ARREBATOS ALÍRICOS

Me fui sobreviviendo como pude

(José Luis Piquero)


domingo, 17 de marzo de 2024

LOS ESCORPIONES (Sara Barquinero)



Javier sigue sin dar señales de vida. Ya han pasado dos días desde que no se presentó a la cita, y cada minuto es una tortura que me recuerda que tal vez no merezca la pena seguir esperando. Última conexión: las 10.29 del miércoles, y ya es viernes. ¿Le habrá sucedido algo? Es raro desaparecer de internet durante más de dos días. ¿Está evitándome? ¿Me intuye, ansiosa y loca, revisando su perfil una y otra vez? Mi mente oscila entre ambas ideas varias veces por minuto: me detesta, decidió no quedar conmigo porque nunca le gusté demasiado, quizá ahora mismo está tan ocupado con otra cita que ni tiene tiempo para mirar su teléfono. O todo lo contrario: ha debido de sucederle algo, y grave. Tantas horas gastadas los últimos meses, tantos secretos, la costumbre ya instaurada de llamarnos cada madrugada. Y era él quien lo hacía, casi todas las noches, o daba una buena excusa. No puede ser en vano. No puede desaparecer. Reviso por aburrimiento las capturas de su cuenta de la app de citas, la frase de Leonard Cohen como descripción del perfil y esa foto en la que sale tan guapo, fumando en un paisaje de niebla. (...)

No me contestó. Insistí el lunes, tras quince minutos observando una pantalla sin novedades: «Entonces, ¿nos vemos el miércoles?». Un mensaje de él, lacónico, cinco horas más tarde: «Sí, sí». No me atreví a preguntar más. En mi cabeza desfilaban todos los mitos literarios y televisivos de mujeres pertinaces y demasiado deseosas de afecto. Además, por fin me había propuesto quedar. Nunca había tardado tanto con alguien de Tinder. Eso me mantuvo más o menos calmada: quizá no me escribía tanto porque íbamos a vernos. Solo me planté el miércoles a las seis y media en el café que había elegido. Dos horas bebiendo a solas, sin esperanza a partir de las siete. No vino. Y desde entonces hasta hoy. Son las 10.29. Último mensaje leído el lunes a las 16.40. Cinco minutos mirando esos números. Cinco minutos y, de repente, «En línea». Contengo la respiración, uno, dos, tres. Sigue ahí. Lo imagino revisando su teléfono en esa playa a contraluz. No dice nada. ¿Le da vergüenza lo que me ha hecho? No escribe. Empiezo a hacerlo yo. Borro. ¿Habrá visto que le estaba escribiendo o tendrá demasiados chats por encima del mío? (...)

¿Por qué no quedábamos si hablábamos a diario y vivíamos en la misma ciudad? Yo también me lo había preguntado, pero era cómodo. El chat era sencillo y no me sentía preparada para conocer a alguien tan rápido. (...)

Me trago un orfidal. Últimamente necesito uno para dormir, en ocasiones dos; hoy no habrá cantidad suficiente de orfidal que me permita hacerlo. Me tumbo en la cama, aún con la ventana abierta y la vista posada en las sábanas que se agitan por las corrientes del aire. Esta es la señal, Sara: ya vale de encerrarse, de huir, de hablar con desconocidos por internet sin atreverte a quedar con ellos. Si querías un signo, aquí lo tienes. Igualito al poema ese de Rilke: mañana todo cambiará, debe hacerlo, debes cambiar tu vida. Pero a mí no me lo dice un torso griego, sino una sábana sucia en una fachada aún peor. (...)

Después, intenta que volvamos a su corto, me pregunta por ese chico del máster que quiso acostarse conmigo. Quiere distraerme, pero no funciona: ¿qué importancia pueden tener un premio regional de cortos o un burdo ligoteo comparados con la violencia de la muerte? ¿Por qué la gente se empeña en hablar cuando no se puede abordar lo único importante? Ah, tu amante se ha suicidado, o te ha dejado, lo que sea, en cualquier caso ya no existe para ti: tendrás que buscarte a otro. Toca entretenerse, como toca entretenerse cada vez que algo desgarra lo cotidiano. No pienso participar. El psiquiatra diría que esto es un retroceso: mi negativa a superar el dolor es la causa principal del dolor, y no otra cosa. Diego me toca el hombro. Debo de tener mala cara. (...)


Esa noche sueño con Javier, pero en el sueño no tiene la misma sonrisa que en las fotografías. Está vestido con una americana negra y una camisa de color crudo y se enciende un cigarro en una terraza con vistas de Madrid, como si en lugar de trabajar en un edificio cualquiera su oficina estuviese en lo alto de la Torre Picasso. Me sonríe, apoyado en el quicio de metal. Da una primera calada y la imagen se parece a esa que a mí me gusta tanto, la de él fumando entre la niebla. Luego la sonrisa se esfuma y se queda muy quieto, inexpresivo. No triste, más bien en paz, casi sin moverse, con voluntad de ser paisaje. El cigarrillo se consume en su mano mientras lo miro, él solo deja caer la colilla cuando la brasa le quema los dedos. No lo pisa cuando toca el cemento. Parece como si quisiera sonreír, pero se le hubiera olvidado cómo. Entonces da un salto ágil y se encarama al salvacuerpos, alzando primero la pierna izquierda y luego la derecha. Se sienta mirando en mi dirección y levanta por un instante su rostro hacia el sol. Sin ningún tipo de prisa, se deja caer de espaldas sin apartar su mirada de la mía. Desde que Diego se marcha el tiempo se convierte en una cosa extraña, un viaje de avión sin turbulencias que vaga y discurre sin que nada cambie. Sin orden, incapaz de concretarse en eventos o ciclos naturales conocidos: noche, día, noche; domingo, miércoles, martes. Apenas sin salir de la cama, observando durante horas o bien la luz escuálida y escalonada que entra por la persiana, o bien las sábanas aún tendidas del vecino de enfrente. (...)

15 de noviembre: fiesta de (ininteligible), Javier tiene muy mala letra. ¿No es esa fiesta en la que me dijo que se aburrió tanto, en la que me escribió de madrugada que si podía llamarme mientras volvía a casa en taxi? Sí, debe de ser esa, yo también estaba fuera, con Diego, dudando si podía decirle que nos viéramos en algún bar porque estaba un poco borracha y me sentía audaz. No me atreví. En ocasiones le insinuaba que estaba disponible y él nunca daba el paso de pedirme que nos viéramos. Pensándolo bien, es mejor que no nos hayamos conocido en persona. Imagina que hubiera venido a esta casa, que la hubiese contaminado para luego desaparecer, que hubiera manchado con su presencia alguno de tus cafés favoritos o determinadas calles de la ciudad. Imagina que hubiese muerto justo después de conocerte: qué responsabilidad más absurda. (...)

Los centros comerciales son lo peor cuando la existencia parece a punto de perder sus cimientos. La alegría navideña y brillante ocasiona el efecto contrario, los productos de Rituals, los sustitutivos de comida para adelgazar, las revistas estampadas con caras de famosos y los bolsos de diseño se revelan como lo que son: un envoltorio estridente para la muerte. ¿No lo sienten todos los que luchan a mi alrededor por llegar a tal o cual producto, conseguir la atención de un dependiente o cambiar de planta? ¿O solo disimulan? Hubo un tiempo en el que yo no tenía nada que disimular. Caminaba por tiendas y celebraciones con la ligereza de un pez payaso en el acuario. ¿Se puede volver a ese estado? Muchos de los rostros que me rodean son maduros, por fuerza tienen que haber experimentado alguna vez cómo la realidad se desacopla. Pero parecen felices, o al menos calmados. ¿Son hábiles disfrazándose o han accedido a una respuesta oculta? No parecen fingir. Eso es que aún queda esperanza. (...)


No sé cuánto tiempo paso delante de la pantalla viendo desfilar informaciones entre la leyenda urbana y la teoría de la conspiración. Al principio los resultados de sinneslöschen son decepcionantes. La palabra me lleva a una serie de testimonios dudosos en torno a un videojuego de los años ochenta, Polybius, que se instaló temporalmente en algunas salas de juego y que absorbía la mente de los que participaban. Según los creepypastas, provocó daños mentales y emocionales, epilepsia e incluso suicidios entre los jugadores. Las máquinas se retiraron con rapidez y sin huella; algunos acusan a la empresa de ser una filial de la CIA. Experimentación con humanos, claro, experimentación del gobierno de Estados Unidos con la población ciudadana, los malvados tecnócratas y el proyecto MK-Ultra. La idea de que Javier tuviese alguna clase de interés en estas cuestiones es ridícula, alienígena. ¿Javier un conspiranoico? No lo creo, imposible en una persona tan inteligente. Le gustaba Cuarto milenio, pero solo para reírse. Sin embargo, sigo leyendo, primero por Javier y luego por el morbo de navegar entre historias horribles e inverosímiles a partes iguales: Zeitgeist, Slenderman, el 11-S, el bar España, el aeropuerto de Denver, HAARP, Illuminati, las piedras de Georgia y su extraño mensaje en ocho idiomas. Después las palabras me consumen. Miro las imágenes de la piedra. Gigantescos Stonehenge seculares pidiendo la razón y el exterminio del exceso de humanos en un mundo ya superpoblado. Todas las historias que se anclan en el mundo real acaban contando lo mismo: ricos depravados sin ningún escrúpulo moral que juegan con los pobres y desgraciados mientras ellos mismos se preparan para un Nuevo Orden Mundial de control ciudadano, desastre ecológico y merma malthusiana de la población gracias a enfermedades de laboratorio y otras tretas ocultas. Un atentado terrorista en diferido. Menuda estupidez. (...)

Paso a un artículo sobre la posible relación de Polybius con la música de Pueblo Lavanda, una leyenda que más o menos conocía: quince años después de Polybius, en 1996, acusaron a otro videojuego de provocar el suicidio entre los menores de doce años. Esta vez se trataba de la primera edición de Pokémon. Según el lore, los niños que jugaron compartían un cuadro de adicción al videojuego, dolor de cabeza, hemorragia nasal, depresión y principio de epilepsia..., y el último lugar en el que habían guardado partida era en la ciudad fantasma, Pueblo Lavanda, con una torre dedicada a recordar a los Pokémon fallecidos y una música siniestra de fondo. De acuerdo con los morbosos, la melodía contenía sonidos binaurales solo perceptibles por los más jóvenes, y la prueba de que esto es cierto la encuentran en que esa versión de la música no está disponible como tal en ediciones posteriores del videojuego, ni fuera de Japón. Teoría oficial: intento de control mental con unos fines tan oscuros que ni merece la pena escribirlos. Se presuponen. La leyenda se completa con la vinculación de otro glitch de la primera edición de Pokémon, un Pokémon que aparecía solo en determinadas zonas con el número 731, precedido de una animación fantasmal que incluía imágenes distorsionadas, relacionadas, según el fandom, con una división secreta del gobierno japonés durante la Segunda Guerra Mundial que tenía el mismo número. La última de las imágenes era una bandera de Japón con el kanji del Emperador, y el creepypasta lo asociaba al intento de formar un nuevo imperio japonés alienando a los jóvenes para una Gran Batalla, un MK-Ultraamarillo. Hay unos documentos probablemente ficticios en los cuales un empleado de GameFreak, Shin Nakamura, distribuía información confidencial relativa a las muertes de varios niños que probaron el juego justo antes de su comercialización. Su mujer fue la que compuso la banda sonora de Pueblo Lavanda y, poco después, su hijo apareció muerto. Shin Nakamura se quitó la vida en el Bosque de los Suicidas el mismo día en el que se lanzó Pokémon al mercado, dejando una carta para su mujer. (...)


Falto dos días más a clase y vuelvo, pero esa mañana Diego no acude, así que me siento sola en la última fila. Mis compañeros me ignoran, una de mis profesoras me observa como si fuese una enferma terminal. De nuevo, esa noche paso cerca de dos horas mirando las sábanas tendidas en el piso de enfrente, cada día más sucias que el anterior, sin música, escuchando cómo suenan las calles, los niños que salen o entran del colegio vecino o los adolescentes haciendo botellón; pingándome sobre el alféizar y mirando la calle como desde un trampolín. Recuerdo la imagen ficticia de Javier en la terraza de su trabajo, la imagen de mi última pesadilla, de mí misma sosteniendo un cuchillo contra la piel desnuda de mi vientre. ¿Siempre tienen que ser así las cosas? Y entonces suena el teléfono. (...)



Luis pregunta: «Y dime, ¿qué tal por Tinder?». Su foto: una selfie en la que se ve su teléfono, con un gorro de lana y unas gafas redondas. David me manda un GIPHY, no sé por qué le he aceptado. Tiene la típica descripción de «Viajar, sentir, una buena conversación» junto al emoticono de una copa de vino. Julio me envía directamente su número de móvil sin hablar, supongo que le da vergüenza que alguien pueda ver que está usando la aplicación. O a lo mejor le da igual quién sea yo, y solo quiere follar. Hago un match más con Silvio: es guapo, pero leí en su descripción que, de hecho, tiene novia, y que «vive su relación de otra manera». ¿Lo sabrá ella? No quiero repetir algo como lo de Javier. He escrito a Jaime, me gusta su foto. Se parece un poco a Javier, y su descripción dice que le gusta el arte, aunque de forma tan vaga que puede significar cualquier cosa. No me contesta, y ya le escribí hace tres o cuatro horas. Mario me da una respuesta detalladísima a mi descripción, comentando cada una de sus líneas, y también mis fotografías. Empalagoso. Simplón. Qué pereza. Veo que, desde que me desinstalé la aplicación —cuando comencé a hablar solo con Javier—, un tal Sam me ha insistido periódicamente con «¿Cómo estás?» y «¿Sigues viva?». En realidad, no era mal perfil, ¿debería darle una oportunidad? David 2 me pide más fotos y me pasa su número de móvil para que pueda enviárselas. Lo cierto es que me gustaría quedar con alguien, llevo días encerrada en casa. Julio insiste, pero no me interesa. Vuelvo a la pantalla de descubrimiento, empiezo a repartir corazones verdes y cruces rojas, me entristezco al ver que todos los que me han dado Superlike son señores decepcionantes en todos los sentidos: así que eso es lo que valgo, ese es mi patrón de medida. Un tal Miguel tiene en su descripción «No sé qué hago aquí». Aunque sé que se refiere a «en Tinder», sus ojos asustados y excesivamente abiertos hacen posible la interpretación de «No sé qué hago aquí, en el mundo, en la vida». Canción de culto: Radiohead. Con eso puedo trabajar. Pero no me devuelve el match. (...)

Paso la tarde intentando entretenerme con rituales estúpidos de skincare coreano, Friends, vídeos para ejercitar tu cuerpo en cinco minutos, la radio. Nada funciona, cuanto más lo intento, más ganas tengo de hablar con Javier, es casi una necesidad física. Debe de ser otra fase del duelo: primero tristeza y anhedonia, después anhelo del objeto perdido. No puedo quedarme en casa y, no sé cómo, termino andando de camino a El Corte Inglés de Nuevos Ministerios con el ánimo pesaroso y un orfidal en vena que me impide articular los pensamientos de forma coherente, como si en mi cabeza se reprodujera una y otra vez el final de la conversación, un silencio recriminatorio interrumpido por mis balbuceos de disculpa. Tomo una cerveza de camino y, como llevo días sin comer nada, me marea y me provoca una migraña sin concesión que hace que camine más y más lento. (...)

A lo mejor soy incompatible con cualquier promesa de felicidad. Quizá solo soy esa dimensión negativa y compleja en la que algunos hombres quieren refugiarse de vez en cuando. (...)



Leí algunos libros, volví a pasarme Limbo, buceé durante horas en Sanctioned Suicide y Fabrizio me envió el artículo de Seymour Tyler. Giraba en torno a una mafia de los suburbios de Nueva Orleans cuyo líder, Michael D’Alessandro, era en teoría uno de Los Escorpiones, los presuntos creadores de El lamento de Orión o Polybius. A lo largo del relato de Tyler, se veía cómo D’Alessandro insertaba en la comunidad las máquinas recreativas que más tarde enloquecerían a unos cuantos infelices, cómo experimentaba con algunas mujeres exponiéndolas a unos audios malditos escondidos en unos casetes para aprender un idioma. Las víctimas aparecían muertas en sus casas sin rastro de allanamiento o violencia. Se habían dejado morir de hambre y sed. También me envió un relato sobre unos profesores de la Universidad de Oklahoma que se habían quedado catatónicos después de investigar un archivo en torno a una traducción misteriosa, al que también habían nombrado como «3». Por lo que Fabrizio me mostró, en línea con el artículo de Siskind, había toda una mística en torno al tres invertido: vídeos de políticos y famosos que contaban hasta tres usando los dedos de la mano izquierda, presuntos Escorpiones. Colecciones de grafitis en paredes abandonadas, documentos oficiales o cintas marcadas con el número al revés que quizá remitían a la posible organización. Tal vez no le gustaban los videojuegos, pero su teoría tenía el tufillo de uno: palabras mágicas, divinas; organización malvada que se aprovecha de un conocimiento arcano para controlar el mundo; símbolos que los distinguen. El tres invertido era el principal, pero también el signo del zodiaco Escorpio, la malaquita, el mercurio (los D’Alessandro son descendientes de Torricelli, me explicó una noche Fabrizio, y el mercurio siempre ha simbolizado lo espiritual), la constelación y el gigante Orión. No hay una versión cerrada sobre la historia del gigante cazador: en algunas su pecado es jactarse de poder acabar con cualquier animal sobre la Tierra, en otras de enamorar a Artemisa o violar a Pléyone, y en muchas de las versiones los dioses lo castigan matándole mediante la picadura de un escorpión para castigar su hybris. Si lo dejo hablar lo suficiente, acaba diciendo que Los Escorpiones, a través de diversas empresas pantalla, utilizan la industria del entretenimiento para enloquecer a sus usuarios poco a poco valiéndose de sus secretos espirituales. Me reí de él la primera vez que lo contó: ¿Y para qué? ¿Domesticación para la guerra futura? ¿Merma selectiva de la población? ¿Nuevo Orden Mundial? No digas tonterías, contestó muy serio: a veces lo utilizarán para controlar mentes, eso está claro, pero seguro que su principal motor es obtener beneficio económico. Sí, para él son así las cosas: la depresión, la ansiedad, el TDAH o incluso el autismo son enfermedades casi contagiosas que se transmiten por impulsos eléctricos. Y, por supuesto, Los Escorpiones ganan mucho dinero atiborrándonos de Xanax y Adderall. No me gustaba esa deriva tan conspiranoica. Creer en un juego mágico o elemento sobrenatural es una cosa, pero esos vídeos en los que alguien analizaba los discursos de Roosevelt, Kennedy o Clinton para buscar señales secretas me parecían demasiado. Prefería que hablásemos de nosotros. (...)

se rio de mis selfies del instituto y de los posts grandilocuentes que escribía hace un par de años sobre cultura o política. Muchas de nuestras conversaciones comenzaban con Orión o los suicidas, aunque siempre y sin excepción acabábamos hablando de otra cosa. ¿Me gustaba? Puede ser, pero había decidido postergar el juicio a ese respecto, ignorar tanto mi dependencia creciente como esa necesidad de sombras que él parecía tener, y que alimentaba las que yo misma poseía; ignorar a su vez el miedo creciente de que, como pasó con Javier, todo fuera un engaño. ¿Cuánto estaba dispuesta a dar? A lo único que no volví fue a los videojuegos, después de pasarme Limbo e imaginarme que acompañaba a Javier por el inframundo. Me recordaban demasiado a él, y Fabrizio los detestaba. Creía que la dependencia de los estímulos electrónicos es la principal causante de cualquier trastorno, sea por videojuegos o por redes sociales. Un día traté de bromear con él sobre la cuestión: no has tenido infancia, dije. Se pasó dos días sin hablarme. Solo salí de casa un par de veces y él quiso saber a dónde iba y cuándo iba a volver, igual que se preocupaba diariamente de si hacía o no cosas que merecieran la pena. Está bien que a una la vigilen un poco. Una tiranía dulce. (...)


No soporto pensar que este mundo es el único posible, pero no tengo fuerzas para ser creyente —dice—. ¿Te llamo? ¿Vemos alguna película? No me apetece mucho hablar de estas cosas. He pasado todo el día sintiéndome culpable por no haber ido finalmente a casa, llevo dos semanas sin hablar con nadie que no sea Fabrizio —Diego está oficialmente enfadado—, me pesa el vacío de no tener a quien felicitar las fiestas, de que mi vida no tenga ninguna incidencia en el mundo. Al principio me sentí orgullosa de quemar todos los puentes con mi pasado, pero no me imaginaba esto. Y me duele la cabeza (...).

—Nunca me has contado por qué escogiste el nombre de Fabrizio Canturelli —respondo en su lugar. Confío en la capacidad de Fabrizio para enfrentarse a mi hundimiento progresivo simplemente conversando. 
—Lo encontré investigando sobre la República de Fiume. Fue una especie de intelectual italiano rico que apareció de repente después de la Primera Guerra Mundial, con ciertas vinculaciones al régimen de Mussolini pero sobre todo a Gabriele D’Annunzio. 
—¿Y por qué te interesó Canturelli? 
—Fue un personaje con cierta relevancia en la alta sociedad romana, y está completamente olvidado. Un incomprendido muy interesante. Daba unas fiestas famosas en Roma, un poco raras. Siniestras. Con juegos macabros o con componente sexual. Como un Eyes Wide Shut italiano. Y escribía textos, artículos y diarios filosóficos sobre qué era la vida buena o cómo sobrevivir en la desesperanza de un mundo acabado. Tiene un libro muy interesante, Alienación y juego como forma de vida, pero no está traducido a ningún idioma. Era uno de Los Escorpiones, aunque de la rama buena. Ignoro lo de Los Escorpiones. Es el único momento en el que Fabrizio no me gusta en absoluto, cuando insiste demasiado con esa cuestión. 
—¿De qué iba el libro? 
—Del deseo y la imposibilidad de llevar una existencia auténtica. Del juego y el éxtasis como formas de conseguirlo. Y, en cierto modo, hace una defensa del suicidio y la eutanasia. La mujer de Canturelli se suicidó en 1920 y él lo hizo más tarde, durante la marcha sobre Roma. La tumba de su esposa está en Barcelona, no se sabe por qué, y cuando él murió, en 1922, pidió que lo enterrasen con ella. Es preciosa, carísima, nada hortera. Me hizo pensar que querría salir con alguien que, si yo muriera, me hiciese una tumba ahí. Mi ex no tenía buen gusto, está claro. En cualquier caso, me llamó la atención y a partir de ahí empecé a buscar. Y llegué a El lamento de Orión. Me siento un poco ridícula. A mí casi nunca nada «me llama la atención» o «me interesa», como suele sucederle a él, o como también le sucedía a Javier. (...)

Alba regresa días más tarde, ¿ya ha pasado Reyes? Es difícil saber cuál es la medida de los días cuando apenas sales de casa o no tienes nada que hacer. Lo único que avanza a mi alrededor son las conversaciones con Fabrizio, ya ni siquiera entro en Sanctioned Suicide. Un día la madre de Javier me escribe para felicitarme el año y no le contesto. Una noche que no puedo dormir juego al Pokémon Perla con el equipo que creamos juntos, una de las últimas cosas que hice con Javier, y también intento leer Madame Bovary, el último libro que él leyó. Duermo de día y juego de noche, el libro no lo acabo. Tampoco le cuento nada a Fabrizio, sé que le molestaría. Incluso que juegue le molesta, aunque no sepa casi nada de Javier. Un día, de repente es 14 de febrero y mi madre me llama para felicitarme el día de los enamorados, una vieja costumbre entre nosotras. Es febrero, qué inverosímil, cómo puede haber pasado tanto tiempo, cómo puedo haber pasado tantos días y tantas noches postrada en esta cama. Es febrero, sí, y de forma sorprendente sigue todo igual. (...)

Era extraño —comencé a escribir—. No es que fuese mejor o más interesante que otras personas que conozco, pero cuando hablaba con él me sentía solo yo misma. Es raro, porque a veces, hablando con él, era todo lo contrario a lo que yo soy, y al final él tampoco era quien decía ser. Era más infantil, o coqueta, o paranoica. Pero sentía que, ante él, estaba sola y era simplemente yo, que sus palabras me requerían de tal forma que no me podía escudar en nada, no en lo que nadie esperaba de mí, no en lo que yo creía que significaba ser yo. Que cada una de las veces empezaba de cero, que en cada gesto demostraba de una vez por todas qué era lo que quería de verdad. Supongo que es lo mismo que experimenta un creyente cuando se siente delante de Dios: no hay excusas. O lo que siente alguien que tiene una pasión y que la ejecuta, en un movimiento automático en el que no cabe decir soy de tal o cual manera, soy inteligente, o cobarde, o estúpido, o conservador, así que actuaré de ese modo. Me absorbía. Era como un juicio permanente sobre mi singularidad, sobre cada pequeña posibilidad de mi ser, sobre qué significaba ser auténticamente yo. Me parecía tan inteligente. Tan moral. Tan único. A él pude contarle lo que me pasó en Zaragoza. Nunca he podido contárselo a nadie. Cuando hablábamos no sentía el paso del tiempo, nunca tenía tiempo de mirar la hora, o de pensar en otras cosas, o de martirizarme con algo que no fuera él. Y eso me angustiaba, claro, pero merecía la pena. Merecía la pena porque encontraba en toda esa angustia una prueba de que existía en el mundo, de que tenía alguna clase de libertad, aunque fuera la de equivocarme. ¿Entiendes? Y porque, de repente, habían desaparecido tres o cuatro horas. Siempre agradezco que las horas desaparezcan. (...)


Estoy en casa con un cuchillo en la mano sostenido a la altura de mi estómago, apretando la hoja contra la piel. Busco desesperadamente a alguien en mi agenda, pero nadie coge mis llamadas. Miro la puerta para ver si Alba regresa, apretando cada vez más el cuchillo contra la piel. Sé que, si nadie me coge el teléfono, si nadie me rescata, me mataré. Y no quiero hacerlo en realidad. No quiero morir, pero me siento incapaz de apostar yo sola por la vida, así que llamo a emergencias mientras me arrastro hacia la ventana. Responde una voz femenina. —Emergencias, ¿en qué puedo ayudarle? —Estoy herida —digo con un hilo de voz—. He perdido mucha sangre. —¿Dónde se encuentra? —responde alarmada. Me quedo sin palabras. Tengo la sensación de que no va a servir de nada, así que cuelgo y me dejo caer al suelo, sin soltar el cuchillo; el rodapié se clava contra mi carne, el mundo está lleno de cristales rotos, quiero gritar, pero es como si mi boca no pudiera seguir la orden, incapaz del alarido. Vuelvo a intentar llamar a mi madre, a Diego, a amigas de la adolescencia, compañeros del máster, quien sea: nadie me responde. (...)

Llego a Barcelona pasadas las diez de la noche y me tiro todo el viaje mirando cómo atardece por la ventana. Al bajar, me saluda un viento de olor agrio, camino por la estación de Sants hasta la puerta principal y me lío un cigarrillo. Estoy en una poyata, sola y con la maleta pequeña entre las piernas, mirando hacia una pared llena de grafitis. Apenas hay nadie, es domingo y la estación está llena de solitarios que se mueven de forma errática, cuerpos siniestros y apaleados como los monstruos de un cuento infantil. Imagino que soy la única superviviente de un terremoto o de una catástrofe que llega a la última ciudad que se sostiene sobre sus cimientos. Qué fácil sería actuar en un espacio así, sin decisión o duda ante la angustia de las circunstancias. Por eso debe de gustarle tanto a Fabrizio la conspiración de Los Escorpiones. Hace que parezca que la vida urge, que hay que moverse, ya, no pensar en nada. Me vibra el móvil, es él, pero no voy a mirarlo hasta que termine de fumar. ¿Y si no voy a su casa? ¿En qué estaba pensando cuando accedí a visitarlo? Podría darme la vuelta, coger un hotel, cualquier cosa, rechazar mi destino en apariencia ineludible. Le dije que iría directamente a su casa y él me dio explicaciones precisas sobre qué metro tenía que tomar. Insistí en que no fuera a buscarme a la estación, había algo obsceno en imaginarlo en el vestíbulo de llegadas, saludándonos en público por primera vez. Camino por una avenida ancha y empinada con la sensación de que pronto sucederá algo, algo horrible e irremediable. No obedezco sus indicaciones. (...)

tiene un pene raro, enorme, curvado e inclinado hacia la izquierda, le da aspecto de sátiro. Besarme es el único gesto natural; después me alza de la cama y me pone contra la pared, lame mi espalda mientras me arranca la ropa. Me pega, no demasiado fuerte, y me pregunta si me molesta. Digo que no. Me tumba en la cama y sigue comportándose de forma exagerada, como si hubiera una cámara filmándonos, me besa de manera teatral, me da un par de azotes y me dice que me coloque encima. Apenas me entra su miembro y me duele, me duele mucho, pero no me atrevo a quejarme. Hace que cambiemos de postura varias veces y pienso que jamás se va a correr, así que finjo un orgasmo como táctica preventiva, cuando estoy a gatas en el suelo. Luego trato de decirle que estoy cansada, pero insiste en que le chupe la polla. Lo hago, claro, qué otra cosa podría hacer, aunque es difícil por la forma de su pene, el glande golpea todo el rato partes inesperadas de mi garganta. Podría llegar a vomitar, y cuando él se corre dejo que el semen se escurra por las comisuras de mi boca. Me acaricia la cabeza como si fuese un perrillo complaciente, me da una cachetada en el culo y propone que nos bañemos juntos en su ducha enana y llena de mugre. Sigue actuando mientras lo hacemos, me susurra que soy preciosa y que tengo una piel increíble, insiste en lavarme él en lugar de hacerlo yo, en secarme con una toalla rugosa que tiene las siglas de una cadena de hotel. Él casi no emplea jabón sobre su propio cuerpo. Supongo que después de esto solo queda que durmamos juntos en esa cama enana. Con disimulo, tomo un ansiolítico mientras me lavo los dientes y espero a que me haga efecto. No lo hace. No me deja dormir, no para de sobarme hasta que cae rendido. Me levanto con disimulo a buscar otro ansiolítico en mi neceser y él me pregunta entre sueños qué estoy haciendo. No contesto, a la espera de que la pregunta se disuelva. La repite. Le digo que tenía que escribir a mi madre, y eso parece contentarlo. (...)


Por la noche, los sueños se acomodan al desorden de la realidad nueva: sueño que estoy en el apartamento de Fabrizio, en la cocina sucia fusionada con el salón, con un montón de ansiolíticos alineados en forma de tres invertido, a punto de tragarlos. Él duerme en el cuarto y yo sé que me los voy a tragar, intento llamar a mi madre, a Diego, a Alba, y no funciona. Intento despertarle, pero está tan dormido que no reacciona, así que me los trago todos, en orden, sin agua para bajarlos. Después me tumbo a su lado y él me abraza con la familiaridad de una vida en común. Empiezo a relajarme, demasiado, me asusto e intento levantarme para llamar a emergencias. Pero él me está abrazando fuerte y no puedo salir de la cama. (...)

Los días se desenvuelven a través de paseos por la ciudad y conversaciones eternas sobre los mismos temas, véase: divagaciones sobre Sanctioned Suicide y el juego —incluso insiste en que probemos una simulación de Polybius, lo cual no me hace ninguna gracia—, el análisis pormenorizado de todo lo que ha sido nuestra vida desde nuestro nacimiento, curiosidades históricas con las que trata de impresionarme, juegos siniestros con el lenguaje con los que parece divertirse —¿serías capaz de sacrificarte por la humanidad?, ¿a quién elegirías para que fuese el único superviviente de una catástrofe?, ¿qué obra de arte permitirías que se destruyera con tal de salvar a tu madre?, ¿cuánto tiempo crees que serías capaz de estar sin hablar con absolutamente nadie?, ¿de qué extremidad o sentido podrías prescindir?—, y divagaciones sobre sexo y sexualidad. Fabrizio —Manuel— quiere saber con cuántas personas me he acostado, cuánto tiempo y qué pensé exactamente en cada una de esas veces. Tras escucharme, concluye que el sexo es algo que jamás he disfrutado de verdad y que no me resulta natural, sino algo parecido a un espectáculo extravagante. Puede ser, convengo, aunque no sé si es cierto. Intento rehuir todos los aspectos que me angustian de nuestras conversaciones hasta que llegamos a su cuarto. Fabrizio —Manuel— no me presenta a nadie durante los días que estoy ahí: llevo ya tres, y voy a quedarme hasta el final de la semana. Me dice que ha acabado de malas formas con casi todo el mundo por la ruptura con su ex, que ninguno de sus amigos merecía la pena en realidad, excepto yo, claro, eres perfecta, eres preciosa, me alegra tanto que por fin estés aquí. Y de alguna manera esas palabras son un ancla, mantienen fijo mi desorden. (...)

Esa es la clave para que un hombre no te haga daño: fingir hasta la extenuación que sus estupideces no te aburren. (...)

—Creo que ya me sé la historia que no me cuentas. Alguien te hizo sentir como la mierda insignificante que eras y te enseñó lo que en el fondo tú ya sabías: que no merecías que te quisiera nadie y que tu vida no servía para nada. Parece que te estoy diciendo algo horrible, pero solo es la verdad. Hay gente a la que se lo enseñan sus padres, a otros sus novios, a otros sus compañeros de trabajo o cualquier panda de subnormales. La verdad a la que algún día llega todo el mundo, o al menos todo el mundo que no es estúpido, a lo mejor a ti te llegó demasiado pronto, cuando aún no estabas preparada. Pero ya lo sabes, y ahora no hay nada que puedas hacer para ignorarlo. Intentas luchar contra ello y por eso sufres. Yo te ofrezco una salida digna. Heroica, he dicho, y así lo creo. No te prometo que te vaya a cuidar, que lo haré, sino que te voy a entender como ya sabes que te entiendo. Es fácil, en realidad. Deja de luchar. Es patético ver cómo lo haces. Y no me gusta verte así. (...)


Mychemicallife: Desde que escuché hablar de El lamento de Orión he soñado con encontrarlo. La idea de dejar de sufrir, dejar de preocuparme, alcanzar la paz... Siempre he querido ser una de esas personas que están tres días o una semana desaparecidas porque son felices y porque está todo bien. O que necesitan estar solas de verdad, estar en calma, no hablar con nadie, que disfrutan de su propia compañía. ¿Entendéis? Antes de conocer el juego, ya deseaba algo así, y cuando lo encontré me emocioné. Llevo cinco años rastreando noticias, preguntándome dónde está, jugando a simuladores, acumulando creepypastas. Y nada. Sé que mucha gente por aquí dice que si lo deseas mucho, no aparece, pero me da miedo creer eso, porque entonces se parece a una de esas típicas leyendas urbanas falsas y entonces tengo que dejar de creer en ello, y no puedo. Quiero pensar que hay alguna clase de salvación. Llevo diez años deprimida. Bueno, llevo toda la vida deprimida... Qué os voy a contar. Estáis todos aquí. ¿Cuánto tiempo llevamos aquí? ¿Alguien tiene una pista real, algo? Mandadme un DM si sí. Soy de Frankfurt, por si hay alguien aquí de la zona. Lo he pasado muy mal y me gustaría hacer que la gente se sintiera mejor. Me gustaría quedar con alguien. Providence: Ánimo, hermana. Seguimos buscando. La felicidad está en alguna parte. Wilcomachine: Te entiendo. De verdad que te entiendo. Yo no acabo de creer en la leyenda de Orión, pero me gusta pensar que existe. No solo para mí, sino para mi madre... Es feo decir esto, pero necesitaba escribirlo en algún sitio. Ojalá ella lo encontrara, y con ello encontrara la calma. (...)

Thegetupboy: @mychemicallife Tienes que aceptarlo. La salvación no es para todo el mundo. La felicidad no es para casi nadie. Yo ya me resigné. ¿Cuándo lo vas a hacer tú? Heartbitch: Mi familia es muy religiosa y piensan que si te suicidas vas al infierno. Yo soy atea, pero a veces pienso, vaya, ¿y si es verdad? Una cosa es pasar unos malos años de vida, otra es... Bueno, pudrirse en el infierno. ¿Creéis que si te dejas morir vas al infierno? No lo digo solo por Orión. Lo digo en general. Drowninginsand: No hay infierno, y si lo hay es para quien se lo merece. Mychemicallife: ¿Infierno? Esa es de las cosas que no me gustan de estar aquí. El infierno es una construcción cultural para convertir el sentimiento de culpa en una estructura social. Pensad un poco. Leed un poco. De verdad que no me puedo creer que esté compartiendo foro con gente que cree en el infierno. Yourwordsburyme: La verdad es que el infierno no me da miedo. Un tormento detrás de otro, en orden, aunque sea para siempre... Podría soportarlo. Quiero decir, creo que estoy hecho para sufrir, creo que podría llevarlo bien, sobreponerme. Lo que no puedo aguantar es la idea de un vacío absoluto, de estar suspendido en la nada viendo el tiempo pasar sin poder moverme ni hacer nada, solo soportando el peso de la eternidad. Aunque, bueno, si lo pienso bien, eso es mi vida ahora. (...)

Lleva en la mano la bolsa de alimentar a los gatos de la fuente y el frío le cala los huesos. Aunque el esqueleto siempre está mojado. Nunca se le había ocurrido pensarlo así. También lleva encima una buena tostada de PCP, quizá por eso está tan tranquilo. De hecho, ese es justo su efecto favorito del PCP: cuando uno lo toma es sencillo creer en el alma, una bolita de conciencia escolástica que solo se relaciona con el cuerpo físico por costumbre o accidente. Imagina la suya como un geniecillo ojeroso azul eléctrico que lucha a duras penas por no caerse de lo alto del cerebro. (...)

Aquí viene un experimento mental interesante: si uno, en la soledad del hogar, tiene indicios claros de que hay alguien más ahí cuando no debería haberlo, ¿qué prefiere? ¿Que haya un extraño agazapado y esperando para atacarte en la ducha, o que lo que a tu mente le parece una evidencia empírica sea una ilusión delirante? El enemigo, ¿fuera o dentro? He aquí una gran pregunta para un test de compatibilidad romántica, y no esas estupideces de playa o montaña. Si hay que elegir, Thomas prefiere al enemigo fuera, y de hecho está casi convencido de que este es el caso: el PCP no suele causar pérdidas de memoria, ni tiene ningún blanco de esa noche, ni lo ha mezclado con nada. Pero lo que desde luego ha conseguido es que no tenga miedo, probablemente por la afinidad metafísica de la droga con la teoría platónica del alma. En el peor de los casos, su geniecillo azul se las apañaría bien sin un saco de huesos húmedo que lo pasee por ahí, está seguro. (...)

Ahora Thomas se imagina a ese invitado no deseado sentado sobre el capó del coche, en el garaje, y de pronto sí tiene miedo. ¿Debería llamar a la policía? ¿Hacer guardia con el perro hasta que amanezca? Apaga la música. Le tiemblan las manos y hace que todo parezca una película de terror. ¿Qué le diría a la policía, que seguro tiene otras preocupaciones? Ha visto películas suficientes como para saber que, aunque alguien te enviara un riñón humano por correo postal diciéndote que le encantaría tener uno de los tuyos, poco pueden hacer las fuerzas del orden hasta que la amenaza se concrete. Menos aún con un allanamiento de morada en el que el ladrón no se ha llevado nada. Lo que desde luego no va a hacer es dormir, así que se traga un obetrol para ver si puede hacer de la angustia algo productivo, no recrearse en el miedo o en la autocompasión por su soledad forzosa. Para él, la represión es el mejor de los inventos humanos, mucho más que la democracia, la imprenta o la penicilina, así que pone todo de su parte para que funcione, y sabe hacer que lo haga. Es el momento de trabajar. En mitad de su delirio compositivo le entra un mensaje de Annabelle, la chica con la que compartió estancia artística hace unos años, pero no lo lee. Lo hace cuarenta horas después, inmerso en un bajón químico ahogado en tostadas con Nocilla y telerrealidad. (...)


Perdona. No quería decir eso. Gracias. Gracias por preocuparte. Te quiero. Julián se queda en silencio unos segundos. Es bien triste cómo las cosas bonitas a menudo se dicen para evitar otras más sinceras, «déjame en paz» en este caso. El porro empieza a subirle, y Thomas se tumba en el suelo con las piernas sobre el sillón. Se siente culpable, así que escucha sin rechistar el relato completo y larguísimo de la última película que ha visto Julián. Mientras lo hace, se pregunta qué partes del argumento narraría él a otra persona de forma diferente en el caso de que la hubiera visto (que no), a qué detalles daría importancia. Intenta plantear la cuestión a Julián, pero parece un colgado y no se entienden. —¿Estás fumado? —Qué va. A partir de ahí intenta decir solo frases inteligentes y precisas para alimentar la sensación de que se encuentra perfectamente. Julián se lo merece. A veces es la única roca que tiene a mano para no perder la cordura, y así se lo dice, y le da las gracias. Si supiera todo lo que está tomando, iría él mismo a buscarlo en coche para arrastrarlo de vuelta a la civilización. (...)


Vamos, vamos —le dice al perro—. Pero ni de broma por ahí. Ha susurrado. Ha susurrado a un perro en medio del campo, qué gracia, y qué remedio que reír. No debería haberse liado el segundo porro. Hay un giro a mitad de camino que lleva a la carretera principal, cuesta abajo. Tomarán ese. Ni el primero. No después de las últimas noches. Quizá no haya nadie, o si lo hay es inofensivo, otro paseante como él mismo. Es lo más probable, pero también lo es que funcione un paracaídas, y alguno se mata por ahí cuando se tira. No pienses en marihuana. En este pueblo hay paseantes en verano, no en invierno, a cinco o diez grados; la mitad del pueblo parapetado en sus casas, la otra mitad gastando el tiempo fumando cigarros frente al bar. Y qué mal huele, la cabrona, a sobaco de atleta, a abono biológico. Ya está: ha pensado en cómo huele y otra vez la náusea. Seguro que no hay nadie, uno de esos rebotes típicos de los alucinógenos. Tampoco es una noticia increíble: ¿cuántos se habrán quedado tarumbas por algo similar? Bien visto, casi mejor que la figura sea real, ¿y qué si alguien los sigue? Aquí están él y Mayordomo, treinta y seis años y ocho respectivamente, plena potencia física en ambos casos, y con la entereza propia de quien tiene poco que perder. Eso solo es cierto en su caso: Mayordomo le tiene a él por encima de todas las cosas, lo cual sí constituye una noticia maravillosa. —¡¿Hola?! —grita al horizonte, y su voz retumba contra las grandes torres de heno. Mayordomo lo mira con el mismo estoicismo que el psiquiatra de su adolescencia, solo le falta una pipa humeante y ponerse chaqueta para volverse humano. Le tranquiliza la calma de su tez combinada con sus dientes largos y potentes. El puto Bruce Willis de los chuchos, y además le quiere. No se merece esto. (...)

Solo cumple a medias sus buenos propósitos: no cocina, pero al menos elige la típica crema de verduras Knorr, que casi cuenta como una comida sana. Lo que sí pospone es afeitarse: el baño está bastante limpio después de sus esfuerzos, no quiere estropearlo. También engulle kilos de pan, con la esperanza de que ayude a que desaparezca cualquier rastro de Sustancias en su cuerpo, si bien el susto y la carrera ya han hecho bastante por la causa. En la tele hay un programa de reformas de hogar a todo trapo desde que entró. Siempre pasa las cenas así, con el televisor volumen anciano. (...)
Ahora que vuelve a estar deprimido, Thomas tiene que luchar con todas sus fuerzas contra la convicción de que los años de sosiego y alegría entre su primera depresión y la presente no fueron más que una ilusión vacua que lo alejaba de la Verdad Profunda de las Cosas, esto es: que la vida merece poco la pena y más valdría morirse cuanto antes, si no fuera porque quién sabe lo que toca después de la muerte, acaso algo mucho peor. (...)

Tampoco es que necesitase dinero, pero sí reconocimiento. En cualquier caso: le resultó sencillo olvidarse por un tiempo de la Verdad y entregarse a los placeres mundanos, cierta fama, papers académicos, un poco de romance, el típico material que llena una vida. (...)

Su siguiente despertar es uno de esos en los que se incorpora con un grito en la boca, aunque no sabe a qué se debe. Ese es el mayor inconveniente de olvidar las pesadillas: uno no sabe si teme perder los dientes, caer en un agujero enorme, la muerte propia o ajena, una traición o qué; quién es ese terrible enemigo onírico que lo ha expulsado del sueño. Cuando al miedo se le quita su objeto claro, deja de ser miedo para convertirse simplemente en angustia. Y Thomas bien sabe que la angustia es la sensación más insoportable, mucho peor que cualquier dolor concreto. (...)

Al principio ni siquiera está seguro de si está o no despierto, ni tampoco de si esa cosa terrible que pende sobre él ha sucedido ya, está sucediendo ahora mismo o está a punto de suceder. Orbita a su alrededor, como vuelo circular de aves hambrientas, y a la vez la sensación está posada sobre su pecho, impidiendo que se levante. Pero debe hacerlo, porque lo que está claro es que sea cual sea el motivo de su desazón, con toda seguridad está dentro de sí y no en el exterior, ya que se las ha apañado para encontrarlo con la casa y los párpados cerrados. Incluso, diríase: gracias a que no había nada ni nadie más que su propia conciencia, ha tenido todas las facilidades para atacarlo, y debería huir cuanto antes de dicha soledad. (...)

Thomas odia el dolor, y nunca se le ha pasado por la cabeza infligirse ningún daño físico... Lo que le faltaba ya, pincharse las piernas o los brazos con un objeto punzante, como si lo que lleva encima no fuera más que suficiente. No, no quería morirse, solo que eso desapareciera. Suponer que Thomas quiso matarse por el mero hecho de matarse sería como creer que, cuando los adolescentes borrachos juegan a fuck marry kill entre sus profesores de religión, física y matemáticas, de verdad tienen algún interés por tocar los genitales del profesor de matemáticas o casarse con el padre Nicolás. Sencillamente no quedaba otra opción. Un círculo de fuego en el que las llamas cada vez están más cerca pero nunca llegan a cerrarse, y la angustia interminable por quemarse, a menos que uno se lance contra ellas. Y tampoco parece que nadie pueda o quiera venir a rescatarte. (...)

Esta vez sí viene alguien: Mayordomo, arañando la puerta del baño con su saludo matutino. Casi llora al verlo. Deja que le suba las patas en los hombros, le lama la cara y les dé un buen motivo a sus células para soportar el asco existencial. Cómo adora a ese perro, cuánto amor puede concentrarse en un cuerpo que ni siquiera es humano. Aunque su llegada ha logrado sacarle de ese pozo, el arrebato repentino de cariño está a punto de sumergirlo en otro: la autocompasión, la lástima que le da que Mayordomo tenga que soportarlo, el recordatorio en sus visitas al veterinario cada vez más frecuentes de que algún día también morirá, un breve pensamiento para el Innombrable que se esfuerza en reprimir, un sentimiento aéreo de pena y culpa por todas las personas que ha conocido y querido alguna vez, que han tenido que soportarle también, y que más pronto que tarde morirán y desaparecerán en el vertedero de la Historia. (...)


Una noche, mientras miraba las fotos de sus funciones, que guardaba en una carpeta del ordenador llamada ***Marta!!!***, pensó: «Ah, así yo también sería guapo». Su hermana era indudablemente bonita, pero no todas sus compañeras lo eran. Había tantos tallajes en la ropa, cortes de pelo, maquillajes... Quien no era guapa era porque no se lo tomaba en serio. A él solo le quedaba el pelo al tres, su cara ojerosa, su bozo y su sobrepeso. Con catorce años, Marta ya tenía un bigote depilado y unas cejas de artista de cine. En la familia corría tanto pelo que uno podía moldearse la cara como quisiera eliminándolo, pero a él no le estaba permitido hacerlo. Su padre dejaba claro una vez al día lo que pensaba de maricones y metrosexuales. Una tarde toda la familia menos él se fue a una de las exhibiciones de Marta. Solían obligarlo a acudir, pero esta vez dijo que tenía que estudiar, al fin y al cabo ya estaba en el instituto. ¿Y si se conectaba? ¿Qué podía pasar? Eso hizo: se metió en los foros correspondientes y pasó tres horas hablando por mensajes privados con un tal NightWhite, un chico algo mayor que le dio su Messenger. Luego consiguió los Messenger de otros miembros, y posteó, y se metió en un debate anticlerical (él era anticlerical principalmente porque su madre era una meapilas) que le granjeó muchos mensajes privados. Su perfil no tenía fotografía, sino una imagen de cómo se imaginaba que podría ser su personaje en el foro de Bleach. Nadie ponía su propia cara por aquel entonces, daba miedo la mirada ajena. También se hizo esa tarde una firma para los foros con una frase de Nietzsche: «El individuo ha luchado siempre para no ser absorbido por la tribu. Pero ningún precio es demasiado alto por el privilegio de ser uno mismo». No estaba seguro de si de verdad luchaba por no ser absorbido por la tribu o más bien la tribu no tenía ningún interés por absorberlo a él, pero prefería verlo de ese modo (y era cierto que menospreciaba a sus compañeros de clase, las chicas malas y los brutos que solo sabían hablar de Zidane o Figo). Tampoco sabía demasiado sobre el autor de la frase, la había encontrado en la entrada de blog Las ciento diez mejores frases de Friedrich Nietzsche, que NightWhite le había enviado a raíz del hilo dedicado al ateísmo sulfurado. —¡Vi tu nueva firma! Puedo pasarte algún libro de Nietzsche si quieres —le diría después, tras más de tres días de desconexión—. Me sé todas las frases de esa web de memoria. Regresaron tarde. Su madre se disculpó porque no le habían dejado cena y Manuel dijo que no importaba. Tenía un secreto y lectura pendiente. (...)

Un secreto que se multiplicó durante más y más funciones de Marta y noches en las que se quedaba despierto hasta bien pasadas las doce. Luego iba con ojeras al instituto, pero qué más daba. Es más fácil ignorar la estupidez cuando sigues somnoliento y, por suerte, no era de esos a los que otros quieren dominar o fustigar físicamente. Lo ignoraban, nunca lo elegían para nada y a veces se burlaban de su gordura o de lo bajito que era, cosas así, pero no tenía que estar despabilado para evitar golpes o jugarretas. Solo esperaba que la factura no reflejase sus conexiones nocturnas. Fue un gran mes: hablaba con NightWhite cada noche, y también con otros miembros de los foros, incluso con alguna chica. Pero, para escándalo de su padre (que no pudo no enterarse), la factura del teléfono fue siete mil pesetas más alta de lo que debía ser al final del periodo. Jamás olvidaría esa bronca, ni tampoco los dos meses sin internet en casa ni paga semanal para sufragar su dispendio; ni los miles de excusas para pasar tiempo en la biblioteca municipal y así poder atender a sus nuevos amigos de la red. Lo único bueno de la situación era que cada vez que se conectaba tenía al menos una docena de mensajes pendientes, algo a lo que no estaba acostumbrado, a sentirse solicitado, y además por gente a la que respetaba de verdad, como NightWhite. Ojalá viviera en Terrassa y fuese su mejor amigo. Por lo demás, todo era deprimente: a uno de los ordenadores de la biblioteca ni siquiera le funcionaban la Q y la W. En primavera, comenzó a ir cada tarde, con la excusa de estudiar (aunque no necesitaba hacerlo para mantener una media de nueve), e incluso se echó una cibernovia a través de uno de los foros, Lunnaris Ayshell. Era de Salamanca, y fantaseaban con verse alguna vez a medio camino, quizá en Madrid. Pasaban horas hablando de libros, cómics y los pocos amigos que tenían en el instituto (sobre todo ella; él insistía en que tenía dos, exageraba sus cualidades, mitigaba su impopularidad). A veces, Lunnaris sugería que podían hacer webcam o intercambiarse fotos. Él ponía como excusa que no tenía ordenador propio (como si no lo tuviera, para el caso), porque le daba vergüenza enseñar su cara; prefería ser una imagen de anime con lágrimas negras bajo los ojos. Lunnaris era un chibi con el cabello rosa palo. La imaginaba como una de las menos populares, tímida, delgada, vestida como las chicas emo de Suicide Girls con las que se había masturbado en alguna ocasión, cuando aún tenía internet en casa. Probablemente no sería tan guapa, solo tenía doce años. La hermana menor de una Suicide Girl, pues. (...)


Bajo el título estaba la imagen: dos muchachas detrás de una gigantesca pizza barbacoa, con los labios mal pintados de negro o violeta muy oscuro; la calidad no era muy buena. Una de las dos chicas era raquítica, con una nariz enorme y un aparato de dientes de esos que tenían gomitas de colores. Llevaba una camiseta de Pesadilla antes de Navidad y un collar de pinchos, y era fea sin discusión posible. La otra era casi peor, pese a que sus rasgos de partida no eran tan malos (al menos no tenía una nariz como un sable): su sobrepeso rozaba la obesidad mórbida y tenía la cara llena de granos amoratados coronados por volcanes de pus. Iba vestida con un encaje gótico que jamás podría resultar erótico en su cuerpo. Leyó la descripción. Lunnaris era la segunda chica. Se parecía a una de sus compañeras de clase, Ángela, igual de poco agraciada e incluso más marginada que él; hasta los profesores se reían de ella cuando se dormía junto al radiador embutida en su sudadera gigantesca. ¿Había pasado tres meses saliendo con una Ángela? Qué vergüenza. ¿Y qué iba a hacer ahora? Por aquel entonces dividía a las mujeres en dos tipos: humanos despreciables, atléticos y depilados, enseñando la cadera por encima de los technowaves, y otras que, por la pinta que tenían, más les valdría ser un chico y al menos así tener excusa para abandonarse. Manuel había soñado con la posibilidad de un estrato intermedio, chicas no tan bellas como las primeras pero sí pasables, y con un interior sensible y culto como el de Lunnaris Ayshell (o con la apariencia de una Suicide Girl, las más afortunadas). Tal vez asiáticas. Pero no le cabía en la cabeza que el objeto de su deseo pudiera ser una Ángela, y menos una Ángela refea. (...)

¿Y qué podía esperar?, reflexionó Manuel esa noche, examinándose ante el espejo del baño. Él también era una Ángela. Pero eso no lo hizo sentir mejor: compadecerse por ella era compadecerse por sí mismo. Y su padre había dejado claro muchas veces que eso era de maricones. Apenas se masturbaba ya, nunca había tenido un impulso sexual desenfrenado, aunque sí le gustaba fantasear sexual o románticamente para poder dormir o para entretenerse en clases en las que tenía la certeza de que pasaría la hora sentado. Más con el cariño disimulado de seducción que con el acto sexual. Esa noche no pudo hacerlo, ni tampoco dormir: haber visto la cara de Lunnaris hizo imposible proseguir con esa práctica, lo que conllevó insomnio agravado y aburrimiento extremo (o angustioso) en las pocas clases que quedaban. Trató de continuar con sus ensoñaciones con personajes ficticios de algún libro o anime, como hacía antes de conocerla, pero le parecía un paso atrás. (...)


Amigos comunes del foro le preguntaron. Lunnaris hizo un post sobre desamor, y cada respuesta simpatizante la sentía como un ataque personal. ¿Cómo podía ser un hombre malo, si durante toda su vida solo había sido receptor de la violencia de los hombres y del afilado desdén de las mujeres? (...)

había desarrollado un protocolo completo para salir/coger el módem/enchufarlo/taparlo con una camiseta por la luz/volver al cuarto/deshacerlo todo a las dos o tres de la mañana, cuatro horas antes de levantarse. Se mantenía despierto hasta las doce con su programa de ejercicios y luego repetía, una y otra vez. Primero esquivó los foros habituales, se creó una cuenta nueva en otros con personalidades ficticias y descargó el World of Warcraft. Se pasaba horas y horas jugando, fingiendo ser David, de Cantabria, o Ángel, de Cáceres, otras edades, a veces incluso decía de sí mismo (siendo Ángel, de Cáceres) que era ingeniero informático. Nadie nunca dudaba de su testimonio. También tenía varias cuentas de Messenger, concretamente tres, Itachi Mustang, Aki Mikage y Yuna Takahashi, una identidad femenina que usaba a veces en el WoW para que lo trataran mejor otros usuarios (o para vacilar a pringados que creían que estaban hablando con una mujer). A veces actuaba como una chica que podría gustarle a él, pero era la que menos utilizaba. Solo cuando se aburría demasiado. (...)



¿Seré adicta a los mensajes de desconocidos que parecen conocerme mejor que mis padres a base de repetir clichés? (...)
¿O acaso deseaba en secreto que apareciera, con una sarta de comentarios pseudopedantes que me hicieran sentir que alguien tenía interés en verme, verme de verdad? (...)


La ha juzgado mal. Quizá ni es brillantísima intelectualmente ni su vida ha tenido una trayectoria cautivadora, pero podrían haber sido amigos de haber coincidido en el colegio o instituto. Reconoce el perfil por la forma en la que habla de sí misma, o por el deseo de impresionarle cuando tocan temas culturales: niña y adolescente edgy que durante gran parte de su juventud creyó que era especial y excepcionalmente inteligente (y esto era lo único que justificaba otros defectos, como la soledad, la impopularidad o una sensibilidad divergente al Zeitgeist quinceañero local), que descubría en la edad adulta que por el mundo campaba gente infinitamente más especial e inteligente, lo cual la convertía en un mero personaje secundario, rol al que a veces deseaba abandonarse. Casi puede verla, rodeada de adolescentes que jamás la escuchan en sus clases de lengua, las noches ahogadas en cualquier reality televisivo pese a que Los hermanos Karamazov lleve cinco años en la mesilla de noche. Le da ternura. Aunque ese tipo de gente suele sentirse incómoda en su presencia, o pone todo su empeño en llamar su atención (lo cual harta a Thomas más que cualquier cosa, más incluso que lo ignoren o desprecien). Quiere decirle: te entiendo. No tienes que demostrarme nada. (...)

Recuerda las palabras de Bacon, hablando con el retrato de George Dyer. Él querría hacer lo mismo, o al menos recrearse melancólicamente en los buenos momentos pasados. No puede, no recibe confort, solo culpa: durante sus últimos meses de vida ya estaba deprimido sin explicación, como una premonición de lo que iba a venir. ¿Por qué no fue capaz de disfrutar los escasos instantes de felicidad que les quedaban? Lo cual siempre le lleva a un pensamiento más onanista y deprimente que lo asalta desde pequeño: ¿por qué, en general, es incapaz de disfrutar los escasos buenos momentos que la vida ofrece, si apenas duran? (...)


El calendario es un hombre, la memoria una mujer. (...)

La conversación se repitió varias veces, pero no merece la pena transcribirla. No nos dijimos nada, en realidad. Giacomo me conoce bien y sabe cómo lograr que me sienta insegura, harta, molesta; pero yo también lo conozco y no dejé que se metiera en mi cabeza. De hecho, me esforcé en molestarlo... Hay cierto placer en torturar a quien se quiere. (...)

¿De dónde ha salido esta mujer tan encantadora? 
—Es la esposa de Giacomo Vitale. 
—¡Me suena ese nombre! ¿Político? ¿Periodista? 
—Sobre todo, rico —dijo Fiorella, y yo ni siquiera me atreví a defender a mi marido. Luigi rio una vez más. 
—Esos son los mejores, Fiore. 
—O los peores. Perdona por haberte sacado de ahí —añadió, dirigiéndose a mí—. 
Me estaba aburriendo demasiado y no soporto a esa bruja. Los amigos de Luigi son más divertidos. Puede que lo fueran, porque consiguieron distraerme un rato. Me permití hablar, beber más, reír, incluso dejé que Luigi coquetease conmigo mientras sus colegas, unos gentlemen menos apolillados, hacían bromas obscenas y contaban anécdotas inverosímiles sobre coches que arrancaban o no, huidas sin pagar de restaurantes caros o sus días de voluntariado en Fiume. 
—Dejad eso ya —dijo Luigi—. Conocéis las reglas de Canturelli. 
—¿Y cuáles son? —pregunté. 
—Primera regla: una fiesta no es una fiesta si asisten menos de cien personas. Segunda regla: está terminantemente prohibido hablar de política, menos aún de la guerra. Uno de sus amigos nos interrumpió y le propuso a Luigi ir a la biblioteca a buscar un ejemplar del Manifiesto comunista para cortar sobre él la cocaína antes de que llegara Canturelli. Cuando vi a Fiorella reír, pude entender qué era lo que veía Scurati en ella. Su rostro relajado era menos prieto y anguloso, con el atractivo de una planta salvaje. Me gustó. Parecía encontrar ridículas y banales las mismas cosas que yo consideraba ridículas y banales, y deseé con más fuerza que me prestase atención. Hacía mucho que no tenía una amiga de verdad. Solo tomaba prestados los de Giacomo, sin ser capaz de relacionarme nunca con sus mujeres. Luigi remoloneó, pero no tuvo más remedio que aceptar ante la avalancha de abucheos: a Canturelli le gustaría la idea, concedió al final. Me dio un beso en la mejilla, cerca de la comisura de la boca, antes de desaparecer en el interior con dos de sus amigos.


D’Alessandro fumaba en el corredor, solo aunque rodeado de gente, al lado de una reproducción de Eros y Psique. Sus ojos parecían retarme con una furia impropia de su presunto carácter pusilánime; Giacomo siempre dice de él que es uno de esos socialistas que esperan que la revolución se postergue al día siguiente, incapaces de cualquier gesto de valentía o virilidad más allá de la pura teoría. Pero sus pupilas expandidas y feroces, su sonrisa cruel, el gesto deslavado con el que sostenía el cigarro, como un arma que me apuntaba, parecían sugerir algo diferente: una violencia pueril, atávica, cruel, como la de un niño grande en el patio del colegio. No me saludó, yo tampoco a él. (...)

Fuimos a cenar a la hacienda del pueblo de al lado, bebimos mucho vino. Por la noche me desvistió e hicimos el amor. No me dolió. Repetimos los gestos aprendidos de hacerlo todas las otras veces, las muecas, los cambios de postura, las frases susurradas al oído del otro en el instante justo. Casi parecía que iba todo bien. Pero cuando terminó y se durmió me sentí sucia. Ultrajada. Me encendí un cigarro y pasé la noche fumando en la cocina, viendo las estrellas a través de la ventana y escuchando el repicar de las campanas cada hora, a las cuatro y media el canto del gallo. Claro que me sentía ultrajada: había ultrajado nuestra memoria con esta torpe imitación del amor y la concordia. ¿Me había convertido en una cínica, en una mujer fría, y por eso pensaba así? ¿O tenía derecho a pensar de esa manera, por Bianca, por todas las noches a solas, por tantas discusiones y silencios? A las seis de la mañana me metí en la cama para que cuando él se levantase no pensara nada extraño. Me abrazó por la espalda, como siempre. Qué sencillo sería aceptarlo. Imaginé un escenario en el que yo volvía a ser una esposa cariñosa, pasaba tres días en el campo, lo llamaba y regresaba a Roma con el ánimo renovado, le contaba que había leído no sé qué novela y que me había puesto al día con los periódicos; incluso convocaba una recepción en casa con algunos de nuestros amigos del pasado. Y entonces Giacomo cedía, nos reconciliábamos, pasábamos más tiempo juntos, se olvidaba en parte de Bianca. Ella insistía, atrapada en su casa con el bruto de D’Alessandro, adelgazaba, se volvía loca, montaba numeritos en las fiestas, llamaba por teléfono borracha una noche, y Giacomo se excusaba ante mí mientras le gritaba en susurros a través del auricular, pero se veía obligado a quedar con ella para evitar más altercados. Y quedaban. Tal vez hacían el amor, y qué culpable se sentiría Giacomo, tanto como para seguir quedando con ella una vez a la semana. Bianca pasaría angustiada los seis días restantes, pero se sentiría victoriosa cuando le llegaba su turno; yo, mientras tanto, conteniendo ataques de ira y resentimiento para no provocar una confrontación y que entonces ella me ganase la partida. Qué sucio. Qué insoportable. (...)


Limpiaría, pero para qué. Leería, pero para qué. Podría salir de casa, caminar por el campo como nos gustaba hacerlo, meter los pies en la fuente, comprar chocolate, pan, té; salir al porche cuando anocheciera, abrir un vino y leer poemas en voz alta, dar un paseo por la calle de la iglesia y contemplar el pueblo iluminado de noche. Días enteros de silencio en la cama. Un placer a solas es un placer desperdiciado. Vuelvo a estar como antes, arrancada del tiempo, del discurrir de las horas, como si el presente fuese una repetición del mismo instante: Giacomo acercándose un poco más a Bianca aprovechando que ella cogía otra copa, o aquella noche en casa, y la sangre. No se puede explicar. Lo intenté con Giacomo entonces, pero no lo comprendió. La voz va hacia delante, la palabra también, los tiempos verbales sugieren movimiento. Nunca digo exactamente lo que quería decir. Aquí puedo tumbarme sobre los minutos como en una pradera monocroma. (...)

Si alguien me amase lo suficiente, me curaría. Pero nadie lo hace, y la muerte está dentro de mí. Mi cuerpo es una tumba. La relación con la muerte cambia a las personas. Es lo que decían de aquellos que volvieron de la guerra. (...)

Tal vez este es mi castigo: yo amo a un hombre impío y Dios pone una mano sobre mi cabeza y me obliga a desear lo que no puedo tener, y pone sobre mi frente una estrella negra, y yo persisto en mis pecados junto a Giacomo hasta que me toca vivir el Apocalipsis, y me destierran como a los indignos a un caldero rojo y yo pido: ¿no puedo ir al limbo? No quiero ir al cielo, solo al limbo, prefiero el limbo al cielo. Esto es una tontería Dios es una tontería no sé por qué estoy pensando en esto ahora a Giacomo le daría vergüenza Giacomo no va a venir a buscarme cuando suena el timbre de la casa no es él cuando suena el pitido del coche no es él nada es él y ya ni siquiera quiero que venga le odio le odio por castigarme le odio por hacer que Dios me castigue toda la eternidad lo detesto y detesto al chico que viene cada mañana con su honk honk honk y a Nicola por irse y no insistir. Si hubiese llamado solo una vez más habría abierto la puerta, si no hubiese venido con su marido habría abierto la puerta. Nicola es estúpida; su marido, un putero, aunque mejor que tu marido se vaya de putas a que se eche una amante, ¿no es verdad? Quizá es mejor así, no aguantar a tu marido dándote cada mañana con el pene en la cadera y cada noche con el pene entre las piernas y quizá es mejor no tener que aguantar a Giacomo demasiado tiempo que se vayan los hombres y no vuelvan porque así no tendrás que aguantarlos cada mañana y cada noche y luego cada mañana y cada noche hasta que sean ancianos y huelan a ancianos y tengan los dientes marrones y los testículos como ciruelas podridas y arrugadas quizá podría comerme una ciruela si la hubiese en casa pero no es temporada y solo hay melocotones en almíbar y mermelada confitada. ¿Quién necesita que venga nadie aquí? (...)

No como no duermo no hablo veo balancearse al teléfono colgado de la mesa racaneo restos en botellas de vino bebo el jugo de la fruta en almíbar las sombras están cansadas ya ni acechan por las noches hace calor el vecino no ha vuelto con su coche ya ni siquiera fantaseo con que nadie llame a la puerta solo algunas noches pero debe de ser un coche o cualquier ruido de la calle que confundo con una llamada o con una señal que significa algo que tengo que descifrar y con cuyo enigma me entretengo hasta que recuerdo que no significa nada nada lo hace y siento que he perdido otro combate pero ah la batalla la batalla no acaba por mucho que me tumbe bocarriba y diga Me rindo Me rindo No pasa nada solo el techo Saber no es creer Juego a imaginarme que estoy aquí en el verano anterior para casarme con Giacomo recibiendo a Nicola para Probarme el vestido ultimar detalles Preparar el ajuar olvidar las niñerías Aprender a hacer mermelada confitura helado Mi padre aún vivía traía melocotones frescos del campo intentaba darme lecciones de cómo sería el futuro como si no fuese un padre sino una madre Ten cuidado con los gastos No tengas hijos demasiado pronto ni demasiado tarde. (...)

LOS ESCORPIONES.
SARA BARQUINERO
LUMEN, 2024

domingo, 25 de febrero de 2024

DESPUÉS DE SAFO (Selby Wynn Schwartz)

 

PRÓLOGO DE AURORA LUQUE 
Safo, circa 630 a. C. Lo primero que hicimos fue cambiarnos de nombre. Nosotras íbamos a convertirnos en Safo. ¿Quién fue Safo? Nadie lo supo, pero tuvo una isla. Se adornaba con guirnaldas de chicas. Podía sentarse a cenar y mirar con franqueza a la mujer que amaba, por infeliz que fuera. Cuando cantaba, todo el mundo lo decía, era como si una tarde a la orilla de un río te hundieras en el musgo y el cielo se derramara sobre ti. Todos sus poemas eran canciones. Leímos a Safo en la escuela, en clases consagradas a enseñar nada más que la métrica del verso. De entre nuestros maestros, poquísimos pudieron imaginar que nos estaban inundando las venas de casia y de mirra. Con sus voces ásperas seguían explicando el aoristo mientras que sentíamos, dentro de nosotras, tiritar en la luz las hojas de los árboles, y todo salpicado de sol, todo tembloroso. Éramos tan jóvenes que por aquel entonces no nos habíamos encontrado.



Safo escribe sobre muchas chicas: sobre las dóciles que se recogen con modestia el cabello, sobre las que resplandecen como el oro y marchan de buen grado hacia el tálamo nupcial y sobre aquellas que como el jacinto en la montaña los pastores / con sus pies pisotean. Un libro entero de Safo contenía canciones de boda; como el jacinto en la montaña, ninguna ha sobrevivido. A la joven que deseaba evitar que la pisotearan los pies de los hombres, Safo le recomienda la más lejana rama del árbol más alto. Siempre existen esas pocas de comportamiento inhabitual que, apunta Safo, los cosechadores olvidaron / no, no la olvidaron: fueron incapaces de alcanzarla. (...)

Un poema clético es una invocación, un himno a la vez que una súplica. Se inclina con una reverencia ante lo divino, siempre centelleante en mil facetas, y al mismo tiempo lo interpela para preguntar: ¿Cuándo vas a llegar? ¿Por qué tu resplandor dista tanto de mis ojos? Dejas caer tus gotas a través de las ramas cuando dormito junto a las raíces. Te derramas como luz en la tarde y sin embargo te sigues demorando en no sé qué lugar, fuera del día. Al invocar a alguien que es permanente pero que, aun así, se le ha de llamar urgentemente, desde una gran distancia, es cuando Safo recurre al término aithussomenon, ese temblar brillante de las hojas en el instante de la anticipación. Una poeta está viviendo siempre en tiempo clético, sea cual sea su siglo. Está invocando, está esperando. Se recuesta a la sombra del futuro y entresueña entre sus raíces. Su caso es el genitivo de memoria. (...)



El Código Pisanelli, 1865 
Los políticos aclamaron el Código Pisanelli como un triunfo de la unificación de Italia. El nuevo Estado se sentía ávido de crecer hasta su formación completa, estirándose a lo largo de toda la península para amparar a toda la población bajo sus leyes. Como dijo un estadista: hemos hecho a Italia, ahora tenemos que hacer a los italianos. Bajo el Código Pisanelli, las mujeres italianas alcanzaron dos derechos memorables: podíamos dictar testamentos para distribuir nuestras propiedades tras nuestra muerte y nuestras hijas podían heredar cosas de nosotras. Lo que escribíamos antes de morirnos nunca se había mostrado tan importante como entonces. En Italia, algunas sopesábamos si podríamos legar a nuestras hijas algún modesto regalo que pudieran hipotecar a cambio de un futuro. (...)

El láudano no mató a Rina Pierangeli Faccio, pero le puso fin a sus días de esposa dócil. La mujer que había sido hasta esa noche estaba muerta, dijo. El doctor le recetó descanso en cama, el marido le hizo reproches. Pero Rina solamente deseaba hablar con su hermana. A menudo eso era lo primero que hacíamos cuando estábamos cambiando: encontrar a una hermana y quedarnos con ella tomando el desayuno en nuestro cuarto. O encontrar a alguna en su cuarto y quedarnos con ella, fingiendo que éramos hermanas si fuese necesario. Las amas de llaves solían abrir los ojos como platos, pero si nos imponíamos, se nos serviría té con leche y tostadas en nuestra habitación sobre bandejas que abarcarían toda la extensión de nuestra cama. (...)


Doctor T. Laycock, Tratado sobre los desórdenes nerviosos de las mujeres, 1840 
Cuando escribía acerca de los trastornos nerviosos de las mujeres, el eminente doctor Laycock de York no se ahorró el dar cuenta de que cuanto más tiempo pasaban las jóvenes unas con otras, más excitables e indolentes se volvían. Esta condición puede afectar a las costureras, a las obreras de una fábrica o a cualquier mujer asociada con otras, sea cual sea su número. En particular, advertía, las jóvenes no pueden reunirse unas con otras en las escuelas públicas sin que corran un riesgo severo de excitar las pasiones y de verse arrastradas a entregarse a prácticas nocivas tanto para el cuerpo como para el alma. Novelas, cuchicheos, poemas anónimos, cultura general, dormitorios compartidos: están leyendo las niñas en la cama y al momento ya están leyendo juntas. Lo que puede parecer un afecto de hermanas o un capricho de colegialas debe ser diagnosticado como el pernicioso antecedente de los paroxismos de la histeria. En medio de esas tensiones se contagian fácilmente unas a otras y pueden arrastrar a una catástrofe a familias enteras. Enmienda al Código Pisanelli, 1877 Los derechos que no teníamos en Italia eran los mismos que no habíamos tenido durante siglos, y por eso no vale la pena enumerarlos. Pero en 1877, una modificación del Código Pisanelli permitió a las mujeres actuar como testigos. De pronto, legalmente, podíamos firmar con nuestros nombres lo que nosotras sabíamos que era cierto. Nuestras palabras, que siempre se vieron antes como frívolas e insustanciales, ganaron un peso nuevo al fijarse en una página. También por entonces comenzábamos a darnos cuenta de cómo los perfiles de nuestras puertas y de nuestras dotes estaban emparejados, lo mismo que una caja podía meterse en otra: eso significaba la transferencia de una esposa. Nadie podía abandonar un matrimonio, pero algunas alcanzamos a discernir la forma que les imponía a nuestras vidas. Como dijo un político de la época, en Italia la esclavitud de las mujeres es el único régimen en el que los hombres pueden vivir felizmente. Quiso decir que nosotras mismas éramos el pequeño regalo hipotecado por el futuro de la patria. (...)

Patria significa al mismo tiempo «el padre» y «la tierra del padre» y potestas era el grueso nudo de su poder para disponer magistralmente de mujeres, niños y bienes domésticos. La patria potestas se había transmitido de padre a padre desde el Imperio romano. En el Código Pisanelli de 1865 estaba vinculada a la autorizzazione maritale, que autorizaba al marido a tratar a su esposa como un eterno infante: sin importar cómo se hubieran desarrollado su cuerpo y su espíritu, nunca ella sería una persona plena para la patria. Tan pronto como pudo, Anna Kuliscioff se hizo doctora, especializándose en ginecología y anarquismo. Dottoresa Anna Kuliscioff, Il monopolio dell’uomo, 1890 En 1890 la dottoressa Kuliscioff logró no se sabe cómo que la invitaran a pronunciar una conferencia en la Sociedad Filológica de la Universidad de Milán, donde jamás disertó mujer alguna. Eligió como título para su charla El monopolio del hombre. (...) 

Por las noches Rina podía leer libremente y acudir al teatro. En el norte andábamos entonces comenzando a escuchar la palabra femminista: sonaba como el francés femme, que significa a la vez «esposa» y «mujer». Con diferencia preferíamos mujeres frente a esposas, y observábamos de cerca las señales de lo que iba a suceder. Por ejemplo, en Milán el teatro estaba tan concurrido que Rina a duras penas podía encontrar su asiento. La obra era Casa de muñecas, de Ibsen, la historia de una mujer llamada Nora que al final deja de ser una esposa. En el último acto, Nora abandona su casa, a su marido y a sus hijos, echando el pestillo de la puerta tras de ella con un ruido que parecía el de un siglo cerrándose de golpe. (...)

Todo un equipo de editores de Milán había rechazado en un principio el manuscrito de Una donna por demasiado aburrido. Era solamente la historia de una mujer, dijeron. Una historia que ellos ya conocían, no había más que una historia. Carecía de tensión dramática. Una donna era la historia de una mujer cuya madre salta por la ventana con un vestido blanco como un trozo de papel, cuyo cuerpo es pisoteado como un jacinto, cuyo padre la entrega al tipo ese, cuyo hijo ha nacido entre ropa para lavar y moretones. Es la historia de una mujer no llamada Nora que al final deja de ser una esposa. Una donna se publicó en un pequeño negocio tipográfico de Turín y casi de inmediato tropeles de lectoras compraron todos los ejemplares. Los editores de Milán se quedaron tremendamente estupefactos, pero como eran hombres de negocios muy sensatos compraron los derechos para la reimpresión del libro. Tal vez existía un mercado nuevo para las aburridas historias sobre mujeres, o tal vez las mujeres que leían tales historias las hallaban dotadas de un interés insondable. (...)

Hacia 1908 Sibilla Aleramo era ya una escritora famosa y una feminista infame. Lina Poletti era una poeta de ojos dorados y veintitrés años que se plantó en el umbral marmóreo de la Sala de los Horacios y Curiacios mirando a Sibilla. Estaban en Roma, en abril, había mujeres por todas partes. En cálidas estancias se apiñaban las mujeres para discutir qué derechos debían poseer. Incluso había venido la reina, y con ella la princesa Maria Letizia para escuchar lo relativo a la educación de las niñas. Estaba allí Anna Kuliscioff exhortando a todo el mundo a no contentarse con la mera educación de las niñas cuando se podía presionar sobre el derecho a derogar la patria potestas y a los hombres que la defendían. Una poeta es alguien que se alza en pie en el umbral de la puerta que se abre ante ella y ve la estancia como un mar en cuyas olas ha de zambullirse para cruzarlas. Lina tomó aliento y se adentró con pasos largos en la multitud, en los cardúmenes de hombros que sobresalían, el encrespamiento de las conversaciones y el barrido de las faldas a su alrededor. Finalmente, al llegar junto a Sibilla, soltó una triunfante exhalación. Ante ese aliento acelerado sobre su cuello Sibilla se giró y allí, con sus ojos incandescentes, estaba Lina. Una poeta es alguien que nada inexplicablemente lejos de la playa solo para llegar a una isla de su propia invención. (...)



Anna Kuliscioff reprimió en silencio su rabia dentada y absoluta en el corazón. En la primavera de 1912 Giolitti disertaba en el parlamento sobre el sufragio femenino junto al hombre que era el amante de Anna Kuliscioff. Le escribió a su amante: Voy a intentar llegar a tiempo de escuchar tu discurso. Por favor, no me traiciones. El amante se dirigió al parlamento con las modulaciones suaves y biensonantes de un socialista razonable. Votaron los varones del parlamento. Con afabilidad, Giovanni Giolitti anunció el resultado: las mujeres no habían logrado alcanzar el derecho al voto. O más bien, como puntualizó Anna Kuliscioff: Cualquier italiano que ahora deseara convertirse en ciudadano solo tenía que hacer una cosa: nacer varón. Sibilla Aleramo, Ciò che vogliamo, 1902 En 1902 Sibilla Aleramo escribió un artículo titulado Lo que queremos. ¿Qué queríamos nosotras? Para empezar, queríamos lo que la mitad de la población ya poseía por el mero hecho de haber nacido y luego queríamos cambiar el modo en que se había seguido ese camino. Queríamos vidas que no nos abocaran tan irremediablemente al láudano, a los manicomios y a las fiebres puerperales. Como escribía en su artículo Sibilla Aleramo: Queremos que las mujeres sean seres humanos. Que sean por fin tan libres, autónomas y plenamente vivas como fuimos hasta ahora subyugadas, oprimidas y obligadas al silencio. En 1902 llevamos orgullosamente a la imprenta todo esto para que cualquiera pudiese leerlo. Pero no era lo único que queríamos. También anhelábamos mesas para escribir que no estuvieran en la cocina, manchadas de cebolla; deseábamos leer las novelas que se nos sustraían porque se tenían por decadentes e incitadoras; queríamos sustituir las prendas bordadas a mano de nuestros ajuares por guías de viajes y gramáticas de idiomas extranjeros; queríamos encontrarnos unas con otras en habitaciones propias y discutir los derechos de las mujeres; queríamos cerrar las puertas de los dormitorios y echarnos en brazos unas de otras, con la luz filtrándose por la ventana, las cortinas descorridas, el panorama sobre la bahía desplegándose en franjas azules y cerúleas hacia el mar abierto. Soñábamos con islas donde escribiríamos poemas que dejarían desveladas a nuestras amantes a lo largo de la noche. En nuestras cartas nos susurraríamos fragmentos de nuestros deseos mutuos, cortando los versos en nuestra impaciencia. Íbamos a ser Safo, pero ¿cómo había comenzado Safo a ser ella misma? (...)

En 1879 Ibsen convalecía en la costa de Amalfi. La brisa suave del azahar y de los pinos enmielados, el mar disolviéndose entre las sombras del azul: tenía un escritorio instalado en la terraza y comenzó a escribir un drama nuevo. Lo tituló Casa de muñecas y volcó en Nora, su protagonista, todas sus observaciones sobre la miserable situación de las mujeres dentro del matrimonio: cómo los dueños de la casa rodeaban sus cuellos con cadenas, cómo las mimaban con golosinas y vestidos hasta convertirlas exactamente en los frívolos y livianos juguetes que a los hombres les gustaba ver bailar en sus salones. Al final de la obra, cuando el marido de Nora insiste en que ella debe ser, por encima de todo, una esposa y una madre, Nora protesta: Creo que soy, antes que nada, un ser humano como puedes serlo tú, o al menos es en eso en lo que voy a intentar convertirme. A continuación, lo abandonó. Cuando Rina Faccio vio Casa de muñecas en Milán en 1901, las lágrimas acudieron a sus ojos y se quedaron allí, escociendo. Rina Faccio nunca lloraba en los teatros. Pero Nora, una mujer de huesos y nervios relegada a una vida de objeto con sonrisa pintada encima la hizo sollozar. O quizá fuera ese instante en el que Nora abandonaba lo que la conmovió tanto: el que una mujer pudiera abandonar, aunque fuera en una obra de teatro, fue lo que condujo a Rina Faccio hacia la que había de ser Sibilla Aleramo. (...)


Alguien nos recordará / lo afirmo / incluso en otro tiempo: para ese alguien escribió Safo. Escribía sobre la mujer que se tumbaba de espaldas junto a ella sobre berros y musgos en la orilla del río, sobre cómo la oscuridad podía acumularse en su regazo a medida que la tarde caía sobre ellas y cómo se fundía esa oscuridad. Uno de los epítetos de Safo más difíciles de traducir, incluso para una poeta, es ese oscuramente radiante hueco del cuerpo. Puede tratarse de un pliegue en la ropa o en la carne, o de la sombra entre los pechos o de la sorpresa ante el crepúsculo. Puede tratarse de un deseo agudo y hechizante que brota entre las vísceras o puede ser tu regazo que se colma de violetas. Sea lo que sea, escribe Safo, se prolonga a lo largo de la noche. (...)

¿Era esto, entonces, eso de amar a una mujer?, escribió Sibilla a Lina. Aunque a Lina difícilmente se la podía tener como una mujer como las demás. Caminaba a zancadas con sus abotonadas botas altas, apoyaba los codos en la balaustrada para fumar, escribía sobre aviación o sobre los encomios de Carducci: Lina era inefablemente Lina. El hombre que había sido el amante de Sibilla durante ocho años veía cómo su unión libre empezaba a deshacerse. Era digno y moderno, un hombre del nuevo siglo. Cuando Sibilla lo abandonó, la dejó ir. Ella se marchó con Lina a una villa junto al mar en la que abrieron las ventanas de par en par y cerraron las puertas, renunciando al desayuno porque había demasiados poemas y demasiados huecos en el cuerpo. El hombre que había sido el amante de Sibilla se desvaneció poco a poco hasta quedarse en una silueta grata. Safo escribió en su fragmento 31 sobre la triangulación de los amantes. Quien ama se sienta y observa mientras que la amada vuelve su sonrisa extática hacia otra persona. Y ahora la nueva persona favorita se acerca lo suficiente para tocarla. Mas todo ha de intentarse, escribe Safo. Y luego el poema se interrumpe. (...)

Las pesadillas son las visitas de lo no-muerto que te ha precedido. Desgarran la costura que debería ensamblar tu vida. Sisean los antiguos oráculos que te dejarán deshecha en tu propia cama y no podrás moverte mientras la ciudad entera cae a tu alrededor entre sangre y llamaradas. Las entrañas de los pájaros yacerán sobre las piedras de tus sueños, ofreciendo señales. Es tarea de sibilas y profetisas hospedar a estos visitantes. Pero Casandra era una profetisa que no daba acogida a sus pesadillas en su lengua. Una poeta cuenta de Casandra que cuando se erguía para vaticinar brillaba como una lámpara en un refugio antiaéreo. Observamos que en verdad Casandra brillaba como una portadora de la linterna, como alguien que ya ha vivido antes nuestras vidas. Había visto todas las cenizas en las que podríamos quedar abrasadas y había escuchado todas las burlas hechas a su locura. ¿Qué eran entonces las pesadillas de 1895 para Casandra? Lo que sabe Casandra, Virginia lo escribió mucho después, es que Virginia Stephen no había nacido el 25 de enero de 1882, sino muchos miles de años antes, y desde el primer instante tuvo que encontrarse con instintos ya adquiridos por miles de antepasadas. Asumimos que esto significaba que tanto las pesadillas como las sibilas tenían muchas vidas. (...)

En la época en la que la enfermera Florence Nightingale estaba lista para declarar sus opiniones sobre el destino de las mujeres victorianas de las clases privilegiadas, su mascota, la lechuza Atenea, murió. Florence había crecido con la costumbre de llevar a la pequeña Atenea en el bolsillo, una firme compañera que lo observaba todo con sagacidad. Atenea observaba que los padres de Florence la querían convertida en esposa y en madre. Pero la voluntariosa y tremendamente apasionada hija se embarcó en su propia carrera, en soledad, si exceptuamos a Atenea. En 1860 Florence Nightingale publicó Casandra, un relato de lo que impulsaba a las jóvenes en las familias victorianas de cierto nivel. No era su fragilidad, no eran sus caprichos. No era la falta de mamás cariñosas ni de acompañantes adecuadas ni de clases particulares. Se trataba de lo que deseaban en su interior, escribió Florence; eso era lo que provocaba los trastornos nerviosos. Tartamudeaban y gritaban porque no existía lenguaje dentro de su lenguaje para poder decir lo que sabían. Florence Nightingale publicó su Casandra solo en ediciones privadas. Era peligroso en 1860 hablar demasiado a las claras de ciertos asuntos, y no le quedaban ni diosas ni parientes para protegerla. (...)


Para los poetas clásicos griegos es algo inusual el dirigirse a uno mismo en segunda persona. De hecho, quizás el único ejemplo superviviente sea el de Safo, que se apostrofa a sí misma en el fragmento 133. Pronuncia su propio nombre en caso vocativo, que es el caso usado para llamar a alguien directamente. Por este motivo, el vocativo suele traducirse a menudo precedido de un ¡Oh...! al que sigue el nombre de la persona invocada. Pero Safo no se invoca a sí misma. No sermonea ni incita, maldice, implora o arenga a su propia persona. En lugar de eso, al igual que Virginia Stephen cuando escribe las primeras páginas de sus diarios, Safo interroga. Se pregunta a sí misma, sin conocer aún las respuestas; ahonda y reflexiona de verso en verso. La luz es siempre cambiante sobre la página, sobre el mar, sobre el pensamiento, como si llegara disparándose desde una mente tensa: Safo, ¿por qué...? Virginia, 1903 En 1897 Virginia comenzó a estudiar griego en el Departamento para Señoritas del Kings College. Fue avanzando verbo tras verbo hasta que en 1903 ya pudo leer a Eurípides y a Esquilo y encontrarlos bellos. Llegó a un trance de entusiasmo con su tutora la señorita Case al tratar el modo en que una niña se encaramaba a una rama del huerto, en las alturas del aire primaveral. ¡Qué poéticamente podían los griegos suspender a una doncella en una rama, madura para la recolección! Pero la señorita Case no permitía trances de éxtasis sin gramática. Si una quería leer a los griegos como los chicos de Cambridge, no podía quedarse atrapada en los valores meramente literarios. En vez de eso, dijo la señorita Case, destaquemos el muy raro tipo de genitivo del tercer verso. (...)

lago Serpentine, un ensayo sobre la nota de suicidio de la mujer inglesa ahogada, permaneció sin publicar incrustado en el diario de Virginia de 1903. Pero en 1905 Virginia Stephen empezó a publicar sus reflexiones y a convencer a los periódicos para que la retribuyeran por ellas con cheques de cinco o más libras. En 1905, en su cumpleaños, salió a la luz su reseña a El toque femenino en la literatura de ficción. Previsiblemente, un libro con ese título lo había escrito un varón; como era de esperar, ese hombre afirmaba que cada vez más novelas eran escritas por y para mujeres, y que eran las culpables en grado creciente de que la novela como obra de arte estuviese desapareciendo. Además, proseguía este caballero, el toque femenino, cuando sonaba en la ficción, era un leve chirrido; las mujeres se enredan en detalles estridentes y no tienen el sentido de la gran visión panorámica del arte. A quienes de nosotras leímos en enero de 1905 los periódicos ingleses se nos invitó al extraordinario espectáculo de ver a Virginia Stephen levantar las cejas en la hoja impresa. Podíamos ver sobre la página en blanco y negro su ceño escépticamente fruncido, un arrugarse las palabras cuando ella concentraba allí su ingenio irónico e incrédulo. Ensambló sus pensamientos, ordenó sus citas; reseñó El toque femenino en la literatura de ficción como un teniente pasando revista a la marcha renqueante y chapucera de un regimiento de vagos. Dado que a las mujeres se les ha otorgado una escasa suma de minutos para escribir ficción desde que Shakespeare descollara, después de todo, ¿no es demasiado pronto, preguntó Virginia Stephen, para criticar «el toque femenino» en cualquier asunto? ¿Y no sería una mujer el crítico adecuado de otras mujeres? (...)

Virginia bosquejaba lo que podía con palabras, inexactas tal vez, en impresiones más que en ensayos, pero intentando siempre limpiar ese momento en que, como Safo escribe, la luz / se tiende sobre el salado mar / y a la vez sobre campos cuajados de flor. (...)


Safo, fragmento 24 A
Habrás de recordar, escribe Safo, que nosotras en nuestra juventud / hicimos esas cosas / sí, muchas cosas y bellas. Es cierto que en la aterciopelada floración de nuestra juventud nos encontramos con Natalie Barney. Pero Natalie Barney tenía encuentros con cualquiera que le llamara la atención. Salía a cabalgar por las mañanas por el Bois de Boulogne, escribía con ahínco toda la tarde junto a la ventana y luego se instalaba en su salón para recibirnos, primero en Neuilly con Eva Palmer cortésmente a su lado y más adelante en el número 20 de la Rue Jacob, que era famosa ya exclusivamente por Natalie. Durante el reinado de Natalie creíamos que todas las mujeres de París le rendían tributo. De hecho, nuestra idea de lo que era «todo el mundo» equivalía al cupo de mujeres que cabían en su casa. Solamente más tarde descubrimos a mujeres de París que no estaban subordinadas a Natalie, mujeres que eran emperatrices de clubes nocturnos de su propiedad o que vivían en destartalados suburbios alentando la revolución. Pero en aquella época nos parecía que todo el mundo acudía a alguna lectura de poemas en el salón, a alguna sesión de danza en el jardín trasero, con nosotras brotando todas alrededor de Natalie dondequiera que ella se sentara, principesca y complacida. Tomó los vulgares tabiques de una casa rodeada de insignificantes olmos y los transformó en algo arcano, celestial, propio de una sibila. Como acostumbraba a decir por esas fechas la bailarina Liane de Pougy, Natalie era un idylle saphique. (...)

La gente decía que Liane de Pougy no había escrito Idilio sáfico ella sola. Consideraban a Liane una coqueta de la peor calaña, una de las grands horizontales que hacían carrera mundana entre los brazos de otros. Bien podría haber sido amante de Natalie Barney, eso sí lo concedían, pero ella nunca podría haber escrito el libro por sí misma. Sin embargo, de acuerdo con nuestra visión de las cosas, ninguna había escrito nada por sí misma. Nos asíamos las unas a las otras por las muñecas en un círculo. Sin Natalie, Liane nunca hubiera sabido que era una de las nuestras. Sin Eva Palmer, Natalie nunca hubiera leído a Safo. Sin Safo, Pauline Tarn se habría enmohecido en Londres zurciendo los talones de delicadas medias. En vez de eso, aquí estaba Renée Vivien, un espectro de incienso y de violetas, traduciendo a Safo al francés hasta el amanecer. Aquí estaba Liane juntándonos las manos y haciéndonos girar por el jardín esplendorosas, descalzas, sonrientes. Nos reunimos alrededor de Natalie y recogimos lo que necesitábamos. Había levantado un refugio a partir de fragmentos, un jardín donde la luz del sol permitía que las hojas se estremecieran. Así que considerábamos apropiado y correcto que en medio del Idylle saphique de Liane de Pougy apareciera un capítulo escrito por Natalie Barney. En medio de Natalie Barney, amparada por columnas dóricas y coronada de guirnaldas por nosotras mismas, estaba Safo. (...)

¿Cómo se convertían las mujeres en escritoras? Parecía haber muchas respuestas; cada voz relataría la suya. Traducir a Aurel para una revista italiana hizo que las frases revolotearan en la cabeza de Sibilla como pájaros dentro de una habitación. Aurel tenía la esperanza de que las escritoras desobedecieran las leyes que aprisionan los libros de los hombres. Era ya hora de que las mujeres se apoderaran del lenguaje por sí mismas, dijo Aurel, aunque fuera de una sola palabra cada vez, para apoderarse de sus propios nombres y llegar a ser ellas. Para llegar a ser aunque fuera una palabra solitaria. Por entonces, en la habitación de Sibilla en Roma había un precipitarse y un remontar vertiginoso de voces: cómo traducir a Aurel cuando dice que las cartas íntimas y los diarios de las mujeres conforman una sensibilidad verbal propia, cómo traducir a Renée Vivien cuando invoca la isla de Lesbos en un verso clético: danos nuestra alma antigua. ¿Se exilió de nosotras hace muchos años nuestra alma? ¿Es nuestra la isla donde una vez habitamos? ¿Estamos invocando? ¿Estamos esperando? Sibilla no sabía leer griego, pero podía traducir el poema de Renée Vivien Retour à Mytilène del francés al italiano. Después de Aurel y Renée Vivien, Sibilla continuó traduciendo a Colette, a Anna de Noailles y a Gerard d’Houville, que se negó a que la llamaran Marie. Sibilla dejaba que las voces de estas volaran a su modo dentro de la suya, que se entrelazaran con ella, que se alzaran en su lengua; crearon un diálogo al que dio el título de La pensierosa, que significa La mujer pensante. Lina, que en 1907 leía todo lo que escribía Sibilla, comprendió entonces que, a pesar de las grandes distancias que separaban a las mujeres pensantes, podíamos todavía inaugurar una correspondencia íntima. (...)

Justo a continuación del capítulo Le sadisme venía Le saphisme. Léo Taxil pensaba en nosotras como algo lamentable y escandaloso, pero en orden alfabético. En ese capítulo se describían academias lésbicas reales en las que, clamaba Léo Taxil, las safistas se entregaban en grupo a indescriptibles orgías. De haber existido de hecho una Academia Lésbica de cualquier tipo de acreditación, habríamos emprendido con valentía su plan de estudios. Pero Léo Taxil nos sobrevaloraba. En realidad, muchas de nosotras andábamos luchando todavía contra el genitivo posesivo, y Eva palmer, que podría habernos ayudado, se había marchado a Grecia en 1906 para casarse con un tipo. Ahora era Eva Palmer Sikelianós, y flotaba por los alrededores de Atenas con sus túnicas tejidas a mano y su melena color de fuego arrastrándose por el polvo. Léo Taxil, como Guglielmo Cantarano y Cesare Lombroso antes que él, se imaginaba a sí mismo como criminólogo. Significaba esto que mostraba un interés inusual por lo que las mujeres hacían cuando no eran vistas por los hombres. Todos deseaban escudriñar, por razones científicas y de estricta moralidad, qué sucedía exactamente en los asientos de los carruajes, en nuestros jardines traseros y en nuestra ropa interior. Se nos consideró especímenes prominentemente corruptos del fin-de-siècle, capítulo III, sección 2. (...)

A lo largo de cientos de páginas, Léo Taxil proseguía escribiendo sobre burdeles, sádicas, cabotines, malas madres, madames y sobre la vileza lasciva que supuestamente se nos atribuía. El número de mujeres que en París y en ese período eran poseídas por otras mujeres, concluía Léo Taxil en 1894, era imposible de calcular científicamente. Aportó como evidencia las palabras de un oficial de bajo rango de la Prefectura: Era desalentador, pero legalmente nada podía hacerse; el crimen de safismo no estaba recogido en el Código Civil Napoleónico. Como Natalie Barney comentó secamente una noche de 1913: Quizá Napoleón debería haber consultado a la Sibila ¿verdad, Sibilla? Desde el diván en el que se recostaba, Sibilla Aleramo le regaló a Natalie Barney una sonrisa enigmática. (...)


Aunque Renée Vivien se propuso traducir a Safo con la máxima fidelidad, había siempre algo que se quedaba fuera. Renée encendía velas, quemaba incienso, se enjuagaba la boca con agua perfumada. Pasaba en vela toda la noche suplicando a espíritus que solamente ella alcanzaba a ver, pero no era capaz de devolver al mundo a Safo con total exactitud. Para ella, Safo era La Tisseuse de violettes, la tejedora de violetas; Renée no encontraba el modo de traducir las frases delicadas hasta lo inverosímil sin aplastarlas, magullándolas, entre sus manos. A menudo Renée se miraba con enorme repulsión los huesos de las manos. Comenzó a llevar brazaletes en las muñecas para mantener alejado el ruido que hacía su mente al construir palabras fallidas. En 1904 Natalie Barney llevó a Renée a la isla de Lesbos. En Mitilene, durante unos breves meses soleados, contemplaron el azul perfecto del mar y no hablaron de otra cosa que no fuera el fundar allí, juntas, una escuela, un salón, un retiro, un templo para la intimidad de las mujeres, en suma, el Retour à Mytilène. Renée se sentía flotar en un tiempo clético, nadaba por las mañanas en el Egeo plácido, prometió consumir menos cloral. Vestiría pantalones de lino crudo y transcribiría fluidamente sus visiones, como un asceta o un oráculo. Volver a Mitilene era bajar hasta el puro tuétano. Una vez que la carne quedaba cercenada, los versos se adherían realmente a Safo. Pero al final del verano, cuando Natalie la devolvió a París, Renée clausuró con clavos sus ventanas contra el enmudecido cielo gris. No soportaría regresar a otro lugar que no fuera Mitilene. (...)

En Francia, los hombres notables demandaban una ley para prevenir que las mujeres de clase baja, lavanderas o actrices o cualesquiera otras que hubieran quedado encintas, los acosaran sin tregua con súplicas y llantos. ¿Qué ocurriría si las mujeres intrigantes, con sus corazones hipócritas y sus críos hambrientos, tuvieran la tentación de incorporar a sus bastardos en la legítima familia francesa? Y es más, advertían los varones notables, todas esas mujeres que han conseguido quedarse embarazadas se arrimarían llorando a los hombres casados en busca de dinero para alimentar al hijo, y eso era una vergüenza, un crimen, una mancha contra el Código Civil Napoleónico. En 1804, los varones aprobaron el Artículo 340, que prohibía estrictamente las demandas de paternidad. Todos los niños están desprovistos de padre al nacer, argüían, un padre se constituye solamente a través del matrimonio: pater is est quem nuptiae demonstrant. Inmediatamente después los varones aprobaron el Artículo 341, que estipulaba que, por otra parte, las demandas de maternidad estaban bien vistas en el ámbito de la ley francesa. Una mujer ha de ser considerada responsable de la inmoralidad de su conducta carnal, decían los varones, y una ley así les daría a las volubles tiempo para pensárselo antes de meterse en la cama de cualquiera que les guste. Por todo esto, un varón notable no tenía que ocuparse del nacimiento de un hijo ilegítimo, tal y como el Artículo 341 establecía vigilando en su nombre. (...)



En 1901, justo antes de que Rina Faccio se convirtiera en Sibilla Aleramo, llegó al teatro en Milán y vio a Nora. Rina nunca lloraba en el teatro, pero esa noche su querida amiga Giacinta se dio cuenta de que las lágrimas rebosaban de sus ojos. Giacinta comprendió: Nora estaba abandonando al hombre con el que se había casado porque no se daba cuenta de que ella era un ser humano. Nora repiqueteaba en la puerta cerrada de un siglo de mujeres cuyo único verbo había sido casarse. La húmeda sal que ardía en los ojos de Rina no era la del llanto exactamente. Era el siglo, que estaba abandonando su cuerpo. La querida amiga de Rina que había comprendido todo aquello era la misma Giacinta Pezzana, ahora enérgica femminista de sesenta y tantos años, que había ayudado a la joven Eleonora Duse a convertirse en prima donna. Giacinta Pezzana sabía lo que era actuar. Observó los ojos de Rina brillando en el teatro en penumbra y le dijo: Ahora. Es el momento. Cinco años más tarde, Sibilla Aleramo era la protagonista de su propia vida y su libro Una donna nació en Turín, en medio de un ajetreo enfebrecido. Giacinta presintió que Eleonora Duse y Sibilla Aleramo se convertirían en sus propias Noras. A menudo discernimos en las otras la primera señal, la línea inicial de apertura. Pero luego nos volvíamos desconfiadas. Consultábamos los horarios de los trenes que pretendíamos tomar, comprábamos cuadernos de notas y otras provisiones. Nos deteníamos en el umbral, con el futuro ante nosotras como un mar de olas incesantes. Y ahora, preguntamos a Sibilla, ¿cómo creer que habrá una isla de nuestra invención? (...)

En el verano de 1909, el misterioso Tristano Somnians hizo la corte a un buen número de actrices en Roma. Llegaban por correo caballerosos mensajes perfumados, por los camerinos se enredaban los bouquets de madreselva. Sin nadie a quien comparar con la bella Helena, presentía Lina, era imposible escribir un drama. Buscaba a la que, como decía Safo, a todo ser humano sobrepasó / en belleza / dejó a su bello esposo / atrás, y marchó en barco a Troya. ¿Quién sobrepasaría a todas en belleza, quién abandonaría a todo hombre que intentara retenerla, quién tomaría orgullosamente en sus manos su propia vida y navegaría con rumbo allende las islas? Eleonora Duse se había retirado de la escena y reposaba en su diván en Roma leyendo los poemas de Giovanni Pascoli. Salió brevemente de su ensimismamiento una tarde para recibir a un protegido de su adorado Pascoli, un joven poeta que se anunciaba como Tristano. La condujeron al salón y Lina se presentó inmediatamente a Eleonora Duse con un volumen de Safo abierto por el fragmento 24 C: vivimos / ... lo contrario / ... desafiante. (...)

A lo largo de la primavera las cartas de Lina llegaban a Eleonora a la vez que todo se fundía. Fue entonces, nos contó Sibilla, cuando sintió que Lina fluía lejos de ella. Sibilla intentó escribir a Lina, intentó escribir una obra como Lina, intentó escribir sobre Lina: todas las líneas se rompían en la página. Por esa época Lina envió a Eleonora un poema que comenzaba así: Abre las ventanas de par en par, sumérgete en el mar, ven hasta el filo del horizonte donde se funden las olas, donde yo estoy esperándote. (...)

verano avanzaba, pesado y húmedo, mientras intentaban recobrar el hilo de su vida juntas. Rilke, que vivía cerca, leyó el esbozo inacabado de Ariadna y lo juzgó ambicioso: Lina era realmente talentosa, pero demasiado joven, aspiraba a demasiado, su Ariadna era demasiadas cosas a la vez. Como poeta veterano le aconsejó modestia y un ritmo más verosímil en la acción. Querida, solamente tienes veintiséis años, dijo. Confórmate con pequeños tragos de inspiración, no esperes que la grandeza venga sobre ti. El propio Rilke acababa de escribir varias de sus elegías de Duino en cuestión de días porque el poema lo había llamado cuando caminaba solitario por los acantilados, proclamando su lugar entre las jerarquías de los ángeles. Lina sospechaba que Rilke mentía descaradamente. Pero se preguntó si algunos actos podían ser solamente escritos como fragmentos. (...)

Ante todo, dijo Eleonora, Italia era indiscutiblemente un monopolio de los hombres. Por supuesto, las mujeres anhelaban ser seres humanos en lugar de muñequitas que bailaban para placer de sus maridos, parían obedientemente a sus hijos y se aniquilaban a sí mismas. ¿Quién no desearía lo que poseía la mitad de la población solamente por el hecho de haber nacido? Además, prosiguió Eleonora, incluso si una mujer desea trabajar, escribir, pensar por sí misma, emprender cualquier acción, amar a otra mujer, queda inmediatamente ridiculizada como una depravada contra natura por expresar las cualidades que los varones aprecian para sí mismos. No es extraño, concluyó Eleonora Duse, que las mujeres en Italia están quemándose y quemándose con una seca rabia contra la larga tiranía de los hombres. Desde el τύραννος de Grecia, añadió, explicándole a su atónito entrevistador que durante su larga enfermedad había comenzado a estudiar gramática griega. Esperaba poder leer pronto a los clásicos en su lengua original. (...)



En realidad Eva llevaba practicando a Safo muchos años. En 1898, en la sala dormitorio de Radnor Hall, arrestaron a Eva cuando practicaba con dos o tres chicas. Tenían exámenes de griego de nivel intermedio, protestó Eva, y estas chicas apenas se defienden con el aoristo, ella solo pretendía ayudarlas a comprender el concepto de acción en el pasado. Pero el presidente del college no quería oír ni una palabra. Eva y Safo fueron expulsadas durante un año. Metió todos sus libros en la maleta y se marchó a Roma con Safo en el regazo, abierta por el fragmento 16: la descarrió / ... porque / ... levemente. Anna Vertua Gentile, Come devo comportarmi?, 1899 En 1899 existían muchos libros en Italia que instruían a las señoritas sobre cómo adquirir unos modales modélicos. Las niñas han de ser nobles, lindas, hacendosas, modestas, devotas, tranquilas, dispuestas a sacrificarse y, sobre todo, limpias de vicios. Anna Vertua Gentile, autora de docenas de estos libros, publicó ¿Cómo debo comportarme? en las mismas fechas en las que Eva Palmer llegaba a Roma. Eva no lo leyó. En lugar de ello, Eva gastó los meses de Roma en hacer calas en la ciudad. Tomaba como referencia un rincón o una columna caída del Foro y operaba hacia abajo: primero, los gatos callejeros y el musgo; luego, los antiguos nombres en latín, las anchas losas que empedraban las calles subterráneas, las multitudes de pies con sandalias que las habían pisado, las voces aflautadas en el aire antiguo, los cánticos que emanaban del templo de Vesta como el humo de la llama sagrada; finalmente la Roma imperial quedaba al descubierto para ella. Eva no leía libros que ensalzaban las virtudes femeninas porque andaba volcándose en Virgilio, en Catulo, en Ovidio. Fue Ovidio, y Eva quedó impactada al enterarse, quien le robó la voz a Safo para quedársela y volverla hostil a ella. Quid mihi cum Lesbo?, puso Ovidio con rencor en boca de Safo. ¿Qué me importa Lesbos ahora? Eva Palmer podría haberle replicado a Ovidio lo que Lesbos era para Safo, podía recitarle los nombres de las amantes de Safo como si fueran sus propias amigas. (...)


Del fragmento 19 no queda ningún verso completo. Es como si cada palabra acabase tragada tras un suspiro. En la primera parte del poema Safo habla de la espera: la tensión del tiempo antes de que algo suceda. Luego el poema se detiene, y hay un tictac de pura nada que avanza, punto-espacio en blanco-punto-espacio en blanco-punto, un ritmo desolado. Punto-espacio en blanco-punto era el barco de Natalie que zarpaba de la isla convirtiéndose en una mota en la bahía, desvaneciéndose, pensaba Eva. En 1900, como un espacio en blanco, Eva regresó al colegio mientras Natalie viajaba hacia París. Cuando por fin retorna el movimiento, el poema arroja esto: pero al marcharse / ... porque sabemos, escribe Safo. No sabemos, pero hemos escuchado. No sabemos, pero a pesar de nuestras incertidumbres y puntos suspensivos, avanzamos. Eva abandona antes del examen final de latín. Se marcha a París, junto a Natalie. Es 1901. El fragmento 19 llega finalmente a su destino; desde el otro extremo del poema, Safo mira hacia atrás: Después / ... y hacia. Cuando llega a París, Eva comienza a formarse como actriz en la Comédie Française. Una actriz, le confía Eva a Natalie, es alguien que cree todavía en los antiguos ritos. Podrá haber luces eléctricas y tramoya, podrá haber satén y artes de cine, pero una actriz se encuentra siempre en Delfos. Se alza sobre las tarimas astilladas como si se hallara entre amplias gradas de piedra, con el templo de Apolo elevándose a su espalda. Una actriz es como una sibila, sabe ver hacia adelante y hacia atrás al mismo tiempo. Eva Palmer y Sarah Bernhardt, 1901 En París, la actriz Sarah Bernhardt le iba desenlazando el pelo a Eva hasta que se le derramó en el suelo como una cascada espléndida. A Sarah Bernhardt se la consideraba en amplios círculos como una diva. Audazmente, Eva alzó la barbilla y le formuló a Sarah Bernhardt una pregunta sobre las actrices. Sarah, que estaba enroscándose en las muñecas el pelo de Eva como si fuera una serpiente, se echó a reír y contestó que los rituales antiguos de las actrices no se habían fijado por escrito en papel, tú aprendes, sí, los versos en una página, pero los ritos, ¡ay!, los ritos solamente los puedes aprender de otras actrices. (...)

Tus griegos, después de todo, decía Sarah hundiendo su dedo en el hombro de Eva, ¿quiénes piensas que fueron? ¿Quién fue Medea o Clitemnestra o Antígona? ¡Fueron hombres, ma chère Eva! ¡Y Ofelia y Lady Macbeth y Desdémona! Siglos de hombres llenando los escenarios de sí mismos, con todos los papeles a su disposición, vistiéndose con calzones o con faldas a capricho. Por eso ahora, para ser una gran actriz, has de aprender esto: nunca más nos quedaremos relegadas a sus sobras de vestuario, a sus papeles de madres y doncellas y señoritas que esperan lograr novio. No, chérie, no nos rebajaremos a considerar el sexo de nuestros papeles. (...)

En griego antiguo, para expresar un deseo o una esperanza existe el modo optativo. El optativo es un estado de ánimo, casi un sentimiento. Se cierne en el aire fuera del tiempo y del sujeto, en un tono melancólico, con sus bordes ligeramente teñidos de presentimiento. ¡Ojalá, ojalá fuera eso así, suplica el optativo, que pueda ser así, si de algún modo llegara a suceder! Llegamos a conocer a fondo el estado de ánimo optativo en aquellos días en que lo empleamos unas con otras. Oscilábamos entre invocar nuestros deseos en voz alta o esperar con timidez a que sencillamente nos sucedieran, como el tiempo meteorológico. Virginia Stephen, Poetics, 1905 Las Geórgicas de Virgilio estaban llenas de términos técnicos de apicultura, así que en 1905 Virginia Stephen optó por traducir a los griegos. La palabra inglesa «poeta» era simplemente ποιητής recortada por el borde. Por la misma época la Poética de Aristóteles le dio una visión más clara de la literatura que cualquier novela de Henry James. En 1906, traduciendo su pensamiento en acción, Virginia Stephen emprendió la travesía con su hermana rumbo a Patras. A su llegada a Grecia tomó nota de la luz rompiéndose en centelleos en el mar, de las uvas hinchadas en sus viñas, de la vista panorámica de Olimpia. Sin embargo, una vez en Olimpia no estaba segura de cómo avanzar, eran demasiadas las palabras que proporcionaban las guías de viaje y con el deslumbramiento era difícil saber en qué siglo se estaba. Cuando subía en burro por las laderas del Monte Pentélico, Virginia se tomó un descanso junto a un arroyo que chapoteaba entre pinos: esto ya no era una ilustración de la guía Baedeker, dijo Virginia, sino un idilio de Teócrito. (...)

1879, cuando Sarah Bernhardt se desplazó a Londres para representar Fedra, Oscar Wilde esparció para ella, en el muelle, rociadas de lirios blancos en señal de admiración. Escribió un soneto en su honor y le rogó que lo visitara en su casa de Chelsea. Pero ella llegaba con retraso a su alojamiento en Chester Square porque la prensa inglesa deseaba escuchar con urgencia cuál era, en opinión de Madame Bernhardt, el valor moral de una pieza tan escandalosa como Fedra. ¡Ah, dijo Sarah Bernhardt, Fedra es una tragedia clásica! ¿Quiénes somos nosotros para juzgar la moralidad de los antiguos? ¡Una artista no debe estar sometida a las costumbres de su presente! Lego, esquivando otras preguntas, Sarah Bernhardt marchó a Liverpool a comprarse un par de cachorros de león. (...)

DESPUÉS DE SAFO 
Selby Wynn Schwartz
(Traducido por Aurora Luque).
Alianza Editorial, 2023