ARREBATOS ALÍRICOS

Me fui sobreviviendo como pude

(José Luis Piquero)


sábado, 16 de febrero de 2019

DESPIECE DE "LA ESCAPADA" (GONZALO HIDALGO BAYAL)

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La escapada es una novela plena de hidalguía y puramente metabayaliana, pues supone una reflexión sobre la vida y la literatura tras un encuentro fortuito que conlleva recreación autoficticia y plagada de guiños y homenajes a obras ajenas y, sobre todo, del propio Gonzalo Hidalgo Bayal, como Paradoja del interventor, La sed de sal o Nemo
Es decir, una lectura más que recomendable para cualquiera que busque una prosa consistente y una delicia especialmente grata para sus lectores, cada vez más numerosos.

A continuación, dejo la acostumbrada selección personal de los pasajes que me han parecido más brillantes y menos dañinos para destripar un argumento que, en este caso, es lo de menos. Quizá porque, lejos de tratarse de una novela contante (y sonante) se trata de una obra memorable. Otra más.


sin más motivo que la nostalgia literaria, que no deja de ser una forma dulce de añoranza del pasado y del tiempo perdido (todo el tiempo pasado, como se sabe, es también tiempo perdido, doblemente perdido: porque no lo aprovechamos, porque no ha de volver). Quien sea o haya sido lector voraz rara vez pasa por delante de un puesto de libros sin detenerse, más aún si sus pasos no lo llevan a ninguna parte, y de ahí que me haya detenido a menudo ante las mesas de la librería de San Ginés e incluso pueda decir que he sido moderado cliente de sus ofertas, sus rarezas, sus saldos y sus libros de ocasión. Lamentablemente se me pasó ya la euforia de la posesión de libros y hasta de su lectura (también yo he leído ya todos los libros y me he entregado a las tristezas de la edad y a mi propia decadencia) y, salvo excepciones, me limito a mirar, a llevar a cabo comprobaciones de rutina, a comparar un ejemplar en oferta con mi propio ejemplar, inocuas menudencias, entretenimientos de hombre ocioso y cansado, adscrito a la fatiga (...).
Éramos poco más de veinte aprendices de filólogos y tenía que haber alguien asignado a ese papel de bufo, alguien que actuara como contrafigura de todos los demás, alguien a quien mi compañero de cuarto definió con precisión como un pobre hombre (pero él no lo sabe, dijo), alguien, por ejemplo, entre cuyas aficiones más recurrentes figuraba el empeño de averiguar la belleza de las mujeres por la espalda (el arte de la postergación, decía, lo que, según parece, era un experimento y provenía de una hipótesis: que los hombres que se vuelven a mirar la espalda de las mujeres con las que se cruzan o los que aceleran el paso para adelantarlas y poder mirarlas luego de frente, cosas ambas frecuentes, que practican muchos, y tal vez poco razonables, lo que en realidad pretenden, más que seguir los impulsos del deseo o, según su argot sociopoético, aquilatar el calibre de la belleza, es ver en qué medida el culo se corresponde con la cara o con las témporas) o que, habiendo averiguado la fecha de mi cumpleaños, me regalara con mucha solemnidad pública y prolijo envoltorio marrón un libro comprado en la cuesta de Moyano, no cualquier libro, naturalmente, no, uno específico, especial y aun especioso: Don Gonzalo González de la Gonzalera, colección Austral, quinta edición, 21 de mayo de 1965 (todavía lo tengo, no lo he leído). Pero sigo. (...)
Los motes tienen siempre un punto de burla o de malicia que, como es natural, se pierde cuando la víctima lo asume. (...)
Nunca dejarán de sorprenderme los mecanismos de la memoria, que puedan recuperarse lances olvidados, que alguien recuerde sucesos que nos pertenecen y que nosotros hemos olvidado y, al revés, que podamos recordar con toda nitidez detalles que no nos pertenecen y de los que su verdadero dueño no ha conservado ningún vestigio. (...)
Yo había empezado a trabajar como profesor no numerario en un instituto de mi tierra (PNN, parias de la enseñanza cuyas siglas en aquellos años postraumáticos muchos se esmeraban en pronunciar con una sonrisita tonta, o con una turbia mueca sicalíptica), había abandonado Madrid, por tanto, y tenía que someterme al calendario escolar. (...)
Cuando todo lo posterior es uniforme o carece de importancia, incluso de sentido, la memoria de lo anterior se robustece y perdura. (...)
En algo ha cambiado Foneto y en algo, sin embargo, no ha cambiado. No es ya, ciertamente, el Ordet que recordaba ni el austero y airado Cristo de Pasolini (sin duda, cuarenta años cambian la fisonomía y el aspecto de cualquiera: ya he dicho que no lo hubiera conocido, reconocido, por mí mismo), pero permanece en él la sombra de lo que era, cierto aire de ausencia y de distancia, cierta retraída aceptación de las convenciones. Sigue siendo moreno, por supuesto, aunque lo que antaño podría servir para atribuirle una extracción social acaso extrema (remotas periferias urbanas, alguna ascendencia rural y labrantía, pueblos quizás entregados a su pobre subsistencia, aunque sabíamos que no era el caso) o unos orígenes mestizos ahora parecía producto de una discreta y meritoria madurez. No ha prescindido de la barba, breve ahora y senecta, gris y entrecana, o entregrís quizás, ha claudicado en lo que al bigote se refiere (que lleva bigote es lo que digo, a juego con la barba) y me atrevería a decir que el pelo, ni corto ni largo, sin entradas, aún espeso, se acomoda a cierta estética de orden en el descuido, de discreta y no sé si vanidosa despreocupación. Conserva además la misma línea en su figura, tan delgada y escueta como antaño, sin las deformaciones a que la edad y el abandono nos condenan. Sigue vistiendo indumentaria sobria, eso sí, aunque menos sombría que antaño, sustituidos los tintes oscuros, generalmente negros o marinos, por la placidez ocre del desierto al atardecer, en sintonía con esos individuos que no prestan atención a sus ropajes y a los que, sin embargo, nada puede reprochárseles, como si a partir de cierta edad, cuando ya no importan la presencia exterior ni la prestancia social, hubieran alcanzado una suerte de armonía natural sin servidumbres. Pienso esto sin saber muy bien lo que digo ni estar en nada seguro de mi opinión. Nunca he sabido componer retratos ni me he atrevido a aventurarme en etopeyas. Tengo conciencia de no preocuparme en absoluto por estas cuestiones y me temo que mi aliño indumentario peca más de torpe y uniforme que de ninguna otra cosa favorable. (...)
Hay ciertos actores de cine que, cuando son jóvenes y actúan como galanes (no sé si la palabra se sigue usando en el cine de hoy), porque son guapos y esbeltos y simpáticos, resultan de todo punto insoportables, porque su ventura depende solo de su belleza y, por ello, parecen incapaces de los matices del sentimiento, del dolor, de la ausencia, de la fatiga, de la desolación, y, ajenos a los recursos de la inteligencia, avanzan por la vida (por el cine, quiero decir) como pequeños diosecillos a los que nada puede negarse. No les hacen falta las tonalidades de la interpretación que dan sentido a un personaje: les basta con la exhibición de su presencia. Son, si se me permite el juego de palabras, pura y vana superchería. Tal vez no sea culpa suya, no lo sé, tal vez se limiten a prestar su belleza juvenil y masculina, su reclamo viril, a tramas tontas y cursis, a comedias ligeras, a romanticismos de serie. Como digo, no lo sé. Al fin y al cabo, el comercio cultural se enriquece a base de concesiones, convenciones, engaños y simplezas. Son, pues (o serían), actorzuelos o incluso algo peor (con todo, no me atrevo a anteponerles una eme, especie de prefijo con que bromeaba un grupo de jóvenes cinéfilos con quien trabé amistad en aquellos años), pero algunos de estos actorzuelos (no todos, solo algunos, los predilectos de los dioses), cuando envejecen y pierden los atributos de la juventud, asumen con resignación su circunstancia, también quizás con ironía, y aprenden a comportarse como tales, en primera persona. Adquieren una dignidad que no solo resulta ejemplar y afortunada, sino que, pienso yo, debe hacerles avergonzarse de sus papeles jóvenes, de la parte frívola y sentimental de su biografía y de su filmografía, tan a menudo comunicantes. Han tenido que avenirse a las realidades de una edad ajena a la figura. (...)
 Si nunca llegamos a conocernos del todo a nosotros mismos cómo vamos a poder pensar siquiera en llegar a conocer mínimamente a los demás. Cierto es que ningún procedimiento psicológico, psíquico o psicoanalítico agota al individuo y por eso cierta concepción canónica de la novela se impuso como objetivo elaborar un amplio y minucioso catálogo de variantes del carácter y la desdicha, por muy incongruentes y extravagantes que fueran lo uno y lo otro. Siendo esto así, qué puedo decir yo de Foneto que no sea conjetura narrativa. Es verdad que compartimos unos años estudiantiles, pero también lo es que nuestra relación se prestó más a la observación directa e inmediata que a las confianzas y las confidencias. Nunca hablaba Foneto de sí mismo desde dentro, de modo que de la observación de entonces (y tampoco éramos demasiado dados a observar en aquel tiempo, nos limitábamos a estar, toda la observación que pudiéramos prestar viene ahora filtrada por las traiciones de la memoria) solo pueden salir deducciones a posteriori y, por tanto, por interesadas, poco, muy poco fiables. Eso aparte, poco sé, poco puedo saber de la vida de Foneto más allá de lo que él haya querido contarme. Ignoro, por ejemplo, si la soledad en que lo incluyo fue realmente tan radical como imagino, si sería lo que llamé en cierta ocasión solitud ontológica, o si, por el contrario, se ha tratado solo de una soledad cómoda y práctica, de un solitario y apacible bienestar, la que predica el refrán que dice «buey solo bien se lame», aquella ataraxia de Schopenhauer que consolaba nuestras flaquezas, una soledad inmobiliaria, doméstica, parcial, complementada por horas con una o varias compañías externas, estables, alternas, permanentes. Lo ignoro. No sé, pues, hasta qué punto no estaré fabulando un personaje literario superpuesto a una persona real a la que, además, conocí y con la que tuve buena amistad y notable sintonía. Por eso me pregunto si mi intención al contar mi encuentro con Foneto no obedecerá a una maquinación de los dioses, si no estaré viendo en él la encarnación de un personaje acorde con los que protagonizan mis narraciones, un carácter solitario, ajeno a todo y conforme consigo mismo, si no habrán desembocado de algún modo en Foneto, en una persona real, sus precursores de ficción, Sín y Nemo, tal vez el propio interventor, y de algún modo también yo mismo en la medida en que, sea ello como fuere (madame Bovary c’est moi, es cierto, pero Charles Bovary también c’est moi), me incluyo necesariamente en ellos. (...) si esto fuere así, si no supero las dificultades, los espejismos de la retórica, entonces no estaría hablando de Foneto como persona, sino como personaje. Y es verdad que puede construirse un personaje literario a partir de una persona real, pero no es eso, desde luego, lo que pretendo. Me temo, sin embargo, que al final no sea otro el resultado. No es infrecuente, según creo, que de ciertos individuos de los que tenemos noticias externas, individuos marcados puntualmente por el acontecimiento y por la actualidad, hagamos altos personajes y, cuando eso ocurre, se debe a menudo más a lo que nosotros añadimos que a lo que de verdad ellos tienen. Rellenamos el vacío con una imaginación formada en los cauces de la tradición, les aplicamos unos atributos, una entereza, una integridad y una capacidad de sufrimiento que acaso estén lejos de su carácter, les adornamos con virtudes literarias (heroicas, épicas) de las que seguramente carecen, porque los héroes no existen y la épica es solo el modo como contemplamos conductas del pasado cuya verdad desconocemos. Sin aditamento, las personas reales dan poco juego como personajes novelescos. Sabemos, sí, que se levantan, se peinan, desayunan, salen a la calle, tosen, estornudan, dichosos labran su alto jornal, se complacen en su pecho colorado, viven en suma su tiempo, que es un tiempo neutro, un continuo amorfo de instantes átonos (también tal vez atónitos), sin significado propio. En los personajes novelescos, en cambio, todos son instantes narrativos. Tal es la diferencia: tiempo neutro frente a tiempo narrativo. Todo en unos tiene significado y se elige precisamente por su significación. En otros no hay significado posible, porque la existencia carece de significado. El personaje novelesco es una invención y una composición: admite por ello todos los atributos que lo convierten en tal, la suma de las agregaciones que lo conforman. La persona, en cambio, no admite los añadidos de la imaginación, ni siquiera los que, siendo razonablemente deducibles de los hechos, carecen de documentación y de entidad biográfica. Todo son lagunas, sombras e ignorancias. He ahí la diferencia: los personajes de ficción aparecen con todas las necesidades de la libertad, son libres, pero lo que hacen ha de plantearse como necesario, como la única elección posible; Foneto, en cambio (este Foneto, no el que escribió alejandrinos a los ovísimos y descifró el código π), aparece con todas las necesidades de la realidad; no se trata de verosimilitud, sino de verdad: esto fue lo que ocurrió, esto fue lo que dijo. Heme aquí, pues, en el trance y en la dificultad de querer hablar de una persona, como tal, no como personaje. Veré qué puedo hacer. (...) 
Toda añoranza manifiesta (manifestación de abandono, de soledad no querida) es una forma de egoísmo y una forma de venganza. Tal vez por eso nos identificábamos con el autor anónimo de aquel TE ECHO DE MENOS, quizás unos porque todos hemos echado de menos a alguien alguna vez, quizás otros porque no es difícil solidarizarse con quien siente y manifiesta esa añoranza, con toda certeza unos y otros porque las intrigas sentimentales insolubles gozan de un intenso aliciente narrativo y perduran con el aura de las melancolías ajenas. Con todo, creo que la pintada sobrevivió a cualquier conjetura, tal vez incluso a la biografía de los personajes implicados. Tal vez el autor anónimo se arrepintiera de su fogosidad mural. Tal vez acabaran reencontrándose y vivieran más o menos felizmente e incluso bajaran juntos las escaleras y sonrieran al ver lo que el TE ECHO DE MENOS había supuesto para ellos o, en caso contrario, a qué desventuras los había conducido, cómo tras la primera felicidad sobreviene inexorablemente el drama. Pocas cosas escapan a la libertad de la ficción, pero en este caso se trataba de una novela inconclusa, más aún, de una novela en ciernes, o acaso un solo verso suelto, desgarrado y estéril. Lo que no sabíamos entonces es que nosotros pertenecíamos más a aquella época que al presente y que a aquella época íbamos a dedicar entero el día. Por eso recordábamos ambos la pintada al cabo de tanto tiempo.
La escapada.
Gonzalo Hidalgo Bayal.
Tusquets, 2019. 

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