ARREBATOS ALÍRICOS

Me fui sobreviviendo como pude

(José Luis Piquero)


miércoles, 5 de julio de 2017

"ENSAYO SOBRE EL CANSANCIO" (PETER HANDKE)

 Resultado de imagen de ensayo sobre el cansancio peter handke
Antes sólo conocía cansancios temibles.
Antes, ¿cuándo?
Cuando era niño; en lo que llaman la época de estudiante; más aún, en los años de mis primeros amores; entonces precisamente. Una vez, durante la misa del gallo, el niño estaba sentado entre los parientes, en la iglesia del pueblo en el que había nacido, llena de gente, inundada por una luz cegadora, resonante de canciones de Navidad que todo el mundo conocía, envuelta en el olor de telas y de cera, y fue acometido por el cansancio que tiene la fuerza de un sufrimiento.
¿Qué clase de sufrimiento?
Del mismo modo que llamamos «feas» o «malignas» a las enfermedades, este cansancio era un sufrimiento feo y maligno; un sufrimiento que consistía en deformar las cosas, tanto el entorno —convirtiendo a los fieles en muñecos de trapo a los que había que estabular; al altar, con su reluciente boato, en la imprecisión que daba la lejanía, en una cámara de torturas, con los embrollados rituales y las confusas fórmulas de los oficiantes— como al mismo niño, enfermo de cansancio, convirtiéndole en una figura grotesca que tenía forma de elefante, con el mismo peso, la misma sequedad de ojos, las mismas protuberancias en la piel; sacado de la materia del mundo por el cansancio, del mundo del invierno en este caso, del aire de la nieve, del vacío de los hombres, como si estuviera haciendo uno de aquellos viajes en trineo que se hacen por la noche, bajo las estrellas, cuando los otros niños han ido desapareciendo poco a poco en las casas, y que llevan mucho más allá del límite del pueblo, estaba solo, entusiasmado: completamente ahí, en el silencio, en el murmullo, en el azul del camino que se helaba —«apetece», se decía de este agradable frío. Pero ahora, allí, en la iglesia, la sensación de frío completamente distinta del que estaba encerrado, rodeado por el cansancio, como si fuera una Virgen de hierro, y él, el niño, yo, en mitad de la ceremonia religiosa, pedía y suplicaba insistentemente que me llevaran a casa, lo cual ante todo significaba «¡salir!», y con ello (una vez más) estropeaba a sus parientes una de las horas de convivencia con los otros habitantes de la región, algo que, ya de por sí, al ir desapareciendo los usos y costumbres de aquella gente, era cada vez más raro (una vez más).
¿Por qué te culpabilizas (una vez más)?
Porque el cansancio de entonces, por sí mismo, estaba vinculado a un sentimiento de culpa; éste incluso llegaba a fortalecerlo, a convertirlo en un dolor agudo. Una vez más fracasas cuando estás con otra gente: además, una cinta de hierro que te aprieta las sienes, la sangre que se te va del corazón; todavía, décadas después vuelve una vergüenza repentina ante aquellos cansancios; lo extraño de esto es que luego los parientes me recordarían algunas cosas, pero nunca estos cansancios…

¿Ocurrió algo parecido con los cansancios de mi época de estudiante?
No. Ningún sentimiento de culpa ya. Al contrario, con las horas el cansancio de las aulas llegaba a convertirme incluso en un ser rebelde y ansioso. Por regla general, no era tanto el aire enrarecido y el apiñamiento forzado de cientos de estudiantes como la falta de interés que los que daban las clases mostraban por la materia, una materia que en realidad debería ser la suya. Nunca más he vuelto a encontrarme con hombres menos poseídos por lo que llevaban entre manos que aquellos catedráticos y profesores de Universidad; cualquier empleado de banco, sí, cualquiera, contando los billetes, unos billetes que además no eran suyos, cualquier obrero que estuvieraasfaltando una calle, en el espacio caliente que había entre el sol, arriba, y el hervor del alquitrán, abajo, daban la impresión de estar más en lo que hacían. Parecían dignatarios rellenos de serrín a quienes ni la admiración (la que tiene el buen profesor por aquello que constituye el tema de sus explicaciones), ni el entusiasmo, ni el afecto, ni actitud interrogativa alguna, ni la veneración, ni la ira, ni la indignación, ni la conciencia de estar ignorando algo les hacía jamás temblar la voz, que más bien se limitaban a ir soltando una cantinela, a ir cumpliendo con distintos expedientes, a ir escandiendo frases —y no en el tono cavernoso de un Homero, sino en el de alguien que está anticipando el examen—, todo lo más, de vez en cuando, con el contrapunto de un chiste sin gracia o de una alusión maliciosa dedicada a los introducidos en la materia, mientras fuera, delante de las ventanas, se veían tonos verdes y azules, y luego oscurecía: hasta que el cansancio del oyente, de un modo repentino, se convertía en desgana, la desgana en hostilidad. De nuevo, como cuando era niño, el «¡fuera!». Escapar de todos vosotros, los que estáis aquí. Sólo que, ¿dónde? ¿A casa, como antes? Pero allí, en el cuarto alquilado, ahora, en mi época de estudiante había otro cansancio que temer, un cansancio de otro tipo, desconocido en la casa de mis padres: el cansancio de estar en una habitación, en las afueras de la ciudad, solo; el «cansancio de la soledad».
Pero ¿qué era lo que había que temer en este cansancio? ¿No es verdad que en el cuarto, junto a la silla y la mesa, estaba allí mismo la cama?
En dormir, como evasión, no se podía ni pensar: para empezar, aquel tipo de cansancio tenía como efecto una parálisis desde la que, por regla general, ni siquiera se podía doblar el dedo meñique; más aún, apenas se podía parpadear; incluso la respiración parecía haberse detenido, de tal forma que uno se sentía petrificado en lo más íntimo, convertido en una estatua de cansancio; e incluso cuando uno había hecho el esfuerzo de meterse en cama, después de una rápida evasión hacia el sueño, algo parecido al desmayo —ninguna sensación de sueño—, a la primera vuelta que uno se daba, se despertaba y se sentía en el insomnio, las más de las veces noches enteras, porque el cansancio de la soledad en la habitación acostumbraba a irrumpir siempre a media tarde, o al empezar el atardecer, con el crepúsculo. Del insomnio ya han hablado otros bastante: de cómo al final llega incluso a determinar la visión del mundo del insomne, de tal forma que, con la mejor voluntad, sólo puede ver la existencia como una desgracia, cualquier actividad como algo sin sentido, cualquier amor como algo ridículo. De cómo el insomne está tumbado hasta el alba, hasta la pálida luz que para él significa la condenación, una condenación que va más allá de uno mismo, en su infierno de insomnio, que alcanza a la totalidad del ser humano, un ser fracasado que se encuentra en un planeta que no es el suyo. También yo estuve en el mundo de los insomnes (y todavía hoy vuelvo a estar en él una y otra vez). Los primeros pájaros, en la oscuridad todavía, poco antes de llegar la primavera: como ocurría antes a menudo en época de Pascua, como mofándose, pero ahora mandando sus gritos estridentes a la cama de la celda, «otra-vez-una-noche-sin-dormir». Los relojes de los campanarios que tocaban cada cuarto de hora; incluso los más lejanos se oían perfectamente, mensajeros de otro día malo. Los bufidos y los maullidos agudos y penetrantes de dos gatos, enzarzados uno contra otro, cuando nada se
mueve, como manifestación sonora, como clara revelación del elemento bestial que se encuentra en el centro de nuestro mundo. Los pretendidos gritos o suspiros de placer de una mujer que, en el aire igualmente quieto, empiezan a oírse de un modo inesperado, justamente sobre el cráneo del insomne, como si, después de apretar un botón, se pusiera en marcha una máquina fabricada en serie, como si de repente se dejaran caer todas las máscaras del afecto y aparecieran el egoísmo pánico (aquí no se está amando una pareja, sino que, una vez más, se está amando cada uno a sí mismo en los gritos de su soledad) y la ordinariez general. Episódicos estados de ánimo del insomnio —sin embargo, para los insomnes permanentes, por lo menos así es como entiendo yo sus relatos, pueden aparecer como algo definitivo, se ensamblan formando regularidades regidas por una ley.
Pero tú, que eres un insomne crónico, ¿piensas hablar ahora de la imagen del mundo del insomnio o de la del cansancio?
El camino natural es ir de la del cansancio a la del insomnio, o, mejor dicho, en plural: voy a hablar de las diversas imágenes del mundo de los distintos cansancios.
Como para tener miedo fue, por ejemplo, en cierta ocasión, la forma de cansancio que pudo producirse junto a una mujer. No, este cansancio no se produjo, ocurrió, como un acontecimiento físico, como escisión. Y además nunca me alcanzaba a mí sólo, sino que al mismo tiempo alcanzaba siempre a la mujer, como si, al igual que ocurre con los cambios de tiempo, viniera de fuera, de la atmósfera, del espacio.
Estábamos allí, tumbados, de pie o sentados; un momento antes, de un modo evidente, estábamos formando una pareja, y un instante después estábamos separados irremisiblemente. Un momento como éste era siempre un momento de miedo, a veces incluso de terror; como cuando uno se cae de un modo violento: «¡Alto, no, no!».
Pero no había nada que hacer; los dos estábamos cayendo ya, cada uno por su lado; cada uno a su cansancio más propio y particular, no al nuestro, sino al mío de aquí y al tuyo de allí. Puede ser que en este caso el cansancio fuera sólo un nombre distinto para designar la carencia de sentimientos o la extrañeza, pero, por la presión que gravitaba en el entorno, era el nombre adecuado a la cosa. Aunque el lugar del suceso fuera, por ejemplo, un cine climatizado, se convertía en algo cálido y angosto. Las filas de butacas se curvaban. Los colores de la pantalla tomaban una tonalidad de azufre y luego palidecían y desaparecían. Cuando por casualidad nos tocábamos, una desagradable descarga eléctrica apartaba de una sacudida las manos de cada uno. «A media tarde del… un cansancio catastrófico irrumpió en el cine Apolo desde un cielo claro y despejado. Víctima de él fueron un hombre y una mujer, que, unidos hombro con hombro unos momentos antes, fueron catapultados, cada uno por su lado, por la onda expansiva del cansancio y, al final de la película, que por cierto se titulaba Sobre el amor, sin mirarse siquiera ni decir una sola palabra, siguieron cada uno un camino distinto que les separó para siempre.» Sí, estos cansancios que separan le golpean a uno siempre con la incapacidad de mirar y con la mudez; no, no le hubiera podido decir: «Estoy cansado de ti», ni siquiera un simple «¡cansado!» (lo que, como grito común, tal vez nos hubiera podido liberar de nuestros infiernos particulares): estos cansancios nos quemaban la capacidad de hablar, el alma, sin dejar rastro. ¡Si realmente hubiéramos tenido la posibilidad de seguir caminos separados! No, aquellos cansancios hacían que los que por dentro estaban escindidos, por fuera, como cuerpos, tuvieran que seguir estando juntos. Y luego ocurría que los dos, poseídos por el demonio del cansancio, empezaban ellos mismos a tener miedo.
 
¿A tener miedo de quién?
Siempre del otro. Aquel tipo de cansancio —sin habla, como tenía que seguir siendo — forzaba a la violencia. Ésta tal vez se manifestaba sólo en la mirada que deformaba al otro, no simplemente como persona aislada, sino como el otro sexo: feo y ridículo sexo de mujer o de hombre, con este modo de andar, metido en la sangre, propio de las mujeres, con estas incorregibles posturas de los hombres. O bien la violencia ocurría de un modo oculto, matando una mosca, como de paso, deshojando una flor, como si uno no se diera cuenta. Ocurría también que uno se hacía daño a sí mismo, una mordiéndose las yemas de los dedos, el otro tocando una llama; él dándose un puñetazo en la cara, ella, como un niño pequeño —sólo que sin las capas protectoras de éstos—, tirándose al suelo tan larga como era. A veces, uno de estos cansados caía sobre el otro, que estaba preso en las mismas redes que él, sobre el enemigo o la enemiga, pero además de un modo físico; quería quitárselo de encima, balbuciendo injurias a gritos intentaba librarse de él. Sin embargo, esta violencia del cansancio-de-pareja era la única manera de salir de éste; porque, por lo menos, después de la violencia, por regla general, se conseguía que cada uno fuera por su lado. O bien el cansancio daba paso a un agotamiento en el que al fin uno volvía a coger aire y podía pensar. Después, tal vez, uno volvía al otro y cada uno miraba fijamente al otro, temblando aún por lo que acababa de ocurrir, sin ser capaz de comprenderlo. De esto podía salir entonces una nueva mirada al otro, pero con ojos totalmente nuevos: «¿Pero qué es lo que nos ha pasado, en el cine, en la calle, en el puente?» (uno encontraba incluso la voz para decir esto; los dos a la vez, sin proponérselo, o el joven a la joven, o al revés). Hasta tal punto, que un cansancio como éste, suspendido sobre los jóvenes, podía llegar a significar incluso una transformación: la que convierte el despreocupado enamoramiento del principio en algo serio. A ninguno de los dos le pasaba por la mente culpar al otro de lo que acababa de hacer; en lugar de esto, un abrir los dos los ojos o algo, independiente de cada una de las dos personas, que condiciona su ser en común, su «devenir» común, de hombre y mujer, algo que antes se llamaba, por ejemplo, «una consecuencia del pecado original» y hoy en día no sé cómo. Si los dos consiguieran zafarse de este cansancio, serían el resto de su vida el uno para el otro, como sólo ocurre con dos personas que han escapado a una catástrofe, y un cansancio como éste no les volvería a ocurrir nunca más, es de esperar. Y vivirían juntos felices hasta que entre los dos se interpusiera algo distinto —mucho menos enigmático, mucho menos temible, mucho menos de extrañar que aquel cansancio: lo cotidiano, el ajetreo, las costumbres.
¿Pero sólo entre hombre y mujer hay cansancios que escinden?, ¿no los hay igualmente entre amigos?
No. Todas las veces que, en compañía de un amigo, he experimentado una sensación de cansancio, esto nunca ha sido una catástrofe. Lo he vivido como perteneciendo al curso de las cosas. A fin de cuentas, sólo estábamos juntos un tiempo, y, después de este tiempo, cada uno seguiría de nuevo su camino, consciente de la amistad, incluso después de una hora gris. Los cansancios entre amigos no eran peligrosos; por el contrario, los que se daban entre parejas jóvenes, las más de las veces entre parejas que no llevaban mucho tiempo saliendo juntas, eran un peligro. A diferencia de lo que ocurría en la amistad, en el amor —¿o cómo llamar a este sentimiento de plenitud y totalidad?—, al estallar el cansancio, de repente todo estaba en juego. Fin del hechizo; de pronto, las líneas de la imagen del otro desaparecían; él, ella, en el lapso de tiempo de un segundo de espanto, ya no daba ninguna imagen; la imagen del segundo anterior había sido simplemente un espejismo; de este modo, de un momento a otro era posible que entre los dos seres humanos se hubiera acabado todo; y lo más espantoso era que, debido a esto, también en uno mismo parecía que se había acabado todo; uno se encontraba a sí mismo tan feo, o, incluso, insignificante, como el otro, con el cual hacía un momento que, de un modo perceptible, había encarnado una forma de existencia («un solo cuerpo y una sola alma»); uno quería que a uno mismo, al igual que al maldito ser que tenía delante, le quitaran inmediatamente de allí, lo eliminaran; incluso las cosas que le rodeaban a uno caían hechas pedazos y se convertían en inutilidades («con qué cansancio y qué gastado pasa volando el tren rápido» —recordando los versos de un amigo): aquellos cansancios de pareja tenían el peligro de degenerar y, desbordándole a uno mismo, convertirse en cansancio de la vida, incluso en cansancio del Universo, de las hojas desmayadas de los árboles, del río que de repente avanza como paralizado, del cielo que palidece. Pero como tal cosa sólo ocurría cuando hombre y mujer estaban juntos, sin nadie más, con los años fui evitando todas las situaciones prolongadas del «estar a solas» (lo que tampoco era una solución, o era una solución cobarde).
Ahora es el momento de preguntar algo completamente distinto: ¿no estarás hablando de estos cansancios —terribles, malignos— sólo por obligación —porque forman parte de tu tema— y por ello, me parece a mí, de un modo pesado, moroso —la historia del cansancio violento era ciertamente exagerada, si no inventada—, sin entregarte del todo? (...)
 Otra experiencia de cansancio fue luego el trabajo por turnos, durante la época de estudiante, para ganar dinero. Se trabajaba desde primeras horas de la mañana —a las cuatro me levantaba para coger el primer tranvía, sin lavarme, orinaba en el cuarto en un tarro de mermelada vacío, para no molestar a la gente de la casa— hasta las primeras horas de la tarde; arriba, bajo el tejado, con luz artificial, en la sección de pedidos de unos almacenes, las semanas antes de Navidad y de Pascua. Yo rompía viejas cajas de cartón, las despiezaba y, con una gran guillotina, recortaba rectángulos que servían de refuerzos para el fondo y las paredes de nuevas cajas, empaquetadas luego al lado, en la sala de la cadena de montaje (una actividad en la que, a la larga, como ocurría en otros tiempos en casa partiendo y serrando leña, con su ritmo, al dejar libres mis pensamientos, aunque no de un modo excesivo, yo llegaba incluso a sentirme bien). Aquel nuevo cansancio llegaba así que, una vez terminado el turno, salíamos a la calle y cada uno seguía su camino. Entonces, de un modo repentino, solo en mi cansancio, parpadeando, con las gafas llenas de polvo, el cuello de la camisa abierto y lleno de suciedad, yo miraba con otros ojos la imagen familiar de la calle. Ahora, a diferencia de lo que ocurría antes, ya no me veía yendo con los otros que iban a las tiendas, a la estación, a los cines, a la Universidad. Aunque andaba en un cansancio despierto, sin somnolencia, sin estar encerrado en mí mismo, me sentía fuera de las barreras de la sociedad, y esto era un momento terrible; yo era el único que me movía en dirección contraria a todos los demás, adentrándome en el extravío.
En las aulas de la tarde, a las que yo entraba como si fueran espacios prohibidos, todavía podía oír menos que antes las cantinelas de los profesores; en realidad, lo que se decía no iba dirigido a mí, que ni siquiera era algo así como un oyente. Día a día anhelaba cada vez más meterme en los pequeños grupos de los que hacían turnos de trabajo arriba en el desván, y ahora, al revivir de nuevo esta imagen, me doy cuenta de que ya entonces, muy pronto, con diecinueve, veinte años, mucho antes de ponerme a escribir en serio, dejé de sentirme como un estudiante entre los estudiantes, y esto no fue ningún sentimiento agradable, más bien un sentimiento de miedo.
¿No te llama la atención que las imágenes de cansancio que estás dando, en un estilo levemente romántico, son sólo las de tus obreros y las de tus Keuschler, pero nunca las de ciudadanos, ni grandes ni pequeños?
Simplemente, es que con los ciudadanos jamás he experimentado aquellos cansancios.
¿No te los puedes imaginar por lo menos?
No. A mí me parece que el cansancio no es cosa suya; lo ven como una manera de comportarse que no es correcta, como ir descalzo, por ejemplo. Y además no son capaces de dar una imagen del cansancio; pues sus actividades, éstas no son así. Todo lo más, al final podrán mostrar un cansancio mortal, como es de esperar nos ocurrirá a todos. De igual modo, no me es posible imaginarme el cansancio de un rico, o de un poderoso, a excepción tal vez del cansancio de los reyes que han abdicado, Edipo y Lear. En las horas de descanso no veo ni siquiera gente activa y eficaz que salga cansada de las empresas totalmente automatizadas de nuestros días, sino gente estirada, con aire dominador, con caras de vencedores y enormes manos de bebés que dan manotazos a un lado y a otro, gentes que en las máquinas de juegos de la esquina van a continuar inmediatamente con sus gestos a la vez perezosos y activos. (Sé lo que vas a objetar ahora: «También tú, antes de decir esto, deberías cansarte de verdad, de este modo guardarías la medida». Pero: yo a veces tengo que ser injusto, incluso me gusta serlo. Y además, al ir siguiendo estas imágenes, de acuerdo con mis reproches, estoy cansado de verdad.)
Un cansancio comparable al cansancio de los que hacían turnos lo conocí al fin —fue mi única posibilidad— cuando estuve «yendo a escribir» todos los días, durante meses. De nuevo, al salir luego a las calles de la ciudad, me sentía como alguien que ya no pertenece al gran número de los que hay allí. Sin embargo, el sentimiento que me acompañaba era en este caso un sentimiento distinto: ser alguien que no tomaba parte en la cotidianeidad habitual no me importaba; al contrario, en el cansancio que en mí provocaba la creación, cercano al agotamiento, sentía yo en torno a mí una sensación agradable: no eran los otros los que eran inaccesibles para mí, sino que yo lo era para ellos, para cada uno de ellos. Qué me importaban vuestras diversiones, fiestas, abrazos… si yo tenía los árboles allí, la hierba, la pantalla de cine donde Robert Mitchum, actuando, ponía sólo para mí sus caras inescrutables, los jukebox en los que Bob Dylan cantaba sólo para mí «Sad-Eyed Lady of the Lowlands» o Ray Davies su «I’m Not Like Everybody Else», que era también el mío.

No conozco ninguna receta, ni para mí mismo. Sólo sé esto: estos cansancios no se pueden planificar; no pueden ser una meta que uno se proponga. Pero sé también que jamás llegan sin fundamento, sino siempre después de una fatiga, en la transición, después de haber superado algo.
Y ahora levantémonos y salgamos, afuera, a las calles, a estar con la gente, para ver si tal vez en este tiempo, un cansancio pequeño, común, nos hace una seña y nos cuenta algo.
¿Pero no es verdad que al auténtico estar cansado corresponde estar sentado, al igual que al auténtico preguntar corresponde estar de pie? Como aquella vieja encorvada del jardín de la fonda, que al ser trasladada una vez más por su hijo, ya de cabello cano pero eternamente ajetreado, dijo una vez: «¡Ah, quedémonos un rato más sentados!».
Sí, sentémonos. Pero no aquí, donde no hay nadie, en el murmullo del eucaliptus, solos, sino a la vera de los paseos y de las avenidas, mirando lo que pasa, tal vez con un jukebox al alcance.
Pero en toda España no hay ningún jukebox. Aquí en Linares hay uno, uno muy curioso.
Cuenta.
No. Otra vez, en un ensayo sobre el jukebox. Tal vez.
¡Pero ahora, antes de irnos-a-la-calle, una última imagen del cansancio!
Bien. Es al mismo tiempo mi última imagen de la Humanidad: reconciliada en sus
últimos momentos, los últimos de verdad, en un cansancio cósmico.
 Peter Handke escribió entre Burgos y Soria su obra 'Ensayo sobre el jukebox' y se declaraba seguidor del Numancia.
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