ARREBATOS ALÍRICOS

Me fui sobreviviendo como pude

(José Luis Piquero)


domingo, 19 de enero de 2025

Los mejores fragmentos de WELLNESS (Nathan Hill)


Vente. Qué raro, qué curioso y qué encantador. Vente. Elizabeth no está acostumbrada a que la gente le hable así. Ninguno de sus amigos de aquellos colegios privados se expresaría de ese modo; tampoco sus padres ni los invitados a los que solían agasajar. Nunca utilizarían un estilo tan sencillo y directo. Ellos recurrirían a una fórmula más correcta, como: «¿Quieres venir con nosotros?». O a algo más apropiado y bien construido: «¿Te importa si vamos a otro sitio?». O a alguna frase culta y educada y redonda: «¿Serías tan amable de concederme el placer de tu compañía?». Pero Jack dijo «Vente», a secas, lo que a oídos de Elizabeth sonó refrescante y encantadoramente imperfecto. Le tendió la mano y la miró sin artificio alguno, sin ser consciente de haber dicho algo gracioso o extraño, cosa que a ella la llenó de ternura. «Vente» acabaría convirtiéndose en un mantra entre ellos, una suerte de abracadabra capaz de evocar la emoción, la sorpresa y la exuberancia de aquella primera noche. «Vente», le dirá él unos días después cuando la lleve al Instituto de Arte y paseen cogidos de la mano contemplando todos los cuadros de sus pintores modernistas favoritos. «Vente», le dirá ella una semana después, cuando consiga entradas de última hora para ver La Bohème en la Civic Opera House representada por la Lyric Opera de Chicago y él finja no avergonzarse de su jersey cutre entre tantos trajes y corbatas. «Vente», le dirá ella unos veranos más tarde, cuando vayan a Italia y vean todos los cuadros, tapices y estatuas que Venecia puede ofrecer. Y años después, cierta noche de especial relevancia, él hincará la rodilla y abrirá una caja de terciopelo negro con un elegante anillo de compromiso en su interior, lo hará todo según la tradición, salvo cuando se declare, en ese momento no dirá «¿Quieres casarte conmigo?», sino «Vente». Todo comienza esa noche, cuando Jack le tiende la mano en el Empty Bottle y le dice «Vente», una frase incompleta que Elizabeth completa cogiéndole la mano y asintiendo con la cabeza, y juntos caminan entre la tormenta de nieve y el frío glacial, y por primera vez ese invierno la temperatura bajo cero no les resulta opresiva, sino más bien divertida, el modo en que se guarecen en todos los soportales y callejones para huir del viento, rozándose las manos, riéndose, corriendo hasta el siguiente escondite (...).

Es una conversación frenética e incesante, la sensación es como caerse por las escaleras, quedando a merced de la gravedad, y de repente dar un salto, agarrarse a algo y aterrizar mágicamente de pie, indemne y triunfante. Atraviesan las escasas manzanas que separan North Avenue de la Urbus Orbis, una cafetería donde las camareras son deliciosamente groseras, el único lugar del barrio donde todo el mundo se reúne por la noche y que ahora, a las dos de la mañana, está repleto de gente que ha estado por ahí de marcha. Consiguen una mesa en la esquina del fondo y se piden un café por un dólar y se fuman un pitillo y se miran fijamente durante un largo momento y es entonces cuando Elizabeth le pregunta: —En una escala del uno al diez, ¿cuánto te querían tus padres? 
Jack se ríe. 
—Entramos en temas profundos, por lo que veo. 
—No me gusta perder el tiempo. Quiero saber cuanto antes todo lo que necesito saber. 
—Me parece razonable —asiente Jack, y sonríe, y luego su actitud se vuelve introspectiva durante un instante, mira la taza de café y su sonrisa adquiere un matiz de tristeza que provoca en Elizabeth una sensación de renovado afecto—. Es una pregunta difícil de responder. Supongo que, con mi padre, es algo indeterminado. 
—¿Indeterminado? 
—Es como dividir cero entre cero. La respuesta no es real. Es una de esas paradojas. Tu escala no sirve en este caso. Lo que quiero decir es que no sería exacto decir que mi padre no me quiera, básicamente porque no siente amor por nada. El hombre no tiene sentimientos. Ya no. Es insensible. Es una de esas personas que siempre dicen: «Estoy bien, no quiero hablar de eso, déjame en paz». 
—Ah, ya entiendo —dice ella, y acerca la mano y le toca ligeramente el brazo, solo un roce, una pequeña muestra de empatía y afecto, nada más, pero hay mucho significado e intención en ese roce, y ambos lo saben. (...)

Entonces se sonríen, rellenan sus cafés y encienden más cigarrillos, y Elizabeth continúa su interrogatorio, un minucioso inventario de preguntas inquisitivas y alarmantemente personales: —Describe el primer objeto que amaste. Y luego: 
—Cuéntame alguna vez que se hayan reído de ti en público. 
Y después: 
—¿Cuándo lloraste por última vez delante de otra persona? 
Y a continuación: 
—Describe el momento de tu vida en el que pasaste más miedo. »¿Tienes alguna corazonada sobre cómo vas a morir? »Si murieras esta noche, ¿de qué te arrepentirías más? »Describe exactamente qué es lo que encuentras más atractivo físicamente de mí. Con el tiempo olvidarán las respuestas exactas que dieron a todas estas preguntas, pero nunca olvidarán lo más importante: todas las preguntas obtuvieron respuesta. Ambos tuvieron el impulso de hablar y hablar y hablar, lo cual era categóricamente distinto del habitual recelo que mostraban con gente que acababan de conocer. Y en ese momento, allí juntos, en la cafetería, esto parece ser una señal bastante importante. 
«Es amor —piensan—. Esto debe de ser lo que se siente.» 
La Orbis ya está chapando y es probable que sean las tres y media o las cuatro de la mañana, y los dos están exuberantes, nerviosos, hasta arriba de cafeína, y Elizabeth hace una última pregunta: 
—¿Crees en el amor a primera vista? 
Y sin vacilar un solo instante, Jack responde con énfasis: 
—Sí. 
—Pareces muy seguro. 
—A veces, lo sabes y ya está. (...)

—Puedes sentirlo, aquí —dice poniéndose la palma de la mano sobre el pecho—. Es obvio. 
Es el tipo de gesto —y el tipo de sensiblería— que podría haber hecho huir a Elizabeth si se tratase de otra persona. De haber sido cualquier otro hombre, le habría molestado que la tomasen por la clase de chica capaz de tragarse una ñoñez así. Pero dicho por Jack no parece una ñoñez. Sus suaves ojos la miran con sinceridad a través de su largo flequillo. 
—¿Y tú? —replica—. El amor a primera vista. ¿Qué te parece? (...)
Entonces ella sonríe y, a modo de respuesta, lo ayuda a levantarse de la silla, lo saca de la Urbus Orbis, lo devuelve al frío y, acurrucándose mutuamente en busca de calor humano, enfilan el camino a casa. Se detienen en la entrada del callejón que separa sus apartamentos, esos dos edificios ruinosos que ahora se encuentran en plena rehabilitación, y se miran de frente, a los ojos, y él está nervioso y callado, no sabe qué hacer, así que ella le dice «Vente» y lo invita a su apartamento, y él pasa allí la noche, duerme entrelazado a ella en su cama enana, y la noche siguiente también, y la siguiente, e incontables noches más, el resto del año, y los inviernos sucesivos, y todos los tiempos confusos que están por venir. (...)




—No estoy descontenta —aseveró Elizabeth dándole una palmada en el brazo—. O, al menos, no anormalmente descontenta. 
—¿No anormalmente descontenta? ¿Eso qué significa? 
—Significa que estoy todo lo contenta que debería estar en esta etapa de la vida. 
—¿Y qué etapa es esa? 
—La base de la U. 
Claro, cómo no, la base de la U. Últimamente siempre la mencionaba cada vez que Jack la atosigaba con este tipo de cosas. Se trataba de un fenómeno bien conocido entre ciertos economistas y psicólogos conductistas, según el cual la felicidad, por lo general, a lo largo de la vida, solía regirse por un patrón común: la gente era más feliz durante la juventud y la vejez, y menos hacia la mitad de la vida. Por lo visto, la felicidad alcanzaba su punto álgido en torno a los veinte años, volvía a alcanzarlo a partir de los sesenta, pero tocaba fondo entre medias, que era donde Jack y Elizabeth se encontraban en ese momento, en la parte inferior de esa curva, en la mediana edad, un periodo marcado no tanto por la cacareada «crisis» (en realidad, un fenómeno bastante raro: solo el diez por ciento de las personas admitían haberla sufrido), sino por el lento devenir hacia una silenciosa y a menudo desconcertante sensación de desasosiego e insatisfacción. Elizabeth insistía en que se trataba de una constante universal: la curva en U afectaba tanto a hombres como a mujeres, casados y solteros, ricos y pobres, empleados y desempleados, alfabetos y analfabetos, gente con hijos y sin ellos, estaba presente en todos los países, culturas y etnias, y se había manifestado a lo largo de todas las décadas que duró el estudio de investigación: según la ciencia, las personas de mediana edad eran portadoras de un sentimiento que, estadísticamente hablando, equivalía al duelo por la muerte reciente de alguien cercano. Así es como te sientes, dijo, así de lejos queda la felicidad de los veintipocos según los indicadores objetivos del bienestar. Elizabeth sospechaba que tenía algo que ver con la biología, la selección natural, las presiones evolutivas de hace millones de años; de hecho, los primatólogos habían demostrado recientemente que los grandes simios también experimentaban la misma curva de felicidad, lo que sugería que este desconsuelo de la mediana edad debió de procurar algún tipo de beneficio prehistórico, de contribuir de algún modo a la supervivencia de los primeros homínidos. Tal vez, según la hipótesis de Elizabeth, se debiera a que los miembros más vulnerables eran los jóvenes y los ancianos, por lo que era importante que estuviesen felices, contentos y satisfechos: cuanto más satisfechos se sintiesen, menos riesgos correrían y, por tanto, más tiempo sobrevivirían. Mientras que los especímenes de mediana edad necesitaban sentir justo lo contrario: una zozobra interior, un malestar tan desagradable que adentrarse en los peligros del mundo pareciese, en comparación, un mal menor. Después de todo, alguien tenía que hacer el trabajo sucio. (...)

Elizabeth parecía verlo como algo tranquilizador, el sopor de la mediana edad era, a fin de cuentas, más un problema biológico que la constatación de que algo iba rematadamente mal en el matrimonio o en la vida. Pero para Jack esto no tenía nada de tranquilizador. Solo confirmaba sus temores. Lo único que él veía era que su mujer estaba triste. 
—Pero no estaré triste siempre —arguyó Elizabeth—. Cuando tengamos sesenta años, los dos seremos igual de felices que cuando nos conocimos. Al menos, eso es lo que dice la ciencia. ¿No te parece emocionante? ¿No te dan ganas de ser un abuelito? 
—Para eso falta aún bastante tiempo, cariño. 
—Y, mientras tanto, es importante hacer cosas que permitan gestionar mejor nuestra realidad emocional. Por ejemplo, buscar nuevas aventuras, nuevas experiencias y realizar pequeñas modificaciones en nuestras rutinas diarias. Para no perder la frescura ni el interés. (...)

Elizabeth los estaba examinando, a los padres. Observaba cómo estos observaban a los niños. Buscaba en ellos cualquier indicio externo de incomodidad o malestar por el hecho de que sus hijos estuviesen siendo expuestos a esta canción, interpretándola incluso. La canción era de ese subgénero de música dance que bien podría llamarse «Mira cómo perreo». Era música que se escuchaba en discotecas y versaba sobre el hecho de estar y ser visto en una discoteca: un frenético canto al solipsismo, a la embriaguez, a la depravación y al desenfreno sexual. 
—¡Ey, mami! —cantaban los niños—. ¡Tronco va! 
En la versión original, esa frase describía el hecho de caerse borracho en mitad de la pista, aunque también podía referirse a una mamada; la letra jugaba con los dobles sentidos. Pero los padres no parecían percibir nada extraño, probablemente se debía al hecho de que muchas de las frases clave de la canción habían sido alteradas —una palabra por aquí, otra por allá—, de modo que los nuevos versos a menudo significaban justo lo contrario de los originales, a pesar de que estos resonaban aún en los oídos de Elizabeth como una suerte de eco epistemológico. 
—Será un día inolvidable —cantaban los niños. «Será una noche inolvidable», cantaba el eco. —Un bailecito más, otra conga más —cantaban los niños. «Un chupito más, otra ronda más», cantaba el eco. La letra había sufrido tantos cambios, era tan ambigua, que apenas quedaba ya nada del significado original. Ahora era una canción absurda, censurada y descontextualizada. Elizabeth se preguntó cuántas pequeñas modificaciones podían llevarse a cabo en una canción antes de que su letra fuese irreconocible, cuántas palabras podían alterarse —diez, veinte— antes de que fuese un tema totalmente nuevo. (...)

Veía a otras personas jugar al Minecraft y él reaccionaba, a menudo con mucha teatralidad. Elizabeth era absolutamente incapaz de entender esto: Toby no jugaba al Minecraft, sino que reaccionaba a cómo otras personas jugaban al Minecraft, lo que al parecer seguía siendo de interés para muchos, algo sencillamente ridículo. Cuando Elizabeth era pequeña, la opinión generalizada era que jugar a videojuegos era de vagos redomados. Y hace pocos años se puso de moda ver cómo otras personas jugaban en línea a videojuegos, lo que parecía ser ya el colmo de la pereza. Y ahora la gente veía cómo otra gente veía a otra gente jugar a videojuegos. Era como la evolución darwinista de la holgazanería. Pero Elizabeth se guardaba para sí misma todos estos pensamientos. Toby se sentía muy orgulloso de que su canal, al que llamaba el Tobinator, hubiese superado recientemente los mil seguidores, e insistía en que, si creciese un poco más, obtendría ingresos por publicidad, idea que parecía maravillarlo, así que Elizabeth hacía lo posible por resistirse al impulso, a veces muy intenso, de coger la tablet y arrojarla al lago. (...)

Últimamente, Jack había estado muy pendiente de ella, de una forma casi obsesiva, siguiéndola por la casa a todas partes, sentándose al lado mientras ella leía, preguntándole qué estaba mirando cuando usaba el móvil, no asumiendo tareas de forma proactiva, sino ofreciéndose a terminarlas cada vez que veía que ella hacía una, diciéndole que se fuese al sofá a relajarse, o a la cama, o a darse un baño de burbujas que él prepararía encantado, faltaría más. Además, le enviaba un montón de mensajes cursis de amor, a veces incluso le escondía una nota de papel en el bolso que decía: «Solo quería que supieras lo mucho que te quiero», y luego le preguntaba por la nota, después del trabajo («¿Recibiste mi mensaje?»), con el rostro lleno de expectación y necesidad. O, a veces, mientras leían juntos en el salón, ella levantaba la vista del libro y veía que él estaba mirándola fijamente y le preguntaba: «¿Qué pasa?», y él sonreía y la miraba con ojos de cordero degollado y decía: «¡Te quiero!», y eso la sacaba totalmente de quicio. En otro contexto, estas cosas podrían haber tenido su gracia —al principio de la relación, por supuesto, los gestos románticos de Jack le parecían espontáneos y grandiosos—, pero ahora todo aquello olía a desesperación. «Tómatelo con calma —quería decirle—. No me atosigues.» Pero no había forma de expresarlo sin herir los sentimientos de su noble marido, así que sonreía y decía «Gracias por la nota» y cambiaba de tema mientras anhelaba tener más espacio, un espacio amplio y privado: el apartamento del Shipworks con un dormitorio solo para ella, en Park Shore, aquel lugar de las afueras rodeado de arbolitos y vastas extensiones de campo abierto. Cuando ambos tenían veintitantos años, siempre decían que la vida en los barrios residenciales era asfixiante y opresiva, pero no era eso lo que Elizabeth sentía ahora. Lo que sentía en ese momento era liberación. (...)

Tecleó toda esta información en el móvil —lentamente, no como Toby, que era capaz de escribir a una velocidad vertiginosa usando solo los pulgares—, y se quedó a la espera de que la aplicación le ofreciese alguna respuesta mágica, alguna solución al estancamiento de su carrera. El Sistema le envió un cupón para un seminario al que podía asistir y formarse como agente inmobiliario. Mira tú qué bien. En cuanto a Elizabeth, Jack fue mucho menos específico, solo dijo que notaba un preocupante distanciamiento de su esposa, una especie de antagonismo velado, y que, desde que se habían comprado el nuevo apartamento, ella había expresado una serie de frustraciones domésticas latentes y que, en general, Jack temía que las obligaciones parentales hubiesen transformado poco a poco su matrimonio en una anodina administración familiar despojada de romance, y que últimamente percibía una angustiosa ausencia de chispa. Después de eso, la aplicación le envió un cupón para comprar un vibrador. Madagascar, así se llamaba, por su forma: una punta fina que daba paso a un centro grueso y bulboso que, en conjunto, proporcionaba «una estimulación cien por cien envolvente», o eso decía. Formaba parte de una línea de juguetes sexuales inspirados en la geografía (incluía un masajeador de próstata denominado México y que era ciertamente intimidatorio). Y Jack, un poco a la desesperada, decidió comprar el Madagascar, y cuando se lo dio a Elizabeth le sugirió que tal vez podrían usarlo juntos, y ella dijo que sí, que un día de estos lo podían probar, por supuesto, y lo metió en el cajón de la mesita de noche, donde había permanecido intacto hasta entonces. A Jack le sorprendió que El Sistema se interesara tanto por su matrimonio. Le pedía que apuntase el estado de ánimo diario de su cónyuge y el suyo propio: si estaba contenta o triste, distante o cariñosa, sexualmente interesada o sexualmente no disponible, así o asá. (...)

La aplicación, al fin y al cabo, rastreaba la salud y, de acuerdo con los datos, ninguna variable era tan importante como una relación sexual de pareja íntima, duradera, de gran calidad y altamente satisfactoria. El Sistema no dejaba de enviarle información sobre este asunto: un matrimonio bien avenido era el principal indicador de una buena salud; al parecer, la diferencia entre un matrimonio infeliz y otro feliz era, desde el punto de vista médico, la misma que entre fumar y no fumar. Las personas con matrimonios felices tenían mayor esperanza de vida, una menor tendencia a sufrir depresiones, enfermedades cardiacas, alzhéimer, artritis y, en general, estaban menos inflamadas. Y sentirse solo en el matrimonio era el equivalente sanitario —siendo iguales todos los demás aspectos— a padecer diabetes. Resultaba que sentirse aislado, solo e insatisfecho en el matrimonio, además de ser nocivo desde el punto de vista emocional, también lo era para la salud física, por lo que el rastreador se tomaba muy en serio la calidad de la relación de Jack. El Sistema recopilaba todos los datos subjetivos de felicidad de Jack, además de todos los objetivos de la pulsera y, haciendo uso de la denominada «IA de aprendizaje profundo», le proporcionaba no solo la rutina de entrenamiento personalizada que Jack requería, sino también una rutina vital personalizada. Le recomendaba las comidas diarias óptimas, las horas óptimas a las que debía ingerirlas y la cantidad óptima de agua que debía tomar con ellas. Le recomendaba la hora óptima a la que debía acostarse y la hora óptima a la que debía despertarse. Y también formas de optimizar su matrimonio. (...)

De hecho, contaba con un elaborado subsistema dedicado a mejorar lo que la aplicación llamaba la «puntuación en el amor», que consistía en convertir los rituales comunes a las relaciones altamente satisfactorias en una especie de videojuego. Recibía puntos, insignias y otras recompensas por completar tareas específicas: los actos de servicio eran tareas como sacar la basura, fregar los platos, limpiar el baño; es decir, el coñazo que supone mantener la casa en condiciones; los gestos románticos eran momentos del tipo «me acuerdo de ti» que se expresaban a lo largo de un día normal y corriente: un mensaje sexi, una nota de amor escondida en el bolso o en el maletín, un «te quiero» en silencio, moviendo los labios, desde la otra punta de la habitación; y luego estaba la creación de recuerdos especiales, que implicaba planificar elaboradas veladas nocturnas o viajes al extranjero o excursiones por el campo o escapadas de fin de semana en cabañas aisladas en el bosque, y Jack había hecho lo posible por poner en práctica todas estas sugerencias. De hecho, según la tabla de clasificación en línea de El Sistema, los parámetros que medían su capacidad de «dar» alcanzaban el noventa y nueve por ciento, por lo que resultaba muy desalentador que la puntuación acumulativa total de su relación apenas rondase el cincuenta, debido sobre todo a dos cosas: primero, al bajísimo resultado obtenido en el apartado Satisfacción de necesidades, ya que no había satisfecho ninguna de las necesidades específicas de Elizabeth desde hacía al menos un mes, y no porque no lo intentase, sino porque ella no parecía tener ninguna. Ninguna necesidad. Podía pasarse semanas sin expresar un solo deseo, una sola dificultad en la que él pudiese echarle una mano. Años atrás, Jack se había enamorado precisamente de esa cualidad —su independencia, su desenvoltura, su autosuficiencia—, pero ahora, las más de las veces, lo hacía sentirse marginal, como si no hiciese otra cosa que preguntarle: «¿Me necesitas? ¿Me necesitas alguna vez?». (...)

(...) estaba la cuestión del coeficiente de intimidad, que era inferior a la media de acuerdo con la frecuencia de sus encuentros sexuales, además de las mediciones de la pulsera inteligente durante sus coitos ocasionales, ya que el acelerómetro interior del dispositivo detectaba cuándo tenía lugar un encuentro sexual y registraba su duración, el ritmo cardiaco experimentado, las calorías quemadas y el nivel de decibelios de los chirridos en la cama y lo que denominaba «vocalizaciones copulatorias femeninas», sobre las que llevaba a cabo un análisis aparte. A Jack le daba un poco de cosa que El Sistema tuviese acceso a informaciones y situaciones tan privadas y personales, pero tal y como la aplicación le recordaba a menudo: «No es posible mejorar lo que no se mide». Así que Jack siguió adelante y procedió a medirlo todo. (Incluso había un accesorio que podía comprarse en la web de El Sistema: el smartring, un anillo inteligente que se ajustaba a la base del pene y registraba el número de embestidas ocurridas durante el coito, así como la fuerza g alcanzada en cada una de estas, pero Jack se había abstenido de comprar dicho artículo por razones probablemente obvias.) Estaba frustrado por la falta de avances en estos frentes: ni su cuerpo ni su matrimonio habían dado muchas muestras de mejoría pese a la exactitud y el rigor de El Sistema. Elizabeth seguía comportándose como si su objetivo diario fuese no parar en todo el día hasta caer rendida por la noche. Siempre estaba ocupada, corriendo de aquí para allá, tenía una agenda apretadísima de trabajo, tardes de juego, actividades extraescolares y tareas domésticas. Pero Jack no cejaba en su empeño con la esperanza de que, al final, todo el ejercicio físico y todos los actos de servicio y gestos románticos funcionasen como una especie de papel matamoscas que acabaría atrapando a Elizabeth, y entonces él podría ver el cambio que tanto anhelaba, que más que un cambio era una especie de reversión: deseaba recuperar a su esposa alegre, quería volver a tener el cuerpo flacucho de antes. De modo que siguió haciendo caso de los consejos de El Sistema, y este era el motivo por el que estaba ahora en el gimnasio haciendo algo llamado burpees. Se habría sentido imbécil haciendo burpees de no ser por la cantidad de gente que había en el gimnasio haciendo burpees en ese momento: una docena de personas, todas con las mismas pulseras naranjas, todas haciendo ese ejercicio objetivamente absurdo en apariencia, una flexión seguida de una especie de salto abriendo piernas y brazos llamado jumping jack. Miró a su alrededor, a todas las demás personas que estaban haciendo burpees. De pronto, le invadió la sensación de que estaban todos juntos en esta suerte de pantomima, haciendo esta estupidez. Formaban un club. El club de los burpees. (...)


Y mientras Jack descansaba entre una serie y otra, intentaba establecer contacto visual con alguien para encogerse de hombros, sonreír y poner cara de «yo también creo que esto es ridículo». Pero no consiguió establecer contacto visual con nadie porque, según pudo advertir, cuando la gente estaba en el gimnasio, no tenía tiempo alguno que perder. No eran seres sociables ni accesibles. Sobre todo las mujeres, que, cuando iban de una estación del circuito a otra, clavaban de tal modo la mirada en el suelo que parecía que querían romper el hormigón con la mente. Cuando la gente hacía algún ejercicio en el gimnasio, la expresión de sus rostros era de concentración máxima. Cuando se tomaban un descanso, se ponían a mirar sus dispositivos. Y todos llevaban auriculares, algunos enormes como los de un DJ. (...)

Era el sitio al que uno iba para no sentirse solo, y, tal vez por eso, los intentos fallidos de Jack por conectar con los demás practicantes de burpees le parecieron extrañamente significativos, porque un espacio antaño conocido por su sentido de comunidad estaba ahora al servicio del impulso individual, solitario y narcisista de ponerse buenorro. Fue en este edificio donde Jack y Elizabeth tuvieron su primera cita. El recuerdo seguía muy presente, aquella noche trascendental; siempre creyó que se merecían una placa en la pared que dijese: «TODO EMPEZÓ AQUÍ». Para Jack, aquel lugar era un lodazal de nostalgia. Pero pocos lo recordaban ya como el edificio de la Orbis. Tras la quiebra de la cafetería (atribuida a su política de permitir rellenar sin límite las tazas de café, ya que los clientes ocupaban mesas durante horas gastándose un único dólar), el edificio se transformó en un complejo bloque de apartamentos y empezó a usarse como plató principal para la undécima temporada de The Real World, de la MTV, lo que provocó que todos los vecinos del barrio se llevasen las manos a la cabeza. Y no solo por el escuadrón de cámaras que seguía por todas partes a los siete compañeros de piso de la serie, sino también porque sabían que su bohemio barrio iba a dejar de serlo en cuanto lo ocupase algo tan corporativo como el grupo mediático Viacom. Estaban indignadísimos. Y protestaron. Jack recordaba una noche en la que una pequeña multitud se congregó junto a la entrada del plató de The Real World y empezó a corear: «¡Somos reales, vosotros no! ¡Somos reales, vosotros no!» (...)

Elizabeth estaba sentada en la cama, mirando el portátil, esperando. Su idea era aprovechar ese breve momento de soledad para trabajar un poco, pero en lugar de eso se puso a cotillear el perfil de Brandie en Instagram. Elizabeth había buscado a Brandie en Instagram casi inmediatamente después de conocerla, hacía un mes, y desde entonces, sin prisa pero sin pausa, había estado observándola, estudiándola, espiándola. Brandie ya había subido una foto de la actuación de esta tarde. Y al lado, una foto de ayer: sus hijos en esa cocina enorme y blanca bañada por el sol, cortando manzanas y preparando hojaldres y luciendo una enorme sonrisa llena de armonía y amor y unión familiar. Debajo, Brandie meditando en el jardín, con las palabras «Cambia el foco, cambia tu vida» escritas sobre la imagen. Al lado, un selfi de ella y su marido abrazados y elegantemente vestidos en una cita romántica. El marido era banquero o algo parecido. Se llamaba Mike. Llevaba polos que se ajustaban a la perfección a su impresionante pecho y a sus fornidos brazos. «Enamorada de este hombre como el primer día», había escrito Brandie seguido de tres emojis con corazones en los ojos. La repentina alarma del temporizador la sorprendió. Elizabeth se dio cuenta de que había entrado en una de esas pequeñas ensoñaciones internáuticas, que había transcurrido más tiempo del que pensaba y que llevaba mirando al marido de Brandie (el hombre estaba muy pero que muy en forma) más tiempo del que podría considerarse prudente. (...)

esto ocurría en todos los grupos de trabajo: multitud de profesores, cada uno con su idiosincrasia, provenientes de una veintena de departamentos distintos, luchando por que en la declaración de objetivos hubiese una mención explícita a sus logros. En fin, que tampoco era tan difícil entender por qué la declaración de objetivos era como era: una pesadilla gramatical llena de oraciones compuestas, de puntos y coma y de digresiones que obligó al Departamento de Lengua a escenificar una huelga simbólica colectiva cuando el claustro la aprobó. (...)

Desde entonces, todos los profesores nuevos habían tenido que asistir al simposio de Incorporación de Nuevo Personal Docente para que los responsables de Recursos Humanos les explicaran con detalle todas las oraciones coordinadas y subordinadas que integraban la declaración de objetivos, lo que llevaba unas seis horas en total. Y lo más terrible de todo era que esa era la novena vez que Jack asistía, la novena vez que lo «incorporaban». Se debía principalmente a un fallo de software. Al ser profesor a tiempo parcial, Jack era, técnicamente, según el ordenador, «despedido» al final de cada semestre. Luego, al principio del siguiente, era «contratado» una vez más. Esto se hacía con el objetivo de eludir el convenio colectivo, el cual estipulaba que al personal docente contratado que trabajase más de un número determinado de semanas al año le correspondía un seguro médico y una pensión. Así que todos los adjuntos de la facultad eran despedidos sumariamente dos y hasta tres veces al año para que la universidad pudiera ahorrarse el coste de sus prestaciones. Y el fallo del software se producía cuando los volvían a contratar el curso siguiente, momento en que el sistema los registraba como «personal nuevo». Y, por consiguiente, había que incorporarlos una vez más. De modo que ahí estaba Jack, sentado a una de las mesas del lujoso salón de baile, donde solían celebrarse todos los actos de recaudación de fondos de la universidad, asistiendo a su novena incorporación. A su alrededor, algunas caras conocidas: todos los adjuntos que, como él, habían pasado año tras año por este mismo proceso, todos con la misma expresión de aburrimiento y desinterés que mostraban los estudiantes de los que a veces se quejaban. (...)

—Los académicos llevan demasiado tiempo publicando artículos en revistas extrañas que, siendo francos, no lee nadie —continuó el director financiero—. Las universidades llevan demasiado tiempo subvencionado becas que solo benefician a élites muy concretas. Y, siendo totalmente francos, esto tiene que cambiar. 
El equipo de Recursos Humanos empezó a repartir sobres cerrados a cada empleado. El de Jack tenía su nombre y rango escritos en el anverso y un sello rojo que decía «Confidencial». El director financiero prosiguió: 
—Los departamentos de marketing modernos saben cómo gastarse el dinero de forma juiciosa, cómo rentabilizar sus inversiones, cómo aprovechar la atención para maximizar el impacto. Y, siendo francos, ya es hora de llevar estos conocimientos a la torre de marfil. El director tocó algo en el atril y detrás de él se encendió una gran pantalla de televisión con una fotografía de archivo que mostraba un grupo de empresarios ataviados con elegantes trajes y riéndose. La foto parecía tener muy poco que ver con el texto gigante que aparecía encima, «ALGORITMO IMPACTO», escrito con una fuente cutre y gruesa que Jack reconoció como Impact. 
—El algoritmo Impacto es una herramienta que nos indica el valor exacto de la contribución de cada empleado al mundo —explicó el director financiero, y seguidamente el PowerPoint avanzó a la siguiente diapositiva, un listado de cosas que la gente hacía en las redes sociales y lo que valía cada una de ellas: Compartir en Facebook: 4 dólares Me gusta en Facebook: 19 céntimos Seguidor de Instagram: 2 céntimos Mención en Twitter: 30 céntimos Retuit normal: 7 dólares Retuit de famosos (por ejemplo, de alguna de las Kardashian): 4650 dólares 
—El algoritmo Impacto puede cuantificar con exactitud la importancia de vuestros trabajos basándose en el número de veces que otras personas os mencionan —aclaró el director financiero—. Por ejemplo, si os mencionan en The Today Show, el impacto es alto. Si solo os citan en revistas académicas de escasa repercusión, el impacto es bajo. El algoritmo nos permite ser totalmente transparentes en nuestras decisiones de contratación. Bastará con comparar los salarios con los impactos para conocer la rentabilidad de nuestra inversión. Así de sencillo. Ahora, por favor, abrid vuestros sobres. (...)

Cuando Jack miró su resultado, todos sus temores se vieron confirmados: sus fotografías no tenían ninguna reseña, cita, retuit, me gusta, nadie las había compartido en ningún sitio. De hecho, el algoritmo solo encontró una mención al arte de Jack Baker en un recóndito canal de juegos de YouTube llamado el Tobinator, donde el niño anfitrión corroboraba de vez en cuando su existencia. Según el algoritmo, esto tenía un valor de trece dólares. Su impacto total en el mundo: trece dólares. Mientras tanto, al otro lado de la sala, Jerry de Filosofía gritó «¡Toma ya!», y levantó los brazos en señal de victoria, como Rocky. Luego empezó a enseñarle a todo el mundo la altísima puntuación que había obtenido. Jack sentía cómo se iba hundiendo en la silla y estaba esperando el correspondiente zumbido de alerta postural de El Sistema, pero esta no llegó. No llegó porque —se dio cuenta ahora al mirarse la muñeca— no llevaba puesta la pulsera. ¿Por qué no llevaba la pulsera? Haciendo memoria, recordó que se la había quitado en el dormitorio la noche anterior, antes de su estrepitoso fracaso tratando de seducir a Elizabeth. La pulsera debía de seguir allí, en la mesilla. Y entonces le asaltó otra duda: ¿cómo era posible que El Sistema lo hubiese grabado roncando si la pulsera estaba en el dormitorio con Elizabeth y no en el despacho, que es donde Jack había pasado la noche, de nuevo, en el sofá cama? Abrió la aplicación y, al escucharlo una vez más, no tardó en darse cuenta de que aquello no eran ronquidos. Era el sonido de un vibrador. (...)

A estas alturas ya queda lejos su primera cita, y la segunda y la tercera, y están más que asentados en la fase «ya hemos tenido bastantes citas como para dejar de contarlas». Están haciendo eso que hacen las parejas recién formadas, consagrarse el uno al otro con devoción y exclusividad hasta desentenderse del resto del mundo. Pasan todo el tiempo juntos y han empezado a desarrollar nuevos hábitos un tanto extraños, un lenguaje compartido, un peculiar reino de dos. Uno de sus nuevos pasatiempos favoritos es imaginar que los objetos inanimados del pequeño apartamento de Elizabeth están vivos, que el desorden de su mundo privado está lleno de nombres y de personalidades excéntricas y de complejos trasfondos. La vajilla, el sofá, varios calcetines y algún que otro gorro, las bufandas y los mitones, las tazas de café, las jarras de agua, los portavelas: todas estas cosas se despiertan, como en una película de Disney, cuando Jack y Elizabeth están en casa, juntos, en la cama, hablando de sus cosas, insuflando magia a su mundo diminuto. Todas las bromas internas, las referencias que solo el otro entiende, los adorables apodos secretos, la dedicación constante a este nuevo organismo inmaculado —la pareja— empieza a ser rayana en lo sectario de acuerdo con el profesor de psicología y mentor de Elizabeth, el doctor Otto Sanborne, que curiosamente está investigando la compleja psicología del amor a primera vista. Según él, las parejas recién formadas recurren en esencia a las mismas tácticas que las sectas: refuerzan una identidad colectiva mediante rituales comunes, desarrollan un vocabulario interno y suelen sentirse superiores al resto del mundo exterior; lo único que les falta para ser una verdadera secta es el impulso de reclutar a gente y lavarles el cerebro. «La única diferencia entre una secta y una pareja es la ambición», le gusta decir al profesor. (...)

Y sí, es cierto, estas primeras semanas Jack y Elizabeth han estado totalmente encerrados en su mundo, se han pasado fines de semana enteros en la cama, sin ropa, sin mantas, horas que transcurren a cuentagotas, maravillosamente largas y lentas; el tiempo empieza a parecerles algo divino, sí, sagrado. Se tumban juntos y se ponen a leer. Pasan las páginas. Ante la mínima reacción de alguno de los dos —un tímido «mmm» o un atisbo de risa—, el otro deja de leer, lo mira y dice: «¿Qué?». No parece admisible que lean libros distintos y estén viviendo, por tanto, experiencias distintas. Desean estar en la cabeza del otro, conocerse de forma total y absoluta. Los trabajos de la universidad no pueden competir con un anhelo así. Al final, la atracción es demasiado fuerte y se olvidan de sus respectivos libros. Se olvidan de la clase de mañana. Juegan a un juego que consiste en estudiar el cuerpo del otro. Son exploradores y cartógrafos, y sus cuerpos, la frontera, y cuando encuentran algo interesante, lo acarician con la punta del dedo y exclaman: «Pero ¿qué tenemos aquí?». (...)

—¿Qué pasa? —le pregunta Elizabeth. 
—Nada —responde—. Es que una vez oí una historia. Cuando era niño. Pensaba que era inventada. —¿Qué historia? 
—Que cuando duermes, tu alma abandona el cuerpo y sale a explorar el mundo. 
—Ajá. 
—Por tanto, cuando sueñas, lo que ves es tu alma errante. A veces es un pájaro que va volando por ahí, a veces un ratón. Toma la forma de un animal y se pone a explorar. —Sí, eso es. Eso es exactamente lo que la gente creía. 
—Y según esta historia, a veces, muy de vez en cuando, tu alma, durante sus viajes, se encuentra con otras almas. Y que cuando en la vida real conoces a alguien que te resulta muy familiar, que tienes como un pálpito, como que os reconocéis al momento, es porque vuestras almas ya se habían visto antes, de noche. 
—Qué maravilla. 
—Lo mismo pensé yo. 
—¿Y crees que es cierto? 
—No lo habría creído antes de… —dice dejando el final de la frase colgando en el aire. 
—¿Antes de qué? —pregunta ella. Jack sonríe. 
—Antes de ti. 
Ay, cuánto anhela Elizabeth amar así: a lo grande, de forma instintiva, sin inhibiciones ni incertidumbres, sin esa duda constante e inoportuna. Todo parece tan fácil para él, que ama sin preocuparse de las repercusiones. Dice lo que siente de verdad, sin el filtro del miedo, cosa que a ella le parece algo imposible, casi brujería. (...)


Es el momento en que la relación entre Jack y Elizabeth pasa de ser privada a pública, y a partir de ahí todo el mundo quiere hablar con ella, todo el mundo desea integrarla. Llaman a todas horas a la puerta de su apartamento y le ruegan que vaya con ellos, casi siempre a ver a alguna banda importante que toca en alguno de los muchos bares del barrio, a ver algún grupo de rock cuyos músicos llevan jerséis de segunda mano y se quedan plantados en el escenario mirando al suelo como pasmarotes, con una larga melena que oculta cualquier rasgo facial distintivo: seres sin rostro, sin fuerza, sin pundonor, inclinados sobre guitarras aullantes. Elizabeth, abajo, con una cerveza en una mano y un cigarro en la otra, escucha y mueve la cabeza al ritmo tratando de mantenerse a cierta distancia de los ardorosos fans de primera fila. Estas son las actuaciones que habrán de recordar con gran veneración en los años venideros, noches en las que verán a determinados grupos a los que todavía no conoce nadie tocando para diez personas en un antro de mala muerte antes de que les empiecen a llover contratos discográficos, antes de que el grupo salga en la MTV a todas horas. Ven a Veruca Salt en el Double Door. A Jesus Lizard en el Czar Bar. A Urge Overkill en el Lounge Ax. A Wesley Willis con su teclado tocando en la calle para todo aquel que quiera pararse y escucharlo. A los Smashing Pumpkins en la Metro. A Liz Phair en el Empty Bottle. Y a todos los ven antes de ser famosos. Será una especie de pegamento entre ellos, el compañerismo que nace a partir de una experiencia compartida, la camaradería de tantas noches de juerga hasta altas horas de la madrugada con los miembros de la banda, de quedarse a dormir borrachos en casas de unos y otros. Luego, la resaca, el café y el hachís en el Leo’s Lunchroom seguido de largas tardes buscando chollos vintage en el Ragstock, la tienda de ropa con olor a pachuli y percheros tan abarrotados que cuesta la misma vida sacar una prenda. O recorriendo las estrechas y tortuosas estanterías de la librería Myopic, cuyos suelos de madera crujen con cada pisada. O se quedan en el Quimby’s leyendo los fanzines locales o los cómics porno o el último número de la revista Adbusters. O, a veces, cuando necesitan cambiar de aires, les da por montarse en el metro —uno de ellos distrae al revisor mientras el resto salta los tornos como alces («¡Somos como alces!», exclama Elizabeth), un juego del que nunca parecen aburrirse— y prácticamente invaden un vagón entero (por lo general, el último, el más vacío) y se disponen a vivir un sinfín de económicas aventuras por la ciudad: (...)


Todos son forasteros, todos han llegado al barrio desde lugares lejanos, y es así como hacen piña, a través del contacto comunitario. Y sí, es verdad, en cierto modo parecen una manada de chimpancés limpiándose las garrapatas y las pulgas, y sí, en efecto, varios residentes hacen justo esa broma y les ponen motes relacionados con Jane Goodall, pero a ellos les da lo mismo. Están entrelazados; comen juntos, beben juntos, a veces duermen juntos. En una clase de Biología, Elizabeth aprendió una nueva palabra: «anastomosis». Hace referencia a un fenómeno mediante el cual los vasos sanguíneos de un órgano trasplantado o de un injerto de piel se unen y enredan con los vasos sanguíneos del cuerpo, creando así un sistema vascular completamente nuevo. Y esto, piensa ella, describe a la perfección a sus amigos, todos entrelazados y creando vínculos por anastomosis. Cuando van a ver a los Breeders actuar en el Lollapalooza, todos se miran durante el tema Cannonball y, emocionados, corean esa frase perfecta —I’ll be your whatever you want— como si hubiera sido escrita para ellos, como si hablara de ellos: sí, seré lo que tú quieras que sea. (...)


¿Por qué darse masajes en la espalda? ¿Y por qué no? Todos están en el mundillo de las artes, por el amor de Dios. Están tomando una decisión increíblemente pésima en esta llamada «economía del derrame». Y lo que haces cuando cometes grandes errores es buscar a gente que también los cometa. Ya que vas a ser un pobre desgraciado el resto de tu vida, al menos habrá que disfrutar, pasar un buen rato en el camino, decir sí a las cosas que sientan bien. Y los masajes en la espalda sientan bien. Y los brownies de maría también sientan bien. Y desgañitarse cantando canciones de Ani DiFranco y de Tori Amos, de pie, encima del sofá, dando saltos o bailando, sienta muy pero que muy bien. Y beber absenta y leer poesía en voz alta: sienta genial. Y tomar chupitos de setas alucinógenas pulverizadas mezcladas con zumo de limón: sabe mal, pero sienta bien. Y meterse el gas de la risa: sienta bien, menos ese momento justo después de inhalar en el que parece que la cabeza se encoge de repente y un momento después explota. Hay un término que se utiliza para describir el microsegundo posterior al Big Bang en el que el universo conocido pasó de ser una mota microscópicamente pequeña a una extensión infinitamente grande: «inflación cósmica», y esa es la expresión que usan para describir el efecto del gas de la risa en sus cabezas y lo que hacen sus corazones cuando están juntos. (...)

entonces, un buen día, empezaron a perder amigos. Lo que a los veintipocos había sido una emocionante adición de gente y experiencias nuevas y un estado de diversión más o menos constante se fue convirtiendo al final de la veintena en una sustracción a medida que sus amigos aceptaban trabajos fuera de la ciudad o la abandonaban para irse a otro sitio a vivir con sus parejas. Al principio, estos cambios individuales parecían poco significativos —solo pérdidas puntuales, no un patrón, no una tendencia—, por lo que las vidas de todos seguían siendo en apariencia más o menos igual. Pero entonces, de repente, llegaron los bebés, todos a la vez. Los amigos de Jack y Elizabeth empezaron a reproducirse, y lo hicieron con una sincronía asombrosa, como si se hubiesen puesto secretamente de acuerdo, a espaldas de Elizabeth, para concebir durante un breve espacio de tiempo, entre los veintiocho y los treinta y dos años. Elizabeth se sintió traicionada. No entendía cómo esta rebelde cooperativa de artistas que en los noventa se oponía frontalmente a las corrientes dominantes se unía a ella con tanta sumisión apenas diez años después. La mayoría de ellos se marcharon de Wicker Park en busca de alquileres más baratos, de lugares donde pudieran «ampliar la familia», eso decían. La primera vez que Elizabeth asistió a un cumpleaños con temática de Dora la Exploradora en el jardín de un barrio residencial se sintió totalmente ultrajada. Sus amigos más íntimos —amigos de la universidad, amigos con los que había vivido, con los que había salido de fiesta, con los que se había emborrachado, con los que había viajado, con los que había tomado drogas recreativas— estaban desapareciendo de su vida, uno a uno. Era deprimente ver la rapidez con que a veces esto ocurría, la eficacia con la que podían desvincularse. (...)

Y así, con esa rapidez, Elizabeth pasó a ser innecesaria. Con esa rapidez se había impuesto la nueva tribu de Agatha: su familia. Aquel mensaje le dolió. «Pensaba que nosotros también éramos tu familia», le habría gustado decirle. Esto sucedía cada vez que sus amigas tenían hijos: las promesas prenatales se rompían después del parto, y los padres noveles desaparecían del mapa mientras Elizabeth hacía lo posible por conservar sus menguantes amistades. Si proponía quedar y tomar juntas el brunch, sus amigas le decían: «Lo siento, es la siesta del bebé». Si proponía almorzar juntas: «Es que a esa hora es cuando los niños están más difíciles». Si les proponía cenar: «Justo cuando se acuestan». Si proponía tomar una copa después de que los niños se acostasen, llegando incluso a ofrecerse a llevar su propio alcohol y su propia coctelera y sus propias copas a casa de sus amigos para que no tuvieran que hacer literalmente nada salvo sentarse y beber y dejarse visitar, ellos seguían negándose: «Lo siento, estamos totalmente agotados». (...)

Sentía que sus invitaciones y visitas importunaban a sus amigos. Al final dejó de preguntar. Al final, Elizabeth y Jack se quedaron solos los dos ante el abismo de las próximas décadas, viendo brevemente a sus amigos en las caóticas fiestas de cumpleaños que celebraban de vez en cuando. (...)

Y, sin embargo, sus amigos no parecían muy angustiados por esta nueva vida. Al contrario, Elizabeth se dio cuenta de que parecían preferirla, parecían disfrutar realmente de esas casas grandes con jardines a las que se habían mudado. En general, parecían bastante satisfechos con la situación. Tenían un hijo, y luego, a lo mejor, otro. Constituían una unidad, una comunidad, una familia. No dejaban de preguntarle a Elizabeth cuándo se iba a animar también a formar la suya. Empezó a sentir que estaba perdiéndose algo, que sus ideales de veinteañera estaban opacando esta experiencia vital tan importante. Se acordó de cuando era más joven, de las cosas tan horribles que a veces hacía, de cuando iba con sus amigos a los centros comerciales de las afueras y se pasaban el día burlándose de la gente. Entonces se quedaban tan panchos, les parecía divertido, importante incluso. Lo llamaban «injerencia cultural», confiriéndole así el lustre de una resistencia virtuosa y altruista: la máquina capitalista era a todas luces inmoral, pensaban, y por lo tanto los cómplices de esa máquina también eran a todas luces inmorales, y por consiguiente no tenía que sentirse mal por burlarse de ellos o creerse superior. Se trata de una lógica seductora cuando eres una veinteañera, pero ahora Elizabeth miraba hacia atrás y se avergonzaba de sí misma. Aquel proyecto era cosa de niñatos. Arrogante. Hipócrita. Y moralista sobremanera: estaban en un mundo preglobalizado, un mundo anterior al 11-S, un mundo anterior a la burbuja inmobiliaria, un mundo anterior a la Gran Recesión, y acabaron entendiendo de forma implícita que, por mucho que criticasen y se opusieran a la economía de masas, tampoco les supondría gran problema encontrar un trabajo y ganarse la vida dentro de ese sistema. A Elizabeth le hizo pensar que, tal vez, los amigos que se habían mudado a las afueras eran en realidad los auténticos iluminados. Habían sido los primeros en darse cuenta del engaño. (...)

Jack acabó accediendo y, cuando nació Toby, Elizabeth entendió al fin adónde habían ido todos sus amigos. Se quedó asombrada de cómo sus prioridades cambiaron de golpe, de inmediato, de cómo cualquier tarea que no fuese mantener a Toby a salvo, mantener a Toby sano, parecía una distracción o una interrupción. Comprendió con cierto remordimiento que, si una de sus amigas sin hijos quisiera visitarla a la hora de acostarse para tomar unos martinis y charlar, no le parecería inoportuna como tal, pero sí un poco irrelevante. Como Sísifo empujando el peñasco montaña arriba y haciendo una pausa para tomar el té. Se dio cuenta de que sus amigos no la habían abandonado, o al menos no de forma deliberada; lo que ocurría era que su atención había sido secuestrada; su amor, redirigido; el propósito de cada día, reorientado de forma inevitable e involuntaria. Por fin comprendió la extraña paradoja de la maternidad: era profundamente aniquiladora y, al mismo tiempo, profundamente reconfortante. Te devoraba el alma y te la llenaba. (...)

WELLNESS
Nathan Hill.
ADN, 2024

martes, 7 de enero de 2025

Algunos poemas de DE CUYA VIDA (Loida Ruiz)


 
HA TRAÍDO EL FIN DEL ESTÍO los frutos tardíos de septiembre

mi padre se desgrana en 613 semillas
mi padre es una granada que brota este otoño
y se pudre cada invierno

DONDE TODO LO LLENAS comienza a crecer la
oquedad
¿y qué quedará mañana del ayer?
mañana
de repente
todos habremos envejecido 
mil veces

Y LAS PALABRAS
una tras otra
no se pronuncian
ni el derrumbe
que barruntan:
nosotros que estamos muriendo
eterno tú
que nos diste la vida
dime cuál es el lugar al que se retorna

VOLVEREMOS AL HOGAR PRIMIGENIO Y
en su prístina pureza
recordaremos 
nuestro nacimiento
el don de sumergirnos en el éxtasis
de la nada

Y ES TU NOMBRE TAN DOLOROSO YA 
que casi no puedo pronunciarlo
antes 
que todo lo ocupaba y en todas las cosas se mostraba
qué cercano qué nuestro
y ahora
apenas
una palabra

HE DEJADO DE SER LA NIÑA
que lloraba
ante el miedo de que sus padres
murieran algún día

De cuya vida.
LOIDA RUIZ
Ediciones En Huida, 2024

lunes, 6 de enero de 2025

Algunos poemas de LA BALADA DE LA SOLTERA (Ana Patricia Moya)

I

Es la soltera

corazón descosido,

una balada

sobre casa vacía

y útero que llora.


III

Que son tus dedos

el amor que te falta, 

triste soltera.


V

Bajo la colcha,

Soltera, acaricias

tu gran soledad.


LA CAMA

Este útero

de tela que tan sólo

gesta soledad.


EL (NO) LUGAR

Quizás, soltera,

no es sitio seguro

el amor manso.


EL DESAFECTO

Lo llaman amor,

soltera, y tan sólo

es hambre de piel.



PLANES

Imaginaba los treinta con nómina mensual fija,

una hipoteca que sustentara un techo compartido,

con las habitaciones a rebosar de fotos de viajes

y con una biblioteca en constante crecimiento,


y aquí estoy, con la sombra de los cuarenta

sobre mi nuca, llorando frente al espejito

mientras me quito pegotes de cera y cavilo

en cómo ocupar el lunes (quizás repase la cocina,

quizás me entretenga con el temario de oposiciones

o quizás salga a la calle a caminar sin rumbo),


 

aquí estoy, resistiendo a la precariedad, a las embestidas

de hombres y mujeres sólo dispuestos al placer puntual,

en la misma casa familiar, con las mismas fotografías

y con mis estanterías quedándose vacías,


porque nadie nos preparó para el fracaso, nadie,

porque nadie nos explicó qué hacer con la vida

—ese chiste de mal gusto—

cuando se nos escapa por el sumidero.



Segundo plato:

eso he sido siempre.

Postre reservan

antes de devorarme 

sin ganas y sin amor.


LA BALADA DE LA SOLTERA.
Ana Patricia Moya.
Averso, 2023

domingo, 22 de diciembre de 2024

Algunos poemas de EROSIÓN de José García Alonso



APRETAMOS EL TIEMPO
Apretamos el tiempo en nuestras manos
para saber que su calor se extingue.

En las yemas de los dedos cicatrices
amparan ásperas el tacto del silencio,
la soledad del lauleral a la puerta de la casa.

Todo crepita.
La brasa que consume la tarde.
El hielo que lentamente conquista la noche.
Nosotros.


DEFINICIÓN DE JOVEN

Yo fui un día, durante muchos días, parque, alcohol, mu­danza.

En medio de las tormentas y el estruendo del verano fui un joven que paseaba orgulloso bajo la lluvia.

En mi memoria soy el héroe del pelo húmedo, la camisa mojada, un imbécil que intentaba detener los relojes corriendo.

Una vez paré el crono por debajo de los nueve minutos. Quien haya corrido un tres mil sabe que no es una mala marca para un joven de 16 años recién cumplidos. Entonces creía en mí y después empecé a fumar. Todo lo hacía sin esfuerzo. Por eso era joven.

Una tarde esquivé el caballo sin saberlo y por eso estoy aquí, por cosas que no sé cómo ocurrieron.

Olvido García Valdés me dio una postal de El jardín de las delicias. Escribí algo que luego ella leyó en voz alta. Supongo que eso también ocurrió por algo.

Ya te conocía. Huías de los paraguas buscando la intemperie, no tenías frío ni miedo a quemarte al sol, posabas tus ojos a lo lejos y yo me conformaba con mirarte.

Hubo una huelga general y nosotros hicimos el amor aquel día. Después acudimos a aquella manifestación. Aún conservo esas imágenes, fotografías de esa tarde, pero creo haber olvidado todas las consignas.

Fui joven es un sintagma sencillo, o acaso no. Alto y bajo, delgado y gordo. ¿Será esto antipoesía? Nicanor Parra se reiría de mí con razón.

Cuando se es joven no se pregunta. Las cosas ofrecen su puro nombre, se plantan ante uno íntegras: amar es amar, llover es llover, las piedras están allí para lanzarse, el hielo no existe, el sexo es un portal y tú estás allí para quedarte.


Ser joven. Huir de los paraguas. Creer que ver llover es como ver respirar. Y no es lo mismo. Llover son solo gotas de agua que caen sin más y nos mojan. Respirar, a veces, cansa.

Huir, creer, ver, llover, respirar. Tantas erres hacen ruido, y decir sin ruido, a esta edad, se ha convertido en imposible.

Y aquí estoy yo, con un paraguas en la mano, esperando la llegada de alguna nube que confirme la certeza que tengo y me permita decir en voz baja que llueve mientras tú respiras recostada en el rumor del agua, que nos mojamos al lado de la fuente apagada de la plaza.


UN ESPACIO VACÍO
Pasó con asombro la vida
y ya es domingo, su tarde
nocturna y agotada.
Un espacio vacío.


BAILAR EN LA OSCURIDAD
Trabajo con palabras que suenan
a lugares olvidados, a madre
muerta, a noche en vela, a peces,
ceniza, lágrimas de resina.

(Ya han vuelto las mañanas oscuras
A despeinar la misma soledad
inquieta y gris del último verano).

A veces
desaparecer es una consigna
que abrazo entre los dedos de la mano.


INCENDIO
Froto un fósforo contra el cielo
y provoco una lluvia de sal
y un incendio.

Abro las manos a la luz
y cualquier abrazo me resulta doloroso:
los que doy,
los que me dan,
los que sueño que doy,
los que siento que me dan.


LA INCERTIDUMBRE
Solo hay viaje de ida, sé dulce.
Antonio Orihuela


Una nota de John Cage sonará
dentro de 639 años
en una solitaria iglesia en Alemania.


La partitura en la que está escrita,
su silencio,
la estamos escuchando ahora.

También escucho cómo tus manos pasan
en este instante a mi lado
y no alcanzo a tocarlas.

Seiscientos treinta y nueve años y este instante.

Todo forma parte del mismo viaje,
de este permanecer extraño,
de esa lejanía que nos tienta y escapa.

No busques el final de ese éxodo,
solo camina
y abraza a tu paso lo que puedas.

Llegar sería cometer un delito,
pagar una pena.

La incertidumbre es no saber jamás el lugar
que has elegido para morir.


ESTÁN AHÍ

Están ahí y cuentan en silencio.
Son parte de una elipsis no querida.
Digo memoria y aparecen.

Una leontina manchada de arcilla.
El pie descalzo y el zapato al lado.
Las gafas sin el brillo de unas lentes.
Esquirlas de cristal opacas, ciegas.
Un botón de tierra y oculto nácar.
Una hebilla sin lustre y sin cinto.
Una antigua cartera de piel vuelta
en la que asoman, como tripas rotas,
papeles húmedos, sepias, terrosos.

Un pincel fino desmaquilla objetos
y huesos quebrados y en desorden.
Una mano de látex acaricia
piadosa la cartera gastada.
Unas pinzas quirúrgicas revelan
la historia ochenta años después.


Hubo un sastre en este pueblo y lo mataron.
Era joven en la foto
y en sus brazos reía una niña
y entre uno y otro se acurrucaba una mujer.

Ya todos están muertos.

Llueve sobre esa tierra que fue baldía
y un tempero dulce se apodera de ella.

Llueve para lavar con dignidad
las herramientas que fueron usadas
en la búsqueda de la memoria.


Están ahí y cuentan en silencio,
narran su intimidad los ausentes
y nos sentimos aliviados.


EROSIÓN
JOSÉ GARCÍA ALONSO
Editora Regional de Extremadura, 2024, Mérida.