A uno le gustaría que, cuando en
otras ocasiones, como presentaciones de libros o en este mismo blog, se ha
referido al poeta placentino que protagoniza esta entrada como “San Álvaro
Valverde” lo hubiera hecho, en efecto (tal y como me han preguntado por ignorancia
o mala baba alguna vez), de forma irónica o, incluso, sarcástica. Pero
desgraciadamente no es así y servidor, laico y descreído en general, como toda
persona de bien, al hablar de San Álvaro Valverde y San Gonzalo Hidalgo Bayal,
lo hace convencido y con más admiración y respeto de las (ay) recomendables en
un proyecto de poeta que en algún momento, no muy lejano, iba haciendo el
papelón de enfantito terrible por esos
recitales de Dios…
Y
es que no hay nada mejor que matar al padre públicamente (y con ensañamiento) para
demostrar mala leche e identidad propia, cosas muy recomendables en cualquier
poetastro que se precie. Especialmente si, como es el caso, el aspirante va a
publicar su primer libro y proviene de una ciudad donde esos supuestos santos
irónicos, se han erigido en tótems. (Lo que, para la gente a la que le gusta
pensar mal, viene a significar capos de una mafia cutre y rencorosa). Pero no,
pese a mi tendencia general a escoger la salida cómoda de la ironía fácil o el
sarcasmo ligeramente escandaloso, no tiraba de ironía al santificarles, Dios me
libre.
También,
puestos a confesarnos, el abajo firmante reconoce, en razonable posesión de sus
facultades físicas y mentales, que le habría encantado poder decir que el
último libro de San Álvaro es un bodrio o, como mínimo, un libro mediocre, del
montón, hecho por compromiso (ya tocaba) bajo la premisa de una excusa más o
menos manida y a todas luces insuficiente. Y es que, en ese caso, el poetastro
que les habla podría no solo demostrar mala leche e identidad propia sino,
también, una personalidad insobornable que me permitiera criticar incluso a los
que hace nada, por interés, cobardía o sinceridad, elogiaba sin medida. Es
decir, una oportunidad de oro.
Pero
no, Más allá, Tánger no ha resultado
ser el libro que muchos querrían (endeble, deslavazado y juntado como por
compromiso), qué va; los poemas que lo forman, pese a ser muy, muy cortos, resultan suficientemente intensos como para que el poeta
que los ha publicado siga mereciendo ocupar anchamente un santoral (como mínimo,
personal) del que por ahora no hay Dios que le mueva. Qué le vamos a hacer…
Se
abre Más allá, Tánger con tres citas
(“…en la ciudad solar que se veía/desde aquella azotea de la infancia” de J.M.
Caballero Bonald, “Recuerdo el lugar,/me atrevía a decir,/y también los rostros
que amé,/pero eso fue la infancia” de Natan Zach y “yo nací lejos/de mi patria,
en una/ciudad fundada/en las afueras de África”, de Fabio Morábito). Y uno se
anima al pensar que no son para tanto, que, incluso, salvando la segunda,
resultan poco memorables y de nuevo, quizás un poco forzadas. Después comprueba
que a continuación llegan 50 poemas consecutivos, sin título ni ningún tipo de agrupación
y, como decía, que muchos de ellos cuentan con apenas 3, 4 o 5 versos. ¿Una
obra menor entonces? Pues depende, claro. Podrá considerarse así si optamos por
mediarla al peso, claro, o si se obvia que ya el primer poema del libro termina
así:
Superpones
a tu propia memoria
la de otros.
Ellos si la gozaron.
Y aún la sufren.
De su olvido
renacen las cenizas
que proyectan su sombra
en el presente.
También
podríamos intentar fijarnos en que son solo tres los versos que forman el
segundo poema, pero cuesta no reparar en que son, justamente, amigo, estos
tres: “Está allí, pero la traes contigo./ Miras atrás y otra ciudad desmiente/ que
este estrecho sea al fin una frontera”.
De esta forma,
el libro va a avanzando de forma lenta y sobria, sin caer en tópicos ni
intentos de efectismos y despojado de cualquier verso que no sea estrictamente
necesario, en busca de una condensación lírica tan lograda que hasta un lector
como el que escribe, poco dotado para captar (y disfrutar) sutilezas, sepa
apreciarlo.
Insiste Valverde
en este poemario sobre una ciudad añorada en una idea ya defendida con
anterioridad en otros libros y, especialmente, en el inmediatamente anterior,
dedicado a su población cotidiana (que seguía, sin embargo, siendo una
incógnita). De esta forma, si previamente defendió que Plasencia era “una
ciudad de la memoria” y que en ella cabían muchas (a veces, incluso demasiadas)
Plasencias, ahora va a sostener que “Como
a Venecia, Valparaíso o Estambul,/sólo hay un modo de llegar a Tánger”. Pero
Tánger, obviamente, no existe (“sabías que era inútil/volver donde no existe/
la ciudad que recuerdas”) y el poeta, que vuelve buscando “esa edad clausurada”
en la que aún habita, en realidad tampoco. Por eso, el libro no es sino la
crónica de una búsqueda desesperanzada, sin objetivo pero necesaria, en una ciudad
desconocida en la que ya se ha estado y por un poeta que intenta aprovechar lo
que ya sabe de uno mismo y lo que va encontrando a su paso para reconstruir sus
ruinas en otro. Así, podemos observar esa voluntad de reconstrucción del yo a
partir del extravío, en poemas como este:
Quien quiera definir el laberinto
lo tiene aquí sencillo.
Le basta pasear por las callejas
en busca de perderse
para hallar
el único trayecto que conduce
a las fuentes sagradas del origen.
Pero una ciudad, además de ensoñación, distorsión, paisaje y recuerdo es también incomunicación, secretos y silencios (“Mi padre llegó a Tánger/ […]como otros, venía/ de perder una guerra/ […] Él nunca habló de ello). Y, por tanto, soledad, frustración, derrota y asunción de la ciudad como un no-lugar no muy distinto del propio ser: “La ves volver como a la propia vida./Está ante ti como lo estuvo siempre./Lo raro es que al bajar y tocar puerto/te sientas un extraño que regresa”). Por consiguiente, ante la imposibilidad de alcanzar ningún puerto, solución o evidencia, el poeta parece optar, qué remedio, por la ansiosa colección de instantes mínimos, en un tenaz esfuerzo de atrapar lo inasible:
El umbral de esta casa
fija un límite ambiguo:
entre la oscuridad
que enturbia tu pasado
y la luz que ilumina
este presente.
(…)
Un portal, un balcón,
el letrero de un bar,
el vislumbre veloz de un cartel…
Piezas sueltas de un puzle
que tendrás que ordenar.
Para saber de ti.
En su magnífica
reseña sobre este libro (las comparaciones son, sin duda, odiosas) la poeta
Irene Sánchez Carrión escribió: el pasado
es un hecho improbable, difícil de reconstruir, y el presente “acapara lo que
ha sido y va a ser”. Solo existe, pues, el presente, y ante esta imposibilidad
de revivir con exactitud lo que ya sucedió, solo queda asumir el olvido o “el
envés de memoria” y aceptar, al fin y al cabo, que lo que se recuerda son solo
datos dispersos, incluso fingidos, dice el poeta, “ni reales ni falsos”. Esta
predilección por la acumulación de ambiguas sensaciones, recientes o pretéritas,
por encima de tanto de los datos históricos o sociológicos como de la erudición
literaria, son una de las principales características del libro, que parece una
colección de mínimas sensaciones personales fugaces que acaban por resultar máximas
universales y eternas.
En conclusión,
por todo lo dicho y por lo que no he sabido explicar con anterioridad, Más allá, Tánger acaba resultando un
libro de antiayuda (dirigido a aquellos que “vinieron de un destierro/ para
exiliarse en otro”) muy necesario, en el que el poeta parte de un ejercicio de
memoria distorsionado que le permita enfrentarse con más claridad al futuro. Que,
por supuesto, no es más que regresar al tablero del eterno retorno y empezar
una nueva partida:
Te aguarda una ciudad
distinta a ésta. Interior,
cerrada al mundo
por las viejas murallas
que la cercan.
(…)
Con calles en pendiente
Que nunca dan al mar,
pero sí a un río
de aguas que no observan
otra urgencia que la de transcurrir.
Te espera otra ciudad
pero es en vano:
estás seguro
de que salir de Tánger
no es posible.
Es decir, lo
mismo que lleva contando en sus libros San Álvaro Valverde muchísimo tiempo
pero, para mi desgracia, haciéndolo de nuevo, una vez más, demasiado bien como
para poder criticarle. Qué le vamos a hacer…
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