Nos mandan atrasar una hora el reloj, como cada primavera. Hay una luz de las siete y media, pero son las ocho y media de la tarde. Hay que ir pensando en salir a tomar las cañas y cenar y meternos en la cama cuando todavía la noche no ha puesto en marcha su oscuro mecanismo de absorción de calor y aún se deslizan vetas de aire cálido entre las cortinas del dormitorio cuando vamos a cerrar las ventanas. La luz de las siete y media, nuestro cuerpo de las siete y media, que no sabe qué apetecer en esta hora tonta, tarde para el té con la galleta, pronto para la cerveza, es una luz que incita a la nadería y al fantaseo propio de la ausencia de actividad y premura de hacer cosas. Estamos en casa, solos; al otro lado de las ventanas la calle se pone grisácea, disminuye el contraste cromático y todo pierde algo de realidad. Ya no somos seres laborables y aún no somos seres sociales; también nosotros hemos perdido contraste, nos hemos quedado en blanco, como conferenciantes novatos, en medio de las obligaciones coercitivas o voluntarias que nos hacían un hueco, un lecho, un nicho entre la vasta humanidad, y empezamos a sentirnos un poco borrachos, un poco alucinados por la repentina volatilización de las firmezas de costumbre, que tan rigurosamente nos ponían en nuestro sitio.
Hora peligrosa esta. Toda autoridad cae de su pedestal; toda responsabilidad parece descender desde el encumbramiento de lo ético y útil hasta la condición de lo que se puede chalanear sin perder el propio respeto. La laboriosa conciencia del yo se gasifica, el viejo tema del yo se presta a variaciones imaginarias en ese momento engañoso, y algo que hace unas horas nos parecía imposible y dentro de unas horas nos parecerá delirante, ahora se pone al alcance de la mano, colocado ahí por la luz incierta de la hora confusa, una para el cuerpo, otra diferente para el reloj, el noticiario y las obligaciones.
Ya no somos jóvenes; nos hallamos, o nos opinamos, en una buena situación basada en el compromiso entre la flexibilidad absoluta y la rigidez igualmente absoluta. Ya no nos dejamos zarandear por cualquier emoción de serie B y aún no estamos petrificados de contumacia senil. En cierto modo agradecemos a los años transcurridos sus lecciones no siempre amables; hemos ganado en fundamento, quizá no en el fundamento que hubiésemos querido, pero ahora nos parece que un fundamento, el que sea, es mejor que ninguno y no echamos de menos la inestimable pesadilla juvenil. Y todo esto estaba muy bien, pero el cambio de hora nos ha traído esta hora desubicada que nos hace perder el compás del día, el paso alegre con el que marchábamos inconscientes nadie sabe adónde, y nos llena la cabeza de remotos vapores intoxicantes y de estampas resucitadas que ya solo barajábamos en algún ensueño mañanero.
¿Por qué no fuimos más audaces? ¿Por qué no viajamos más? ¿Por qué no cogimos lo que queríamos antes de que pasara el momento? La hora perdida que ha frenado en seco nuestro desfile de soldaditos movidos a cuerda nos proyecta una escogida recopilación de renuncias y cobardías propias. Renuncias y cobardías que ya habíamos ido ensartando en nuestro argumento general y que la interesada desmemoria había conseguido empurpurar de nobles o heroicas, o al menos de inevitables, y que ahora, pasajeramente desconectadas de ese argumento, se nos aparecen con su reproche y su gesto de amarga burla.
No es un asunto trivial este del cambio de hora. Los gobiernos que lo decretan, so pretexto de ahorrarle unos durillos o unos euros a no sé quién, deberían saber que esta hora encierra un peligro de sublevación y disgusto con lo que cada uno es, un temblor revolucionario. Cualquier día de abril la calle puede llenarse de ciudadanos espoleados por el bochorno y el arrepentimiento, decididos a rectificar su andadura, resueltos a arrojar por la ventana logros imaginarios y esclavitudes improductivas, y a socavar los cimientos de la economía de mercado, la tradición cristiana y el orden público.
Esa hora no es cosa de broma. Todas las prédicas del mundo sobre cualquier teoría no valen lo que una sola hora de experiencia de primera mano. La subversión de los valores no nos está esperando al final de la lectura de un volumen empachoso; es la sombra de todo lo que hacemos, es el reverso de todo lo que creemos. Está ahí, a la vuelta de la esquina de nuestra vida, tan cerca de ella como lo están la cara y la cruz de una moneda, y basta una hora perdida para que sintamos la curiosidad de asomarnos y averiguar qué hay al otro lado.
Cien centavos
César Martín Ortiz
Baile del sol, 2015
EL CUENTISTA CÉSAR MARTÍN ORTIZ.
EL CUENTISTA CÉSAR MARTÍN ORTIZ.
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