ARREBATOS ALÍRICOS

Me fui sobreviviendo como pude

(José Luis Piquero)


viernes, 26 de diciembre de 2014

Más allá, Tánger (San Álvaro Valverde)


A uno le gustaría que, cuando en otras ocasiones, como presentaciones de libros o en este mismo blog, se ha referido al poeta placentino que protagoniza esta entrada como “San Álvaro Valverde” lo hubiera hecho, en efecto (tal y como me han preguntado por ignorancia o mala baba alguna vez), de forma irónica o, incluso, sarcástica. Pero desgraciadamente no es así y servidor, laico y descreído en general, como toda persona de bien, al hablar de San Álvaro Valverde y San Gonzalo Hidalgo Bayal, lo hace convencido y con más admiración y respeto de las (ay) recomendables en un proyecto de poeta que en algún momento, no muy lejano, iba haciendo el papelón de enfantito terrible por esos recitales de Dios…

     Y es que no hay nada mejor que matar al padre públicamente (y con ensañamiento) para demostrar mala leche e identidad propia, cosas muy recomendables en cualquier poetastro que se precie. Especialmente si, como es el caso, el aspirante va a publicar su primer libro y proviene de una ciudad donde esos supuestos santos irónicos, se han erigido en tótems. (Lo que, para la gente a la que le gusta pensar mal, viene a significar capos de una mafia cutre y rencorosa). Pero no, pese a mi tendencia general a escoger la salida cómoda de la ironía fácil o el sarcasmo ligeramente escandaloso, no tiraba de ironía al santificarles, Dios me libre.
  También, puestos a confesarnos, el abajo firmante reconoce, en razonable posesión de sus facultades físicas y mentales, que le habría encantado poder decir que el último libro de San Álvaro es un bodrio o, como mínimo, un libro mediocre, del montón, hecho por compromiso (ya tocaba) bajo la premisa de una excusa más o menos manida y a todas luces insuficiente. Y es que, en ese caso, el poetastro que les habla podría no solo demostrar mala leche e identidad propia sino, también, una personalidad insobornable que me permitiera criticar incluso a los que hace nada, por interés, cobardía o sinceridad, elogiaba sin medida. Es decir, una oportunidad de oro.
    Pero no, Más allá, Tánger no ha resultado ser el libro que muchos querrían (endeble, deslavazado y juntado como por compromiso), qué va; los poemas que lo forman, pese a ser muy, muy cortos, resultan suficientemente intensos como para que el poeta que los ha publicado siga mereciendo ocupar anchamente un santoral (como mínimo, personal) del que por ahora no hay Dios que le mueva. Qué le vamos a hacer…




                Se abre Más allá, Tánger con tres citas (“…en la ciudad solar que se veía/desde aquella azotea de la infancia” de J.M. Caballero Bonald, “Recuerdo el lugar,/me atrevía a decir,/y también los rostros que amé,/pero eso fue la infancia” de Natan Zach y “yo nací lejos/de mi patria, en una/ciudad fundada/en las afueras de África”, de Fabio Morábito). Y uno se anima al pensar que no son para tanto, que, incluso, salvando la segunda, resultan poco memorables y de nuevo, quizás un poco forzadas. Después comprueba que a continuación llegan 50 poemas consecutivos, sin título ni ningún tipo de agrupación y, como decía, que muchos de ellos cuentan con apenas 3, 4 o 5 versos. ¿Una obra menor entonces? Pues depende, claro. Podrá considerarse así si optamos por mediarla al peso, claro, o si se obvia que ya el primer poema del libro termina así:
Superpones
a tu propia memoria
la de otros.
Ellos si la gozaron.
Y aún la sufren.

De su olvido
renacen las cenizas
que proyectan su sombra
en el presente.

También podríamos intentar fijarnos en que son solo tres los versos que forman el segundo poema, pero cuesta no reparar en que son, justamente, amigo, estos tres: “Está allí, pero la traes contigo./ Miras atrás y otra ciudad desmiente/ que este estrecho sea al fin una frontera”.
De esta forma, el libro va a avanzando de forma lenta y sobria, sin caer en tópicos ni intentos de efectismos y despojado de cualquier verso que no sea estrictamente necesario, en busca de una condensación lírica tan lograda que hasta un lector como el que escribe, poco dotado para captar (y disfrutar) sutilezas, sepa apreciarlo.
Insiste Valverde en este poemario sobre una ciudad añorada en una idea ya defendida con anterioridad en otros libros y, especialmente, en el inmediatamente anterior, dedicado a su población cotidiana (que seguía, sin embargo, siendo una incógnita). De esta forma, si previamente defendió que Plasencia era “una ciudad de la memoria” y que en ella cabían muchas (a veces, incluso demasiadas) Plasencias, ahora va a sostener que “Como a Venecia, Valparaíso o Estambul,/sólo hay un modo de llegar a Tánger”. Pero Tánger, obviamente, no existe (“sabías que era inútil/volver donde no existe/ la ciudad que recuerdas”) y el poeta, que vuelve buscando “esa edad clausurada” en la que aún habita, en realidad tampoco. Por eso, el libro no es sino la crónica de una búsqueda desesperanzada, sin objetivo pero necesaria, en una ciudad desconocida en la que ya se ha estado y por un poeta que intenta aprovechar lo que ya sabe de uno mismo y lo que va encontrando a su paso para reconstruir sus ruinas en otro. Así, podemos observar esa voluntad de reconstrucción del yo a partir del extravío, en poemas como este:

Quien quiera definir el laberinto
lo tiene aquí sencillo.
Le basta pasear por las callejas
en busca de perderse
para hallar
el único trayecto que conduce
a las fuentes sagradas del origen.


Pero una ciudad, además de ensoñación, distorsión, paisaje y recuerdo es también incomunicación, secretos y silencios (“Mi padre llegó a Tánger/ […]como otros, venía/ de perder una guerra/ […] Él nunca habló de ello). Y, por tanto, soledad, frustración, derrota y asunción de la ciudad como un no-lugar no muy distinto del propio ser: “La ves volver como a la propia vida./Está ante ti como lo estuvo siempre./Lo raro es que al bajar y tocar puerto/te sientas un extraño que regresa”). Por consiguiente, ante la imposibilidad de alcanzar ningún puerto, solución o evidencia, el poeta parece optar, qué remedio, por la ansiosa colección de instantes mínimos, en un tenaz esfuerzo de atrapar lo inasible:

El umbral de esta casa
fija un límite ambiguo:
entre la oscuridad
que enturbia tu pasado
y la luz que ilumina
este presente.
(…)

Un portal, un balcón,
el letrero de un bar,
el vislumbre veloz de un cartel…

Piezas sueltas de un puzle
que tendrás que ordenar.

Para saber de ti.





En su magnífica reseña sobre este libro (las comparaciones son, sin duda, odiosas) la poeta Irene Sánchez Carrión escribió: el pasado es un hecho improbable, difícil de reconstruir, y el presente “acapara lo que ha sido y va a ser”. Solo existe, pues, el presente, y ante esta imposibilidad de revivir con exactitud lo que ya sucedió, solo queda asumir el olvido o “el envés de memoria” y aceptar, al fin y al cabo, que lo que se recuerda son solo datos dispersos, incluso fingidos, dice el poeta, “ni reales ni falsos”. Esta predilección por la acumulación de ambiguas sensaciones, recientes o pretéritas, por encima de tanto de los datos históricos o sociológicos como de la erudición literaria, son una de las principales características del libro, que parece una colección de mínimas sensaciones personales fugaces que acaban por resultar máximas universales y eternas.

En conclusión, por todo lo dicho y por lo que no he sabido explicar con anterioridad, Más allá, Tánger acaba resultando un libro de antiayuda (dirigido a aquellos que “vinieron de un destierro/ para exiliarse en otro”) muy necesario, en el que el poeta parte de un ejercicio de memoria distorsionado que le permita enfrentarse con más claridad al futuro. Que, por supuesto, no es más que regresar al tablero del eterno retorno y empezar una nueva partida:

Te aguarda una ciudad
distinta a ésta. Interior,
cerrada al mundo
por las viejas murallas
que la cercan.
(…)
Con calles en pendiente
Que nunca dan al mar,
pero sí a un río
de aguas que no observan
otra urgencia que la de transcurrir.
Te espera otra ciudad
pero es en vano:
estás seguro
de que salir de Tánger
no es posible.


Es decir, lo mismo que lleva contando en sus libros San Álvaro Valverde muchísimo tiempo pero, para mi desgracia, haciéndolo de nuevo, una vez más, demasiado bien como para poder criticarle. Qué le vamos a hacer…

domingo, 21 de diciembre de 2014

Ya están aquí...


Diciembre (Alberto Tesán)

DICIEMBRE
Como todo lo que amas y no te pertenece
Diciembre te ha besado con sus labios de niebla
Y juega con los versos que no osaste escribir
Por rabia o por temor a ser otro, uno más.
Diciembre es para ti un cuerpo conocido
Que no duerme a tu lado; historias de chiquillos,
Amantes inexpertos que palpaban la sombra
De un deseo que aún te conmueve como antes.
Con las primeras lluvias -¿recuerdas?- os dijisteis
Hasta siempre y los meses pasaron cadenciosos,
Y con ellos la vida. Después de tanto frío,
Después de tanta espera, el recuerdo te quema
Por dentro como un cáncer que ardiera en tus entrañas.
Ha llegado diciembre para toserte al oído
Que lo mejor hubiese sido escribir los versos
Que no escribiste nunca, o no haberla dejado.
Escapar, o volarte la tapa de los sesos.

(El mismo hombre. Alberto Tesán.
Pre-textos. 1996)

miércoles, 17 de diciembre de 2014

Mal agüero (poema invernal de Juan Ramón Santos)

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MAL AGÜERO
Recuerdo aquellas tardes, en invierno,
cuando, al volver de clases de pintura,
cruzando esta plazuela me asaltaba
el siniestro alboroto de las grajas
que, ocultas allí arriba, entre tinieblas,
volando de pináculo en pináculo,
parecían reírse a carcajadas
de mi turbio futuro adolescente.
No sé bien si esas aves aún anidan
en el viejo tejado de la iglesia,
pues lo cierto es que evito atravesar
normalmente este espacio tan hermoso,
y no por miedo cinematográfico,
mas por puro temor a que los pájaros,
desde lo alto de su clarividencia,
se acuerden aún de míy aún continúen
muriéndose de risa, los cabrones,
al ver lo que aún me queda por delante.
Cicerone,
Juan Ramón Santos.
De la luna libros, 2014

martes, 16 de diciembre de 2014

El blog Transtierros publica 2 poemas de La huida hacia delante

Se da la bendita casualidad de que la revista digital Transtierros, citada alguna vez aquí, ha tenido a bien publicar dos poemas míos. Aquí dejo el enlace, muy honrado.

domingo, 7 de diciembre de 2014

Éxitos del Magisterio

El Magisterio está alcanzando resultados brillantes
mientras la vida discurre con normalidad:

ha hecho que todo el mundo se recicle de algo
ha sacado a las monjas de sus conventos
ha producido atascos en calles secundarias
ha establecido ciertos contactos furtivos
ha casado a más de una maestra entrada en años
ha fomentado la paciencia en el resto de la ciudadanía
ha propiciado estados de histeria colectiva
ha ensayado continuamente nuevos métodos
ha avivado el amor por la naturaleza
ha provocado incendios forestales
ha aumentado la venta de desodorantes
ha dado colocación a miles de sicólogos
ha enriquecido a los dueños de bares y cafeterías
ha indignado a la gente de derechas
ha logrado la dispersión del voto de la izquierda
ha puesto en entredicho nuestra virilidad
ha envilecido el idioma
ha sublimado el uso de las lenguas
ha hundido las canciones de protesta
ha vuelto compartido el vicio solitario
ha restado competitividad a los competentes
ha promocionado subnormales
ha difundido las palabras más viles
ha iniciado en el rock a los viejitos
ha asumido la estupidez nacional en todos sus niveles
ha despertado grandes esperanzas
ha introducido la desavenencia en las familias
ha removido todas las cuestiones.

Los alumnos siguen llegando a clase puntualmente
y la vida discurre con normalidad.


José Agustín Goytisolo. Poesía completa. Lumen, 2009

martes, 2 de diciembre de 2014

La Fiera de mi Ben Clark


                Que sacara una de las escasas plazas ofertadas en 2014 para las oposiciones del Cuerpo de Profesores de Enseñanza Secundaria supuso un éxito inexplicable, inmerecido e inverosímil. Sin embargo, no voy a decir que llegara sin más, sin que me sacrificara en absoluto para conseguirlo: de hecho, el esfuerzo ha sido continuo y ha afectado a mi orden físico, moral, espiritual y psicológico.
Entre las más arduas abnegaciones, sin duda, ha estado ir viendo cómo la montaña de lecturas pendientes crecía sin parar por la incapacidad de cumplir la promesa de dejar de comprar libros mientras, por primera vez y contra todo pronóstico, sí mantenía el juramento de no leer nada, o casi, por gusto hasta después de exámenes. Ha sido durísimo ver tanto tiempo ahí las Obras de Felipe Núñez, cogiendo polvo bajo una portada tan sobria como impactante, sabiendo como sabía que era uno de los libros que más sabiduría (neta) contenía de mi biblioteca. También, me han llegado a escocer los ojos de puro mono al tener que dejar por la mitad lecturas como Los acantilados de Howth de David Pérez Vega, Los reconocimientos de William Gaddis o Mistery Train de Greil Marcus, y tuve que arañarme con todas las fuerzas de mi mano derecha a la desobediente zurda que pretendía saltarse el veto y releer como merece La belleza son los aeropuertos vacíos de Jorge Posada  o Mis padres: Romeo y Julieta de Pablo Fidalgo, dos de los poemarios que más me han gustado en los últimos tiempos.

Sin embargo, uno de los que más me ha jodido no poder leerme en profundidad, como se merece, una y otra vez de arriba abajo, es La fiera de Ben Clark porque, aunque no pude evitar una lectura rápida, casi inconsciente, apenas salió de mi buzón, enseguida noté que ese poemario merecía bastante más atención de la que le había prestado, de la que, ay, iba a poder prestarle en mucho tiempo. Finalmente, después de haber hecho mis exámenes, haber esperado paciente e histéricamente mis notas, haber hecho cálculos rigurosos alternados con cuentas de la vieja y elucubraciones optimistas y pesimistas y, sobre todo, haber celebrado el milagro hecho carne o, más bien, plaza, he podido comenzar a ajustar cuentas con el montón de asuntos pendientes y de lo primero que he hecho ha sido acorralar a la fiera.
Debo decir que leí esta obra en las circunstancias más propicias: abandonado por mi novia al inclemente calor del agosto placentino, entregado a la desidia, descuidando la higiene personal, la alimentación o las tareas de la casa y sudando como un cerdo, algo sin duda apropiado para un poemario que trata de la atávica autodestrucción del hombre solitario enfocada en el contexto del siglo XXI. Posteriormente lo he releído con calma, dándome cuenta de que el entusiasmo inicial no se debía al alcohol, el calor o la fiebre y, bien al contrario, estaba más que justificado.

Cuanto se pueda decir de la autodestrucción o, al menos, desde luego, cuanto pueda decir yo, será un patético remedo de dos citas clarividentes: “Todo goce comienza en la autodestrucción” y “Yo me autodestruyo para saber que soy yo y no todos ellos”, ambas pronunciadas por Leopoldo María Panero en la película El Desencanto, si bien la segunda, en realidad, pertenece (o pertenecía) a Artaud.
Tal vez por eso, Ben Clark no esboza definiciones ni reflexiones más o menos personales acerca de este hecho, sino que se dedica a describir el proceso que, por supuesto, carece de porqués sencillos y, en cambio, está plagado de instintos y arrebatos tan inexplicables como comprensibles. Así, sin caer en el victimismo, mediante un manejo prodigioso de la ironía y el tono entre confesional y sarcástico del amigo de vuelta de todo que decide contarnos parte de sus aventuras como con desidia, administra la información y alimenta el misterio de una trama compartida: el gusto por complicarnos y jodernos la vida sin necesidad.
El poemario está dedicado a una reciente víctima del afán autodestructivo, el espíritu sensible y actor salvaje Philip Seymour Hoffman y encabezado por dos epígrafes, uno de Umbral (“Las cosas mejores y más vivas son los bichos/ de modo que tu lenguaje está hecho de ellos”) y otra de Gjertrud Schnackenberg (“Esta noche las inmensas galaxias/ me parecen diminutas sobre el cristal de mi ventana”) que ya marcan el rumbo de la obra: la búsqueda de lo máximo bajo la expresión de lo mínimo y el subjetivismo como medio para alcanzar la universalidad. Lo mismo de siempre, vamos, pero realizado con una brillantez poco frecuente.
El primer poema, llamado “Quizá”, parte de un intento casi antropológico de rastrear los orígenes de la desazón congénita (“debió existir por fuerza un hombre bruto,/ el primero de todos los que habrían/ de poblar los pasillos con nuevas mansedumbres./ Debía parecerse en algo a mí,/ quizá,/ mirando hacia la luz del horizonte/ y caminando solo”). En esta investigación incidirá, de forma dispersa, el yo poético a lo largo de la primera parte del poemario, encabezada con una cita de Aristóteles (“El hombre que vive solo/ o es una bestia o es un dios”).
Desconocido impulso
ven a mí, te necesito a mi lado
en esta hora de grava
y golpes sordos, ven, para que pueda
viajar embrutecido así, y lento,
a donde esperan de mí muy pocas cosas
y donde yo no espero tu llegada

Poco más adelante, en el poema “¿Cómo se dice esto que no perdura?” (cuyo título obedece a una cita tan involuntaria como genial de Roberto Bolaño en una entrevista) llega la autoindagación en los recovecos dañados del alma y los intestinos del fracaso:
¿Cómo se dice esto que nos falta,
ahora mismo,
mañana, esto que falta siempre y falta
un día antes, en otro sitio, en otra
habitación?
Esto que perseguimos toda una vida en vano,
esta pequeña estafa que nos mueve.

Pero, sobre todo, esta primera parte contiene “La bestia”, un poema largo e inmenso, de lo mejor que he leído en este 2014 que termina y que merece leerse entero, de principio a fin y, a ser posible, de rodillas, por lo que no voy a destripar ni un solo verso. También, un poco más adelante llega el desdoblamiento del poeta, en una dualidad conflictiva pero indisoluble. Por una parte, desplegada en dos poemas tiernos (Los bichos I y II), la confesión de ser un dueño tierno, torpón y borracho, responsable de desastres cotidianos, que no sabe querer ni cuidar. Por otra, paradójicamente desvelada en un poema llamado “Amo”, la asunción de la propia condición de “Bestia; amalgama bruta de tinieblas,/ tempestad hedionda de los besos,/ que reconozco mía".
A pesar de todo lo expuesto, Ben Clark consigue, insisto, huir del autoflagelamiento llorón mediante una ironía elegante y constante, de la que resulta un buen ejemplo el poema escrito ante el apocalipsis maya que, como saben, dio pie a bastantes chistes antes de destrozar por completo la civilización tal y como la conocemos:

SI LLEGA EL FIN DEL MUNDO (21. 12. 12)
Si llega el Fin del mundo y tú te has ido
al gym porque hoy es viernes
y has dicho que no importa; que a ti nada
te va a impedir correr siete kilómetros
antes de que reviente el Universo.
Si llega el Fin del mundo y me sorprende
aquí, en el escritorio,
pensando en ti corriendo hacia el final
de los Tiempos,
quiero dejar escrito aquí y ahora
que me parece bien; que no concibo
un final más espléndido y más puro:
los atascos de un viernes por la tarde,
los compromisos rotos de otro sábado;
todas las cosas breves
empujadas de pronto hacia una huida
y mientras tanto tú
corriendo y preguntándote si iré
a buscarte después,
y mientras tanto yo
pensando en recogerte a la salida,
duchada y expectante, para irnos a cenar
como si no importara,
a ese bar de las tapas al que vamos
los viernes, cuando sales del gimnasio.


ACTUALIZACIÓN: Ben Clark acaba de ganar el Premio Ojo Crítico de RNE por este poemario, por lo que la reseña además de mal, llega tarde para recordar, si es que hacía falta, que este es un poemario que no debe pasar desapercibido ni siquiera para opositores, antisociales o empanados de diversa índole. Y, ahora, les dejo que tengo una montaña que escalar.