ARREBATOS ALÍRICOS

Me fui sobreviviendo como pude

(José Luis Piquero)


jueves, 26 de junio de 2025

"¿UNA RAYITA? Por qué en España se consume tanta cocaína y no se habla de ello" (David Canales)

 


España es, y este es uno de los datos más llamativos, el país donde más personas confirman haberla probado: doce de cada cien personas lo han hecho (excluyendo a los menores, son casi cinco millones de personas). En 2007 eran ocho de cada cien. Al comienzo de los 2000, cinco. ¿Por qué? Noche de sábado, cola en el baño de un bar, parejas o tríos que entran juntos y salen acelerados, con las pupilas dilatadas y la lengua desatada. ¿Una rayita? Festival de música, reparto de funciones: unos compran las entradas y otros pillan. ¿Una rayita? Cena de negocios, se cierra un trato y se adereza con copa y visita al baño o se adelanta la visita a mitad del menú para maridar la adrenalina de la caza del contrato. ¿Una rayita? Fiestas patronales, plegaria a la Virgen y tiros en un callejón. ¿Una rayita? O un lunes cualquiera que se tuerce en la oficina pero hay que rendir. ¿Una rayita? O una reunión entre amigos en la que el postre se sustituye por el azúcar glas que alguien ha traído en una bolsita, cerrado con el alambre del pan bimbo. ¿Una rayita? O una fiesta en una casa en la que ya no hay ni que meterse a hurtadillas. ¿Una rayita? O un profesor universitario en su despacho entre clases, harto de corregir exámenes. ¿Una rayita? O un músico azuzando las musas o espantando los fantasmas, que probablemente sea lo mismo. ¿Una rayita? O un camarero escabulléndose al baño para meterse y aguantar. ¿Una rayita? O una modelo tras un desfile, como dice la canción de Loquillo, "Chanel, cocaína y Dom Pérignon". (...)


O dos médicos en un hospital para resistir el agotamiento y estrés de la guardia. ¿Una rayita? O cualquier otra opción porque caben muchas más y todas son válidas y ciertas. ¿Una rayita? La cocaína está desde hace años integrada en España. Su consumo ya no resulta extraordinario; se ha normalizado. Aunque siga tomándose a escondidas (la ceremonia es parte del consumo) y no se confiese que se hace, es habitual, no sorprende su presencia para quienes la consumen ni para quienes no, al menos en ciertos momentos o contextos y, sobre todo, en ese sector de la población de los adultos entre los treinta y los cincuenta. Su consumo se mantiene estable o sujeto, como el de tantos otros productos, a los ciclos económicos. (...)

Ya no es exclusiva de esa clase alta, de los poderosos o los ricos. Se ha democratizado. El límite es el sueldo. Y ha sucedido, y sigue haciéndolo, en silencio. Sorprende lo integrada que está, como choca que no se hable de ello. De la coca solo se habla para pillar y nunca por su nombre, como si nombrándola se invocara una maldición. (...)



Diez mil pesetas el gramo. Sesenta euros. Ese es el dato más importante. El sueldo medio anual del país en 1982 era de siete mil quinientos euros. Ahora es de treinta mil, cuatro veces más, pero el precio del gramo sigue rondando los sesenta euros. En cuarenta años no ha variado. No le ha afectado la inflación ni la subida del nivel de vida ni el aumento del poder adquisitivo ni la mayor demanda. La cocaína ya no es equivalente al caviar rojo. Uno puede no haber visto jamás el caviar, pero sí permitirse pillar de vez en cuando. Frente a los más de quinientos euros que cuesta en Arabia Saudí, los más de cuatrocientos de China, los casi doscientos de Japón o los más de cien de Estados Unidos, España es de los países más baratos. El más barato de la Europa occidental, donde la media alcanza los ochenta y cinco euros. Solo se encuentra a menor precio en América Latina y en algunos países africanos que, como Senegal, son zona de entrada a este lado del Atlántico. (...)

La pureza, al contrario que los precios, sí fluctúa. Se sitúa entre el treinta y el ochenta por ciento, que es un margen amplísimo, con una media entre el cincuenta y el setenta, pero ha ido variando a lo largo de los años 2000. La segunda década del milenio fue la mejor, pero sin que realmente condicionara. Se eligen los vinos por sus uvas, se eliminan los glútenes y las lactosas de la dieta y se vigilan los picos de glucosa, pero cuando llega el momento de la coca desaparecen los filtros. Quien tiene un buen dealer presume de ello y su contacto es oro. Pero la exigencia, en algunos momentos, no existe. Más que el qué, la calidad, importa el cuándo, la disponibilidad. (...)


En 1986 las drogas (así, en genérico) eran el mayor problema del país para uno de cada tres españoles. El cuarto en gravedad tras el paro, el terrorismo de ETA y la inseguridad ciudadana. Diez años después se convirtió en el segundo tras el paro. Le preocupaba a la mitad de la población. En 2004 el terrorismo subía al primer puesto (fue el año del atentado del 11-M) seguido por el paro, la vivienda y la economía. Las drogas solo las mencionaban dos de cada cien personas. Una década después ya se marginaron como uno de los últimos problemas y así ha continuado desde entonces. La sociedad, tanto quienes las consumen como quienes no, ha perdido el miedo a las drogas. La percepción del riesgo ha desaparecido. Al menos la percepción que había hace treinta años. (...)


Durante muchos años la imagen de la droga en España fue la del mal, la de la delincuencia que generaba, la de que mataba y era indiscutiblemente terrible. En los ochenta su representación era una jeringuilla de heroína tachada y el lema «engánchate a la vida». En los noventa la droga fue un gusano que subía por una nariz hasta el cerebro, como los alienígenas desovan en el interior de los humanos en la ciencia ficción. Se difundían las campañas por televisión y se organizaban conciertos de artistas contra la droga (qué sucedería en esos camerinos...). Los medios de comunicación contribuyeron durante años a difundir esas campañas y esa idea. La droga era la jeringuilla y el gusano y provocaba delincuencia, adicciones y muerte. La droga era un monstruo. (...)


La heroína causó estragos en España en los años ochenta y noventa. Más de trescientas mil personas fueron tratadas por su adicción, más de veinte mil murieron por sobredosis, cien mil se contagiaron del sida por compartir jeringuillas y muchas más de hepatitis. A finales de los ochenta se alcanzaba el pico de consumo, pero fue a comienzos de los noventa cuando más se notaron los estragos. En aquella época se convirtió en la principal causa de mortalidad para los jóvenes en las grandes ciudades. La heroína no solo destrozaba a sus consumidores, también a sus familias, y sacudía a la sociedad por la delincuencia con la que estaba relacionada. Fue una crisis de salud pública. Hoy la heroína es marginal en España. Menos de una persona de cada cien confirma haberla probado alguna vez (frente a las doce de la coca) y solo una de cada mil lo ha hecho en el último año (treinta de cada mil han consumido cocaína). (...)



Cuando aparecieron, la heroína y la cocaína estaban asociadas. La sociedad las metía en el mismo saco, eran las drogas duras, las que enganchaban a la muerte o devoraban el cerebro. Pero después se separaron, no tenían las mismas consecuencias, y eso ha contribuido seguro al cambio de percepción y al auge en España de la coca. (...)

La coca no se asocia a problemas, enfermad ni delincuencia, sino a diversión, estatus y prestigio, incluso. Ahí está de fondo esa imagen de éxito con la que entró. La coca era glamurosa. Después fue siendo de todos, pero con un perfil normalizado. No se distingue a quien la consume. Quien lo hace lleva, de hecho, en la mayoría de los casos, una vida normal, aunque normal sea una palabra que diga poco en cuanto a vidas. Es el padre del niño en el parque, la compañera de trabajo, probablemente el político que aparece en el debate en televisión. Los pringados eran los de la heroína. El perico era de yupis; el caballo, de yonquis. Además, ya lo contaba el periódico en 1982, la coca no enganchaba. Parecía que se podía controlar siempre. El choque de sus imágenes contribuyó a establecer una diferencia abismal entre ellas y a ensalzar la cocaína. Si el consumidor de heroína atracaba para meterse un pico, el de cocaína podía dilapidarla soplando porque le sobraba la pasta. (...)



La Organización Mundial de la Salud no distingue entre unas y otras. Droga es «toda sustancia que, introducida en el organismo por cualquier vía de administración, produce una alteración, de algún modo, del natural funcionamiento del sistema nervioso central del individuo y es, además, susceptible de crear dependencia, ya sea psicológica, física o ambas». Como la cocaína. Pero también como el alcohol, el tabaco, el azúcar o como tantos medicamentos que se recetan a diario. (...)



El gran NO a las drogas, paradójicamente, también fomentaba su consumo. Frente al discurso hegemónico y la droga convertida en el demonio que atemorizaba a la sociedad, hasta situarla como uno de los principales problemas del país, drogarse era rebeldía, ir contra lo establecido, y su consumo furtivo fomentaba su atractivo. Las sustancias son lo que culturalmente se percibe de ellas, para bien o para mal. Con los años y la integración se fue reduciendo el encanto de la transgresión asociada a la coca, como se ha diluido su vinculación con el éxito; incluso la clandestinidad de su ritual tampoco es la que fue. También ha ido perdiendo su cualidad de rebeldía juvenil frente al sistema o de creación de identidad de grupo. Su nivel de consumo entre los menores de veinte años es el mismo que en los años noventa, a pesar de ser infinitamente más asequible. (...)


La ciencia es como una carrera de relevos, aunque solo hay medalla para el que llega a la meta. En 1855, cinco años antes de que Niemann se encerrara en el laboratorio de la universidad, su compatriota Friedrich Gaedcke había hecho la primera gran investigación con la coca, y se convirtió en el primero que aisló el alcaloide de sus hojas. Lo bautizó como eritroxilina, el nombre científico de las plantas de coca. En muchas ocasiones la ciencia es también una ruleta de la suerte que gira, como el mundo, y que el científico no sabe dónde se va a parar ni qué le va a deparar. Eso le sucedió a Niemann. (...)

Niemann aportaba una fórmula molecular para el resultado de su investigación y un nombre al descubrimiento: cocaína. Había aislado la cocaína de las hojas de coca, el principal (para esta historia) de sus múltiples componentes, el que le da sus propiedades analgésicas, anestésicas y estimulantes, y acababa de bautizarla. Aún faltaban años, sin embargo, para que se completara el trabajo. Primero lo hizo su ayudante Wilhelm Lossen, quien repitió su investigación y mejoró la fórmula. Pero fue Richard Willstätter quien fijó la estructura correcta treinta años más tarde. Willstätter acabó ganando el Premio Nobel por su trabajo con las plantas y por desentrañar las claves de la clorofila. De nada de esto se enteró Niemann. Un año después de haberse doctorado decodificando la cocaína y de haberle puesto nombre, ya andaba en el laboratorio con otros retos. Ahora experimentaba con etileno y dióxido de azufre. En su cuaderno apuntó que la mezcla abrasaba la piel y que las heridas tardaban mucho tiempo en sanar. Fue una de las últimas anotaciones que hizo. Semanas más tarde murió a los veintisiete años, como las leyendas del rock, por una enfermedad pulmonar provocada, probablemente, por inhalar el vapor de la mezcla viscosa con la que trabajaba. Había fabricado gas mostaza.


¿UNA RAYITA? 
Por qué en España se consume tanta cocaína y no se habla de ello.
DAVID CANALES.
Nuevos Cuadernos Anagrama, 2025

lunes, 23 de junio de 2025

ABBEY ROAD: el dignísimo final de The Beatles según José Luis Pardo

 

Brian Epstein apareció muerto en su apartamento de Londres el 27 de agosto de 1967. El término no era entonces tan corriente como ahora, pero alguien lo dijo (aunque no consta en el informe forense): sobredosis. Los excesos acaban pagándose. El doble White Album de 1968 fue el primero que los Beatles grabaron sin que él pudiera ayudarles a sostener el grupo, sin que él representase su voluntad de estar juntos, y fue el primero en el cual el grupo se deshizo (además de que todos sus «negocios» se vinieron abajo y empezaron a echarse y a explicitarse las cuentas: qué es culpa tuya, qué has puesto tú y qué he puesto yo, quién compuso «realmente» tal o cual canción, quién empezó la pelea, etc.), el primero en el que se materializó un cierto estado de malestar entre ellos. Decepcionado por la situación que se había creado, y antes de que alguien le acusase de estar gorroneando en un banquete para el que no se había pagado la invitación, Ringo, encargado del beat, abandonó de facto la banda durante algún tiempo, pero nadie hizo caso de su gesto. Las canciones dejaron de ser «de los cuatro». Ahora cada uno llegaba al estudio con su canción y los demás, sin derecho alguno de réplica ni de intervención, actuaban como músicos de estudio a sus órdenes, simplemente siguiendo sus instrucciones. (...)

Las canciones de los Beatles –como la poesía de Baudelaire, las novelas de Flaubert, los dramas de Oscar Wilde, los dibujos de Max Ernst o las performances de John Cage– no eran en absoluto políticamente subversivas desde el punto de vista de los contenidos (entre los cuales se afanaban en vano los críticos procedentes de la izquierda convencional en buscar mensajes cifrados); en la presunta «amoralidad» de las masas, ora desordenadas y turbulentas (pero desorganizadas), ora dóciles y amedrentadas (pero con una sumisión inorgánica y superficial), que la portada del Sgt. parecía exaltar, la izquierda ideológica convencional empezó a sospechar la temeridad de la que siempre habían hecho gala, por diferentes motivos, el lumpenproletariado y la «sociedad de los artistas» (los dos fantasmas que recorrían Europa, las masas enfurecidas y los señoritos depravados), que la clase obrera moralizada y, sobre todo, las clases medias, perciben inequívocamente como una anomalía que es necesario corregir por la vía de la reforma y la represión (¡Esto no es música!), y que procedía, según esa ideología, de la «falsa conciencia» de unos desclasados que, por gozar de la suerte o sufrir la desgracia de una inmadurez patológicamente prolongada, confundían su anómala situación con una verdadera «opción» (...)


El doble álbum blanco se terminó de grabar en octubre de 1968 (la última canción registrada fue Why don’t we do it in the road?) y salió a la venta en noviembre. Los propios Beatles ignoraban hasta cuándo se podría sostener la precaria situación del grupo. A principios del año siguiente iba a salir un álbum con material sobrante del año 1967 y algunos temas instrumentales «de relleno», pero inevitablemente había que acometer el trabajo de grabar el siguiente disco de verdad. 


Y el caso es que no quedaba casi nada a lo que recurrir: la desesperación era tal que incluso se decidió usar un tema que Lennon y McCartney habían regalado a una organización ecologista en 1968 ("Across the Universe"), y resucitar otro ("One after 909") que habían desechado en marzo de 1963. Aquel mes de enero de 1969, y siguiendo más o menos el «sistema» del doble blanco (o sea, el de «cada uno por su lado»), los Beatles registraron diez temas en una serie de sesiones (parcialmente recogidas en la película Let it be) que resultaron ser las más caóticas, deprimentes y sencillamente malas de su historia. El resultado les pareció a ellos cuatro tan insostenible que, cuando acabaron de grabar "Two of us", el 24 de enero, todos sabían que el grupo estaba acabado.


Pero hubo un milagro. Un giro inesperado de la historia que, sin merma alguna de la verosimilitud (es decir, sin dejar de precipitarse inexorablemente hacia un final que ya nada podía evitar), produjo un último esfuerzo genial y maravilloso. Alguien –probablemente Paul, de cuya incapacidad para acabar ya hemos dicho algo– se negó a terminar de este modo, y los demás comprendieron en seguida. La atracción de los Beatles iba más allá de los deseos y sentimientos de aquellas cuatro personas. El coro de ángeles desvergonzados que había despertado en medio mundo «escalofríos de gozo, calor y sentimiento de comunidad» para los que no había en la tierra más adjetivo que maravilloso, como decía Peter Handke, no podía acabar así. Sólo unos días después de haber perpetrado el crimen que se daría en llamar Let it be y que, para el público en general, sería el último álbum de los Beatles (porque fue, en efecto, el último en publicarse, pero no el último en grabarse), Lennon y Harrison llegaron al estudio con dos canciones extraordinarias. Y así continuó el goteo hasta el verano de 1969, durante el cual permanecieron encerrados muchas horas en Abbey Road, tocando de nuevo juntos, por última vez, como una verdadera banda, desencadenando una tras otra obras maestras de la música pop, como decía George, «en estado de gracia» como un coro de ángeles, aunque fuesen ángeles de estudio. (...)



A veces nos preguntamos por qué las canciones de los Beatles parecen perfectas. Ellos escribieron y tocaron grandes canciones, pero también produjeron muchas niñerías y baratijas, y no es menos cierto que otros artistas también compusieron melodías muy hermosas. Lo que tienen de peculiar las de los Beatles, lo que las hace incomparables, es que al escucharlas no oímos solamente «buenas canciones», sino que estamos ante algo que habitualmente no se oye (porque no es audible): las reglas para hacer canciones de música pop. Desde la ingenuidad adolescente de los temas de pareja de los tres o cuatro primeros álbumes hasta la delirante libertad de exploración del blanco doble, pasando por incursiones y escaramuzas inventivas como "Eleanor Rigby", "Fool on the Hill", "I am the walrus", "Tomorrow never comes" o "Norwegian Wood", los Beatles, sin otra pretensión que la de la simple «diversión» (pero divertir significa verter en moldes inesperados), produjeron uno tras otro los prototipos que aún sigue explotando la música pop (...).



La regla de la acción recta, como hubiera dicho Platón, sólo existe en la acción misma, como regla viva y vigente, del mismo modo que la regla del bien tocar la flauta sólo existe cuando alguien la toca bien y en el acto de tocarla. 


El público que escucha, por ejemplo, las reglas de la música pop al escuchar "Happiness is a warm gun", capta una especial belleza, pero no posee previamente un saber de tales reglas (y, aunque dispusiera de un supuesto saber teórico o empírico acerca de las mismas, incluso desarrollado en forma de cálculo técnico, como podía ser el caso de los productores de la EMI Records o de los ingenieros de sonido de Abbey Road, no puede servirse de él para ejecutarlas o imitarlas, y tiene que sentir la canción como un «desbordamiento»), sino que precisamente las descubre (y por eso aprende algo nuevo) al escuchar la canción. (...)



De modo que el último disco no podía ser uno entre otros: tenía que ser el mejor (y, probablemente, lo es), y todos acudieron a la llamada. Sabían que, por separado, nunca llegarían a hacer nada de un valor siquiera semejante. (...)



Abbey Road es una obra excepcional al menos por esto: porque todos los que participaron en ella ya sabían, desde el principio, que sería la última, que no habría ocasión de rectificar. Esto se percibe desde el comienzo, con una de esas canciones sólidas y rotundas de Lennon que se titula precisamente "Come together": uníos, reuníos, cuajad;15 parece ironía iniciar el disco de la separación con la consigna de la unidad, pero no lo es, es la invocación de un tipo de conexión (la de una banda tocando junta y bien trabada) que se exige para un buen final. Sólo hay un buen principio cuando es el principio del fin (en los coros de esta canción, Lennon y McCartney cantaron por última vez juntos en un estudio de grabación). Quizá esto no se aprecia con tanta claridad en la primera mitad del disco, en donde se suceden los esfuerzos individuales por estar a la altura de las circunstancias (otros dos «sólidos rotundos» de Lennon: "I want you" y "Because", en donde Lennon seguía el consejo de Chuck Berry y le daba la vuelta a Beethoven, tocando el Claro de luna al revés; dos fulminantes «pesos ligeros» de McCartney, "Maxwell’s Silver Hammer" y "Oh, Darling!" –quizá el más esmerado de sus trabajos vocales–, dos de las mejores canciones escritas por Harrison en toda su carrera, "Something" y "Here comes the sun", y una «fantasía» de Ringo que dejará secuelas hasta en el imperio Disney, "Octopus’s Garden"), y es difícil decir quién logra con mayor acierto señalar la elevación de tono que se buscaba. (...)


Pero en la cota del corte noveno –"You never give me your money"– de pronto todo se desata y se precipita a partir de uno de esos «fragmentos sueltos» de Paul sobre su adolescencia en Liverpool, en el cual el pasado adquiere el aire meteórico de un futuro que casi se diría eterno. Ahí ya no estamos solamente ante una prueba más del virtuosismo melódico, vocal e instrumental de McCartney, estamos en presencia de una banda de rock and roll de cuatro músicos tocando y cantando asombrosamente juntos; hasta el ambiente artificial del estudio –magníficamente manejado, entre otros, por Alan Parsons– queda convertido en el de una jam session o en el de un «ensayo» particularmente inspirado. Las canciones se suceden unas a otras sin cortes (la mayoría de ellas se grabaron efectivamente así, juntas y seguidas, en el prodigioso mes de julio de 1969 en el que Neil Armstrong pisó la Luna), en un medley que discurre a toda velocidad por una pendiente de gran inclinación e intensidad (el único momento de «descanso» es la increíble "Sun King" –un prototipo que luego Pink Floyd explotaría industrialmente–) a través de la cual se van sorteando los obstáculos como en un slalom gigante, en un campeonato de surf con el viento desatado o en una carrera de automóviles de fórmula 1 llena de curvas peligrosas y de derrapes en los límites del equilibrio ("Mean Mr. Mustard", "Polythene Pam", "She came in through the bathroom window", "Golden Slumbers"…); hasta que un reprise de "You never give me"… reintroduce el clima de disparadero de gozo en el cual se funden el pasado y el futuro. Aquel sueño en el cual cuatro desertores del college metieron sus mochilas en una limusina y despegaron a golpe de acelerador no se hizo realidad en el 61, ni en el 63, ni en el 67: se está haciendo realidad ahora, precisamente hoy, en un «hoy» que no señala el tiempo del calendario sino que construye el sentimiento mágico que alienta en los instrumentos y en las voces de los cuatro ángeles atolondrados que no tienen más cultura que la que han podido adquirir de oído, de paso y sobre la marcha. Pero cuando el coro rompe a cantar "Boy, you’re gonna carry that weight, carry that weight a long time", con la voz de Ringo Starr en primer plano, sabemos que el peso de los Beatles gravitará aún largo tiempo sobre las espaldas de los que ahora se despiden de él con la inmensa alegría de quien se deshace de un fardo. (...) 


demasiado cargado y pisa el acelerador para llegar rápido al final ("The End"), la canción que tenía que haber cerrado el disco y en la cual, tras un magnífico solo de Ringo, las guitarras de Harrison, McCartney y Lennon emprenden un fabuloso combate nacido de la improvisación y en el cual, de nuevo, la singularidad de cada uno de ellos consigue come together para hacer sonar por última vez a los Beatles. One and one and one is three.16 Como ya sucedió en el Sgt. Pepper’s, la canción final (en aquella ocasión, el reprise de «Sergeant Pepper’s Lonely Hearts Club Band», a la que sin embargo seguía «A day in the life») no es la última. Tras ella suenan los simples y breves compases de «Her Majesty», una especie de nana perversa que formaba parte inicialmente de la suite de «Golden Slumbers», pero que Paul cortó en el último momento para pegarla en este punto extremo. Por esta razón (porque la melodía estaba unida y encadenada con el resto), la última nota (que a su vez habría sido la primera del siguiente tema) falta, como si se quisiera indicar que a esta historia no se le puede poner un punto final. En este último cuarto de hora todo ha ido demasiado deprisa: el ratero que se llevó la cartera, el mezquino mendigo del parque cuya hermana se convierte en una maniquí vestida de polietileno que acapara los telediarios, la seguidora fanática que se cuela en el cuarto de baño… y que tardará en saber que los Beatles ya no existían cuando el disco salió a la calle. Muchos más acontecimientos de los que caben explícita y contablemente en cuarenta y siete minutos y veintiséis segundos. (...)


ESTO NO ES MÚSICA: 
INTRODUCCIÓN AL MALESTAR 
EN LA CULTURA DE MASAS.
JOSÉ LUIS PARDO.
GALAXIA GUTENBERG, 2007