- No haga nada, Méndez.
-¿No? ¿Por qué?
- Arriba.
-¿Arriba quién? ¿El Sumo Hacedor? ¿Qué he de hacer? ¿Rezarle
un padrenuestro antes de irme?
- El Ministerio –dijo ambiguamente el jefe, como desde los
tiempos de Felipe V miles de funcionarios habían dicho antes que él, y exactamente
con la misma cara.
- ¿El propio ministro? –sonó la voz de Méndez.
- No diré tanto.
- ¿El subsecretario?
- No le daré nombres, Méndez. Usted es un hombre de la
calle, o sea un cotilla. Pero he dicho el Ministerio, ¿entiende? (…) Nada de
escándalos, nada de influir en el voto, nada de llamar a tíos que dentro de
diez días van a tener inmunidad parlamentaria. Sobre todo, evitar que parezca
una puñalada trapera contra un partido. Yo lo he entendido. Ahora tiene que
entenderlo usted.
Méndez dijo bruscamente:
- No quiero.
- ¿No?
- Que el partido eche a ese tipo.
- Ya no puede. Luego harán una combinación, tal vez, siempre
y cuando la gente no sospeche por qué. Pero ahora no pueden. También nosotros
guardaremos el asunto más adelante, se lo prometo.
- Hostia de democracia.
(Las calles de nuestros padres. Francisco González Ledesma.
1984.)
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