Que
sacara una de las escasas plazas ofertadas en 2014 para las oposiciones del
Cuerpo de Profesores de Enseñanza Secundaria supuso un éxito inexplicable,
inmerecido e inverosímil. Sin embargo, no voy a decir que llegara sin más, sin
que me sacrificara en absoluto para conseguirlo: de hecho, el esfuerzo ha sido
continuo y ha afectado a mi orden físico, moral, espiritual y psicológico.
Entre las más
arduas abnegaciones, sin duda, ha estado ir viendo cómo la montaña de lecturas
pendientes crecía sin parar por la incapacidad de cumplir la promesa de dejar
de comprar libros mientras, por primera vez y contra todo pronóstico, sí mantenía
el juramento de no leer nada, o casi, por gusto hasta después de exámenes. Ha
sido durísimo ver tanto tiempo ahí las Obras
de Felipe Núñez, cogiendo polvo bajo una portada tan sobria como impactante,
sabiendo como sabía que era uno de los libros que más sabiduría (neta) contenía
de mi biblioteca. También, me han llegado a escocer los ojos de puro mono al
tener que dejar por la mitad lecturas como Los
acantilados de Howth de David Pérez Vega, Los reconocimientos de William Gaddis o Mistery Train de Greil Marcus, y tuve que arañarme con todas las
fuerzas de mi mano derecha a la desobediente zurda que pretendía saltarse el
veto y releer como merece La belleza son
los aeropuertos vacíos de Jorge Posada
o Mis padres: Romeo y Julieta
de Pablo Fidalgo, dos de los poemarios que más me han gustado en los últimos
tiempos.
Sin embargo,
uno de los que más me ha jodido no poder leerme en profundidad, como se merece,
una y otra vez de arriba abajo, es La
fiera de Ben Clark porque, aunque no pude evitar una lectura rápida, casi
inconsciente, apenas salió de mi buzón, enseguida noté que ese poemario merecía
bastante más atención de la que le había prestado, de la que, ay, iba a poder prestarle
en mucho tiempo. Finalmente, después de haber hecho mis exámenes, haber esperado
paciente e histéricamente mis notas, haber hecho cálculos rigurosos alternados
con cuentas de la vieja y elucubraciones optimistas y pesimistas y, sobre todo,
haber celebrado el milagro hecho carne o, más bien, plaza, he podido comenzar a
ajustar cuentas con el montón de asuntos pendientes y de lo primero que he
hecho ha sido acorralar a la fiera.
Debo decir que
leí esta obra en las circunstancias más propicias: abandonado por mi novia al
inclemente calor del agosto placentino, entregado a la desidia, descuidando la
higiene personal, la alimentación o las tareas de la casa y sudando como un
cerdo, algo sin duda apropiado para un poemario que trata de la atávica
autodestrucción del hombre solitario enfocada en el contexto del siglo XXI.
Posteriormente lo he releído con calma, dándome cuenta de que el entusiasmo
inicial no se debía al alcohol, el calor o la fiebre y, bien al contrario,
estaba más que justificado.
Cuanto se
pueda decir de la autodestrucción o, al menos, desde luego, cuanto pueda
decir yo, será un patético remedo de dos citas clarividentes: “Todo goce
comienza en la autodestrucción” y “Yo me autodestruyo para saber que soy yo y
no todos ellos”, ambas pronunciadas por Leopoldo María Panero en la película El Desencanto, si bien la segunda, en
realidad, pertenece (o pertenecía) a Artaud.
Tal vez por
eso, Ben Clark no esboza definiciones ni reflexiones más o menos personales
acerca de este hecho, sino que se dedica a describir el proceso que, por
supuesto, carece de porqués sencillos y, en cambio, está plagado de instintos y
arrebatos tan inexplicables como comprensibles. Así, sin caer en el victimismo,
mediante un manejo prodigioso de la ironía y el tono entre confesional y
sarcástico del amigo de vuelta de todo que decide contarnos parte de sus
aventuras como con desidia, administra la información y alimenta el misterio de
una trama compartida: el gusto por complicarnos y jodernos la vida sin
necesidad.
El poemario
está dedicado a una reciente víctima del afán autodestructivo, el espíritu
sensible y actor salvaje Philip Seymour Hoffman y encabezado por dos epígrafes,
uno de Umbral (“Las cosas mejores y más vivas son los bichos/ de modo que tu
lenguaje está hecho de ellos”) y otra de Gjertrud Schnackenberg (“Esta noche
las inmensas galaxias/ me parecen diminutas sobre el cristal de mi ventana”)
que ya marcan el rumbo de la obra: la búsqueda de lo máximo bajo la expresión
de lo mínimo y el subjetivismo como medio para alcanzar la universalidad. Lo
mismo de siempre, vamos, pero realizado con una brillantez poco frecuente.
El primer
poema, llamado “Quizá”, parte de un intento casi antropológico de rastrear los
orígenes de la desazón congénita (“debió existir por fuerza un hombre bruto,/
el primero de todos los que habrían/ de poblar los pasillos con nuevas
mansedumbres./ Debía parecerse en algo a mí,/ quizá,/ mirando hacia la luz del
horizonte/ y caminando solo”). En esta investigación incidirá, de forma
dispersa, el yo poético a lo largo de la primera parte del poemario, encabezada
con una cita de Aristóteles (“El hombre que vive solo/ o es una bestia o es un
dios”).
Desconocido impulso
ven a mí, te necesito a mi lado
en esta hora de grava
y golpes sordos, ven, para que pueda
viajar embrutecido así, y lento,
a donde esperan de mí muy pocas cosas
y donde yo no espero tu llegada
Poco más
adelante, en el poema “¿Cómo se dice esto que no perdura?” (cuyo título obedece
a una cita tan involuntaria como genial de Roberto Bolaño en una entrevista)
llega la autoindagación en los recovecos dañados del alma y los intestinos del
fracaso:
¿Cómo se dice esto que nos falta,
ahora mismo,
mañana, esto que falta siempre y falta
un día antes, en otro sitio, en otra
habitación?
Esto que perseguimos toda una vida en vano,
esta pequeña estafa que nos mueve.
Pero, sobre
todo, esta primera parte contiene “La bestia”, un poema largo e inmenso, de lo
mejor que he leído en este 2014 que termina y que merece leerse entero, de
principio a fin y, a ser posible, de rodillas, por lo que no voy a destripar ni
un solo verso. También, un poco más adelante llega el desdoblamiento del poeta,
en una dualidad conflictiva pero indisoluble. Por una parte, desplegada en dos
poemas tiernos (Los bichos I y II), la confesión de ser un dueño tierno, torpón
y borracho, responsable de desastres cotidianos, que no sabe querer ni cuidar.
Por otra, paradójicamente desvelada en un poema llamado “Amo”, la asunción de
la propia condición de “Bestia; amalgama bruta de tinieblas,/ tempestad
hedionda de los besos,/ que reconozco mía".
A pesar de
todo lo expuesto, Ben Clark consigue, insisto, huir del autoflagelamiento
llorón mediante una ironía elegante y constante, de la que resulta un buen
ejemplo el poema escrito ante el apocalipsis maya que, como saben, dio pie a
bastantes chistes antes de destrozar por completo la civilización tal y como la
conocemos:
SI LLEGA EL
FIN DEL MUNDO (21. 12. 12)
Si llega el
Fin del mundo y tú te has ido
al gym porque
hoy es viernes
y has dicho
que no importa; que a ti nada
te va a
impedir correr siete kilómetros
antes de que
reviente el Universo.
Si llega el
Fin del mundo y me sorprende
aquí, en el
escritorio,
pensando en ti
corriendo hacia el final
de los
Tiempos,
quiero dejar
escrito aquí y ahora
que me parece
bien; que no concibo
un final más
espléndido y más puro:
los atascos de
un viernes por la tarde,
los
compromisos rotos de otro sábado;
todas las
cosas breves
empujadas de
pronto hacia una huida
y mientras
tanto tú
corriendo y
preguntándote si iré
a buscarte
después,
y mientras
tanto yo
pensando en
recogerte a la salida,
duchada y
expectante, para irnos a cenar
como si no
importara,
a ese bar de
las tapas al que vamos
los viernes,
cuando sales del gimnasio.
ACTUALIZACIÓN: Ben Clark acaba de ganar el Premio Ojo Crítico de RNE por este poemario, por lo que la reseña además de mal, llega tarde para recordar, si es que hacía falta, que este es un poemario que no debe pasar desapercibido ni siquiera para opositores, antisociales o empanados de diversa índole. Y, ahora, les dejo que tengo una montaña que escalar.
ACTUALIZACIÓN: Ben Clark acaba de ganar el Premio Ojo Crítico de RNE por este poemario, por lo que la reseña además de mal, llega tarde para recordar, si es que hacía falta, que este es un poemario que no debe pasar desapercibido ni siquiera para opositores, antisociales o empanados de diversa índole. Y, ahora, les dejo que tengo una montaña que escalar.
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