ARREBATOS ALÍRICOS

Me fui sobreviviendo como pude

(José Luis Piquero)


viernes, 15 de enero de 2021

LO MEJOR DE "ESPAÑA" (Santiago Alba Rico)

 


A veces, para enfatizar la importancia de la cultura española en Europa, se menciona que Cervantes fue traducido enseguida al inglés y al francés mientras que Shakespeare, muerto el mismo año, no fue conocido fuera de sus fronteras hasta el siglo xix. Pero este dato, que en realidad revela la mayor apertura de Inglaterra y Francia hacia las producciones extranjeras, no dice nada acerca de cómo se trató a Cervantes en la propia España. Cervantes muere pobre, poco conocido y sin retrato, al contrario que Lope, Quevedo o Calderón; y hasta que el ilustrado Gregorio Mayans, nuestro primer cervantista, escribe en 1737 su biografía, nadie se lo toma realmente en serio. Luego, el nacionalismo del siglo xix, en un país derrotado y fratricida, convertirá el Quijote en la obra clásica por excelencia, expresión del «alma nacional». Con la generación del 98 se cierra el relato y España misma pasará a ser «quijotesca». No sé si hay otro ejemplo de un país cuyo «carácter nacional» se resuma en un adjetivo derivado de un personaje literario. Alemania no es «fáustica»; Inglaterra no es «hamletiana»; Francia no es «tartufesca». España, naturalmente, no es «celestinesca» o «donjuanesca», porque esos personajes, como los universales Fausto, Hamlet o Tartufo, inequívocamente ligados a sus temperamentos e historias nacionales, recogen su fuerza concreta de identidades comunes más o menos seguras. España, al contrario, necesita, como el golem, un certificado de existencia. Don Quijote es un hombre que intenta existir sin lograrlo del todo, con medio caballo y media armadura, idea que encaja muy bien con la autoconciencia de un país, descabalgado de un imperio, que existe poco y con dificultades y solo a fuerza de nostalgia y voluntad. España, no los españoles, es «quijotesca»; los españoles son lo que pueden, según tiempo y lugar, algunos donjuanescos, algunos celestinescos, luego más bien berlanguianos, hoy sobre todo almodovarianos. Pero España es una nación mal montada, vestida con restos del pasado, que no acaba —no acaba— de existir. Hamlet es inglés (aunque sea danés) pero no es Inglaterra. Don Quijote es un español fallido (cristiano nuevo, exiliado en el campo, tocado del ala) y es, por esa razón, España misma, la España pensada con angustia, hasta hace poco, por varias generaciones de intelectuales, reformadores y políticos. (...)

A los 18 años, disfrutábamos con Rabelais pero no con La Celestina; con Molière o Racine, pero no con Lope o Tirso de Molina; con Villon, pero no con Quevedo; con Shakespeare, pero no con Cervantes. Acercarse a la obra de Cervantes entrañaba una doble dificultad. La primera, aún vigente, tenía que ver con lo que Sánchez Ferlosio llamaba «el efecto Eiffel»: la acumulación de imágenes previas que hacen invisible, inalcanzable, la obra original. Ya nos sabíamos el Quijote, de manera que no hacía falta leerlo. Conocíamos los episodios más famosos y rutinarios —los molinos, los odres, la broma de los duques, Sancho en la ínsula Barataria—; yacían sepultados, además, bajo tantas imágenes y comentarios exaltados, repetidos una y otra vez por nuestros profesores, que ni siquiera creíamos en la existencia del original. El Quijote era, sin duda, como la Torre Eiffel: sabíamos ya tanto de uno y de la otra que ni siquiera necesitaban existir para seguir existiendo. La segunda dificultad, esta sí propia de mi generación, atañía a ese Cervantes reglamentario, construido por la escuela franquista, al que no se podía atribuir ninguna debilidad ni vacilación ni frivolidad; ese solemne Cervantes con gorguera que representaba a nuestros ojos la «españolidad» y al que, cuando nos volvimos lectores rebeldes en la adolescencia, ya muerto Franco, dimos la espalda con desprecio. Por odio a la escuela, al franquismo y a España, no leímos a Cervantes; es decir, entregamos a Cervantes a los que nos habían robado tantas otras cosas, incluida la propia España; no disputamos Cervantes a los que lo leían y lo enseñaban mal; ni a los que lo utilizaban, de alguna manera, contra nosotros. (...)

«Español», decía Cánovas, «es el que no puede ser otra cosa»; y serlo a nuestro pesar y sin remedio nos impedía acceder a la mayor parte de los placeres intelectuales y mundanos a los que aspirábamos. Así que leíamos a Hölderlin, a Char, a Kafka, a Pavese, a Mann, a Proust, a Broch, a Musil, a Joyce, a Chejov, a Dostoievski, a Walser, a Döblin; lo que, por cierto, implicaba leer un castellano de traducción y aspirar a escribir directamente —así lo anoté en uno de mis diarios— una traducción: una pieza que sonara secundaria, traducida, evocadora de un original superior. Como Unamuno, nos jactábamos de no leer a autores españoles (salvo quizás a Martín-Santos y Miguel Espinosa); y como Américo Castro, nos lamentábamos de que, si algún día llegábamos a escribir, nunca encontraríamos lectores en nuestro país. Estoy de acuerdo con el filósofo e historiador José Luis Villacañas en que el siglo xix acaba políticamente hacia 1958; pero culturalmente, a mi juicio, se extiende unos veinticinco años más, hasta esa generación, nacida un poco antes y un poco después de 1960, que hereda el fatalismo lúgubre de Larra, del regeneracionismo y de la generación del 98: «escribir en España es morir». Leer, matarse. Así que, salvo excepciones (pienso en Rafael Chirbes y Almudena Grandes), durante sesenta años la izquierda letrada ha leído muy poco a Galdós. (...)

Me produce un poco de dolor —lo confieso— no haber leído a Galdós mucho antes. Me pregunto qué habría sido de mi vida y de mi obra si lo hubiese descubierto al mismo tiempo que a Kafka, Proust o Dostoievski; si hubiese disfrutado a los veinte años de los Episodios nacionales tanto como de Guerra y paz o de La montaña mágica. Me temo, sin embargo, que en la España de 1975, de 1980, de 1985, esta opción no existía. Me temo que había que escoger entre una cosa o la otra; y me temo, aún más, que si hubiese querido ser un hombre raro y completo y me hubiese obligado a mí mismo a leerlos (los Episodios), no los habría disfrutado —y probablemente por ese motivo no los habría leído después, ya quincuagenario—. La libertad es eso que creemos que hacemos contra nuestra familia, nuestra época, nuestra generación y nuestro cerebro; y que hacemos desde nuestra familia, en nuestra época, junto a toda nuestra generación y con nuestro cerebro. Libremente elegí a Kafka y Proust frente a Galdós, como si fueran incompatibles, pero mi libre descubrimiento hoy de Galdós solo ha sido posible porque elegí libremente mal hace cuarenta años. (...) 

Algo de juventud me ha devuelto, pues, la lectura de Galdós, porque resulta que, ahora que leo con la próstata, ahora que quiero a mucha gente que no me cae bien, el autor de los Episodios me parece tan cercano, tan amigo, tan buen chico, como Stevenson cuando leí La isla del tesoro. Me cae irremediablemente bien: un genio discreto y sin ínfulas; un republicano capaz de entenderse con un tradicionalista como Pereda y de amar a una carlista apasionada como Emilia Pardo Bazán; un tipo con un increíble sentido del humor; el escritor menos sectario e ideológico del mundo y el más comprometido con el destino democrático de su país. Muchísimo más sensato y solar —y contemporáneo nuestro— que los Unamunos y Barojas y Valleinclanes que lo siguieron. (...)

«Vi» otros pueblos por los que siempre había pasado de largo: Sepúlveda, Pedraza, Turégano. Me enamoré, por ejemplo, de Aragón, desde las Cinco Villas, donde nació mi abuela, al Pirineo jacetano y la Ribagorza: ese antiguo, poderoso reino, chupado por Castilla, con sus iglesias sin curas y sus escuelas sin niños. Y de pronto un día me descubrí diciendo «España» en lugar de «Estado español». No es que haya cambiado de «idea». España, es verdad, existe más como Estado que como nación, fue parida en Castilla y ha sido siempre una maldición para los castellanos; y nunca ha permitido a las naciones periféricas, especialmente a Catalunya, ni independizarse ni construir el país común. Y mucho menos el imperio. (...)


En todo caso «Estado español» es una «idea»; bastante precisa, sí, pero una «idea» política que deja fuera a todos aquellos españoles que no pueden ser otra cosa y que no se quieren definir de otra manera —o que se quieren definir también de esa manera—. No se puede hacer verdadera política con una idea política. (...)

Los catalanes no hablan de su propia nación, en equivalencia negativa, como del «No-Estado catalán» ni los vascos se autodenominan «No-Estado vasco»: saben que la política, buena o mala, solo puede hacerse involucrando a los ciudadanos. Cada vez que un «izquierdista» madrileño habla del «Estado español» se está impidiendo hacer política en España; está entregando España al nacionalismo español y alejando, de esa manera, cualquier solución política para Catalunya y el País Vasco y, en general, para el «problema español» —que es el que tenemos en común, de diferente manera, en todos los territorios—. Ese problema no se resolverá a través de una negociación elitista entre el Estado español y el No-Estado catalán; el Estado español tendrá que negociar con los catalanes y el No-Estado catalán tendrá que negociar con los españoles. Probemos a decir «España» en lugar de «Estado español». Veremos árboles: las hayas doradas de Ordesa e Irati, los castaños milenarios de Sanabria, los infinitos pinos albares de Navafría; veremos montañas; veremos pueblos colgados sobre cerros a punto de caer. Para «ver» España —con sus robles y sus ciudades y sus mujeres y sus hombres—, para transformarla, para odiarla, incluso para librarse de ella, conviene darle el nombre que le dan la mayor parte de sus víctimas, las cuales se dan a sí mismas, por su parte, el nombre de «españoles». ¡Pobres «alienados» que no saben que España no existe! La cuestión es que una no-existencia común es una cosa muy seria, tanto como cualquier otra cosa común. (...)

Unas veces es don Quijote, que está loco, el que dice verdades; otras veces es Sancho, que es tonto, el que las dice y entonces su señor responde con pomposa seguridad tautológica, como cualquier hidalgo rancio de su época. «Querría que vuesa merced me dijese», interroga el escudero, «qué es la causa porque dicen los españoles cuando quieren dar alguna batalla, invocando a aquel Santiago Matamoros: 'Santiago y cierra España'. ¿Está por ventura España abierta, y de modo que es menester cerrarla, o qué ceremonia es ésta?». Repárese de entrada en que esta es una de esas pocas veces en que Cervantes utiliza el gentilicio «español» y lo hace para identificar esa condición con la creencia en el Apóstol; y repárese enseguida en que Sancho pregunta como si fuese un extranjero: los españoles son los otros —«dicen los españoles»—, pues si él lo fuera sabría lo mismo que saben todos desde su nacimiento. Así que es muy evidente que Sancho «se hace el tonto» para hacer una pregunta cuya respuesta conocen todos los habitantes de la península. ¿Por qué esta ficción? Se podría pensar que Cervantes obliga a su personaje a hacer una pregunta retórica porque quiere dar paso a una larga parrafada explicativa, pedagógica si se quiere, o apologética, en torno a la figura de Santiago. Pero no es el caso: don Quijote se muestra áspero y parco. Solo cabe la alternativa, entonces, de que Cervantes, a través del escudero, pretenda poner en dificultades a don Quijote, cuya irritación revela que ha acusado la malicia de la pregunta: «Simplísimo eres, Sancho». Y añade enseguida su perogrullada, en el tono pontificio, un poco desdeñoso, del padre que quiere cerrar sin retorno el tema para no quedar en evidencia ante la curiosidad de su hijo: «mira que este gran caballero de la cruz bermeja háselo dado Dios a España por patrón y amparo suyo». Sancho se finge extranjero y don Quijote se finge español: el apóstol Santiago parece sostenerse mal en su montura. (...)

Santiago, el pobre, fue encabalgado tardíamente en un largo proceso histórico que transmuta su original condición de pacífico peregrino —«ese gran invento gallego»— en ecuestre matador de moros y de indios. En el año 1000 las cruzadas militarizan a los santos europeos, como en el caso de san Denis, san Severo o san Martín (e incluso en el de la Virgen María, vencedora de 5.000 sarracenos en el año 1041). Pero ocurre que en España, por extraño que parezca, no hay ninguna cruzada; reinos musulmanes y cristianos se disputan el territorio de la península mediante alianzas volátiles y enlaces matrimoniales enrevesados; y Santiago se mantiene a pie, con cayado y concha de peregrino, hasta el siglo xiii, y aún entonces —como en el pórtico de la Gloria— nunca se le representa matando moros o enemigos de la religión. Es un hecho revelador y en apariencia paradójico —cuenta el historiador Márquez Villanueva— que la iconografía belicosa del Apóstol, la que todos los peninsulares tenemos en nuestras cabezas, solo aparezca después de la caída de Granada, con los moros ya vencidos, y se haga más presente en eso que entonces empezaba a llamarse España o «las Españas» (...)

describe a España como el único lugar del mundo donde no habitan gentes extrañas al credo católico: «restaurada la España Sagrada no hay que temer una segunda caída». La primera caída, obviamente, fue la mal llamada «pérdida de España», cuando el débil don Rodrigo y la pérfida casta judía abrieron las puertas de la península, en el año 711, a los musulmanes. Como saben bien los historiadores —pero no el resto de los españoles— el término «reconquista» solo se utilizó por primera vez a finales del siglo xviii, pero fray Juan de la Puente, como algunos españoles de hoy, que siguen creyendo en una España eterna, sin fecha de producción ni de caducidad, podrían decir que en 1609-1610, con la expulsión de los moriscos, «España» acaba, tras nueve siglos de brega, la obra de la «Reconquista». (...)

a partir del siglo xiv, todos los reinos cristianos o cristianizados habían tratado a judíos y musulmanes de la misma manera. Ninguna de las así llamadas «nacionalidades históricas» que reivindican hoy, a veces con razón, una historia institucionalmente más rica y plural, fueron menos «castizos» que los castellanos vencedores. Durante el terrible pogromo antijudío de 1391 no se libró ningún territorio cristiano y todos, en mayor o menor medida, persiguieron y mataron a su población hebrea: en julio de ese año fueron quemadas las aljamas de Valencia, Barcelona y Gerona. Lo mismo más tarde contra los conversos. Y lo mismo contra los moriscos: no olvidemos que las germanías valencianas de 1520, revuelta de gente de «a pie quedo», dirigió buena parte de su rabia antiseñorial contra los conversos de origen musulmán. En cuanto a los vascos y navarros, basta recordar que «vizcaíno» era en la época sinónimo de «pureza de sangre», lo que explica quizás que Cervantes, cristiano nuevo, escoja a un «vizcaíno» para el duelo de don Quijote en el capítulo VIII de la primera parte, uno de los poquísimos, si no el único, en el que el caballero manchego se lleva la victoria. La Inquisición, por lo demás, que encontró fuertes resistencias en Nápoles y Sicilia, también propiedad de la Corona hispana, fue impuesta sin apenas problemas en todos los reinos del territorio peninsular. (...)

¿Y cómo no escuchar la opinión de Menéndez Pelayo en la extraordinaria y terrible Historia de los heterodoxos españoles? «La Intolerancia», dice, «es una ley fundamental de la Nación española, no la estableció la plebe, no es ella quien debe abolirla». Es «la gran virtud nacional», añade enseguida, virtud que —si hemos de creer a egregios historiadores y ensayistas de los siglos xix y xx— preñó también toda forma de oposición a la Iglesia, desde el anticlericalismo al anarquismo. Ser español y ser católico se ha considerado hasta tal punto la misma cosa durante centurias que el español que dejaba de serlo y se volvía por eso antiespañol, conservaba todavía la españolidad esencial de la intolerancia orgullosa y radical. (...) 


Toledo se cagó en Dios en un tuit, lo que es una estupidez sin más valor que el que los demás quisieron darle. En España todo el mundo blasfema; todo el mundo ha blasfemado siempre, sobre todo los católicos y, cuando en España todo el mundo era católico, blasfemaban solo los católicos. Ahora bien, cuando los católicos españoles se cagan en Dios no están pensando en Dios sino en la Iglesia. España ha sido un país extraño en el que la Iglesia ha regido durante siglos de modo inquisitorial los destinos de una población naturaliter cristiana, de manera que el anticlericalismo furibundo de nuestro país, antes de adoptar formas ateas, era profundamente católico; y a veces procedía del propio clero. Pensemos en el arcipreste de Hita y en el arcipreste de Talavera; o en la atribución no verificada, pero verosímil, del Lazarillo de Tormes a un padre jerónimo, fray Juan de Ortega. Pensemos en los sermones contra los vicios del clero de los predicadores del siglo xvi: fray Alonso de Cabrera o fray Pedro de Valderrama. En cuanto al pueblo, ¿hacia dónde podía dirigir sus muy católicas iras sino hacia aquellos que, por su identidad grupal, su aislamiento social y sus privilegios económicos, habían sustituido en el imaginario popular a los judíos y los moriscos? (...)
Muchos católicos se cagan en Dios por amor a Dios y rechazo de la Iglesia. Incluso muchos curas se cagan en Dios, porque esa expresión, junto a «me cago en la hostia», se encuentra en la línea de salida —en la superficie— del rico repertorio blasfemo y palabrotero del pueblo español plurinacional. Esas «interjecciones» están ahí, a disposición de todos, y salen del alma apenas una contrariedad, pequeña o grande, asalta nuestras vidas; o un embelesamiento luminoso la sacude. No se puede escapar de España blasfemando. Todos blasfeman; todos blasfemamos. Lo que los católicos blasfemos no podían quizás tolerar del «me cago en Dios» de Willy Toledo era precisamente que no le «saliera del alma», como a un católico normal o a un ateo enamorado; que le saliera de la ideología, de la voluntad fría —diría Pavese— de añadir un clavo en la crucifixión de Cristo o, peor aún, de resucitar un conflicto que, a través de ese pugilato verbal, se revela como no superado. Que no le saliera del alma sino de la ideología volvía en realidad más ingenua e infantil su blasfemia: una palabrota antigua, un poco obsoleta o pasada de moda, la autocomplacencia afirmativa y audaz de un niño en la fase oral que paladea el verbo más que el nombre y al que excita su propio coraje escatológico. (...)
Ahora bien: ocurre que algunos católicos tan ideologizados como el propio Toledo no ven aquí una niñería antigua, como la veo yo, ni un empobrecimiento ideológico; ven, del mismo modo que esos fanáticos musulmanes que atacan las pésimas e infantiles caricaturas del Charlie Hebdo, un ataque real a su Dios intolerante, al que creen absolutamente real y que ha delegado en ellos su omnipotencia, de manera que de pronto la blasfemia banal de Toledo, al pinchar en nervio vivo, adquirió un sentido que en el contexto sociológico actual no tiene o no debería tener. Ese «sentido», en todo caso, podía haberse quedado ahí, en una batalla en internet entre un niño valiente y un grupo de fanáticos musulmanes (quiero decir católicos) si no fuese porque, de manera inesperada, intervino la justicia, y no precisamente, como sería de rigor, para defender al niño malhablado de los fanáticos ofendidos. (...)
Por alargar la cosa más allá de un «me cago en Dios» ideológico, podemos decir que Toledo, Hasel, Valtònyc, los independentistas catalanes encarcelados —y todo ello al margen de que nos gusten o no sus canciones o sus posiciones políticas— no habrían hecho nada si nada se hubiera hecho contra ellos. El «sentido» de sus actos, derivado del fanatismo religioso y de la persecución judicial, se habría perdido en el contexto social, como una chiquillada o una broma, si el Estado español fuese un poco más democrático —fuese realmente democrático— (...).
Antes de los Reyes Católicos había quizás españoles, pero no España; y después de los Reyes Católicos había ya España, incluso si muchos de los que compartían la intolerancia de la Corona no se decían «españoles». Podemos llamar «España», pues, al resultado de esta guerra civil intercastiza, que dejó su lugar, tras el exterminio, expulsión o asimilación forzosa de las castas musulmana y judía entre 1492 y 1609, a un largo conflicto interno entre católicos netos, del que cabe preguntarse si ha acabado realmente y, si es que ha acabado, cuándo y con la victoria de quién. (...)
Antes de existir España, la península se la disputaban reinos cristianos y musulmanes en una larguísima convivencia belicosa o guerra convivial. Luego, durante la fragua de «España», la guerra intercastiza desembocó trágicamente en la Unidad católica del imperio castellano. Por fin, una vez bautizada España en su pureza biorreligiosa, comenzó una guerra civil, sorda o estridente, entre católicos abigarrados y recomenzó, ya sin enemigo infiel, la guerra, ahora también civil, entre los distintos reinos católicos de la península sometidos a Castilla —una Castilla que hoy, en 2020, tras pérdidas y mermas sucesivas, ha quedado reducida a Madrid—. La Unidad, y no el catolicismo (o el fatalismo o el fanatismo), es lo que siempre ha separado a los españoles. (...)

SANTA TERESA
No hay que exagerar, desde luego, el feminismo de una religiosa que hizo toda clase de cabriolas para ocultar su ascendencia judía y mantenerse dentro de la iglesia, pero sí cabe hablar de ella como de un ejemplo y de una herramienta. Igual que Hernán Cortés quiso imitar a Amadís, hubo centenares de mujeres que quisieron imitar a Teresa no solo en las transverberaciones y la intimidad protectora de Cristo sino en la escritura: centenares de monjas del siglo xvi y xviii empezaron a escribir acerca de sí mismas, siguiendo su ejemplo, en un proceso de introspección que anticipaba en los conventos el derecho de las mujeres a la soledad, que les estaba socialmente prohibida. (...)
la propuesta constitucional de proclamar a Teresa patrona de España sirvió para «hacer pasar» la Constitución y para dirimir el conflicto eclesiástico desatado por los liberales en favor de una iglesia reformada, menos ortodoxa y más «liberal». Hoy hemos olvidado esta querella y la aprobación constitucional de Cádiz, borrada y maldecida tres años después por el tirano Fernando VII. Lo hemos olvidado en parte porque el anticlericalismo «religioso» de los antiespañoles, entre los que me cuento o me contaba, entregó Teresa a los franquistas, quienes se apoderaron de su «brazo incorrupto», descubierto en Málaga en 1937, y convirtieron a la santa en patrona, no de España, claro, donde se mantenía enhiesto y solitario el santo ecuestre, sino de la sección femenina de la Falange dirigida por Pilar Primo de Rivera. La guerra civil del 36 fue, sí, una guerra civil católica en la que los perdedores, que tenían casi toda la razón y toda la legalidad de su parte, renunciaron a la protección de los santos. (...)
La invasión napoleónica —que contó también con colaboracionistas auténticamente españoles— fue rechazada por dos corrientes enfrentadas ya entonces y que se enfrentarían, tras la expulsión de los franceses, durante todo el siglo xix: la de los que abominaban de las «novelerías» francesas y la de los que querían introducirlas de manera autóctona y sin tutela extranjera. (...)
La pregunta es: ¿qué clase de país es este en el que parte de la población tiene que falsificar la historia para poder caber en ella? ¿En el que parte de la población tiene que falsificar la historia no para justificar un crimen o un privilegio o una ceguera sino su existencia misma: su desnudo, elemental, raspado derecho a la existencia? (...)

En el llamado Siglo de Oro todos lo eran —falsificadores—. Unos lo eran por miedo: pensemos en las dificultades, todavía hoy, para establecer la autoría de La Celestina o del Lazarillo de Tormes, piezas literarias en las que el mundo verdadero solo puede aparecer al modo de una trola impersonal de la que nadie se hace cargo. Otros —que también falsificaron su pensamiento por prudencia— lo fueron por convención literaria; así ocurre cuando Cervantes atribuye su obra inmortal a Cidi Hamete Benengeli. Y luego están los falsificadores que, como ocurre en el caso de los judíos de Toledo o los moriscos de Granada, se ocultan porque su presencia desactivaría precisamente el efecto que buscan. En lo que coinciden todos ellos, en cualquier caso, es en el valor que dan a la obra. El verdadero falsificador no piensa en sí mismo o solo piensa en sí mismo como en un estorbo; lo que quiere es que su falsificación —permítaseme este oxímoron— sea verdadera, dé el pego, se incorpore como un dato más a la historia o la belleza del mundo. Todo lo contrario —y quiero meter esta cuña— de lo que ocurre en nuestra época, en la que los falsificadores, salvo que sean policías, ya no son verdaderos, pues solo se dedican a falsificarse a sí mismos, como hizo Román de la Higuera, extraordinariamente moderno, o como hacen hoy algunos jefes de Estado y tantos y tantos usuarios de la red. Digámoslo: es siempre preferible un conspirador —incluso bellaco— que un narcisista. La tragedia —o, para no caer en el «agujero negro» del ensayismo español, la dificultad— de la historia de España es que en ella todo se ha hecho dentro del catolicismo o contra él; es decir, dentro del catolicismo. La España «fosilizada» del Barroco —Caro Baroja dixit— se movió milimétricamente en luchas intercatólicas con algunos tragaluces abiertos al exterior. Pocos. (...)
Si «el pasado es un país extranjero», ¿hasta qué punto seguimos viviendo en él, como exiliados o refugiados más o menos incómodos? ¿Y cuánto de nuestra propia extranjería vive en nosotros, en forma de reglas, costumbres, letreros de bar? Confieso que no creo mucho en el carácter o, mejor dicho, no creo que ningún mal presente se imponga desde un carácter esencial, venéreo y ancestral. Sería bonito que existieran o que siguieran existiendo esas identidades —pues alguna vez fue quizás posible distinguir netamente un vasco de un malagueño— pero, de existir, serían muy irrelevantes. No hay ningún carácter —ni el chino ni el castellano— que no sea compatible, por ejemplo, con la democracia; o con la comida bien hecha o con el amor a los hijos —mal que le pese a fray Antonio de Fonseca—. Si ese pasado vuelve, no vuelve en forma de carácter nacional; no vuelve; lo devuelven los que, frente a un conflicto u obstáculo presente, necesitan apoyarse en algo ya vivido anteriormente. ¿Dónde, si no, habían de apoyarse? El futuro no tiene estribos ni asas. Es la Historia, y no el carácter, la que suministra continuidades que, al margen de las instituciones, verdadero nudo mnemotécnico, solo aparecen en la cabeza cuando se las necesita para seguir el camino —como la tortuga rectilínea detenida en el mástil— desde un presente a otro: del presente de hoy al que le seguirá mañana (...).
Si «el pasado es un país extranjero», ¿hasta qué punto seguimos viviendo en él, como exiliados o refugiados más o menos incómodos? ¿Y cuánto de nuestra propia extranjería vive en nosotros, en forma de reglas, costumbres, letreros de bar? Confieso que no creo mucho en el carácter o, mejor dicho, no creo que ningún mal presente se imponga desde un carácter esencial, venéreo y ancestral. Sería bonito que existieran o que siguieran existiendo esas identidades —pues alguna vez fue quizás posible distinguir netamente un vasco de un malagueño— pero, de existir, serían muy irrelevantes. No hay ningún carácter —ni el chino ni el castellano— que no sea compatible, por ejemplo, con la democracia; o con la comida bien hecha o con el amor a los hijos —mal que le pese a fray Antonio de Fonseca—. Si ese pasado vuelve, no vuelve en forma de carácter nacional; no vuelve; lo devuelven los que, frente a un conflicto u obstáculo presente, necesitan apoyarse en algo ya vivido anteriormente. ¿Dónde, si no, habían de apoyarse? El futuro no tiene estribos ni asas. Es la Historia, y no el carácter, la que suministra continuidades que, al margen de las instituciones, verdadero nudo mnemotécnico, solo aparecen en la cabeza cuando se las necesita para seguir el camino —como la tortuga rectilínea detenida en el mástil— desde un presente a otro: del presente de hoy al que le seguirá mañana (...).

Los nacionalistas catalanes ponen hoy nombres carolingios a sus hijos porque ese período de su historia representa la única, remota, pequeña y efímera diferencia que les separa del resto de los reinos cristianos de la península. El nacionalismo español, por su parte, vuelve con delectación, como el perro al árbol ya meado, a las viejas glorias del Imperio, irresistible señuelo, al parecer, para los demócratas insatisfechos del siglo xxi. (...)
Los índices de catolicismo en España de 2020, tan similares a los de 1931, ¿no revelan en realidad un tipo de no-católico completamente diferente? ¿No hay ahí una ruptura cuyas ventajas y peligros valdría la pena explorar? Quizás sobreviven hoy en España poquísimos católicos, y de los pocos que quedan la mayor parte son, como Willy Toledo, paradójicamente ateos. Algunos estaríamos dispuestos a defender un mundo católicamente ateo en el que don Quijote fuera santo y san Ignacio solo «don»; pero no creo que sea esa la dirección en la que nos lleva el ocio proletarizado y el nuevo fanatismo narcisista sin san Quijotes ni don Ignacios: hubo un tiempo en que los antisistema eran comunistas (y, por eso mismo, de algún modo, católicos), hoy son terraplanistas y antivacunas. Hasta tal punto la mayor parte de los españoles ya no se sienten interpelados cultural y estéticamente por el catolicismo —ni por el ateísmo— que para muchos de ellos, por primera vez, su propia historia es, sí, la historia de un país extranjero. Eso supone una inmensa pérdida cultural, claro, y un inmenso peligro, pero también puede ser una oportunidad ahora que vuelven los mesoneros eroticidas. Al menos para separar a los hombres de los caballos. (...)
Por mucho que la historia patria ensalce a don Pelayo, un caudillo despechado que había negociado con los árabes, los visigodos se esfuman de la península, tras una visita breve y distante, sin dejar ni siquiera topónimos: algunos germanismos, la desinencia de los apellidos y una herencia de antisemitismo que recuperarían, siglos más tarde, los reyes españoles. No cultivaron los campos ni explotaron las minas; y prohibieron, hasta el año 652, los matrimonios mixtos de visigodos e hispano-romanos. Entre el siglo xiii y la dictadura de Franco, sin embargo, por puritísima islamofobia, se alimentará el mito de la continuidad entre Recaredo y los «españoles», entre Isidoro de Sevilla y los Reyes Católicos y entre el sujeto colectivo que entrega la península sin resistencia y el que lo recupera, ¡ocho siglos más tarde! Los condados y reinos del norte peninsular en tiempos de Almanzor (año 1000) eran cristianos, pero no visigodos. Y aún menos «españoles». A principios del siglo x, bajo el califato, el 80% de la población peninsular se había convertido al islam mientras que el 20% restante, sometido al dominio andalusí, pertenecía a las minorías judía o mozárabe protegidas; unos seis millones de peninsulares eran «muladíes», es decir, conversos o descendientes de conversos. En términos demográficos Hispania y los hispanos eran abrumadoramente musulmanes. Del poema de Fernán González se deduce que, tres siglos más tarde, hacia 1250, había unos cuarenta y cinco mil castellano-leoneses frente a siete millones de andalusíes. ¿Cuáles eran los «españoles»? Ni unos ni otros se nombraban así; pero retrospectivamente, según nos inclinemos por la opción 1 o por la opción 2, tendrá más o menos población esa «España» que nunca existió. (...)
Creo que muchos de los españoles de 2020 —quizás la mayoría— siguen imaginando la historia pre nacional musulmana de nuestro país con arreglo a la opción 1, en términos de «pérdida de España»: un hervidero de árabes procedentes de la Meca o de Siria, emparentados con los saudíes de la actualidad, sometiendo a sangre y fuego a millones de «españoles» milenarios, antepasados de los españoles de hoy (esa es también, por cierto, la visión gemela de los yihadistas musulmanes de nuestros días sobre Al-Ándalus). Para la propaganda «nacionalista» del siglo xix, tanto la católico-imperial como la liberal-progresista, era muy difícil sostener que Recaredo, como Séneca y Viriato, era «español» y, al mismo tiempo, que la mayor parte de los «españoles» del siglo viii, y no solo los judíos, fueron unos renegados y unos traidores que abandonaron la verdadera religión, inseparable de la verdadera patria, para adorar, como se burlaba Quevedo, el «zancarrón de Mahoma». El pueblo español no es «inconstante», decía Menéndez Pelayo, y mucho menos «frívolo», añadía Maeztu. Y, sin embargo, en el contexto de la guerra intercastiza a la que nos referíamos en el capítulo anterior, en medio de la fiebre persecutoria contra los cristianos nuevos, siempre estuvo presente esta sombra terrorífica del pasado: la de seis o siete millones de «españoles» abandonando en masa la verdadera religión. Si había ocurrido una vez, ¡había que estar muy vigilantes para que no ocurriera de nuevo! (...)
Los españoles, pues, no son de fiar; deben ser tutelados, vigilados, reprimidos, cribados, depurados, para que no se aparten de la verdadera fe: «¡O señor, que está España hecha paja, seca de buenas obras, ¿qué será si viniesen Hereges a ella?». Un puñado de luteranos o de alumbrados o de judaizantes y moriscos (o de liberales, comunistas, republicanos), tan frágil es nuestra fe, podría ocasionar una desbandada colectiva y una nueva «pérdida de España». Señalo la paradoja de que la desconfianza fatalista de Lanuza ilumina en realidad la esperanza de un eventual «torcimiento» del pueblo español, que podría descarriarse en cualquier momento, y cambiar y transformarse, si no se le vigila y reprime sin descanso. Lanuza, a mis ojos, es mucho más optimista que yo. Expresa muy claramente, en todo caso, la relación histórica (desconfianza/represión) que ha hecho «necesaria» en España, casi como regla política, alguna variante de dictadura. (...)
Todo el relato nacional de la «reconquista» —término, ya lo he dicho, forjado a finales del siglo xviii— pivota en torno a la idea irrenunciable de una España eterna y unos españoles constantes en sus creencias. Lanuza nombró lo que cualquier persona con sentido común podía deducir y todos sus feligreses entender sin pasmo alguno (la conversión al islam de millones de nativos, a sus ojos ya «españoles»), pero a partir del siglo xix se va volviendo cada vez más difícil cuestionar esta ecuación. Todavía hoy, insisto, buena parte de los españoles, católicos o no, conservadores o liberales, acepta la idea de la «reconquista»; así lo confirman estudios recientes realizados en medios escolares y universitarios. Hace falta ser muy provocativo, o muy de izquierdas, y un poco demagógico, para seguir a fray Lanuza en el año 2020 en una conversación banal de bar en la que —podría empezar a ocurrir cada vez con más frecuencia— se hablase, por ejemplo, de inmigración, terrorismo e islam en España. De hecho, el término «reconquista», como lábaro beligerante, ha sido utilizado reiteradamente por Vox en los últimos años contra los refugiados musulmanes y contra la izquierda y el feminismo. Recordemos asimismo la famosa conferencia, ya citada, del expresidente Aznar, en la que se sacudió toda responsabilidad respecto de la ocupación de Iraq y las víctimas del 11M, proclamando: «los problemas de España con Al-Qaeda comienzan en el siglo viii». Por eso, puede resultar sorprendente que, contra la corriente imperante de su época, contra la corriente aún naturalizada en la nuestra, fuera el fundador de la Falange, José Antonio Primo de Rivera, el que rechazara tajantemente la idea de «reconquista» en agosto de 1936. En un artículo titulado, en efecto, Germánicos contra bereberes, José Antonio, finísimo escritor al que hay que agradecer que se expresase con garra y sin pudores, despacha de un plumazo casi displicente la idea de «reconquista» y ello a partir de dos evidencias. La primera —que ningún historiador serio cuestiona, por mucho que derribe nuestros fantasiosos morriones numantinos— es la de que no hubo una conquista «árabe» de España sino una aceptación pacífica de la presencia «berebere» por parte de una población que juzgaba menos extranjeros a los musulmanes norteafricanos que a los godos cristianos. La segunda, solo parcialmente cierta, adelanta la visión ideológica que, desde la cárcel, a punto de ser fusilado, José Antonio defiende: la de que don Pelayo y sus colegas formaron parte, en realidad, de una operación germánica europea de dominio de la península ibérica. «La Reconquista no es», escribe José Antonio, «una empresa popular española contra una invasión extranjera; es, en realidad, una nueva conquista germánica; una pugna multisecular por el poder militar y político entre una minoría semítica de gran raza —los árabes— y una minoría aria de gran raza —los godos—», pugna en la que «bereberes y aborígenes» se sentían más cómodos, en buena parte del territorio, «con los sarracenos». (...)
José Antonio afronta esta cuestión tras haber abordado algo así como la psicología del «pueblo español», que se ha vivido siempre a sí mismo —dice— como un sustrato pasivo, alcanzado desde fuera por sucesivas invasiones y siempre identificado con los «invadidos» y los «perdedores»: Viriato, Sertorio, Numancia. José Antonio, pues, hace dos cosas, una certera y otra, de entrada, bonita. La certera es contar la historia como la contaría un buen historiador, frente al revisionismo islamófobo al uso; la bonita es localizar en el «pueblo» esta ternura por los perdedores, con la que yo —sentimental fatalismo de izquierdas— también me identifico. Ahora bien, José Antonio, que no se engaña sobre la Reconquista, que se atreve a llamarla «nueva conquista germánica», no aprecia a los «bereberes», a los que considera un obstáculo, y enseguida reclama su derecho a tomar partido por los vencedores: por todos esos vencedores —romanos y sobre todo germánicos— que incorporaron España «a una nueva forma de cultura y de existencia». Frente al indolente «pueblo berebere», tenemos derecho, dice, a sentir la patria como íntimamente nuestra en calidad de ganadores, porque la hemos ganado; y así, frente a los conquistados que consideran la patria «razón de tierra», «ineptos para las grandes obras de cultura», están los conquistadores que la consideran «razón de destino». A los primeros, a los que defienden vínculos terrestres, José Antonio los llama «bereberes» y se los reconoce por su «existencia primitiva, indiferenciada, antijerárquica»; son, sobre todo, andaluces y de izquierdas; son campesinos, anarquistas, intelectuales demócratas: desde Larra a Azaña. A los que defienden, en cambio, una «unidad de destino en lo universal» los llama «germánicos», mentes disciplinadas, jerárquicas y orientadas a la universalidad. Por eso, al contrario que en Inglaterra, en España coexisten dos «pueblos» que nunca llegaron a fundirse y que siguen combatiéndose. Por eso José Antonio, dicho sea de paso, no puede entender los pujos independentistas e izquierdistas de los catalanes, cuyo origen es tan «germánico» como el de los leoneses o los castellanos. Y por eso, en el umbral de la guerra civil, describe la República española como una «nueva invasión berebere» en la que —dice el fundador de Falange— «lo que va a ser vencido es el resto germánico que aún nos ligaba con Europa». (...)
José Antonio, buen retórico, es más pedestre; Ortega, más pedante, es enfático y a veces empalagoso; los dos son, en todo caso, buenos escritores y los dos coinciden en el diagnóstico de los males de España. Ortega, como José Antonio, cuestiona la idea de «reconquista» para bajar los humos –digamos— a los castizos de clase media, deprimidos por la decadencia pero exaltados por el recuerdo de las hazañas pasadas: «Se me dirá que, a pesar de esto», dice, «supimos dar cima a nuestros gloriosos ocho siglos de Reconquista. Y a ello respondo ingenuamente que yo no entiendo cómo se puede llamar reconquista a una cosa que dura ocho siglos». Tiene razón. En esos ocho siglos cupo de todo: forcejeos cruzados ajenos a la religión, intercambios de territorios y de mercancías, contagios recíprocos de palabras y de valores, violencias, acomodos, intrigas: la larga duración del elemento «berebere» acostado en las costuras del poder. Pero a Ortega de esos ocho siglos solo le importa el tiempo mismo, su longitud expresiva, reveladora de la impotencia de los «españoles» para consumar antes su tarea. ¡Cualquier otro hubiese tardado mucho menos! Quizás solo un siglo o quizás una hora. Ahora bien ¿quiénes son esos «españoles» impotentes? Es aquí donde, como en José Antonio, emerge la pasión germanófila de Ortega y en términos muy parecidos. Con una salvedad: que el filósofo, más fino, distingue entre diferentes pueblos germánicos. Se trata de la gran tesis histórica, crisálida de toda la historia posterior, contenida en La España invertebrada: la de que «nuestros» males son la consecuencia de que «fuéramos» conquistados por los visigodos, germánicos «alcoholizados de romanismo», y no por los francos, estos sí investidos de todas las virtudes de mando jerárquico, paridores de élites esclarecidas, que en España solo existirán brevemente en la Castilla imperiosa de los Reyes Católicos: «La diferencia entre Francia y España», escribe Ortega, «se deriva, no tanto de la diferencia entre galos e iberos como de la diferente calidad de los pueblos germánicos que invadieron ambos territorios. Va de Francia a España lo que va del franco al visigodo». Los visigodos eran un pueblo decadente que «andaba dando tumbos por el espacio y por el tiempo»; los francos, en cambio, vertieron por donde pasaron «el torrente indómito de su vitalidad». Con los francos, dice Ortega, hubiéramos tenido feudalismo y por lo tanto —añade— una verdadera Reconquista; es decir, una Cruzada, como en otros lugares de Europa. Ortega, pues, reconoce que en la Hispania musulmana no hubo nunca una cruzada, pero a sus ojos no se trata de una ventaja sino de un defecto de fábrica y de un reproche: nos quedamos sin «esos ejemplos maravillosos de lujo vital, de energía superabundante, de sublime deportismo histórico». (...)
Lo interesante, en todo caso, es que nuestro filósofo, al igual que Primo de Rivera, asocia esta violencia adjetiva a la sustancia del mando y la conquista, que en la fundación de Europa son positivamente germánicas. No es que Ortega no aprecie Roma como precedente de la afirmación imperativa de Castilla (en una referencia, por cierto, muy parecida a la que hace el fascista Ernesto Giménez Caballero en el prólogo a «Comunistas, judíos y demás ralea» de Pío Baroja); pero la diferencia con los francos es manifiesta. Los romanos demócratas trataron de fundar Estado allí donde iban; los germanos, en cambio, «señorío» a partir del simple y natural derecho de conquista: «frente al trabajo agrícola está el esfuerzo guerrero» como título de propiedad. Para el germano la pregunta no es «quién es el propietario», fundamento del derecho romano, sino «quién manda», porque el que manda es el verdadero propietario. «Ahora bien, ¿quién debe mandar?», se pregunta Ortega. Y se responde: «La respuesta germánica es sencillísima: el que puede mandar». (...)
Una nación», dice Ortega, «es una masa humana organizada, estructurada por una minoría de individuos selectos». Faltaron los «individuos selectos», esa aristocracia germánica, base de la sociedad misma, que sabe ganarse el respeto de los bereberes y gestionar su destino. En España, por culpa de esa ausencia de aristocracia, ocurrió lo peor imaginable: todo lo tuvo que hacer el pueblo, que obviamente, sin bridas aristocráticas, sin un mando superior digno de ese nombre, solo podía producir catástrofes. Y las produjo, naturalmente. Esta frase, que podría pronunciar emocionado un andaluz de Jaén, aceitunero ardiente («En España todo lo ha tenido que hacer el pueblo»), en la visión orteguiana resuena como la más terrible de las amenazas y la más destructiva de las calamidades. (...)

La élite española estaba formada solo por dos personas (Ortega y Gasset), insuficiente, sin duda, para domar a los bereberes, que tuvieron que ser sometidos por la fuerza bruta. En cuanto al «nuevo tipo de hombre español», más fiable que el siempre potencial apóstata de Lanuza, godo redivivo, fue Franco el que se ocupó —lo veremos— de la tarea de forjarlo. (...)
España nació cristiana y castellana; y sobre ese bastidor solo se podía construir —como bien explica el ya citado José Luis Villacañas— un imperio. De un modo un poco reduccionista, pero «probable» y resultón, siempre he contado a mis alumnos de Literatura en Túnez que 1492 es el año fundacional de la historia de España porque en él se producen tres acontecimientos inseparables y, en realidad, trágicos: la expulsión de los judíos, la conquista del último reino musulmán peninsular y el inicio de la empresa colonial en América, por el que la España castellana pasa de un salto, sin ser antes un país, a ser un Imperio infinito. Los dos primeros acontecimientos están asociados a la guerra civil intercastiza y a la purificación católica de la que ya hemos hablado en otro capítulo; el tercero a una guerra de conquista —por mucho que Felipe II prohibiera esta palabra— que prolongaba la viril belicosidad española, cuando parecía no encontrar ya objeto, contra un otro radicalmente distante. De esta manera, España se constituye, a partir de Castilla, como una unidad negativa en lo particular —todo lo contrario del ilusionante motor orteguiano— basada en una definición biorreligiosa excluyente de la población y en el traslado del apóstol Santiago, ávido de oro, a las tierras americanas. (...)

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