ARREBATOS ALÍRICOS

Me fui sobreviviendo como pude

(José Luis Piquero)


sábado, 25 de febrero de 2023

Lo mejor de LOS REYES DE LA CASA (Delphine de Vigan)


La permeabilidad de la pantalla. El tránsito posible entre quien mira y quien es mirado. La voluntad de ser visto, reconocido, admirado. Una idea al alcance de todos, de cada uno de nosotros. Se acabó la necesidad de construir, de crear, de inventar para tener derecho a nuestros «quince minutos de fama». Bastaría con mostrarse y permanecer en el encuadre, frente al objetivo. La llegada de nuevos soportes no tardaría en acelerar el fenómeno. A partir de entonces, la gente existiría gracias al incremento exponencial de sus propias huellas, en forma de imágenes o de comentarios, unas huellas que pronto descubriríamos imborrables. Internet y las redes sociales, accesibles a todo el mundo, no tardarían en tomar el relevo de la televisión y en ampliar considerablemente el abanico de posibilidades. Mostrarse por fuera, por dentro, por todas partes. Vivir para ser vistos, o vivir vicariamente. La telerrealidad y sus variantes testimoniales se extenderían poco a poco a los más variados ámbitos, imponiendo durante largo tiempo sus códigos, su vocabulario y sus modos narrativos. Sí, ahí fue donde todo empezó. (...)
hay que avistar la catástrofe para valorar el alcance de tu propia tranquilidad. Cuando tomamos conciencia de que la vida puede convertirse de pronto en un drama irremediable, la paz se vuelve más preciosa todavía. (...)
Dadas las circunstancias, Mélanie se daba cuenta de lo absurdo y violento de aquel comentario generado por una máquina, pero era incapaz de apartar los ojos de la pantalla. Como era de esperar, los otros vídeos de Happy Break se habían beneficiado del interés suscitado por el último. Todos los datos estaban en verde: en las últimas veinticuatro horas, la audiencia había aumentado un 24 %, la duración de los visionados un 23 % y los beneficios un 30 %. En negrita y en mayúsculas, la plataforma la felicitaba: «¡EXCELENTE! Tu canal ha registrado 32 millones de visitas en los últimos 28 días. ¡ENHORABUENA!» Mélanie releyó varias veces los comentarios. Se sentía halagada. Recompensada. Cuando se dio cuenta, le embargó un sentimiento de asco. Sí, se daba asco a sí misma. Pensó en el placer que sentimos a veces al respirar nuestros propios olores corporales. El de la transpiración, el de los fluidos, el del pelo sucio. De niña, cuando se quitaba los calcetines, se los llevaba enseguida a la nariz para aspirar su olor. Exactamente igual que ahora. (...)
Bastaba con echar un vistazo a las plataformas de contenidos compartidos para darse cuenta de que la noción de intimidad, en líneas generales, había evolucionado enormemente. Las fronteras entre el adentro y el afuera habían desaparecido hacía ya mucho tiempo. La puesta en escena de uno mismo, de la propia familia, de la vida cotidiana, la caza del like no era algo que se hubiese inventado Mélanie. Era la manera de vivir del momento, de estar en el mundo. Al nacer, una tercera parte de los niños tenían ya una existencia digital. En Inglaterra, unos padres habían compartido con sus seguidores el entierro de su hijo, muerto unos días antes. En Estados Unidos, una joven había matado accidentalmente a su novio mientras grababan un vídeo destinado a crear sensación y a hacerse viral. Y en todos los rincones del planeta cientos de familias compartían su día a día con millones de seguidores. A Clara se le pasó por la cabeza una tercera hipótesis: Mélanie Claux no era ni víctima ni verdugo, simplemente pertenecía a su época. Una época en que era normal que te grabaran incluso antes de nacer. ¿Cuántas ecografías se publicaban cada semana en Instagram o en Facebook? ¿Cuántas fotos de niños, de familias, cuántos selfis? ¿Y si la vida privada no fuese más que un concepto anticuado, obsoleto o, peor incluso, una ilusión? (...) Había llegado un momento en que cualquiera podía pensar que su vida era digna de suscitar el interés de los demás y cosechar pruebas de ello. Cualquiera podía considerarse y comportarse como una estrella, como una celebridad... En el fondo, YouTube e Instagram habían cumplido el sueño de cualquier adolescente: que te quieran, que te sigan, que te admiren. Y nunca sería demasiado tarde para sacar provecho de ello. (...)


Ella, que al cumplir catorce años había recibido como regalo 1984 y Fahrenheit 451; ella, que había crecido rodeada de adultos siempre dispuestos a protestar contra las derivas de su época (¿qué habrían pensado Réjane y Philippe de la actual?); ella, que venía de un mundo en el que todo debía ser sistemáticamente cuestionado, reflexionado, había visto cómo el tren se ponía en marcha sin poder subirse a él. Sus padres se habían equivocado. Creían que el Gran Hermano se encarnaría en una potencia exterior, totalitaria, autoritaria, contra la cual habría que rebelarse. Pero el Gran Hermano no había tenido ninguna necesidad de imponerse. El Gran Hermano había sido acogido con los brazos abiertos y el corazón ávido de likes, y cada cual había aceptado ser su propio verdugo. Las fronteras de lo íntimo se habían desplazado. Las redes sociales censuraban las imágenes de tetas y culos. Pero a cambio de un clic, de un corazón, de un pulgar levantado exponíamos a nuestros hijos, a nuestra familia, contábamos nuestra vida. Cada cual se había convertido en el administrador de su propia exhibición, y esta se había vuelto un elemento indispensable para la realización personal. (...)
Si, como acostumbra a decirse, la sociedad actual se divide en dos, ella está del lado de los recalcitrantes. De los que se niegan a ser vigilados como pollos criados en serie e inventariados como paquetes de pasta, de los que han renunciado, en la medida de lo posible, a todo lo que permita conocer sus gustos, sus amistades, sus horarios y sus actividades, de los que no pertenecen a ninguna red social, a ningún grupo, y prefieren abrir libros y periódicos antes que páginas de Google. Desconectados. Una opción minoritaria pero que va ganando terreno. Una opción difícil de sostener, pero con un credo común: lo mejor es enemigo de lo bueno. De todos modos, Clara no es una ingenua: hoy en día resulta imposible escapar por completo a los radares. Aunque solo sea para comunicarse con sus colegas, está obligada a usar una aplicación de mensajería instantánea cuyos datos, supuestamente encriptados, son conservados por la empresa que la comercializa y están al alcance de cualquier hacker medianamente avispado. Aun así, Clara no quiere renunciar al combate que supone limitar su rastro, disminuir el halo que produce, borrar su estela digital. En el día a día, intenta reducir sus huellas. No tiene coche, va en bici o a pie, evita el plástico, no coge aviones y solo come carne cuando la invitan. En líneas generales, consume poco, compra la ropa en tiendas de segunda mano, recicla y reutiliza todo lo reutilizable. El nuevo mundo, anunciado durante la pandemia de covid en 2020, nunca llegó. Como predijo por entonces un famoso escritor, el mundo sigue siendo el mismo, pero en peor, y más ajeno que nunca a su propia destrucción. (...)
A medida que pronuncia las frases, las ve aparecer en la página como por arte de magia, sin errores ni faltas de ortografía. Si quiere corregir algo, le basta con decir «marcha atrás» y el número de letras o palabras implicadas. Mientras da vueltas por el despacho, intenta elaborar las conclusiones: «Hoy en día podemos vivir otras vidas desde el sofá. Basta con suscribirse a una plataforma de pago, escoger la fórmula –más o menos inmersiva según el material del que dispongamos– y dejarnos llevar. El mercado está en plena expansión. Si en esta oferta de vidas vicarias el éxito de la realidad virtual sigue siendo incontestable (por unos cuantos euros podemos pasar veinticuatro horas en una mansión construida sobre pilotes en las Maldivas, con unos acabados cromáticos excelentes), la real story (también llamada reality home) ocupa un nicho de mercado cada vez más importante. El catálogo Share the Best ofrece en la actualidad más de dos mil vidas reales, anónimas o célebres: mujeres y hombres solteros o en pareja, de cualquier condición u orientación sexual, familias más o menos numerosas, personas jubiladas. Las tarifas premium permiten vivir dos o tres vidas a la vez. Mucha gente...» Santiago se interrumpe para corregir. «Marcha atrás: dos palabras.» Reflexiona un instante y sigue dictando: «Cada vez hay más jóvenes adultos que no salen de sus casas. Trabajan a distancia, o ya no trabajan, no van al teatro, ni al cine, ni siquiera al supermercado. Consumen productos (alimenticios, cosméticos, electrodomésticos, culturales...) que reciben a domicilio y se comunican a través de interfaces o de videojuegos, cada vez más sofisticados. Es el precio que pagan para sentirse seguros.» Santiago se detiene. Piensa que ya lo terminará más tarde. Necesita dejarlo reposar y encontrar una conclusión más contundente. (...)
Las patologías que (...) estudia, unidas a una sobreexposición precoz a las redes sociales, aparecen en la adolescencia o, con mayor frecuencia, al entrar en la edad adulta. La adicción es uno de los principales síntomas. Aunque suele ser de carácter conductual (juego, internet), acostumbra a derivar también hacia el consumo de sustancias psicoactivas (alcohol, drogas). Los trastornos adictivos suelen aparecer cuando el sujeto tiene la sensación de que su audiencia o su alcance mediático disminuyen (como si el sujeto en cuestión, al verse privado de su dosis de gratificaciones –número de visitas, comentarios y muestras diversas de adhesión–, quisiera compensarlo con otras sustancias más asequibles), pero también aparecen en el apogeo de la celebridad, para aliviar la ansiedad que esta suscita y el aislamiento que provoca en algunos casos. Además, otros trastornos psiquiátricos, hasta ahora descritos en el continente americano, empiezan a observarse en Europa y a suscitar nuevos estudios, capitaneados entre otros por Santiago Valdo, que trabaja junto a una veintena de colegas universitarios y profesionales de la salud. Tras haber mantenido dos conversaciones con Sammy Diore, Santiago está prácticamente convencido de que el joven presenta los síntomas más característicos del llamado síndrome del show de Truman, observado por primera vez en Los Ángeles durante la primera década del siglo. (...)
La verdad es que no le interesa nada vivir colgada de una pantalla, dialogando con una inteligencia artificial y levantando la cabeza solo para cumplir con las exigencias del reconocimiento facial. No se conforma, como hacen los demás, con arrellanarse en el sofá, con el móvil enganchado al dedo, a la palma de la mano, a la muñeca, en busca de sensaciones fuertes, al acecho del drama, del atentado o del protagonista de la jornada, para olvidarlos al día siguiente. El mundo va más rápido que ella y no tiene dónde agarrarse. El mundo está loco y ella no puede hacer nada. Tal vez lo que se ha vuelto insoportable sea esa sensación de impotencia. La sensación de llevar demasiado tiempo sin poner a prueba sus músculos, su valor, su resistencia, de no estar ya en primera línea. La sensación de haberse dejado caer por una pendiente y de sentirse demasiado cansada como para subirla de nuevo. (...)


 ha comprado recientemente un software de reconocimiento de voz cuyas prestaciones, hay que reconocerlo, son bastante asombrosas. El micrófono es tan sensible que puede pasearse por el despacho mientras dicta su artículo. Con un simple vocablo, puede abrir archivos o documentos adicionales durante el dictado, buscar citas o ilustraciones. El programa le indica las repeticiones, las eventuales faltas de sintaxis o de concordancia, y hasta le sugiere soluciones. Santiago lleva varios días trabajando en un artículo sobre la evolución del homing, una tendencia consolidada y conceptualizada por un sociólogo estadounidense. A medida que pronuncia las frases, las ve aparecer en la página como por arte de magia, sin errores ni faltas de ortografía. Si quiere corregir algo, le basta con decir «marcha atrás» y el número de letras o palabras implicadas. Mientras da vueltas por el despacho, intenta elaborar las conclusiones: «Hoy en día podemos vivir otras vidas desde el sofá. Basta con suscribirse a una plataforma de pago, escoger la fórmula –más o menos inmersiva según el material del que dispongamos– y dejarnos llevar. El mercado está en plena expansión. Si en esta oferta de vidas vicarias el éxito de la realidad virtual sigue siendo incontestable (por unos cuantos euros podemos pasar veinticuatro horas en una mansión construida sobre pilotes en las Maldivas, con unos acabados cromáticos excelentes), la real story (también llamada reality home) ocupa un nicho de mercado cada vez más importante. El catálogo Share the Best ofrece en la actualidad más de dos mil vidas reales, anónimas o célebres: mujeres y hombres solteros o en pareja, de cualquier condición u orientación sexual, familias más o menos numerosas, personas jubiladas. Las tarifas premium permiten vivir dos o tres vidas a la vez. Mucha gente...» Santiago se interrumpe para corregir. «Marcha atrás: dos palabras.» Reflexiona un instante y sigue dictando: «Cada vez hay más jóvenes adultos que no salen de sus casas. Trabajan a distancia, o ya no trabajan, no van al teatro, ni al cine, ni siquiera al supermercado. Consumen productos (alimenticios, cosméticos, electrodomésticos, culturales...) que reciben a domicilio y se comunican a través de interfaces o de videojuegos, cada vez más sofisticados. Es el precio que pagan para sentirse seguros.» Santiago se detiene. Piensa que ya lo terminará más tarde. Necesita dejarlo reposar y encontrar una conclusión más contundente. (...)

Las patologías que (...) estudia, unidas a una sobreexposición precoz a las redes sociales, aparecen en la adolescencia o, con mayor frecuencia, al entrar en la edad adulta. La adicción es uno de los principales síntomas. Aunque suele ser de carácter conductual (juego, internet), acostumbra a derivar también hacia el consumo de sustancias psicoactivas (alcohol, drogas). Los trastornos adictivos suelen aparecer cuando el sujeto tiene la sensación de que su audiencia o su alcance mediático disminuyen (como si el sujeto en cuestión, al verse privado de su dosis de gratificaciones –número de visitas, comentarios y muestras diversas de adhesión–, quisiera compensarlo con otras sustancias más asequibles), pero también aparecen en el apogeo de la celebridad, para aliviar la ansiedad que esta suscita y el aislamiento que provoca en algunos casos. Además, otros trastornos psiquiátricos, hasta ahora descritos en el continente americano, empiezan a observarse en Europa y a suscitar nuevos estudios (...). Tras haber mantenido dos conversaciones (...) está prácticamente convencido de que el joven presenta los síntomas más característicos del llamado síndrome del show de Truman, observado por primera vez en Los Ángeles durante la primera década del siglo.

La verdad es que no le interesa nada vivir colgada de una pantalla, dialogando con una inteligencia artificial y levantando la cabeza solo para cumplir con las exigencias del reconocimiento facial. No se conforma, como hacen los demás, con arrellanarse en el sofá, con el móvil enganchado al dedo, a la palma de la mano, a la muñeca, en busca de sensaciones fuertes, al acecho del drama, del atentado o del protagonista de la jornada, para olvidarlos al día siguiente. El mundo va más rápido que ella y no tiene dónde agarrarse. El mundo está loco y ella no puede hacer nada. Tal vez lo que se ha vuelto insoportable sea esa sensación de impotencia. La sensación de llevar demasiado tiempo sin poner a prueba sus músculos, su valor, su resistencia, de no estar ya en primera línea. La sensación de haberse dejado caer por una pendiente y de sentirse demasiado cansada como para subirla de nuevo. (...)

LOS REYES DE LA CASA.
Delphine de Vigan.
Anagrama, 2022.
(Traducción por Pablo Martín Sánchez).

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