ARREBATOS ALÍRICOS

Me fui sobreviviendo como pude

(José Luis Piquero)


domingo, 31 de enero de 2021

Lo mejor de EL HIJO DEL CHÓFER (Jordi Amat)

 

Mirando lo que nadie quiere ver, Alfons Quintà oscurece la realidad con sus artículos a la vez que se autorretrata mostrando su carácter y sus obsesiones. Está la realidad, donde la vida pasa, y hay otra dimensión de la realidad, que también forma parte de la vida, donde domina la ambición, la lucha por el poder y la supervivencia. Esta otra dimensión es la que ve Quintà. La única. Como si viviera allí o casi siempre estuviera atrapado. Caído en sus ángulos muertos. (...) 

El ataque había empezado con aquel artículo de página entera, a cuatro columnas, firmado por Quintà y Carlos Humanes. «Dificultades económicas del grupo bancario de Jordi Pujol.» Se había publicado el 29 de abril de 1980, cuando solo habían transcurrido cinco días de su elección como presidente de la Generalitat. Aquel artículo hizo pública una crisis bancaria que tendría consecuencias políticas. Quintà no lo sabe, pero lo que dice y aquello que da a entender esa página se convertirá en el centro irradiador de su vida profesional, y condicionará para siempre su proyecto de vida. No lo sabe ni lo puede saber. Como mucho, al final, lo intuirá. Pero nadie conoce el argumento completo de su vida. La vida no tiene argumento. Solo lo inventan los biógrafos cuando elaboran sus ilusiones biográficas. Ésta lo es, y es oscura, demasiado, como su protagonista. (...)

Es un círculo que se va ensanchando en torno a Pla. No son solo los amigos de Palafrugell. No es solo Vicens. Serán empresarios, financieros y economistas. Quintà los conoce, los ve y les habla de tú a tú porque él también tiene su poder: el capital social que significa haberse convertido en la mejor vía de entrada para acceder a Josep Pla. Para mantener ese capital, que se ha ganado conduciendo, se necesita dominar algunos códigos. La buena educación, el capital que da la información y una agenda. Así puede asistir al despliegue del poder intelectual de Pla, aprender cuál es la dinámica de la influencia. Cuando ha podido la ha usado en beneficio propio, de los suyos o de sus amigos. ¿Podría pedirle a ese profesor, amigo Vicens, que apruebe a mi hijo? Ése es su poder. Poder es la producción de los efectos deseados. Si no eres influyente —si no puedes descolgar el teléfono o pedir un favor cuchicheando al oído cuando los otros apenas se dan cuenta y al fin conseguir lo que pretendes— no estás dentro. Quintà lo está. Su hijo Alfons, mientras acumula resentimiento, lo ve. El diálogo entre Pla y Vicens es tan potente que gesta un nuevo poder intelectual. Vicens lo usa para establecer contacto con el poder político y trata de influir en él. (...)

Uno de esos pícaros es David Tennenbaum. El otro espabilado es Florenci Pujol, un hombre hecho a sí mismo que se gana la vida como agente de Bolsa. Juntos actúan de facto como testaferros de los industriales del textil. La mecánica es conocida. Los hombres de negro de los industriales le entregan a Pujol sacos llenos de billetes de cien pesetas. Su socio los hace llegar a Tánger. Algunos bancos —en especial el Banco Inmobiliario de Josep Andreu Abelló— aceptaban las pesetas y las transformaban en dólares en cuentas abiertas en Estados Unidos o Suiza. Por hacer aquella gestión, faltaría más, Tennenbaum y Pujol cobran una comisión. Parte del dinero lo dejan en Suiza. Con otra parte del dinero del contrabando, más el que gana como agente de Bolsa, Pujol, fascinado por el activismo antifranquista de su hijo Jordi, compra un banco. El 18 de marzo de ese 1959 se celebra la junta de accionistas de la Banca Dorca. La familia propietaria vende las acciones al grupo de Pujol. Dos años después la entidad pasa a denominarse Banca Catalana. Ese 24 de febrero de 1956, Valls i Taberner no dedica la comida a relatarle a Pla esos tejemanejes, por descontado. Pero Pla no es un ingenuo. «El seguro contra la precariedad de las dictaduras ha sido siempre y en todas partes la evasión de capitales», escribiría en sus notas personales, «sobre esta evasión la dictadura de Franco ha hecho la vista gorda, naturalmente.» Durante esos años de fracasada autarquía económica, algunas personas ganaron muchísimos millones con estas maniobras opacas. (...)

Pero un poder fundado en la corrupción, cuando esa corrupción es sistémica, aunque no tenga un contrapoder que lo cuestione, acaba corroyendo la estabilidad del Estado. A mediados de los cincuenta ésa era la situación en España, y el franquismo, para permanecer en el poder, busca y encuentra el mecanismo para estabilizarse. (...)

418 millones de dólares que debían usarse para hacer lo que Franco afirmaba en el decreto ley del 21 de julio de 1959: «Ha llegado el momento de iniciar una nueva etapa que permita colocar nuestra economía en una situación de amplia libertad». El Plan de Estabilización lo aprueba el dictador y es la clave de bóveda de la transformación ya no del Estado sino del país. Lo ha ideado, de manera destacada, Joan Sardà —por entonces director del Servicio de Estudios del Banco de España—, con la ayuda, entre otros, del catedrático Fabián Estapé. Sobre ellos dos, pocos días después de aprobado el Plan, hablan Ortínez y Pla, que lo plasma en sus libretas fascinado y desconcertado. «Son socialistoides, para no decir comunistoides, tienen un desprecio perfecto por la burguesía, pero colaboran y son los agentes más activos en la salvación de este régimen de abyección de Franco.» Había mucho antifranquista en el franquismo, le dice Ortínez. Pla extrae una lección: «Las dictaduras lo corrompen todo, porque como solo pueden combatirse desde dentro, crean apariencias de duplicidad escandalosas». (...)

Lo de ese adolescente que se define ya en términos de clase y que le amenaza es un auténtico problema. Lo que Alfons Quintà ha descubierto es que la información sobre la conducta de los otros puede usarse como un poder para conseguir lo que uno quiere. Lo que Quintà parece no tener en cuenta es que su deseo no es una orden, y esa confusión, que es incapaz de resolver porque le obligaría a reconocer que su conducta se basa en el chantaje, se convierte en un elemento constitutivo de su personalidad adulta. Parece que los otros no le importan. Solo le importa él mismo. (...)

En la formación de su conciencia se han producido accidentes profundos que la hacen inaccesible. Tal vez pueden intuirse, por unos segundos, a través de su mirada. Si la mirada es lo que primero y más se mira del rostro de los otros, la de Quintà revela extravagancia. Mira más fijamente de lo normal, con los ojos extraordinariamente abiertos, es incómodo mantenerle la mirada. La suya, a través de las gafas, agrede. No acoge. Repele. Inquieta porque es la puerta de entrada a la anormalidad. Detrás se intuye un sujeto con la moral agujereada por los ángulos muertos. Es un territorio de odio y dolor, dominado por otro rostro: el de su padre. Josep Quintà abandonando el piso familiar, otra vez las amantes, mientras los gritos de Lluïsa Sadurní se escuchan de fondo y él acumula resentimiento y afán de venganza. En el eje de su subjetividad, Quintà tiene ese ángulo muerto desde siempre y siempre lo ha ocultado con una conducta extremada. A algunos simplemente les resulta cargante, pero a otros les da pavor. Es el polo opuesto al modo en que su padre, en silencio y sin llamar la atención, se hizo uno más en la red de Josep Pla. Él se afirma con conductas que van de la mala educación a la violencia verbal. Alfons exhibe una virilidad bronca para ser reconocido. (...)

Presume con los colegas diciendo que cuando llegan a Barcelona ya tienen su teléfono, le llaman, las pasea por la ciudad, se las tira. Y si no se las tira, lo cuenta igualmente. Quiere que se sepa que es el mejor amante. Quiere ser el mejor periodista. Sigue siendo corresponsal del New York Times en Barcelona. A principios de 1975 viaja a Portugal para comprobar la transformación política del país para una agencia internacional, pero lo que de veras empieza a ser su especialidad es la política catalana. Lo demuestra en Dietari, en Presència, en Guadiana. En ese semanario, cuyo delegado en Barcelona era otro antiguo compañero del Tele/eXpres —Pere Oriol Costa—, Quintà se estrena en mayo de 1975 escribiendo la crónica de una conferencia del vicepresidente ejecutivo de Banca Catalana: Jordi Pujol está construyendo ya su partido para ganar el centro político y ser el actor principal de la democratización en Cataluña. Quintà se estrena con Pujol. En 1974, cuando se funda Convergència Democràtica de Catalunya, Jordi Pujol adquiere la cabecera del diario El Correo Catalán —se hará con el paquete mayoritario de acciones un año después— y compra el semanario Destino. Es consciente de que no ganará poder político si no tiene un pie en el cuarto poder. Por ello también es uno de los principales accionistas catalanes de la empresa que editará el diario El País. Su apuesta por convertirse en representante de las clases medias y un sector de la burguesía moderada es pública desde su conferencia del 21 de enero de 1975 en el auditorio de la escuela de negocios Esade, donde se congrega una parte no menor de la nueva clase dirigente catalana. Ya no es el poder esclerotizado de la dictadura. Es el poder blando catalanista y respira alternativa democrática. (...)

lo presenta como «vicepresidente ejecutivo de Banca Catalana» y subraya que «posee una fortuna personal procedente de una gran empresa de productos farmacéuticos». No dijo que es un accionista del periódico, y Pujol lo es, y sí dijo cuál era su potencial político: tiene las condiciones para liderar el espacio del reformismo democrático. Lo que tiene —y no tienen otros— es capital de lucha antifranquista —interrogatorios, tortura, cárcel—, reconocido por la pequeña y mediana burguesía. Un capital que Pujol pone en valor para que esas clases mesocráticas transiten del franquismo a la democracia sin necesidad de realizar examen de conciencia alguno. (...)

Al cabo de un mes y medio Quintà redacta una crónica que abría otra vez la portada del periódico. Era la información sobre la toma de posesión de Josep Tarradellas como presidente de la Generalitat. La elección del titular, en el corazón de la primera página, revela la interpretación que debía darse a ese acto de institucionalización: «Tarradellas juró ante Suárez lealtad al rey don Juan Carlos». En su intervención en el Palau de la Generalitat, Suárez también destacó el papel de la Corona y Quintà lo subrayó: «En un párrafo muy significativo, Adolfo Suárez afirmó concretamente: “Como dato histórico que ya ha sido destacado, hay que decir que si fue Felipe V quien firmó el Decreto de Nueva Planta que anulaba las instituciones autonómicas catalanas, ha sido el rey don Juan Carlos I quien las ha devuelto”». Era la clave de bóveda de la Transición. Mientras se celebraba aquel acto, Juan Carlos está en Arabia Saudí, acompañado de algunos ministros y empresarios. Por la noche, beben whisky de extranjis en el hotel y el rey fuma los habanos que le envía por valija diplomática Fidel Castro y se pacta la venta de armamento al país árabe sin pasar por las comisiones preceptivas del Ministerio de Defensa. (...)

para evitar la victoria de las izquierdas, la elite del empresariado financia una campaña de contrapropaganda. Los nombres y las cifras los dio Quintà en sus artículos. Desde el periódico dispara en múltiples direcciones y apunta a los dos principales candidatos a obtener la victoria: Reventós y Pujol. Y es aún en la precampaña cuando Quintà, al final de un artículo, incrusta una información a la que apenas se dio importancia. La capacidad de acción de Pujol está limitada porque algo le hipoteca. Se dedicaba a la política, pero no solo a la política. Acababa de hacer gestiones al máximo nivel para conseguir que el Banco de España encaminase a La Caixa a tapar agujeros de Banca Catalana. La crisis bancaria estaba desbocada y el banco del que Pujol era el primer accionista no se escapaba de una coyuntura crítica. Quintà lo contó a finales de 1979. Fue durante esas fechas cuando los tres principales líderes políticos catalanes viajaron juntos a Madrid. Han pedido hora a Juan Luis Cebrián para hacerle una petición. Pujol, Reventós y el dirigente comunista Antoni Gutiérrez Díaz. Le piden al director de El País que destituya a su delegado en Barcelona. El director del periódico les dijo que no se preocuparan. Pronto habrá una reestructuración de la delegación. (...)

Durante la primera posguerra Florenci Pujol se ha enriquecido gracias a una operación de tráfico de divisas. Su hijo, a quien los ecos del poder del dinero le llegan por lo que contaba su padre, es un activista del catalanismo católico contra la dictadura. Su primer panfleto pretende despertar a la burguesía de su torpe complicidad con el franquismo. Su ambición es fundar un poder catalán. Un instrumento necesario para conseguirlo es un banco. Su padre, que lo admira con temor, compra uno. Negocia con una familia a la que había conocido en la Bolsa y él, junto con un grupo de amigos suyos y de su hijo, adquiere ese banco local y familiar: Banca Dorca de Olot. Ahora que tienen un banco en propiedad deciden el equipo directivo. El presidente es un pata negra de la burguesía catalanista: el joven Jaume Carner, compañero de activismo católico de Pujol. El secretario del consejo es Francesc Cabana —casado con una hija de Florenci—. Quien manda es Jordi Pujol, aunque su papel queda en segundo término (en especial tras su detención, tortura y condena). Banca Dorca, que no tardó en cambiar de nombre para denominarse Banca Catalana, inicia una fuerte expansión para que Cataluña disponga de un potente instrumento financiero. (...)

Esa política bancaria pronto se solapa a la decisión de Pujol de crear su propio partido catalanista para la Transición. 1974. Desde su posición de poder, con apoyo social notable, Pujol es visto por los Gobiernos reformistas como uno de los mejores interlocutores posibles. Es visto como una figura de la oposición, pero un hombre de orden. Es un banquero. Formalmente, en 1976 Pujol deja su cargo como vicepresidente del banco. Lo sustituye su padre —como había contado Quintà y repite en el artículo—. Lo más probable es que sea entonces cuando Florenci, al comprobar cómo su hijo iba pignorando la fortuna para afianzar su pulsión de liderazgo político, decida destinar parte del dinero que tiene en el extranjero a su nuera y a sus nietos. Porque Pujol va lanzado. Él, un hombre del poder económico, empezaba a ser reconocido por los hombres del poder político y así se integraba en la trama que construyen los poderes entre sí. Ante la crisis que sufría Banca Catalana, de la que él seguía siendo su principal accionista, el Pujol diputado de las Cortes constituyentes y de la primera legislatura habría usado sus relaciones con el poder del Estado —no era la primera vez— para regatear esa situación crítica. Pero la losa que arrastra Banca Catalana limita las posibilidades de acción de Pujol como presidente de la Generalitat. (...)

Lo que debe quedar en los despachos se ha hecho público. Cabana, comprometido como pocos en el saneamiento de la entidad, busca los números rojos de su agenda y hace las llamadas pertinentes. Obtiene más información. Le dicen que hay preparado un segundo artículo. Saldrá al día siguiente y lo debe impedir. Maniobra para que Mariano Rubio —gobernador del Banco de España— lo pare. En la sede del Banco de España Mariano Rubio descuelga el teléfono, llama a Cebrián. Juan Luis Cebrián entiende perfectamente lo que está en juego. Lo sabe ahora, lo sabía ayer. Lo sabía antes incluso. Y ahora, casi como un ritual, puede ejercer su poder ante el poder. Es un acto reflejo. Porque él ya es poder y lo es porque en sus manos está la decisión de publicar o no, pongamos por caso, la segunda parte, este artículo que tiene sobre la mesa. Más que la deontología profesional se impone cierta idea de responsabilidad que, a la hora de la verdad, se solapa con el placer del mando. Sentir que de él depende la suerte de una entidad financiera o la carrera política de una figura de la Transición. Y Cebrián le concede el indulto. No lo publica. Llama a Barcelona, se lo dice a Quintà y, sorprendentemente, el periodista no parece disgustado. Él también entiende la lógica del poder y sabe que conserva un comodín que, de alguna manera, puede seguir empleando. (...)

El domingo 12 de abril, Pujol es entrevistado en El País. La entrevista ocupa una página y están claros los mensajes que quiere transmitir. O la dicta o la edita él, porque no contiene ni un titubeo argumental. El desarrollo autonómico catalán no puede ser el chivo expiatorio de la crisis política que desembocó en el golpe de Estado. Un dictamen de expertos no puede desnaturalizar un Estatuto votado en las Cortes, en el Senado y refrendado por la ciudadanía. Si la dinámica de la desnaturalización se impusiese tras el 23F, como parecía preludiar el recurso contra la ley en virtud de la cual las competencias provinciales se traspasaban a la Generalitat, podía iniciarse un período de inestabilidad. Ése era el mensaje central. ¿Podía de nuevo la cuestión catalana, que no había sido problemática durante la Transición, dividir a la sociedad española como había ocurrido durante la Segunda República? La pregunta se la formula el autor de la entrevista. Alfons Quintà. En la entrevista, Pujol se presenta como un político que advierte contra una situación que ve inquietante, pero se presenta como un factor de estabilización del Estado. Es la carta que quiere jugar. Y porque quiere jugarla ha solicitado públicamente reunirse con el monarca. Quiere que se sepa. Quintà lo publica el 22 de abril. Al día siguiente empieza el desenlace de otra información que Quintà había seguido durante los últimos meses. Pla agoniza. En su artículo da el último parte médico. Repite la idea de que el escritor, incomprensiblemente, ha decidido dejar de comer. (...)

¿Qué sabe de él Pujol? ¿Hasta qué punto lo conoce? Desde la conversación por teléfono de ayer o de hace dos días, sabe que Quintà está herido. Pujol sabe quién ha herido a ese hombre de personalidad vulnerable: los responsables del periódico que le han golpeado donde más le duele, en la herida del banco. Y sabe que El País está trabajando para sacar una edición catalana que le seguirá atacando. Como sabe lo que sabe, y como conoce la complejidad humana para usarla en favor de su afán de poder —Pujol es un animal político—, ahora puede convertir en aliado a quien hasta este momento ha sido un enemigo. Quintà está en una posición de debilidad que puede serle útil. Pujol, que conoce que el comercio de los hombres es la verdad profunda de la política, sabe que puede serle útil. ¿Qué sabe Quintà? Que no está en condiciones de chantajear a Pujol. Ni puede ni en aquel instante seguramente quiere. ¿De qué le va a servir? Le ha demostrado ya hasta dónde es capaz de llegar. No tiene reparos en usar el dolor ajeno. Lo había demostrado al día siguiente de la muerte de Florenci Pujol. Ni siquiera aquel día concedió una tregua. Quintà ya ha escrito sobre el engaño y la ruina de Jaume Carner. Y después de todo eso, tras algo más de un año de una campaña de acoso, lo ha citado. No es la primera vez que Quintà acude al Palau de la Generalitat para verse con él. Lo ha entrevistado y Pujol le ha pedido que apoye a la Generalitat en su reivindicación del legado Dalí. Se sientan uno frente al otro. Pujol quiere información sobre El País; no le pide el silencio que está a punto de conseguir. No hay chantaje ni compra. No es tan vulgar ni tan obvio. Pujol debe saber qué podría pasar si le ofreciese lo que en realidad sería una humillación. (...) Lo está fichando y al mismo tiempo lo está cooptando. Tal vez hablen ya entonces de la televisión. Pujol quiere tener una televisión y quien ha recibido el encargo —el Departament de Cultura— no avanza o apenas lo hace. ¿Quién podría hacerlo? ¿A quién necesitaría? Con Pujol ha hablado ya Jaume Casajoana o Quintà sugiere el nombre de Jaume Casajoana como equipo inicial. Por ahora es un pacto entre caballeros. La gente pensará que ha habido un chantaje. Piensas demasiado. No es un misterio. Es la otra cara de la realidad. Son los negocios del poder. Existen unos códigos y ellos dos, sin explicitarlos, los conocen. Pujol los domina. Quintà cree que también. Ni hace falta hablar de Banca Catalana. Forma parte del pacto. Silencio. Termina la reunión. Fin. (...)

El President confirma el encargo. Ellos van a ser los responsables de crear el tercer canal. Es el proyecto más importante de esta legislatura, lo necesita, y quiere controlarlo. Directamente. Lo entiende como el mejor paradigma del proceso de normalización que define y definirá su acción política: la asunción de Cataluña como una nación que, después de décadas de nacionalismo españolista autoritario, se institucionaliza en el Estado de 1978 a través del pacto que es el Estatut. TV3 es una pieza clave de ese proceso: mostrará la mejor cara del mito sobre el cual una sociedad se reconoce a sí misma. (...)

No es que sea sectario. No lo es. No tiene inconveniente alguno en contratar a alguien significado como Jaume Roures. Hacía tan solo unas semanas que este dirigente de la Liga Comunista Revolucionaria había sido detenido por presunta colaboración con una banda terrorista. La acusación era falsa, al cabo de pocos días salió en libertad y lideró cierta campaña de protesta contra el ministro Barrionuevo. En 1983 se sabía quién era y qué pensaba. Y esa fama no fue inconveniente alguno para contratarlo. Supera las pruebas y se incorpora al equipo, de la misma manera que Quintà tampoco puso reparo alguno a la incorporación de otros militantes de la izquierda revolucionaria. El problema no es ideológico. O eso es secundario. Es algo más peligroso. El problema es la conducta y la progresiva instauración de un clima de asedio y terror. El peligro es que normaliza el caos. Alguien que ya tiene cierta experiencia dimite. Un mes antes de la primera emisión dimite Enric Bañeres, responsable de deportes. «Las relaciones personales con el director no son buenas.» No es el único periodista que dimite. Algunos de los conflictos salen a la luz. La mayoría se silencian. La dinámica de trabajo no se ve afectada, pero él actúa como un tirano. (...)

Quintà cumple con el poder, para sus golpes cuando es necesario, al tiempo que actúa como un tirano. Quiere reconocimiento total y exige sumisión absoluta. Su conducta va de la mala educación al asedio. No es que sea raro o excéntrico. Es pérfido. Hay dos dimensiones de Quintà que pueden solaparse en el día a día: la del director que cumple con el intenso programa de reuniones y la del ogro arbitrario. A cualquier hora pueden ver cómo sale del despacho y se pasea entre las mesas del estudio de la calle Numancia. Si una le parece que está desordenada, grita. A veces si dos compañeros están simplemente hablando, les echa la bronca. Por el pasillo se cruza con un trabajador. Lo mira y le dice que no le gusta su cara. A veces no le gusta el bigote y exige que se lo corte. (...)

El fiscal jefe debe nombrar a los fiscales encargados de estudiar el caso. No puede ser solo uno porque la documentación existente es inmensa. Quienes lo asumen son los fiscales Carlos Jiménez Villarejo y José María Mena. Son dos profesionales muy respetados que han tenido un fuerte compromiso con la democracia durante la dictadura. Se sitúan a la izquierda del PSOE y tienen una vivencia estricta de la función democrática de la justicia. De ellos depende el camino que se siga a partir de entonces. Saben que la posibilidad de una querella disgusta al Gobierno, porque el ministro de Justicia así se lo ha comentado al fiscal general, pero no reciben presión alguna. Los fiscales de Barcelona saben que disponen de la máxima confianza del fiscal general. Durante meses trabajan obsesivamente, con unos recursos escasos. Básicamente estudian la documentación que ya han analizado diversas personas. Mantienen una comunicación constante con el fiscal general. Cuando tienen alguna duda, cuentan con la colaboración de los técnicos del Banco de España. Para el Banco de España el problema queda resuelto gracias a su intervención y, en realidad, la querella puede problematizar su imagen si los fiscales descubren algo que ellos ignoraron. Además no es el único banco que el Estado ha tenido que salvar y los gestores no han sido procesados por la fiscalía. Pero la conclusión a la que llegan Mena y Villarejo es que no solo hubo falsedad documental. No hacen una lectura política de la situación ni comparan lo ocurrido en Banca Catalana con otros bancos ni se preguntan por qué los dirigentes de otras entidades intervenidas fueron o no procesados. Ellos han llegado a una conclusión y sobre ella fundamentan su acusación. Su hipótesis de fondo es que se había producido también un delito de apropiación indebida. La clave era el desvío de fondos a una caja B. Ni la conocía el Banco de España ni la conocía la junta de accionistas. Mientras Banca Catalana se hundía, los responsables de la empresa se habrían enriquecido vaciando su patrimonio. También Jordi Pujol. (...)

De fondo un grito. «Som una nació!» Pujol, que sostiene el micrófono con la mano derecha, extiende el brazo derecho y repite por cinco veces «sí», y tras el último él lo afirma también. «Som una nació!» Fin del reportaje. Son cinco minutos de televisión poderosos. Lo tienen todo. El chivo expiatorio. La gente. Al fin el presidente. Habla de la fuerza que representa la manifestación y el uso que debe hacerse de ella. Es, sí, un plebiscito y la imagen que se proyecta es la de que Pujol lo ha ganado frente al Estado porque él encarna la nación. Con ese objetivo se había diseñado ese acto, que se pretendía fundacional. Ese relato, con palabras e imágenes, lo compacta el periodista que elabora el reportaje. Lo ha escrito un periodista sentado frente a su máquina de escribir. No lo escribe en su despacho sino en una sala de edición a la que ha ido expresamente. No se esconde. Quiere que todos lo vean. Porque no es algo habitual. Es el director de la televisión. Alfons Quintà apuntala el mito que antes quiso destruir. Hacía cuatro años de aquel artículo en que denunciaba la situación de Banca Catalana y disparaba contra Jordi Pujol. Aquel reportaje, que era el primero de una serie que se paró por las presiones políticas y económicas, podría haberlo convertido en el gran periodista de la democracia en Cataluña. Él podría haber tenido su Watergate. Pero él mismo se encargó de ocultarlo. Cerraba el círculo y se encerraba dentro de él el mito. La paradoja trágica de su vida es que su obsesión por el mito, que tardará más de veinte años en intentar volver a destruir, acabó destruyéndolo a él. Ha empezado a despeñarse por la línea descendente de la parábola de su vida. (...)

No es que quieran absolverlo. No es que quieran condenarlo. No lo quieren ni juzgar. El viernes 21 se resuelve. No habrá verdad judicial sobre el caso Banca Catalana. La querella llega a su fin. A las nueve de la noche de ese día Pujol hace una declaración institucional. «Toda Cataluña se libera de una gran presión.» La escenificación del momento está perfectamente calculada. En la sala desde la que habla Pujol hay un retrato: el del rey Juan Carlos. Llegar hasta aquí ha sido duro. El episodio no puede ser moralmente idealizado. No ha sido cuestión de ética. Está más allá del bien y del mal. Es poder. El poder entendido como la producción de los efectos deseados. Política sin máscaras. Sin la virtud. Política más allá de la ley. Es la naturaleza de la política que aspira la fuerza que posee todo momento fundacional. Ha sido un acto de fuerza sostenido, cubierto desde el primer momento por el manto de la noble mentira que siempre es el mito. El mito de la víctima cuyo sufrimiento se funde con el pueblo. El instante en que las víctimas se convierten en cómplices para sentirse parte de una misma comunidad. En ese instante, con la entronización plena del mito político, cuando se instaura un nuevo orden. En su vértice está Pujol y tras él la corte del pujolismo. (...)

Prenafeta ya no está en la Generalitat. Después de una década mandando, dos meses antes de la conferencia de Quintà ha dejado la secretaría general de Presidència. No son solo los enemigos internos, que le envidian el poder que en él ha delegado Pujol. En los círculos históricos del pujolismo incomodan los rumores sobre sus negocios. Después está también la información que desde hace algunos meses publica un equipo de periodistas de La Vanguardia. Pero hay más. Se sabe asediado por una investigación que ha emprendido la fiscalía de Barcelona. Otra vez Jiménez Villarejo. El 9 de marzo de 1990 dimite. Anuncia que deja la política y que pasa al sector privado. No es una decisión improvisada. Hace como mínimo año y medio que el lugar del que partió —la empresa familiar de curtidos— ha empezado una expansión paradigmática de ese momento. En el régimen se juega al pelotazo. En el subsistema dentro del sistema también. La empresa familiar, Tipel, ha absorbido a Geset. Era una empresa que pertenecía al padre de Marta Ferrusola y la operación la había liderado un joven comercial que trabajaba en la empresa de los Prenafeta: Jordi Pujol Ferrusola. Entonces Tipel renueva su estructura y desde mediados de 1988 tendrá dos divisiones. La tradicional, dedicada a producción de pieles y curtidos, y otra nueva, Vilassar Internacional, cuyo objetivo a corto plazo es comprar participaciones en empresas diversas y llegar a cotizar en Bolsa. Uno de los ejecutivos que ficha la propiedad para impulsar la dimensión financiera de la empresa es un prometedor director general de la Generalitat Artur Mas. No es un secreto. La noticia de la incorporación del economista Mas a Tipel se publica en prensa en julio de 1988. No es el único cargo que pasa de la administración a la empresa privada. Carles Vilarrubí. Su carrera en el pujolismo empieza también conduciendo un coche: era un militante prometedor del partido, fue chófer de Jordi Pujol. Se hace amigo de los hijos de Pujol, es hombre de la máxima confianza de Prenafeta y empieza a trabajar de consejero delegado en una empresa que se dedica a la inversión y cuyo presidente es Manuel Prado y Colón de Carvajal. Hasta hacía pocos meses ese hombre que gozaba de la máxima confianza económica del rey, que ha movido hilos para que otro hijo de Pujol —Josep— pueda estudiar en una universidad norteamericana, había sido el presidente de Vilassar Internacional. Era la sociedad a través de la cual los Prenafeta quieren crear su holding. (...)

Cuando el Estado del 78 se ha consolidado, algunos poderes españoles, nuevos y antiguos, no van a servir a la democratización sino que explorarán cómo servirse de la democracia. España es el país del mundo donde más fácil es hacerse rico rápidamente. Lo proclama el ministro de Economía Carlos Solchaga. Más que produciendo, invirtiendo. Más que con la industria, con las finanzas. No se trata de ser más competitivos. Es un buen momento para forrarse. Muchos lo intentan. Algunos acabarán mal. Otros ganarán. Así se pudre el felipismo. (...)

El diario El Mundo había empezado a publicarse en 1989, exactamente el mismo día pero un año antes que El Observador. Su propósito era cubrir un espacio vacío del cuarto poder español: un medio de papel, potente, ambicioso y moderno, que a través de la información asediase al felipismo, ya en fase declinante. La estrategia de Ramírez era cuestionar el poder establecido para ganar influencia y ejercerla. Ser poder. Personas y sectores con información y voluntad de impugnar el orden eran aliados potenciales en su afán de intervención en la vida pública. En Cataluña el orden era el pujolismo y un potencial aliado de El Mundo podía ser Quintà. Tiene cuarenta y siete años. Pedro J. lo nombra delegado en 1991. Delegado para crear una delegación. La vida no es una novela, pero en la biografía de Quintà se repiten los episodios. Primero como éxito, luego como fracaso. Él había sido el primer delegado de El País en Cataluña, entre 1976 y 1982, y así consolidó un prestigio como el periodista mejor informado. Ahora le encargan que sea el delegado del periódico que quiere disputarle la hegemonía periodística al diario de Polanco. Pero como ocurrió con el espejo de El Observador, que se resquebrajó al reflejar el mito de TV3, otro espejo se le rompe. El que proyectaba su imagen en El País de la Transición. Quintà sigue demoliendo su propio mito. (...)

Su conversación podía ser la más interesante del país y ellos podían tener los mejores contactos con la elite del poder española. Pero eso no garantizaba el éxito político. Ni entonces ni nunca. Ese éxito tiene como primer fundamento el mito —el mito de ser un país normal— y alguien debe encarnarlo para que la comunidad lo viva como una esperanza genuina. Y ese magnetismo, como él vio desde muy pronto, Pujol lo tenía y ésa es la sustancia de un liderazgo. Y liderar políticamente a una sociedad implica conocer la naturaleza del hombre como parte de la sociedad y saber cómo dominarla para transformarla. Quintà lo intuye y, poco a poco, va sintiéndose una víctima cómplice del poder del pujolismo. Existe un sistema de poder que se regenera y él quiere conocerlo, entrar dentro de él, porque necesita destruirlo. El mito lo neurotiza. Su padre ha muerto y parece que transfiere a Pujol el complejo nunca resuelto. Durante años es incapaz de escribir sobre él, como si fuera un tabú. Lo reprime, lo desnorta y lo obsesiona. (...)

El hijo del chófer.
Jordi Amat.
Tusquets, 2020.

viernes, 15 de enero de 2021

LO MEJOR DE "ESPAÑA" (Santiago Alba Rico)

 


A veces, para enfatizar la importancia de la cultura española en Europa, se menciona que Cervantes fue traducido enseguida al inglés y al francés mientras que Shakespeare, muerto el mismo año, no fue conocido fuera de sus fronteras hasta el siglo xix. Pero este dato, que en realidad revela la mayor apertura de Inglaterra y Francia hacia las producciones extranjeras, no dice nada acerca de cómo se trató a Cervantes en la propia España. Cervantes muere pobre, poco conocido y sin retrato, al contrario que Lope, Quevedo o Calderón; y hasta que el ilustrado Gregorio Mayans, nuestro primer cervantista, escribe en 1737 su biografía, nadie se lo toma realmente en serio. Luego, el nacionalismo del siglo xix, en un país derrotado y fratricida, convertirá el Quijote en la obra clásica por excelencia, expresión del «alma nacional». Con la generación del 98 se cierra el relato y España misma pasará a ser «quijotesca». No sé si hay otro ejemplo de un país cuyo «carácter nacional» se resuma en un adjetivo derivado de un personaje literario. Alemania no es «fáustica»; Inglaterra no es «hamletiana»; Francia no es «tartufesca». España, naturalmente, no es «celestinesca» o «donjuanesca», porque esos personajes, como los universales Fausto, Hamlet o Tartufo, inequívocamente ligados a sus temperamentos e historias nacionales, recogen su fuerza concreta de identidades comunes más o menos seguras. España, al contrario, necesita, como el golem, un certificado de existencia. Don Quijote es un hombre que intenta existir sin lograrlo del todo, con medio caballo y media armadura, idea que encaja muy bien con la autoconciencia de un país, descabalgado de un imperio, que existe poco y con dificultades y solo a fuerza de nostalgia y voluntad. España, no los españoles, es «quijotesca»; los españoles son lo que pueden, según tiempo y lugar, algunos donjuanescos, algunos celestinescos, luego más bien berlanguianos, hoy sobre todo almodovarianos. Pero España es una nación mal montada, vestida con restos del pasado, que no acaba —no acaba— de existir. Hamlet es inglés (aunque sea danés) pero no es Inglaterra. Don Quijote es un español fallido (cristiano nuevo, exiliado en el campo, tocado del ala) y es, por esa razón, España misma, la España pensada con angustia, hasta hace poco, por varias generaciones de intelectuales, reformadores y políticos. (...)

A los 18 años, disfrutábamos con Rabelais pero no con La Celestina; con Molière o Racine, pero no con Lope o Tirso de Molina; con Villon, pero no con Quevedo; con Shakespeare, pero no con Cervantes. Acercarse a la obra de Cervantes entrañaba una doble dificultad. La primera, aún vigente, tenía que ver con lo que Sánchez Ferlosio llamaba «el efecto Eiffel»: la acumulación de imágenes previas que hacen invisible, inalcanzable, la obra original. Ya nos sabíamos el Quijote, de manera que no hacía falta leerlo. Conocíamos los episodios más famosos y rutinarios —los molinos, los odres, la broma de los duques, Sancho en la ínsula Barataria—; yacían sepultados, además, bajo tantas imágenes y comentarios exaltados, repetidos una y otra vez por nuestros profesores, que ni siquiera creíamos en la existencia del original. El Quijote era, sin duda, como la Torre Eiffel: sabíamos ya tanto de uno y de la otra que ni siquiera necesitaban existir para seguir existiendo. La segunda dificultad, esta sí propia de mi generación, atañía a ese Cervantes reglamentario, construido por la escuela franquista, al que no se podía atribuir ninguna debilidad ni vacilación ni frivolidad; ese solemne Cervantes con gorguera que representaba a nuestros ojos la «españolidad» y al que, cuando nos volvimos lectores rebeldes en la adolescencia, ya muerto Franco, dimos la espalda con desprecio. Por odio a la escuela, al franquismo y a España, no leímos a Cervantes; es decir, entregamos a Cervantes a los que nos habían robado tantas otras cosas, incluida la propia España; no disputamos Cervantes a los que lo leían y lo enseñaban mal; ni a los que lo utilizaban, de alguna manera, contra nosotros. (...)

«Español», decía Cánovas, «es el que no puede ser otra cosa»; y serlo a nuestro pesar y sin remedio nos impedía acceder a la mayor parte de los placeres intelectuales y mundanos a los que aspirábamos. Así que leíamos a Hölderlin, a Char, a Kafka, a Pavese, a Mann, a Proust, a Broch, a Musil, a Joyce, a Chejov, a Dostoievski, a Walser, a Döblin; lo que, por cierto, implicaba leer un castellano de traducción y aspirar a escribir directamente —así lo anoté en uno de mis diarios— una traducción: una pieza que sonara secundaria, traducida, evocadora de un original superior. Como Unamuno, nos jactábamos de no leer a autores españoles (salvo quizás a Martín-Santos y Miguel Espinosa); y como Américo Castro, nos lamentábamos de que, si algún día llegábamos a escribir, nunca encontraríamos lectores en nuestro país. Estoy de acuerdo con el filósofo e historiador José Luis Villacañas en que el siglo xix acaba políticamente hacia 1958; pero culturalmente, a mi juicio, se extiende unos veinticinco años más, hasta esa generación, nacida un poco antes y un poco después de 1960, que hereda el fatalismo lúgubre de Larra, del regeneracionismo y de la generación del 98: «escribir en España es morir». Leer, matarse. Así que, salvo excepciones (pienso en Rafael Chirbes y Almudena Grandes), durante sesenta años la izquierda letrada ha leído muy poco a Galdós. (...)

Me produce un poco de dolor —lo confieso— no haber leído a Galdós mucho antes. Me pregunto qué habría sido de mi vida y de mi obra si lo hubiese descubierto al mismo tiempo que a Kafka, Proust o Dostoievski; si hubiese disfrutado a los veinte años de los Episodios nacionales tanto como de Guerra y paz o de La montaña mágica. Me temo, sin embargo, que en la España de 1975, de 1980, de 1985, esta opción no existía. Me temo que había que escoger entre una cosa o la otra; y me temo, aún más, que si hubiese querido ser un hombre raro y completo y me hubiese obligado a mí mismo a leerlos (los Episodios), no los habría disfrutado —y probablemente por ese motivo no los habría leído después, ya quincuagenario—. La libertad es eso que creemos que hacemos contra nuestra familia, nuestra época, nuestra generación y nuestro cerebro; y que hacemos desde nuestra familia, en nuestra época, junto a toda nuestra generación y con nuestro cerebro. Libremente elegí a Kafka y Proust frente a Galdós, como si fueran incompatibles, pero mi libre descubrimiento hoy de Galdós solo ha sido posible porque elegí libremente mal hace cuarenta años. (...) 

Algo de juventud me ha devuelto, pues, la lectura de Galdós, porque resulta que, ahora que leo con la próstata, ahora que quiero a mucha gente que no me cae bien, el autor de los Episodios me parece tan cercano, tan amigo, tan buen chico, como Stevenson cuando leí La isla del tesoro. Me cae irremediablemente bien: un genio discreto y sin ínfulas; un republicano capaz de entenderse con un tradicionalista como Pereda y de amar a una carlista apasionada como Emilia Pardo Bazán; un tipo con un increíble sentido del humor; el escritor menos sectario e ideológico del mundo y el más comprometido con el destino democrático de su país. Muchísimo más sensato y solar —y contemporáneo nuestro— que los Unamunos y Barojas y Valleinclanes que lo siguieron. (...)

«Vi» otros pueblos por los que siempre había pasado de largo: Sepúlveda, Pedraza, Turégano. Me enamoré, por ejemplo, de Aragón, desde las Cinco Villas, donde nació mi abuela, al Pirineo jacetano y la Ribagorza: ese antiguo, poderoso reino, chupado por Castilla, con sus iglesias sin curas y sus escuelas sin niños. Y de pronto un día me descubrí diciendo «España» en lugar de «Estado español». No es que haya cambiado de «idea». España, es verdad, existe más como Estado que como nación, fue parida en Castilla y ha sido siempre una maldición para los castellanos; y nunca ha permitido a las naciones periféricas, especialmente a Catalunya, ni independizarse ni construir el país común. Y mucho menos el imperio. (...)


En todo caso «Estado español» es una «idea»; bastante precisa, sí, pero una «idea» política que deja fuera a todos aquellos españoles que no pueden ser otra cosa y que no se quieren definir de otra manera —o que se quieren definir también de esa manera—. No se puede hacer verdadera política con una idea política. (...)

Los catalanes no hablan de su propia nación, en equivalencia negativa, como del «No-Estado catalán» ni los vascos se autodenominan «No-Estado vasco»: saben que la política, buena o mala, solo puede hacerse involucrando a los ciudadanos. Cada vez que un «izquierdista» madrileño habla del «Estado español» se está impidiendo hacer política en España; está entregando España al nacionalismo español y alejando, de esa manera, cualquier solución política para Catalunya y el País Vasco y, en general, para el «problema español» —que es el que tenemos en común, de diferente manera, en todos los territorios—. Ese problema no se resolverá a través de una negociación elitista entre el Estado español y el No-Estado catalán; el Estado español tendrá que negociar con los catalanes y el No-Estado catalán tendrá que negociar con los españoles. Probemos a decir «España» en lugar de «Estado español». Veremos árboles: las hayas doradas de Ordesa e Irati, los castaños milenarios de Sanabria, los infinitos pinos albares de Navafría; veremos montañas; veremos pueblos colgados sobre cerros a punto de caer. Para «ver» España —con sus robles y sus ciudades y sus mujeres y sus hombres—, para transformarla, para odiarla, incluso para librarse de ella, conviene darle el nombre que le dan la mayor parte de sus víctimas, las cuales se dan a sí mismas, por su parte, el nombre de «españoles». ¡Pobres «alienados» que no saben que España no existe! La cuestión es que una no-existencia común es una cosa muy seria, tanto como cualquier otra cosa común. (...)

Unas veces es don Quijote, que está loco, el que dice verdades; otras veces es Sancho, que es tonto, el que las dice y entonces su señor responde con pomposa seguridad tautológica, como cualquier hidalgo rancio de su época. «Querría que vuesa merced me dijese», interroga el escudero, «qué es la causa porque dicen los españoles cuando quieren dar alguna batalla, invocando a aquel Santiago Matamoros: 'Santiago y cierra España'. ¿Está por ventura España abierta, y de modo que es menester cerrarla, o qué ceremonia es ésta?». Repárese de entrada en que esta es una de esas pocas veces en que Cervantes utiliza el gentilicio «español» y lo hace para identificar esa condición con la creencia en el Apóstol; y repárese enseguida en que Sancho pregunta como si fuese un extranjero: los españoles son los otros —«dicen los españoles»—, pues si él lo fuera sabría lo mismo que saben todos desde su nacimiento. Así que es muy evidente que Sancho «se hace el tonto» para hacer una pregunta cuya respuesta conocen todos los habitantes de la península. ¿Por qué esta ficción? Se podría pensar que Cervantes obliga a su personaje a hacer una pregunta retórica porque quiere dar paso a una larga parrafada explicativa, pedagógica si se quiere, o apologética, en torno a la figura de Santiago. Pero no es el caso: don Quijote se muestra áspero y parco. Solo cabe la alternativa, entonces, de que Cervantes, a través del escudero, pretenda poner en dificultades a don Quijote, cuya irritación revela que ha acusado la malicia de la pregunta: «Simplísimo eres, Sancho». Y añade enseguida su perogrullada, en el tono pontificio, un poco desdeñoso, del padre que quiere cerrar sin retorno el tema para no quedar en evidencia ante la curiosidad de su hijo: «mira que este gran caballero de la cruz bermeja háselo dado Dios a España por patrón y amparo suyo». Sancho se finge extranjero y don Quijote se finge español: el apóstol Santiago parece sostenerse mal en su montura. (...)

Santiago, el pobre, fue encabalgado tardíamente en un largo proceso histórico que transmuta su original condición de pacífico peregrino —«ese gran invento gallego»— en ecuestre matador de moros y de indios. En el año 1000 las cruzadas militarizan a los santos europeos, como en el caso de san Denis, san Severo o san Martín (e incluso en el de la Virgen María, vencedora de 5.000 sarracenos en el año 1041). Pero ocurre que en España, por extraño que parezca, no hay ninguna cruzada; reinos musulmanes y cristianos se disputan el territorio de la península mediante alianzas volátiles y enlaces matrimoniales enrevesados; y Santiago se mantiene a pie, con cayado y concha de peregrino, hasta el siglo xiii, y aún entonces —como en el pórtico de la Gloria— nunca se le representa matando moros o enemigos de la religión. Es un hecho revelador y en apariencia paradójico —cuenta el historiador Márquez Villanueva— que la iconografía belicosa del Apóstol, la que todos los peninsulares tenemos en nuestras cabezas, solo aparezca después de la caída de Granada, con los moros ya vencidos, y se haga más presente en eso que entonces empezaba a llamarse España o «las Españas» (...)

describe a España como el único lugar del mundo donde no habitan gentes extrañas al credo católico: «restaurada la España Sagrada no hay que temer una segunda caída». La primera caída, obviamente, fue la mal llamada «pérdida de España», cuando el débil don Rodrigo y la pérfida casta judía abrieron las puertas de la península, en el año 711, a los musulmanes. Como saben bien los historiadores —pero no el resto de los españoles— el término «reconquista» solo se utilizó por primera vez a finales del siglo xviii, pero fray Juan de la Puente, como algunos españoles de hoy, que siguen creyendo en una España eterna, sin fecha de producción ni de caducidad, podrían decir que en 1609-1610, con la expulsión de los moriscos, «España» acaba, tras nueve siglos de brega, la obra de la «Reconquista». (...)

a partir del siglo xiv, todos los reinos cristianos o cristianizados habían tratado a judíos y musulmanes de la misma manera. Ninguna de las así llamadas «nacionalidades históricas» que reivindican hoy, a veces con razón, una historia institucionalmente más rica y plural, fueron menos «castizos» que los castellanos vencedores. Durante el terrible pogromo antijudío de 1391 no se libró ningún territorio cristiano y todos, en mayor o menor medida, persiguieron y mataron a su población hebrea: en julio de ese año fueron quemadas las aljamas de Valencia, Barcelona y Gerona. Lo mismo más tarde contra los conversos. Y lo mismo contra los moriscos: no olvidemos que las germanías valencianas de 1520, revuelta de gente de «a pie quedo», dirigió buena parte de su rabia antiseñorial contra los conversos de origen musulmán. En cuanto a los vascos y navarros, basta recordar que «vizcaíno» era en la época sinónimo de «pureza de sangre», lo que explica quizás que Cervantes, cristiano nuevo, escoja a un «vizcaíno» para el duelo de don Quijote en el capítulo VIII de la primera parte, uno de los poquísimos, si no el único, en el que el caballero manchego se lleva la victoria. La Inquisición, por lo demás, que encontró fuertes resistencias en Nápoles y Sicilia, también propiedad de la Corona hispana, fue impuesta sin apenas problemas en todos los reinos del territorio peninsular. (...)

¿Y cómo no escuchar la opinión de Menéndez Pelayo en la extraordinaria y terrible Historia de los heterodoxos españoles? «La Intolerancia», dice, «es una ley fundamental de la Nación española, no la estableció la plebe, no es ella quien debe abolirla». Es «la gran virtud nacional», añade enseguida, virtud que —si hemos de creer a egregios historiadores y ensayistas de los siglos xix y xx— preñó también toda forma de oposición a la Iglesia, desde el anticlericalismo al anarquismo. Ser español y ser católico se ha considerado hasta tal punto la misma cosa durante centurias que el español que dejaba de serlo y se volvía por eso antiespañol, conservaba todavía la españolidad esencial de la intolerancia orgullosa y radical. (...) 


Toledo se cagó en Dios en un tuit, lo que es una estupidez sin más valor que el que los demás quisieron darle. En España todo el mundo blasfema; todo el mundo ha blasfemado siempre, sobre todo los católicos y, cuando en España todo el mundo era católico, blasfemaban solo los católicos. Ahora bien, cuando los católicos españoles se cagan en Dios no están pensando en Dios sino en la Iglesia. España ha sido un país extraño en el que la Iglesia ha regido durante siglos de modo inquisitorial los destinos de una población naturaliter cristiana, de manera que el anticlericalismo furibundo de nuestro país, antes de adoptar formas ateas, era profundamente católico; y a veces procedía del propio clero. Pensemos en el arcipreste de Hita y en el arcipreste de Talavera; o en la atribución no verificada, pero verosímil, del Lazarillo de Tormes a un padre jerónimo, fray Juan de Ortega. Pensemos en los sermones contra los vicios del clero de los predicadores del siglo xvi: fray Alonso de Cabrera o fray Pedro de Valderrama. En cuanto al pueblo, ¿hacia dónde podía dirigir sus muy católicas iras sino hacia aquellos que, por su identidad grupal, su aislamiento social y sus privilegios económicos, habían sustituido en el imaginario popular a los judíos y los moriscos? (...)
Muchos católicos se cagan en Dios por amor a Dios y rechazo de la Iglesia. Incluso muchos curas se cagan en Dios, porque esa expresión, junto a «me cago en la hostia», se encuentra en la línea de salida —en la superficie— del rico repertorio blasfemo y palabrotero del pueblo español plurinacional. Esas «interjecciones» están ahí, a disposición de todos, y salen del alma apenas una contrariedad, pequeña o grande, asalta nuestras vidas; o un embelesamiento luminoso la sacude. No se puede escapar de España blasfemando. Todos blasfeman; todos blasfemamos. Lo que los católicos blasfemos no podían quizás tolerar del «me cago en Dios» de Willy Toledo era precisamente que no le «saliera del alma», como a un católico normal o a un ateo enamorado; que le saliera de la ideología, de la voluntad fría —diría Pavese— de añadir un clavo en la crucifixión de Cristo o, peor aún, de resucitar un conflicto que, a través de ese pugilato verbal, se revela como no superado. Que no le saliera del alma sino de la ideología volvía en realidad más ingenua e infantil su blasfemia: una palabrota antigua, un poco obsoleta o pasada de moda, la autocomplacencia afirmativa y audaz de un niño en la fase oral que paladea el verbo más que el nombre y al que excita su propio coraje escatológico. (...)
Ahora bien: ocurre que algunos católicos tan ideologizados como el propio Toledo no ven aquí una niñería antigua, como la veo yo, ni un empobrecimiento ideológico; ven, del mismo modo que esos fanáticos musulmanes que atacan las pésimas e infantiles caricaturas del Charlie Hebdo, un ataque real a su Dios intolerante, al que creen absolutamente real y que ha delegado en ellos su omnipotencia, de manera que de pronto la blasfemia banal de Toledo, al pinchar en nervio vivo, adquirió un sentido que en el contexto sociológico actual no tiene o no debería tener. Ese «sentido», en todo caso, podía haberse quedado ahí, en una batalla en internet entre un niño valiente y un grupo de fanáticos musulmanes (quiero decir católicos) si no fuese porque, de manera inesperada, intervino la justicia, y no precisamente, como sería de rigor, para defender al niño malhablado de los fanáticos ofendidos. (...)
Por alargar la cosa más allá de un «me cago en Dios» ideológico, podemos decir que Toledo, Hasel, Valtònyc, los independentistas catalanes encarcelados —y todo ello al margen de que nos gusten o no sus canciones o sus posiciones políticas— no habrían hecho nada si nada se hubiera hecho contra ellos. El «sentido» de sus actos, derivado del fanatismo religioso y de la persecución judicial, se habría perdido en el contexto social, como una chiquillada o una broma, si el Estado español fuese un poco más democrático —fuese realmente democrático— (...).
Antes de los Reyes Católicos había quizás españoles, pero no España; y después de los Reyes Católicos había ya España, incluso si muchos de los que compartían la intolerancia de la Corona no se decían «españoles». Podemos llamar «España», pues, al resultado de esta guerra civil intercastiza, que dejó su lugar, tras el exterminio, expulsión o asimilación forzosa de las castas musulmana y judía entre 1492 y 1609, a un largo conflicto interno entre católicos netos, del que cabe preguntarse si ha acabado realmente y, si es que ha acabado, cuándo y con la victoria de quién. (...)
Antes de existir España, la península se la disputaban reinos cristianos y musulmanes en una larguísima convivencia belicosa o guerra convivial. Luego, durante la fragua de «España», la guerra intercastiza desembocó trágicamente en la Unidad católica del imperio castellano. Por fin, una vez bautizada España en su pureza biorreligiosa, comenzó una guerra civil, sorda o estridente, entre católicos abigarrados y recomenzó, ya sin enemigo infiel, la guerra, ahora también civil, entre los distintos reinos católicos de la península sometidos a Castilla —una Castilla que hoy, en 2020, tras pérdidas y mermas sucesivas, ha quedado reducida a Madrid—. La Unidad, y no el catolicismo (o el fatalismo o el fanatismo), es lo que siempre ha separado a los españoles. (...)

SANTA TERESA
No hay que exagerar, desde luego, el feminismo de una religiosa que hizo toda clase de cabriolas para ocultar su ascendencia judía y mantenerse dentro de la iglesia, pero sí cabe hablar de ella como de un ejemplo y de una herramienta. Igual que Hernán Cortés quiso imitar a Amadís, hubo centenares de mujeres que quisieron imitar a Teresa no solo en las transverberaciones y la intimidad protectora de Cristo sino en la escritura: centenares de monjas del siglo xvi y xviii empezaron a escribir acerca de sí mismas, siguiendo su ejemplo, en un proceso de introspección que anticipaba en los conventos el derecho de las mujeres a la soledad, que les estaba socialmente prohibida. (...)
la propuesta constitucional de proclamar a Teresa patrona de España sirvió para «hacer pasar» la Constitución y para dirimir el conflicto eclesiástico desatado por los liberales en favor de una iglesia reformada, menos ortodoxa y más «liberal». Hoy hemos olvidado esta querella y la aprobación constitucional de Cádiz, borrada y maldecida tres años después por el tirano Fernando VII. Lo hemos olvidado en parte porque el anticlericalismo «religioso» de los antiespañoles, entre los que me cuento o me contaba, entregó Teresa a los franquistas, quienes se apoderaron de su «brazo incorrupto», descubierto en Málaga en 1937, y convirtieron a la santa en patrona, no de España, claro, donde se mantenía enhiesto y solitario el santo ecuestre, sino de la sección femenina de la Falange dirigida por Pilar Primo de Rivera. La guerra civil del 36 fue, sí, una guerra civil católica en la que los perdedores, que tenían casi toda la razón y toda la legalidad de su parte, renunciaron a la protección de los santos. (...)
La invasión napoleónica —que contó también con colaboracionistas auténticamente españoles— fue rechazada por dos corrientes enfrentadas ya entonces y que se enfrentarían, tras la expulsión de los franceses, durante todo el siglo xix: la de los que abominaban de las «novelerías» francesas y la de los que querían introducirlas de manera autóctona y sin tutela extranjera. (...)
La pregunta es: ¿qué clase de país es este en el que parte de la población tiene que falsificar la historia para poder caber en ella? ¿En el que parte de la población tiene que falsificar la historia no para justificar un crimen o un privilegio o una ceguera sino su existencia misma: su desnudo, elemental, raspado derecho a la existencia? (...)

En el llamado Siglo de Oro todos lo eran —falsificadores—. Unos lo eran por miedo: pensemos en las dificultades, todavía hoy, para establecer la autoría de La Celestina o del Lazarillo de Tormes, piezas literarias en las que el mundo verdadero solo puede aparecer al modo de una trola impersonal de la que nadie se hace cargo. Otros —que también falsificaron su pensamiento por prudencia— lo fueron por convención literaria; así ocurre cuando Cervantes atribuye su obra inmortal a Cidi Hamete Benengeli. Y luego están los falsificadores que, como ocurre en el caso de los judíos de Toledo o los moriscos de Granada, se ocultan porque su presencia desactivaría precisamente el efecto que buscan. En lo que coinciden todos ellos, en cualquier caso, es en el valor que dan a la obra. El verdadero falsificador no piensa en sí mismo o solo piensa en sí mismo como en un estorbo; lo que quiere es que su falsificación —permítaseme este oxímoron— sea verdadera, dé el pego, se incorpore como un dato más a la historia o la belleza del mundo. Todo lo contrario —y quiero meter esta cuña— de lo que ocurre en nuestra época, en la que los falsificadores, salvo que sean policías, ya no son verdaderos, pues solo se dedican a falsificarse a sí mismos, como hizo Román de la Higuera, extraordinariamente moderno, o como hacen hoy algunos jefes de Estado y tantos y tantos usuarios de la red. Digámoslo: es siempre preferible un conspirador —incluso bellaco— que un narcisista. La tragedia —o, para no caer en el «agujero negro» del ensayismo español, la dificultad— de la historia de España es que en ella todo se ha hecho dentro del catolicismo o contra él; es decir, dentro del catolicismo. La España «fosilizada» del Barroco —Caro Baroja dixit— se movió milimétricamente en luchas intercatólicas con algunos tragaluces abiertos al exterior. Pocos. (...)
Si «el pasado es un país extranjero», ¿hasta qué punto seguimos viviendo en él, como exiliados o refugiados más o menos incómodos? ¿Y cuánto de nuestra propia extranjería vive en nosotros, en forma de reglas, costumbres, letreros de bar? Confieso que no creo mucho en el carácter o, mejor dicho, no creo que ningún mal presente se imponga desde un carácter esencial, venéreo y ancestral. Sería bonito que existieran o que siguieran existiendo esas identidades —pues alguna vez fue quizás posible distinguir netamente un vasco de un malagueño— pero, de existir, serían muy irrelevantes. No hay ningún carácter —ni el chino ni el castellano— que no sea compatible, por ejemplo, con la democracia; o con la comida bien hecha o con el amor a los hijos —mal que le pese a fray Antonio de Fonseca—. Si ese pasado vuelve, no vuelve en forma de carácter nacional; no vuelve; lo devuelven los que, frente a un conflicto u obstáculo presente, necesitan apoyarse en algo ya vivido anteriormente. ¿Dónde, si no, habían de apoyarse? El futuro no tiene estribos ni asas. Es la Historia, y no el carácter, la que suministra continuidades que, al margen de las instituciones, verdadero nudo mnemotécnico, solo aparecen en la cabeza cuando se las necesita para seguir el camino —como la tortuga rectilínea detenida en el mástil— desde un presente a otro: del presente de hoy al que le seguirá mañana (...).
Si «el pasado es un país extranjero», ¿hasta qué punto seguimos viviendo en él, como exiliados o refugiados más o menos incómodos? ¿Y cuánto de nuestra propia extranjería vive en nosotros, en forma de reglas, costumbres, letreros de bar? Confieso que no creo mucho en el carácter o, mejor dicho, no creo que ningún mal presente se imponga desde un carácter esencial, venéreo y ancestral. Sería bonito que existieran o que siguieran existiendo esas identidades —pues alguna vez fue quizás posible distinguir netamente un vasco de un malagueño— pero, de existir, serían muy irrelevantes. No hay ningún carácter —ni el chino ni el castellano— que no sea compatible, por ejemplo, con la democracia; o con la comida bien hecha o con el amor a los hijos —mal que le pese a fray Antonio de Fonseca—. Si ese pasado vuelve, no vuelve en forma de carácter nacional; no vuelve; lo devuelven los que, frente a un conflicto u obstáculo presente, necesitan apoyarse en algo ya vivido anteriormente. ¿Dónde, si no, habían de apoyarse? El futuro no tiene estribos ni asas. Es la Historia, y no el carácter, la que suministra continuidades que, al margen de las instituciones, verdadero nudo mnemotécnico, solo aparecen en la cabeza cuando se las necesita para seguir el camino —como la tortuga rectilínea detenida en el mástil— desde un presente a otro: del presente de hoy al que le seguirá mañana (...).

Los nacionalistas catalanes ponen hoy nombres carolingios a sus hijos porque ese período de su historia representa la única, remota, pequeña y efímera diferencia que les separa del resto de los reinos cristianos de la península. El nacionalismo español, por su parte, vuelve con delectación, como el perro al árbol ya meado, a las viejas glorias del Imperio, irresistible señuelo, al parecer, para los demócratas insatisfechos del siglo xxi. (...)
Los índices de catolicismo en España de 2020, tan similares a los de 1931, ¿no revelan en realidad un tipo de no-católico completamente diferente? ¿No hay ahí una ruptura cuyas ventajas y peligros valdría la pena explorar? Quizás sobreviven hoy en España poquísimos católicos, y de los pocos que quedan la mayor parte son, como Willy Toledo, paradójicamente ateos. Algunos estaríamos dispuestos a defender un mundo católicamente ateo en el que don Quijote fuera santo y san Ignacio solo «don»; pero no creo que sea esa la dirección en la que nos lleva el ocio proletarizado y el nuevo fanatismo narcisista sin san Quijotes ni don Ignacios: hubo un tiempo en que los antisistema eran comunistas (y, por eso mismo, de algún modo, católicos), hoy son terraplanistas y antivacunas. Hasta tal punto la mayor parte de los españoles ya no se sienten interpelados cultural y estéticamente por el catolicismo —ni por el ateísmo— que para muchos de ellos, por primera vez, su propia historia es, sí, la historia de un país extranjero. Eso supone una inmensa pérdida cultural, claro, y un inmenso peligro, pero también puede ser una oportunidad ahora que vuelven los mesoneros eroticidas. Al menos para separar a los hombres de los caballos. (...)
Por mucho que la historia patria ensalce a don Pelayo, un caudillo despechado que había negociado con los árabes, los visigodos se esfuman de la península, tras una visita breve y distante, sin dejar ni siquiera topónimos: algunos germanismos, la desinencia de los apellidos y una herencia de antisemitismo que recuperarían, siglos más tarde, los reyes españoles. No cultivaron los campos ni explotaron las minas; y prohibieron, hasta el año 652, los matrimonios mixtos de visigodos e hispano-romanos. Entre el siglo xiii y la dictadura de Franco, sin embargo, por puritísima islamofobia, se alimentará el mito de la continuidad entre Recaredo y los «españoles», entre Isidoro de Sevilla y los Reyes Católicos y entre el sujeto colectivo que entrega la península sin resistencia y el que lo recupera, ¡ocho siglos más tarde! Los condados y reinos del norte peninsular en tiempos de Almanzor (año 1000) eran cristianos, pero no visigodos. Y aún menos «españoles». A principios del siglo x, bajo el califato, el 80% de la población peninsular se había convertido al islam mientras que el 20% restante, sometido al dominio andalusí, pertenecía a las minorías judía o mozárabe protegidas; unos seis millones de peninsulares eran «muladíes», es decir, conversos o descendientes de conversos. En términos demográficos Hispania y los hispanos eran abrumadoramente musulmanes. Del poema de Fernán González se deduce que, tres siglos más tarde, hacia 1250, había unos cuarenta y cinco mil castellano-leoneses frente a siete millones de andalusíes. ¿Cuáles eran los «españoles»? Ni unos ni otros se nombraban así; pero retrospectivamente, según nos inclinemos por la opción 1 o por la opción 2, tendrá más o menos población esa «España» que nunca existió. (...)
Creo que muchos de los españoles de 2020 —quizás la mayoría— siguen imaginando la historia pre nacional musulmana de nuestro país con arreglo a la opción 1, en términos de «pérdida de España»: un hervidero de árabes procedentes de la Meca o de Siria, emparentados con los saudíes de la actualidad, sometiendo a sangre y fuego a millones de «españoles» milenarios, antepasados de los españoles de hoy (esa es también, por cierto, la visión gemela de los yihadistas musulmanes de nuestros días sobre Al-Ándalus). Para la propaganda «nacionalista» del siglo xix, tanto la católico-imperial como la liberal-progresista, era muy difícil sostener que Recaredo, como Séneca y Viriato, era «español» y, al mismo tiempo, que la mayor parte de los «españoles» del siglo viii, y no solo los judíos, fueron unos renegados y unos traidores que abandonaron la verdadera religión, inseparable de la verdadera patria, para adorar, como se burlaba Quevedo, el «zancarrón de Mahoma». El pueblo español no es «inconstante», decía Menéndez Pelayo, y mucho menos «frívolo», añadía Maeztu. Y, sin embargo, en el contexto de la guerra intercastiza a la que nos referíamos en el capítulo anterior, en medio de la fiebre persecutoria contra los cristianos nuevos, siempre estuvo presente esta sombra terrorífica del pasado: la de seis o siete millones de «españoles» abandonando en masa la verdadera religión. Si había ocurrido una vez, ¡había que estar muy vigilantes para que no ocurriera de nuevo! (...)
Los españoles, pues, no son de fiar; deben ser tutelados, vigilados, reprimidos, cribados, depurados, para que no se aparten de la verdadera fe: «¡O señor, que está España hecha paja, seca de buenas obras, ¿qué será si viniesen Hereges a ella?». Un puñado de luteranos o de alumbrados o de judaizantes y moriscos (o de liberales, comunistas, republicanos), tan frágil es nuestra fe, podría ocasionar una desbandada colectiva y una nueva «pérdida de España». Señalo la paradoja de que la desconfianza fatalista de Lanuza ilumina en realidad la esperanza de un eventual «torcimiento» del pueblo español, que podría descarriarse en cualquier momento, y cambiar y transformarse, si no se le vigila y reprime sin descanso. Lanuza, a mis ojos, es mucho más optimista que yo. Expresa muy claramente, en todo caso, la relación histórica (desconfianza/represión) que ha hecho «necesaria» en España, casi como regla política, alguna variante de dictadura. (...)
Todo el relato nacional de la «reconquista» —término, ya lo he dicho, forjado a finales del siglo xviii— pivota en torno a la idea irrenunciable de una España eterna y unos españoles constantes en sus creencias. Lanuza nombró lo que cualquier persona con sentido común podía deducir y todos sus feligreses entender sin pasmo alguno (la conversión al islam de millones de nativos, a sus ojos ya «españoles»), pero a partir del siglo xix se va volviendo cada vez más difícil cuestionar esta ecuación. Todavía hoy, insisto, buena parte de los españoles, católicos o no, conservadores o liberales, acepta la idea de la «reconquista»; así lo confirman estudios recientes realizados en medios escolares y universitarios. Hace falta ser muy provocativo, o muy de izquierdas, y un poco demagógico, para seguir a fray Lanuza en el año 2020 en una conversación banal de bar en la que —podría empezar a ocurrir cada vez con más frecuencia— se hablase, por ejemplo, de inmigración, terrorismo e islam en España. De hecho, el término «reconquista», como lábaro beligerante, ha sido utilizado reiteradamente por Vox en los últimos años contra los refugiados musulmanes y contra la izquierda y el feminismo. Recordemos asimismo la famosa conferencia, ya citada, del expresidente Aznar, en la que se sacudió toda responsabilidad respecto de la ocupación de Iraq y las víctimas del 11M, proclamando: «los problemas de España con Al-Qaeda comienzan en el siglo viii». Por eso, puede resultar sorprendente que, contra la corriente imperante de su época, contra la corriente aún naturalizada en la nuestra, fuera el fundador de la Falange, José Antonio Primo de Rivera, el que rechazara tajantemente la idea de «reconquista» en agosto de 1936. En un artículo titulado, en efecto, Germánicos contra bereberes, José Antonio, finísimo escritor al que hay que agradecer que se expresase con garra y sin pudores, despacha de un plumazo casi displicente la idea de «reconquista» y ello a partir de dos evidencias. La primera —que ningún historiador serio cuestiona, por mucho que derribe nuestros fantasiosos morriones numantinos— es la de que no hubo una conquista «árabe» de España sino una aceptación pacífica de la presencia «berebere» por parte de una población que juzgaba menos extranjeros a los musulmanes norteafricanos que a los godos cristianos. La segunda, solo parcialmente cierta, adelanta la visión ideológica que, desde la cárcel, a punto de ser fusilado, José Antonio defiende: la de que don Pelayo y sus colegas formaron parte, en realidad, de una operación germánica europea de dominio de la península ibérica. «La Reconquista no es», escribe José Antonio, «una empresa popular española contra una invasión extranjera; es, en realidad, una nueva conquista germánica; una pugna multisecular por el poder militar y político entre una minoría semítica de gran raza —los árabes— y una minoría aria de gran raza —los godos—», pugna en la que «bereberes y aborígenes» se sentían más cómodos, en buena parte del territorio, «con los sarracenos». (...)
José Antonio afronta esta cuestión tras haber abordado algo así como la psicología del «pueblo español», que se ha vivido siempre a sí mismo —dice— como un sustrato pasivo, alcanzado desde fuera por sucesivas invasiones y siempre identificado con los «invadidos» y los «perdedores»: Viriato, Sertorio, Numancia. José Antonio, pues, hace dos cosas, una certera y otra, de entrada, bonita. La certera es contar la historia como la contaría un buen historiador, frente al revisionismo islamófobo al uso; la bonita es localizar en el «pueblo» esta ternura por los perdedores, con la que yo —sentimental fatalismo de izquierdas— también me identifico. Ahora bien, José Antonio, que no se engaña sobre la Reconquista, que se atreve a llamarla «nueva conquista germánica», no aprecia a los «bereberes», a los que considera un obstáculo, y enseguida reclama su derecho a tomar partido por los vencedores: por todos esos vencedores —romanos y sobre todo germánicos— que incorporaron España «a una nueva forma de cultura y de existencia». Frente al indolente «pueblo berebere», tenemos derecho, dice, a sentir la patria como íntimamente nuestra en calidad de ganadores, porque la hemos ganado; y así, frente a los conquistados que consideran la patria «razón de tierra», «ineptos para las grandes obras de cultura», están los conquistadores que la consideran «razón de destino». A los primeros, a los que defienden vínculos terrestres, José Antonio los llama «bereberes» y se los reconoce por su «existencia primitiva, indiferenciada, antijerárquica»; son, sobre todo, andaluces y de izquierdas; son campesinos, anarquistas, intelectuales demócratas: desde Larra a Azaña. A los que defienden, en cambio, una «unidad de destino en lo universal» los llama «germánicos», mentes disciplinadas, jerárquicas y orientadas a la universalidad. Por eso, al contrario que en Inglaterra, en España coexisten dos «pueblos» que nunca llegaron a fundirse y que siguen combatiéndose. Por eso José Antonio, dicho sea de paso, no puede entender los pujos independentistas e izquierdistas de los catalanes, cuyo origen es tan «germánico» como el de los leoneses o los castellanos. Y por eso, en el umbral de la guerra civil, describe la República española como una «nueva invasión berebere» en la que —dice el fundador de Falange— «lo que va a ser vencido es el resto germánico que aún nos ligaba con Europa». (...)
José Antonio, buen retórico, es más pedestre; Ortega, más pedante, es enfático y a veces empalagoso; los dos son, en todo caso, buenos escritores y los dos coinciden en el diagnóstico de los males de España. Ortega, como José Antonio, cuestiona la idea de «reconquista» para bajar los humos –digamos— a los castizos de clase media, deprimidos por la decadencia pero exaltados por el recuerdo de las hazañas pasadas: «Se me dirá que, a pesar de esto», dice, «supimos dar cima a nuestros gloriosos ocho siglos de Reconquista. Y a ello respondo ingenuamente que yo no entiendo cómo se puede llamar reconquista a una cosa que dura ocho siglos». Tiene razón. En esos ocho siglos cupo de todo: forcejeos cruzados ajenos a la religión, intercambios de territorios y de mercancías, contagios recíprocos de palabras y de valores, violencias, acomodos, intrigas: la larga duración del elemento «berebere» acostado en las costuras del poder. Pero a Ortega de esos ocho siglos solo le importa el tiempo mismo, su longitud expresiva, reveladora de la impotencia de los «españoles» para consumar antes su tarea. ¡Cualquier otro hubiese tardado mucho menos! Quizás solo un siglo o quizás una hora. Ahora bien ¿quiénes son esos «españoles» impotentes? Es aquí donde, como en José Antonio, emerge la pasión germanófila de Ortega y en términos muy parecidos. Con una salvedad: que el filósofo, más fino, distingue entre diferentes pueblos germánicos. Se trata de la gran tesis histórica, crisálida de toda la historia posterior, contenida en La España invertebrada: la de que «nuestros» males son la consecuencia de que «fuéramos» conquistados por los visigodos, germánicos «alcoholizados de romanismo», y no por los francos, estos sí investidos de todas las virtudes de mando jerárquico, paridores de élites esclarecidas, que en España solo existirán brevemente en la Castilla imperiosa de los Reyes Católicos: «La diferencia entre Francia y España», escribe Ortega, «se deriva, no tanto de la diferencia entre galos e iberos como de la diferente calidad de los pueblos germánicos que invadieron ambos territorios. Va de Francia a España lo que va del franco al visigodo». Los visigodos eran un pueblo decadente que «andaba dando tumbos por el espacio y por el tiempo»; los francos, en cambio, vertieron por donde pasaron «el torrente indómito de su vitalidad». Con los francos, dice Ortega, hubiéramos tenido feudalismo y por lo tanto —añade— una verdadera Reconquista; es decir, una Cruzada, como en otros lugares de Europa. Ortega, pues, reconoce que en la Hispania musulmana no hubo nunca una cruzada, pero a sus ojos no se trata de una ventaja sino de un defecto de fábrica y de un reproche: nos quedamos sin «esos ejemplos maravillosos de lujo vital, de energía superabundante, de sublime deportismo histórico». (...)
Lo interesante, en todo caso, es que nuestro filósofo, al igual que Primo de Rivera, asocia esta violencia adjetiva a la sustancia del mando y la conquista, que en la fundación de Europa son positivamente germánicas. No es que Ortega no aprecie Roma como precedente de la afirmación imperativa de Castilla (en una referencia, por cierto, muy parecida a la que hace el fascista Ernesto Giménez Caballero en el prólogo a «Comunistas, judíos y demás ralea» de Pío Baroja); pero la diferencia con los francos es manifiesta. Los romanos demócratas trataron de fundar Estado allí donde iban; los germanos, en cambio, «señorío» a partir del simple y natural derecho de conquista: «frente al trabajo agrícola está el esfuerzo guerrero» como título de propiedad. Para el germano la pregunta no es «quién es el propietario», fundamento del derecho romano, sino «quién manda», porque el que manda es el verdadero propietario. «Ahora bien, ¿quién debe mandar?», se pregunta Ortega. Y se responde: «La respuesta germánica es sencillísima: el que puede mandar». (...)
Una nación», dice Ortega, «es una masa humana organizada, estructurada por una minoría de individuos selectos». Faltaron los «individuos selectos», esa aristocracia germánica, base de la sociedad misma, que sabe ganarse el respeto de los bereberes y gestionar su destino. En España, por culpa de esa ausencia de aristocracia, ocurrió lo peor imaginable: todo lo tuvo que hacer el pueblo, que obviamente, sin bridas aristocráticas, sin un mando superior digno de ese nombre, solo podía producir catástrofes. Y las produjo, naturalmente. Esta frase, que podría pronunciar emocionado un andaluz de Jaén, aceitunero ardiente («En España todo lo ha tenido que hacer el pueblo»), en la visión orteguiana resuena como la más terrible de las amenazas y la más destructiva de las calamidades. (...)

La élite española estaba formada solo por dos personas (Ortega y Gasset), insuficiente, sin duda, para domar a los bereberes, que tuvieron que ser sometidos por la fuerza bruta. En cuanto al «nuevo tipo de hombre español», más fiable que el siempre potencial apóstata de Lanuza, godo redivivo, fue Franco el que se ocupó —lo veremos— de la tarea de forjarlo. (...)
España nació cristiana y castellana; y sobre ese bastidor solo se podía construir —como bien explica el ya citado José Luis Villacañas— un imperio. De un modo un poco reduccionista, pero «probable» y resultón, siempre he contado a mis alumnos de Literatura en Túnez que 1492 es el año fundacional de la historia de España porque en él se producen tres acontecimientos inseparables y, en realidad, trágicos: la expulsión de los judíos, la conquista del último reino musulmán peninsular y el inicio de la empresa colonial en América, por el que la España castellana pasa de un salto, sin ser antes un país, a ser un Imperio infinito. Los dos primeros acontecimientos están asociados a la guerra civil intercastiza y a la purificación católica de la que ya hemos hablado en otro capítulo; el tercero a una guerra de conquista —por mucho que Felipe II prohibiera esta palabra— que prolongaba la viril belicosidad española, cuando parecía no encontrar ya objeto, contra un otro radicalmente distante. De esta manera, España se constituye, a partir de Castilla, como una unidad negativa en lo particular —todo lo contrario del ilusionante motor orteguiano— basada en una definición biorreligiosa excluyente de la población y en el traslado del apóstol Santiago, ávido de oro, a las tierras americanas. (...)