Vente. Qué raro, qué curioso y qué encantador. Vente. Elizabeth no está acostumbrada a que la gente le hable así. Ninguno de sus amigos de aquellos colegios privados se expresaría de ese modo; tampoco sus padres ni los invitados a los que solían agasajar. Nunca utilizarían un estilo tan sencillo y directo. Ellos recurrirían a una fórmula más correcta, como: «¿Quieres venir con nosotros?». O a algo más apropiado y bien construido: «¿Te importa si vamos a otro sitio?». O a alguna frase culta y educada y redonda: «¿Serías tan amable de concederme el placer de tu compañía?». Pero Jack dijo «Vente», a secas, lo que a oídos de Elizabeth sonó refrescante y encantadoramente imperfecto. Le tendió la mano y la miró sin artificio alguno, sin ser consciente de haber dicho algo gracioso o extraño, cosa que a ella la llenó de ternura. «Vente» acabaría convirtiéndose en un mantra entre ellos, una suerte de abracadabra capaz de evocar la emoción, la sorpresa y la exuberancia de aquella primera noche. «Vente», le dirá él unos días después cuando la lleve al Instituto de Arte y paseen cogidos de la mano contemplando todos los cuadros de sus pintores modernistas favoritos. «Vente», le dirá ella una semana después, cuando consiga entradas de última hora para ver La Bohème en la Civic Opera House representada por la Lyric Opera de Chicago y él finja no avergonzarse de su jersey cutre entre tantos trajes y corbatas. «Vente», le dirá ella unos veranos más tarde, cuando vayan a Italia y vean todos los cuadros, tapices y estatuas que Venecia puede ofrecer. Y años después, cierta noche de especial relevancia, él hincará la rodilla y abrirá una caja de terciopelo negro con un elegante anillo de compromiso en su interior, lo hará todo según la tradición, salvo cuando se declare, en ese momento no dirá «¿Quieres casarte conmigo?», sino «Vente». Todo comienza esa noche, cuando Jack le tiende la mano en el Empty Bottle y le dice «Vente», una frase incompleta que Elizabeth completa cogiéndole la mano y asintiendo con la cabeza, y juntos caminan entre la tormenta de nieve y el frío glacial, y por primera vez ese invierno la temperatura bajo cero no les resulta opresiva, sino más bien divertida, el modo en que se guarecen en todos los soportales y callejones para huir del viento, rozándose las manos, riéndose, corriendo hasta el siguiente escondite (...).
Es una conversación frenética e incesante, la sensación es como caerse por las escaleras, quedando a merced de la gravedad, y de repente dar un salto, agarrarse a algo y aterrizar mágicamente de pie, indemne y triunfante. Atraviesan las escasas manzanas que separan North Avenue de la Urbus Orbis, una cafetería donde las camareras son deliciosamente groseras, el único lugar del barrio donde todo el mundo se reúne por la noche y que ahora, a las dos de la mañana, está repleto de gente que ha estado por ahí de marcha. Consiguen una mesa en la esquina del fondo y se piden un café por un dólar y se fuman un pitillo y se miran fijamente durante un largo momento y es entonces cuando Elizabeth le pregunta: —En una escala del uno al diez, ¿cuánto te querían tus padres?
Jack se ríe.
—Entramos en temas profundos, por lo que veo.
—No me gusta perder el tiempo. Quiero saber cuanto antes todo lo que necesito saber.
—Me parece razonable —asiente Jack, y sonríe, y luego su actitud se vuelve introspectiva durante un instante, mira la taza de café y su sonrisa adquiere un matiz de tristeza que provoca en Elizabeth una sensación de renovado afecto—. Es una pregunta difícil de responder. Supongo que, con mi padre, es algo indeterminado.
—¿Indeterminado?
—Es como dividir cero entre cero. La respuesta no es real. Es una de esas paradojas. Tu escala no sirve en este caso. Lo que quiero decir es que no sería exacto decir que mi padre no me quiera, básicamente porque no siente amor por nada. El hombre no tiene sentimientos. Ya no. Es insensible. Es una de esas personas que siempre dicen: «Estoy bien, no quiero hablar de eso, déjame en paz».
—Ah, ya entiendo —dice ella, y acerca la mano y le toca ligeramente el brazo, solo un roce, una pequeña muestra de empatía y afecto, nada más, pero hay mucho significado e intención en ese roce, y ambos lo saben. (...)
Entonces se sonríen, rellenan sus cafés y encienden más cigarrillos, y Elizabeth continúa su interrogatorio, un minucioso inventario de preguntas inquisitivas y alarmantemente personales: —Describe el primer objeto que amaste. Y luego:
—Cuéntame alguna vez que se hayan reído de ti en público.
Y después:
—¿Cuándo lloraste por última vez delante de otra persona?
Y a continuación:
—Describe el momento de tu vida en el que pasaste más miedo. »¿Tienes alguna corazonada sobre cómo vas a morir? »Si murieras esta noche, ¿de qué te arrepentirías más? »Describe exactamente qué es lo que encuentras más atractivo físicamente de mí. Con el tiempo olvidarán las respuestas exactas que dieron a todas estas preguntas, pero nunca olvidarán lo más importante: todas las preguntas obtuvieron respuesta. Ambos tuvieron el impulso de hablar y hablar y hablar, lo cual era categóricamente distinto del habitual recelo que mostraban con gente que acababan de conocer. Y en ese momento, allí juntos, en la cafetería, esto parece ser una señal bastante importante.
«Es amor —piensan—. Esto debe de ser lo que se siente.»
La Orbis ya está chapando y es probable que sean las tres y media o las cuatro de la mañana, y los dos están exuberantes, nerviosos, hasta arriba de cafeína, y Elizabeth hace una última pregunta:
—¿Crees en el amor a primera vista?
Y sin vacilar un solo instante, Jack responde con énfasis:
—Sí.
—Pareces muy seguro.
—A veces, lo sabes y ya está. (...)
—Puedes sentirlo, aquí —dice poniéndose la palma de la mano sobre el pecho—. Es obvio.
Es el tipo de gesto —y el tipo de sensiblería— que podría haber hecho huir a Elizabeth si se tratase de otra persona. De haber sido cualquier otro hombre, le habría molestado que la tomasen por la clase de chica capaz de tragarse una ñoñez así. Pero dicho por Jack no parece una ñoñez. Sus suaves ojos la miran con sinceridad a través de su largo flequillo.
—¿Y tú? —replica—. El amor a primera vista. ¿Qué te parece? (...)
Entonces ella sonríe y, a modo de respuesta, lo ayuda a levantarse de la silla, lo saca de la Urbus Orbis, lo devuelve al frío y, acurrucándose mutuamente en busca de calor humano, enfilan el camino a casa. Se detienen en la entrada del callejón que separa sus apartamentos, esos dos edificios ruinosos que ahora se encuentran en plena rehabilitación, y se miran de frente, a los ojos, y él está nervioso y callado, no sabe qué hacer, así que ella le dice «Vente» y lo invita a su apartamento, y él pasa allí la noche, duerme entrelazado a ella en su cama enana, y la noche siguiente también, y la siguiente, e incontables noches más, el resto del año, y los inviernos sucesivos, y todos los tiempos confusos que están por venir. (...)
—No estoy descontenta —aseveró Elizabeth dándole una palmada en el brazo—. O, al menos, no anormalmente descontenta.
—¿No anormalmente descontenta? ¿Eso qué significa?
—Significa que estoy todo lo contenta que debería estar en esta etapa de la vida.
—¿Y qué etapa es esa?
—La base de la U.
Claro, cómo no, la base de la U. Últimamente siempre la mencionaba cada vez que Jack la atosigaba con este tipo de cosas. Se trataba de un fenómeno bien conocido entre ciertos economistas y psicólogos conductistas, según el cual la felicidad, por lo general, a lo largo de la vida, solía regirse por un patrón común: la gente era más feliz durante la juventud y la vejez, y menos hacia la mitad de la vida. Por lo visto, la felicidad alcanzaba su punto álgido en torno a los veinte años, volvía a alcanzarlo a partir de los sesenta, pero tocaba fondo entre medias, que era donde Jack y Elizabeth se encontraban en ese momento, en la parte inferior de esa curva, en la mediana edad, un periodo marcado no tanto por la cacareada «crisis» (en realidad, un fenómeno bastante raro: solo el diez por ciento de las personas admitían haberla sufrido), sino por el lento devenir hacia una silenciosa y a menudo desconcertante sensación de desasosiego e insatisfacción. Elizabeth insistía en que se trataba de una constante universal: la curva en U afectaba tanto a hombres como a mujeres, casados y solteros, ricos y pobres, empleados y desempleados, alfabetos y analfabetos, gente con hijos y sin ellos, estaba presente en todos los países, culturas y etnias, y se había manifestado a lo largo de todas las décadas que duró el estudio de investigación: según la ciencia, las personas de mediana edad eran portadoras de un sentimiento que, estadísticamente hablando, equivalía al duelo por la muerte reciente de alguien cercano. Así es como te sientes, dijo, así de lejos queda la felicidad de los veintipocos según los indicadores objetivos del bienestar. Elizabeth sospechaba que tenía algo que ver con la biología, la selección natural, las presiones evolutivas de hace millones de años; de hecho, los primatólogos habían demostrado recientemente que los grandes simios también experimentaban la misma curva de felicidad, lo que sugería que este desconsuelo de la mediana edad debió de procurar algún tipo de beneficio prehistórico, de contribuir de algún modo a la supervivencia de los primeros homínidos. Tal vez, según la hipótesis de Elizabeth, se debiera a que los miembros más vulnerables eran los jóvenes y los ancianos, por lo que era importante que estuviesen felices, contentos y satisfechos: cuanto más satisfechos se sintiesen, menos riesgos correrían y, por tanto, más tiempo sobrevivirían. Mientras que los especímenes de mediana edad necesitaban sentir justo lo contrario: una zozobra interior, un malestar tan desagradable que adentrarse en los peligros del mundo pareciese, en comparación, un mal menor. Después de todo, alguien tenía que hacer el trabajo sucio. (...)
Elizabeth parecía verlo como algo tranquilizador, el sopor de la mediana edad era, a fin de cuentas, más un problema biológico que la constatación de que algo iba rematadamente mal en el matrimonio o en la vida. Pero para Jack esto no tenía nada de tranquilizador. Solo confirmaba sus temores. Lo único que él veía era que su mujer estaba triste.
—Pero no estaré triste siempre —arguyó Elizabeth—. Cuando tengamos sesenta años, los dos seremos igual de felices que cuando nos conocimos. Al menos, eso es lo que dice la ciencia. ¿No te parece emocionante? ¿No te dan ganas de ser un abuelito?
—Para eso falta aún bastante tiempo, cariño.
—Y, mientras tanto, es importante hacer cosas que permitan gestionar mejor nuestra realidad emocional. Por ejemplo, buscar nuevas aventuras, nuevas experiencias y realizar pequeñas modificaciones en nuestras rutinas diarias. Para no perder la frescura ni el interés. (...)
Elizabeth los estaba examinando, a los padres. Observaba cómo estos observaban a los niños. Buscaba en ellos cualquier indicio externo de incomodidad o malestar por el hecho de que sus hijos estuviesen siendo expuestos a esta canción, interpretándola incluso. La canción era de ese subgénero de música dance que bien podría llamarse «Mira cómo perreo». Era música que se escuchaba en discotecas y versaba sobre el hecho de estar y ser visto en una discoteca: un frenético canto al solipsismo, a la embriaguez, a la depravación y al desenfreno sexual.
—¡Ey, mami! —cantaban los niños—. ¡Tronco va!
En la versión original, esa frase describía el hecho de caerse borracho en mitad de la pista, aunque también podía referirse a una mamada; la letra jugaba con los dobles sentidos. Pero los padres no parecían percibir nada extraño, probablemente se debía al hecho de que muchas de las frases clave de la canción habían sido alteradas —una palabra por aquí, otra por allá—, de modo que los nuevos versos a menudo significaban justo lo contrario de los originales, a pesar de que estos resonaban aún en los oídos de Elizabeth como una suerte de eco epistemológico.
—Será un día inolvidable —cantaban los niños. «Será una noche inolvidable», cantaba el eco. —Un bailecito más, otra conga más —cantaban los niños. «Un chupito más, otra ronda más», cantaba el eco. La letra había sufrido tantos cambios, era tan ambigua, que apenas quedaba ya nada del significado original. Ahora era una canción absurda, censurada y descontextualizada. Elizabeth se preguntó cuántas pequeñas modificaciones podían llevarse a cabo en una canción antes de que su letra fuese irreconocible, cuántas palabras podían alterarse —diez, veinte— antes de que fuese un tema totalmente nuevo. (...)
Veía a otras personas jugar al Minecraft y él reaccionaba, a menudo con mucha teatralidad. Elizabeth era absolutamente incapaz de entender esto: Toby no jugaba al Minecraft, sino que reaccionaba a cómo otras personas jugaban al Minecraft, lo que al parecer seguía siendo de interés para muchos, algo sencillamente ridículo. Cuando Elizabeth era pequeña, la opinión generalizada era que jugar a videojuegos era de vagos redomados. Y hace pocos años se puso de moda ver cómo otras personas jugaban en línea a videojuegos, lo que parecía ser ya el colmo de la pereza. Y ahora la gente veía cómo otra gente veía a otra gente jugar a videojuegos. Era como la evolución darwinista de la holgazanería. Pero Elizabeth se guardaba para sí misma todos estos pensamientos. Toby se sentía muy orgulloso de que su canal, al que llamaba el Tobinator, hubiese superado recientemente los mil seguidores, e insistía en que, si creciese un poco más, obtendría ingresos por publicidad, idea que parecía maravillarlo, así que Elizabeth hacía lo posible por resistirse al impulso, a veces muy intenso, de coger la tablet y arrojarla al lago. (...)
Últimamente, Jack había estado muy pendiente de ella, de una forma casi obsesiva, siguiéndola por la casa a todas partes, sentándose al lado mientras ella leía, preguntándole qué estaba mirando cuando usaba el móvil, no asumiendo tareas de forma proactiva, sino ofreciéndose a terminarlas cada vez que veía que ella hacía una, diciéndole que se fuese al sofá a relajarse, o a la cama, o a darse un baño de burbujas que él prepararía encantado, faltaría más. Además, le enviaba un montón de mensajes cursis de amor, a veces incluso le escondía una nota de papel en el bolso que decía: «Solo quería que supieras lo mucho que te quiero», y luego le preguntaba por la nota, después del trabajo («¿Recibiste mi mensaje?»), con el rostro lleno de expectación y necesidad. O, a veces, mientras leían juntos en el salón, ella levantaba la vista del libro y veía que él estaba mirándola fijamente y le preguntaba: «¿Qué pasa?», y él sonreía y la miraba con ojos de cordero degollado y decía: «¡Te quiero!», y eso la sacaba totalmente de quicio. En otro contexto, estas cosas podrían haber tenido su gracia —al principio de la relación, por supuesto, los gestos románticos de Jack le parecían espontáneos y grandiosos—, pero ahora todo aquello olía a desesperación. «Tómatelo con calma —quería decirle—. No me atosigues.» Pero no había forma de expresarlo sin herir los sentimientos de su noble marido, así que sonreía y decía «Gracias por la nota» y cambiaba de tema mientras anhelaba tener más espacio, un espacio amplio y privado: el apartamento del Shipworks con un dormitorio solo para ella, en Park Shore, aquel lugar de las afueras rodeado de arbolitos y vastas extensiones de campo abierto. Cuando ambos tenían veintitantos años, siempre decían que la vida en los barrios residenciales era asfixiante y opresiva, pero no era eso lo que Elizabeth sentía ahora. Lo que sentía en ese momento era liberación. (...)
Tecleó toda esta información en el móvil —lentamente, no como Toby, que era capaz de escribir a una velocidad vertiginosa usando solo los pulgares—, y se quedó a la espera de que la aplicación le ofreciese alguna respuesta mágica, alguna solución al estancamiento de su carrera. El Sistema le envió un cupón para un seminario al que podía asistir y formarse como agente inmobiliario. Mira tú qué bien. En cuanto a Elizabeth, Jack fue mucho menos específico, solo dijo que notaba un preocupante distanciamiento de su esposa, una especie de antagonismo velado, y que, desde que se habían comprado el nuevo apartamento, ella había expresado una serie de frustraciones domésticas latentes y que, en general, Jack temía que las obligaciones parentales hubiesen transformado poco a poco su matrimonio en una anodina administración familiar despojada de romance, y que últimamente percibía una angustiosa ausencia de chispa. Después de eso, la aplicación le envió un cupón para comprar un vibrador. Madagascar, así se llamaba, por su forma: una punta fina que daba paso a un centro grueso y bulboso que, en conjunto, proporcionaba «una estimulación cien por cien envolvente», o eso decía. Formaba parte de una línea de juguetes sexuales inspirados en la geografía (incluía un masajeador de próstata denominado México y que era ciertamente intimidatorio). Y Jack, un poco a la desesperada, decidió comprar el Madagascar, y cuando se lo dio a Elizabeth le sugirió que tal vez podrían usarlo juntos, y ella dijo que sí, que un día de estos lo podían probar, por supuesto, y lo metió en el cajón de la mesita de noche, donde había permanecido intacto hasta entonces. A Jack le sorprendió que El Sistema se interesara tanto por su matrimonio. Le pedía que apuntase el estado de ánimo diario de su cónyuge y el suyo propio: si estaba contenta o triste, distante o cariñosa, sexualmente interesada o sexualmente no disponible, así o asá. (...)
La aplicación, al fin y al cabo, rastreaba la salud y, de acuerdo con los datos, ninguna variable era tan importante como una relación sexual de pareja íntima, duradera, de gran calidad y altamente satisfactoria. El Sistema no dejaba de enviarle información sobre este asunto: un matrimonio bien avenido era el principal indicador de una buena salud; al parecer, la diferencia entre un matrimonio infeliz y otro feliz era, desde el punto de vista médico, la misma que entre fumar y no fumar. Las personas con matrimonios felices tenían mayor esperanza de vida, una menor tendencia a sufrir depresiones, enfermedades cardiacas, alzhéimer, artritis y, en general, estaban menos inflamadas. Y sentirse solo en el matrimonio era el equivalente sanitario —siendo iguales todos los demás aspectos— a padecer diabetes. Resultaba que sentirse aislado, solo e insatisfecho en el matrimonio, además de ser nocivo desde el punto de vista emocional, también lo era para la salud física, por lo que el rastreador se tomaba muy en serio la calidad de la relación de Jack. El Sistema recopilaba todos los datos subjetivos de felicidad de Jack, además de todos los objetivos de la pulsera y, haciendo uso de la denominada «IA de aprendizaje profundo», le proporcionaba no solo la rutina de entrenamiento personalizada que Jack requería, sino también una rutina vital personalizada. Le recomendaba las comidas diarias óptimas, las horas óptimas a las que debía ingerirlas y la cantidad óptima de agua que debía tomar con ellas. Le recomendaba la hora óptima a la que debía acostarse y la hora óptima a la que debía despertarse. Y también formas de optimizar su matrimonio. (...)
De hecho, contaba con un elaborado subsistema dedicado a mejorar lo que la aplicación llamaba la «puntuación en el amor», que consistía en convertir los rituales comunes a las relaciones altamente satisfactorias en una especie de videojuego. Recibía puntos, insignias y otras recompensas por completar tareas específicas: los actos de servicio eran tareas como sacar la basura, fregar los platos, limpiar el baño; es decir, el coñazo que supone mantener la casa en condiciones; los gestos románticos eran momentos del tipo «me acuerdo de ti» que se expresaban a lo largo de un día normal y corriente: un mensaje sexi, una nota de amor escondida en el bolso o en el maletín, un «te quiero» en silencio, moviendo los labios, desde la otra punta de la habitación; y luego estaba la creación de recuerdos especiales, que implicaba planificar elaboradas veladas nocturnas o viajes al extranjero o excursiones por el campo o escapadas de fin de semana en cabañas aisladas en el bosque, y Jack había hecho lo posible por poner en práctica todas estas sugerencias. De hecho, según la tabla de clasificación en línea de El Sistema, los parámetros que medían su capacidad de «dar» alcanzaban el noventa y nueve por ciento, por lo que resultaba muy desalentador que la puntuación acumulativa total de su relación apenas rondase el cincuenta, debido sobre todo a dos cosas: primero, al bajísimo resultado obtenido en el apartado Satisfacción de necesidades, ya que no había satisfecho ninguna de las necesidades específicas de Elizabeth desde hacía al menos un mes, y no porque no lo intentase, sino porque ella no parecía tener ninguna. Ninguna necesidad. Podía pasarse semanas sin expresar un solo deseo, una sola dificultad en la que él pudiese echarle una mano. Años atrás, Jack se había enamorado precisamente de esa cualidad —su independencia, su desenvoltura, su autosuficiencia—, pero ahora, las más de las veces, lo hacía sentirse marginal, como si no hiciese otra cosa que preguntarle: «¿Me necesitas? ¿Me necesitas alguna vez?». (...)
segundo, estaba la cuestión del coeficiente de intimidad, que era inferior a la media de acuerdo con la frecuencia de sus encuentros sexuales, además de las mediciones de la pulsera inteligente durante sus coitos ocasionales, ya que el acelerómetro interior del dispositivo detectaba cuándo tenía lugar un encuentro sexual y registraba su duración, el ritmo cardiaco experimentado, las calorías quemadas y el nivel de decibelios de los chirridos en la cama y lo que denominaba «vocalizaciones copulatorias femeninas», sobre las que llevaba a cabo un análisis aparte. A Jack le daba un poco de cosa que El Sistema tuviese acceso a informaciones y situaciones tan privadas y personales, pero tal y como la aplicación le recordaba a menudo: «No es posible mejorar lo que no se mide». Así que Jack siguió adelante y procedió a medirlo todo. (Incluso había un accesorio que podía comprarse en la web de El Sistema: el smartring, un anillo inteligente que se ajustaba a la base del pene y registraba el número de embestidas ocurridas durante el coito, así como la fuerza g alcanzada en cada una de estas, pero Jack se había abstenido de comprar dicho artículo por razones probablemente obvias.) Estaba frustrado por la falta de avances en estos frentes: ni su cuerpo ni su matrimonio habían dado muchas muestras de mejoría pese a la exactitud y el rigor de El Sistema. Elizabeth seguía comportándose como si su objetivo diario fuese no parar en todo el día hasta caer rendida por la noche. Siempre estaba ocupada, corriendo de aquí para allá, tenía una agenda apretadísima de trabajo, tardes de juego, actividades extraescolares y tareas domésticas. Pero Jack no cejaba en su empeño con la esperanza de que, al final, todo el ejercicio físico y todos los actos de servicio y gestos románticos funcionasen como una especie de papel matamoscas que acabaría atrapando a Elizabeth, y entonces él podría ver el cambio que tanto anhelaba, que más que un cambio era una especie de reversión: deseaba recuperar a su esposa alegre, quería volver a tener el cuerpo flacucho de antes. De modo que siguió haciendo caso de los consejos de El Sistema, y este era el motivo por el que estaba ahora en el gimnasio haciendo algo llamado burpees. Se habría sentido imbécil haciendo burpees de no ser por la cantidad de gente que había en el gimnasio haciendo burpees en ese momento: una docena de personas, todas con las mismas pulseras naranjas, todas haciendo ese ejercicio objetivamente absurdo en apariencia, una flexión seguida de una especie de salto abriendo piernas y brazos llamado jumping jack. Miró a su alrededor, a todas las demás personas que estaban haciendo burpees. De pronto, le invadió la sensación de que estaban todos juntos en esta suerte de pantomima, haciendo esta estupidez. Formaban un club. El club de los burpees. (...)
Y mientras Jack descansaba entre una serie y otra, intentaba establecer contacto visual con alguien para encogerse de hombros, sonreír y poner cara de «yo también creo que esto es ridículo». Pero no consiguió establecer contacto visual con nadie porque, según pudo advertir, cuando la gente estaba en el gimnasio, no tenía tiempo alguno que perder. No eran seres sociables ni accesibles. Sobre todo las mujeres, que, cuando iban de una estación del circuito a otra, clavaban de tal modo la mirada en el suelo que parecía que querían romper el hormigón con la mente. Cuando la gente hacía algún ejercicio en el gimnasio, la expresión de sus rostros era de concentración máxima. Cuando se tomaban un descanso, se ponían a mirar sus dispositivos. Y todos llevaban auriculares, algunos enormes como los de un DJ. (...)
Era el sitio al que uno iba para no sentirse solo, y, tal vez por eso, los intentos fallidos de Jack por conectar con los demás practicantes de burpees le parecieron extrañamente significativos, porque un espacio antaño conocido por su sentido de comunidad estaba ahora al servicio del impulso individual, solitario y narcisista de ponerse buenorro. Fue en este edificio donde Jack y Elizabeth tuvieron su primera cita. El recuerdo seguía muy presente, aquella noche trascendental; siempre creyó que se merecían una placa en la pared que dijese: «TODO EMPEZÓ AQUÍ». Para Jack, aquel lugar era un lodazal de nostalgia. Pero pocos lo recordaban ya como el edificio de la Orbis. Tras la quiebra de la cafetería (atribuida a su política de permitir rellenar sin límite las tazas de café, ya que los clientes ocupaban mesas durante horas gastándose un único dólar), el edificio se transformó en un complejo bloque de apartamentos y empezó a usarse como plató principal para la undécima temporada de The Real World, de la MTV, lo que provocó que todos los vecinos del barrio se llevasen las manos a la cabeza. Y no solo por el escuadrón de cámaras que seguía por todas partes a los siete compañeros de piso de la serie, sino también porque sabían que su bohemio barrio iba a dejar de serlo en cuanto lo ocupase algo tan corporativo como el grupo mediático Viacom. Estaban indignadísimos. Y protestaron. Jack recordaba una noche en la que una pequeña multitud se congregó junto a la entrada del plató de The Real World y empezó a corear: «¡Somos reales, vosotros no! ¡Somos reales, vosotros no!» (...)
Elizabeth estaba sentada en la cama, mirando el portátil, esperando. Su idea era aprovechar ese breve momento de soledad para trabajar un poco, pero en lugar de eso se puso a cotillear el perfil de Brandie en Instagram. Elizabeth había buscado a Brandie en Instagram casi inmediatamente después de conocerla, hacía un mes, y desde entonces, sin prisa pero sin pausa, había estado observándola, estudiándola, espiándola. Brandie ya había subido una foto de la actuación de esta tarde. Y al lado, una foto de ayer: sus hijos en esa cocina enorme y blanca bañada por el sol, cortando manzanas y preparando hojaldres y luciendo una enorme sonrisa llena de armonía y amor y unión familiar. Debajo, Brandie meditando en el jardín, con las palabras «Cambia el foco, cambia tu vida» escritas sobre la imagen. Al lado, un selfi de ella y su marido abrazados y elegantemente vestidos en una cita romántica. El marido era banquero o algo parecido. Se llamaba Mike. Llevaba polos que se ajustaban a la perfección a su impresionante pecho y a sus fornidos brazos. «Enamorada de este hombre como el primer día», había escrito Brandie seguido de tres emojis con corazones en los ojos. La repentina alarma del temporizador la sorprendió. Elizabeth se dio cuenta de que había entrado en una de esas pequeñas ensoñaciones internáuticas, que había transcurrido más tiempo del que pensaba y que llevaba mirando al marido de Brandie (el hombre estaba muy pero que muy en forma) más tiempo del que podría considerarse prudente. (...)
WELLNESS
Nathan Hill.
ADN, 2024
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