemente, desde una gran distancia, es cuando Safo recurre al término aithussomenon, ese temblar brillante de las hojas en el instante de la anticipación. Una poeta está viviendo siempre en tiempo clético, sea cual sea su siglo. Está invocando, está esperando. Se recuesta a la sombra del futuro y entresueña entre sus raíces. Su caso es el genitivo de memoria. (...)



El Código Pisanelli, 1865 
Los políticos aclamaron el Código Pisanelli como un triunfo de la unificación de Italia. El nuevo Estado se sentía ávido de crecer hasta su formación completa, estirándose a lo largo de toda la península para amparar a toda la población bajo sus leyes. Como dijo un estadista: hemos hecho a Italia, ahora tenemos que hacer a los italianos. Bajo el Código Pisanelli, las mujeres italianas alcanzaron dos derechos memorables: podíamos dictar testamentos para distribuir nuestras propiedades tras nuestra muerte y nuestras hijas podían heredar cosas de nosotras. Lo que escribíamos antes de morirnos nunca se había mostrado tan importante como entonces. En Italia, algunas sopesábamos si podríamos legar a nuestras hijas algún modesto regalo que pudieran hipotecar a cambio de un futuro. (...)

El láudano no mató a Rina Pierangeli Faccio, pero le puso fin a sus días de esposa dócil. La mujer que había sido hasta esa noche estaba muerta, dijo. El doctor le recetó descanso en cama, el marido le hizo reproches. Pero Rina solamente deseaba hablar con su hermana. A menudo eso era lo primero que hacíamos cuando estábamos cambiando: encontrar a una hermana y quedarnos con ella tomando el desayuno en nuestro cuarto. O encontrar a alguna en su cuarto y quedarnos con ella, fingiendo que éramos hermanas si fuese necesario. Las amas de llaves solían abrir los ojos como platos, pero si nos imponíamos, se nos serviría té con leche y tostadas en nuestra habitación sobre bandejas que abarcarían toda la extensión de nuestra cama. (...)


Doctor T. Laycock, Tratado sobre los desórdenes nerviosos de las mujeres, 1840 
Cuando escribía acerca de los trastornos nerviosos de las mujeres, el eminente doctor Laycock de York no se ahorró el dar cuenta de que cuanto más tiempo pasaban las jóvenes unas con otras, más excitables e indolentes se volvían. Esta condición puede afectar a las costureras, a las obreras de una fábrica o a cualquier mujer asociada con otras, sea cual sea su número. En particular, advertía, las jóvenes no pueden reunirse unas con otras en las escuelas públicas sin que corran un riesgo severo de excitar las pasiones y de verse arrastradas a entregarse a prácticas nocivas tanto para el cuerpo como para el alma. Novelas, cuchicheos, poemas anónimos, cultura general, dormitorios compartidos: están leyendo las niñas en la cama y al momento ya están leyendo juntas. Lo que puede parecer un afecto de hermanas o un capricho de colegialas debe ser diagnosticado como el pernicioso antecedente de los paroxismos de la histeria. En medio de esas tensiones se contagian fácilmente unas a otras y pueden arrastrar a una catástrofe a familias enteras. Enmienda al Código Pisanelli, 1877 Los derechos que no teníamos en Italia eran los mismos que no habíamos tenido durante siglos, y por eso no vale la pena enumerarlos. Pero en 1877, una modificación del Código Pisanelli permitió a las mujeres actuar como testigos. De pronto, legalmente, podíamos firmar con nuestros nombres lo que nosotras sabíamos que era cierto. Nuestras palabras, que siempre se vieron antes como frívolas e insustanciales, ganaron un peso nuevo al fijarse en una página. También por entonces comenzábamos a darnos cuenta de cómo los perfiles de nuestras puertas y de nuestras dotes estaban emparejados, lo mismo que una caja podía meterse en otra: eso significaba la transferencia de una esposa. Nadie podía abandonar un matrimonio, pero algunas alcanzamos a discernir la forma que les imponía a nuestras vidas. Como dijo un político de la época, en Italia la esclavitud de las mujeres es el único régimen en el que los hombres pueden vivir felizmente. Quiso decir que nosotras mismas éramos el pequeño regalo hipotecado por el futuro de la patria. (...)

Patria significa al mismo tiempo «el padre» y «la tierra del padre» y potestas era el grueso nudo de su poder para disponer magistralmente de mujeres, niños y bienes domésticos. La patria potestas se había transmitido de padre a padre desde el Imperio romano. En el Código Pisanelli de 1865 estaba vinculada a la autorizzazione maritale, que autorizaba al marido a tratar a su esposa como un eterno infante: sin importar cómo se hubieran desarrollado su cuerpo y su espíritu, nunca ella sería una persona plena para la patria. Tan pronto como pudo, Anna Kuliscioff se hizo doctora, especializándose en ginecología y anarquismo. Dottoresa Anna Kuliscioff, Il monopolio dell’uomo, 1890 En 1890 la dottoressa Kuliscioff logró no se sabe cómo que la invitaran a pronunciar una conferencia en la Sociedad Filológica de la Universidad de Milán, donde jamás disertó mujer alguna. Eligió como título para su charla El monopolio del hombre. (...) 

Por las noches Rina podía leer libremente y acudir al teatro. En el norte andábamos entonces comenzando a escuchar la palabra femminista: sonaba como el francés femme, que significa a la vez «esposa» y «mujer». Con diferencia preferíamos mujeres frente a esposas, y observábamos de cerca las señales de lo que iba a suceder. Por ejemplo, en Milán el teatro estaba tan concurrido que Rina a duras penas podía encontrar su asiento. La obra era Casa de muñecas, de Ibsen, la historia de una mujer llamada Nora que al final deja de ser una esposa. En el último acto, Nora abandona su casa, a su marido y a sus hijos, echando el pestillo de la puerta tras de ella con un ruido que parecía el de un siglo cerrándose de golpe. (...)

Todo un equipo de editores de Milán había rechazado en un principio el manuscrito de Una donna por demasiado aburrido. Era solamente la historia de una mujer, dijeron. Una historia que ellos ya conocían, no había más que una historia. Carecía de tensión dramática. Una donna era la historia de una mujer cuya madre salta por la ventana con un vestido blanco como un trozo de papel, cuyo cuerpo es pisoteado como un jacinto, cuyo padre la entrega al tipo ese, cuyo hijo ha nacido entre ropa para lavar y moretones. Es la historia de una mujer no llamada Nora que al final deja de ser una esposa. Una donna se publicó en un pequeño negocio tipográfico de Turín y casi de inmediato tropeles de lectoras compraron todos los ejemplares. Los editores de Milán se quedaron tremendamente estupefactos, pero como eran hombres de negocios muy sensatos compraron los derechos para la reimpresión del libro. Tal vez existía un mercado nuevo para las aburridas historias sobre mujeres, o tal vez las mujeres que leían tales historias las hallaban dotadas de un interés insondable. (...)

Hacia 1908 Sibilla Aleramo era ya una escritora famosa y una feminista infame. Lina Poletti era una poeta de ojos dorados y veintitrés años que se plantó en el umbral marmóreo de la Sala de los Horacios y Curiacios mirando a Sibilla. Estaban en Roma, en abril, había mujeres por todas partes. En cálidas estancias se apiñaban las mujeres para discutir qué derechos debían poseer. Incluso había venido la reina, y con ella la princesa Maria Letizia para escuchar lo relativo a la educación de las niñas. Estaba allí Anna Kuliscioff exhortando a todo el mundo a no contentarse con la mera educación de las niñas cuando se podía presionar sobre el derecho a derogar la patria potestas y a los hombres que la defendían. Una poeta es alguien que se alza en pie en el umbral de la puerta que se abre ante ella y ve la estancia como un mar en cuyas olas ha de zambullirse para cruzarlas. Lina tomó aliento y se adentró con pasos largos en la multitud, en los cardúmenes de hombros que sobresalían, el encrespamiento de las conversaciones y el barrido de las faldas a su alrededor. Finalmente, al llegar junto a Sibilla, soltó una triunfante exhalación. Ante ese aliento acelerado sobre su cuello Sibilla se giró y allí, con sus ojos incandescentes, estaba Lina. Una poeta es alguien que nada inexplicablemente lejos de la playa solo para llegar a una isla de su propia invención. (...)



Anna Kuliscioff reprimió en silencio su rabia dentada y absoluta en el corazón. En la primavera de 1912 Giolitti disertaba en el parlamento sobre el sufragio femenino junto al hombre que era el amante de Anna Kuliscioff. Le escribió a su amante: Voy a intentar llegar a tiempo de escuchar tu discurso. Por favor, no me traiciones. El amante se dirigió al parlamento con las modulaciones suaves y biensonantes de un socialista razonable. Votaron los varones del parlamento. Con afabilidad, Giovanni Giolitti anunció el resultado: las mujeres no habían logrado alcanzar el derecho al voto. O más bien, como puntualizó Anna Kuliscioff: Cualquier italiano que ahora deseara convertirse en ciudadano solo tenía que hacer una cosa: nacer varón. Sibilla Aleramo, Ciò che vogliamo, 1902 En 1902 Sibilla Aleramo escribió un artículo titulado Lo que queremos. ¿Qué queríamos nosotras? Para empezar, queríamos lo que la mitad de la población ya poseía por el mero hecho de haber nacido y luego queríamos cambiar el modo en que se había seguido ese camino. Queríamos vidas que no nos abocaran tan irremediablemente al láudano, a los manicomios y a las fiebres puerperales. Como escribía en su artículo Sibilla Aleramo: Queremos que las mujeres sean seres humanos. Que sean por fin tan libres, autónomas y plenamente vivas como fuimos hasta ahora subyugadas, oprimidas y obligadas al silencio. En 1902 llevamos orgullosamente a la imprenta todo esto para que cualquiera pudiese leerlo. Pero no era lo único que queríamos. También anhelábamos mesas para escribir que no estuvieran en la cocina, manchadas de cebolla; deseábamos leer las novelas que se nos sustraían porque se tenían por decadentes e incitadoras; queríamos sustituir las prendas bordadas a mano de nuestros ajuares por guías de viajes y gramáticas de idiomas extranjeros; queríamos encontrarnos unas con otras en habitaciones propias y discutir los derechos de las mujeres; queríamos cerrar las puertas de los dormitorios y echarnos en brazos unas de otras, con la luz filtrándose por la ventana, las cortinas descorridas, el panorama sobre la bahía desplegándose en franjas azules y cerúleas hacia el mar abierto. Soñábamos con islas donde escribiríamos poemas que dejarían desveladas a nuestras amantes a lo largo de la noche. En nuestras cartas nos susurraríamos fragmentos de nuestros deseos mutuos, cortando los versos en nuestra impaciencia. Íbamos a ser Safo, pero ¿cómo había comenzado Safo a ser ella misma? (...)

En 1879 Ibsen convalecía en la costa de Amalfi. La brisa suave del azahar y de los pinos enmielados, el mar disolviéndose entre las sombras del azul: tenía un escritorio instalado en la terraza y comenzó a escribir un drama nuevo. Lo tituló Casa de muñecas y volcó en Nora, su protagonista, todas sus observaciones sobre la miserable situación de las mujeres dentro del matrimonio: cómo los dueños de la casa rodeaban sus cuellos con cadenas, cómo las mimaban con golosinas y vestidos hasta convertirlas exactamente en los frívolos y livianos juguetes que a los hombres les gustaba ver bailar en sus salones. Al final de la obra, cuando el marido de Nora insiste en que ella debe ser, por encima de todo, una esposa y una madre, Nora protesta: Creo que soy, antes que nada, un ser humano como puedes serlo tú, o al menos es en eso en lo que voy a intentar convertirme. A continuación, lo abandonó. Cuando Rina Faccio vio Casa de muñecas en Milán en 1901, las lágrimas acudieron a sus ojos y se quedaron allí, escociendo. Rina Faccio nunca lloraba en los teatros. Pero Nora, una mujer de huesos y nervios relegada a una vida de objeto con sonrisa pintada encima la hizo sollozar. O quizá fuera ese instante en el que Nora abandonaba lo que la conmovió tanto: el que una mujer pudiera abandonar, aunque fuera en una obra de teatro, fue lo que condujo a Rina Faccio hacia la que había de ser Sibilla Aleramo. (...)


Alguien nos recordará / lo afirmo / incluso en otro tiempo: para ese alguien escribió Safo. Escribía sobre la mujer que se tumbaba de espaldas junto a ella sobre berros y musgos en la orilla del río, sobre cómo la oscuridad podía acumularse en su regazo a medida que la tarde caía sobre ellas y cómo se fundía esa oscuridad. Uno de los epítetos de Safo más difíciles de traducir, incluso para una poeta, es ese oscuramente radiante hueco del cuerpo. Puede tratarse de un pliegue en la ropa o en la carne, o de la sombra entre los pechos o de la sorpresa ante el crepúsculo. Puede tratarse de un deseo agudo y hechizante que brota entre las vísceras o puede ser tu regazo que se colma de violetas. Sea lo que sea, escribe Safo, se prolonga a lo largo de la noche. (...)

¿Era esto, entonces, eso de amar a una mujer?, escribió Sibilla a Lina. Aunque a Lina difícilmente se la podía tener como una mujer como las demás. Caminaba a zancadas con sus abotonadas botas altas, apoyaba los codos en la balaustrada para fumar, escribía sobre aviación o sobre los encomios de Carducci: Lina era inefablemente Lina. El hombre que había sido el amante de Sibilla durante ocho años veía cómo su unión libre empezaba a deshacerse. Era digno y moderno, un hombre del nuevo siglo. Cuando Sibilla lo abandonó, la dejó ir. Ella se marchó con Lina a una villa junto al mar en la que abrieron las ventanas de par en par y cerraron las puertas, renunciando al desayuno porque había demasiados poemas y demasiados huecos en el cuerpo. El hombre que había sido el amante de Sibilla se desvaneció poco a poco hasta quedarse en una silueta grata. Safo escribió en su fragmento 31 sobre la triangulación de los amantes. Quien ama se sienta y observa mientras que la amada vuelve su sonrisa extática hacia otra persona. Y ahora la nueva persona favorita se acerca lo suficiente para tocarla. Mas todo ha de intentarse, escribe Safo. Y luego el poema se interrumpe. (...)

Las pesadillas son las visitas de lo no-muerto que te ha precedido. Desgarran la costura que debería ensamblar tu vida. Sisean los antiguos oráculos que te dejarán deshecha en tu propia cama y no podrás moverte mientras la ciudad entera cae a tu alrededor entre sangre y llamaradas. Las entrañas de los pájaros yacerán sobre las piedras de tus sueños, ofreciendo señales. Es tarea de sibilas y profetisas hospedar a estos visitantes. Pero Casandra era una profetisa que no daba acogida a sus pesadillas en su lengua. Una poeta cuenta de Casandra que cuando se erguía para vaticinar brillaba como una lámpara en un refugio antiaéreo. Observamos que en verdad Casandra brillaba como una portadora de la linterna, como alguien que ya ha vivido antes nuestras vidas. Había visto todas las cenizas en las que podríamos quedar abrasadas y había escuchado todas las burlas hechas a su locura. ¿Qué eran entonces las pesadillas de 1895 para Casandra? Lo que sabe Casandra, Virginia lo escribió mucho después, es que Virginia Stephen no había nacido el 25 de enero de 1882, sino muchos miles de años antes, y desde el primer instante tuvo que encontrarse con instintos ya adquiridos por miles de antepasadas. Asumimos que esto significaba que tanto las pesadillas como las sibilas tenían muchas vidas. (...)

En la época en la que la enfermera Florence Nightingale estaba lista para declarar sus opiniones sobre el destino de las mujeres victorianas de las clases privilegiadas, su mascota, la lechuza Atenea, murió. Florence había crecido con la costumbre de llevar a la pequeña Atenea en el bolsillo, una firme compañera que lo observaba todo con sagacidad. Atenea observaba que los padres de Florence la querían convertida en esposa y en madre. Pero la voluntariosa y tremendamente apasionada hija se embarcó en su propia carrera, en soledad, si exceptuamos a Atenea. En 1860 Florence Nightingale publicó Casandra, un relato de lo que impulsaba a las jóvenes en las familias victorianas de cierto nivel. No era su fragilidad, no eran sus caprichos. No era la falta de mamás cariñosas ni de acompañantes adecuadas ni de clases particulares. Se trataba de lo que deseaban en su interior, escribió Florence; eso era lo que provocaba los trastornos nerviosos. Tartamudeaban y gritaban porque no existía lenguaje dentro de su lenguaje para poder decir lo que sabían. Florence Nightingale publicó su Casandra solo en ediciones privadas. Era peligroso en 1860 hablar demasiado a las claras de ciertos asuntos, y no le quedaban ni diosas ni parientes para protegerla. (...)


Para los poetas clásicos griegos es algo inusual el dirigirse a uno mismo en segunda persona. De hecho, quizás el único ejemplo superviviente sea el de Safo, que se apostrofa a sí misma en el fragmento 133. Pronuncia su propio nombre en caso vocativo, que es el caso usado para llamar a alguien directamente. Por este motivo, el vocativo suele traducirse a menudo precedido de un ¡Oh...! al que sigue el nombre de la persona invocada. Pero Safo no se invoca a sí misma. No sermonea ni incita, maldice, implora o arenga a su propia persona. En lugar de eso, al igual que Virginia Stephen cuando escribe las primeras páginas de sus diarios, Safo interroga. Se pregunta a sí misma, sin conocer aún las respuestas; ahonda y reflexiona de verso en verso. La luz es siempre cambiante sobre la página, sobre el mar, sobre el pensamiento, como si llegara disparándose desde una mente tensa: Safo, ¿por qué...? Virginia, 1903 En 1897 Virginia comenzó a estudiar griego en el Departamento para Señoritas del Kings College. Fue avanzando verbo tras verbo hasta que en 1903 ya pudo leer a Eurípides y a Esquilo y encontrarlos bellos. Llegó a un trance de entusiasmo con su tutora la señorita Case al tratar el modo en que una niña se encaramaba a una rama del huerto, en las alturas del aire primaveral. ¡Qué poéticamente podían los griegos suspender a una doncella en una rama, madura para la recolección! Pero la señorita Case no permitía trances de éxtasis sin gramática. Si una quería leer a los griegos como los chicos de Cambridge, no podía quedarse atrapada en los valores meramente literarios. En vez de eso, dijo la señorita Case, destaquemos el muy raro tipo de genitivo del tercer verso. (...)

lago Serpentine, un ensayo sobre la nota de suicidio de la mujer inglesa ahogada, permaneció sin publicar incrustado en el diario de Virginia de 1903. Pero en 1905 Virginia Stephen empezó a publicar sus reflexiones y a convencer a los periódicos para que la retribuyeran por ellas con cheques de cinco o más libras. En 1905, en su cumpleaños, salió a la luz su reseña a El toque femenino en la literatura de ficción. Previsiblemente, un libro con ese título lo había escrito un varón; como era de esperar, ese hombre afirmaba que cada vez más novelas eran escritas por y para mujeres, y que eran las culpables en grado creciente de que la novela como obra de arte estuviese desapareciendo. Además, proseguía este caballero, el toque femenino, cuando sonaba en la ficción, era un leve chirrido; las mujeres se enredan en detalles estridentes y no tienen el sentido de la gran visión panorámica del arte. A quienes de nosotras leímos en enero de 1905 los periódicos ingleses se nos invitó al extraordinario espectáculo de ver a Virginia Stephen levantar las cejas en la hoja impresa. Podíamos ver sobre la página en blanco y negro su ceño escépticamente fruncido, un arrugarse las palabras cuando ella concentraba allí su ingenio irónico e incrédulo. Ensambló sus pensamientos, ordenó sus citas; reseñó El toque femenino en la literatura de ficción como un teniente pasando revista a la marcha renqueante y chapucera de un regimiento de vagos. Dado que a las mujeres se les ha otorgado una escasa suma de minutos para escribir ficción desde que Shakespeare descollara, después de todo, ¿no es demasiado pronto, preguntó Virginia Stephen, para criticar «el toque femenino» en cualquier asunto? ¿Y no sería una mujer el crítico adecuado de otras mujeres? (...)

Virginia bosquejaba lo que podía con palabras, inexactas tal vez, en impresiones más que en ensayos, pero intentando siempre limpiar ese momento en que, como Safo escribe, la luz / se tiende sobre el salado mar / y a la vez sobre campos cuajados de flor. (...)


Safo, fragmento 24 A
Habrás de recordar, escribe Safo, que nosotras en nuestra juventud / hicimos esas cosas / sí, muchas cosas y bellas. Es cierto que en la aterciopelada floración de nuestra juventud nos encontramos con Natalie Barney. Pero Natalie Barney tenía encuentros con cualquiera que le llamara la atención. Salía a cabalgar por las mañanas por el Bois de Boulogne, escribía con ahínco toda la tarde junto a la ventana y luego se instalaba en su salón para recibirnos, primero en Neuilly con Eva Palmer cortésmente a su lado y más adelante en el número 20 de la Rue Jacob, que era famosa ya exclusivamente por Natalie. Durante el reinado de Natalie creíamos que todas las mujeres de París le rendían tributo. De hecho, nuestra idea de lo que era «todo el mundo» equivalía al cupo de mujeres que cabían en su casa. Solamente más tarde descubrimos a mujeres de París que no estaban subordinadas a Natalie, mujeres que eran emperatrices de clubes nocturnos de su propiedad o que vivían en destartalados suburbios alentando la revolución. Pero en aquella época nos parecía que todo el mundo acudía a alguna lectura de poemas en el salón, a alguna sesión de danza en el jardín trasero, con nosotras brotando todas alrededor de Natalie dondequiera que ella se sentara, principesca y complacida. Tomó los vulgares tabiques de una casa rodeada de insignificantes olmos y los transformó en algo arcano, celestial, propio de una sibila. Como acostumbraba a decir por esas fechas la bailarina Liane de Pougy, Natalie era un idylle saphique. (...)

La gente decía que Liane de Pougy no había escrito Idilio sáfico ella sola. Consideraban a Liane una coqueta de la peor calaña, una de las grands horizontales que hacían carrera mundana entre los brazos de otros. Bien podría haber sido amante de Natalie Barney, eso sí lo concedían, pero ella nunca podría haber escrito el libro por sí misma. Sin embargo, de acuerdo con nuestra visión de las cosas, ninguna había escrito nada por sí misma. Nos asíamos las unas a las otras por las muñecas en un círculo. Sin Natalie, Liane nunca hubiera sabido que era una de las nuestras. Sin Eva Palmer, Natalie nunca hubiera leído a Safo. Sin Safo, Pauline Tarn se habría enmohecido en Londres zurciendo los talones de delicadas medias. En vez de eso, aquí estaba Renée Vivien, un espectro de incienso y de violetas, traduciendo a Safo al francés hasta el amanecer. Aquí estaba Liane juntándonos las manos y haciéndonos girar por el jardín esplendorosas, descalzas, sonrientes. Nos reunimos alrededor de Natalie y recogimos lo que necesitábamos. Había levantado un refugio a partir de fragmentos, un jardín donde la luz del sol permitía que las hojas se estremecieran. Así que considerábamos apropiado y correcto que en medio del Idylle saphique de Liane de Pougy apareciera un capítulo escrito por Natalie Barney. En medio de Natalie Barney, amparada por columnas dóricas y coronada de guirnaldas por nosotras mismas, estaba Safo. (...)

¿Cómo se convertían las mujeres en escritoras? Parecía haber muchas respuestas; cada voz relataría la suya. Traducir a Aurel para una revista italiana hizo que las frases revolotearan en la cabeza de Sibilla como pájaros dentro de una habitación. Aurel tenía la esperanza de que las escritoras desobedecieran las leyes que aprisionan los libros de los hombres. Era ya hora de que las mujeres se apoderaran del lenguaje por sí mismas, dijo Aurel, aunque fuera de una sola palabra cada vez, para apoderarse de sus propios nombres y llegar a ser ellas. Para llegar a ser aunque fuera una palabra solitaria. Por entonces, en la habitación de Sibilla en Roma había un precipitarse y un remontar vertiginoso de voces: cómo traducir a Aurel cuando dice que las cartas íntimas y los diarios de las mujeres conforman una sensibilidad verbal propia, cómo traducir a Renée Vivien cuando invoca la isla de Lesbos en un verso clético: danos nuestra alma antigua. ¿Se exilió de nosotras hace muchos años nuestra alma? ¿Es nuestra la isla donde una vez habitamos? ¿Estamos invocando? ¿Estamos esperando? Sibilla no sabía leer griego, pero podía traducir el poema de Renée Vivien Retour à Mytilène del francés al italiano. Después de Aurel y Renée Vivien, Sibilla continuó traduciendo a Colette, a Anna de Noailles y a Gerard d’Houville, que se negó a que la llamaran Marie. Sibilla dejaba que las voces de estas volaran a su modo dentro de la suya, que se entrelazaran con ella, que se alzaran en su lengua; crearon un diálogo al que dio el título de La pensierosa, que significa La mujer pensante. Lina, que en 1907 leía todo lo que escribía Sibilla, comprendió entonces que, a pesar de las grandes distancias que separaban a las mujeres pensantes, podíamos todavía inaugurar una correspondencia íntima. (...)

Justo a continuación del capítulo Le sadisme venía Le saphisme. Léo Taxil pensaba en nosotras como algo lamentable y escandaloso, pero en orden alfabético. En ese capítulo se describían academias lésbicas reales en las que, clamaba Léo Taxil, las safistas se entregaban en grupo a indescriptibles orgías. De haber existido de hecho una Academia Lésbica de cualquier tipo de acreditación, habríamos emprendido con valentía su plan de estudios. Pero Léo Taxil nos sobrevaloraba. En realidad, muchas de nosotras andábamos luchando todavía contra el genitivo posesivo, y Eva palmer, que podría habernos ayudado, se había marchado a Grecia en 1906 para casarse con un tipo. Ahora era Eva Palmer Sikelianós, y flotaba por los alrededores de Atenas con sus túnicas tejidas a mano y su melena color de fuego arrastrándose por el polvo. Léo Taxil, como Guglielmo Cantarano y Cesare Lombroso antes que él, se imaginaba a sí mismo como criminólogo. Significaba esto que mostraba un interés inusual por lo que las mujeres hacían cuando no eran vistas por los hombres. Todos deseaban escudriñar, por razones científicas y de estricta moralidad, qué sucedía exactamente en los asientos de los carruajes, en nuestros jardines traseros y en nuestra ropa interior. Se nos consideró especímenes prominentemente corruptos del fin-de-siècle, capítulo III, sección 2. (...)

A lo largo de cientos de páginas, Léo Taxil proseguía escribiendo sobre burdeles, sádicas, cabotines, malas madres, madames y sobre la vileza lasciva que supuestamente se nos atribuía. El número de mujeres que en París y en ese período eran poseídas por otras mujeres, concluía Léo Taxil en 1894, era imposible de calcular científicamente. Aportó como evidencia las palabras de un oficial de bajo rango de la Prefectura: Era desalentador, pero legalmente nada podía hacerse; el crimen de safismo no estaba recogido en el Código Civil Napoleónico. Como Natalie Barney comentó secamente una noche de 1913: Quizá Napoleón debería haber consultado a la Sibila ¿verdad, Sibilla? Desde el diván en el que se recostaba, Sibilla Aleramo le regaló a Natalie Barney una sonrisa enigmática. (...)


Aunque Renée Vivien se propuso traducir a Safo con la máxima fidelidad, había siempre algo que se quedaba fuera. Renée encendía velas, quemaba incienso, se enjuagaba la boca con agua perfumada. Pasaba en vela toda la noche suplicando a espíritus que solamente ella alcanzaba a ver, pero no era capaz de devolver al mundo a Safo con total exactitud. Para ella, Safo era La Tisseuse de violettes, la tejedora de violetas; Renée no encontraba el modo de traducir las frases delicadas hasta lo inverosímil sin aplastarlas, magullándolas, entre sus manos. A menudo Renée se miraba con enorme repulsión los huesos de las manos. Comenzó a llevar brazaletes en las muñecas para mantener alejado el ruido que hacía su mente al construir palabras fallidas. En 1904 Natalie Barney llevó a Renée a la isla de Lesbos. En Mitilene, durante unos breves meses soleados, contemplaron el azul perfecto del mar y no hablaron de otra cosa que no fuera el fundar allí, juntas, una escuela, un salón, un retiro, un templo para la intimidad de las mujeres, en suma, el Retour à Mytilène. Renée se sentía flotar en un tiempo clético, nadaba por las mañanas en el Egeo plácido, prometió consumir menos cloral. Vestiría pantalones de lino crudo y transcribiría fluidamente sus visiones, como un asceta o un oráculo. Volver a Mitilene era bajar hasta el puro tuétano. Una vez que la carne quedaba cercenada, los versos se adherían realmente a Safo. Pero al final del verano, cuando Natalie la devolvió a París, Renée clausuró con clavos sus ventanas contra el enmudecido cielo gris. No soportaría regresar a otro lugar que no fuera Mitilene. (...)

En Francia, los hombres notables demandaban una ley para prevenir que las mujeres de clase baja, lavanderas o actrices o cualesquiera otras que hubieran quedado encintas, los acosaran sin tregua con súplicas y llantos. ¿Qué ocurriría si las mujeres intrigantes, con sus corazones hipócritas y sus críos hambrientos, tuvieran la tentación de incorporar a sus bastardos en la legítima familia francesa? Y es más, advertían los varones notables, todas esas mujeres que han conseguido quedarse embarazadas se arrimarían llorando a los hombres casados en busca de dinero para alimentar al hijo, y eso era una vergüenza, un crimen, una mancha contra el Código Civil Napoleónico. En 1804, los varones aprobaron el Artículo 340, que prohibía estrictamente las demandas de paternidad. Todos los niños están desprovistos de padre al nacer, argüían, un padre se constituye solamente a través del matrimonio: pater is est quem nuptiae demonstrant. Inmediatamente después los varones aprobaron el Artículo 341, que estipulaba que, por otra parte, las demandas de maternidad estaban bien vistas en el ámbito de la ley francesa. Una mujer ha de ser considerada responsable de la inmoralidad de su conducta carnal, decían los varones, y una ley así les daría a las volubles tiempo para pensárselo antes de meterse en la cama de cualquiera que les guste. Por todo esto, un varón notable no tenía que ocuparse del nacimiento de un hijo ilegítimo, tal y como el Artículo 341 establecía vigilando en su nombre. (...)



En 1901, justo antes de que Rina Faccio se convirtiera en Sibilla Aleramo, llegó al teatro en Milán y vio a Nora. Rina nunca lloraba en el teatro, pero esa noche su querida amiga Giacinta se dio cuenta de que las lágrimas rebosaban de sus ojos. Giacinta comprendió: Nora estaba abandonando al hombre con el que se había casado porque no se daba cuenta de que ella era un ser humano. Nora repiqueteaba en la puerta cerrada de un siglo de mujeres cuyo único verbo había sido casarse. La húmeda sal que ardía en los ojos de Rina no era la del llanto exactamente. Era el siglo, que estaba abandonando su cuerpo. La querida amiga de Rina que había comprendido todo aquello era la misma Giacinta Pezzana, ahora enérgica femminista de sesenta y tantos años, que había ayudado a la joven Eleonora Duse a convertirse en prima donna. Giacinta Pezzana sabía lo que era actuar. Observó los ojos de Rina brillando en el teatro en penumbra y le dijo: Ahora. Es el momento. Cinco años más tarde, Sibilla Aleramo era la protagonista de su propia vida y su libro Una donna nació en Turín, en medio de un ajetreo enfebrecido. Giacinta presintió que Eleonora Duse y Sibilla Aleramo se convertirían en sus propias Noras. A menudo discernimos en las otras la primera señal, la línea inicial de apertura. Pero luego nos volvíamos desconfiadas. Consultábamos los horarios de los trenes que pretendíamos tomar, comprábamos cuadernos de notas y otras provisiones. Nos deteníamos en el umbral, con el futuro ante nosotras como un mar de olas incesantes. Y ahora, preguntamos a Sibilla, ¿cómo creer que habrá una isla de nuestra invención? (...)

En el verano de 1909, el misterioso Tristano Somnians hizo la corte a un buen número de actrices en Roma. Llegaban por correo caballerosos mensajes perfumados, por los camerinos se enredaban los bouquets de madreselva. Sin nadie a quien comparar con la bella Helena, presentía Lina, era imposible escribir un drama. Buscaba a la que, como decía Safo, a todo ser humano sobrepasó / en belleza / dejó a su bello esposo / atrás, y marchó en barco a Troya. ¿Quién sobrepasaría a todas en belleza, quién abandonaría a todo hombre que intentara retenerla, quién tomaría orgullosamente en sus manos su propia vida y navegaría con rumbo allende las islas? Eleonora Duse se había retirado de la escena y reposaba en su diván en Roma leyendo los poemas de Giovanni Pascoli. Salió brevemente de su ensimismamiento una tarde para recibir a un protegido de su adorado Pascoli, un joven poeta que se anunciaba como Tristano. La condujeron al salón y Lina se presentó inmediatamente a Eleonora Duse con un volumen de Safo abierto por el fragmento 24 C: vivimos / ... lo contrario / ... desafiante. (...)

A lo largo de la primavera las cartas de Lina llegaban a Eleonora a la vez que todo se fundía. Fue entonces, nos contó Sibilla, cuando sintió que Lina fluía lejos de ella. Sibilla intentó escribir a Lina, intentó escribir una obra como Lina, intentó escribir sobre Lina: todas las líneas se rompían en la página. Por esa época Lina envió a Eleonora un poema que comenzaba así: Abre las ventanas de par en par, sumérgete en el mar, ven hasta el filo del horizonte donde se funden las olas, donde yo estoy esperándote. (...)

verano avanzaba, pesado y húmedo, mientras intentaban recobrar el hilo de su vida juntas. Rilke, que vivía cerca, leyó el esbozo inacabado de Ariadna y lo juzgó ambicioso: Lina era realmente talentosa, pero demasiado joven, aspiraba a demasiado, su Ariadna era demasiadas cosas a la vez. Como poeta veterano le aconsejó modestia y un ritmo más verosímil en la acción. Querida, solamente tienes veintiséis años, dijo. Confórmate con pequeños tragos de inspiración, no esperes que la grandeza venga sobre ti. El propio Rilke acababa de escribir varias de sus elegías de Duino en cuestión de días porque el poema lo había llamado cuando caminaba solitario por los acantilados, proclamando su lugar entre las jerarquías de los ángeles. Lina sospechaba que Rilke mentía descaradamente. Pero se preguntó si algunos actos podían ser solamente escritos como fragmentos. (...)

Ante todo, dijo Eleonora, Italia era indiscutiblemente un monopolio de los hombres. Por supuesto, las mujeres anhelaban ser seres humanos en lugar de muñequitas que bailaban para placer de sus maridos, parían obedientemente a sus hijos y se aniquilaban a sí mismas. ¿Quién no desearía lo que poseía la mitad de la población solamente por el hecho de haber nacido? Además, prosiguió Eleonora, incluso si una mujer desea trabajar, escribir, pensar por sí misma, emprender cualquier acción, amar a otra mujer, queda inmediatamente ridiculizada como una depravada contra natura por expresar las cualidades que los varones aprecian para sí mismos. No es extraño, concluyó Eleonora Duse, que las mujeres en Italia están quemándose y quemándose con una seca rabia contra la larga tiranía de los hombres. Desde el τύραννος de Grecia, añadió, explicándole a su atónito entrevistador que durante su larga enfermedad había comenzado a estudiar gramática griega. Esperaba poder leer pronto a los clásicos en su lengua original. (...)



En realidad Eva llevaba practicando a Safo muchos años. En 1898, en la sala dormitorio de Radnor Hall, arrestaron a Eva cuando practicaba con dos o tres chicas. Tenían exámenes de griego de nivel intermedio, protestó Eva, y estas chicas apenas se defienden con el aoristo, ella solo pretendía ayudarlas a comprender el concepto de acción en el pasado. Pero el presidente del college no quería oír ni una palabra. Eva y Safo fueron expulsadas durante un año. Metió todos sus libros en la maleta y se marchó a Roma con Safo en el regazo, abierta por el fragmento 16: la descarrió / ... porque / ... levemente. Anna Vertua Gentile, Come devo comportarmi?, 1899 En 1899 existían muchos libros en Italia que instruían a las señoritas sobre cómo adquirir unos modales modélicos. Las niñas han de ser nobles, lindas, hacendosas, modestas, devotas, tranquilas, dispuestas a sacrificarse y, sobre todo, limpias de vicios. Anna Vertua Gentile, autora de docenas de estos libros, publicó ¿Cómo debo comportarme? en las mismas fechas en las que Eva Palmer llegaba a Roma. Eva no lo leyó. En lugar de ello, Eva gastó los meses de Roma en hacer calas en la ciudad. Tomaba como referencia un rincón o una columna caída del Foro y operaba hacia abajo: primero, los gatos callejeros y el musgo; luego, los antiguos nombres en latín, las anchas losas que empedraban las calles subterráneas, las multitudes de pies con sandalias que las habían pisado, las voces aflautadas en el aire antiguo, los cánticos que emanaban del templo de Vesta como el humo de la llama sagrada; finalmente la Roma imperial quedaba al descubierto para ella. Eva no leía libros que ensalzaban las virtudes femeninas porque andaba volcándose en Virgilio, en Catulo, en Ovidio. Fue Ovidio, y Eva quedó impactada al enterarse, quien le robó la voz a Safo para quedársela y volverla hostil a ella. Quid mihi cum Lesbo?, puso Ovidio con rencor en boca de Safo. ¿Qué me importa Lesbos ahora? Eva Palmer podría haberle replicado a Ovidio lo que Lesbos era para Safo, podía recitarle los nombres de las amantes de Safo como si fueran sus propias amigas. (...)


Del fragmento 19 no queda ningún verso completo. Es como si cada palabra acabase tragada tras un suspiro. En la primera parte del poema Safo habla de la espera: la tensión del tiempo antes de que algo suceda. Luego el poema se detiene, y hay un tictac de pura nada que avanza, punto-espacio en blanco-punto-espacio en blanco-punto, un ritmo desolado. Punto-espacio en blanco-punto era el barco de Natalie que zarpaba de la isla convirtiéndose en una mota en la bahía, desvaneciéndose, pensaba Eva. En 1900, como un espacio en blanco, Eva regresó al colegio mientras Natalie viajaba hacia París. Cuando por fin retorna el movimiento, el poema arroja esto: pero al marcharse / ... porque sabemos, escribe Safo. No sabemos, pero hemos escuchado. No sabemos, pero a pesar de nuestras incertidumbres y puntos suspensivos, avanzamos. Eva abandona antes del examen final de latín. Se marcha a París, junto a Natalie. Es 1901. El fragmento 19 llega finalmente a su destino; desde el otro extremo del poema, Safo mira hacia atrás: Después / ... y hacia. Cuando llega a París, Eva comienza a formarse como actriz en la Comédie Française. Una actriz, le confía Eva a Natalie, es alguien que cree todavía en los antiguos ritos. Podrá haber luces eléctricas y tramoya, podrá haber satén y artes de cine, pero una actriz se encuentra siempre en Delfos. Se alza sobre las tarimas astilladas como si se hallara entre amplias gradas de piedra, con el templo de Apolo elevándose a su espalda. Una actriz es como una sibila, sabe ver hacia adelante y hacia atrás al mismo tiempo. Eva Palmer y Sarah Bernhardt, 1901 En París, la actriz Sarah Bernhardt le iba desenlazando el pelo a Eva hasta que se le derramó en el suelo como una cascada espléndida. A Sarah Bernhardt se la consideraba en amplios círculos como una diva. Audazmente, Eva alzó la barbilla y le formuló a Sarah Bernhardt una pregunta sobre las actrices. Sarah, que estaba enroscándose en las muñecas el pelo de Eva como si fuera una serpiente, se echó a reír y contestó que los rituales antiguos de las actrices no se habían fijado por escrito en papel, tú aprendes, sí, los versos en una página, pero los ritos, ¡ay!, los ritos solamente los puedes aprender de otras actrices. (...)

Tus griegos, después de todo, decía Sarah hundiendo su dedo en el hombro de Eva, ¿quiénes piensas que fueron? ¿Quién fue Medea o Clitemnestra o Antígona? ¡Fueron hombres, ma chère Eva! ¡Y Ofelia y Lady Macbeth y Desdémona! Siglos de hombres llenando los escenarios de sí mismos, con todos los papeles a su disposición, vistiéndose con calzones o con faldas a capricho. Por eso ahora, para ser una gran actriz, has de aprender esto: nunca más nos quedaremos relegadas a sus sobras de vestuario, a sus papeles de madres y doncellas y señoritas que esperan lograr novio. No, chérie, no nos rebajaremos a considerar el sexo de nuestros papeles. (...)

En griego antiguo, para expresar un deseo o una esperanza existe el modo optativo. El optativo es un estado de ánimo, casi un sentimiento. Se cierne en el aire fuera del tiempo y del sujeto, en un tono melancólico, con sus bordes ligeramente teñidos de presentimiento. ¡Ojalá, ojalá fuera eso así, suplica el optativo, que pueda ser así, si de algún modo llegara a suceder! Llegamos a conocer a fondo el estado de ánimo optativo en aquellos días en que lo empleamos unas con otras. Oscilábamos entre invocar nuestros deseos en voz alta o esperar con timidez a que sencillamente nos sucedieran, como el tiempo meteorológico. Virginia Stephen, Poetics, 1905 Las Geórgicas de Virgilio estaban llenas de términos técnicos de apicultura, así que en 1905 Virginia Stephen optó por traducir a los griegos. La palabra inglesa «poeta» era simplemente ποιητής recortada por el borde. Por la misma época la Poética de Aristóteles le dio una visión más clara de la literatura que cualquier novela de Henry James. En 1906, traduciendo su pensamiento en acción, Virginia Stephen emprendió la travesía con su hermana rumbo a Patras. A su llegada a Grecia tomó nota de la luz rompiéndose en centelleos en el mar, de las uvas hinchadas en sus viñas, de la vista panorámica de Olimpia. Sin embargo, una vez en Olimpia no estaba segura de cómo avanzar, eran demasiadas las palabras que proporcionaban las guías de viaje y con el deslumbramiento era difícil saber en qué siglo se estaba. Cuando subía en burro por las laderas del Monte Pentélico, Virginia se tomó un descanso junto a un arroyo que chapoteaba entre pinos: esto ya no era una ilustración de la guía Baedeker, dijo Virginia, sino un idilio de Teócrito. (...)

1879, cuando Sarah Bernhardt se desplazó a Londres para representar Fedra, Oscar Wilde esparció para ella, en el muelle, rociadas de lirios blancos en señal de admiración. Escribió un soneto en su honor y le rogó que lo visitara en su casa de Chelsea. Pero ella llegaba con retraso a su alojamiento en Chester Square porque la prensa inglesa deseaba escuchar con urgencia cuál era, en opinión de Madame Bernhardt, el valor moral de una pieza tan escandalosa como Fedra. ¡Ah, dijo Sarah Bernhardt, Fedra es una tragedia clásica! ¿Quiénes somos nosotros para juzgar la moralidad de los antiguos? ¡Una artista no debe estar sometida a las costumbres de su presente! Lego, esquivando otras preguntas, Sarah Bernhardt marchó a Liverpool a comprarse un par de cachorros de león. (...)

DESPUÉS DE SAFO 
Selby Wynn Schwartz
(Traducido por Aurora Luque).
Alianza Editorial, 2023

sábado, 24 de febrero de 2024

EL SENTIDO DE CONSENTIR (Clara Serra)


 

Como afirma Joseph J. Fischel: «El consentimiento entusiasta, del que podemos inferir deseo, no solo es el punto de partida para el placer sexual, sino que prácticamente lo garantiza».2 Así pues, parece que hemos dado con algo capaz de contener tanto una garantía frente a la agresión como la extraordinaria promesa de un sexo deseado, placentero y feliz. ¡Y todo ello encerrado, además, en una fórmula facilísima! Una muestra especialmente representativa de la gran confianza que hoy depositamos en el hecho de consentir la encontramos en el libro de Shaina Joy Machlus La palabra más sexy es sí, donde la autora afirma: «[…] el consentimiento es algo muy sencillo. Resulta fácil de entender y practicar y, aparte de evitar la violación, es un factor de empoderamiento y anima a disfrutar del sexo», «el consentimiento sexual es igual a sexo increíble». (...)

El consentimiento, ligado desde el derecho romano a la figura del contrato, ha sido central para pensar el matrimonio como un pacto mutuo, para defender el derecho al divorcio o para otorgar a las mujeres capacidad de negociación en cualquier actividad relativa al trabajo sexual. Pertenece en particular al lenguaje del contractualismo liberal y es una piedra angular del proyecto político moderno, construido bajo la premisa en la que a su vez se asienta el derecho: que los sujetos mayores de edad pactamos libremente ante los otros y ante el Estado. El consentimiento, dentro de la filosofía moderna, hace posible distinguir el imperio de un poder ilegítimo –que se impone a través de la fuerza y la coacción– del orden social construido a través de relaciones civiles libres. De él depende nada más y nada menos que la diferencia entre la libertad y la sumisión. Sin embargo, el consentimiento encierra también un sentido antagónico. Como si tuviera dos caras, como si pudiéramos mirarlo del derecho y del revés, el consentimiento es en sí mismo contradictorio. En la tradición de un pensamiento político de izquierdas, la que ha puesto su atención en la existencia de relaciones de desigualdad y estructuras que dominan a los sujetos, la que ha criticado el carácter ficticio de la igualdad que presupone el derecho, consentir puede ser más bien ceder ante el poder fáctico del otro. La idea del consentimiento, por tanto, caracteriza dos situaciones muy diferentes: «[…] aquella de la relación de fuerza y de su salida impuesta (ceder antes que consentir), y aquella del contrato entre partes más o menos iguales (o consentimiento mutuo)». (...)

Por una parte, nuestra sociedad defiende el consentimiento sexual desde una gran confianza en las posibilidades del lenguaje y del pacto explícito –es decir, del contractualismo– para despejar cualquier tipo de sombra que se cierna sobre el sexo. Pareciera como si, a través de una fórmula dada, siguiendo determinadas reglas y aplicando determinadas recetas, pudiéramos garantizar el encuentro sin fallas con los otros, un sexo armonioso y feliz. Según este relato optimista, establecer acuerdos claros en el terreno sexual es facilísimo. La paradoja radica en que, a la vez, la necesidad de nuevas legislaciones sobre el consentimiento se plantea como una respuesta de emergencia ante el carácter violento y agresivo de la sexualidad heterosexual. En otras palabras, hoy, cuando examinamos la cuestión sexual, la vemos como el escenario de una completa armonía o de una guerra total. (...)

Cuando nos planteamos si es posible que el consentimiento anteceda a todo gesto o acercamiento sexual, la respuesta suele ser: ¿por qué no? ¿Cuál sería el problema? Saber cuándo alguien quiere o no quiere tener sexo es facilísimo y está al alcance de todos. De hecho, se dice, si alguien no lo tiene claro es, quizás, porque no quiera tenerlo. Lo contradictorio del asunto es que, de nuevo, para defender las mismas leyes, se sostiene que vivimos en una cultura de la violación, esto es, que si estas políticas son necesarias se debe a que resulta preciso transformar profundamente una cultura que vuelve indistinguible el sexo de la violencia sexual. Desde esta perspectiva, lejos de estar todo clarísimo, el problema es más bien el contrario: habitamos una sexualidad patriarcal que oscurece y enturbia las cosas. Y hasta tal punto hemos sido instruidos en la normalización de la violencia que una agresión sexual puede no ser identificada como tal incluso por parte de quienes la padecen. Llevando al extremo este tipo de análisis estructural –es decir, que la violación es una cultura–, tendríamos que asumir que el emborronamiento de las cosas que genera nuestra sociedad envuelve tanto a las víctimas como a los victimarios, que ni unas ni otros estamos impermeabilizados frente a una ideología sexual que difumina los límites entre el sexo consentido y la agresión sexual. (...)

Obviamente hay machismo en nuestra judicatura, pero si negamos que el problema de fondo es anterior, que las leyes que los jueces aplican presuponen una u otra mirada sobre la realidad social y que esa es la pregunta importante que las izquierdas y los feminismos deben enfrentar, estamos ocultando el verdadero dilema. En toda legislación que quiera regular el consentimiento sexual aparecerá el viejo problema que plantea Fraisse: ¿puede haber en el sexo un pacto entre iguales o es el sexo inevitablemente un escenario de relaciones de dominación? ¿Debe el derecho poner en entredicho el consentimiento de las mujeres frente a hombres poderosos o en un mundo patriarcal están ya siempre viciadas las condiciones para consentir? ¿Hay contextos intimidatorios donde una mujer no puede expresar un no o el sexo mismo es intimidatorio en todo contexto y lugar? (...)

Para pensar el consentimiento hay que analizar su polisemia, recorrer sus significados, preguntarnos por sus límites, extrañarnos ante sus paradojas. Dicho de otro modo, para poder reflexionar sobre el sentido de consentir hay que empezar por pensar el consentimiento como un problema antes que como una solución. (...)

[La violación] ha sido concebida como algo distinto del coito, [pero] para las mujeres, bajo las condiciones de dominación masculina, es difícil distinguir entre ambas cosas. CATHARINE MACKINNON (...)

En el fondo, la protección de la honestidad como bien jurídico revela que la división de las mujeres en «honestas» y «deshonestas», en buenas y malas mujeres, está siempre al servicio de proteger algo que nada tiene que ver con las mujeres. Lo que en última instancia está siendo salvaguardado es el honor de los hombres, el derecho de que los maridos posean a sus mujeres en un régimen de exclusividad sexual. Por ejemplo, el Código Penal de 1822 indicaba que «el que para abusar de una muger casada la robare á su marido, consintiéndolo ella, sufrirá una reclusion de dos á seis años, sin perjuicio de que ambos sufran además la pena de adulterio si el marido los acusase». Si el consentimiento de la mujer es del todo irrelevante y aparece la idea de «robo» es porque lo que se ampara es la propiedad del marido sobre su esposa. No es ella o la libertad sexual de ella lo que se considera objeto de ataque, sino el hombre que ostenta derechos sobre ella. Por la misma razón, las leyes contra la violación nunca incluían las agresiones sexuales dentro del matrimonio; los maridos estaban protegidos por el derecho para tener sexo no consentido con sus esposas. En otras palabras, las leyes prohibían a los hombres violar a las mujeres de otros pero no violar a sus propias mujeres. (...)

El feminismo, desde hace siglos, ha convertido en blanco de sus críticas esa persistente exigencia patriarcal de resistencia a las víctimas de las agresiones sexuales. Porque, si bien es cierto que la necesidad de que las mujeres se expongan a arriesgar su integridad física o su vida para poder ser creídas ha desaparecido ya de forma explícita de nuestro ordenamiento jurídico, eso no quiere decir que esa exigencia no siga operando hoy día de forma subterránea y no siga existiendo, como prejuicio, en esa parte de la sociedad que es la judicatura. (...)

Al presentar la situación como si el consentimiento hubiera permanecido hasta ahora ausente de nuestro marco penal, los defensores de las nuevas doctrinas del consentimiento afirman que la única alternativa al paradigma jurídico de los delitos contra la honestidad son los marcos de las reformas actuales, lo cual es falaz. Como escribe la jurista Patricia Faraldo, la llegada del consentimiento a escena es muy anterior al paradigma del consentimiento afirmativo: «A finales del siglo XX una oleada de reformas legislativas ha recorrido el mundo occidental con el declarado objetivo de convertir la ausencia de consentimiento en el eje sobre el que giren los delitos sexuales, abandonando la tradicional definición de la violación sobre la base de la concurrencia de violencia, fuerza o intimidación […]. Al prescindir de la violencia, fuerza o intimidación, es suficiente que la víctima dé a conocer su falta de consentimiento de alguna manera reconocible para el autor, que se hace merecedor de pena cuando no respeta la negativa de la víctima. Esta posición se recoge sintéticamente en el aforismo “no es no”». (...)

La cuestión es que, una vez incorporado ya el paradigma de la libertad sexual, el modo de delimitar y probar que un acto es consentido no tiene una única traslación a los textos legislativos. Existen diferentes enfoques políticos a la hora de entender el consentimiento y, por tanto, hay distintas doctrinas jurídicas –podemos llamarlas, por resumir, la doctrina del «no es no» o la del «solo sí es sí»– a la hora de hacer que ese requerimiento tome cuerpo en la ley. (...)

En 2003 Éric Fassin y Michel Feher entrevistan a Judith Butler en la revista Vacarme a propósito de las polémicas surgidas en la sociedad francesa en relación con la libertad sexual. (...)

Butler se remonta a los años ochenta y recuerda las razones de fondo de ese profundo debate político que se produjo en los feminismos a la hora de pensar el sexo y que se ha dado a conocer como las Sex Wars. (...)

El punto de inicio es el famoso libro de Catharine MacKinnon Sexual Harassment of Working Women (1979), en el que la autora quiere problematizar la capacidad de las mujeres trabajadoras para decir «no» a las insinuaciones sexuales de hombres en posiciones de poder. ¿Puede una mujer rechazar las invitaciones sexuales de sus jefes cuando eso la expone a represalias laborales por parte de quienes tienen poder sobre sus vidas? La conclusión de MacKinnon es que cualquier pacto o acuerdo libre en esas condiciones es una ficción patriarcal y que el contractualismo liberal sirve para legitimar la libertad de los hombres y el sometimiento de las mujeres. (...)

Esta llamada de atención de MacKinnon podría haber concluido, como propone Butler, que hay que contextualizar la sexualidad, es decir, que es preciso tomar en consideración las fuertes desigualdades que existen en determinados contextos. Aunque esto, puntualiza Butler, no debería implicar, ipso facto, una condena de cualquier relación sexual que se dé en ámbitos de desigualdad. Las personas adultas se desean y se enamoran en sus trabajos, las universidades o las consultas del psicoanalista, y estigmatizar el erotismo y la seducción, condenarlos de antemano, dibuja un mundo profiláctico, higiénico y temeroso del sexo muy poco deseable. Contextualizar el sexo tendrá que ver más bien con obligarnos a no obviar, a no borrar de la ecuación las desigualdades una vez que tengamos que evaluar si el acoso o el abuso ha tenido o no lugar. Contextualizar el sexo nos llevaría, por tanto, a exigirle al derecho que sepa juzgar cada caso ateniéndose a las particularidades de la situación. (...)

¿En qué consisten esos grandes desacuerdos que escindieron el feminismo en Estados Unidos? Judith Butler lo explica: lejos de contextualizar el sexo, «Catharine MacKinnon tomó una dirección diferente. Pronto añadió a su argumento inicial que los hombres tienen el poder y las mujeres no; y que el acoso sexual es un modelo, un paradigma que permite pensar las relaciones sexuales heterosexuales como tales. En alianza con Andrea Dworkin, MacKinnon llegó a describir a los hombres como si siempre estuvieran en la posición dominante, y como si la dominación fuera su único objetivo, así como su único objeto de deseo sexual». Para Butler, «esta evolución fue un error trágico. En consecuencia, la estructura del acoso sexual dejaba de ser concebida como una contingencia determinada por un contexto institucional: se generalizó hasta el punto de manifestar una estructura social en la que los hombres dominan y las mujeres son dominadas. Por tanto, las mujeres eran en todos los casos víctimas de chantaje, se encontraban siempre en un ambiente hostil. Peor todavía, el mundo mismo era un ambiente hostil y el chantaje era simplemente el modus operandi de la heterosexualidad».9 Si el sexo es indistinguible de la violencia, no se trata ya de que a veces las mujeres no puedan negarse a mantener relaciones con los hombres, sino que no pueden negarse nunca. Como dice Agustín Malón en su excelente libro La doctrina del consentimiento afirmativo, «para MacKinnon […] la misma expresión violencia sexual es un pleonasmo. Es la misma sexualidad la que es violenta. Es el principal artefacto con el que los hombres dominan a las mujeres, con la ventaja de que estas no saben que están siendo dominadas. Cuando creen desear y disfrutar, en realidad están siendo sometidas y violadas».10 Convertir el acoso sexual no en una contingencia particular, sino en la lógica misma de la sexualidad llevó al feminismo abolicionista a considerar el sexo como un terreno inexorablemente peligroso para las mujeres, a convertir la pornografía en el símbolo de ese paradigma sexual, a demandar un fuerte papel protector del Estado y a poner en marcha políticas prohibicionistas y punitivas. Y bajo las premisas de un enorme sistema de abuso de poder generalizado, ese feminismo generalizó también nuestra minoría de edad sexual. (...)
El sentido de consentir.
Clara Serra.
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