EE.UU es, desde su fundación o invención, un género en sí mismo. En literatura, además de "la gran novela americana" que siempre se anuncia y pocas veces llega, debemos destacar varios ensayos que sirven para clarificar esa visión grandilocuente y esperpéntica de un mundo que también es nuestro.
Entre ellos, sin duda, destaca ¿Qué pasa con Kansas? Cómo los ultraconservadores conquistaron el corazón de EE.UU, libro, en sí mismo, interesantísimo y cuya tesis es extrapolable a muchas latitudes (como puede ser la inquebrantable fidelidad al PP de sus votantes) pero que ahora que las elecciones han coronado como emperador a Donald Trump, nos interesa a todos, nos guste o no:
Nota editorial: Historia de un Doppelgänger
La lucha de clases no sólo definió la conflictividad social durante gran parte de los dos últimos siglos. De alguna manera también contribuyó a “estructurar” la sociedad y hacerla legible, distribuyendo los campos del antagonismo y sus coordenadas, la posición de los adversarios y sus identidades, los términos infalibles en los que podía leerse la realidad (alienación, conciencia, explotación, contradicción, etc.). Ironías de la historia que el pensamiento dialéctico trataba de desentrañar, reforzándolas a su modo.
Hace ya algún tiempo que todo eso llegó a término. Pero el fin de la lucha de clases no significa que se acabara la desigualdad, la explotación o la división social, como quisiera hacernos creer la cultura consensual (la democracia-mercado como fin de la historia). Significa más bien la derrota irreversible uno de los contendientes en liza, la clase obrera, que durante un segundo toco el cielo mediante sus luchas: la destrucción de las mismas estructuras sociales que definían al proletariado como proletariado.
Entonces supimos que el Apocalipsis no era la lucha de clases, sino más bien su desaparición.
Junto con la misma realidad, saltaron por los aires todas las brújulas, los aparatos de medición, los mapas y las escalas. El mundo se volvió salvaje, disperso, confuso, indescifrable, deforme. Aparecieron entonces auténticos monstruos, imposibilidades lógicas pero bien reales que desafían toda razón, toda coherencia, toda previsión. Uno de esos monstruos imposibles es el objeto de este libro.
Thomas Frank lo llama “Contragolpe”. Es un cambio sísmico, un movimiento telúrico, la reacción violenta de placas tectónicas, un contraimpulso: la “revolución conservadora” que empezó hace más de tres décadas en EEUU, no precisamente un lugar sin consecuencias en el mundo globalizado. Su resultado más visible es la transformación del Partido Republicano en “heraldo de los más pobres”. No se trata sólo de que el Partido Republicano se proclame desde hace algún tiempo “defensor de la gente corriente” y “del hombre común”, sino de que efectivamente una parte muy significativa de las clases populares lo apoye entusiasta y activamente, cavando así más y más hondo su propia tumba.
La máquina de guerra republicana es una paradoja andante: promueve el neoliberalismo salvajey apela a valores sustantivos (“El buen republicano es leal, honesto y muy cristiano”) ¡que el mismo neoliberalismo socava! Privatiza todos los recursos comunes y manipula más tarde el miedo al desarraigo y la desposesión. Fomenta la precarización generalizada de la vida y lamenta luego la pérdida de referentes. Critica la “decadente” industria cultural y hace un uso hiper-sofisticado de las nuevas tecnologías. Da la vuelta a la lucha de clases: todos los conflictos que antes se inscribían en el contexto de estructuras políticas, sociales y económicas ahora se codifican como “conflictos culturales” (cultural wars) que oponen “buenos americanos” y “arrogante élite progresista”. (...)
El Doppelgänger en España¿Resonancias o traducciones literales? Es la pregunta que martillea en la cabeza de uno durante la lectura del libro de Frank. ¿Cómo es posible que un relato sobre la revuelta ultraconservadora en Kansas nos suene tantísimo a lo que hemos vivido en España los últimos años, es decir, a la aparición de una nueva derecha con una gran sintonía con los malestares sociales y una mayor capacidad de producir realidad? Es otra de las motivaciones que nos ha animado a publicar este libro.La respuesta fácil también se ha negado aquí a medir la verdadera profundidad del fenómeno: la etiqueta de “neo-fascismo” servía para pre-comprender la situación y librarse así de tener que acercarse a ver o pensar por uno mismo. Recordemos la actitud del Grupo Prisa frente a las “tesis conspiranoicas” sobre el 11-M: ni siquiera las mencionó durante más de dos años, como si la “sinrazón” fuese a disiparse por sí sola como un mal sueño. Pero la bola de nieve fue ya insoslayable cuando el portavoz del gobierno tuvo que responder en el Congreso de los Diputados a preguntas del PP sobre la factura del atentado. ¡Responder a unas preguntas que llevaban un subtexto conocido por todos: el 11 de marzo fue un golpe de Estado para derribar al PP cuyo precio político se concretaría más tarde en la negociación entre el PSOE y ETA! La nueva derecha llega lejos, pero el verdadero problema es que el mundo la sigue. (...)La nueva derecha es también una reacción horizontal y desde abajo que, en lugar de abrir preguntas críticas sobre la sociedad en que vivimos, captura la rabia en el tablero de ajedrez de la política-espectáculo.
En Estados Unidos, el tablero de ajedrez son “Las dos Américas”: los estados que votan a los demócratas y los estados que votan a los republicanos. Da igual por ejemplo que los índices más altos de divorcios se encuentren en los estados que votan masivamente a los republicanos, es decir, los estados “morales” de la “América buena”. Aquí, la propaganda de la nueva derecha manipula con mucha eficacia el imaginario victimista de “Las dos Españas”. “España se rompe” y, con ella, la igualdad constitucional de los españoles (“¡Viva 1812!” grita Esperanza Aguirre). La responsibilidad apunta exclusivamente a la presión centrífuga de los nacionalistas periféricos (con la “complicidad” de la izquierda). No encontraremos ni por asomo el menor análisis sobre cómo el contexto de globalización capitalista hace trizas los atributos clásicos de la soberanía del Estado-nación: fronteras, moneda, ejército, cultura...La revuelta de la derecha populista ocupa el vacío de lo político y el vacío de las calles. Tanto en Estados Unidos como en España. Hace tiempo que la izquierda oficial decidió que habían llegado los tiempos “postpolíticos” de la mera administración de los efectos de la economía global. Se volvió retórica, cínica, autista, hipócrita, elitista, pija o simplemente gestora. No es casual que la nueva derecha critique que el PSOE “vive fuera de la realidad”, sin contacto con “los verdaderos problemas de la gente“, “los españoles corrientes que trabajan”. De hecho, la única baza posible de la izquierda oficial a estas alturas es jugar en el mismo tablero de política-espectáculo que la derecha: entre los últimos gestos simbólicos del gobierno ZP, la corbata de Miguel Sebastián, la regañina a Rouco Varela, los “palabros” de Bibiana Aído, la sonrisa de Leire Pajín, Chacón embarazadísima como ministra de Defensa, el puño en alto y la Internacional en el Congreso... Así no es de extrañar que las frustraciones cotidianas sintonicen mejor con la onda agresiva de la nueva derecha que con el “talante” soporífero de la izquierda retórica. ¡Si la política es espectáculo que al menos tenga algo de acción! Eso lo sabe muy bien el equivalente español del agitador de las ondas Rush Limbaugh.La nueva derecha instrumentaliza malestares reales que no se politizan autónomamente, que no encuentran espacios colectivos para hacerlo, que no elaboran una voz propia. Explota la victimización y a su vez revictimiza. Anger is an energy. (...)
A. F-S.
Como han podido ver, simplemente los dos prólogos que abren el libro ofrecen enjundia suficiente para plantearnos el enfoque de ciertos debates ideológicos que damos por inamovibles. Pero entremos plenamente en materia con el inicio de la obra:
¿QUÉ PASA CON KANSAS?El condado más pobre de Estados Unidos no está en los Montes Apalaches ni en los estados del sureste, sino en las Grandes Llanuras, una región de rancheros humildes y agonizantes pueblos agrícolas donde en las elecciones del año 2000 para elegir el candidato Republicano a la presidencia, George W. Bush ganó por una mayoría superior al ochenta por ciento.Cuando me enteré en un principio me desconcertó, como a mucha de la gente que conozco. Para nosotros, el partido Demócrata es el de los trabajadores, los pobres, los débiles y los victimizados. Desde nuestro punto de vista es un planteamiento básico; forma parte del abecé de la edad adulta.Cuando le hablé a una amiga sobre aquel condado empobrecido de las Altas Llanuras tan entusiasmado con el presidente Bush se quedó perpleja. “¿Cómo puede alguien que siempre ha trabajado para otros votar a los republicanos?”, preguntó. ¿Cómo podía estar equivocada tanta gente?Dio en el clavo con su pregunta; una pregunta que es, en muchos sentidos, el mayor problema de nuestra época. La vida política estadounidense consiste en gente que confunde sus intereses principales. Esta especie de trastorno es el fundamento de nuestro orden cívico, la base sobre la que descansa todo lo demás: ha situado a los republicanos al mando de las tres ramas del gobierno; ha elegido presidentes, senadores y gobernadores; ha desplazado a los demócratas hacia la derecha y luego pone en marcha un proceso de destitución contra Bill Clinton sólo para divertirse.La gente que gana más de 300.000 dólares al año le debe mucho a este trastorno y debería brindar alguna vez por los republicanos indigentes de las Altas Llanuras mientras contempla su suerte: gracias a sus votos desinteresados ya no les agobian los impuestos estatales, los molestos sindicatos o los entrometidos reguladores de banca. Gracias a la lealtad de estos hijos e hijas del trabajo duro, se han librado de lo que sus prósperos antepasados solían llamar niveles “confiscatorios” de impuestos sobre la renta (...) También están los que defendían a Estados Unidos allá por 1968, hartos de oír a aquellos niños ricos cubiertos de collares hablando pestes del país cada noche en televisión. Puede que ellos supieran exactamente lo que quería decir Nixon cuando hablaba de la “mayoría silenciosa”, gente cuyo trabajo duro era recompensado con insultos constantes en las noticias, en las películas de Hollywood y en boca de los profesores universitarios sabelotodo que no se interesaban por nada de lo que uno tuviera que decir. O tal vez fueran los jueces progresistas los que les irritaran cuando reescribían despreocupadamente las leyes de su estado según alguna idea absurda que aprendieron en un cóctel; o cuando ordenaban a sus ciudades que afrontaran un proyecto de mil millones de dólares para suprimir la segregación racial que habían ideado por su cuenta; o cuando soltaban a los criminales para que vivieran a costa de los diligentes trabajadores. (...) Puede que Ronald Reagan empujara a muchos hacia una espiral conservadora, con su modo de
hablar sobre esa Norteamérica alegre de Glenn Miller justo antes de que el mundo se fuera a la mierda. O quizá Rush Limbaugh, el locutor de derechas de la radio, les convenciera con sus constantes diatribas contra los arrogantes y presumidos. O puede que fueran presionados. A lo mejor Bill Clinton convirtió a algunos al republicanismo con su “compasión” claramente falsa y su desprecio evidente por los estadounidenses corrientes que no han estudiado en la Liga Ivy –el grupo de las ocho universidades privadas más prestigiosas de Estados Unidos–, a los que tuvo el valor de mandar a combatir aun cuando él mismo escurrió el bulto cuando le llegó el turno.
Casi todo el mundo tiene una historia de conversión que contar: cómo su padre había sido sindicalista en una acerería de Estados Unidos y demócrata incondicional, pero todos sus hermanos y hermanas empezaron a votar a los republicanos; o cómo su primo dejó el metodismo y comenzó a ir a la iglesia de Pentecostés a las afueras del pueblo; o cómo ellos mismos se hartaron de que les criticaran tanto por comer carne o por llevar ropa con la mascota india de la Universidad de Arkansas hasta que un día las noticias de Fox les empezaron a parecer “imparciales y equilibradas”. (...) Este trastorno o desfase es el rasgo distintivo del Gran Contragolpe, un modelo de conservadurismo que llegó a la escena nacional gruñendo en respuesta a las fiestas y protestas de finales de los sesenta. Mientras las primeras formas de conservadurismo ponían énfasis en la moderación fiscal, el Contragolpe moviliza a los votantes con asuntos sociales explosivos –buscando el escándalo público por encima de todo, desde el busing (traslado de estudiantes de clases bajas, generalmente negros, a zonas más acomodadas para que se integren) hasta el arte anticristiano–, los cuales después vincula con políticas económicas favorables al libre mercado. Se explota la furia cultural con fines económicos. Y son estos logros económicos, no las escaramuzas poco memorables de la interminable guerra ideológica, los monumentos más importantes del movimiento. A los expertos de todo el mundo les gusta considerar la grandeza divina de Internet e imaginar que es la fuerza que ha hecho realidad los milagros políticos de los últimos años, privatizando, liberalizando y desindicalizando de un lado a otro del planeta según dicta su sabiduría. Pero en realidad es el
Contragolpe que ha tenido lugar en Estados Unidos lo que ha hecho posible el consenso internacional del libre mercado, conduciendo a la solitaria superpotencia implacablemente hacia la derecha y permitiendo a sus sucesivos gobiernos librecambistas impulsar su visión del neoliberalismo económico sin temor a contradecirse. Resulta cada vez más evidente que para entender nuestro mundo debemos entender a Estados Unidos y para comprender a Estados Unidos tenemos que comprender el Contragolpe. Un artista decide escandalizar al estadounidense medio sumergiendo a Jesús en orina* y el Contragolpe decide que el planeta entero ha de reformarse según los criterios del Partido Republicano.
El Gran Contragolpe ha hecho posible el resurgimiento liberal, pero esto no significa que su estilo sea el de los capitalistas de antaño, que invocaban el derecho divino del dinero o exigían que los humildes supieran cuál era su lugar en la gran cadena de la existencia. Todo lo contrario, el Contragolpe se ve a sí mismo como enemigo de la élite, como la voz de los injustamente perseguidos, como una protesta justificada de las víctimas de la historia. Les importa un bledo que sus defensores controlen hoy las tres ramas del gobierno. Ni les da qué pensar que sus beneficiarios más importantes sean la gente más rica del planeta.
(...) Puede que los líderes del Contragolpe hablen de Dios, pero comulgan con la empresa. A los votantes les importarán más los “valores”, pero siempre desempeñan un papel secundario frente al imperio del dinero una vez que se han ganado las elecciones. Este es un rasgo básico del fenómeno,de una constancia absoluta a lo largo de las décadas de su historia. El aborto no cesa. La discriminación positiva no se suprime. Nunca se fuerza a la industria cultural a enmendarse. Incluso el mayor guerrero cultural de todos ellos les dio la espalda cuando le llegó la hora de cumplir lo prometido. “Reagan se consagró como el defensor de los ‘valores tradicionales’, pero no hay indicios de que considerara la restauración de dichos valores como algo prioritario”, escribió Christopher Lasch, uno de los analistas más sagaces de la sensibilidad del Contragolpe. “Lo que realmente buscaba era el renacimiento del capitalismo salvaje de los años veinte: la revocación del New Deal”.
Para los observadores este comportamiento es irritante y cabría esperar que disguste aún más a los verdaderos partidarios del movimiento. Sus líderes fanfarrones nunca cumplen lo prometido, su rabia no para de aumentar y sin embargo cada vez que hay elecciones vuelven a votar para que sus héroes de la derecha tengan una segunda, tercera, vigésima oportunidad. La trampa nunca falla; la ilusión nunca desaparece. Vote para frenar el aborto y reciba una reducción en impuestos sobre plusvalías. Vote para fortalecer de nuevo nuestro país y reciba desindustrialización. Vote para darles una lección a esos profesores universitarios políticamente correctos y reciba liberalización de la electricidad. Vote para que el Estado les deje en paz y reciba concentración y monopolio por todas partes, desde los medios hasta el embalaje de la carne. Vote para luchar contra los terroristas y reciba la privatización de la Seguridad Social. Vote para asestarle un golpe al elitismo y reciba un orden social en que la riqueza está más concentrada que nunca, en que los trabajadores han sido despojados de su poder y los ejecutivos son recompensados más allá de lo imaginable.
Los teóricos del Contragolpe, como veremos, imaginan incontables conspiraciones en las que los ricos, poderosos y con buenos contactos –los medios de comunicación progresistas, los científicos ateos, la detestable élite del Este– manejan los hilos y hacen bailar a los títeres. Aún así, el propio Contragolpe ha sido una trampa política tan desastrosa para los intereses de la clase media estadounidense que incluso el más diabólico de los manipuladores habría tenido problemas ideándola. De lo que se trata, al fin y al cabo, es de una rebelión contra “el sistema” que ha acabado aboliendo el impuesto de sucesiones. Hay una ideología cuya respuesta a la estructura de poder es hacer al rico aún más rico; cuya solución para la degradación inexorable de la vida de la clase trabajadora es arremeter furiosamente contra los sindicatos y los programas de seguridad en el lugar de trabajo; cuya solución al aumento de la ignorancia en Estados Unidos es quitar las ayudas a la educación pública.Como una revolución francesa a la inversa –una en que los sans culottes salen en tropel a la calle reclamando más poder para la aristocracia– el Contragolpe empuja el espectro de lo aceptable hacia la extrema derecha. Puede que nunca vuelva a introducir los rezos en las escuelas, pero ha rescatado toda clase de panaceas económicas de derechas del cubo de basura de la historia. Una vez que ha eliminado las históricas reformas económicas de la década de los sesenta (la lucha contra la pobreza de Lyndon B. Johnson) y las de los años treinta (la legislación laboral, los subsidios para mantener los precios agrícolas, la regulación bancaria), sus líderes apuntan sus armas hacia los logros de los primeros años del progresismo (el impuesto estatal de Woodrow Wilson o las medidas antimonopolio de Theodore Roosevelt). Con un poco más de esfuerzo, el Contragolpe podría invalidar todo el siglo veinte.
¿Qué pasa con Kansas?
Cómo los ultraconservadores conquistaron el corazón de EE.UU.
Thomas Frank.
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