Era soltera, heterosexual y hembra. Al cumplir treinta años, en 2011, seguía visualizando mi experiencia sexual como algo que con el tiempo llegaría a un final, como un monorraíl de Disneylandia que se desliza hasta su última parada. Me apearía, me encontraría cara a cara con otro ser humano y nos quedaríamos allí, en nuestra estación permanente de la vida: el futuro.
No era soltera por elección, pero el amor es raro y muchas veces no correspondido. Sin amor no veía motivo alguno para tener un vínculo permanente con un lugar en particular. El amor determinaba la forma en que los humanos se ordenaban en el espacio.
Como adhería a la gente a sus planes a largo plazo, las personas que me rodeaban lo consideraban una parada final, un hecho escatológico, un acontecimiento mesiánico. Mis amigos expresaban una fe religiosa en que un día me llegaría también a mí, como si el amor fuera algo que el universo nos debe a cada uno de nosotros, algo de lo que ningún ser humano puede escapar.
Yo había experimentado el amor, pero precisamente por eso era consciente del poco poder que tenía para instigarlo o para asegurar su duración. Aun así, seguía concibiendo el futuro como una culminación por defecto de mi vida sexual, como un destino más que como una elección. Esa visión era una joya suspendida en mi mente, una alhaja inmune a las tormentas de mi experiencia real: un punto de llegada cristalino. Pero yo sabía que no le ocurría a todo el mundo y, a medida que me hacía mayor, empecé a preocuparme de que a mí no me ocurriese.
Las atracciones empezaban y acababan de una manera flexible, implosionando ocasionalmente en exhibiciones de dolor o de locura temporal, pero por norma general de una manera apacible. Éramos almas revoloteando por el limbo, apilándonos las unas sobre las otras como hojas secas, a la espera de los violines, las trompetas y las campanas nupciales del escatón, el fin de los tiempos. El lenguaje que utilizábamos para describir estas relaciones no contribuía precisamente a su definición. Su característica más destacada era que tenían lugar mientras te encontrabas solo, pero nadie estaba seguro de cómo debía llamar a este tipo de vínculos. Enrollarse daba a entender que nuestros encuentros no implicaban ni ceremonial ni cortesía. Amantes sonaba anticuado, y generalmente éramos amigos de las personas con las que nos acostábamos, por no decir «solo amigos». Normalmente llamábamos a lo que hacíamos salir, una palabra que podía aplicarse a todo, desde los rollos de una sola noche hasta las relaciones de varios años. La gente que salía era soltera, a menos
que estuviera saliendo regularmente con alguien. Soltero también había perdido concreción: podía significar «no estar casado», como en una declaración de Hacienda, pero la gente no casada a veces tampoco era soltera, sino que «tenía una relación», una manera de referirse al compromiso provisional para el que no teníamos adjetivos simples. Novio, novia o pareja implicaba compromiso e intención, y por lo tanto solo servían en algunos casos. Un amigo me habló de una «no-ex» con la que
había mantenido una «no-relación» durante un año. Nuestras relaciones se habían transformado pero nuestro vocabulario no. Al hablar como si nada hubiera cambiado, las palabras que usábamos nos resultaban anacrónicas. Muchos de nosotros ansiábamos vivir una experiencia que pudiéramos nombrar, como si eso ofreciera algo mejor. (...) Algunos probábamos neologismos, aunque la mayoría los evitábamos. Estábamos aquí por accidente, no a propósito. Con independencia de lo que hiciéramos, ninguno de mis conocidos se refería a su situación como una «opción de vida». Nadie describía el hecho de ser soltero en Nueva York y mantener relaciones sexuales esporádicas con conocidos como una «identidad sexual». Yo pensaba en mi situación como en una etapa transitoria, algo que acabaría con la llegada del amor.
El año en que cumplí los treinta terminé una relación. Estaba muy triste, pero mi pena aburría a todo el mundo, incluso a mí misma. Como se trataba de un abatimiento que ya había experimentado antes, pensé que podría superarlo rápidamente. Salí con gente a la que conocí por Internet, pero me costaba excitarme con desconocidos. (...)
Me sentía más feliz en presencia de seres humanos sin mediación, pero había veces en las que un no-novio traía consigo un eco sombrío que se adueñaba de mi teléfono. Era un deseo sin esperanza de satisfacción, sin un objeto claro. Miraba fijamente las elipsis que ondeaban en la pantalla. Analizaba con espíritu forense las fotos de las redes sociales. Expresaba frivolidad mediante signos de exclamación, risas deletreadas y emoticonos.
Postergaba mis respuestas de manera artificial. Ese postureo me empujaba a fingir que estaba muy ocupada, que no había visto el mensaje hasta entonces. Me fastidiaba que mi teléfono me hiciera cautiva de sus tópicos. Mis metas eran la serenidad y el buen humor. Iba a todas las fiestas de Navidad.
(...)
La necesidad de contacto humano que experimenta una persona soltera no es algo que deba tomarse a la ligera.
El concepto de amor libre contaba con una larga tradición: experimentos en comunas, profetas de ojos desorbitados, herejes encarcelados... El amor libre había significado el derecho a tener relaciones sexuales sin procrear o antes del matrimonio, incluso el derecho a no casarse. Significaba libertad de expresión sexual para las mujeres y los gais, libertad para amar sin barreras raciales, religiosas o de género. En el siglo xx, los idealistas posfreudianos creyeron que el amor libre daría lugar a una nueva
manera de hacer política, incluso al final de la guerra, y cuando yo oía la expresión «amor libre» pensaba irremediablemente en 1967, en jóvenes escuchando acid rock en este parque.
Para la ciencia ficción, el amor libre era el futuro. El nuevo milenio prometía la exploración del espacio, una contracepción infalible, prostitutas biónicas y una sexualidad sin restricciones. Pero el futuro ya había llegado junto con muchas nuevas libertades, y el amor libre, como ideal, había pasado de moda. Éramos libres de tener coregasmos, pero los hippies habían sido ingenuos:
la ciencia ficción no era real. La expansión de la sexualidad fuera del matrimonio trajo nuevos motivos para creer en los controles tradicionales, motivos como el VIH, los límites cronológicos
de la fertilidad, la fragilidad de los sentimientos. Me conformaba con la libertad como estado provisional, mas mi plan era un destino monógamo. Mi percepción de que eso era lo correcto,
después de los experimentos fracasados de generaciones anteriores, era como la reconstrucción de un monumento nacional barroco que hubiera sido destruido por una bomba. (...)
¿Y si el amor nos fallaba? Ahora la libertad sexual se había ampliado hasta las personas que nunca habían querido desprenderse de las viejas instituciones, aunque, por supuesto, se mostraban solidarias con quienes sí querían hacerlo. Yo no había buscado tantas opciones para mí misma, y cuando me encontré con una libertad sexual completa me sentí infeliz
(...)
Descubrí que los algoritmos me clasificaban en la misma zona (por clase social y nivel de formación) que las personas con las que salía, pero aparte de eso contribuían muy poco a predecir quién me gustaría. Parecía atraer, tanto online como en la vida real, a un número estadísticamente anómalo de vegetarianos. (...)
Si concertar citas por Internet me hacía sentir que de alguna manera estaba al mando de mi vida, acostarme con personas a las que realmente no deseaba no hacía más que recordarme lo absurdo que era intentar diseñar una relación para lograr que existiera. (...)
Empecé a responder solamente a personas con perfiles muy breves; luego empecé a renunciar directamente a los perfiles, usándolos solo para asegurarme de que las personas de OK-Cupid Locals sabían escribir con corrección y que políticamente no eran de extrema derecha.
Aún así, en mi perfil evitaba cualquier referencia al sexo. También evitaba a todos los hombres que empezaban con propuestas explícitamente sexuales. Mi renuncia a cualquier referencia abierta al sexo representaba que las citas por Internet equivalían a estar en una sala llena de personas recomendándose restaurantes las unas a las otras sin describir los platos que se servían. No, era todavía peor: era una sala llena de gente hambrienta que, en vez de hablar de comida, hablaba del tiempo. Si una persona me ofrecía una sandía, yo la rechazaría por no llevar paraguas. El derecho a evitar el tema del sexo estaba estructuralmente integrado en las webs de citas más populares; habían sido diseñadas así porque de lo contrario las mujeres no las habrían usado. (...)
En el negocio de las citas por Internet fue donde me encontré por primera vez con un popular concepto de de márquetin llamado "un lugar limpio y bien iluminado" (título, por cierto, de un cuento de Hemingway ambientado en España). La frase salía a menudo cuando los empresarios hablaban de crear un "entorno acogedor para las mujeres" en el ámbito sexual. (...)
Al principio, la idea había representado una reclamación de la sexualidad -una especie de amuleto aforístico contra el espectro persistente de los cines de los años setenta, los jacuzzis, los bares de soltero y las explotadas estrellas del porno colocados con metacualona-, pero el concepto era igualmente aplicable a la era de las fotos no solicitadas de pollas y de los "¡Conoce a solteras calientes en tu zona que quieren follar ahora!". En las citas online, el lugar limpio y bien iluminado representaba un entorno sin sexo que te permitía evaluar a otras personas con las que algún día podías acostarte. (...)
Yo no creía que las mujeres heterosexuales tuvieran vidas radicalmente distintas de las de los hombres gais. Veía a dos culturas con relatos distintos sobre la manera correcta de actuar y de ser, con diferencias respecto a lo que estaban dispuestos a declarar sobre ellos mismos. Grindr había ofrecido una idea, y Tinder la había modificado de acuerdo con los conceptos de decora de otra cultura. (...)
En teoría, yo podía comportarme como me diera la gana. Sin infringir ninguna ley, podía vestirme de monja y hacerme azotar las nalgas por una persona vestida de Papa. Podía ver a una estrellita del porno danzando en mi ordenador mientras practicaba sexo con un dispositivo a pilas. (...) Podía hacer todas estas cosas sin necesidad de llevar una letra escarlata, sin que me encerraran en la cárcel y sin que me lapidaran públicamente. (...)
En todo Estados Unidos las mujeres se preguntaban qué había pasado con la vida adulta que se habían imaginado de niñas, y si había que atribuir su naturaleza esquiva a los cambios materiales o a las carencias personales. La anticuada teoría de que una mujer podía tener mala suerte y no haber conocido al "hombre adecuado" ya no las satisfacía. (...)
El "mercado" de las citas por Internet convertía al ser humano en producto de consumo y lo saturaba de opciones. Los periodistas disfrazados de sociólogos nos explicaban que vivíamos en una época desgraciada de confusión social provocada por la falta de claridad de los roles de género propia del posfeminismo. Esta literatura podía resultar útil: reconocía una situación. Pero nunca explicaba cómo salir de ella. (...)
Las mujeres tenían cuerpos perfeccionados en el gimnaio y eran frenéticas triunfadoras. A la heroína confusa se le aconsejaba a menudo que se negara al sexo, aunque no estaba precisametne claro a cambio de qué. A medida que se hacía mayor, los artículos pasaban a ser historias de lamentos, de cómo en un momento dado ella pensó que casarse joven resultaría perjudicial para su carrera profesional y ahora le preocupaba su atractivo físico y su nivel de fertilidad, como si a todas las mujeres se les presentara el dilema claro entre profesión y familia antes de cumplir la treintena. Hacia los cuarenta, la mujer soltera, harta de esperar un compromiso por parte de los hombres, empezaba a utilizar la tecnología para quedarse embarazada. Los bebés permitían la satisfacción de un gran destino, aunque las mujeres que se habían casado y tenían hijos parecían extremadamente estresadas e infelices, sufrían en sus vidas profesionales y habían perdido el interés por el sexo. (...)
Los críticos lamentaban que si se tuviera que que diseñar un mundo de fantasía basado en los deseos de un hombre joven, sus normas y su ética serían muy parecidas a las de un campus universitario actual.
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