Como afirma Joseph J. Fischel: «El consentimiento entusiasta, del que podemos inferir deseo, no solo es el punto de partida para el placer sexual, sino que prácticamente lo garantiza».2 Así pues, parece que hemos dado con algo capaz de contener tanto una garantía frente a la agresión como la extraordinaria promesa de un sexo deseado, placentero y feliz. ¡Y todo ello encerrado, además, en una fórmula facilísima! Una muestra especialmente representativa de la gran confianza que hoy depositamos en el hecho de consentir la encontramos en el libro de Shaina Joy Machlus La palabra más sexy es sí, donde la autora afirma: «[…] el consentimiento es algo muy sencillo. Resulta fácil de entender y practicar y, aparte de evitar la violación, es un factor de empoderamiento y anima a disfrutar del sexo», «el consentimiento sexual es igual a sexo increíble». (...)
El consentimiento, ligado desde el derecho romano a la figura del contrato, ha sido central para pensar el matrimonio como un pacto mutuo, para defender el derecho al divorcio o para otorgar a las mujeres capacidad de negociación en cualquier actividad relativa al trabajo sexual. Pertenece en particular al lenguaje del contractualismo liberal y es una piedra angular del proyecto político moderno, construido bajo la premisa en la que a su vez se asienta el derecho: que los sujetos mayores de edad pactamos libremente ante los otros y ante el Estado. El consentimiento, dentro de la filosofía moderna, hace posible distinguir el imperio de un poder ilegítimo –que se impone a través de la fuerza y la coacción– del orden social construido a través de relaciones civiles libres. De él depende nada más y nada menos que la diferencia entre la libertad y la sumisión. Sin embargo, el consentimiento encierra también un sentido antagónico. Como si tuviera dos caras, como si pudiéramos mirarlo del derecho y del revés, el consentimiento es en sí mismo contradictorio. En la tradición de un pensamiento político de izquierdas, la que ha puesto su atención en la existencia de relaciones de desigualdad y estructuras que dominan a los sujetos, la que ha criticado el carácter ficticio de la igualdad que presupone el derecho, consentir puede ser más bien ceder ante el poder fáctico del otro. La idea del consentimiento, por tanto, caracteriza dos situaciones muy diferentes: «[…] aquella de la relación de fuerza y de su salida impuesta (ceder antes que consentir), y aquella del contrato entre partes más o menos iguales (o consentimiento mutuo)». (...)
Por una parte, nuestra sociedad defiende el consentimiento sexual desde una gran confianza en las posibilidades del lenguaje y del pacto explícito –es decir, del contractualismo– para despejar cualquier tipo de sombra que se cierna sobre el sexo. Pareciera como si, a través de una fórmula dada, siguiendo determinadas reglas y aplicando determinadas recetas, pudiéramos garantizar el encuentro sin fallas con los otros, un sexo armonioso y feliz. Según este relato optimista, establecer acuerdos claros en el terreno sexual es facilísimo. La paradoja radica en que, a la vez, la necesidad de nuevas legislaciones sobre el consentimiento se plantea como una respuesta de emergencia ante el carácter violento y agresivo de la sexualidad heterosexual. En otras palabras, hoy, cuando examinamos la cuestión sexual, la vemos como el escenario de una completa armonía o de una guerra total. (...)
Cuando nos planteamos si es posible que el consentimiento anteceda a todo gesto o acercamiento sexual, la respuesta suele ser: ¿por qué no? ¿Cuál sería el problema? Saber cuándo alguien quiere o no quiere tener sexo es facilísimo y está al alcance de todos. De hecho, se dice, si alguien no lo tiene claro es, quizás, porque no quiera tenerlo. Lo contradictorio del asunto es que, de nuevo, para defender las mismas leyes, se sostiene que vivimos en una cultura de la violación, esto es, que si estas políticas son necesarias se debe a que resulta preciso transformar profundamente una cultura que vuelve indistinguible el sexo de la violencia sexual. Desde esta perspectiva, lejos de estar todo clarísimo, el problema es más bien el contrario: habitamos una sexualidad patriarcal que oscurece y enturbia las cosas. Y hasta tal punto hemos sido instruidos en la normalización de la violencia que una agresión sexual puede no ser identificada como tal incluso por parte de quienes la padecen. Llevando al extremo este tipo de análisis estructural –es decir, que la violación es una cultura–, tendríamos que asumir que el emborronamiento de las cosas que genera nuestra sociedad envuelve tanto a las víctimas como a los victimarios, que ni unas ni otros estamos impermeabilizados frente a una ideología sexual que difumina los límites entre el sexo consentido y la agresión sexual. (...)
Obviamente hay machismo en nuestra judicatura, pero si negamos que el problema de fondo es anterior, que las leyes que los jueces aplican presuponen una u otra mirada sobre la realidad social y que esa es la pregunta importante que las izquierdas y los feminismos deben enfrentar, estamos ocultando el verdadero dilema. En toda legislación que quiera regular el consentimiento sexual aparecerá el viejo problema que plantea Fraisse: ¿puede haber en el sexo un pacto entre iguales o es el sexo inevitablemente un escenario de relaciones de dominación? ¿Debe el derecho poner en entredicho el consentimiento de las mujeres frente a hombres poderosos o en un mundo patriarcal están ya siempre viciadas las condiciones para consentir? ¿Hay contextos intimidatorios donde una mujer no puede expresar un no o el sexo mismo es intimidatorio en todo contexto y lugar? (...)
Para pensar el consentimiento hay que analizar su polisemia, recorrer sus significados, preguntarnos por sus límites, extrañarnos ante sus paradojas. Dicho de otro modo, para poder reflexionar sobre el sentido de consentir hay que empezar por pensar el consentimiento como un problema antes que como una solución. (...)
[La violación] ha sido concebida como algo distinto del coito, [pero] para las mujeres, bajo las condiciones de dominación masculina, es difícil distinguir entre ambas cosas. CATHARINE MACKINNON (...)
En el fondo, la protección de la honestidad como bien jurídico revela que la división de las mujeres en «honestas» y «deshonestas», en buenas y malas mujeres, está siempre al servicio de proteger algo que nada tiene que ver con las mujeres. Lo que en última instancia está siendo salvaguardado es el honor de los hombres, el derecho de que los maridos posean a sus mujeres en un régimen de exclusividad sexual. Por ejemplo, el Código Penal de 1822 indicaba que «el que para abusar de una muger casada la robare á su marido, consintiéndolo ella, sufrirá una reclusion de dos á seis años, sin perjuicio de que ambos sufran además la pena de adulterio si el marido los acusase». Si el consentimiento de la mujer es del todo irrelevante y aparece la idea de «robo» es porque lo que se ampara es la propiedad del marido sobre su esposa. No es ella o la libertad sexual de ella lo que se considera objeto de ataque, sino el hombre que ostenta derechos sobre ella. Por la misma razón, las leyes contra la violación nunca incluían las agresiones sexuales dentro del matrimonio; los maridos estaban protegidos por el derecho para tener sexo no consentido con sus esposas. En otras palabras, las leyes prohibían a los hombres violar a las mujeres de otros pero no violar a sus propias mujeres. (...)
El feminismo, desde hace siglos, ha convertido en blanco de sus críticas esa persistente exigencia patriarcal de resistencia a las víctimas de las agresiones sexuales. Porque, si bien es cierto que la necesidad de que las mujeres se expongan a arriesgar su integridad física o su vida para poder ser creídas ha desaparecido ya de forma explícita de nuestro ordenamiento jurídico, eso no quiere decir que esa exigencia no siga operando hoy día de forma subterránea y no siga existiendo, como prejuicio, en esa parte de la sociedad que es la judicatura. (...)
Al presentar la situación como si el consentimiento hubiera permanecido hasta ahora ausente de nuestro marco penal, los defensores de las nuevas doctrinas del consentimiento afirman que la única alternativa al paradigma jurídico de los delitos contra la honestidad son los marcos de las reformas actuales, lo cual es falaz. Como escribe la jurista Patricia Faraldo, la llegada del consentimiento a escena es muy anterior al paradigma del consentimiento afirmativo: «A finales del siglo XX una oleada de reformas legislativas ha recorrido el mundo occidental con el declarado objetivo de convertir la ausencia de consentimiento en el eje sobre el que giren los delitos sexuales, abandonando la tradicional definición de la violación sobre la base de la concurrencia de violencia, fuerza o intimidación […]. Al prescindir de la violencia, fuerza o intimidación, es suficiente que la víctima dé a conocer su falta de consentimiento de alguna manera reconocible para el autor, que se hace merecedor de pena cuando no respeta la negativa de la víctima. Esta posición se recoge sintéticamente en el aforismo “no es no”». (...)
La cuestión es que, una vez incorporado ya el paradigma de la libertad sexual, el modo de delimitar y probar que un acto es consentido no tiene una única traslación a los textos legislativos. Existen diferentes enfoques políticos a la hora de entender el consentimiento y, por tanto, hay distintas doctrinas jurídicas –podemos llamarlas, por resumir, la doctrina del «no es no» o la del «solo sí es sí»– a la hora de hacer que ese requerimiento tome cuerpo en la ley. (...)
En 2003 Éric Fassin y Michel Feher entrevistan a Judith Butler en la revista Vacarme a propósito de las polémicas surgidas en la sociedad francesa en relación con la libertad sexual. (...)
Butler se remonta a los años ochenta y recuerda las razones de fondo de ese profundo debate político que se produjo en los feminismos a la hora de pensar el sexo y que se ha dado a conocer como las Sex Wars. (...)
El punto de inicio es el famoso libro de Catharine MacKinnon Sexual Harassment of Working Women (1979), en el que la autora quiere problematizar la capacidad de las mujeres trabajadoras para decir «no» a las insinuaciones sexuales de hombres en posiciones de poder. ¿Puede una mujer rechazar las invitaciones sexuales de sus jefes cuando eso la expone a represalias laborales por parte de quienes tienen poder sobre sus vidas? La conclusión de MacKinnon es que cualquier pacto o acuerdo libre en esas condiciones es una ficción patriarcal y que el contractualismo liberal sirve para legitimar la libertad de los hombres y el sometimiento de las mujeres. (...)
Esta llamada de atención de MacKinnon podría haber concluido, como propone Butler, que hay que contextualizar la sexualidad, es decir, que es preciso tomar en consideración las fuertes desigualdades que existen en determinados contextos. Aunque esto, puntualiza Butler, no debería implicar, ipso facto, una condena de cualquier relación sexual que se dé en ámbitos de desigualdad. Las personas adultas se desean y se enamoran en sus trabajos, las universidades o las consultas del psicoanalista, y estigmatizar el erotismo y la seducción, condenarlos de antemano, dibuja un mundo profiláctico, higiénico y temeroso del sexo muy poco deseable. Contextualizar el sexo tendrá que ver más bien con obligarnos a no obviar, a no borrar de la ecuación las desigualdades una vez que tengamos que evaluar si el acoso o el abuso ha tenido o no lugar. Contextualizar el sexo nos llevaría, por tanto, a exigirle al derecho que sepa juzgar cada caso ateniéndose a las particularidades de la situación. (...)
¿En qué consisten esos grandes desacuerdos que escindieron el feminismo en Estados Unidos? Judith Butler lo explica: lejos de contextualizar el sexo, «Catharine MacKinnon tomó una dirección diferente. Pronto añadió a su argumento inicial que los hombres tienen el poder y las mujeres no; y que el acoso sexual es un modelo, un paradigma que permite pensar las relaciones sexuales heterosexuales como tales. En alianza con Andrea Dworkin, MacKinnon llegó a describir a los hombres como si siempre estuvieran en la posición dominante, y como si la dominación fuera su único objetivo, así como su único objeto de deseo sexual». Para Butler, «esta evolución fue un error trágico. En consecuencia, la estructura del acoso sexual dejaba de ser concebida como una contingencia determinada por un contexto institucional: se generalizó hasta el punto de manifestar una estructura social en la que los hombres dominan y las mujeres son dominadas. Por tanto, las mujeres eran en todos los casos víctimas de chantaje, se encontraban siempre en un ambiente hostil. Peor todavía, el mundo mismo era un ambiente hostil y el chantaje era simplemente el modus operandi de la heterosexualidad».9 Si el sexo es indistinguible de la violencia, no se trata ya de que a veces las mujeres no puedan negarse a mantener relaciones con los hombres, sino que no pueden negarse nunca. Como dice Agustín Malón en su excelente libro La doctrina del consentimiento afirmativo, «para MacKinnon […] la misma expresión violencia sexual es un pleonasmo. Es la misma sexualidad la que es violenta. Es el principal artefacto con el que los hombres dominan a las mujeres, con la ventaja de que estas no saben que están siendo dominadas. Cuando creen desear y disfrutar, en realidad están siendo sometidas y violadas».10 Convertir el acoso sexual no en una contingencia particular, sino en la lógica misma de la sexualidad llevó al feminismo abolicionista a considerar el sexo como un terreno inexorablemente peligroso para las mujeres, a convertir la pornografía en el símbolo de ese paradigma sexual, a demandar un fuerte papel protector del Estado y a poner en marcha políticas prohibicionistas y punitivas. Y bajo las premisas de un enorme sistema de abuso de poder generalizado, ese feminismo generalizó también nuestra minoría de edad sexual. (...)
El sentido de consentir.
Clara Serra.
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