EL BAR
El bar abre a las ocho y cierra cuando puede. Funcionarios y albañiles lo frecuentan por las mañanas. Al mediodía, un estudiante subraya frases junto a una ventana, a una velocidad de diez palabras por hora. Una chica se pinta las uñas sobre un crucigrama. Dos hombres parecidos juegan a las cartas por la tarde. Tres señoras critican a tres señoras que no están. El camarero habla con las máquinas. Una mujer embarazada, cayendo la noche, irrumpe preguntando si ha estado ahí su marido. Alguien le contesta que sí, pero que se marchó hace unas horas.
Elena Román.Ciudad girándose(Ediciones de Baile del Sol, 2015).
Bares, ¡qué lugares! (en el blog de Elías Moro)
15 bares míticos de Madrid
Aproximación a los bares madrileños para "puretas"
Karmelo C. Iribarren: el poeta salvaje que nació en un bar
(Karmelo C. Iribarren.
Seguro que esta historia te suena,
Renacimiento, 2005)
EL BAR DE AMIGO CHECHU (Drunk song): un poema de Ape Rotoma
El bar de mi amigo Chechu es el café
de Nicanor que canta Joaquín Sabina,
es el Cheers de Boston, where
everybody knows your name
y también knows otras cosas
about you, es la taberna de Moe,
es un refugio nuclear que protege
del fracaso y del desánimo
a unos cuantos desnortados
que devienen importantes y famosos
personajes sólo con estar allí,
es un gran templo pagano
donde oficia sus ministerios
la sacerdotisa Patty, camarera
y confesora, juez y parte,
simpatía por arrobas y una sonrisa perenne,
es también sala de juegos
(tanto da julepe o trívial)
y pabellón de reposo, es un barrio
de Calcuta en ocasiones,
donde se ve lo más raro
y más variado y a nadie le importa un pijo,
donde se habla o no se habla
con nadie o se habla solo,
se arregla el mundo y se rompe,
se respira una empatía hipertrofiada,
se recuerda y fantasea,
se merienda si hace falta una pizza
o un jamón, algo del chino
o del búrguer de la esquina
y, sobre todo, se bebe, claro está,
las copas que pone el Gato
y que parecen piscinas aunque
sin escalerilla, diría mi colega Frito
al que me alegra traer a colación
ya que pasa allí más horas
que los propios taburetes y es el alma
de las obligadas fiestas de los viernes
y los sábados y las menos obligadas
de algún jueves y algún domingo que otro
y del miércoles que toque
porque eso nunca se sabe,
es el abono que propicia la existencia y crecimiento
de una gran familia falsa, o sea,
una de las más auténticas, enmarcada y sustentada
por los vapores etílicos, el humo denso
del tabaco o lo que sea y los viajes
al servicio a lo que sea también,
es la hostia, es el copón
de la baraja, es la leche.
Ape Rotoma
Mensajes de texto y otros mensajes,
Renacimiento, 2014
MIENTRAS HAYA BARES (ARTÍCULO DE JUAN TALLÓN -completo aquí)
Cuando todo te parece una mierda, y a lo mejor lo es, o no hallas refugio contra tus fantasmas, o cuando en casa hay demasiado ruido, incluso demasiado silencio, pero necesitas seguir escribiendo, siempre te queda el bar. De hecho, mientras haya infierno y bares cerca, hay esperanza. Nada está bastante perdido si todavía puedes dar un portazo, irte de casa y bajar al café. Claudio Magris es uno de esos escritores que no puede trabajar en casa, donde te acechan la familia y los objetos cotidianos. El bar es el sitio, sostiene, “donde la soledad se verifica en medio de los demás”. Se trata de un espacio en el que “no se enseña nada, pero se aprende la sociabilidad y el desencanto”. El novelista italiano acude a escribir casi siempre al Café San Marcos, en Trieste. Está acostumbrado a su torbellino, donde nada lo molesta. En Microcosmos, uno de sus más interesantes libros, rinde homenaje a los cafés. Joya del art nouveau, se trata del mismo local en el que Italo Svevo solía empezar sus mañanas, con la segunda caja de cigarrillos del día a medio fumar. No demasiado lejos de allí, en el Café Stella Polare, Svevo recibía clases de inglés de James Joyce, que también a menudo escribía en bares.
Magris necesita intimidad, y el bar es el lugar perfecto. Solo hay gente y ruido. Al parecer, son la clase de condiciones adversas que favorecen el tipo de aislamiento en el que su literatura avanza con determinación. Porque no se trata tanto de estar solo, como incomunicado, y eso lo consigue pese al ruido de la clientela y la máquina del café. Las multitudes, y sus barullos, también arrullan. Hay un momento en Gilda (1946), de Charles Vidor, en que el individuo que limpia los baños del casino consuela al personaje que interpreta Rita Hayworth diciéndole: “Con tanta gente se siente uno solo”. Esta clase de multitud, justamente, es la que consuela a Magris y lo acuna para escribir entre el gentío.
César Aira, desde las cafeterías del barrio de Flores, en Buenos Aires, también cultiva esta suposición: el bar ayuda a escribir. “Yo necesito una mezcla de concentración y distracción”, asegura, y eso sóolo se lo proporciona un local lleno de gente comentando trivialidades en la barra. “Si hay suerte, alguna me sirve para la siguiente novela, incluso para dar un giro a la que estoy escribiendo en ese momento”.
La literatura no siempre tiene que ver con la comodidad de una habitación con vistas, ni con la posibilidad de escribir en bata y en zapatillas a cuadros, mientras buscas la novela perfecta desde tu hogar. Hay muchas formas de comodidad, y entre ellas se encuentra el fastidio de un local ruidoso y transitado, cuando no con olor a cebolla frita en el ambiente. No es lo peor que puede haber en el aire. En 1922, instalado ya en París, Ernest Hemingway bajaba a escribir al café que había en la planta baja de su edificio, donde se bailaba bal musette a todo volumen. Allí escribió sus primeros cuentos, mecido por el caos, incluso el mal gusto, y bebiendo ron Saint James, con propiedades aislantes. Todo el instrumental que precisaba eran la bebida, las libretas de lomo azul, los lápices y el sacapuntas. Poco después de que su primera mujer, Hadley Richardson, extraviara durante un viaje en tren la maleta con su primer manuscrito, el autor norteamericano se puso a escribir en La Closerie des Lilas Fiesta. El ambiente del local le sentaba bien a su estilo. Allí plasmó también parte de Adiós a las armas. En realidad, las cosas más interesantes, si eras un escritor floreciente, solo podían sucederte en aquel lugar. Allí, de hecho, Francis Scott Fitzgerald le dio a leer El gran Gatsby, después de conocerse, en 1925, en el bar Dingo.
En aquellos años felices, entre guerras, todo lo bueno ocurría en la cama y los bares, como en la actualidad, probablemente. Aunque no se puede hablar de la generación perdida, como su madrina Gertrude Stein la bautizó —”You’re all a Lost Generation“, le dijo a Hemingway durante una de sus conversaciones—, sin mencionar el último reducto: el bar del Ritz. Casi al final de la SEgunda Guerra Mundial, Ernest se sumó a las escaramuzas para liberar el local de la presencia alemana. Y una vez liberado, lo celebró como se debe. La leyenda dice que se bebió 51 dry martinis. Puede ser. En Al romper el alba confiesa, esclarecedoramente: “Por lo que contaban, Churchill bebía el doble que yo y acababan de darle el premio Nobel de Literatura. Yo lo único que intentaba era ir aumentando mi cuota de alcohol para estar a una altura razonable por si me daban el premio a mí, ¿quién sabe?”.
MI PATRIA SON LOS BARES
Mi patria son los bares
y los patios. Sitios
donde estar sola
y sentir los rumores
de la vida. Por desgracia
hace ya tiempo
que abandoné las ramas
y los claros del bosque.
Ahora lo amortiguado
los saldos, la imitación:
donde también se vive.
Ana Pérez Cañamares.Economía de guerra.Ediciones Lupercalia
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