ARREBATOS ALÍRICOS

Me fui sobreviviendo como pude

(José Luis Piquero)


sábado, 17 de septiembre de 2016

El congreso (un relato incluido en la antología "Diva de mierda")

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Héctor Castilla lleva un tiempo compartiendo en su blog (del que ya hablamos, y recomendamos, aquí) colaboraciones de la antología de Diva de mierda: una antología alrededor del ego, publicada por Ediciones Liliputienses y que ya ha conocido varias reediciones.
El otro día compartió el relato con el que participé y me ha hecho darme cuenta de que yo tampoco lo había traído a este blog. Hasta ahora:

El congreso

El ponente, cincuentón de marcado acento argentino con un mechón de pelo que le cae, cada momento, sobre los ojos y que ha de apartarse a cada momento de un manotazo, diserta casi con violencia sobre la importancia de Vargas Llosa en la ensayística contemporánea ante la indiferencia más absoluta del auditorio. En una de esas, se le caen varios papeles al suelo y los mira compungido, dudando si agacharse y tratar de ordenarlos o proseguir su conferencia sin ellos. Una de las azafatas, auxiliares o como quiera que se llamen, con gafas de pasta y un culo inmenso, cultivado con avaricia y muy probablemente en los solitarios años del doctorado, se acerca solícita y bamboleante al estrado, pero él la detiene mediante un gesto vehemente del brazo: vade retro, parece querer decir, Vargas Llosa y yo nos valemos y nos bastamos. Luego continúa, firme e incoherente, con su parlamento

El ímpetu del último orador es tan desacostumbrado que resulta cuando menos sorprendente, pienso mientras consumo, sin ganas pero sin pausa, mi segunda cerveza del descanso, alejado de los corrillos concentrados en la entrada del sobrio bar caoba de la siniestra Facultad de Filología castellanoleonesa. Sin embargo, al intentar recordar alguna frase o idea concreta, llega la nada rebozada en silencio y compruebo que no por eso resulta más efectivo. Finalmente, concluyo tragando la croqueta incluida como raquítico pincho, dentro de un rato saldré yo con menor vehemencia, dejaré un recuerdo igual de vago y se quedarán los pájaros cantando. Debería al menos tirar también los papeles, perderlos incluso si es necesario, para levantar aunque sea una compasiva mirada mínima de la camarilla de compañeros que vagan entre la individualidad y el autismo.

El “IV Congreso Mediterráneo de Jóvenes Escritores del Siglo XXI: La Generación Facebook”(sic de nuevo) parece no diferir mucho de todos los demás congresos, rumio tras recordar los dos a los que asistí previamente, hace nueve y trece meses, (uno es un autor joven o, más bien, novato): “Última Narrativa Española” y “Relatadores: Vivir del Cuento”. Al fin y al cabo, tal y como serán todos de aquí al final, especulo mientras garabateo en un folio fingiendo tomar apuntes: una disimulada autopromoción y un claro elogio a las cuentas pendientes con maestros que están muertos o en camino. Si acaso, si, tal vez, dentro de unos años, cuando me aburra en uno similar, recuerdo este sobre el resto, será porque el absurdo carácter internacional que se le ha querido otorgar y la obligada condición de lanzadera de “promesas que debieran ser ya realidades” (o algo así, también sic) hace que casi ninguno nos conozcamos entre nosotros y casi todos nos miremos con sospecha. Lo que acaba resultando divertido.

Aún así, o quizá por eso, la prensa ha acudido en buen número y a lo mejor acaba mereciendo la pena. Falta, pues, ver si Perifáñez, simpático agente merodeador de una editorial mediocre que me interesa mucho, cumple su promesa del primer día y me invita a una copa para “hablar en serio”. Puesto en la hipótesis, no sé cómo tendría que comportarme: ¿una copa con un editor viene a ser como una entrevista de trabajo? ¿Si me sugiere una cifra por un libro debo rechazar siempre la primera oferta? Es mejor, no obstante, no hacerse excesivas ilusiones: seguro que con ademán y verbo parecido ya se ha dirigido a dos de cada tres eternas promesas y postergadas realidades. De hecho, creo que por eso nos llaman así: porque no oímos más que promesas (ya sé que es muy malo, pero insertado en la ponencia creo que queda un poco mejor). En fin, como primer resumen amargo anoto en mi libreta que los escritores venimos a los congresos a aburrirnos a cambio de intentar sacar algo y los editores a intentar sacar algo sabiendo que, al menos, van a divertirse con nuestros anhelos y nuestras ansias. Es como un circo romano pero con una tensión sexual ligeramente menor, que no se puede ir de culto y de salido al mismo tiempo si estamos a plena luz del día. Pero, en fin, recapacito mirando alrededor, quizá tras las dos novelitas de juventud y el libro de relatos algo menos infame pueda hallar mi hueco entre todos estos hijos de puta muertos de hambre.

Es entonces cuando descubro que el tipo sentado a mi derecha, un tío bastante gordo y algo calvo, pugna por aguantarse la risa tapándose la boca con una mano. Me pregunto si me he perdido algún chiste pero estoy casi seguro de que el resto del auditorio ha permanecido tan impasible como yo. No puedo evitar indignarme divertido: ¿será posible que todo el mundo esté haciendo garabatos o recreando su propio cuento de la lechera? Así va la literatura, conducida por egocéntricos aislados en campanas de cristal. La sorpresa hace que intente prestar atención: igual este ponente no está tan mal. Miro para adelante y, mientras escucho una voz tan pausada como nerviosa, observo que sí hay algunos compañeros prestando o simulando prestar atención. Y que no se ríen. Mi compañero de la derecha, en cambio, sigue risueño mientras el conferenciante (reconozco que no le conozco, reconozco no haber leído nada suyo y reconozco no tener la menor intención de hacerlo) un joven mexicano con larga melena, delgado y pálido habla (y es, como mínimo, el cuarto) sobre Roberto Bolaño. La charla, prolija en bibliografía y datos, no parece especialmente divertida, pero de nuevo distingo la risa ahogada de mi camarada, como la de un dibujo animado de hace tiempo. Busco entonces alrededor algo que pueda ser la causa de su hilaridad y al final acabo mirándole de nuevo sin respuesta. Así se cruzan por primera vez nuestras miradas y le veo intentar ponerse serio y lograrlo, con esfuerzo, solo un momento, hasta que le vuelve a zarandear un espasmo nervioso, incontenible, que le sacude como a un flan epiléptico y que casi me hace romper a reír con él. Desde luego hay gente a la que no se puede sacar de casa. Todavía convulsionado se inclina un poco hacia mí y yo, como si fuera su reflejo, hago lo propio. Entonces me dice entre risas:

—Jaja, lo siento, es que…, me he…jaja colado.
—¿Disculpa?
—Que… me he colado… yo, jaja, no soy… escritor ni jaja, nada.

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Dice que se llama José Antúnez y que trabaja en una empresa de extintores. Que cuando vio lo del Congreso se le ocurrió la travesura de intentar colarse a ver cómo era eso de la literatura desde dentro. Y que aquí está. Que se lo está pasando bien. Todo eso dice mientras tomamos una cervecita en el descanso. Le pregunto que cómo es posible, que qué identidad está suplantando, de hecho, simultáneamente me inclino hacia su solapa para comprobarlo por mí mismo. José Antúnez, pone. Eso es lo mejor, me dice con una sonrisa de oreja a oreja, como un niño orgulloso de una gesta trivial, como copiar en un examen o matar un pájaro, yo llegué aquí y desenvuelto les dije que era José Antúnez, que me había llegado la invitación y la reserva de hotel, que tenía preparada mi conferencia pero que no me veía en el programa. Se organizó un lío de mil pares de cojones, me dice riéndose de nuevo, hubo voces, carreras y disculpas. Tanto que pensé que podían echar a alguien por mi causa y que tendría que confesar, que yo no quería molestar a nadie ¿eh? Pero al final nada, un poco de nervios, más disculpas, una tarjetita como la vuestra y aquí estoy. Como uno más. Pienso si no será un escritor que me esté gastando una broma (aunque he de confesar que, por no tener, no tengo ni enemigos literarios) pero Antúnez lo niega con frenesí: “quita, quita, yo no me he leído un libro en mi vida”. Miro a Perifáñez al final de la barra, seguramente alentando vanamente a algún iluso o dejándose pagar las cervezas, y pienso lo divertido que sería que intentara fichar a Antúnez, la auténtica revelación del congreso.

—Bueno, ha sido un placer —me dice José interrumpiendo mis elucubraciones— pero creo que me voy a ir yendo.
—¿Y eso? ¿Te has hartado de jugar a los escritores?
—Qué va, si estoy aprendiendo un montón pero es que ahora me toca a mí dar la conferencia y no sé muy bien qué contaros, jejeje…

Casi me atraganto con la chistorra.

—¿Que te toca a ti ahora?
—Claro, por eso me daba la risa floja, es que me estaba poniendo nervioso. No sabía si al final iba a haber descanso entre medias o si tendría que salir corriendo. Pero al final me ha salido bien la cosa. Sin escándalos y con cañita —dice brindando lozano—.

Miro el reloj. Compruebo que de la hora de descanso (Antúnez, el muy hijo de puta, no solo interviene, sino que inaugura cambio de bloque) han transcurrido apenas diez minutos. La vida es una cosa extraña, ustedes ya lo sabrán. Las oportunidades y encrucijadas, el destino, los augurios y los azares, todos promiscuos amantes infieles. La gloria y el fracaso, vanos alientos en la nuca, frágiles caricias en el alma, casquivanas amantes intangibles. Vislumbro entre la grasa del platillo los augurios lóbregos como aceite de colza y en la espuma de la cerveza (tal ver por ser la quinta de la mañana) la posibilidad inconcreta de una redención. Quizá, incluso, un guiño improbable del abismo, la amenaza recóndita de la nada. Soy consciente de encontrarme en uno de esos momentos que exigen tomar una decisión. No hay, pues, tiempo que perder. Apuro la caña y pido la cuenta con un gesto expeditivo. Cojo a Antúnez por la solapa y lo llevo hacia la salida. En el medio se planta la sonrisa amarilla de Perifáñez y sus suaves ademanes de diplomático de república bananera educado en colegio bilingüe.

—Hombre, a ti te andaba yo buscando…
—Lo siento Perifáñez, ahora no tengo tiempo —digo con la satisfacción con que se cierra la puerta a un testigo de Jehová. Y le palmeo el hombro con fuerza—. Ya hablaremos.

Empujo a Antúnez y salimos.

A veces preguntarse por qué actuamos de una determinada forma no es más que un entretenimiento absurdo. En realidad, actuamos y punto. No se dejen engañar: no estamos movidos por subconscientes, traumas, ni tan siquiera por impulsos arrebatados: mentimos, matamos y nos acostamos entre nosotros porque sí, y luego nos alegramos o arrepentimos según cómo hayan salido las cosas. El resto es filosofía o, lo que es peor, literatura. El caso es que Antúnez y yo hemos llegado a tiempo y ahora está en el estrado leyendo mi conferencia. Bastante desenvuelto. Y solo me ha costado hacerle tragar un par de chupitos de hierbas mientras eliminaba las alusiones a mi bilbiografía en un bar un poco más alejado. Estoy orgulloso de mi obra (me refiero, por supuesto, a Antúnez, no a las dos novelitas sonrojantes y al libro de relatos algo menos infame). Miro a mi alrededor y no parece que nadie se dé cuenta del ardid. Incluso algunos asienten con la cabeza sus afirmaciones. Como monos hipsters. Como alumnos que creen que poner buena cara, qué demonios, tiene que influir de alguna manera. Aunque, ahora que me fijo, el impostor parece demasiado seguro. Vuelvo a dudar, ¿no será un escritor gracioso que me ha gastado una broma o que, tahúr taimado, no ha querido prepararse una puta conferencia? Nota mental: debería leer más a mis contemporáneos. O al menos mirar las solapas. Mandaría pelotas que a Perifáñez le gustase y, dentro de un rato, se acercara a ofrecerle “hablar en serio”, ¿se imaginan? Pero qué más da. Quién sabe si el mensaje (mi mensaje), sin zarandajas ni revestimientos, también es válido: sí, el mensaje permanece por encima del autor porque es óptimo o porque nadie lo escucha, eso no importa. Entonces quizá está de más participar en el circo de la elegancia y la humareda de las vanidades. Fantaseo con crear un auténtico alter-ego, llevarme a Antúnez a todos los Congresos a los que me inviten en un futuro, siempre con un par de chupitos a las espaldas, para leer ingrávido y osado mis frivolidades plagiadas entre alguna clarificadora pero sutil cita de Pessoa o de Cañeque, para cubrirme las espaldas si alguien me pillara. Pero,¿qué digo? Está visto que ya he bebido demasiado: ¿quién va a un congreso a escuchar?

Antúnez está ahora con lo del humor como escudo y la amargura como arma (que, bien mirado, resulta de una simplicidad intolerable). Está pues, concluyendo. Empiezo a reír sin poder evitarlo, en espasmos que, a diferencia de los de Antúnez, me sacuden como si, y perdonen la licencia, condujera una furgoneta renqueante hacia un precipicio. Miro el programa para certificar las sentencia ineludible: ahora me toca a mí y Antúnez está leyendo mi plática. La verdad que es para partirse. Noto cómo, la risa transmutada en materia, me caen lágrimas de los ojos y siento la mirada censora del tío de mi izquierda. Intento sobreponerme pero la situación me hace aún más gracia. Se me escapa una carcajada que, a duras penas, retengo con las manos y aspirando con la garganta. Vuelve a mirarme, entre atónito y, casi, muy a su pesar, ligeramente divertido. Como malamente puedo, imagino que rojo y risueño como un niño acribillado a cosquillas, me inclino hacia él para disculparme entre intermitentes carcajadas incontenibles:

—Es que… jaja… me he…jaja… colado…

Diva de mierda: una antología alrededor del ego.
Ediciones Liliputienses

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