ARREBATOS ALÍRICOS

Me fui sobreviviendo como pude

(José Luis Piquero)


lunes, 15 de diciembre de 2025

Lo mejor de COMERÁS FLORES (Lucía Solla Sobral)


Diana tenía toda la seguridad que yo no tenía, pero me la prestaba. A Diana no le asustó cambiarse de carrera, así que a mí no me asustó cambiarme de Filosofía a Periodismo. A Diana no le importó empezar a trabajar en una franquicia de muebles y decoración con normas rígidas sobre maquillaje y peinados, así que a mí no me costó nada aceptar mi trabajo como redactora de contenidos especializada en succionadores de clítoris, cócteles, inteligencia emocional o las diez mejores rutas para comer pintxos. Diana no le tenía miedo a nada y yo le tenía miedo a todo pero, a su lado, un poquito menos, porque Diana podía ser Diana por ella y por mí. (...)

Mientras recorría la alameda y no lo encontraba, me burlaba de mí misma, era ridículo llevar seis años huyendo de esa villa y acabar enganchada a su suelo sucio y meado buscando a un desconocido al que había visto la noche anterior. Yo siempre quise urgente, buscaba amores que se atragantasen de ganas, que hirviesen, que no diesen tiempo a nada más que a querer. Un amor con gusto a la levadura del corazón de una palmera recién horneada. (...)

Y Diana y yo nos las comíamos inmediatamente porque una dice cuidado y la otra entiende ahora justo ahora, una dice espera un poco y la otra escucha que mejor ya-ya-ya antes de que se enfríen. Un amor de los que sobra mucha cama porque se apelotona todo en el mismo lado. Ese amor que te deja los labios hinchados un día entero y que te convierte las piernas en flan cuando paseando con Frida y mirando el móvil, sientes cien higos abiertos respirando a tu lado y levantas la mirada y te da la risa nerviosa porque ahora ya sí, ahora está pasando. (...)

—Hola, ¿dónde tomamos algo? —me hablaba muy serio, como si conocerme se tratase de algo importante—. Me llamo Jaime, por cierto. 
En un bar, donde las mesas de Estrella Galicia tenían el logo tapado con cinta aislante, me contó que él también vivía en Pontevedra, que era compositor de atmósferas, que acababa de cerrar un restaurante clandestino en su casa, que su hija estaba en Madrid probando suerte, que estaba leyendo a Deleuze, que adoraba a los perros. Y yo a él que me fui por amor a Andalucía y que volví por aburrimiento, que trabajaba en una agencia de marketing, que vivía con mi mejor amiga, que mi padre había muerto hacía cinco meses. (...)

Era sábado y fui, siguiendo las indicaciones de Google Maps. Mis pies sabían ir, pero mis nervios no y mis nervios siempre ganan, eso lo sé desde los seis años cuando me perdía en El Corte Inglés, con once cuando me hice pis en casa de mi tía mientras operaban a mi padre, con diecisiete cuando me rompí en el baño durante Selectividad porque no valía para aprobar un examen de matemáticas ni para ir a la universidad ni para mudarme a Compostela ni para conocer gente ni para sonreír sin ganas ni para cambiar de piso cada curso. Y encontré a mi madre en El Corte Inglés y mi padre presumió de cicatriz y aprobé matemáticas y descubrí que se me daba bien socializar, simplemente no me gustaba, como las mudanzas. Pero mis nervios ganan, duelen en el estómago, hielan mis dedos, me hacen nudos en el pelo. Era sábado y fui, comprobando mi cara en la cámara del móvil. Intentando caminar en línea recta por esa calle tan céntrica, con todas mis inseguridades enredadas, peinándome el pelo con los dedos. Las estrías, las tetas, las caderas, este top, peina que te peina, el vello, la barriga, joder, los pinkies, me peino. Me esperaba en su portal. Su pelo negro y gris, su mandíbula cuadrada, un polo negro, unas gafas de montura transparente, distintas a las del día anterior. Ese olor a madera con mermelada o a higuera. Un hola, Marina, dos besos, un estás muy bonita, un mechón detrás de la oreja, una intención de darme la mano que finalmente no. Subí con él unas escaleras que crujían, crujían, crujían y, aun así, olían a silencio. (...)

Pasamos la noche juntos y despiertos. Desnudos y con nuestras piernas enredadas, como para no perdernos, como para que no se fuese lejos o que yo no pudiese moverme y encontrar señales que anticipasen el aburrimiento. Quería estar pendiente de mi propio cuerpo, de sus movimientos y rugosidades, pero Jaime me dibujó el mentón con un dedo y me dijo: quiero quererte. Y de debajo de mi piel salieron todas sus arañitas y rodearon mis pezones y subieron por la garganta y también a las mejillas y sentí que ojalá, que ojalá algún día. Será cuestión de tiempo, dije. Y él me colocó el mechón de pelo detrás de la oreja y repitió: quiero quererte. Y yo no dije pues ojalá me quieras, Jaime. Pero lo pensé. (...)
Yo quería que me quisieran tanto como para que no hubiese un ojalá sino un ya, nada de cuentas atrás, solo un ahora mismo. Que un quiero verte significase en quince minutos estoy ahí. Que un quiero dormir todas las noches contigo resultase una llave para entrar en la casa más bonita del mundo. Un amor al que no dedicar canciones porque al estar tan pegadita a ese amor, tan tan dentro de él, no tuviese tiempo para elegirlas ni para echar de menos. (...)
Tic tac tic tac y yo sentía que tenía seis años otra vez y una bolsa de chuches que no se acababa nunca. Me quería tan rápido y con tanta fuerza que a mí me daba la risa y no me daba tiempo a escribir ni a leer ni a escuchar música ni a pensar en papá porque todo era amor amor amor y planes para alargar el amor. Yo seguía sus pasos agarrada fuerte de su mano y pensaba que qué felicidad más tonta, que qué suerte que al final tenía yo razón y la clave estaba en sentir como si todo estuviese a punto de explotar. (...)


Lo que menos me gustaba del amor era tener que pausarlo. De lunes a viernes, de nueve a siete, me guardaba los nuevos olores, nuestro lenguaje, los sabores y las texturas para poder ir al trabajo. Lo metía todo calentito en los bolsillos y dejaba que latiese ahí dentro mientras yo volvía a ser redactora en una agencia de marketing digital. El trabajo no era muy exigente y se me daba bien, así que cada día me sobraban algunas horas para entrar en la Rockdelux y la Pitchfork y lamentarme por otras vidas laborales alternativas. En mi adolescencia, me sentaba en el comedor y dejaba que pasasen sobre mí las horas y las canciones que todavía siguen pegadas a mí como animales viejos. A veces, encendía el único ordenador de sobremesa que había para toda la familia y transcribía las letras de mis grupos favoritos para subirlas a las webs de letras y acordes. Las de El Niño Gusano eran mis preferidas, no las entendía pero me hacían reír. Media vida, pero media vida entera enterita entera, viviría aplastada entre el sofá y una pila de vinilos. Y la otra media, en los conciertos y las ganas de hacer crónicas de todos ellos. Alguna vez envié crónicas gratis por si me las publicaban, pero nunca me respondió nadie. No hablaba sobre la limpieza del sonido, la distorsión, los riff de guitarras y los punteos, yo escribía sobre el esternón, la nostalgia, la amistad y sobre colgar en el tendal camisetas de grupos. (...)

Durante mis primeras semanas en la agencia creía que me gustaba Rubén. Rubén era como Diana, pero sin ser Diana. Era alegre, rápido y me hacía sentir cómoda. Siempre me tocaba el pelo y se mordía el labio. Es suave, decía. Y brilla mucho. Hablaba tanto de mí conmigo que creía que le gustaba y entonces creía que a mí también me gustaba. ¿Cómo no me iba a gustar? El amor antes de Jaime funcionaba así. Tú me haces caso, yo te hago caso, tú me pellizcas, yo te pellizco, tú me quieres, yo te quiero. Lo importante era darse cuenta de que la otra persona te hacía caso, te pellizcaba, te quería. Lo de Rubén duró poco. (...)

Guardar el amor nuevo en el bolsillo, disimularlo debajo del pelo o en el olor de la ropa, hacía que no se desgastase nunca. Intentaba esconder ese amor tan brillante en las notas que Jaime me metía en la mochila del portátil, en los mensajes que le enviaba desde el baño, en las galletas que me preparaba para tomar con el té. Era un amor pequeño pero macizo. No lo compartía. No quería que nadie lo viese para que nadie lo estropease. Hasta que una tarde, sin que hubiésemos quedado, Jaime me esperó a la salida del trabajo. Me quedé al otro lado de la puerta de cristal. Martín me miró, lo miró, se le escapó una o minúscula por la boca, así que es él, y se fue. Jaime había destapado el amor de golpe, sin previo aviso. (...)
Y me pregunto si tiene sentido algo. Estudiar aquello, trabajar de esto otro, mudarme, esa relación que fue tan bonita tan lejos tan difícil, o esta otra que rueda tan rápido que tengo miedo a que se resquebraje por el camino y vaya soltando pedazos y que todos los pedazos sean míos. Como la canción que dice que pudo ser un amor del montón, pero todo el montón era mío. Se me llenan los mofletes de nostalgia. Nostalgia anticipada, porque aún no sé qué echo de menos, qué me falta, qué me sobra si yo no tengo nada. ¿Cuánto hay que perder para no tener nada? ¿Un padre? Un padre perdí, apunte ahí usted. Cuando se me ponen ojos de vaca me cuestiono todo tanto que repito mi nombre varias veces para no olvidarlo. Lo hacía con seis años, lo hago con veintisiete y lo hice durante la comida con veinticinco. Veinticinco años de ojos de vaca que solo una carcajada de mamá logró borrar. (...)

Jaime hacía que no tuviese que gustar, sino que la otra persona quisiera gustarle a él. Y a mí toda esa sensación de no tener que ir con cinturón de seguridad me provocaba que Jaime me enamorase más y más. Nadie ponía un pero y a mí se me mezclaba la adrenalina con la calma. (...)


La primera vez que lloré por él, aprendí que llorar tenía un castigo: el silencio. El silencio y echarme la culpa a mí como quien lanza un balón medicinal contra el pecho. (...)
Soñarás que siempre será primavera y que no tendrás que llorar como los adultos. Soñarás con que tu abuela te sigue peinando con sus dedos torcidos cada tarde después del cole y después de las lentejas. Soñarás con que la persona más bonita de Compostela sea la misma que la que te llame miquiña mía y no alguna de las de tu facultad que huelen a licor café y a tabaco y a apuntes de Locke y Hume fotocopiados. Soñarás que los consejos de tu madre estarán por encima de los temblores de tus piernas en las crisis de ansiedad. Soñarás con poder llegar siempre a fin de mes sin que las notificaciones del banco te muerdan el pecho. Soñarás con que vengan bien dadas. (...)
Yo sabía que salir del amor era como salir de una catástrofe aérea porque se lo leí a Peri Rossi, pero no sabía yo lo difícil que era hablar del amor sin que a una se le llenasen los mofletes de miga de pan y se le pegase el calor a la piel como un pijama de franela. No sabía yo que el amor podía ser suave y saber a breva. Después del amor en esa habitación yo no recordaba quién era Samir ni Rubén ni Pablo Rosales ni Damián. Y después de caminar de la mano por el Barrio de las Letras y de sacarnos fotos en los espejos del Rastro, después de ese viaje a Madrid, lloré un lunes entero por si algún día todo eso desaparecía. Por si acaso, se me pusieron los ojos rosa pastel cuando me di cuenta de que no solo sabía hablar de aburrimiento, y que lo que más me coloreaba las orejas era recordar la primera vez que me dijo te quiero y que yo no entendí si me había dicho te quiero u otra cosa y sonreí. Por si acaso, sonreí. Y esperé a que llegase otro y otro y otro te quiero que sí entendí, y guardé algunos pero otros los desgasté de tanto recordarlos. Creía yo que el amor era una catástrofe aérea pero el amor era empacharse con los churros que no había comido. (...)

Me quería con tanta fuerza que a mí me daba la risa y no me daba tiempo a escribir ni a ver películas ni a escuchar música porque todo era amor amor amor y planes para alargar el amor. Y yo me decía que ojalá no sea verdad eso de que solo existimos cuando el amor nos mira. Pero también me decía yo es verdad, es verdad porque siempre me duele la cara de reír y mira cómo se me llenan los bolsillos de sopa cuando me siento a comer en la mesa larga de mi madre, la buena, la que está en el salón y no en la cocina, y él tiene la atención y el cariño de todos. Yo seguía sus pasos agarrada fuerte a su brazo y pensaba que qué felicidad más tonta, qué suerte. Menos cuando decía algo que no le gustaba, entonces parecía que se olvidaba de quererme y yo pensaba más en mi padre y en mí. (...)


Diana siempre me compraba gominolas cuando tenía un mal día en la universidad, hasta que nos dimos cuenta de que la universidad era siempre un mal día. (...)

El amor tiene muchas caras, muchos pies, muchas manos, sobre todo, muchas manos. Las de Diana son pequeñas, como un topo, dice ella, aunque les tiene miedo a los topos porque dice que se parecen a las ratas. Diana siempre apoyaba la palma de su mano en la mía para reírse de mis dedos largos o de sus dedos pequeños. Yo nunca hacía esas cosas. Eso de poner mi mano en la suya o poner mi cabeza en su hombro o agarrarme a su brazo de camino a casa. A mí me daba como miedo o angustia el contacto físico. Pero ella colaba su pie entre mis manos para que se lo acariciase. En el tren de Compostela a Pontevedra me pedía que le tocase el pelo. Si bebía mucho, me pedía un beso en la boca. Uno de sus novios se enfadaba con nuestros picos pero a mí me daba igual y a Diana más. Entonces, si el amor tiene muchas formas y muchas manos y si las manos de Diana son tan pequeñas, quizá fue normal que me dejase caer. O que me soltase. Pero si las mías son tan grandes, si, precisamente, mis dedos son largos como lágrimas, ¿por qué se me escapó Diana? Por qué mis manos no cogieron nunca el teléfono y la llamaron y le dijeron a Diana ¿nos acabamos de enfadar? Diana, ¿estamos bien? Estamos bien, ¿no?

durante un año estuve un poco menos aburrida encerrada en esa sierra imaginando cómo quería casarme. Porque sí, quería casarme. No tenía claro si con un vestido largo o corto, quizá negro o rojo, con mi familia pero sin mi tía Agustina. Quería muchas polaroids y en todas mis elucubraciones yo me reía muchísimo, a carcajada limpia, pero en todas mi padre seguía vivo y no había ni rastro del hombre con el que me acababa de casar. Quería casarme, por supuesto que quería casarme, porque apoyada en los muslos de mamá, con sus dedos recorriendo mi oreja, Elizabeth Bennet se casó con Mr. Darcy y Jane Eyre con el señor Rochester y Harry con Sally y Anna Scott con William Thacker. Y todos, por fin, eran felices y, sobre todo, mamá y yo éramos muy felices. Hasta que mis hermanos llegaban a casa y se ponían los pijamas y se unían a nosotras y se tiraban al sofá como gatos y me arrancaban el mando de las manos y peleaban por ver quién ponía no sé qué y mamá se iba y yo le hacía cosquillas a Berto para que Bea recuperase el mando y papá nos miraba desde la puerta y cerraba con llave y decía ya estamos todos y sonreía tan fuerte que se sentía dentro del pecho y aparecía otra vez mamá con un bol con agua donde remojaba los dedos para quitarse las cutículas y le decía a Bea ¿te las quito a ti después? Y sí, sí, sí, así que al final Berto ponía la NBA. (...)
Yo quería un amor tranquilo, suave, paciente. Un amor de terciopelo, que no rascase, que no colocase su rodilla entre mis piernas, que no me hiciese callar. No sé. A lo mejor solo quiero volver a ver películas con mi madre. (...)



No fui a su fiesta, ya no le enviaba canciones por mucho que me gustasen o que dijesen la palabra parque, beso, moto, risa. Si me enviaba una foto, la veía, hacía zoom a su cara, a sus labios de cenicero, a sus manos. Después, la borraba. Ya no dormía con el teléfono debajo de la almohada. Edu fue desapareciendo y apareció de nuevo Eduardo y de Eduardo a la nada bastaron un mes y tres semanas. Fue así de fácil. Tan fácil como dejarlo pasar. No tuve que llenarme la boca de entrañas y gritar con el pecho colorado ¡me has destrozado! Eliminar nuestras conversaciones y dejar de escuchar a Sen Senra fue más discreto, más amable con la nueva realidad. Cada canción que añadió a la playlist que nos inventamos para acariciarnos en la distancia era una canción que no volvería a escuchar jamás. Cada recuerdo podía hacerme dudar de mi decisión y preferí olvidarlo todo. Dolía mi miedo, dolía fantasear con otra vida, dolía la mano de Jaime apretándome fuerte para llevarme a cada sitio al que íbamos como si no pasase nada. Dolía como cuando mi hermano me quitaba una tirita a la de tres y en realidad era a la de uno. Porque no era el cuerpo el que se quejaba, era otra cosa. Todos los pelos de mi rodilla en esa tirita de My Little Pony y su traición escociéndome. Conté hasta tres y ¡zas!, las fotos, los espejos, los planes, las canciones. Quise contar hasta tres y a la de uno ya escoció, pero no dolió. Pudo doler todo lo que compartimos. Las canciones de Khruangbin, los libros de Nora Ephron o el olor a Marlboro. Pero lo olvidé todo y no dolió más. También el parque al lado de la estación que nunca volví a pisar, salvo una vez, solo una vez, con Frida, por si él estaba. Pero no estaba y no dolió. Me alegré de que no nos hubiese dado tiempo a ver juntos mis películas favoritas ni de leerle las letras de las páginas que marco doblando las esquinas. Me alegré de no haberle hablado de mi obsesión por Cristina Peri Rossi y de no haber cenado con él leche con frosties para luego desaparecer y vomitar. No nos dio tiempo a tumbarnos en el parque de Bonaval ni pudimos pasar frío en Bueu con las tripas llenas de pizza de O Farol ni nos perdimos buscando tiendas de discos de tres plantas. Eduardo nunca me preguntó por qué. Sabía, supongo, por quién. (...)

Sabrás que lo que se acaba, se acabó mucho antes y no se acabará del todo hasta tiempo después.

COMERÁS FLORES.
Lucía Solla Sobral.
Libros del Asteroide, 2025


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