ARREBATOS ALÍRICOS

Me fui sobreviviendo como pude

(José Luis Piquero)


domingo, 26 de octubre de 2014

Hipsters de izquierdas

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En una mítica biografía de Philip K. Dick, Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos, escrita por Emmanuel Carrère, se recuerda que los grupos más vanguardistas de la contracultura de los años sesenta esperaban que el militarismo de Estados Unidos terminase en los próximos veinte años, cuando la mayoría de la población del país (incluido el futuro presidente) hubiera probado el LSD. Hoy suena a ingenuidad, pero tampoco hemos avanzado tanto. (...)
Algunos investigadores culturales antisistema, críticos con las industrias creativas, hablan del poder subversivo de las "narrativas transmedia", que en cristiano quiere decir la posibilidad de contestar a los relatos dominantes a través de tablets, smartphones y redes sociales. De acuerdo: Internet facilita hacer chistes contra los de arriba, pero no está claro que sea una herramienta crítica eficaz. El resultado, más bien, es que no nos conformamos en pasar una hora viendo el telediario, sino que complementamos con otras dos haciendo memes irónicos de Ángela Merkel, doblajes alternativos de las apariciones de Rajoy y perfiles fake en Twitter de Pilar Rahola. ¿Significa esto que vivimos una cultura más horizontal o que nos hemos convertido en redactores de El Intermedio sin remunerar?

Cuando apareció el movimiento ciudadano Podemos, con sus argumentos al alcance de todos los públicos, los hipsters de izquierda se volcaron en la red para hacer gracietas sobre que sus dirigentes compraban ropa en Alcampo, usaban medios tan viejunos como la radio y la televisión y tenían pinta de escuchar música tan cutre como Pedro Guerra, Metallica y Red Hot Chili Peppers. Pensé que su postura se parecía bastante a tunear el lema de la anarquista Emma Goldman para que dijera "si se apunta mi cuñado, no es mi revolución". Por suerte o por desgracia, cualquier posibilidad de cambio político relevante pasa por implicar a "las masas", esos seres poco cool que escuchan a Enrique Bunbury, van en traje a la oficina y obtienen la mayoría de su información política en medios como Onda Cero.

Indies, hipsters y gafapastas: Crónica de una dominación cultural.
Víctor Lenore.

sábado, 27 de septiembre de 2014

Entrevista a Víctor Martín Iglesias

El gran y liliputiense Jorge Posada entrevista al no menos grande (ni menos liliputienseVíctor Martín Iglesias en un blog imprescindible para conocer la mejor poesía latinoamericana, Transtierros.

Pueden leer la entrevista aquí.

miércoles, 13 de agosto de 2014

"Como les iba diciendo" (Nicanor Parra)


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yo soy número uno en todo
no ha habido -no hay- no habrá
sujeto de mayor potencia sexual que yo
una vez hice eyacular diecisiete veces consecutivas
a una empleada doméstica

yo soy el descubridor de Gabriela Mistral
antes de mí no se tenía idea de poesía
soy deportista: recorro los cien metros planos
en un abrir y cerrar de ojos

a lo mejor ustedes no tienen idea de nada

han de saber que yo introduje el cine sonoro en Chile
en cierto sentido podría decirse
que yo soy el primer obispo de este país
el primer fabricante de sombreros
el primer individuo que sospechó
la posibilidad de los vuelos espaciales

yo le dije al Che Guevara que Bolivia no
le expliqué con lujos de detalles
y le advertí que arriesgaba la vida

de haberme hecho caso
no le hubiera ocurrido lo que le ocurrió
¿recuerdan ustedes lo que le ocurrió al Che Guevara en Bolivia?
imbécil me decían en el colegio
pero yo era el primer alumno del curso
tal como ustedes me ven
joven-buen mozo-inteligente
genial diría yo
irresistible
con una verga de padre y señor mío
que las colegialas adivinan de lejos
a pesar de que yo trato de disimular al máximo

domingo, 10 de agosto de 2014

Casualidades

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La vida es cuestión de casualidades (al menos, para los idiotas que no sabemos hacer planes): como no contaba con la más mínima opción de sacar plaza en las oposiciones de este año, al tener que elegir futuribles centros en la solicitud previa opté por marcar apenas tres o cuatro, elegidos al azar y (friqui que es uno, qué le vamos a hacer) basándome exclusivamente en su nombre, es decir, que recuerde, Chaves Nogales, Antonio Machado y Miguel Hernández.

Sin embargo, finalmente, saqué plaza y mi primer destino como funcionario (en prácticas) será el centro que debe su nombre al periodista sevillano (Chaves Nogales), símbolo de profesional honrado que cayó en el ostracismo más absoluto por no aliarse con "hunos" ni "hotros" durante la Guerra Civil, situado en un barrio al que Pablo García Casado dedicó un poema (Sevilla Este), a 16 minutos en coche de la calle Sierpes, 22 del campo del Betis y a 13 de un sitio llamado Valdezorras. No parece mal sitio para empezar.

sábado, 19 de julio de 2014

Impossible is nazi




Si algo nos enseñaron Aquarius y el Cholo Simeone es que no hay nada imposible en esta vida:
Finalmente, tras haberme presentado en 2008 y 2010 y no haber podido intentarlo en 2012, puedo confirmar que he sacado mi plaza fija de funcionario como profesor de Lengua Castellana y Literatura.
Por eso, antes de perder la consciencia y, tal vez, la memoria, por una celebración que deje en bragas la visita de El Cigala a El Hormiguero, me gustaría acordarme de mi querida Carmela TC, que en los días previos al examen me enseñó, literalmente, más de Pragmática e Historia de la Lengua de lo que aprendí en 4 años de carrera; de mi hermana, Sara Pd, que me ayudó más con mi Programación y mis “defensas” que el mismísimo Actimel; de mis padres, Puri Dacosta Peña y Manolo Peña Sanz, sin quienes nunca me habría presentado en 2008 y que, desde entonces, me han suministrado en todo momento ayuda económica, moral y humanitaria y, muy especialmente, de María Ponz, que ha sido la mejor chófer, coach, informática, preparadora, psicóloga y cómplice, capaces todos de lidiar con mis tremendos problemas a la hora de concentrarme, esforzarme, acordarme de lo importante o, simplemente, centrarme un poco. Gracias eternas, sus quiero.
Bien, dicho esto, toca divagar un poco:
Considero que uno de los grandes fallos de este país desde la Transición fue no lograr hacer de lo público un fortín libre de mamoneos y enchufes que admitiera solo a los mejor preparados. Dado que actualmente estamos a ver si podemos corregir algunos de los fallos de entonces, deberíamos tenerlo en cuenta a la hora de reclamar un sistema de acceso menos arbitrario y mejor, con más garantías, derechos y respeto hacia quien se juega mucho tiempo de esfuerzo. En cambio, hoy en día, las oposiciones son un sistema injusto que no mide la valía como profesor de quien se presenta y que, además, son demasiado subjetivas y aleatorias como para asegurar que premian a quien más se ha esforzado en hacer bien el examen, y esto no debe olvidarse nunca, te toque tener suerte o no. Por ello, sin querer insinuar que vaya a renunciar a mi plaza (¡JA!) o que me haya estado tocando los huevos con la misma intensidad los 12 meses del año, estoy seguro de que hay varios centenares de personas que se lo han merecido más que yo y que no han tenido la misma fortuna. Por eso, aprovecho también para acordarme de, entre otros, Lydia o Marian, confiando en que el sistema será un poco menos injusto cuando ellas saquen plaza en unos días o en 2015.

Y ahora sí, me voy a celebrar.

lunes, 2 de junio de 2014

Pero sigo siendo el Rey...

Desde el anuncio de la abdicación, no puedo evitar imaginarme al artista antes conocido como Juan Carlos I, completamente borracho, cantando a gritos el clásico de José Alfredo. Concretamente, en esta versión:


viernes, 30 de mayo de 2014

"Gol" (magnífico cuento de fútbol escrito por Rafael Azcona)


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Debía faltar poco más de un minuto para que el árbitro señalara el final de la prórroga, y el 0-0 en el marcador seguía negándole al equipo del viejo Panocha los puntos que necesitaba para ascender automáticamente a primera división. Fue entonces cuando la pelota, despejada de un patadón por alguno de sus compañeros, y como llovida del cielo- nunca mejor dicho, porque estaba diluviando-, vino a caer en el fango que ocultaba las líneas del campo, justo en las cercanías de la que lo partía por la mitad, un territorio en el que Panocha vivaqueaba desde hacía un par de temporadas con el permiso del entrenador: cada vez que obligado por las lesiones o las tarjetas lo levantaba del banquillo, junto a la orden de quitarse el chándal el míster le concedía tácitamente la autorización para quedarse allá arriba: “Salga, Panocha. No le pido que corra, sólo le ruego que no se me siente”, eso le decía aquel cantamañanas convencido de que no existía ninguna diferencia entre la pizarra y el césped y de que los goles los metía él desde la banda con sus mocasines italianos. Pero Panocha no podía negar- al contrario, lo asumía- que si bajaba a defender su puerta luego no tenía resuello para subir a atacar la contraria, y él era- o había sido- eso que se llama un goleador nato.
Todo lo que tengo que hacer- pensó Panocha, ya con el balón en los pies- es levantarlo del barro, levarlo hasta la portería contraria, esperar la salida del portero, dejarlo tirado con un regate, y cuando esos comemierdas de las gradas empiecen a cantar el gol, hacerles un corte de mangas, o mejor, enseñarles los huevos, y echar la pelota fuera con la patada de Charlot.
Miró hacia atrás para calcular sus posibilidades de éxito: aunque los tacos se les quedaran clavados en el lodo, los jugadores rivales- todavía ante la portería del equipo de Panocha, a la que habían acudido para rematar un saque de esquina- no se iban a quedar mirando cómo él avanzaba hacia la de ellos, custodiada únicamente por el portero, y seguro que se alcanzarlo lo zancadillearían sin ningún miramiento. ¿A quién le iba a importar una tarjeta más o menos en el último partido de la temporada y con la prórroga dando las últimas boqueadas? Luego estaban sus propios compañeros, para quienes Panocha era un prescindible suplente sin ninguna autoridad: seguro que habría algún titular dispuesto a echar el bofe por la boca para llegar a su altura y exigirle que le cediera el honor y gloria- con el consiguiente aumento de la ficha- de marcar aquel gol de oro.
Mal nacidos. Pero a mí no me estropean el pasodoble, por la gloria de mi madre, pobrecita, lo que pudo llorar aquella santa cada vez que yo volvía a casa con los zapatos rotos y las canillas llenas de cardenales.
Y allí venían, dos, tres, cuatro y hasta seis de aquellos mal nacidos, inidentificable bajo la capa de barro que ocultaba sus rostros, sus números y hasta el color de sus camisetas, decididos a estropearle el pasodoble. Pero Panocha llevaba en el campo cinco minutos escasos, el entrenador lo había sacado con vistas a la tanda de penaltis- a balón parado prefería la serenidad del veterano a los nervios de los canteranos- y mientras que él conservaba impolutos el pantalón y la camiseta e intactas sus reservas físicas- que no eran muchas, cierto, pero que deberían bastarle para llevar a cabo su proeza-, a los demás les pesaba en las piernas el cansancio acumulado a lo largo de las dos horas de partido, un encuentro que había salido bronco, pródigo en choques físicos, sin otras vías de solución que el patadón y tente tieso.
Venga, Panochita, pica el pelotón, y vamos a ajustarle las cuentas al fútbol y a la vida, que así se las ponían a fernandoséptimo.
Y lo picó, con la puntera de la bota izquierda, que era la buena, saboreando ya su venganza. Qué estupidez degustarla fría, mejor paladearla ardiendo; se iban a enterar de quién era Panocha directivos, entrenadores, jugadores, periodistas, hinchas, aficionados y miserables en general que lohabían utilizado, cada uno para sus propios fines, durante la tira de años que llevaba en el club, primero como promesa sin otra compensación que el placer de jugar, luego como figura esclavizada y mal pagada, al final como artrósico ejemplar, de una especie a extinguir, estafado por los presidentes, humillado por los místeres, ninguneado por los compañeros, despreciado por los críticos, ridiculizado por el público, puteado por su propia mujer. Porque la desgraciada, apenas intuyó el comienzo de su ocaso, se largó a Los Ángeles con un alero de baloncesto a poco de conocerlo en la fiesta que siguió a la concesión de unos premios al juego limpio. Al ferplei, como decían los mamones de la Federación.
Y yo, mientras aquel negro lleno de dientes me la bailaba, y cómo bailaba el tío, con lo alto que era, que la cabeza de Paquita le quedaba a la altura del ombligo cuando la abrazaba para bailar agarrados, y yo allí, en el borde de la pista, bajito y escayolado, con el tendón de Aquiles hecho cisco tras una alevosa patada que me sacudieron por detrás.¡Toma ferplei, Panochita!
El punterazo había desplazado el balón una veintena de metros, y ahora le esperaba fondeado en un enorme charco. Parecía recién salido de una lavandería, y sin embargo, al darle la segunda patada, Panocha- que ya acezaba como un bulldog subiendo unas escaleras- lo sintió más pesado que la primera, cosa verdaderamente extraña, pues en la primera, a pesar de estar rebozado en barro y con laguna pella de césped pegado a sus costuras, lo había encontrado más liviano y manejable que nunca, y en cambio ahora, aunque estaba limpio como una patena, tuvo la impresión de que pesaba lo que una sandía de tres o cuatro kilos. Y la imagen de la sandía le hizo sentir una sed de beduino, una sed que le obligó a levantar la cabeza y, sin dejar de correr, abrir la boca para beberse a tragos la lluvia.
Como si pesa una arroba. La directiva, los accionistas, la marca patrocinadora, el nuevo entrenador y la madre que los parió se van a quedar con las ganas de echarme, que es lo primero que harían de subir a primera, darme la libertad, como ellos dicen. A buenas horas, mangas verdes, la libertad me la debieron dar diez años atrás, cuando marcaba quince goles por temporada y el Madrid se interesó por mí.
Esta vez el esférico- el esférico, eso también lo decían ellos- había recorrido una docena de metros y Panocha lo alcanzó cuando empezaba a oír, todavía lejanos, los gritos del nueve, aquel turco en quien ahora tenía la afición puestas sus esperanzas y complacencias, y al que reconoció por el acento:
- ¡Pasa pelota, pasa pelota!
Estaba apañado: a menos de veinte metros de la puerta enemiga y con el indefenso portero como único obstáculo, Panocha no le haría cedido el balón ni por un carro de azafrán- que según su abuela era lo que más valía en el mundo- ni al iluso turco ni al mismísimo Maradona en la plenitud de sus facultades. Y superando el terrible ahoguío que amenazaba con asfixiarlo, le dio la tercera patada a la puñetera sandía- su peso debía andar ahora por los diez o doce kilos, y su corazón por los doscientos o trescientos latidos por minuto- y reemprendió la carrera convencido de que iba a reventar de un momento a otro.
Tengo que llegar. Porque cuando llegue a la línea de meta y eche fuera el balón, la moral del equipo se va a quedar hecha una braga, los que lancen los penaltis los fallarán todos, y los tíos de la directiva, que cuando ganamos presumen de cargo fumando Montecristos en la televisión, esta noche tendrán que quedarse en sus casas llorando lágrimas de sangre. Que se jodan: eso les pasa por no haberme traspasado al Madrid.
Sólo Panocha sabía todo lo que soñó a cuenta del Madrid y de Madrid; él ya había jugado en el Bernabéu contra el Castilla sin sentirse intimidado por su graderío: la conquista de la ciudad empezaba por exigir en el contrato un chalé en una buena zona residencial y el último modelo de BMW que era un coche que le gustaba mucho; hasta se compró un plano para marcar con un rotulador el itinerario de Majadahonda a Chamartín, y a todo el que iba a la capital del reino le pedía que le trajera La Guía del Ocio para estar al tanto de las cosas. Pero los mangantes de su club lo engañaron: según ellos, un ojeador italiano se había puesto en contacto con el presidente, Panochita no debía precipitarse, la Liga italiana era la mejor del mundo, cómo se iba a perder la dolce vita por ir a los sanisidros, donde estuvieran los espaguetis que se quitara el cocido madrileño, y en cuanto a las tías- que era lo más importante- ¿iba a comparar las españolas con las italianas?
Y así, cuando aquella entrada criminal me dejó sin meniscos ni ligamentos y me pasé un año en rehabilitación, ni dolce vita, ni sanisidros, ni espaguetis, ni cocido madrileño, ni italianas ni pollas en vinagre.
De la cal que marcaba los límites del área enemiga no quedaban rastros, pero Panocha, tras calcular que el balónde había clavado en el barrizal a la altura del ángulo derecho, con una mirada hacia atrás se cercioró de que sus perseguidores no tenían ninguna posibilidad de impedirle llevar a cabo lo que se proponía, y con las manos apoyadas en los muslos y el cuerpo echado hacia adelante dedicó unos segundos a regularizar el resuello; podría haber mandado ya la pelota a la grada de un voleón, pero aquello hubiera sido una chapuza. No, lo bueno era burlar al portero, y ya solo ante los tres palos, cortar en agraz el “¡Goooool!” de la hinchada tirando la bolita fuera en lugar de meterla dentro.
Cabrones. Antes no me dejaban pagar en los bares, y ahora desvían la mirada para no hablarme. Fulanos que entonces me ofrecían a sus hermanas, a sus novias y hasta a sus mujeres, hoy levantan el índice y el meñique para llamarme cornudo a mis espaldas.
Había dejado de llover. La boca le sabía a cuchillo de cocina. Metió la puntera de la bota, siempre la izquierda, bajo la pelota, y la impulsó hacia delante un par de metros para cebar al portero, mientras volvía a oír la voz del turco, que habituado a llamar a todo cristo por su número en su macarrónico italiano, se desgañitaba todavía a la altura de la línea media rival encabezando el tropel de perseguidores:
- ¡Úndichi, úndichi, dami la pelota, puta madre!
Porque, eso sí, las expresiones malsonantes, como decía el presidente del club- un meapilas de mucho cuidado que pretendía hacerles rezar el rosario en las concentraciones- era lo primero que aprendían los extranjeros.
El sombrero le salió perfecto y el portero, en su afán de revolverse, patinó y al perder pie quedó con la cara incrustada en el fango. Panocha, con todo el sosiego que le permitía su disnea, avanzó hacia la puerta contrario acompañado por los rugidos del público, y cuando estuvo a tres metros de la línea de meta se volvió hacia el palco presidencial en particular y hacia la afición en general, extendió el brazo derecho, con la mano izquierda se dio un seco golpe en el bíceps, y empinó el antebrazo contra el cielo; después, con mucha calma, elevó la pelota a l altura de su cadera, y con displicente golpe de tacón la echó fuera justo en el instante en que se le venía encima el montón de gente que había atravesado el campo persiguiéndole:
- ¡Gooooool!
El grito del público pilló al viejo y feliz Panocha de espaldas a la puerta. Cuando de volvió, perplejo, y vio el jodido esférico entre las mallas, ni siquiera pudo descargar su rabia en una blasfemia, porque sus compañeros le cayeron encima para abrazarlo y besuquearlo.
Qué malo eres, Panochita, se dijo, rompiendo a llorar. Pero mientras caía a al suelo, aplastado por aquella masa de carne sudada y gozosa, en las gradas se alzó un himno:
- ¡Panocha, Panocha, Panocha es cojonudo, como Panocha, no hay ninguno!
Y sin dejar de llorar, el viejo Panocha, Panochita, empezó a derretirse en un delicioso deliquio y eyaculó como hacía siglos que no eyaculaba.
 (Rafael Azcona
Publicado por El Pais Semanal, el 20 de julio de 1997)

sábado, 30 de noviembre de 2013

El género Cumbreño

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A muchos o, espero, a alguno de los presentes, tal vez les sorprenda, antes que nada, que hoy presentemos dos libros de un mismo autor. Sin embargo, esto no es tan extraño teniendo en cuenta que José María Cumbreño es un poeta nacido en Cáceres que, desde que debutara en el año 2000 con Las ciudades de la llanura, ha publicado un total de 11 libros y 2 antologías, lo que supone una media de libro por año y, si eliminamos las antologías, de 0,85 libros por año. Además, dirige una de las mejores editoriales de poesía en castellano, Ediciones Liliputienses, que, desde que hace poco más de veintiseis meses comenzara su andadura, ha publicado un total de 36 magníficos libros, es decir, 1,38 libros al mes.
Cabría pensar entonces que Cumbreño se dedica exclusivamente a la literatura, mientras es alimentado por un gotero, hace sus necesidades por una sonda y es espoleado a latigazos, pongamos que uno cada 4,67 minutos, por algún negrero que cobra, pongamos 6,25 euros la hora (según convenio). Pero no, resulta que Cumbreño es profesor de Secundaria en un instituto, lo que suponen unas 20 horas a la semana de clase, más otras 17 reconocidas (no hagan caso a Esperanza Aguirre) de trabajo en casa y que, además, ese centro está en Mérida, lo que suponen 2 horas más de viaje entre ir y volver cada día… A esto hay que sumar que, lejos de vivir en la cueva a la que cabía apuntar por lógica, Cumbreño vive en una casa con su mujer, por suerte, solo una y dos niños pequeños. Además, tiene un blog.
Por todo esto, la primera pregunta que, cuando empiece el coloquio, yo haría si estuviera entre el público sería: ¿cómo cojones lo hace? Bien, en "Una casa llena de ruido", el precioso texto con el que cierra La temperatura de las palabras, tenemos algunos trucos y un resumen:

“Escribir habiendo descubierto que el verdadero dilema
no es escribir o vivir, sino escribir o dormir”

Sin embargo, por mucho que no duerma, el día sigue teniendo 24 horas, y no parece solución suficiente. La única posibilidad sería que Cumbreño sea un genio y tenga un sistema. Con sistema me refiero a que, a la manera de Simenon, desarrolle sus obras con un esquema eficaz pero repetitivo, como un engranaje que le permita automatizar el proceso.
Pues todo lo contrario: Cumbreño tiene un estilo propio, sí, muy reconocible, sin duda, pero su literatura parece partir sobre todo de la búsqueda. Da incluso la sensación de que va descubriendo el mundo, la poesía o alguna reflexión a medida que la va escribiendo. De ahí probablemente su insistencia a la hora de mezclar, revolver y confundir géneros: da la impresión de que Cumbreño, cuando se pone a escribir, no sólo no tiene establecido ningún engranaje perfecto sino ni siquiera trazado un plan previo. De ahí que sepa mezclar con tanto acierto prosa, poesía, memorias o ensayo. De ahí que no le quede más remedio que ser un genio.
En realidad, creo que el único truco de Cumbreño o, al menos, el único que servidor haya podido desentrañar, es su habilidad para encontrar poesía en cualquier parte: en las respuestas de sus alumnos (como la alumna que en la oración Laura quiere a David argumentó que a David era un “Complemento Sentimental”) o, muy especialmente, en la poesía inconsciente de los niños, como cuando su hija Irene le dice a su madre mirándola de cerca: “mamá, en tus ojos estoy yo”.
Hoy Cumbreño viene a presentar dos libros, dos: uno muy fino, muy intenso, muy duro, digamos que de poesía, aunque también contiene varios textos en prosa, llamado Made in china. Y otro más grueso, también intenso a su manera, menos duro, digamos que de memorias, aunque también contiene, sin duda ,poesía: La temperatura de las palabras. Pero vayamos por partes:

MADE IN CHINA (De la luna Libros)



Son treinta y nueve poemas y cuatro textos misceláneos que llevan el mismo título repetido, o mejor, copiado "Made in China". Pero, como todos sabemos, las copias no son nunca iguales al original, si es que el original existe…
Este libro puede parecer muy narrativo, ya que lo que nos cuenta es la relación entre Emilia, una anciana española y Gladys, la inmigrante ecuatoriana encargada de cuidarla en el último periodo de su vida. Sin embargo, esto no quiere decir que el libro sea poco poético, aunque posiblemente guste a gente que normalmente desprecie la poesía, dado que cuenta con unos personajes e incluso distintas ramificaciones, como los hijos y nietos de Emilia, la madre y los hijos de Gladys, el choque cultural y demás. Sin embargo, el mejor resumen del libro viene contenido en el poema llamado "Treinta y seis (Motivos para escribir un libro)":

Hay libros que se escriben (dicen) por necesidad.
Hay libros que se escriben (aseguran) por interés.
Y otros, como éste, simplemente por mala conciencia.

En cuanto al estilo del poemario, también aparece desvelado en el último poema, una poética magnífica que espero que, si le parece, luego Chema lea al completo, pero del que yo voy a extirpar violentamente unos versos que, como digo, resumen la declaración de intenciones del libro:

aunque suene a contradicción,
la literatura, para serlo de verdad,
debe tratar por todos los medios
de no parecer literatura.

Pero quizás el verdadero tema del libro sea reflexionar sobre nuestra condición de extranjeros perpetuos, tantas veces extranjeros de nosotros mismos.


LA TEMPERATURA DE LAS PALABRAS (La Isla de Siltolá)



Como hemos dicho, recoge, a modo de dietario, la vida de Cumbreño desde Enero de 2009 hasta Septiembre de 2011. En estos casi 3 años tiene tiempo de trabajar en una editorial, Littera Libros, escribir, editar, publicar y presentar varios libros interesantes, abandonar la editorial y fundar la magnífica La Biblioteca de Gulliver, enfadarse, dar clases, vivir anécdotas, indignarse, enfadarse, desilusionarse, ver crecer a su hija, enfadarse (tiene cierta tendencia, hay que decir) y, en definitiva, por tópico que suene, a vivir.
Como seguidor del blog de Chema, siempre he admirado su habilidad para meterse en charcos, su incontinencia ante las injusticias y su capacidad para mantener el lirismo e, incluso, el ritmo, aunque esté cagándose en los muertos del último jurado literario corrupto. Por eso, cuando supe que iba a editar un libro que recogía lo publicado en su blog, supuse que iba a ahorrarse ciertas críticas o comentarios a los todopoderosos… Pues no.
            Es un libro cargado de reflexiones y, como decía antes, de búsqueda: asistimos muchas veces al mismo proceso en que Cumbreño lee un libro, le fascina, se pone a buscar al autor por Internet, le localiza, le convence de que no es una broma, que quiere editarle, y le edita.
No hay ningún tipo de poda, aquí se refleja el estado vital de Cumbreño, lo cual, por supuesto, implica contradicciones: así, alguno se sonreirá con que en Febrero de 2010 anuncie su decisión de alejarse del mundo de la edición y que apenas un año y medio después se lance a tumba abierta a una aventura editorial que llevará él sólo.
            Otra vez, el mejor resumen del libro lo hace el propio autor, en un texto llamado, precisamente, "Me gustan las personas que no se esconden" y que está dedicado a Álvaro Valverde. En él, escribe Cumbreño:
“la literatura o es pasión o no es. El café no sabe igual con leche desnatada”


En definitiva, en cualquiera de los dos libros encontrarán mucha pasión y literatura poco desnatada. Para resumir, Made in China es un libro, principalmente, de poesía, que contiene varios de los elementos por los que admiro a Cumbreño como escritor. Por su parte, La temperatura de las palabras es un libro, sobre todo, de memorias, que contiene muchos de los elementos por los que admiro a Chema como persona.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Cumbreño llega con un par


Este viernes 29 a las 20:30 el gran José María Cumbreño presentará dos grandes libros, dos, en la Puerta Tannhäuser de Plasencia.
Al referirnos a un autor como Chema, resulta complicado hablar de géneros, pues una de sus muchas virtudes es la habilidad para mezclar poesía, narración y autobiografía de forma natural y acertada. Pese a todo, yo les diría que Made in China (editado por de la luna libros) es, principalmente, un pequeño gran libro de poemas, intenso y duro, sobre la relación entre una anciana con problemas de salud y la inmigrante encargada de su cuidado en el último periodo de su vida. Por otro lado, si tuviera que hacerlo, definiría brevemente La temperatura de las palabras (editado por La Isla de Siltolá) como un interesantísimo diario que recoge las ilusiones, desilusiones y reflexiones vitales, sociales y literarias de Cumbreño entre Enero de 2009 y Septiembre de 2011, destacando su lirismo, su humor, su franqueza y su incapacidad absoluta para morderse la lengua. Sin embargo, como nos enseña la cita de Oliver W. Holmes que Cumbreño ha elegido como epígrafe: "el joven conoce las reglas, pero el viejo las excepciones" y, aunque, como pueden ver en la foto, Chema sigue siendo y estando joven, nunca dejará de ser mayor y más sabio que yo.
Este viernes intentaremos que disfruten de las reglas, excepciones, y contradicciones de un autor brillante desde que inició su carrera literaria hace ya diez años y, últimamente, cada vez más necesario. Para muestra, dos botones, dos:

DIECIOCHO

Camino, oigo a la gente hablar. Y, aunque el idioma es el mismo, me siento extraña, cada vez más extraña... Camino y ni siquiera parece que estoy pisando del todo.

VEINTITRÉS

Todas las tardes, después de comer, Emilia y Gladys se sientan en la mesa camilla para ver juntas la telenovela.

Allí, en silencio, frente a la pantalla iluminada (un argumento previsible, unos personajes planos, un final feliz), las dos se compadecen por igual de la fortuna adversa de la protagonista y sufren de la misma manera con las asechanzas del villano.

Las dos paradas en aquel salón.

Las dos llegadas de muy lejos: una, de la necesidad; la otra, del olvido.


miércoles, 20 de noviembre de 2013

Confesiones de un soltero autopoético en Plasencia


Tras el éxito de la primera y segunda edición, Manuel del Barrio Donaire presenta la tercera edición de su antología poética "¿Por qué hay un plato que gira dentro del microondas”, prologada por Víctor Martín Iglesias y Víctor Peña Dacosta, que le acompañarán en la presentación en la Sala Verdugo a las 20h. Allí, firmarán libros, leerán poemas, responderán preguntas e intentarán hacer las delicias del respetable.
Posteriormente, su álter ego, Danilo T. Brown, acompañado de lo que quede de Víctor Martín y Víctor Peña, leerá poemas, bailará, se quitará la ropa, hablará de su novela inédita y otras estupideces en la Sesión Golfa de las 22:30 en la Librería Café Puerta de Tannhaüser. También se sortearán libros, habrá alcohol y, por fin, se desvelará la gran incógnita: “¿por qué hay un plato que gira dentro del microondas?”.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

Sevilla Este

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Es un hombre que camina solo por el barrio. Un martes por la mañana a la hora en que los demás trabajan. Que mira su teléfono móvil comprobando que funciona correctamente, que tiene suficiente batería y cobertura. Que todavía puede controlar la situación. Es un hombre a la espera de noticias, que ha salido de casa porque necesita pensar, pensar en algo. Su mujer lo mira desde el balcón con el niño en brazos, el camisón deja entrever los pechos caídos de la maternidad. Pechos una vez de brillantina, la locura de la sala de fiestas, todos esos hombres y sólo tú, con tu cara de pájaro. Ven aquí, voy a llevarte lejos de este infierno, tengo negocios. El mismo hombre que hoy se arrodilla en el cajero automático y que suplica, perdónanos, Señor, perdónanos.

Dinero
Pablo García Casado

DVD Ediciones, Barcelona, 2007.

jueves, 19 de septiembre de 2013

Aquella era una mujer buena.

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No había cenado (apenas tal vez un bocado en el tren antes de bajar a la cantina) y llevaba ya varias horas vagando por la noche y la estación y la ciudad, de modo que, pese a la angustia y el desamparo, pese al desconcierto y la zozobra, había llegado ya el momento en que el forastero se resignaba a la desdicha. (…) Se fue acercando, pues, despacio, siguiendo la llamada del olor y el apetito, a la luz de la ventana. A través de ella vio una mujer faenando en el interior. Era un cuarto diminuto, al que se accedía por alguna puerta interna y aparentemente secreta, pues él no conseguía distinguirla, y con una ventana cuyo alféizar, duplicado, hacia dentro y hacia fuera, hacia las veces de mostrador. (…) El forastero se acercó muy lentamente. Contó el dinero que tenía en el bolsillo, apenas unas monedas, la vuelta del café que había tomado en la cantina, céntimos, migajas, y sospechó que poco alimento podían darle a cambio de tan miserable calderilla. Se acercó pese a todo a la ventana y reclamó la atención de la mujer (…). El forastero colocó sobre el alféizar interior todo su capital disponible, una auténtica miseria en relieve desgastado de aluminio. Esto, dijo, lo que entre en esto. La mujer lo miró con cara de asombro, como preguntándose si no se estaría burlando de ella. Parece mentira, dijo con retintín, lo mismo tengo para poca masa. Y con la desenvoltura del oficio por una parte y con las muestras de desagrado que cabe expresar en movimientos imprecisos y airados por otra, cogió un junco, colocó dos churros escuálidos en tan largo atadero y se enfrentó a la ventana. Aquí tiene, dijo con evidente mordacidad. Recogió el dinero con desdén y entregó al hombre tan minúsculo festín. Entonces lo miró con las manos en jarras, que es una forma universal de interjección, y, pese a no advertir en el desconocido ningún signo de miseria, si acaso un asomo de cansancio en el rostro, la huella de una espera prolongada y sin esperanza, se compadeció de él. Espere, dijo. El forastero se acercó dudoso. La mujer le quitó el junco con presteza y decisión y colocó varios churros más en el atadijo. Ande, tome, dijo. Gracias, respondió el forastero en voz casi inaudible y se alejó lentamente, acongojado, dolorido. Era la primera vez que alguien le daba una limosna y se compadeció de sí mismo hasta tal punto que, como si se tratara de un bendito analgésico, sintió en el alma o en el pensamiento el intenso sabor, amargo y grato, de unas irreflexivas lágrimas, apenas un atisbo de calidad humedad en las mejillas sucumbiendo a la propia compasión. 
(...)
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Al principio, cuando lo vio, la mujer puso cara de sorpresa, tal vez porque recordaba al hombre que había acudido con unas monedas escasas noches atrás y veían en lo que se había convertido ahora, magullado, oscuro, herido, sucio y hambriento. Qué pronto se expanden las huellas del abandono y de la desolación, qué pronto la sombra extiende las marcas de su cicatriz donde antes hubo un semblante sereno y una mirada tranquila. Acérquese, dijo la mujer. Y el interventor se acercó con pasos lentos, miró al interior del garito, no dijo nada, no pronunció palabra. ¿Qué quiere?, preguntó. El interventor la miró suplicante, con vergüenza en los ojos. Nada, dijo. ¿Y qué hace aquí?, insistió la mujer. El interventor bajó los pies al suelo, escarbó con los zapatos en la tierra, los pies de barro, retrocedió dos pasos. Oler, dijo en voz audible apenas. ¿No ha comido usted hoy?, preguntó la mujer. El interventor negó con la cabeza. (…) La mujer se compadeció y, al tiempo que disponía una rueda de churros, iba relatando una cantinela, desgranando sus propósitos. Seguramente pensó que no podía alimentarlo cada noche por pura compasión y, sin que el interventor dijera ni preguntara ni pidiera nada, la mujer le dijo que tenía que recurrir a quienes estaban para ayudar a los transeúntes, que tenía que presentarse en el ayuntamiento, donde había un concejal de pobres, de la beneficiencia, o podía ir a donde los hervacianos, (…) o las hermanitas de la caridad (…). Cuando terminó con el catálogo de la filantropía, le ofreció una rueda completa de churros. Pero no se empique, dijo al entregarle el festín. El interventor le dio las gracias y se fue alejando, comiendo con voracidad y haciéndose la promesa de no volver jamás, porque con toda seguridad aquella era una mujer buena y, si él insistía en su mendicidad, antes o después ella tendría que dejar de socorrerlo.

Paradoja del interventor 
Gonzalo Hidalgo Bayal.
Los libros del Oeste/Tusquets

martes, 10 de septiembre de 2013

La historia es nuestra. Y la hacen los pueblos.

No puedo imaginar nada más triste que ser fascista en Chile: llevan 40 años intentando matar a Allende y no lo han conseguido todavía...


lunes, 9 de septiembre de 2013

Que tenemos que hablar de muchas cosas...


(Foto extraída del perfil de Facebook de Manolo Finish, gran fotógrafo que, hoy, como muchos otros, debe estar bastante triste.)