ARREBATOS ALÍRICOS

Me fui sobreviviendo como pude

(José Luis Piquero)


domingo, 9 de agosto de 2020

"ADOLFO SUÁREZ: AMBICIÓN O DESTINO" (GREGORIO MORÁN)

ADOLFO SUAREZ: AMBICION Y DESTINO | GREGORIO MORAN | Comprar libro ...

No fue la escalera el símbolo de la carrera política de Adolfo Suárez. Eso hubiera sido posible en otros países menos crispados y de pasados menos borrascosos. Lo suyo, muy español, fue la cucaña, que se diferencia de la escalera en todo. Empezando porque la escalera está hecha para subir e incluso para bajar, pero la cucaña está pensada para que te vean sufrir conforme haces el esfuerzo de coronarla, y porque sólo es susceptible de trepar por ella quien asume el reto de romperse la crisma en el intento. (...)

Unos días después, y tras un almuerzo íntimo entre un Mario Conde contra las cuerdas de los tribunales y un duque de Suárez obligado a devolver los favores, tendrá lugar en el palacio de la Moncloa una de las reuniones más increíbles de la democracia española. El 23 de junio de aquel inabarcable 1995, y a petición de Adolfo Suárez, el presidente González recibe al abogado de Mario Conde, Jesús Santaella —que, por cierto, había sido asesor de la presidencia del Gobierno durante el mandato de Suárez—, en presencia del ministro de Justicia e Interior, Juan Alberto Belloch. La intención de Mario Conde, expuesta en términos muy claritos por su abogado, se reduce a un chantaje al Gobierno y al Estado. A cambio de no hacer públicos los documentos reservados que un agente del Centro Superior de Inteligencia había robado —los que se harían famosos como «papeles de Perote»— y que comprometían al Gobierno en temas tan sensibles como la lucha contra ETA, y especialmente la creación de los GAL, Mario Conde, que ha comprado esos papeles, ofrece al Gobierno que no trasciendan, pero exige a cambio quedarse libre de cargos y 14.000 millones de pesetas. (...)
El papel de Adolfo Suárez, como intermediario en aquel inequívoco chantaje, no sólo afectaba a su honra, sino que además podía ponerle al borde del delito. Para evitar males mayores, hizo público un comunicado en el que reconocía su mediación, pero afirmaba desconocer el contenido de lo que iba a ser tratado. Posteriormente alegaría que su agradecimiento hacia Mario Conde se debía a un supuesto préstamo que le había otorgado para el tratamiento de su hija. Un argumento harto forzado, porque la intervención de Banesto por el Gobierno y el descubrimiento inicial de un cáncer de mama a su hija Mariam son prácticamente simultáneos. (...)

Adolfo Suárez. historia de una ambicion: Amazon.es: Moran Suarez ...

De todas las manipulaciones a las que se ha sometido la transición, el proceso de beatificación de Suárez es quizá de las más logradas, porque con ella se libraban del elemento más contradictorio y a su vez la clave de todo el período, la piedra angular de la transición tout court. En vez de sentir pena por ellos y sus vergüenzas, se las transferían a Adolfo Suárez, con nostalgia y agradecimiento. «¡Ahora te queremos, Adolfo! ¡Fueron ellos quienes te impidieron gobernar!» La revisión de la figura de Suárez pasará del «maldito Duque» a la beatería más escandalosa. (...)
Qué hay o había en Adolfo Suárez que se convirtió en una obligación política ensalzarle hasta lo imposible, y por los mismos que cavaron su fosa, logrando, no sin muchos esfuerzos, enterrarle políticamente. Yo no creo que haya otra explicación que una sencilla, muy católica y escasamente freudiana. Salvándole a él, nos salvamos nosotros. Apoderándonos de la figura de Suárez, hacemos verdad una ambición política ya truncada. Adolfo Suárez —hay que repetirlo de nuevo— acaba siendo lo que nosotros queremos que sea. (...)
Como a esos ancianos a los que perdonamos sus intemperancias y sus contradicciones, Adolfo Suárez se fue convirtiendo en un referente obligado de la derecha, en un momento en que buscaba legitimarse en el pasado. José María Aznar lo entendió así y habló con su entonces amigo y presidente de Telefónica, Juan Villalonga. Adolfo quedó nombrado asesor de la compañía para Latinoamérica; 60 millones de 1996, al año. (...)
En el vigésimo quinto aniversario de las primeras elecciones democráticas aprovechó para decir, desde el Parlamento reunido para la ocasión, que José María Aznar era «el mejor presidente que ha tenido la democracia española». Como entonces Aznar era quien mandaba, nadie tuvo la menor duda, y menos aún el propio Aznar. Como Adolfo estaba amortizado, lo que hacía era pedir para su hijo una buena plaza en las filas del PP. Y así fue, porque al joven Suárez Illana lo incorporó Aznar al Comité Ejecutivo del PP desde el mismo día de su inscripción en el partido. Resultó un fiasco; al año siguiente se presentó de candidato a la presidencia de Castilla-La Mancha y rozó la catástrofe electoral. Pero su padre hizo todo lo que pudo. Lo avaló en la que sería la última intervención pública de Suárez, una patética tarde de mayo de 2003, en Albacete. Se trataba del mitin de presentación del chaval, un mentecato que pensaba que la política entraba por vía sanguínea. (...)
Se hubiera merecido un final mejor. ¿Acaso compensa ser aniquilado como lo fue, para que un día tus enemigos de ayer canten a coro tus bondades? Adolfo Suárez, mejor que nadie, es el ejemplo más vivo de lo que nos hizo mayores. Entender que el pasado cada vez cambia más, hasta el punto de hacerlo irreconocible a quienes lo hemos vivido. (...)
elmundo.es | Adolfo Suárez cumple 75 años

Ni en el lecho de muerte podía dejar de ser el implacable cínico que había sido siempre: «Creo y deseo no haber tenido otros enemigos que aquellos que lo fueron de España». Y una advertencia extraída de su macuto de cruzado: «No olvidéis que los enemigos de España y de la civilización cristiana están alerta». Moría igual que había vivido, con la palabra «enemigo» siempre en la boca. (...)
Pocas cosas hay tan decepcionantes como volver a ver un truco de magia después de que te han explicado cómo se hace. Quizá es porque la magia no consiste en otra cosa que en un juego realizado por virtuosos, sin otra virtud que la habilidad, para halagarnos los ojos a las gentes simples. Así fue como ocurrió. El 3 de julio de 1976, ya muy avanzada la tarde, mientras Adolfo Suárez le decía a Carmen Díez de Rivera, quien le acompañaba junto al teléfono —«Carmen, ¿no me borboneará con Silva?»—, el Rey, ufano él ante la impecable jugada que le había presentado Torcuato Fernández Miranda, le decía con ese tono chumacero que acostumbraban ambos: «Adolfo, presidente, ven para acá». (...)
Adolfo Suárez, el elegido del Rey para pilotar la Transición

Del tercero en discordia, Adolfo Suárez, lo primero sería decir que era el que menos discordia creaba. Primero por la edad; era el más joven —cuarenta y cuatro años—, y el más inexperto, pero también el que menos enemigos tenía, dada la inanidad de su carrera política y de su especial preocupación por no pisar el callo de nadie que no se lo hubiera pisado a él previamente. Adolfo Suárez era, a la altura de aquel verano de 1976, un subalterno de la política. Para todos aquellos que pudieran sospechar que el joven Rey podía lanzarse a una operación de desmontaje del Régimen que le había puesto en la jefatura del Estado, quedaron encandilados ante la sensatez del monarca. Habiendo podido elegir a cualquiera de las tres ramitas nutricias del franquismo, optó por la que, al menos en apariencia, estaba más ligada a la esencia del viejo Régimen. Nadie mejor que un hombre que no creaba inquietud entre las filas del Régimen para iniciar su andadura. El Rey, pues, era fiel a los principios. (...)

A la altura de 1979, sin tiempo aún para la falsificación de lo inmediato, los dirigentes políticos de mayor o menor fuste aseguraban que no se habían sorprendido de nada, que el sorpresivo nombramiento de Suárez lo sabían con antelación. Adentrados ya en el siglo XXI, la misma pregunta que hacía en el 79 carece de sentido, porque si de algo se ha revestido la clase política de la transición es de una coraza de autosatisfacción; felices todos de haberse conocido. Forman una piña de desmemoriados selectos. Si alguien inquiriera ahora a cualquiera de esos supervivientes, no dudaría en afirmar, con la sencillez de quien habla de un pariente: «Adolfo siempre fue uno de los nuestros». En su conciencia de políticos, han logrado transformar la ignorancia y la marginación con las que vivieron aquellas jornadas en algo sabido y previsto. Mienten con el mismo desenfado con el que entonces se desmelenaron. (...)
El rey Juan Carlos entregó la cabeza de Adolfo Suárez para ...

A Manuel Fraga Iribarne, obsesionado con hacerse perdonar su período liberal del tardofranquismo —en Fraga siempre han convivido las etapas del Dr. Jenkill y las de Mr. Hyde; pero nunca juntas, ni siquiera superpuestas, sino alternativamente—, se le consideraba un apestado por sus posiciones intransigentes, que en ocasiones había ganado por la mano al nada liberal Arias. Reunía en su persona dos características de difícil asimilación para aquel momento. No sólo estaba el escoramiento hacia la vertiente más reaccionaria, sino que tampoco era hombre para hacer de partenaire en el juego de los silencios y los secretos. O jefe o nada. De lo que fuera, pero jefe. A mayor abundamiento y perplejidad, Suárez le parecía tan poca cosa, que juzgaba fuera de lugar incluso el que le animaran a participar en aquella bufonada. No obstante, como se le animara a seguir en el Gobierno con el nuevo presidente, renunció por carta. (...)

Adolfo Suárez empezaba pues a gobernar sumido en la desconfianza y el descrédito de casi toda la clase política. Una voz clamaba en el desierto. Luis María Ansón, director entonces del semanario La Gaceta Ilustrada, no hacía más que ser consecuente con las numerosas maniobras que había protagonizado y las que aún habría de protagonizar. Siempre que algún turbio asunto aparece en la trayectoria de la Monarquía, con M de Majestad, siempre estará allí Luis María Ansón, solo o acompañado de su hermano Rafael, experto en relaciones públicas, gastronómicas y comunicacionales. La Gaceta Ilustrada de Ansón se descolgó con un antológico editorial. (...)

Mariano Rubio y Miguel Boyer, conocidos ya entonces como «los rabanitos» —rojos por fuera, blancos por dentro, y siempre junto a la mantequilla— (...)

resulta aleccionadora la respuesta que le dio Suárez a la propuesta estratégica de Osorio: «Condición aceptada, porque en el fondo soy un democristiano». La reacción, que no la estrategia, le retrata. Apenas dos años más tarde, ante otro personaje que ponía condiciones para seguir apoyándole a menos que se inclinara hacia la socialdemocracia, volverá a responder, adaptándose: «En el fondo, yo siempre he sido un socialdemócrata». Y lo del retrato no es en demérito, sino como un rasgo constitutivo de su persona. A Adolfo Suárez, ya entonces, no le costaba nada ponerse en el lugar del otro. (...)

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sobre toda la transición política, planeaba un fantasma cuya sola aparición descoyuntaba los proyectos: el Ejército. Torcuato Fernández Miranda lo conocía muy bien; durante los muchos años de dictadura había estado escuchando sus latidos, y había llegado el momento de hacerle un chequeo. Con él no se podía ir a ninguna parte, porque Franco lo había hecho tan poderoso como un elefante. No había que agredirle, porque, rabioso, cabía que se desmandara, y había que dejarle en sus reservas naturales, sin recortarlas ni ampliarlas. Sencillamente nadie debía olvidarle, porque al fin y al cabo era el auténtico rey de la selva. Sin él, la operación podía transformarse en cacería. (...)
El presidente Adolfo Suárez había convocado a los veintinueve mandos más importantes de la milicia, incluidos los tres ministros militares y el vicepresidente para Asuntos de la Defensa, general Fernando de Santiago, para explicarles el contenido y los pasos de la Reforma. (...)
Todo estaba previsto. Se legalizarían todos los partidos políticos, y él podía garantizar, porque sus técnicos lo habían estudiado concienzudamente, que no había peligro alguno de perder las elecciones. Todo se haría despacio, sin precipitación, paso a paso, atendiendo minuciosamente a las palpitaciones del pueblo español. Las legalizaciones tendrían un límite: el Partido Comunista. "Por razones que ustedes entenderán muy bien, eso no podemos hacerlo; por nuestros muertos y por patriotismo". (...)

Los había elegido para tal función el propio presidente de las Cortes porque reunían dos facetas convincentes para las gentes del Régimen. De Miguel Primo de Rivera contaba el pedigrí de los Primo de Rivera y el talante de un señorito integral, entendido en caballos, señoras, sonrisas y hoyos de golf. Buena persona y amable con los subalternos, ya fueran cadis o periodistas, amigo del Rey, con el que compartían esa querencia hacia los lados blandos de la vida. También escribió, como no podía ser menos, sus memorias,9 en las que cuenta que fue Torcuato quien le señaló para defender la reforma en las Cortes, pero que él le puso una condición... Pensar que «Miguelito», que es como le llamaba Fernández Miranda, le pusiera una condición a don Torcuato, que es como le llamaba él, resulta un gesto más de las metamorfosis de la transición ya finiquitada. Fernando Suárez, brillante parlamentario del franquismo, si es posible tal oxímoron, nunca pensó que otro tipo que se apellidaría como él, Suárez y González, pudiera retirarle de la vida política; gozaba de una vanidad superlativa. La elección de Torcuato era impecable, dos «pata negra» del franquismo defendiendo la liquidación de aquellas Cortes, de las que ellos habían sido usufructuarios. (...)

Para Suárez fue uno de los momentos más emocionantes de su carrera. Pensaba que sin la ayuda de Torcuato le hubiera sido muy difícil esta etapa, pero lo había conseguido gracias a la paciencia, a su pasado franquista fuera de dudas y a la capacidad de maniobra de la que había hecho gala tanto el presidente de las Cortes como él. Pocos, muy pocos, conocían los entresijos de la historia, las concesiones que hubo que hacer y las promesas que se concertaron. Algunos de los que aplaudían a última hora probablemente creían ser los únicos solicitados para hacer tal o cual gestión; hay que confesar y reconocer que carecían de experiencia política. Las Cortes franquistas formaban un cuerpo sin experiencia parlamentaria; sus peleas y discusiones les acercaba más a un club social que a una asamblea decisoria. (...)

La transición fue un proceso que se desarrolló con muy pocos actores protagonistas y muchos extras que luego se creyeron parte del filme, pero siempre mudos o con el escaso privilegio de los figurantes con frase, una frase; en ocasiones, algo así como la de los mayordomos en las comedias: «Los señores pueden pasar al comedor cuando gusten». (...)

La única democracia cristiana con opción política fue la que se mantuvo en el seno de la UCD, y veremos pronto que su intento de copar la coalición de gobierno, y de dirigirle el rumbo hasta el punto de cambiarlo, e incluso preparando la defenestración política de Adolfo Suárez, será fundamentalmente una operación de los demócratas cristianos incorporados al Partido del Presidente desde los momentos iniciales, en los que Alfonso Osorio ejercía de reclutador. Hombres de vida política más bien efímera pero muy presentes entonces, como Landelino Lavilla, Herrero de Miñón y Óscar Alzaga, serán los portaestandartes de la corriente democristiana, que por cierto acabarán llevándose por delante no sólo a Suárez y a la UCD, sino también a ellos mismos. (...)
Para aglutinar un partido, cualquiera que sea su tendencia, no hay más que una vía: aumentar su fuerza y sus escaños. Frente a los que creen lo contrario y sostienen que ser pocos ayuda a unirse, la realidad política muestra la paradoja contraria; sólo el ascenso justifica la firme unión de los aliados. Una obviedad: la victoria aglutina, la derrota divide. (...)
Además, conviene no olvidar que de los 165 diputados de la UCD, 54 figuraban como independientes. ¿Independientes de qué? Una anomalía que no dejaba de tener su lado surrealista, porque el presidente del Gobierno, presidente a su vez, y mientras no constara lo contrario, del partido o coalición que había ganado las elecciones, es decir, del Partido del Presidente, era paradójicamente un independiente. (...)


En un rasgo inédito en las relaciones internacionales, y me temo que en los comportamientos de cualquier jefe de Estado en una democracia, por muy recién nacida que fuera ésta, el Rey, consciente de su papel en La Empresa, envía una carta al entonces sha de Persia, Reza Pahlevi, pidiéndole la nadería de diez millones de dólares. La carta, escrita en francés, con la dirección y la despedida escritas a mano, tiene fecha del 22 de junio de 1977, y está enviada desde La Zarzuela. (...) Años más tarde, en su entusiasta hagiografía de Adolfo Suárez,6 escribe García Abad que de este dinero pedido por Juan Carlos, y generosamente donado por el emperador del Irán, «llegó mucho más al palacio de la Zarzuela que al de la Moncloa», con lo que alude un cierto reparto desigual. Y añade rotundo: «El episodio hay que inscribirlo con más propiedad en el capítulo de la picaresca real que en el de la historia de UCD». El bueno de García Abad apostilla que el asunto forma parte de «la complicidad» entre el Rey y Adolfo Suárez, manifestada no sólo en ese quítame allá esas pajas de diez millones de dólares del año 1977, sino en el viaje inmediatamente posterior que hará el presidente Suárez a Arabia Saudí, acompañado del administrador privado del Rey, Prado y Colón de Carvajal, para concretar otro préstamo del príncipe Fahd al Rey Juan Carlos y a la UCD. (...)

En buena parte de los integrantes de La Empresa había la convicción de que Adolfo Suárez no era el hombre idóneo para los delicados equilibrios que exigía una coalición recién nacida, en la que había un buen puñado de políticos que habían bregado con empresas mucho más difíciles que las de llevar un partido en clave de victoria. Joaquín Garrigues Walker, por ejemplo, era de una inutilidad absoluta y total para ganar electores, no digamos ya una elección, pero tenía experiencia empresarial y conspirativa, es decir, partidaria, y no estaba dispuesto a ser ninguneado por un suertudo que había pasado de un pueblo de Ávila, muy frecuentado por corderos, a la presidencia del Gobierno de España. Y quien dice Joaquín Garrigues, dice Fernández Ordóñez, Óscar Alzaga, Landelino Lavilla, Álvarez de Miranda... Como todos estaban en el secreto de cómo se había producido el milagro popular de Adolfo Suárez, creían formar parte de la curia con derecho al papado. (...)
había otra cuestión menos ideológica en apariencia pero mucho más trascendental, porque se refería a la disputa hegemónica entre el Estado y la Iglesia, y no era otra que la Enseñanza. No se ha dado al debate sobre los centros de enseñanza —la denominación de origen fue «Estatuto de Centros Escolares»— la importancia capital que tuvo en el enfrentamiento derecha-izquierda en el seno de la UCD, hasta llegar a la humillación de los socialdemócratas, intimidados por el furor reaccionario de Miguel Herrero de Miñón. Habría de ser la ley más debatida de cuantas se presentaron en aquellas últimas Cortes suaristas; las posiciones socialistas defendidas por Gómez Llorente y las comunistas defendidas por Eulalia Vintró denunciarían el giro en la política de UCD. Un definitivo y agónico final de las posiciones centristas para tomar un sesgo conservador que se integraba en las posiciones de la Iglesia española y de los democristianos. La enseñanza privada religiosa se consagraba como fórmula gubernamental por un gobierno que había abandonado la ambición de arañar al adversario socialista con políticas socialdemócratas. La obsesión de Herrero de Miñón y de los democristianos de conformar la Gran Derecha acababa de plasmarse, quizá por vez primera, en la ley más debatida de aquellas Cortes, el Estatuto de Centros Escolares. Obligados a votar a favor de un texto que ellos mismos consideraban «confesional y clasista», los socialdemócratas de Fernández Ordóñez fueron humillados y ridiculizados en el Parlamento, abriéndose aún más la brecha entre las familias de la UCD. (...)

Vistos con ojos de hoy, nadie podría dudar de su clarividencia: Estados Unidos consideró Irak como un lugar prioritario para sus intereses; tanto, que acabó invadiéndolo. Pero a comienzos de 1980, el estrecho de Ormuz e Irak eran para el presidente español un modo de alzar el vuelo sobre la gallinácea política española. (...) La verdad es que todos estos movimientos espasmódicos casaban muy mal con la intención, ya explicitada por él mismo, de ingresar en la OTAN, pero así era Adolfo. Si le limitaban las posibilidades de jugar a lo grande en la política española, trataba de contentarse con la del mundo. (...)

De la «güisquería» de noviembre al «tahúr del Mississippi» de febrero se había producido una ineluctable caída profesional. El prestigio de Adolfo Suárez para sus adversarios estaba por los suelos. Desde entonces hasta la moción de censura que presentará Felipe González en mayo, el presidente no tendrá respiro. Cada decisión, una torpeza; cada iniciativa, un error. Pero no van a ser los socialistas quienes conviertan este año de 1980 en un auténtico tormento político para Adolfo Suárez. Será su propio partido quien le hará tragar quintales de quina. Al fin y a la postre, el PSOE era la oposición y cumplía con su deber; terminada la fantasmagórica etapa del consenso, cada uno tiraba del carro hacia el poder, la decisión la había anunciado urbi et orbi el presidente en la primera sesión constitucional. (...)

Se acostumbraba a decir que los Garrigues eran como los Kennedy, pero habría que añadir que sin ningún talento político; sabían ganar dinero pero no administrar voluntades políticas. A ellos les pirraba la comparación con los Kennedy, y los periodistas, tan carentes de tema como de imaginación, les doraban la píldora. De una familia donde el padre había demostrado sobradamente que podía ocupar cualquier cargo con absoluta inanidad, ya fuera al servicio de Franco o de la Corona en general, embajador o ministro. ¿Y los hijos? Buena gente en el terreno personal, pero estaban incapacitados para la política, o a lo peor, se trataba de mala suerte, pero lo cierto es que de los muchos intentos por ocupar un espacio, sólo Joaquín —y porque fue de los primeros en apuntarse— alcanzó algo parecido a un liderazgo. También cabe señalar que España no es país para las sagas que no sean de negocios. (...)

EL GOLPE DE ESTADO

Había empezado lo que se denominaría «Operación De Gaulle», o lo que es lo mismo, la conspiración para colocar a un militar a la cabeza del Gobierno, obligando al presidente Suárez a dimitir. Una ofensiva a tres bandas: los democristianos, que llevarían la UCD hacia la Gran Derecha, en vecindad con la Alianza Popular de Fraga; el Ejército, que se prestaría a sacar España del marasmo en el que Suárez, según ellos, la había metido, y el Rey, que no sabía muy bien cómo quitarse de encima a aquel embaucador que se consideraba autosuficiente y le trataba a la baqueta. (...)
Para la operación De Gaulle había varios candidatos y muchos colaboradores. De la primavera al verano de 1980 se multiplicaron. Los tres diarios inequívocamente golpistas se pusieron al servicio de lo que fuera, siempre y cuando se mandara al carajo al presidente Suárez y a la denostada democracia. El Alcázar, El Imparcial y El Heraldo Español no cejaron de contar las más truculentas historias, alguna de ellas incluso real. (...)
La pregunta del millón está en detectar cuándo el planteamiento del golpe de timón, o la operación De Gaulle, se encarnan en la figura de Alfonso Armada, de tal modo que La Zarzuela colabore con él, boicotee al presidente y vaya sentando las bases para la dimisión de Adolfo Suárez. Expulsado del palacio de la Zarzuela por decisión de Adolfo Suárez en su condición de presidente del Gobierno, Armada sale de la Casa del Rey para ocuparse, entre otras cosas, de la Escuela de Estado Mayor, y entre las primeras decisiones que toma es incorporar al ínclito periodista, Luis María Ansón, presidente de la Agencia EFE y viejo tunante de todas las conspiraciones filomonárquicas, para que «oriente y asesore» a la revista militar Reconquista, cuyo solo nombre bastaría para considerarla irredimible. (...)

hasta el último momento, hasta el último fin de semana de enero, el presidente Adolfo Suárez no tiene la menor intención de dimitir. No le queda otra opción, no obstante, que confiar en su inveterada buena suerte y que aparezca algo en el horizonte que le permita convocar elecciones. El planteamiento es muy sencillo; por grande que fuera la crisis en UCD, una vez convocadas las elecciones volverían a unirse y a ganar, quizá por menos, pero a ganar. Ése sería el momento para Suárez de llamar al PSOE para un Gobierno de coalición. Exactamente todo lo contrario de lo que proponían desde el Rey hasta los críticos de su partido y la conspirativa CEOE. Había que cerrar el camino a una toma del poder del PSOE, en coalición o sin ella. La paradoja sarcástica es que al final serían ellos mismos, los del frente antisocialista, los que despejarían el terreno para que el PSOE barriera en las elecciones de octubre de 1982. (...)
Unos militares golpistas y un rey colaborador, por más que estuviera presionado y convencido por las malas artes de Alfonso Armada. Su obligación estaba en superar la situación sin asumir la salida anticonstitucional que le proponían como primera medida: la dimisión de Adolfo Suárez. Independientemente de que el Rey se lo hubiera pedido un mes antes en Baqueira, y que en esta ocasión se hubiera limitado a retirarse para dejar paso a los generales entorchados para que le acosaran y amenazaran, lo cierto es que estaba en el secreto y que ejercía al menos de cómplice. Era evidente que a su vuelta a la reunión ya sabía que los ejecutores habían cumplido con su papel y ahora le tocaba a Suárez, y sólo a él, asumir la responsabilidad.33 Si se negaba, debía enfrentarse nada menos que al Ejército, el poder fáctico por excelencia de la España de la transición, y hacerlo solo, sin el Rey, que estaba en el bando del «golpe de timón». (...)

Cualquier frívolo hubiera asegurado que le bastaba contar lo ocurrido para que su base social y política se hubiera multiplicado, pero eso no era otra cosa que una provocación sin sentido que hubiera puesto en un brete al Rey, al Ejército, al proceso de transición y al país. La verdad quizá pueda servir para alguna cosa en general, pero para la política en particular es absolutamente insustancial, sin consistencia. Se gobierna con poder y el poder está en otra onda que la verdad, son categorías disímiles. (...) No dimitir sería tanto como dejar con el trasero al aire al Rey, cuestionar su papel y, por tanto, hasta su propio nombramiento como presidente en el verano del 76. Algo así como hacer de Sansón —muero yo, pero caigan conmigo todos los filisteos—, sin que le fuera fácil a Su Graciosa Majestad evitar que le arrastrara el desplome. (...)

No es un juicio de intenciones, sino una constatación; los militares golpistas se jactaban de su valor pero dieron pruebas de escasa inteligencia. El valor estaba absolutamente de más porque no tenían enemigo armado; así demuestra su audacia militar cualquier uniformado. Pero de ahí la importancia de la inteligencia, que se mostró tan escasa como dispersa. A ninguno de ellos le pasó por la cabeza que el presidente Suárez no necesitaba mucho tiempo para tomar una decisión; era un improvisador nato, rapidísimo de reflejos y sobre todo audaz. Valiente, incluso rozando la temeridad. (...)
Suárez tenía escasa idea de lo que eran las Fuerzas Armadas y sobre todo esa cúpula que Franco había instituido como garante de la continuidad del estatus salido de la guerra civil. Pero los generales aún tenían menos idea de cómo era Adolfo Suárez. Le odiaban tanto que no sobrepasaban el listón de la ira y el desprecio. Por eso les pillará absolutamente desprevenidos la fulminante dimisión del presidente. La manera de hacerla, la rapidez con que tomó las decisiones, la soledad espantosa en la que lo hizo, y el valor de salir ante las cámaras sin pasar por control alguno, ni del Rey —que trató de corregir el texto, sin éxito— ni mucho menos de los otros poderes fácticos, incluido su propio partido, la UCD, la más ausente de las instituciones políticas, tocada ya a partir de entonces por el virus de su disolución. Desaparecerá de la misma manera y con la misma persona que había nacido. (...)

todo lo que Suárez iba a hacer hasta que lo interrumpa el golpe de Estado, todo ya lo había decidido el fin de semana de la dimisión, e insisto en que se reducía a dos líneas maestras a las que será fiel hasta el final: saber despedirse valientemente y con la cabeza alta para que cuando algún día supieran la verdad pudieran apreciar en mayor medida su gesto; y no descuidar la vuelta inminente, buscando un candidato blando que le calentara el sillón hasta la primera oportunidad para el regreso. En definitiva, las tareas de un profesional de la política: saber aprovechar la derrota para despedirse con honor y sentar las bases para vencer en la siguiente batalla. (...)

Y todo este abracadabra de fuleros no tiene más objetivo que salvar su culo en el altar de Su Majestad. Así de claro. En el afán por cumplir estrictamente con lo políticamente correcto, convierten a Adolfo Suárez en un bobo, torpe y dubitativo —quizá las dos únicas cosas que no fue—, al Rey en una especie de émulo de la reina Victoria de Inglaterra, rigurosa y distante, y a ellos mismos en acendrados líderes formados en cursillos de cristiandad. (...)

La mayoría de las frases de la despedida tenían una carga críptica; parecían escritas o dichas para los que estaban en el secreto del secreto. Ellos podían ponerle nombre a las cosas e incluso hacer exégesis. Muchos afrontaron el texto, repetido luego hasta la saciedad, para tratar de desentrañar aquella paradoja: una reacción tan brutal e inesperada como es la dimisión de un presidente, se explicaba de un modo tan etéreo y carente de entidad, que parecía un engaño. Como una broma pesada que alguien se encargaría de desvelar inmediatamente. A nadie se le escapó lo que desde entonces se convertiría en un lugar común: aquí hay gato encerrado. (...) ¿qué circunstancias eran ésas? La gente no conocía otras circunstancias que las dificultades en el seno de la UCD, el acoso de la oposición socialista —que para eso era oposición—, la crisis económica y el incremento de los atentados de ETA... Pero por eso no dimite un presidente, porque eso va en el sueldo y en la responsabilidad, y jamás un hombre como Adolfo Suárez se achicaría por tales adversidades. (...)

«Me voy sin que Nadie [Su Majestad] me lo haya pedido». Lo cual era incierto. El Rey le hizo saber que debía irse, porque amenazaban con un golpe de Estado y creía tener el único ungüento que podría curar la situación: un gobierno de gestión y unidad presidido por Alfonso Armada. (...)
«Las actuales circunstancias», que forzaban la dimisión del presidente, no eran otras que el inminente golpe de Estado o de timón, presidido por el general Armada y que tanto seducía a tantos, desde el Rey hasta muchos de sus vasallos que luego se emboscarían tras el fracaso. Con toda seguridad, la intervención de Adolfo Suárez en RTVE debió dejar un agrio sabor a Su Majestad y a sus principales colaboradores, todos en el secreto. Y la ciudadanía perpleja ante el gato encerrado. Y la clase política no menos perpleja, por más que se alimentara de rumores a falta de mayores explicaciones. (...)

Aunque aparecía tenso y agarrotado, no quiso repetir la grabación. Así es como quería que se le viera en la despedida; no eran bromas ni una incipiente campaña electoral. Era expresar un rechazo a aquellos que le habían cegado cualquier salida y eso no se expresa con una sonrisa. Me voy, porque si no lo hago me echarán a patadas en vuestro culo. (...)
Tanto el monárquico ABC, en su inclinación golpista, como el Ya democristiano expresaban en los titulares su satisfacción por la retirada. «Por el bien de España», decía con descaro ABC. Más cauto el Ya, le bastaba la constatación, «Ante la crisis». Ambos se proponían pasar página rápidamente, lo mismo que el gubernamental Diario 16, financiado entonces por la UCD. El órgano golpista por excelencia, El Alcázar, aportaba su óbolo de evidencia, y el activo conspirador, Antonio Izquierdo, titulaba su artículo: «UCD busca un general». Sólo le faltaba citarlo por su nombre. (...)

Otros se refieren a «la misteriosa dimisión».51 ¿Misteriosa? ¿Por qué? ¿Acaso hubo alguien en el conjunto de los medios de comunicación que reaccionara en defensa del presidente constitucional? Sorpresa, sí; pero misterio, ninguno. Por más que no se conocieran con detalle las formas, a nadie le cabía la más mínima duda o sospecha de que el Rey estaba detrás de la «inevitable» dimisión de Adolfo Suárez. (...)

ARMADA
El general Alfonso Armada cuenta en sus memorias, con esa jeta de cemento armado con la que le pertrechó su saneada fortuna y el espíritu de monseñor Escrivá de Balaguer: «Con todo respeto le expreso [al Rey] mi disgusto, pues prefería continuar en Lérida». (...)
Con el nombramiento en el bolsillo, ya puede decirle que el camino está expedito para el golpe. Tan escandalosa será la situación, que en la primera visita del nuevo segundo JEME al general Gutiérrez Mellado, el 13 de febrero —a diez días del golpe—, le sondeará descaradamente con alusiones y proposiciones golpistas, que no sólo dejarán a Gutiérrez Mellado desconcertado respecto al Rey y a Armada, hacia el que siempre había despreciado por su manifiesta hipocresía, sino que transmitirá su inquietud a Adolfo Suárez, todavía su superior. (...)
Se podría decir que desde el apabullante gesto de telefonear a Armada desde el aeropuerto para darle la buena nueva, el 3 de febrero, hasta la noche del 23, día del golpe, el Rey une su suerte a la de Alfonso Armada en un ejercicio de suicida complacencia. (...)
el Rey, inquieto, vuelve a citar a Armada para el 13, viernes, el día siguiente a su toma de posesión como segundo JEME. Una audiencia que durará oficialmente una hora y que Su Majestad prohibirá expresamente al general Armada hacer uso de ella, ni durante el juicio por el 23-F ni por cualquier otra razón. El 17 de febrero, un decreto otorgaba el poder absoluto sobre las Fuerzas Armadas a la JEME. (...)

el golpe en sí mismo no afectó para nada a la biografía política de Suárez; confirmando que una vez dimitido era ya el lugar común de un valor amortizado. Incluso su gallarda actitud ante los golpistas, que venía a mostrar algo que todos cuestionaban, empezando por los propios golpistas, el valor físico de Adolfo Suárez, su valentía, no le reportará ni un solo rédito político. Mientras la clase política de la transición, la que la había iniciado y la que la culminaría, sufrió aquella humillación de Tejero y sus tricornios sin el más mínimo costo político; sin embargo él, que salió a partirse el pecho cuando trataron de ofender a su ministro y amigo Gutiérrez Mellado, que no se inclinó en ningún momento, que demostró la dignidad y el valor de un presidente, eso no le valió un carajo, apenas para otra cosa que algunos comentarios de circunstancias. (...)
hubo algo que sacó a flote el 23-F y que nos atañe particularmente. A Adolfo Suárez le odiaban. Habría que explicar este elemento porque ha sido sustraído de la historia en virtud de la canonización del ex presidente que se inició a finales del pasado siglo. Las gentes que odiaban al presidente Suárez lo hacían con un odio furibundo, casi diríamos ciego, porque no admitía ambigüedades. Y eran gente significada y principal. También había mucho odio de clase hacia aquel trepa avispado que había conseguido engañarles. Basta un ejemplo. Cuando el líder socialista Alfonso Guerra, siendo vicepresidente del Gobierno, afirmó que el CESID le había informado que Emilio Botín autorizó a los golpistas que preparaban el 23-F para que utilizaran el Servicio de Estudios del Banco de Santander, no pude menos que recordar aquella escena, convertida en leyenda, en la que el presidente Suárez contempla con asombro que el presidente del Banco de Santander, el halitoso don Emilio Botín-Sanz de Sautuola,55 que se murió con su fétido aliento y sin saberlo, porque aseguraban que nadie se había atrevido a decírselo, ese mismo había puesto los pies, literalmente, sobre la mesa de la sala donde conversaba con el presidente. Los enterados señalan que se oyeron los gritos imperativos de Suárez: «¡Pero usted, quién se ha creído! ¡Baje los pies de la mesa inmediatamente!», y a partir de aquí un chorreo de improperios a don Emilio, que, balbuceante, no hacía más que disculparse: «Lo siento..., no quería..., pero es que padezco gota...». Fuera estrictamente cierto o leyenda recompuesta, da lo mismo. Como anécdota edulcorada recorrió Madrid y el poder, y eso un hombre como Botín no lo perdonaría nunca. (...)
Cuando uno ha llegado arriba como lo hizo Suárez, son necesarios gestos como ése para que quienes hacen las categorías del respeto te incluyan a ti. El miedo a tu furor, a tu ira, a tus desplantes, crea un aura de sumisión, pero genera a su vez un odio que no se salva más que con la vida, apagándola (...).

"Una de las manipulaciones más exitosas de la transición ha sido convertir a Antonio Tejero en una especie de aventurero que iba por libre, un guardia civil de escasas luces, bastante aventado y poco amigo de servir a nadie. Desde sus primeras actitudes desestabilizadoras, ya en el seno de la Guardia Civil y en el País Vasco, Tejero siempre opera con paraguas, nunca sobrepasa el nivel del sicario político, servicial con el mando y esquivo ante la ciudadanía; el sueño del duque de Ahumada para los jefes de la Guardia Civil. En la «Operación Galaxia»,56 y tanto más en la preparación y ejecución del 23-F, Tejero no es más que un mandado. Es el sicario perfecto. (...)


Un escarmiento fue la base sobre la que se urdió el 23-F, y gracias a la impericia de estas acémilas uniformadas no les salió bien. Porque oposición fáctica, real, no hubo ninguna. El poder militar, el único existente, estaba dividido entre quienes se sumaron al golpe y quienes no se sumaron al golpe; en ningún momento aparecieron los que se enfrentaron al golpe. La negativa del teniente coronel Tejero a consumar la operación Armada ante los parlamentarios detenidos no es más que una consecuencia de dos factores. El primero es que el golpe de Milans del Bosch ha fracasado, y el segundo es que Milans no está dispuesto a que Armada se instale, o trate de salvarse, instalándose sobre las espaldas de su fracaso. (...)
esa misma mañana, cuando el Rey y el todavía presidente Adolfo Suárez se reunieron con la cúpula de la JUJE para escuchar de labios de Francisco Laína —director general de Seguridad, que había primero dimitido y luego asumido el cargo porque no había otra persona para hacerlo— un relato pormenorizado de todos y cada uno de los pasos del golpe y de los golpistas. Y cuando Laína fue entrando en el meollo de Armada, Adolfo Suárez estaba tan perplejo que le interrumpió para exigir el arresto inmediato del general Armada. A lo que el no menos general, José Gabeiras, jefe de la JUJE, no respondió y se limitó a mirar al Rey. Entonces Adolfo, en un rasgo típicamente suyo, se echó a Gabeiras a la cara y le abroncó: «¡No mire usted al Rey, míreme a mí!». Aún era el presidente del Gobierno y por tanto la máxima autoridad ejecutiva. Alfonso Armada tardaría aún varios días en ser arrestado; sólo cuando se hizo inevitable, tras frustrarse los buenos deseos de Gabeiras para darle un nuevo destino. Al fin y al cabo no había pasado nada; todo habían sido detalles. (...)



Una desproporción que conviene señalar como una obviedad cronológica: el Adolfo Suárez presidente del Gobierno no alcanza los cinco años; el Adolfo Suárez inventor de un partido político sobrepasa los diez. Sin embargo nadie se interesa por ese Suárez renacido, autosuficiente, seguro de sí mismo, como en sus mejores tiempos presidenciales, que tiene conciencia vaga de que va a iniciar una travesía del desierto. La enésima de su vida. Porque los biógrafos olvidan que desiertos hubo de cruzar varios en su carrera política. ¿Cuántas veces se le dio por muerto? ¿Cuántas como un desesperado náufrago a la espera de que alguien le echara una mano? (...)
Es brutal decirlo, pero el único fin glorioso que le hubiera convertido entonces en el icono que luego se habrán de inventar, hubiera sido un martirio democrático; su muerte a manos de «un picoleto». Pero no ocurrió. Nadie murió el 23-F. Nadie, salvo la vergüenza. Y ahí está también lo patético de su trayectoria a partir del 23-F: la creencia en que su valeroso gesto, su actitud, se traduciría en un caudal de votos y adhesiones, que no debía permitir que le usurparan otros; ni sus adversarios en el partido, ni las esferas más altas, que tanta responsabilidad tenían en lo acaecido. Ahí estará la base para la construcción del icono, pero también el elemento destructor de su futuro político, porque los iconos se cuelgan, se alzan, se exhiben, pero siempre han de estar quietos, preferiblemente muertos o simulándolo. (...)

La respuesta se la dio el Rey la misma mañana del 24 de febrero, cuando Adolfo, aún presidente, le pidió a Juan Carlos expresamente que quería seguir y éste le respondió que ése era ya un capítulo cerrado. O en otras palabras, una cosa era que los golpistas hubieran fracasado en la envergadura de su plan y de sus objetivos, y otra que siguieran existiendo las razones primordiales que habían urdido la conspiración y organizado el golpe. Adolfo Suárez no podía ser presidente. Y esta imposibilidad, impuesta por los poderes fácticos como algo incontestable, sería el baldón que Suárez tratará de quitarse cruzando un desierto durante diez años. Para que llegara un momento que el Rey se tragara sus palabras, y los golpistas y los poderes fácticos sus miserias. Será el techo que Adolfo nunca entendió hasta que hubo de rendirse a la evidencia. Todo él, hiciera lo que hiciera, estaba amortizado. O icono o nada. Lo dirá en la intimidad su sucesor Leopoldo Calvo Sotelo en una frase versallesca: «Suárez no quiere entender por qué le han hecho duque». (...)
ratando de romper con su destino, como había hecho en otras ocasiones, hubo de advertir que esta vez debía conformarse con la inocencia. Y entonces llegaría el momento en que le harían icono, porque ya sería un humilde servidor sin capacidad para hacer mal a nadie. Pero para llegar ahí fueron necesarios diez años, los que van desde la primavera de 1981 hasta su abandono del CDS, su criatura, en medio del rechazo generalizado a un Adolfo Suárez convertido en un tipo sin crédito y sin vergüenza, en el sentido más genuino de la palabra, incluso para sus propios allegados que acabaron repudiándole también en la primavera de 1991. (...)








ADOLFO SUÁREZ: AMBICIÓN O DESTINO.
Gregorio Morán.