ARREBATOS ALÍRICOS

Me fui sobreviviendo como pude

(José Luis Piquero)


domingo, 13 de junio de 2021

TRIGO LIMPIO (Juan Manuel Gil)

 

No voy a alargar mucho esta tensión porque en realidad, en su día, tampoco la hubo. De hecho, no es honesto que un narrador retuerza el vacío para que algo parezca henchido de plenitud. Segundos después de sentarse, el hombre se presentó y comenzamos a tener una charla sin la que este libro y, en consecuencia, buena parte de mi vida no tendrían sentido, o al menos no este sentido sobre el que estoy escribiendo. Huáscar, así dijo llamarse, era un hombre al que habían retenido mientras se comprobaban algunas anomalías de la documentación que portaba. Allí, casi hombro con hombro, mirando ambos hacia la pared, hacia el mapa de humedades y caras de terroristas, al parecer me contó demasiadas cosas. Tantas que muchas de ellas las he olvidado, otras las he deformado y algunas me las han recordado para poder volver a inventarlas, porque nadie está libre de las inercias del tiempo y de este oficio. La aparición de Huáscar en la acción es decisiva, y es de ley que traiga consigo algunas exigencias estructurales y argumentales que se irán viendo conforme pasan las páginas. Una de ellas, tan importante como la que más, es la aparición de los diálogos, que reproducen de manera literal lo que se dijo en un momento y en un lugar determinados. Pero que yo sepa, muy poca gente con juicio se dedica a grabar cada una de las conversaciones que mantiene a lo largo de su vida. Por eso el encaje de cualquier diálogo es un ejercicio de memoria, pero también de fe, de confianza, de compromiso con lo que se está escribiendo y leyendo. Porque solo lo que primero se escribe y después se lee, o lo que se cuenta y se escucha, me da igual, ocurre, vuelve a tener lugar y vuelve a estar —y a ser— presente. Si este punto no se tiene claro, lo mejor es no continuar. (...)

Cuando recibí el encargo de escribir esta historia, pensé que no me extendería mucho. Y en ese pensar me mantuve hasta el final, porque como lector siempre he preferido los libros cortos a los largos. No obstante, no me queda más remedio que dar los rodeos que exija la construcción del relato. Porque tan estúpido es confundir la brevedad con el buen ritmo (...). 

La dolorosa realidad fue que, sin siquiera planteárselo quien demonios tuviera que hacerlo, les habían montado un campamento de verano en nuestro campamento de verano. Es decir, habían desvestido a un santo para vestir a otro. Y eso, tarde o temprano, iba a tener sus consecuencias, porque no existe peor escuela que la del aburrimiento ni patria más salvaje que la juventud. (...)

Es lamentable cuando alguien que se dice lector no entiende nada de lo que ha leído, pero más triste es confundirlo todo. La vida con la literatura. Las personas con los personajes. El autor con el narrador. La verdad con la verosimilitud. Y, lo más preocupante, lo biográfico con lo autobiográfico. Sucede más de lo que cualquiera podría imaginar. Ir por la vida confundiéndolo todo es como no ir por la vida. No sé si me explico. Es una auténtica pena. (...)

 

En el año 2019 publiqué una novela titulada Un hombre bajo el agua. Fue un éxito de crítica y de ventas que, por qué no decirlo, me cambió la vida. En ella trataba algunos temas que siempre me habían obsesionado, pero que nunca me había atrevido a abordar literariamente. No es cuestión de que desmigaje aquí lo que ya traté en más de doscientas ochenta páginas, ahí está la novela para quien tenga interés, pero sí apuntaré que emplear en la construcción de la historia hechos de naturaleza biográfica propició que bastantes lectores pensaran que se trataba de una novela autobiográfica. Una auténtica pena, insisto. Allá donde la presentaba, siempre me planteaban las mismas preguntas. «¿Qué opina su pareja de que haya contado esto o aquello?» O «¿podría conocer a su madre? Parece una mujer fantástica». O «¿se sigue hablando con su suegro?». O «¿se acuerda de mí? Yo estuve con usted durante aquella peripecia». O «¿sabe que mi vida se parece mucho a la suya?». Todo era un disparate seguido de otro, la verdad. (...)

un buen día, no hace tanto de esto, almorzando con un amigo escritor, me comentó que a veces es necesario escribir todas las páginas de un libro, publicarlo y que caiga en manos de los lectores para que sea posible hallar la siguiente historia que contar. Ahora me conviene pensar que tenía toda la razón del mundo. En su momento, en cambio, le dije que se trataba de una soberana gilipollez. (...)

Quienes saben de estas cosas afirman que los personajes secundarios son tan o más necesarios que los principales. Yo no diría tanto, pero reconozco que algunos de los secundarios con los que me he encontrado a lo largo y ancho de mis lecturas me han embelesado poderosamente. El problema es que en la novela moderna ya casi no sabemos quién es principal y quién es secundario. Las fronteras, como las cicatrices, si aprovechan la orografía, pueden pasar desapercibidas, y eso empuja al lector contemporáneo a un mar de dudas. Por no hablar, claro está, de los casos en que escritores, críticos, estudiosos y editores se acaban poniendo estupendos y nos cuentan que en tal o cual novela el protagonista es la ciudad, o la atmósfera, o el tono de la narración. Yo, que estudié Filología Hispánica y que he escrito algún que otro libro, he empezado a dejar meridianamente claro qué tipo de personaje es este o aquel, porque he llegado a la conclusión de que una de las principales razones por las que una persona abandona la lectura de cualquier libro, y especialmente de las novelas, es la orfandad de certezas. Que, bien mirado, es un mal que aqueja a ese individuo tan de nuestro tiempo, consumido por el azogue, la precipitación y la compulsividad (...).

Todos habíamos recorrido aquella galería en alguna ocasión. Solos. Muertos de miedo. Uno a uno. El del síncope, el del fallo multiorgánico y yo. Por aquel entonces creíamos que el objetivo de nuestra heroicidad era demostrar la existencia de un poderoso lazo de acero entre los componentes del grupo. Hoy pienso, en cambio, que lo que verdaderamente buscábamos era tocarle los cojones al prójimo, que tampoco estaba mal, teniendo en cuenta lo largas que eran las tardes de verano en el barrio (...)

Quienes saben de esto también dicen que una buena novela debe albergar en su discurrir más de un repecho; que no es bueno que la lectura sea una actividad en descenso zigzagueante todo el tiempo. Y esa es una idea que, aunque con ciertos matices, comparto y procuro llevar a la práctica. Lo que nunca tengo claro es en qué momento he de cambiar la trayectoria y comenzar a dibujar esa línea ascendente. Porque un repecho nunca es un rodeo. Es un cambio de cierta brusquedad en el que perdemos de vista el horizonte. No es que el lector sienta que está siendo obligado a tomar el camino más largo. Más bien se le coloca frente a la disyuntiva de continuar o abandonar la travesía, bien porque no le apetezca, bien porque entienda que no está preparado. (...)

Partiendo de mi propia experiencia con los libros anteriores, me atrevo a decir que es más fácil explicar el principio que llevarlo a la práctica. Como sucede con casi todo lo que es importante en la vida, vamos. Una manera de simplificar el asunto sería la siguiente: la unidad es el conjunto y la variedad son sus partes. Si esa unidad carece de variedad lo más probable es que tropecemos con la monotonía, con ese aburrimiento del que tanto nos obsesiona escapar. Si, por el contrario, nos excedemos en la variedad, lo habitual es precipitarnos hacia un pequeño caos cuya principal consecuencia es el extravío. Se trata de una cuestión de equilibrio y armonía, conceptos sacralizados en el arte por la complejidad que encierra su consecución. O lo que es lo mismo: si te pones insufriblemente pesado con un tema o si, en dirección inversa, te dispersas tocando esto, aquello y lo de más allá, la novela hace aguas por todos lados y lo natural es que las editoriales la rechacen, la frustración se manifieste en acidez estomacal, te acabes autoeditando y tu familia compre el libro y te dé un afectuoso abrazo. Más o menos es así. (...)

Has de saber, antes de cualquier cosa, que a mí me llaman Huáscar Serrano, hijo de Braulio y Wenda, naturales de lugares a tomar por culo el uno del otro. Mi nacimiento se produjo dentro de un viejo hospital en Brasil y fue de esta manera. Mi padre, que Dios le perdone, era español. Creció en un pueblo de Badajoz llamado Villafranca de los Barros, pero su fascinación por el mar lo sacó de allí con diecisiete años. Después de dar algunos tumbos, acabó en Galicia, donde, en la ciudad de Ferrol, se enroló en la tripulación de un barco mercante que lo llevaría a aportar en las ciudades más fascinantes que jamás haya levantado el hombre. Eso contaba él, claro. En una de ellas, al otro lado del océano Atlántico, conoció a mi madre. Wenda, la hija de un molinero que proveía una molienda. Concretamente en Fortaleza, capital de Ceará, en Brasil. Seguro que la conoces porque siempre la destacan en los atlas. Por aquel entonces él tenía veinticuatro años y ella dieciséis. Mi padre solía decir que la encontró en un mercado de guayabas y mangos, loros y cacatúas, embutidos y especias, y que más que un flechazo fue una descarga eléctrica con los pies metidos en agua. Mi madre decía, en cambio, que lo había conocido algunos años después de casarse con él. (...)

De un tiempo a esta parte, no está bien visto que el escritor haga uso del narrador en tercera persona. No estoy diciendo que ya no se emplee. Lo que digo es eso: que no está tan bien visto. ¿Por quién? Por quién va a ser: por quienes saben de estas cosas. Que generalmente nunca somos ni tú ni yo. Al parecer, en una sociedad devorada por el agnosticismo, por una creciente e imparable crisis de fe, por un progreso incuestionable de la ciencia y la tecnología, carece de sentido —y de valor pecuniario— optar, a la hora de relatar una historia, por un narrador omnisciente en tercera persona. Ya nos lo decían en el colegio y en el instituto: el narrador omnisciente es una especie de dios que todo lo ve y todo lo sabe, que domina el arte del silencio, que aguarda el momento propicio para decir cualquier cosa y que ha construido su casa dentro y fuera de los personajes. Así que los que saben de estas cosas les dicen a los lectores e, incluso, a los escritores, que deberíamos estar hasta los cojones de dioses que contemplan lo que se ve y lo que no se ve desde su dorada atalaya. Eso es ahora. Mañana ya veremos. Los escritores nos hemos puesto a escribir en primera persona si queremos tener algún futuro. Ya hemos aprendido que la realidad solo se puede conocer y nombrar desde la subjetiva ruptura de la mirada propia. En realidad, utilizamos una vieja manera de contar las cosas para que la literatura tenga alguna opción de resistir frente a los nuevos modelos de ocio y entretenimiento. Y en ese afianzamiento de la primera persona, el lector ha empezado a confundir la ficción con la realidad, cuando lo interesante y genuino habría sido que alcanzase la realidad a través de la ficción. Que parece lo mismo, pero no lo es. (...)

El paso de la Prehistoria a la Historia vino determinado por el origen de la escritura. Y la llegada a la Historia moderna, por la pandemia de la lectura. La invención de la imprenta en el siglo XV no solo multiplicó el proceso de copiado, sino que hizo posible que los escritos y, por tanto, el ansia lectora, llegaran a un público vastísimo. Hasta ese momento, buena parte de la censura recaía en la figura de los copistas, que eran monjes al servicio del Señor Nuestro Dios. El mismo que nos da distintas caras a ti y a mí. Ellos, con su acto de amanuense, decidían qué sí y qué no. 

Quienes saben de estas cosas aseguran que detrás de la mayoría de las buenas novelas hay excelentes editores. Que el entusiasmo que invierten no solo en los libros, sino también en sus autores, contribuye de manera decisiva a que sus obras cristalicen. Es, precisamente, esa forma de cristalizar la que diferencia una buena novela de lo que sencillamente es una historia amorfa, ya que en ese proceso se consigue una estructura íntima ordenada. Por ello suelen hablar de tres coordenadas fundamentales: tiempo, reposo y espacio. Esto, salta a la vista, lo han sacado del mundo de los minerales, no es un secreto. En cualquier caso, me parece que está bien planteado y por eso lo recojo en este capítulo. Tiempo: si es lento y largo el proceso de escritura, mejores novelas tendremos, puesto que lo súbito, aunque alimenta la intuición, propicia el defecto. Reposo: la calma permite una mejor ordenación de las fases del proceso creativo. Espacio: si la historia crece sin problemas de espacio interno —es decir: nada de precipitar el final—, su estructura se manifestará de forma poliédrica, porque ya se sabe que lo peor que se le puede aplicar a cualquier creación es el adjetivo plano. (...)

Asumo que hay cierta estupidez en el ejercicio de rebuscar en el pasado si previamente no se ha puesto la nostalgia en cuarentena. Pero mucho más grave es intentar traer lo de allí hasta aquí; colocar las palabras en el orden adecuado para que cualquier cosa que una vez fue intente volver a ser. (...)

¿Cómo recuerdas aquella época en el barrio?

—...

—Algún recuerdo destacable tendrás, digo yo.

—Ese es tu trabajo. ¿No crees?

—¿Mi trabajo?

—Escribir esta novela es cosa tuya. Tú eres quien tiene que recordar, apilar el material que consideres útil y hacerlo arder.

—¿A qué novela te refieres?

—A esta. A la que está teniendo lugar.

—No tengo claro que esto acabe siendo una novela.

—Creo que esto ya es una novela. En cualquier caso, puede que escribir sea eso. No tener las cosas claras. Porque quien asegura tener todo claro no se detiene a escribir nada, ¿no? —Si esto acaba siendo una novela, tal y como dices, tarde o temprano te tendré que formular todas esas preguntas que ahora me hacen caminar a ciegas.

—Bueno, ese es precisamente tu trabajo. — (...)

Asumo que hay cierta estupidez en el ejercicio de rebuscar en el pasado si previamente no se ha puesto la nostalgia en cuarentena. Pero mucho más grave es intentar traer lo de allí hasta aquí; colocar las palabras en el orden adecuado para que cualquier cosa que una vez fue intente volver a ser. (...)


Papá, estoy escribiendo una nueva novela y necesito que me eches una mano.

—¿Has probado a preguntarle primero a tu madre?

—Esto en concreto no tiene nada que ver con ella.

—Tu madre es Dios. Todo tiene que ver con ella. Tu madre, ahora mismo, que está en casa de la vecina echándole de comer a las tortugas, te está oyendo.

—Lo dudo. 

—Lo dudas porque ya no vives aquí. Pero tu madre no solo lo oye todo, sino que sabe lo que aún no has dicho. Es decir, oye en el interior de las cabezas. ¿Y sabes por qué?

 —No, papá. 

—Pues porque ese es su don. 

—Ya, claro. 

—¿Cuál es tu don? 

—Escribir novelas. 

—Eso no es un don. 

—¿Ah, no? ¿Y qué es? 

—Una manera, como cualquier otra, de hacer tiempo mientras te llega la muerte.

 —No sé para qué pregunto, la verdad. ¿Tú tienes un don? 

—Claro. 

—¿Y cuál es?

 —¿En serio quieres saberlo? 

—Por supuesto. 

—Cuando estoy viendo en la televisión un programa de preguntas y conozco las respuestas, nunca las digo en voz alta. 

—¿Ese es tu don? 

—Ese es. Tú, por ejemplo, no lo tienes, porque yo te he oído muchas veces responder para demostrar que eres muy listo. 

—Es algo que hace casi todo el mundo. 

—Exacto. Es una ordinariez. La vanidad os iguala. 

—Bueno, papá, ¿me vas a ayudar o no?

—Claro, adelante. Tú madre y yo te escuchamos. (...)


Quienes saben de estas cosas aseguran que la acción de un libro más que acaecer corre con habilidad entre las piedras. De ahí que muchos escritores no apartemos la mirada del suelo. Vivimos con demasiados temores, esa es la verdad. Por mucho que los escritores hablemos de certezas, impulsos o imposiciones cósmicas cada vez que nos ponen un micrófono delante, lo verdaderamente revelador son los miedos que albergamos, la confusión en la que nos instalamos muy a menudo. A veces, con suerte, sabemos dónde estamos, pero casi nunca hacia dónde nos dirigimos. Navegamos en mar abierto. (...) Quienes saben de estas cosas aseguran que, desde el momento en que renunciamos a la omnisciencia del narrador en tercera persona, estamos condenados a que los personajes definan su esencia a través de sus actos y de sus palabras. Tenemos restringido el acceso a ese espacio donde germina la voluntad que los impulsa a hacer esto o aquello. Llamémoslo como queramos: corazón, espíritu, subconsciente, lóbulo frontal o sala de máquinas. Por tanto, son las decisiones de los personajes, sus palabras, sus silencios, sus impulsos los que nos permiten radiografiar e interpretar qué se cuece en ese remoto lugar de sí mismos. (...)

Alguna vez leí que la literatura servía para explicar la literatura, pero en ningún caso la vida. (...)

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