Nuestras sociedades actuales son aparentemente sociedades de abundancia gracias a la inmensa capacidad productiva que ha desarrollado el capitalismo. Sin embargo, las privaciones siguen siendo una norma incluso en los países más ricos. Según las Naciones Unidas, 795 millones de personas pasan hambre en el mundo, 1.400 millones no tienen acceso a la electricidad y 2.400 millones de personas carecen de servicios básicos de saneamiento como retretes o letrinas. Cada día mueren cerca de mil niños como consecuencia de enfermedades relacionadas con la mala calidad del agua y del saneamiento. En el caso de algunas partes del planeta, como África, una de cada cuatro personas pasa hambre y las privaciones se multiplican por diez respecto a otras zonas del mundo. Pero incluso en las sociedades más desarrolladas, como la nuestra, los niveles de desempleo, precariedad y desigualdad provocan que las familias pierdan sus casas o que la pobreza energética, que mide la incapacidad para satisfacer las necesidades como la luz y el gas, alcance a cada vez más gente. En España, más de un millón y medio de familias se encuentran bajo el nivel de pobreza energética. Además, a pesar de las largas décadas de crecimiento económico, en países como el nuestro los salarios medios se han estancado y en muchos casos se han reducido, mientras los beneficios empresariales, especialmente los de los bancos, se han disparado. ¿Cómo podemos entender esta dinámica y, al mismo tiempo, combatirla? (...)
Desde el punto de vista marxista, la respuesta es sencilla. El capitalismo genera desigualdad porque su existencia depende de la reproducción de relaciones de clase basadas en la explotación. Una explotación que se da desde los propietarios de los medios de producción hacia los trabajadores, y que provoca que la miseria y el empobrecimiento de los más se agrave con el tiempo en beneficio de los menos.[6] Pero la interpretación marxista va más allá y asegura que esa relación de explotación genera a su vez las condiciones para que el proletariado se organice y luche contra los explotadores. Ahora bien, sabemos que hoy la explotación se sigue dando, y que la desigualdad es su consecuencia más evidente, pero ¿dónde está el proletariado que tiene que hacer la revolución? (...)
En España, por ejemplo, el 25 por ciento de las personas sin ingresos son votantes de la derecha conservadora del Partido Popular (PP) y el 13 por ciento de la derecha liberal de Ciudadanos (CS). No parece que esas personas, víctimas de procesos económicos, estén a punto de sumarse a ninguna revolución socialista. Por el contrario, esto parece indicar un claro síntoma de falta de conciencia de clase, que es la expresión que el marxismo ha usado para aquellas situaciones en las que los individuos perciben adecuadamente cuáles son sus intereses objetivos, que, para el caso de las personas sin ingresos, distan mucho de ser los intereses de la derecha política. Entonces, ¿cómo organizar a las personas que objetivamente son beneficiarias de una transformación social y que, sin embargo, hasta ahora no están convencidas de ello? (...)
Erik Olin Wright (1947), ha destacado que el concepto de clase en la tradición marxista se distingue de otras tradiciones por su relación con la explotación. Este concepto de clase basado en la explotación se considera una herramienta poderosa para explicar diversos problemas de nuestra sociedad moderna.[9] Basar el concepto de clase en la explotación significa asumir que entre las clases sociales existe una relación por la que unas se enriquecen a costa de otras. Es decir, se dice que el rico explota al pobre si los ingresos del rico se obtienen a costa de los del pobre. Bajo un sistema capitalista, como vimos, ese mecanismo de transferencia se encuentra en la producción y supone la existencia de un proceso en el que el capitalista obtiene ganancias generadas por los trabajadores y no pagadas a estos. Pero esta concepción de la clase basada en la explotación también implica algo más: que los intereses de unas clases sociales son opuestos y antagónicos a los de otras. Los explotados están interesados en dejar de serlo, mientras que los explotadores están interesados en mantener la relación de explotación. Como dice Olin Wright, «esto no quiere decir que nunca sea posible un “compromiso” entre intereses antagónicos, sino simplemente que tales compromisos deben llevar consigo la realización de algunos intereses en contra de los intereses de otra clase. Lo que es imposible no es el compromiso, sino la armonía». (...)
Este es un principio básico de la tradición marxista y, además, una idea a tener muy en consideración en el marco de las alianzas políticas. Como es sabido, el llamado Estado de bienestar —o, más acertadamente, el Estado social— fue el resultado de un compromiso de clase entre capitalistas y trabajadores por el cual los incrementos de productividad derivados de las mejoras tecnológicas y de organización se repartían entre salarios y beneficios. Así, tanto los salarios como los beneficios empresariales crecían año tras año, mientras que el sistema fiscal y financiero posibilitaba financiar servicios públicos que permitían a las familias de clase trabajadora ir por primera vez a colegios, universidades, hospitales e incluso de vacaciones. Naturalmente, esos compromisos tenían una contrapartida. Por un lado, la clase capitalista no podía ganar tanto como quería y, de hecho, tenía que asumir unos niveles de impuestos de hasta el 90 por ciento.[11] Por su parte, la clase trabajadora institucionalizaba el conflicto social, que a partir de entonces tendría lugar de acuerdo a las normas y leyes vigentes, y renunciaba a la insurrección armada como mecanismo para conquistar el poder. Este sistema de compromiso entre capital y trabajo se vino abajo en torno a los años setenta, y le sucedió una ofensiva neoliberal aún vigente, que consiste esencialmente en retrotraernos al siglo XIX en derechos y libertades (...).
Hay que recordar que el Estado puede conceder ese tipo de ayudas porque existe un sistema fiscal progresivo según el cual pagan más impuestos los que más tienen, lo que es similar a una transferencia de renta desde los ricos hacia los pobres. Hoy, por ejemplo, hay un 22 por ciento de personas en riesgo de pobreza, y ese porcentaje sería del 44 por ciento si no existieran las transferencias del Estado. En definitiva, al proceso natural del capitalismo para distribuir la renta (en beneficio de los explotadores) se le añade un proceso redistributivo para mitigar sus resultados (en beneficio de los explotados). Como es evidente, la existencia de mecanismos de redistribución, que además son permanentes, y no eventuales, implica a su vez la existencia de un proceso continuado de generación de desigualdad de ingresos.[12] Según la tradición marxista, esta desigualdad tiene su origen en los títulos de propiedad que dan derecho a explotar a otras personas y, en consecuencia, a apropiarse del fruto de su trabajo. Por eso el llamado Estado social —o las políticas socialdemócratas en general— no sería sino una medida para paliar la incesante creación de desigualdad bajo el capitalismo. Ser radical, ir a la raíz de la desigualdad, implicaría acabar con la fuente del problema, que es la propiedad privada de los medios de producción. (...)
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