Distintas obras de Emmanuel Carrére ya han ido apareciendo por este blog aunque, sin duda, muchas menos de las debidas. Y es que, después de Franzen y Houellebecq, ha sido el autor que más me ha reconciliado con la novela en los últimos años: me parece un autor irreprochable y fundamental que nunca falla y, en ocasiones, da absolutamente en el clavo. Sin duda, lo consiguió con Limónov, una biografía novelada del curiosísimo personaje ruso que les recomiendo, sin duda, a todos ustedes.
A continuación y, como ya hiciera con Plataforma de Michel Houellbecq (en esta entrada), les dejo con algunos fragmentos del libro que, espero, no les arruinen el argumento, porque, si no lo han hecho ya, deberían leerse este libro:
A continuación y, como ya hiciera con Plataforma de Michel Houellbecq (en esta entrada), les dejo con algunos fragmentos del libro que, espero, no les arruinen el argumento, porque, si no lo han hecho ya, deberían leerse este libro:
Él mismo se ve como un héroe y se le puede considerar un canalla: me reservo la opinión sobre este punto. Pero lo que pensé, después de haberme parecido meramente divertida la anécdota de los lavabos de Sarátov, es que su vida novelesca y peligrosa decía algo. No sólo sobre él, Limónov, no sólo sobre Rusia, sino sobre la historia de todos nosotros desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Algo, sí, pero ¿qué? Emprendo este libro para averiguarlo.
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Vaya donde vaya, es el más joven, el más pequeño, el único que lleva gafas, pero siempre tiene en el bolsillo una navaja de muelle cuya hoja sobrepasa la anchura de su palma, lo que mide la distancia entre el pecho y el corazón y significa que con ella se puede matar. Además, sabe beber. (...) Ese talento social le permite dejar estupefactos hasta a los azeríes que vienen de Bakú a vender naranjas en el mercado y ganar apuestas que le dan dinero de bolsillo. Le permite también participar en esos maratones de embriaguez a los que los rusos llaman zapói.
Zapói es una asunto muy serio, no una curda de una noche que se paga, como en mi país, con una resaca al día siguiente. Zapói es pasar varios días borracho, vagar de un lugar a otro, subir en trenes sin saber adónde van, confiar los secretos más íntimos a conocidos casuales, olvidar todo lo que has dicho y hecho: una especie de viaje.
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Al escribir esto, me viene el recuerdo de que yo también, hasta una edad relativamente avanzada, incurrí en el culto romántico a la locura. Se me ha pasado, gracias a Dios. La experiencia me ha enseñado que ese romanticismo es una gilipollez, que la locura es lo más triste e ingrato dle mundo, y pienso que Eduar siempre lo ha sabido instintivamente, que siempre se ha felicitado de ser lo que se quiera, duro, egocéntrico, despiadado, pero loco no, en absoluto. Lo contrario, en caso de que exista.
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Ha descubierto también que en un poema no vale la pena hablar del "cielo azul" porque todo el mundo sabe que es azul, pero que los hallazgos del estilo "azul como una naranja" son casi peores, debido a que han circulado por todas partes. Para asombrar, que es su objetivo, apuesta más por el prosaísmo que por el preciosismo: nada de palabras raras ni de metáforas, sino llamar gato a un gato y, si hablas de personas que conoces, mencionar su nombre y su dirección. Así se forja un estilo que no le convierte, a su juicio, en un gran poeta, pero sí al menos en un poeta identificable.
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Existía la literatura oficial. Los ingenieros del alma, como Stalin había llamado un día a los escritores. Los realistas-socialistas, fieles a esta línea. (...) Pero estos privilegiados no lo tenían todo. Lo que ganaban en confort y seguridad lo perdían en amor propio. En los tiempos heroicos de la construcción del socialismo, todavía podían creer en lo que escribían, (...) pero en la época de Brézhnev, del stalinismo blando y de la nomenklatura, esas ilusiones ya no eran posibles. Sabían bien que servían a un régimen podrido, que habían vendido su alma y que los demás lo sabían. Solzhenitsyn advirtió los remordimientos de todos ellos: uno de los aspectos más perniciosos del sistema soviético es que si no eras un mártir no podías ser honesto. No podías enorgullecerte de ti mismo. Si no estaban completamente embrutecidos o no eran unos cínicos, los escritores oficiales se avergonzaban de lo que hacían, de lo que eran. Se avergonzaban de escribir en Pravda grandes artículos denunciando a Pasternak en 1957, a Brodsky en 1964, a Siniavski y Dániel en 1966, a Solzhenitsyn en 1969, siendo así que en el secreto de su corazón les envidiaban. (...) Pero también, para dar color a la época, existía la grisura de los que no eran ni héroes ni podridos ni listillos. La gente del underground, que tenían dos convicciones, los libros publicados, los cuadros expuestos, las obras representadas eran obligatoriamente venales y mediocres; un artista auténtico sólo podía ser un fracasado. No era culpa suya, sino de unos tiempos en que fracasar era un acto noble. Pinar significaba ganarse la vida como vigilante nocturno. Ser poeta, retirar la nieve con una pala delante de la editorial a la que jamás de los jamases le enseñaría sus poemas, y cuando el director, al apearse de su Volga, te veían con la pala en el patio, era él el que se sentía vagamente humillado. Llevaban una mierda de vida, pero no habían traicionado. Los fracasados se calentaban entre ellos, en las cocinas donde parloteaban noches enteras, entre el samizdat que circulaba de mano en mano y el samagonka que bebían, el vodka casero que se fabrica en la bañera con azúcar y alcohol de farmacia.
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Soy consciente de que esta mezcla de desprecio y envidia no hace más simpático a mi personaje, y conozco en Moscú a personas que se coderaon con él por esa época y le recuerdan como un impresentable. Esas mismas personas reconocen, sin embargo, que era un sastre hábil, un poeta de gran talento y, a su manera, un tipo honesto. Arrogante, pero de una lealtad a toda prueba. Carente de indulgencia, pero atento, curioso y hasta caritatitvo. (...) Incluso para la gente que no le apreciaba, Eduard era un hombre con quien se podía contar, que no te dejaba en la estacada, que aunque echara pestes sobre algunos se ocupaba de ellos si estaban o eran desgraciados, y pienso que muchos de los que se proclaman amigos de la humanidad y de cuyos labios sólo brotan palabras de benevolencia y de compasión, son en realidad más egoístas e indiferentes que Eduard, el chico que se pasó la vida describiéndose con los trazos de un malvado.
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Un escritor, en resumen, para darse a conocer puede elegir entre inventar historias, contar historias verídicas o expresar su opinión sobre la marcha del mundo. Eduard no tiene ninguna imagniación, las crónicas que intenta colocar sobre los maleantes de Járkov y el underground moscovita no interesan a nadie, de los versos mejor no hablar, queda la carrera de polemista.
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Él, que se acuerda de todo, no recuerda nada de los días siguientes. Debió de caminar por las calles, acechar delante de la casa de Jean-Pierre, pelearse con él o con algún otro -algunas marcas lo atestiguan-y sobre todo beber hasta perder la conciencia. Zapoi total, zapói kamikaze, zapói extraterrestre. Sabe que Elena se marchó el 22 de febrero de 1976 y que él se despertó el 28 en una habitación del Hotel Winslow con el bueno de Lionia Kossogor en la cabecera de su cama.
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Me aburre hablar con tan poca indulgencia del adolescente y el jovencito que fui. Quisiera quererle, reconciliarme con él y no lo consigo. Creo que estaba aterrorizado; por la vida, por los demás, por mí mismo, y que el único modo de impedir que el terror me paralizase por completo era adoptar aquella posición de repliegue irónico y hastiado, abordar cualquier especie de entusiasmo o compromiso con el sarcasmo de alguien al que no le engañan, que está de vuelta de todo sin haber ido nunca a ninguna parte.
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Escribir no había sido nunca para Eduard un fin en sí mismo, sino el único medio a su alcance para alcanzar el verdadero objetivo, hacerse rico y famoso, y al cabo de cuatro o cinco años en París se dio cuenta de que quizá no lo alcanzase. Iba a envejecer quizá como un escritor de segunda fila, de reputación agradablemente cáustica, al que sus colegas miran con envidia en los salones del libro porque atrae a las chicas guapas un poco destroy (...) pero en realidad vive en una buhardilla con una cantante alcohólica, se vacía los bolsillos de la ropa para ver si tiene con qué comprar una loncha de jamón, y se pregunta con angustia qué recuerdos les quedan para embutir en su próximo libro, porque lo cierto es que está llegando al fondo, prácticamente lo ha contado todo de su pasado, sólo le queda el presente y el presente es esto: nada de qué vanagloriarse, sobre todo cuando se entera de que Brodsky, ese enculado, acaba de recibir el Premio Nobel.
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En la misma medida en que me creo sinceramente incapaz de violencia gratuita, me imagino fácilmente, quizá demasiado bien, las razones o el concurso de circunstancias que en otras épocas podrían haberme empujado a la colaboración, el estalinismo o la revolución cultural. Tengo quizá una tendencia excesiva a preguntarme si entre los valores evidentes en mi medio, los que las personas de mi tiempo, de mi país, de mi clase social, creen insuperables, eternos y universales, no habrá algunos que algún día parecerán grotescos, escandalosos o simplemente erróneos.
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El lirismo panteísta no es mi fuerte: aunque amante de los paisajes alpinos, no me siento cómodo a la hora de describir las hogueras, los torrentes, las mil variedades de hierbas, de setas, de huellas de animales salvajes, y paso rápidamente la página del robinsonismo.
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Yo entendí, en sus labios, la palabra decent en el sentido que le daba George Orwell cuando hablaba de common decency: esta gran virtud que está, decía él, más extendida en el pueblo que en las clases superiores, que es sumamente rara en los intelectuales y que consiste en una mezcla de honradez y sentido común, de desconfianza hacia las grandes palabras y de respeto a la palabra dada, de apreciación realista de la realidad y de atención al prójimo.
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¿Cómo contar lo que debo contar ahora? Son cosas que no se cuentan. Las palabras se esconden. Si no lo has vivido no tienes la menor idea de cómo es, y yo no lo he vivido.
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Me gustaría ser más extenso, más detallado, más convincente sobre este punto, pero veo que sólo puedo escribir un oxímoron tras otro. Oscura claridad, plenitud del vacío, vibración inmóvil, podría continuar así un largo rato sin que el lector ni yo hayamos avanzado.
Putin repite en todos los tonos algo que los rusos tienen una necesidad absoluta de oír y que puede resumirse así: "No tenemos derecho a decir a ciento cincuenta millones de personas que setenta años de su vida, de la vida de sus padres y de sus abuelos, que aquello en lo que creyeron, por lo que se sacrificaron, el aire mismo que respiraban, que todo eso era una mierda. El comunismo ha hecho cosas horribles, de acuerdo, pero no era lo mismo que el nazismo. Esta equivalencia que los occidentales exponen hoy como obvia es una ignominia. El comunismo era algo grande, heroico, hermoso, algo que confiaba en el hombre y que daba confianza en él. Había inocencia en aquella fe, y en el mundo despiadado que vino después cada cual la asocia confusamente con su infancia y con las cosas que te hacen llorar cuando respiras bocanadas de la infancia".
Estoy seguro de que Putin era totalmente sinceor al pronunciar esta frase que he destacado del libro. Estoy seguro de que le salía del fondo del corazón, porque todo el mundo tiene el suyo. Habla al corazón de todo el mundo en Rusia, empezando por Limónov, que si estuviera en su lugar, diría y haría ciertamente todo lo que dice y hace Putin. Pero no está en su lugar, y el único que le queda es el de opositor virtuoso -tan incongruente para él- que defiende valores en los que no cree (democracia, derechos humanos, todas esas chorradas), junto con personas honestas que encarnan todo lo que él siempre ha despreciado.
(...)
Toro salvaje, por ejemplo, en cuya escena final se ve en las últimas, totalmente vencido, al boxeador intrepretado por De Niro. Ya no tiene nada, ni mujer ni amigos ni casa, se ha abandonado, está gordo, se gana la vida haciendo un número cómico en un antro cutre. Sentado ante el espejo de su camerino, espera a que le llamen para entrar en escena. Le llaman. Se levanta con esfuerzo de su butaca. Justo antes de salir de campo, se mira en el espejo, se balancea, hace algunos movimientos de boxeo, y se le oye mascullar, no muy fuerte, sólo para su coleto: "I´m the boss. I´m the boss. I´m the boss."Es patético, es magnífico.
Limónov.
Emmanuel Carrère.
Anagrama.
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