ARREBATOS ALÍRICOS

Me fui sobreviviendo como pude

(José Luis Piquero)


jueves, 23 de febrero de 2017

Prólogo (de VPD) a "Música para indigentes" de Miguel Ávila Cabezas

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El presente libro, último hasta el momento del poeta salobreño Miguel Ávila Cabezas, se titula “Música para indigentes”, y está constituido por un total de 49 poemas y “7 Haikus de Junio”, que suponen un itinerario de auto-indagación entre el inicio artificialmente popular de Rima vieja y el final ambiguo que ofrece De ida y vuelta. Y me permito señalar estos datos aparentemente obvios porque estamos ante una obra redonda, meditada en su estructuración y aún más en su ejecución, en su desarrollo, en su reescritura y su corrección, que ha derivado en un tono coloquial pero sabio, de ritmo sencillo y libre, despojado de falsos lirismos y sostenido sobre una concreción temática que se acerca al aforismo.
Nos hallamos, por lo tanto, ante un libro que, como buen compendio de sentencias, deja poco espacio para lo accesorio, e incluso su título y su orden no son circunstanciales sino, bien al contrario, contienen una serie de confidencias que intentaremos dilucidar en este prólogo: ya el nombre del poemario resulta suficientemente significativo como para detenernos en él, pues está compuesto por dos conceptos que tendrán una vital importancia en el desarrollo del libro: la música y la preocupación social.
En lo que respecta a la música, tiene una doble significación, ya que es inicio y también final. Me refiero con esto a que el vaivén melódico marca el ritmo de todo el poemario, pero, al mismo tiempo, es el refugio predilecto del yo poético y, además, escolta a sus tribulaciones y angustias. Por consiguiente, nos introduce, nos acompaña, o nos conduce hasta la culminación de cada aventura poemática, como esas perennes bandas sonoras de las películas que nos dirigen al momento álgido, ya sea a ritmo de tarantela (como se nos indica en el poema “E la nave va”) o buscando la comunión con el público mediante una estrofa dulce, repetitiva o inquietante:
Y después
no hubo mar
sino ausencia,
un magma apagado
asmático y sin fuerza
(Memoria de un mundo apagado)
En definitiva, una sintonía que, empleando las palabras de Ada Salas:
despierta en nosotros una exaltación o una evocación quién sabe por qué camino que estaba borrado antes de su escucha, pero que nos lleva a un lugar ya conocido, re-conocido en esa escucha; un determinado espacio cuya arquitectura nos acoge o nos expulsa porque despierta qué centros rectores de nuestro “estar en el mundo” .
Pero, más que la precisión formal, el concepto musical supone, ante todo, la máxima aspiración del poeta, es decir, alcanzar esa inmortalidad reservada a las coplas populares, al arraigo propio del anonimato:
Ya lo dice la canción (no la recuerdo)
convencido el cantor
de que acaso la distancia no sea el olvido
sino el sueño engañoso de quien busca
no acabar la partida
(La felicidad)
Por así decirlo, lo que Miguel Ávila busca es esa sentencia que sería firmada por todos, cantada en comunión y en conjunto pero sentida íntimamente por cada uno. O, lo que es lo mismo, la aspiración misma de la poesía desde sus orígenes, puesto que el poeta “al expresar lo que sienten otros también cambia el sentimiento, porque lo vuelve más consciente, permite que las personas se adueñen de lo que sentían, y por lo tanto le enseñan algo sobre sí mismas” . De hecho, para curarse en salud, el propio autor se disculpa, admitiendo que va a anteponer el fondo (la confesionalidad, en este caso) a la forma:
Mírame,
no cuentes las sílabas del verso
y mírame (…)
(Los perdedores)
pues no conviene olvidar que la buena poesía comparte, siempre, una aspiración más allá de los recursos estilísticos y la sonoridad. Sin embargo, en contra de lo que podría parecer, nos ahorra pasar por alto tal detalle, pues, contra lo que podría pensarse por esta captatio benevolentia, Miguel Ávila se sirve también con maestría del verso clásico (especialmente endecasílabos, octosílabos y alejandrinos) ora con vehemencia, en versos que parecen aldabonazos, ora con suavidad, deslizando su discurso con ondulantes pasos de ballet para, en ocasiones, puntuarlo con cambios de ritmo o incluso quebrarlo en inflexiones, rupturas o definitivos ceses de compás.
Por tanto, con formas más o menos musicales, estructuras fijas o libres y sílabas contadas o de juglaría, lo que Miguel Ávila persigue con mayor ahínco en este poemario es alcanzar la definición de aforismo que desarrolla Carlos Marzal, esto es:
un enunciado sentencioso que está sometido a un ritmo interno, es decir a una música de lo sucesivo y, a la vez, de lo simultáneo, de lo que nace obligado y también libre en su caminar: lo metódico y a la vez fruto de la inspiración, lo sometido a un esquema y al mismo tiempo nacido del capricho del creador. Música pensada, ideas que revolotean alrededor de un eje de carácter acústico.
Más adelante volveremos sobre este asunto, pero antes hemos de ocuparnos de la concepción de poesía como arma ideológica, que ya anticipa la referencia del título a las desigualdades sociales.
Ha querido el azar que llegue a imprenta este libro en un momento de máxima tensión entre diferentes formas de entender la poesía, precedido por una polémica surgida ante el prólogo de la magnífica antología Poesía ante la incertidumbre, que manifiesta opiniones como las siguientes:
La emoción es universal e intemporal. Y la poesía tiene que emocionar. Ante tan incertidumbre, para nuestra sorpresa, una gran parte de los nuevos poetas en español se han adscrito a una tendencia tan experimental como oscura. Como los hombres que rodeaban a Orfeo para escucharlo tocar su lira y de ese modo descansar su alma, asisten a las preguntas de nuestro tiempo tratando de ignorarlas (…) Si en la segunda mitad del siglo XX los mejores poetas de nuestra lengua abandonaron las liras y las torres de marfil, la poesía última, en busca de un nuevo camino, de una nueva actualidad literaria, se ha subido a un pedestal. (…) Los discursos fragmentarios, el irracionalismo como dogma y el abuso del artificio han supuesto la ruina de la poesía en muy diferentes etapas de la historia de la literatura. (…) Si un poema no se entiende el único responsable es quien ha tratado de establecer la comunicación. O bien no ha sido capaz por sus limitaciones, o bien no lo ha conseguido porque no era su propósito, porque sólo buscaba la erudición y el artificio).
Como consecuencia, un grupo de “lectores, críticos y poetas” que se han sentido aludidos o simplemente dolidos, han redactado una “Carta abierta en defensa de la pluralidad y convivencia de poéticas, en la que dicen reivindicar “una noción más amplia, inclusiva y plural de la escritura poética, así como una actitud de exigencia moral y apertura intelectual que esté a la altura de las herencias que se nos confían y nos permita reinventar, re-imaginar, nuestro futuro individual y colectivo” y reclaman  la “libertad de elección y movimiento, la pluralidad, el respeto a lo otro, lo distinto, la curiosidad intelectual, el rechazo de la frivolidad y el repudio de cualquier tentativa de instaurar una nueva doxa excluyente”.
Lejos de procurar cimentar una polémica que confiamos que se trate, ante todo, de un malentendido retórico, sí resulta oportuno señalar que este y otros poemarios mantienen una interesante posición equidistante, entre dos tierras ahora aparentemente enfrentadas pero más próximas de lo que podría pensarse. Pues si bien es cierto que encontramos sin dificultad algunos pasajes de la obra de Miguel Ávila que podrían obedecer a la vertiente de poesía “entrometida”, “desabrigada” o poesía como respuesta a la incertidumbre (especialmente el poemario Anfa ), el poeta siempre denuncia desde un lirismo sutil y carente de evidencias ideológicas. Y es que, en comunión con la inteligencia y el hacha, en Música para indigentes, hay espacio para lo que Roger Wolfe definió como “toda esa poesía que nunca cabe en un poema”:
Guerrero que viniste hoy a visitarme
(…)
¿mataste a algún niño durante la guerra?
(El reposo del guerrero)
pero aún hay más espacio para la ironía y el sarcasmo que otorga la experiencia:
Luego vinieron los profetas
y los corresponsales
del más allá
para dejar las cosas donde estaban,
es decir, en ningún sitio.
(Sinrazón)
Como han podido comprobar, resulta especialmente reseñable la aspiración de verosimilitud y credibilidad que, por tanto, da voz, voto y verso a esas voces diseminadas que alteran, afectan e incluso hablan en boca del sujeto individual, desposeído de importancia sociológica e histórica y al que solo le queda la voluntad de preguntar, impertinente y lacerante, siempre de un modo arbitrario, egocéntrico, particular, bien en boca de otros:
Antes de nacer
ya habíamos perdido
la batalla por la vida
(Los perdedores)
pero, sobre todo, en su nombre propio. O, lo que es lo mismo, desde unas premisas alejadas de estridencias y, que de nuevo, es preciso insistir, parecen pensarse desde una distancia suficiente para mantener la cabeza fría y el verso caliente. Es decir, desde la precisión cirujana propia de los aforismos.
Y es que este es un libro complejo, ya que la concepción bicéfala del autor, que se debate entre la indignación propia del testigo y la frialdad intrínseca al buen emisario, se ve aún más supeditada al hecho de que se trate de un libro tan personal que en ningún momento se aleja de su tiempo ni de su circunstancia pero que, mediante ese refuerzo del yo poético, consigue estrechar la distancia con el lector. Y éste es precisamente el fin que persigue Miguel Ávila, comunicar al otro su voz propia, su totalidad que, aunque relativa e individual, es también transferible pues “en literatura lo particular se percibe a menudo como totalidad, si aparece aislado, en tensión”.
Así, el subjetivismo, necesario ya de por sí en la propia concepción de la lírica, se convierte en elemento ineludible al enfrentarnos a una obra que pretende dar una visión propia, original y particular del mundo. Por eso el libro se abre de forma personalísima, situando ya el nombre del yo poético en el primer verso del libro con la osadía de posicionarlo como víctima de una acusación unánime:
Todos te acusan, Miguel.
Todo te delata.
(Rima vieja)
Esta persecución de la que va a ser objeto el yo poético nos remite a los versos de José Emilio Pacheco (“Escribe lo que quieras./ Di lo que se antoje:/ de todas formas vas a ser condenado”) y es que toda expresión poética es un acto de expiación o un intento de enmienda, y especialmente lo es este libro, marcado por el sentimiento de culpa de quien ha alcanzado la lucidez suficiente para aceptar verdades como:  
Se quiere a un hijo como se cree en Dios
(Sinrazón)
o
Cada día que pasa es una eternidad menos
(Despertar)
Como habíamos anticipado, “Música para indigentes” parece un libro de máximas carentes de pedantería y grandilocuencia, tal vez como esa canción que ya no se recuerda bien pero se sigue citando, aun con inexactitud, en el momento oportuno. No resulta extraña la filiación entre poesía y aforismo pues, recurriendo de nuevo, a Carlos Marzal, encontramos una relación abierta:
La poesía es, entre otras cosas, la extremosidad en lo verbal, la prueba máxima de lo que se puede alcanzar, el universo del lenguaje, con las herramientas del lenguaje mismo. El aforismo también (…) significa la demostración de cómo se puede formular la mayor cantidad de pensamiento con el menor número de recursos verbales posibles. Aquí también tendría validez el famoso aserto de Mies van der Rohe: less is more .
Porque no todo buen aforista es un buen poeta, ni mucho menos todo buen poeta es un aforista incuestionable, pero en Miguel Ávila se da esta concepción bicéfala del sujeto lírico que, sin renunciar a la expresión íntima, sabe alcanzar esa sabiduría intemporal, ajena a límites contextuales y escribir quizá “dentro del mismo tiempo”, sabiendo decir lo preciso sin decir lo mismo, “como un niño sorprendido por la urgencia del saber”.
La identidad del sujeto se fija así en algo irremediablemente perdido pero que ha de luchar por recuperar, y es que en este caso la auto-indagación de la que comenzamos hablando, se convierte en autoafirmación: escribo, porque no soy. Como quiero ser, pues escribo:
Desde que sé
Espero la alta vida redentora.
Desde que sé
Me asedia inevitable el desengaño
(Falsa rima)
Y es que este enclaustrado Sísifo salobreño pretende alcanzar la universalidad desde lo particular “jugando siempre una mano de más/ contra el destino”, narrando mínimas epopeyas cotidianas que siempre aspiran a superar la anécdota pero jamás osan creerse momentos de vital importancia, reflexionando sobre la trascendencia de lo superfluo y, sobre todo, notando cómo, aunque sea sin posibilidad alguna de escape o redención, hay que seguir escribiendo:
Por si te atrapan los versos
es preciso resistir.
(Parar no vale).
Seguir la senda es partir
a la busca del misterio.
(Breve sueño)
Escribir, pues, con la calma de quien dice hacerlo En el fondo del pozo, pero con el mismo ansia intacta del que necesita seguir resistiendo, en una escalada tan inútil como entretenida, un yo poético que ya no es ni un cuerpo, apenas una apariencia que deambula y manotea, buscando quizás:
Un fusil sin munición
o la nada
con que hacerte un día el harakiri
(Un cuerpo: una apariencia)


Víctor Peña Dacosta.
Casablanca, 2011

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