ARREBATOS ALÍRICOS

Me fui sobreviviendo como pude

(José Luis Piquero)


viernes, 5 de septiembre de 2025

EL VERANO DE CERVANTES (Antonio Muñoz Molina)

 

El verano es la estación de Don Quijote de la Mancha. Es el tiempo en el que suceden del principio al final todas sus peripecias, y también el más adecuado para su lectura. El desocupado lector al que se dirige desde la primera línea Cervantes es el que tiene tiempo de sobra por delante, el que puede dedicarse sin urgencia y sin remordimiento a esa particular forma de no hacer nada que es la lectura de una obra muy larga de ficción. El tiempo interior de la novela y el externo a ella y también íntimo del acto de leer confluyen en una forma particular de recogimiento, en una atemporalidad en la que se superponen la lectura presente y cada una de las que uno ha ido haciendo a lo largo de su vida, en veranos sucesivos que se le presentan como un verano único, a la vez de puro adanismo y de veteranía, los veranos remotos de lectura en el final de la niñez y la primera adolescencia, y, de ahí en adelante, en una travesía de las edades de la vida, de escenarios diversos, habitaciones variables que siempre parecen la misma y siempre tienen algo en común aunque sean distintas entre sí, como es distinta y la misma la cara ensimismada que se inclina sobre el libro, y el cuerpo del lector que lo sostiene en las manos. Todo es lo mismo y todo está cambiando siempre: las habitaciones en las que sucede la lectura, las ciudades, las manos de niño y luego de adolescente y de hombre joven y de hombre maduro y las manos del hombre de sesenta y cinco años que escribe ahora mismo, algo oscurecidas, con manchas, con las venas más pronunciadas; y también el libro, su tipografía, las ediciones que leí y he perdido, las que conservo todavía (...)


Don Quijote no es una novela, sino dos novelas muy distintas entre sí, escritas con una diferencia de más de diez años, por alguien que había cambiado mucho en ese intervalo, y que podría haber dicho, igual que Montaigne, que si él había hecho su libro, su libro también lo había hecho a él. (...) Don Quijote también es una suma de essais, de ensayos, prueba y error, una improvisación, que lleva no se sabe hacia dónde, hasta que poco a poco va definiendo un camino. Y como le pasa a Montaigne, es la experiencia de lo escrito la que va ofreciendo una cierta seguridad, y la forma intuida en el libro de 1605 ya ha cuajado firmemente en el de 1615 (...).



No quedan borradores de Don Quijote, ni siquiera el texto completo y bien copiado que Cervantes debió entregar a la imprenta. Pero en las novelas publicadas, sobre todo en la de 1605, puede rastrearse una arqueología conjetural de su invención. Una novella burlesca a la italiana, con un humorismo de porrazos y una secuencia de breves escenas de entremés, inopinadamente se va convirtiendo en otra cosa, en el curso de una especie de deflagración narrativa a la que el propio autor asiste con agradecimiento y asombro, porque no sabe bien hacia dónde lo lleva el impulso que está siguiendo, la irrupción brusca de un mundo en todos sus detalles y sus complicaciones argumentales, de personajes que rompen a hablar por sí solos, de historias aisladas que se entrecruzan en una trama superior que las abarca a todas, y hacia la que son arrastrados como en un caudaloso torbellino materiales de todo tipo, imágenes de la experiencia inmediata y del recuerdo lejano, cosas vistas y cosas inventadas o leídas, el edificio entero de la imaginación asentándose de golpe (...)
Cervantes es un viejo parcialmente mutilado, un veterano de guerras antiguas, un funcionario de dudoso escalafón que ha debido de escribir donde buenamente podía, en la incomodidad y el ruido de las ventas, en el trasiego de las oficinas y los molinos y almacenes en los que compraba o requisaba granos, incluso en la cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación. Los años de su plena madurez vital y del probable despegue de su talento narrativo los pasa casi enteros en movimiento permanente y muchas veces angustiado, no cabalgando con sosiego como Montaigne en su viaje a Italia, sino urgido por las obligaciones de un trabajo ingrato, montado en esas terribles mulas de alquiler que son una presencia constante en sus historias, alojándose en las ventas detestables que solo él hizo el prodigio de convertir en lugares universales de la imaginación. Escribiría en los ratos que le dejaran libre las obligaciones y en los días de largas esperas administrativas en los que no sucedía nada. (...)


Y todo siempre en verano. El comienzo de todo, la primera salida, es una mañana, antes del día, que era de los calurosos del mes de julio. Debe de ser al principio de julio, porque ya han terminado la siega y la trilla. (...)

En la aventura de los molinos de viento, que es mucho más breve de lo que uno recuerda, no hay nadie más, aparte de don Quijote y Sancho. Es una de esas escenas de la ficción universal que proyectan una sombra visual y simbólica mucho mayor que su propio relato, ajena al libro mismo del que forma parte, convertida en metáfora y hasta en expresión de la lengua común, Tilting at windmills, la locura o la nobleza de lanzarse alguien a un empeño muy superior a sus propias fuerzas, de poner los ideales muy por encima de los mediocres límites de la realidad. Pero no hay nada de épico ni de espectacular en un pasaje que empieza de golpe y acaba enseguida, y que no debe de durar más de un minuto. En ese campo en el que hay treinta o cuarenta molinos de viento no aparece nadie que esté trabajando en ellos, nadie que lleve a moler cargas de grano, justo en la época de la cosecha, nadie, aparte de Sancho, que presencie el ataque desatinado de un hombre que echa a galopar lanza en ristre sobre un caballo viejo, sin hacer caso de la juiciosa advertencia de quien ve las cosas tal como son (...).

Desde la primera página la mutación constante es el principio activo que sostiene el relato; el cambio de una cosa a otra; el modo en que todas las cosas, igual que los personajes, están sometidas a un proceso de modificación. Cervantes empieza el prólogo avisando de que él no es el padre, solo el padrastro de don Quijote. No hay seguridad sobre el lugar de la Mancha donde comienza la historia ni sobre el nombre o los apellidos de su protagonista. Nombre propio, por lo pronto, no tiene. Y sobre su apellido hay alguna diferencia entre los autores que de este caso escriben: no hay modo de saber con exactitud cómo se llama el héroe de la historia que estamos empezando a leer, Quijada o Quesada o Quijana. (...)

Un paraje áspero de Sierra Morena se transforma en las selvas y prados ideales de los romances pastoriles. Un loco tan rematado como Cardenio de un momento a otro se convierte en un caballero educado y melancólico y a continuación de nuevo en un lunático poseído por la furia. El narrador que desde el principio nos contaba la historia resulta ser solo un erudito aficionado que la investigaba; la tercera persona se transforma en primera; un poco después la voz que cuenta se ha convertido en la del historiador arábigo Cide Hamete, y lo que estamos leyendo es en realidad el texto mutante de una traducción del árabe al castellano. Es la mutación y la inversión sistemática de lo carnavalesco, la apariencia noble que se vuelve ridícula, el estallido de la risa frente a la gravedad y la mesura, el gozo de la guasa y de la comedia, el héroe con una bacía de barbero torcida sobre la cabeza, el campesino que en lugar de fingir valentía no disimula su miedo: se caga de miedo, literalmente, en la aventura de los batanes, en una escena de gloriosa vulgaridad que no vuelve a repetirse en todo el arte de la novela hasta que varios siglos después Leopold Bloom hace sus necesidades con todo detalle y toda comodidad en el retrete y se limpia con la hoja de periódico que acaba de leer, en el segundo capítulo de Ulises. (...)


Gracias a Sancho, el delirio de una conciencia ensimismada y trastornada se abre a la confrontación con lo real, a través de una figura que hace posible el salto del monólogo a la conversación y establece un punto de vista apegado a la realidad de las cosas. La invención de Sancho es un principio generador como el del contrapunto en música, un esquema simple y a la vez capaz de ofrecer variaciones innumerables, complejidades cada vez más sofisticadas: es el contraste de las dos figuras, de las dos voces, las dos miradas, que saltando a cada momento de una a otra con creciente agilidad ofrecen una profundidad de campo que de otro modo no sería posible. Don Quijote, estando solo, no puede ser más que un pelele que no da más de sí al cabo de unas cuantas peripecias de malentendidos y trompazos; sin la compañía y el contrapunto de Sancho, don Quijote solo puede expresarse en el monólogo engolado y paródico, en el pastiche burlón de una oratoria anacrónica: es al hablar con Sancho Panza cuando su voz se vuelve humana al adquirir el tono natural de la conversación.  Don Quijote y Sancho conversan y a lo largo de páginas y páginas no hace falta que suceda nada más. El ritmo de la conversación es el que va generando la propia escritura. Es como si Cervantes se dejara llevar por la divagación a dos voces de sus personajes, tan sin propósito como a don Quijote le gusta obedecer al capricho del paso lento de Rocinante. Hablando los personajes se retratan ellos solos durante la lectura, cuando queda en suspenso la voz narrativa. (...)



Sancho Panza arraiga en el mundo y en el interior de la novela a don Quijote, en la misma medida en que lo hace Leopold Bloom con Stephen Dedalus en Ulises. Stephen padece un ensimismamiento de intelectual o literato tardoadolescente que le deja ver muy poco más allá de sus propias obsesiones. Es Leopold Bloom, Quijote y Sancho al mismo tiempo, pegado al suelo y a la vez cargado de planes ideales de mejora del mundo, quien será su guía, casi su lazarillo, en una noche de borrachera y delirio, quien velará por él, le hará compañía, le inducirá con cuidado paternal a tomar una bebida caliente en la madrugada, lo acogerá en su casa.  Con Cide Hamete lo que irrumpe en la historia es el juego gozoso de la literatura y su parodia: desde ahora al tirón de lo real habrá que añadir la evidencia de que lo que se despliega ante nosotros es una gran composición narrativa, una burla, un homenaje, una celebración de la felicidad doble de escribir y leer, de jugar con las normas de los géneros, seguirlas o romperlas, según el antojo soberano del que escribe. La interrupción del combate de don Quijote contra el vizcaíno da forma narrativa y dramática a ese gran salto en la invención, al descubrimiento, en el mismo proceso de escribir, de algo fundamental que ni se imaginaba al principio. (...)

A lo largo del primer tercio de la novela las aventuras se suceden no como episodios articulados de una sola historia sino como reiteraciones de un patrón formal simple y efectivo: un encuentro o hallazgo al azar, un error de juicio de don Quijote, una acción caballeresca temeraria que acaba en fiasco y en maltrato físico. Al final de cada una de esas aventuras hay un espacio en blanco que es la pausa tras la que vendrá la aventura siguiente. En su brevedad, en su concentración, en su esquematismo, estas aventuras se parecen a las historietas de una sola página que leíamos los niños antiguos en los tebeos, o a las películas breves de la primera época de Charles Chaplin. Todo termina al final de un episodio y todo empieza de nuevo en el siguiente. El héroe no cambia, no aprende, no escarmienta. Parece tan inmune a los accidentes y a los golpes que no para de sufrir como los personajes humanos o animales de los dibujos animados de la Warner: después de una explosión, de la caída por un precipicio, de ser laminado por un tren en marcha, el Correcaminos se recupera tan íntegramente y tan sin dificultad como don Quijote cree que va a curarse de todos sus molimientos gracias al bálsamo de Fierabrás. Don Quijote es igual de insensato cuando ataca a los encamisados con sus antorchas como lo había sido cuando atacó a los molinos de viento o cuando, esa misma mañana, confundió con ejércitos a los rebaños de ovejas. Pero todo cambia esa noche. (...)

El punto de partida es el modelo inmemorial de la sucesión de cuentos organizados con el pretexto de un viaje o una peregrinación, o del retiro en un lugar apartado: el Decamerón, los Cuentos de Canterbury, las idas y venidas picarescas del Arcipreste de Hita, las historias de Sherezade, interrumpidas cada noche para conservar la atención y la clemencia del sultán al menos hasta la noche siguiente. Los libros de caballerías se ajustaban a ese modelo sucesivo y acumulativo: la secuencia de las aventuras del héroe errante, las narraciones intercaladas, historias en el interior de otras historias. Es más o menos el mismo esquema de las novelas pastoriles, el del Lazarillo, y el que había repetido con tanto éxito Mateo Alemán, que en Guzmán de Alfarache llevó el recurso a la digresión moralizadora y el relato intercalado hasta un grado exasperante, como no habría dejado de notar la perspicacia lectora de Cervantes.  Hasta la aventura de los galeotes, Cervantes se atiene a ese esquema, aunque con una ambición narrativa cada vez mayor, una polifonía más variada de voces y registros, una textura psicológica, sensorial y verbal que va volviéndose sinfónica en su riqueza. (...) usto después de ese episodio aleccionador y amargo para don Quijote, en un punto de no retorno porque ahora se ha situado fuera de la ley, cuando él y Sancho se internan fugitivos en Sierra Morena, la simple sucesión da el salto hacia una trama organizada, mucho más premeditada de lo que suele reconocerse. Don Quijote y Sancho andan por aquellos parajes tan perdidos como siempre, pero Cervantes ya sabe a dónde van. (...)



La única manera de aprender a escribir una novela es ponerse a escribirla. La novela misma es el cuaderno de ejercicios y el testimonio del aprendizaje. En cada episodio de ese crescendo que empieza con la aventura de los dos rebaños y tiene su primera culminación en el desengaño del amanecer delante de los batanes, la narración se va volviendo más segura, el estilo más flexible y desenvuelto, las conversaciones entre don Quijote y Sancho más ricas, la representación del mundo sensorial más completa. Pero nada nos ha preparado para la aventura de los galeotes, calamitosa y cómica como todas las anteriores, pero a la vez verdadera y amarga (...).

Una gran novela es el campo magnético en el que se congregan por sí solos los elementos fundamentales y dispersos de la experiencia de la vida, transformados en ficción por el paso del tiempo y el poder simplificador de la memoria y el olvido. Desde La Galatea, Cervantes no había dejado de escribir y no había llegado a nada, ni publicado nada, salvo poemas dispersos. Y ahora todo aquello encontraba su sitio en la gran explosión abarcadora de Don Quijote. (...)

En su novela, igual que en el espacio de la venta, Cervantes ha encontrado lo que es la ambición máxima y el sueño de un novelista, una maqueta en la que contener el mundo y revelarse a sí mismo a través del artificio de la ficción. (...)

un género muy querido por Cervantes, la novella sentimental a la italiana, con sus pasiones amorosas exaltadas y sus personajes de noble condición y rica elocuencia, sus lances de seducciones y de infidelidades, sus golpes de melodrama furibundos, sus mujeres bellísimas, sus galanes aristócratas de gran magnetismo varonil, arrogantes y con frecuencia embusteros, sus dramas de niños ilegítimos y reconocimientos milagrosos entre personajes que fueron separados mucho tiempo atrás. Es un género que a Cervantes le gustaba mucho cultivar. Tenía para él el prestigio supremo de las invenciones literarias italianas, que lo habían exaltado en su juventud, y que se enorgullecía abiertamente de haber traído a la lengua española. Satisfacían su pasión por la belleza y por lo novelesco, que no lo abandonó nunca. Más de la mitad de sus Novelas ejemplares pertenecen a este género. La mayor parte de ellas llevarían escritas muchos años, pero si las publicó juntas en 1613 fue porque le importaban mucho. Quizás la novella de Cardenio y Luscinda, Dorotea y Fernando, Cervantes la tenía ya escrita cuando se embarcó en Don Quijote, igual que tendría ya escrita la de El curioso impertinente y la historia del cautivo. Lo que importa es que, en vez de incluirla íntegra en el relato principal, la descompuso para dispersarla en fragmentos, para repartirla a lo largo de centenares de páginas del libro, haciéndola aparecer y desaparecer, interrumpirse, dividirse entre voces distintas, cada una asociada a un personaje particular y a un punto de vista, cada protagonista contando su parte del mosaico común a testigos que casi nunca son los mismos (...).

El Don Quijote de 1605 es una gran reacción en cadena, un prodigio de escritura desatada, a la manera de Ulises y de Moby-Dick. No es nada raro que Herman Melville guardara un ejemplar muy subrayado y anotado en su biblioteca. (...)

La sustancia última de don Quijote no es la posible locura, sino la teatralidad. (...) Don Quijote ejerce una impostura que solo puede tener éxito con personas ignorantes. Es el orador fecundo que deja boquiabiertos a espectadores hechizados por su facilidad de palabra; el que maneja citas literarias que nadie está en condiciones de comprobar. (...)

Entonces sucede algo único en toda la novela, algo tan chocante y hasta vergonzoso que se nos olvida haberlo leído. A los ojos de todos los testigos, y a los del narrador de la historia, don Quijote es un cobarde, más indigno aún porque urde pretextos y evasivas frente a las tres mujeres que pedían su ayuda, él que estaba dispuesto a liberar por sí solo el reino de la princesa Micomicona: Maritornes, la ventera y su hija [...] se desesperaban de ver la cobardía de don Quijote. (...)

Cuando escribe la segunda parte, El ingenioso caballero, la novela de 1605 ya es muy popular, y Cervantes es consciente de esa popularidad, para bien y para mal, en el momento en que decide reanudar la escritura. La traducción narrativa de esa circunstancia real es que don Quijote y Sancho, a través del bachiller Sansón Carrasco, se enteran de que sus aventuras están contadas en un libro muy leído, probablemente escrito por un encantador, pues de otro modo no sería posible que esa historia concluida solo un mes antes haya tenido tiempo de ser escrita, traducida del árabe y publicada. La conciencia de ser leídos y conocidos pesa sobre don Quijote y Sancho igual que pesa sobre Cervantes; y a las críticas desfavorables, y a los errores y descuidos, algunos graves, este escritor tan orgulloso y tan suspicaz responde no en una invectiva personal, sino en conversaciones vivaces y humorísticas entre don Quijote y los personajes que lo rodean, Sancho, el cura, el barbero, el magnífico Sansón Carrasco, que tiene una presencia física y mental a la altura de su nombre.

Tenemos constancia del disgusto inmenso, la sensación de robo y ultraje, que sintió Cervantes al encontrarse con la publicación del Quijote espurio de Avellaneda, cuando ya él tenía bien avanzada la Segunda Parte. En lugar de rendirse al desánimo, Cervantes integra la existencia de ese libro parásito en la narración que está escribiendo, y logra una cadena de invenciones perfectamente cómicas y también vengativas. Es un desquite contra el falsificador que al mismo tiempo que lo desacredita actúa como punto de partida para uno de esos juegos entre la literatura y la vida que le gustaban tanto. Don Quijote y Sancho se encuentran con dos lectores del libro de Avellaneda, los cuales acreditan que sus dobles tramposos son torpes caricaturas, indignas del caballero y el escudero a los que han conocido. En uno de los capítulos finales, es un personaje de Avellaneda, el caballero granadino don Álvaro Tarfe, el que cobra otra vida al cruzarse con don Quijote y Sancho. Cervantes así le roba al ladrón un personaje, y le da la nobleza y la consistencia de las que carecía en su novela originaria: como el luchador en un arte marcial que aprovecha el impulso agresivo de su adversario para derribarlo. (...)




EL ROSTRO DE CERVANTES

El rostro de Cervantes no podemos verlo. Es un ejercicio necesario y difícil, quizás imposible, quitarse de la cabeza la imagen establecida, siempre reiterada, la del presunto retrato atribuido a Juan de Jáuregui que nos viene instantáneamente a la memoria, porque la hemos visto en tantas ilustraciones y portadas de libros. Ese viejo de cara afable y aspecto formal, con su barba afilada, su mirada inteligente, su gola blanca bien cuidada, no es Miguel de Cervantes. Quién fuera en realidad no podemos saberlo: un intruso en la fama póstuma de otro. Pero es importante borrarse esa cara de la imaginación para apreciar la singularidad de la ausencia, el espacio en blanco que deja. Desde que existen retratos más o menos seguros de autores eminentes —quizás el primero es Dante— el único entre los más grandes de quien no queda una imagen es Cervantes. En la galería de retratos del Siglo de Oro, junto a Góngora, Quevedo, Lope de Vega, Santa Teresa, fray Luis, Calderón, hay un marco vacío en el que está el enigma de la invisibilidad de Cervantes. ¿No tenía medios o influencia para encontrar quien lo pintara, igual que no encontró quien le escribiera sonetos laudatorios para Don Quijote? A este sinsabor él le dio la vuelta con el remedio infalible de la ironía. Él se escribió sus propios elogios burlescos, y también hizo con palabras el retrato que nadie le pintó: éste que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis... (...)

En la biblioteca de don Quijote hay un libro suyo, el primero que publicó, todavía joven, en 1585, que no tuvo mucho eco, y durante muchos años no había tenido continuidad, La Galatea. El juego de la ficción y la realidad empieza muy pronto. El protagonista de una novela tiene en su biblioteca un libro del escritor que lo ha inventado. Del motivo por el que don Quijote lo compró o de la opinión que tiene sobre él no sabemos nada. Pero el cura, que a lo largo de la narración se irá revelando como un lector infatigable y agudo, no solo ha leído La Galatea, sino que conoce a su autor. Muchos años ha que es grande amigo mío este Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. (...)

EL VERANO DE CERVANTES.
Antonio Muñoz Molina.

viernes, 18 de julio de 2025

HASTA QUE EMPIECE A BRILLAR (María Moliner novelada por Andrés Neuman)

 

¿Cuánto guarda una palabra de las voces que la dijeron? ¿Qué parte de un lugar permanece al nombrarlo? Paniza. El nombre de su pueblo no le traía el pueblo, sino las narraciones de su madre, todo aquello que le habían contado de niña y María seguía repitiendo sin mucha convicción. Las montañas de Paniza eran el mirador desde donde imaginaba sus primeras sílabas, ese cambio de altura entre las experiencias en primera persona y los recuerdos prestados. (...)

—Soy tan vieja que nací en el año cero. Le divertía declararlo así, como si antes de ella no hubiera sucedido nada. 1900. Un siglo en blanco a la espera de manchas, borrones, tachaduras. Su madre, doña Matilde Ruiz, sabía leer y escribir. Eso la distinguía dentro de su generación y, muy en particular, entre las mujeres. Doña Matilde gestionaba con prudencia ese orgullo. Sabía que la buena vecindad consistía en disimular las diferencias y exagerar las semejanzas. (...)



Según el profesor Blanco, la gramática y la literatura eran dos amigas que se divertían juntas. La primera recordaba las reglas de juego, la segunda probaba otros juegos. (...)

Su pareja Alice les enseñaba francés aunque venía de Portugal, que era lo más lejos que ella había visto nacer a nadie. Lucía unas canas revueltas que a María se le antojaban el colmo del atrevimiento. Alice tenía un lema que la había dejado impresionada: las buenas estudiantes podían aprender muchos idiomas, ¿pero quién les enseñaba a decir que no en el suyo? Les había contado que en Francia las mujeres luchaban por sueldos justos. Y en Inglaterra, por el voto. María le repitió a su madre lo que había escuchado. Doña Matilde la miró de reojo, retorciendo bajo el agua la ropa sucia. (...)

Cuando no daba clase, Giner de los Ríos paseaba su bigote anciano por las escaleras o leía recostado en el jardín. No vestía como la mayoría de los hombres y transmitía una suavidad hipnótica. Quique le había contado, con una sonrisita indescifrable, que el mismísimo no tenía hijos porque no le interesaba tenerlos. 
—¿Entiendes? 
—No. 
(...)


Cuando se mudaron a la calle Palafox, las mañanas cambiaron. Ahora podían caminar hasta la Insti, acompañados por don Enrique. Esos diez minutos de paseo con su padre, cada vez más largos en su memoria, se convertirían en el mejor recuerdo de su infancia. María descubrió que pasar todos los días por los mismos lugares se parecía a releer: lo que una entendía era siempre diferente. (...)

Probó suerte en todas las materias, salvo Gimnasia. Su vecina Bea no perdió la ocasión de burlarse. 
—Me extraña que las tildes no sirvan para saltar. 
Como era previsible por su insuficiente preparación, se quedó sin aprobar unas cuantas. Pero había superado la prueba más ardua: hacer su voluntad. Viendo que no bastaba con sus apuntes caseros y sus manuales prestados, María se dirigió a la Insti para asistir a algunas clases sueltas en las áreas donde arrastraba mayor retraso. Recibió la respuesta afirmativa del mismísimo. Una mañana acudió a una tutoría con Alice, que llegó saludándola con sus canas al viento. 
—He pensado mucho en usted, profesora. 
—Me alegro. Eso quiere decir que has estado pensando en ti. (...)

Tras varios intentos fallidos, María encontró empleo como secretaria en la Diputación Provincial, donde demostró su eficiencia revisando textos y su neurosis organizando papeles. La derivaron al Estudio de Filología de Aragón, que reservaba plazas para alumnos en prácticas y acababa de acordar que uno de ellos (¡no más!) fuese de sexo femenino. Le anunciaron con solemnidad que ella era la primera redactora oficial del equipo. No supo muy bien cómo interpretarlo. ¿La primera que trabajaba ahí, o la primera a la que le pagaban por su trabajo? El Estudio andaba casualmente inmerso en la elaboración de un diccionario de vocablos aragoneses. Si en ese momento alguien le hubiera soplado su futuro al oído, María se habría muerto de risa. (...)

Don Juan Moneva, miembro de la Real Academia Española, resplandecía en sus contradicciones. Se declaraba devoto de la Iglesia y creyente en la igualdad entre hombres y mujeres. Predicaba contra el vicio alzando copas de somontano. Defendía el regionalismo a condición de que viajara mucho. Según don Juan, para investigar el léxico se debía atender a la juventud, porque hablaba con frescura y oído colectivo. Sus hijos, le contó a María, asimilaban mejor que él los cambios en el uso de la lengua. Por eso confiaba más en el criterio de una chica como ella, por ejemplo, que en ciertos académicos aferrados a sus normas. (...)



En ocasiones coincidía en el patio con un muchacho de mirada asimétrica, ojeras densas y mandíbulas roedoras. Lo habían expulsado de los jesuitas por mal comportamiento, de lo cual se sentía especialmente orgulloso. Su padre era ferretero y había hecho fortuna vendiendo armas en Cuba. Parecía resentido con su propia riqueza. Estaba obsesionado con la fotografía y los insectos. Le caía bien y mal ese Luis Buñuel. Sus compañeros insistían en llamarlo Buñuelo. 
—Derrocháis poesía, hijos de puta. 
Buñuelo llegaba con cara de haber tenido pesadillas o de haberse peleado en la entrada. María no lo encontraba para nada guapo. ¿Y entonces? Luis tenía fijaciones obscenas que, por algún misterio, a ella la hacían sentir un no sé qué. (...)

De vez en cuando el amor, fuera lo que demonios fuese, le rondaba la cabeza de un modo más bien genérico, como esos vocablos cuyo sentido se conoce vagamente pero no se sabe cómo usar. Sentía un aburrimiento sin relación con lo que hacía, basado quizás en todo aquello que no hacía. (...)

Supo que era la primera mujer en ejercer oficialmente la docencia en la universidad murciana, el tipo de noticias que la hacían sentirse más sola que pionera. Tan inaudito debió de resultar su nombramiento que el acta fue firmada el 29 de febrero de 1924, año bisiesto. La Junta le daba la bienvenida a la institución como «representante del elemento femenino». Las mujeres, toditas, elemento. Ella, abstracción antes que profesora. Su pasaje preferido era ese donde se especificaba que había ingresado «por sus méritos», encantadora prueba de que no siempre se daba el caso. (...)

No es que le diera igual estar casada; la irritaba su antónimo. ¿Qué era estar soltera? Si Fernando no se había casado antes porque no le había dado la gana, ¿por qué sobre las mujeres con su misma edad y situación se cernía esa sombra de fracaso? En realidad, soltera se oponía a soltero: un hombre libre frente a una mujer incompleta. (...)

Por las noches, cuando el bebé caía provisionalmente rendido, en vez de cenar algo, charlar con su esposo o abrir por fin un libro, María se quedaba paralizada en el sofá, barrida por sus propias emociones. No sabía qué decir. Aún se sentía incapaz de hablar su nuevo idioma. (...)

Intuyendo que la formación lingüística empezaba en la lactancia y se nutría de palabras aún no comprendidas, María acunaba a sus criaturas con romances populares. Al acompasar el vaivén con los versos se dormía a sí misma, hipnotizadora hipnotizada. (...)

Se entregó mientras tanto a otras investigaciones: ¿qué trataban de decir sus hijos?, ¿de qué se hablaba antes del habla? No tenía idea, pero procuró contestarles desde el principio. Intercambió con ellos sonidos sin ningún sentido previo a su articulación. Abrían la boca, acercaban sus caras y se besaban con todo el lenguaje por delante (...).


En mitad de los alborotos cotidianos, recibió un telegrama. Se lo enviaba el profesor Blanco. ALICE IDA EN PAZ STOP CEREMONIA PORTUGAL STOP TE DEJÓ LIBROS FULL STOP De acuerdo con la economía de los telegramas, no había despedida. Tampoco ella había podido despedirse de su maestra. Aquel par de líneas despojadas le recordó el estilo incipiente de su hijo Enrique, hecho de sustantivos y verbos, sin artículos ni conjunciones. Como si, al inicio y al final de la vida, el objetivo fuese transmitir urgencias en pocas palabras. (...)

Pese a las objeciones de su padre y para satisfacción de su abuela, tanto Fer como Enrique fueron bautizados. Prescindir del sacramento, argumentó María, habría demandado una serie de explicaciones que no estaba dispuesta a dar. Ella se consideraba una creyente sin templos. Más acá de barrocas conjeturas, Dios le parecía una buena idea. Mucho mejor, sin duda, que las doctrinas que se lo disputaban. Sentía a un Dios íntimo, de andar por casa, menos legislativo que interlocutor. (...)

Se emocionaba con su compañía y se aburría rezándole. Por muy decepcionante que hubiera resultado su experiencia en catequesis, seguía maravillándola aquello de que al principio había sido el verbo. Si un acto de habla había creado el sentido, si en las palabras había revelaciones, entonces amarlas implicaba un ejercicio de trascendencia, ¿que conducía adónde? A la fe en la lengua, por lo menos. Más que en el nombre del Padre, creía en la lengua materna. Que una criatura fuese capaz de balbucear cualquier idioma se le antojaba un milagro terrenal. (...)

Sus hijos le enseñaron a hablar de nuevo sílaba por sílaba, una palabra tras otra, como si hasta entonces las hubiera dado por sentado, creyendo que dominaba lo que era apenas una inercia, un rebaño de convenciones cuya razón había olvidado. Igual que sólo entendía de verdad lo que explicaba en clase, María sintió que tocaba su corazón verbal cuando sus hijos la obligaron a desarmar la lengua para mostrársela por dentro, como una caja de música. (...)


El porcentaje de analfabetismo femenino, igual que la brecha de alfabetización entre hombres y mujeres, acabaría reduciéndose casi a la mitad al final de la República. Si María hubiera tenido que invocar una sola razón para sumarse al bando perdedor, no le habría importado elegir esa. (...)

Más que aprender el idioma, sus hijos lo fundaban. María experimentaba una cosquilla sin nombre cuando Fer lograba articular algún vocablo y la boquita se le llenaba de sentido, baba y goce; cuando Enrique traducía el hallazgo de su hermano al valenciano de sus vecinos, o incluso a ese alemán de laboratorio que su padre intentaba inculcarle (...).

Si la llegada de su primogénito había abierto otro ciclo en su relación con el lenguaje, un rebrote de los aprendizajes básicos, la aparición de Pedrito tuvo un aire de colofón, de última búsqueda de palabras frescas. Luchaba contra el impulso de consentirlo más de lo aconsejable, de mantenerlo todo lo posible en su regazo, ralentizando su irremediable crecimiento. No deseaba ningún otro bebé, sólo permanecer en aquel óptimo estado de poder y no querer. (...)

—¿Qué estás leyendo, querido? 
—Una de aventuras, señora. 
—Llámame María, por favor. 
—Sí, señora María. 
Obligada a actuar como emisaria y hasta jueza de paz, María se preguntaba qué funciones cumplía la lectura en la resolución de conflictos. O si más bien servía para nombrar los conflictos silenciados. Tampoco faltaban las familias que le hacían esa pregunta: ¿para qué iban a perder el tiempo sus hijos leyendo, cuando podían hacer cosas útiles? A ella le parecía una pregunta importante. Le costaba entender a quienes la repudiaban sin responderla o, peor todavía, se regodeaban en la presunta belleza de lo inútil. En su opinión, esta barbaridad aristocrática daba por hecha la inutilidad del arte y subestimaba las funciones de la belleza. (...)


¿Cómo no iba a ser útil la lectura si mejoraba la vida cotidiana, si fundaba una soledad asociativa, si ofrecía más experiencias de las que nos tocaban en suerte, si ampliaba nuestras identidades, nuestro conocimiento del prójimo y nuestro concepto mismo de realidad, si nos permitía comunicarnos con otras épocas, otros lugares, otras lógicas, e incluso hablar con muertos? (...)

La enfurecía que la acusaran de falta de realismo. Eso había escuchado en el Archivo, donde había logrado pactar una excedencia. Más que consumir tiempo, pensaba María, leer lo creaba. Como en las teorías físicas que investigaba Fernando, los libros abrían huecos en nuestras coordenadas. (...)

Desde su campana de silencio, Eli se abstenía de participar en la polémica. Era hasta cierto punto un aislamiento lingüístico, aunque también había en ella cierto saber incómodo: una especie de depresión profética. Aquella tarde María la escuchó hablar una sola vez, con su dicción prusiana y sus ojos de agua. 
—En mi país sólo acaba empezar. (...)


Entonces se desató la catarata de rumores. Han fusilado a Lorca, le dijo Angelina, en el sur, en un barranco. Han fusilado a Lorca, repitieron juntas, como tanteando hasta qué punto eran capaces de pronunciar esas palabras. Han fusilado a Lorca, le contó María a Fernando, en Granada, no sé dónde. No se sabe dónde han fusilado a Lorca, le contó Fernando a Pepe, y Pepe le respondió que había sido en un barranco. Han fusilado a Lorca, le anunció Maruja a Eli, y Eli le contestó que estaba buscándola para decírselo. Habían fusilado a Lorca y los muertos esperaban turno. (...)


Que articular una biblioteca es, en suma, darle forma a la vida. Algo imposible y urgente. Una noche de insomnio, María se sentó a volcar las ideas que la desvelaban. Fue resumiendo algunas reflexiones sobre el oficio, sugerencias prácticas, planos de estanterías, diseños de ficheros. Deseaba describir la casa de los libros, estaba convencida de que el auténtico amor incluía a las cosas, sus espacios, sus problemas materiales. Lo tituló Instrucciones para el servicio de pequeñas bibliotecas. Según había observado durante sus inspecciones, el desánimo en el campo cultural provocaba toda clase de profecías que acababan cumpliéndose. Para poner y transmitir entusiasmo, escribió, una necesitaba creer «en la capacidad de mejoramiento espiritual de la gente a quien va a servir, y en la eficacia de su propia misión». (...)

Perpetuando las homonimias, su nueva sobrina se llamaba Matilde. A diferencia de sus primos, era una niña gestada durante un golpe de Estado y nacida en plena guerra. Ese siniestro unísono, sospechó María, inauguraba una generación que no podría recordar aquello que la definía. Su hermana le presentó a Machado en la Casa de la Cultura. Tomaron café en silencio. Espiaron desde la ventana las siluetas borrosas que cruzaban la calle de la Paz. El poeta les contó que le habían prestado una casita en Rocafort y que los colores de la huerta lo consolaban un poco. Entonces sonrió sin mover el resto de la cara. (...)

Aunque pensaba a diario en su desenlace, para María no era sólo una guerra que ganar o perder, sino una carrera por llegar lo más lejos posible, pasara lo que pasase, en la dirección deseada. De fracasar con alguna grandeza. A esa misión desesperada se entregó en Valencia, capital de las últimas cosas. (...)

contemplar el palacio donde habían instalado el Ministerio de Sanidad, experimentó una suerte de alucinación arquitectónica. Le pareció divisar en sus balcones una figura femenina con gafas, los pechos desnudos y el puño en alto. Esa alucinación era una realidad no menos improbable. Se trataba de la ministra Montseny, una de las primeras en toda Europa, representante anarquista de un Estado en el que no creía. Autora de novelas de combate y de un proyecto para legalizar el derecho al aborto (aun cuando ella, en lo personal, desaconsejara su práctica), estaba protestando con su propio cuerpo: el Consejo de Ministros había rechazado la iniciativa. María miró hacia arriba y Montseny miró hacia abajo. La ministra la saludó levemente, se acomodó los pechos con solemnidad y reanudó su cruzada frente a las cúpulas de la catedral. (...)


Días antes de que todo acabase, reunieron a los cuatro hermanos para comunicarles la noticia —que Enrique conocía de sobra— e instruirlos sobre las nuevas reglas comunitarias. María hizo hincapié en el vocabulario. Les explicó que los fascistas ya no eran fascistas, sino nacionales. Que muchas personas queridas pasaban a ser rojas, algo que Pedrito encontró gracioso. Que los curas serían sacerdotes y, si hablaban con alguno, padre. 
—¿Entonces a papá le decimos cura? (...)

Las acusaciones mezclaban observaciones subjetivas con la mera mención de sus trabajos como si se tratase de infracciones. Sobre las rúbricas del juez instructor y el señor secretario, María no pudo evitar detenerse en un flagrante error de puntuación: «Este pliego de cargos con su copia autorizada, se remite al Jefe de...». Primero lo corrigió con un lápiz. Después remarcó su tachadura apretando más fuerte. Después clavó la punta varias veces hasta perforar el papel. Después la sacudió dentro de la hoja, sajándola igual que una víscera, mientras gritaba cosas que más tarde no recordaría. Después vino Fernando y la abrazó. (...)

Ningún otro gobierno había situado a bibliotecas y escuelas en la vanguardia pública, así que resultaba brutalmente lógico que docentes y libros fuesen prisioneros de guerra. «En nada ha sido tan prolífica la monstruosa fecundidad de la República como en maestras», había concluido un ilustre diario. De lo demás se encargó la ley que regulaba la purga de funcionarios: Franco se había apresurado a firmarla antes de dar por terminada la contienda. (...)

en general expulsadas de la enseñanza, cuando no encarceladas o desaparecidas. Recibió un sobre vacío y sin remitente desde Bélgica: reconoció la caligrafía de Teresa Andrés. Le constaba que Navarro Tomás se había instalado en Estados Unidos, mitigando su duelo con la fonología. Machado había muerto del modo más infame en la frontera, acaso su lugar de siempre. De Dámaso Alonso, en cambio, las malas lenguas murmuraban que no corría ningún peligro en España. La Residencia de Señoritas, ahora en manos de la Sección Femenina de Falange, se llamaba Colegio Mayor Santa Teresa. Ella lo consideró un doble ultraje: convertir aquel lugar casi en un convento y, peor todavía, insinuar que santa Teresa solía portarse bien. (...)

Por esa misma época, María recibió una postal de Buñuel, de quien llevaba no sabía cuánto sin tener noticias. En el anverso de la tarjeta se veía la estatua de la Libertad, intervenida en tinta negra, con la boca llena de insectos. La letra era minúscula, para leer con lupa. Le escribía desde Nueva York, donde se pasaba el día entero montando documentales para no se entendía bien qué museo, y estudiando la propaganda nazi para hacer propaganda antinazi. Le contaba que necesitaba dinero, que los rascacielos le daban náuseas y que estaba pensando en irse a México, como tantos amigos. También le confesaba que siempre la había amado y que por favor no le escribiera, porque las cartas lo aburrían muchísimo. (...)

Fernando le hablaba de perfil. Trataba con ella lo imprescindible, pero ni una caricia más allá. Empezó a dormir muy cerca del borde de la cama. Su mandíbula trituraba la noche. Se pasaba las mañanas incrustado en su butaca, y sólo se ponía en pie cuando los niños regresaban de la escuela. Fingía leer: María descubrió que los marcapáginas de sus libros no avanzaban. (...)

Ella intentaba absorber los ritmos de la casa. La acción cotidiana era su fármaco. En vez de esperar a que le volvieran las fuerzas, se aferró a sus ocupaciones para ver si volvían. (...)

Regresar a Madrid renovó su horizonte, aunque también lo devaluó en comparación con sus recuerdos. Ahora era gris, gris. Sus calles le parecieron más lentas, pobladas de peatones temiendo cruzar mal. Los balcones pasaban mucho tiempo cerrados. Vio escaparates semivacíos con mercancías de otras temporadas. Tabernas demasiado susurrantes. Cafés opacos donde los parroquianos prometían pagar siempre mañana. Ya no había tantos jóvenes, o ella había dejado de serlo. Recordó los versos de Dámaso Alonso, que había vuelto a la poesía después de un largo silencio: una ciudad de más de un millón de cadáveres… (...)

Cada vez que salía a la calle, el portero la miraba de reojo y anotaba algo. Las vecinas llevaban una amable contabilidad de sus ausencias en misa. Procuró asistir con Carmina algún domingo. Estaba deseando escuchar su pasaje preferido del Jeremías, ese que rezaba: A ti el Señor no te ha enviado y sin embargo, tomando su nombre, has hecho que este pueblo confiase en la mentira. (...)

Dirigir la biblioteca de la Escuela de Ingenieros Industriales no era lo que ella había soñado, pero hacía bastante que sus sueños no se entrometían en sus decisiones. Se sentiría cómoda rodeada de anaqueles. Eso se dijo. Eso quiso creer. Lo que no imaginó es que se trataría de una biblioteca tan escasa de libros como de lectores. Lo había conseguido: estaba en la capital del desierto. En la Escuela de Ingenieros se encontró un ambiente de exquisita hostilidad. Nadie se molestó en ofenderla de frente, aunque enseguida oyó que la llamaban la roja. Ella puso su mejor cara de pánfila y procuró desmentir esa reputación. Naturalmente, sólo las rojas necesitaban desmentirla. (...)

Tampoco pensaba conformarse con la bibliografía técnica. Insistió sin descanso hasta que la autorizaron a habilitar pequeñas secciones de Historia, Lengua y Literatura. Su primera compra fue el Curso de lingüística general de Saussure, recién traducido por un amigo hispanoargentino de Lapesa. El libro estaba impreso en Buenos Aires: María solía abrirlo para releer las primeras páginas, y quizá también para acercar la nariz como quien oliese una camisa. Su inicio le sonaba a una novela de aprendizaje protagonizada por la intrépida lingüística: había nacido gramática, crecido filología y acabado descubriendo el secreto parentesco entre las lenguas. Su aventura consistía en comprenderlas en cada momento, no en dictar cómo deberían ser ni mantenerlas tal cual habían sido. Pudo encargar ejemplares de jóvenes narradoras que le interesaban, entre ellas Dolores Medio, Carmen Laforet o Ana María Matute, a quienes más tarde se sumaría una tal Martín Gaite. Escribían sobre asuntos de apariencia inofensiva pero profundamente incómodos: tristeza, suciedad y chicas raras. En otras palabras, hablaban de fracaso, pobreza y rebelión. Todo eso que no existía en las noticias. (...)

Una tarde cualquiera, sola en casa, mientras hojeaba a una joven novelista, se detuvo para hacer una consulta. Abrió el diccionario de la Real Academia, localizó el vocablo, comprobó que ninguna de las definiciones la convencía. Y, casi sin pensarlo, las enmendó a su gusto con un lápiz. Repasó en voz alta el resultado. Asintió satisfecha. Y cerró el sólido volumen. Volvió a sentarse, pero le fue imposible reanudar la lectura. Se quedó absorta en las sombras de la ventana. Se hizo un silencio denso, efervescente. Con el lápiz todavía entre los dedos, apretándolo fuerte, se puso en pie de un salto, impulsada por una idea tan disparatada que la hizo reír. Entonces se sentó frente a la mesa del comedor. Dobló una hoja. Escribió la palabra que había buscado, le pareció que empezaba a brillar, y notó que la mano le temblaba un poco. (...)

Al terminar la guerra, en protesta por las represalias contra varios compañeros, Menéndez Pidal había dimitido como director de la Real Academia Española. Las malas lenguas, que en el gremio eran conditio sine qua non, murmuraban que había sido destituido o forzado a renunciar. Una vez aplicadas las sanciones, sus colegas volvieron a elegirlo. El Régimen pretendía sustituir a los académicos exiliados, empezando por Navarro Tomás. El maestro sólo aceptó retomar la dirección cuando se aseguró de que esas plazas permanecerían vacantes hasta su regreso o bien hasta su muerte. Esos sillones vacíos, pensaba María, eran todo un manifiesto. En más de una ocasión le habían contado la historia del falso cuadro de Cervantes que presidía las reuniones, y que Menéndez Pidal se resistía a retirar. 
—Déjenmelo ahí, que si quitamos al falso Cervantes, tendremos que poner un Franco auténtico. (...)




Le costaba entender la misteriosa noción de americanismo, que la Real Academia aplicaba a cualquier palabra común en cualquier lugar al que no se pudiera llegar en tren desde Madrid. Si se trataba de reflejar el vocabulario de la lengua en su conjunto, no el de España en particular, semejante denominación carecía de sentido. Pero, puestos a hacer distinciones geográficas, considerando su descomunal superioridad demográfica, más lógico habría sido catalogar como españolismo todo término ajeno al continente americano. (...)

Por encima de la ortodoxia, ella tenía en mente el habla. El purismo le parecía una contradicción del tamaño de la basílica del Pilar. Conocía demasiadas palabras que la institución había tildado de barbarismos para, tarde o temprano, asimilarlas. Otras quedaban excluidas como meros tecnicismos, cuando ya eran de uso cotidiano: pensaba en cibernética, entropía, reactor. O bien, pasando al cine (¿hace cuánto no iba al cine con Fernando?), gag, suspense y esas cosas que sus hijos nombraban cada dos por tres. Los aduaneros verbales se escandalizaban de que control, test o récord viajaran de boca en boca. Lo cómico del asunto, rumiaba María, era que su origen se remontaba al latín. Paladeó una risita mientras anotaba: «Negarse a emplear un recurso ofrecido por esa herencia, solamente porque otro de los herederos se ha anticipado a sacar provecho de él, es puerilidad o reparo de hidalgo picajoso». (...)

Amor. Para la Academia no pasaba de “afecto” (¿por qué no un sentimiento o una emoción?, ¿qué categorías oprimían los corazones de sus ilustres redactores?) “por el cual busca el ánimo” (¿el ánimo en abstracto, así, solito?) “el bien verdadero” (¿y quién dictaba qué era el bien verdadero?) “o imaginado” (eso del bien imaginario le pareció un hallazgo admirable), “y apetece gozarlo” (y de golpe, por fin, iban al grano). María tanteó una definición un pelín más cálida y, por qué no, justa. «Sentimiento experimentado por una persona hacia otra, que se manifiesta en desear su compañía, alegrarse con lo que es bueno para ella y sufrir con lo que es malo». Si estas dos últimas condiciones no se daban, ¿de qué estaban hablando cuando hablaban de amor? Las siguientes acepciones canónicas de amor le sonaron particularmente arbitrarias. “2. Pasión que atrae un sexo hacia el otro”. Además de proscritas, otras formas de amor pasaban entonces a ser indecibles. “3. Blandura, suavidad. Los padres castigan a los hijos con amor”. Este ejemplo la hizo saltar de su silla. Lo rectificó disociando el amor del castigo. «Suavidad o blandura con que se trata a alguien: Los padres corrigen con amor». ¡De nada, hijos míos! (...)

Entre las poquitas certezas que a su edad le iban quedando, una era justo esa: los vínculos entre ética y precisión verbal. Alguna gente escribía, pero todo el mundo hablaba. Hablar era la obra. Nuestra obra. Una radicalmente colectiva, al margen de quién tomase la palabra. Igual que un diccionario. (...)

Encontraba manjares en la calle o en la juventud, esa misma que, desde que el mundo había abierto la boca, jamás hablaba como se debía. Si se hacía caso a este prejuicio, sólo Adán y Eva se habían expresado correctamente. Aunque el volumen oficial no se declarase normativo, su sabor y su textura decían otra cosa. Estaba rellenito de preceptos. La sacaban de quicio los rodeos y arcaísmos para explicar una palabra. ¿Por qué la lengua debía adoptar un registro impostado cuando se refería a sí misma, como esa gente que se tomaba demasiado en serio o se vestía de manera ridícula los domingos? Si una consultaba por ejemplo qué significaba amparar, la respuesta de la Academia era “favorecer, proteger”. Una preguntaba entonces qué significaba favorecer. Simple, querida: “ayudar, amparar, socorrer”. ¿Y proteger, caballeros? Pues nada menos que “amparar, favorecer, defender”. ¿Habría suerte con defender? No demasiada: “amparar, librar, proteger”. Nada nos amparaba, libraba ni protegía de seguir dando vueltas. (...)

Dámaso había enseñado en Oxford, Stanford y otros ford por el estilo. Su poesía gozaba de un merecido reconocimiento. Dirigía una colección de lingüística en Gredos, ese oasis editorial. Había reemplazado nada menos que a Menéndez Pidal en su cátedra de Filología. Era miembro destacado de la Real Academia. Y vivía con Eulalia Galvarriato, una de las escritoras que más la habían impresionado. Parecía un hombre de oscura buena suerte. Ejercía una especie de alcoholismo retrospectivo. Su habla morosa arrastraba un cansancio cercano a la tristeza. ¿Provendría de otros tiempos felices? ¿O de esa orfandad precoz que apenas mencionaba? Sus ojos relampagueaban al contar anécdotas sobre Lorca y sus amigos perdidos. Sus gestos se aceleraban, su voz subía un par de tonos y una tenue sonrisa le encendía el bigote. Cuando volvía en sí, un poco avergonzado, agachaba la cabeza y se aclaraba la garganta para callar mejor. Dámaso opinaba y no opinaba sobre política. Estaba de acuerdo con ciertas ideas en las que, según él, ya no tenía sentido insistir. Todo el mundo creía saber qué pensaba, aunque nadie podía demostrarlo. Algunos elogiaban su discreción. Otros criticaban su tibieza. Estos últimos no parecían haber leído Hijos de la ira. Igual que los honores de Dámaso indignaban a sus colegas represaliados, el mero hecho de que ella siguiese trabajando en el país generaba suspicacias entre sus afectos del exilio. Aquella había sido la otra victoria del Régimen: convertir al enemigo en un manojo de dolientes que desconfiaban entre sí. (...)


HASTA QUE EMPIECE A BRILLAR.
Andrés Neuman.
Alfagura, 2025

jueves, 26 de junio de 2025

"¿UNA RAYITA? Por qué en España se consume tanta cocaína y no se habla de ello" (David Canales)

 


España es, y este es uno de los datos más llamativos, el país donde más personas confirman haberla probado: doce de cada cien personas lo han hecho (excluyendo a los menores, son casi cinco millones de personas). En 2007 eran ocho de cada cien. Al comienzo de los 2000, cinco. ¿Por qué? Noche de sábado, cola en el baño de un bar, parejas o tríos que entran juntos y salen acelerados, con las pupilas dilatadas y la lengua desatada. ¿Una rayita? Festival de música, reparto de funciones: unos compran las entradas y otros pillan. ¿Una rayita? Cena de negocios, se cierra un trato y se adereza con copa y visita al baño o se adelanta la visita a mitad del menú para maridar la adrenalina de la caza del contrato. ¿Una rayita? Fiestas patronales, plegaria a la Virgen y tiros en un callejón. ¿Una rayita? O un lunes cualquiera que se tuerce en la oficina pero hay que rendir. ¿Una rayita? O una reunión entre amigos en la que el postre se sustituye por el azúcar glas que alguien ha traído en una bolsita, cerrado con el alambre del pan bimbo. ¿Una rayita? O una fiesta en una casa en la que ya no hay ni que meterse a hurtadillas. ¿Una rayita? O un profesor universitario en su despacho entre clases, harto de corregir exámenes. ¿Una rayita? O un músico azuzando las musas o espantando los fantasmas, que probablemente sea lo mismo. ¿Una rayita? O un camarero escabulléndose al baño para meterse y aguantar. ¿Una rayita? O una modelo tras un desfile, como dice la canción de Loquillo, "Chanel, cocaína y Dom Pérignon". (...)


O dos médicos en un hospital para resistir el agotamiento y estrés de la guardia. ¿Una rayita? O cualquier otra opción porque caben muchas más y todas son válidas y ciertas. ¿Una rayita? La cocaína está desde hace años integrada en España. Su consumo ya no resulta extraordinario; se ha normalizado. Aunque siga tomándose a escondidas (la ceremonia es parte del consumo) y no se confiese que se hace, es habitual, no sorprende su presencia para quienes la consumen ni para quienes no, al menos en ciertos momentos o contextos y, sobre todo, en ese sector de la población de los adultos entre los treinta y los cincuenta. Su consumo se mantiene estable o sujeto, como el de tantos otros productos, a los ciclos económicos. (...)

Ya no es exclusiva de esa clase alta, de los poderosos o los ricos. Se ha democratizado. El límite es el sueldo. Y ha sucedido, y sigue haciéndolo, en silencio. Sorprende lo integrada que está, como choca que no se hable de ello. De la coca solo se habla para pillar y nunca por su nombre, como si nombrándola se invocara una maldición. (...)



Diez mil pesetas el gramo. Sesenta euros. Ese es el dato más importante. El sueldo medio anual del país en 1982 era de siete mil quinientos euros. Ahora es de treinta mil, cuatro veces más, pero el precio del gramo sigue rondando los sesenta euros. En cuarenta años no ha variado. No le ha afectado la inflación ni la subida del nivel de vida ni el aumento del poder adquisitivo ni la mayor demanda. La cocaína ya no es equivalente al caviar rojo. Uno puede no haber visto jamás el caviar, pero sí permitirse pillar de vez en cuando. Frente a los más de quinientos euros que cuesta en Arabia Saudí, los más de cuatrocientos de China, los casi doscientos de Japón o los más de cien de Estados Unidos, España es de los países más baratos. El más barato de la Europa occidental, donde la media alcanza los ochenta y cinco euros. Solo se encuentra a menor precio en América Latina y en algunos países africanos que, como Senegal, son zona de entrada a este lado del Atlántico. (...)

La pureza, al contrario que los precios, sí fluctúa. Se sitúa entre el treinta y el ochenta por ciento, que es un margen amplísimo, con una media entre el cincuenta y el setenta, pero ha ido variando a lo largo de los años 2000. La segunda década del milenio fue la mejor, pero sin que realmente condicionara. Se eligen los vinos por sus uvas, se eliminan los glútenes y las lactosas de la dieta y se vigilan los picos de glucosa, pero cuando llega el momento de la coca desaparecen los filtros. Quien tiene un buen dealer presume de ello y su contacto es oro. Pero la exigencia, en algunos momentos, no existe. Más que el qué, la calidad, importa el cuándo, la disponibilidad. (...)


En 1986 las drogas (así, en genérico) eran el mayor problema del país para uno de cada tres españoles. El cuarto en gravedad tras el paro, el terrorismo de ETA y la inseguridad ciudadana. Diez años después se convirtió en el segundo tras el paro. Le preocupaba a la mitad de la población. En 2004 el terrorismo subía al primer puesto (fue el año del atentado del 11-M) seguido por el paro, la vivienda y la economía. Las drogas solo las mencionaban dos de cada cien personas. Una década después ya se marginaron como uno de los últimos problemas y así ha continuado desde entonces. La sociedad, tanto quienes las consumen como quienes no, ha perdido el miedo a las drogas. La percepción del riesgo ha desaparecido. Al menos la percepción que había hace treinta años. (...)


Durante muchos años la imagen de la droga en España fue la del mal, la de la delincuencia que generaba, la de que mataba y era indiscutiblemente terrible. En los ochenta su representación era una jeringuilla de heroína tachada y el lema «engánchate a la vida». En los noventa la droga fue un gusano que subía por una nariz hasta el cerebro, como los alienígenas desovan en el interior de los humanos en la ciencia ficción. Se difundían las campañas por televisión y se organizaban conciertos de artistas contra la droga (qué sucedería en esos camerinos...). Los medios de comunicación contribuyeron durante años a difundir esas campañas y esa idea. La droga era la jeringuilla y el gusano y provocaba delincuencia, adicciones y muerte. La droga era un monstruo. (...)


La heroína causó estragos en España en los años ochenta y noventa. Más de trescientas mil personas fueron tratadas por su adicción, más de veinte mil murieron por sobredosis, cien mil se contagiaron del sida por compartir jeringuillas y muchas más de hepatitis. A finales de los ochenta se alcanzaba el pico de consumo, pero fue a comienzos de los noventa cuando más se notaron los estragos. En aquella época se convirtió en la principal causa de mortalidad para los jóvenes en las grandes ciudades. La heroína no solo destrozaba a sus consumidores, también a sus familias, y sacudía a la sociedad por la delincuencia con la que estaba relacionada. Fue una crisis de salud pública. Hoy la heroína es marginal en España. Menos de una persona de cada cien confirma haberla probado alguna vez (frente a las doce de la coca) y solo una de cada mil lo ha hecho en el último año (treinta de cada mil han consumido cocaína). (...)



Cuando aparecieron, la heroína y la cocaína estaban asociadas. La sociedad las metía en el mismo saco, eran las drogas duras, las que enganchaban a la muerte o devoraban el cerebro. Pero después se separaron, no tenían las mismas consecuencias, y eso ha contribuido seguro al cambio de percepción y al auge en España de la coca. (...)

La coca no se asocia a problemas, enfermad ni delincuencia, sino a diversión, estatus y prestigio, incluso. Ahí está de fondo esa imagen de éxito con la que entró. La coca era glamurosa. Después fue siendo de todos, pero con un perfil normalizado. No se distingue a quien la consume. Quien lo hace lleva, de hecho, en la mayoría de los casos, una vida normal, aunque normal sea una palabra que diga poco en cuanto a vidas. Es el padre del niño en el parque, la compañera de trabajo, probablemente el político que aparece en el debate en televisión. Los pringados eran los de la heroína. El perico era de yupis; el caballo, de yonquis. Además, ya lo contaba el periódico en 1982, la coca no enganchaba. Parecía que se podía controlar siempre. El choque de sus imágenes contribuyó a establecer una diferencia abismal entre ellas y a ensalzar la cocaína. Si el consumidor de heroína atracaba para meterse un pico, el de cocaína podía dilapidarla soplando porque le sobraba la pasta. (...)



La Organización Mundial de la Salud no distingue entre unas y otras. Droga es «toda sustancia que, introducida en el organismo por cualquier vía de administración, produce una alteración, de algún modo, del natural funcionamiento del sistema nervioso central del individuo y es, además, susceptible de crear dependencia, ya sea psicológica, física o ambas». Como la cocaína. Pero también como el alcohol, el tabaco, el azúcar o como tantos medicamentos que se recetan a diario. (...)



El gran NO a las drogas, paradójicamente, también fomentaba su consumo. Frente al discurso hegemónico y la droga convertida en el demonio que atemorizaba a la sociedad, hasta situarla como uno de los principales problemas del país, drogarse era rebeldía, ir contra lo establecido, y su consumo furtivo fomentaba su atractivo. Las sustancias son lo que culturalmente se percibe de ellas, para bien o para mal. Con los años y la integración se fue reduciendo el encanto de la transgresión asociada a la coca, como se ha diluido su vinculación con el éxito; incluso la clandestinidad de su ritual tampoco es la que fue. También ha ido perdiendo su cualidad de rebeldía juvenil frente al sistema o de creación de identidad de grupo. Su nivel de consumo entre los menores de veinte años es el mismo que en los años noventa, a pesar de ser infinitamente más asequible. (...)


La ciencia es como una carrera de relevos, aunque solo hay medalla para el que llega a la meta. En 1855, cinco años antes de que Niemann se encerrara en el laboratorio de la universidad, su compatriota Friedrich Gaedcke había hecho la primera gran investigación con la coca, y se convirtió en el primero que aisló el alcaloide de sus hojas. Lo bautizó como eritroxilina, el nombre científico de las plantas de coca. En muchas ocasiones la ciencia es también una ruleta de la suerte que gira, como el mundo, y que el científico no sabe dónde se va a parar ni qué le va a deparar. Eso le sucedió a Niemann. (...)

Niemann aportaba una fórmula molecular para el resultado de su investigación y un nombre al descubrimiento: cocaína. Había aislado la cocaína de las hojas de coca, el principal (para esta historia) de sus múltiples componentes, el que le da sus propiedades analgésicas, anestésicas y estimulantes, y acababa de bautizarla. Aún faltaban años, sin embargo, para que se completara el trabajo. Primero lo hizo su ayudante Wilhelm Lossen, quien repitió su investigación y mejoró la fórmula. Pero fue Richard Willstätter quien fijó la estructura correcta treinta años más tarde. Willstätter acabó ganando el Premio Nobel por su trabajo con las plantas y por desentrañar las claves de la clorofila. De nada de esto se enteró Niemann. Un año después de haberse doctorado decodificando la cocaína y de haberle puesto nombre, ya andaba en el laboratorio con otros retos. Ahora experimentaba con etileno y dióxido de azufre. En su cuaderno apuntó que la mezcla abrasaba la piel y que las heridas tardaban mucho tiempo en sanar. Fue una de las últimas anotaciones que hizo. Semanas más tarde murió a los veintisiete años, como las leyendas del rock, por una enfermedad pulmonar provocada, probablemente, por inhalar el vapor de la mezcla viscosa con la que trabajaba. Había fabricado gas mostaza.


¿UNA RAYITA? 
Por qué en España se consume tanta cocaína y no se habla de ello.
DAVID CANALES.
Nuevos Cuadernos Anagrama, 2025

lunes, 23 de junio de 2025

ABBEY ROAD: el dignísimo final de The Beatles según José Luis Pardo

 

Brian Epstein apareció muerto en su apartamento de Londres el 27 de agosto de 1967. El término no era entonces tan corriente como ahora, pero alguien lo dijo (aunque no consta en el informe forense): sobredosis. Los excesos acaban pagándose. El doble White Album de 1968 fue el primero que los Beatles grabaron sin que él pudiera ayudarles a sostener el grupo, sin que él representase su voluntad de estar juntos, y fue el primero en el cual el grupo se deshizo (además de que todos sus «negocios» se vinieron abajo y empezaron a echarse y a explicitarse las cuentas: qué es culpa tuya, qué has puesto tú y qué he puesto yo, quién compuso «realmente» tal o cual canción, quién empezó la pelea, etc.), el primero en el que se materializó un cierto estado de malestar entre ellos. Decepcionado por la situación que se había creado, y antes de que alguien le acusase de estar gorroneando en un banquete para el que no se había pagado la invitación, Ringo, encargado del beat, abandonó de facto la banda durante algún tiempo, pero nadie hizo caso de su gesto. Las canciones dejaron de ser «de los cuatro». Ahora cada uno llegaba al estudio con su canción y los demás, sin derecho alguno de réplica ni de intervención, actuaban como músicos de estudio a sus órdenes, simplemente siguiendo sus instrucciones. (...)

Las canciones de los Beatles –como la poesía de Baudelaire, las novelas de Flaubert, los dramas de Oscar Wilde, los dibujos de Max Ernst o las performances de John Cage– no eran en absoluto políticamente subversivas desde el punto de vista de los contenidos (entre los cuales se afanaban en vano los críticos procedentes de la izquierda convencional en buscar mensajes cifrados); en la presunta «amoralidad» de las masas, ora desordenadas y turbulentas (pero desorganizadas), ora dóciles y amedrentadas (pero con una sumisión inorgánica y superficial), que la portada del Sgt. parecía exaltar, la izquierda ideológica convencional empezó a sospechar la temeridad de la que siempre habían hecho gala, por diferentes motivos, el lumpenproletariado y la «sociedad de los artistas» (los dos fantasmas que recorrían Europa, las masas enfurecidas y los señoritos depravados), que la clase obrera moralizada y, sobre todo, las clases medias, perciben inequívocamente como una anomalía que es necesario corregir por la vía de la reforma y la represión (¡Esto no es música!), y que procedía, según esa ideología, de la «falsa conciencia» de unos desclasados que, por gozar de la suerte o sufrir la desgracia de una inmadurez patológicamente prolongada, confundían su anómala situación con una verdadera «opción» (...)


El doble álbum blanco se terminó de grabar en octubre de 1968 (la última canción registrada fue Why don’t we do it in the road?) y salió a la venta en noviembre. Los propios Beatles ignoraban hasta cuándo se podría sostener la precaria situación del grupo. A principios del año siguiente iba a salir un álbum con material sobrante del año 1967 y algunos temas instrumentales «de relleno», pero inevitablemente había que acometer el trabajo de grabar el siguiente disco de verdad. 


Y el caso es que no quedaba casi nada a lo que recurrir: la desesperación era tal que incluso se decidió usar un tema que Lennon y McCartney habían regalado a una organización ecologista en 1968 ("Across the Universe"), y resucitar otro ("One after 909") que habían desechado en marzo de 1963. Aquel mes de enero de 1969, y siguiendo más o menos el «sistema» del doble blanco (o sea, el de «cada uno por su lado»), los Beatles registraron diez temas en una serie de sesiones (parcialmente recogidas en la película Let it be) que resultaron ser las más caóticas, deprimentes y sencillamente malas de su historia. El resultado les pareció a ellos cuatro tan insostenible que, cuando acabaron de grabar "Two of us", el 24 de enero, todos sabían que el grupo estaba acabado.


Pero hubo un milagro. Un giro inesperado de la historia que, sin merma alguna de la verosimilitud (es decir, sin dejar de precipitarse inexorablemente hacia un final que ya nada podía evitar), produjo un último esfuerzo genial y maravilloso. Alguien –probablemente Paul, de cuya incapacidad para acabar ya hemos dicho algo– se negó a terminar de este modo, y los demás comprendieron en seguida. La atracción de los Beatles iba más allá de los deseos y sentimientos de aquellas cuatro personas. El coro de ángeles desvergonzados que había despertado en medio mundo «escalofríos de gozo, calor y sentimiento de comunidad» para los que no había en la tierra más adjetivo que maravilloso, como decía Peter Handke, no podía acabar así. Sólo unos días después de haber perpetrado el crimen que se daría en llamar Let it be y que, para el público en general, sería el último álbum de los Beatles (porque fue, en efecto, el último en publicarse, pero no el último en grabarse), Lennon y Harrison llegaron al estudio con dos canciones extraordinarias. Y así continuó el goteo hasta el verano de 1969, durante el cual permanecieron encerrados muchas horas en Abbey Road, tocando de nuevo juntos, por última vez, como una verdadera banda, desencadenando una tras otra obras maestras de la música pop, como decía George, «en estado de gracia» como un coro de ángeles, aunque fuesen ángeles de estudio. (...)



A veces nos preguntamos por qué las canciones de los Beatles parecen perfectas. Ellos escribieron y tocaron grandes canciones, pero también produjeron muchas niñerías y baratijas, y no es menos cierto que otros artistas también compusieron melodías muy hermosas. Lo que tienen de peculiar las de los Beatles, lo que las hace incomparables, es que al escucharlas no oímos solamente «buenas canciones», sino que estamos ante algo que habitualmente no se oye (porque no es audible): las reglas para hacer canciones de música pop. Desde la ingenuidad adolescente de los temas de pareja de los tres o cuatro primeros álbumes hasta la delirante libertad de exploración del blanco doble, pasando por incursiones y escaramuzas inventivas como "Eleanor Rigby", "Fool on the Hill", "I am the walrus", "Tomorrow never comes" o "Norwegian Wood", los Beatles, sin otra pretensión que la de la simple «diversión» (pero divertir significa verter en moldes inesperados), produjeron uno tras otro los prototipos que aún sigue explotando la música pop (...).



La regla de la acción recta, como hubiera dicho Platón, sólo existe en la acción misma, como regla viva y vigente, del mismo modo que la regla del bien tocar la flauta sólo existe cuando alguien la toca bien y en el acto de tocarla. 


El público que escucha, por ejemplo, las reglas de la música pop al escuchar "Happiness is a warm gun", capta una especial belleza, pero no posee previamente un saber de tales reglas (y, aunque dispusiera de un supuesto saber teórico o empírico acerca de las mismas, incluso desarrollado en forma de cálculo técnico, como podía ser el caso de los productores de la EMI Records o de los ingenieros de sonido de Abbey Road, no puede servirse de él para ejecutarlas o imitarlas, y tiene que sentir la canción como un «desbordamiento»), sino que precisamente las descubre (y por eso aprende algo nuevo) al escuchar la canción. (...)



De modo que el último disco no podía ser uno entre otros: tenía que ser el mejor (y, probablemente, lo es), y todos acudieron a la llamada. Sabían que, por separado, nunca llegarían a hacer nada de un valor siquiera semejante. (...)



Abbey Road es una obra excepcional al menos por esto: porque todos los que participaron en ella ya sabían, desde el principio, que sería la última, que no habría ocasión de rectificar. Esto se percibe desde el comienzo, con una de esas canciones sólidas y rotundas de Lennon que se titula precisamente "Come together": uníos, reuníos, cuajad;15 parece ironía iniciar el disco de la separación con la consigna de la unidad, pero no lo es, es la invocación de un tipo de conexión (la de una banda tocando junta y bien trabada) que se exige para un buen final. Sólo hay un buen principio cuando es el principio del fin (en los coros de esta canción, Lennon y McCartney cantaron por última vez juntos en un estudio de grabación). Quizá esto no se aprecia con tanta claridad en la primera mitad del disco, en donde se suceden los esfuerzos individuales por estar a la altura de las circunstancias (otros dos «sólidos rotundos» de Lennon: "I want you" y "Because", en donde Lennon seguía el consejo de Chuck Berry y le daba la vuelta a Beethoven, tocando el Claro de luna al revés; dos fulminantes «pesos ligeros» de McCartney, "Maxwell’s Silver Hammer" y "Oh, Darling!" –quizá el más esmerado de sus trabajos vocales–, dos de las mejores canciones escritas por Harrison en toda su carrera, "Something" y "Here comes the sun", y una «fantasía» de Ringo que dejará secuelas hasta en el imperio Disney, "Octopus’s Garden"), y es difícil decir quién logra con mayor acierto señalar la elevación de tono que se buscaba. (...)


Pero en la cota del corte noveno –"You never give me your money"– de pronto todo se desata y se precipita a partir de uno de esos «fragmentos sueltos» de Paul sobre su adolescencia en Liverpool, en el cual el pasado adquiere el aire meteórico de un futuro que casi se diría eterno. Ahí ya no estamos solamente ante una prueba más del virtuosismo melódico, vocal e instrumental de McCartney, estamos en presencia de una banda de rock and roll de cuatro músicos tocando y cantando asombrosamente juntos; hasta el ambiente artificial del estudio –magníficamente manejado, entre otros, por Alan Parsons– queda convertido en el de una jam session o en el de un «ensayo» particularmente inspirado. Las canciones se suceden unas a otras sin cortes (la mayoría de ellas se grabaron efectivamente así, juntas y seguidas, en el prodigioso mes de julio de 1969 en el que Neil Armstrong pisó la Luna), en un medley que discurre a toda velocidad por una pendiente de gran inclinación e intensidad (el único momento de «descanso» es la increíble "Sun King" –un prototipo que luego Pink Floyd explotaría industrialmente–) a través de la cual se van sorteando los obstáculos como en un slalom gigante, en un campeonato de surf con el viento desatado o en una carrera de automóviles de fórmula 1 llena de curvas peligrosas y de derrapes en los límites del equilibrio ("Mean Mr. Mustard", "Polythene Pam", "She came in through the bathroom window", "Golden Slumbers"…); hasta que un reprise de "You never give me"… reintroduce el clima de disparadero de gozo en el cual se funden el pasado y el futuro. Aquel sueño en el cual cuatro desertores del college metieron sus mochilas en una limusina y despegaron a golpe de acelerador no se hizo realidad en el 61, ni en el 63, ni en el 67: se está haciendo realidad ahora, precisamente hoy, en un «hoy» que no señala el tiempo del calendario sino que construye el sentimiento mágico que alienta en los instrumentos y en las voces de los cuatro ángeles atolondrados que no tienen más cultura que la que han podido adquirir de oído, de paso y sobre la marcha. Pero cuando el coro rompe a cantar "Boy, you’re gonna carry that weight, carry that weight a long time", con la voz de Ringo Starr en primer plano, sabemos que el peso de los Beatles gravitará aún largo tiempo sobre las espaldas de los que ahora se despiden de él con la inmensa alegría de quien se deshace de un fardo. (...) 


demasiado cargado y pisa el acelerador para llegar rápido al final ("The End"), la canción que tenía que haber cerrado el disco y en la cual, tras un magnífico solo de Ringo, las guitarras de Harrison, McCartney y Lennon emprenden un fabuloso combate nacido de la improvisación y en el cual, de nuevo, la singularidad de cada uno de ellos consigue come together para hacer sonar por última vez a los Beatles. One and one and one is three.16 Como ya sucedió en el Sgt. Pepper’s, la canción final (en aquella ocasión, el reprise de «Sergeant Pepper’s Lonely Hearts Club Band», a la que sin embargo seguía «A day in the life») no es la última. Tras ella suenan los simples y breves compases de «Her Majesty», una especie de nana perversa que formaba parte inicialmente de la suite de «Golden Slumbers», pero que Paul cortó en el último momento para pegarla en este punto extremo. Por esta razón (porque la melodía estaba unida y encadenada con el resto), la última nota (que a su vez habría sido la primera del siguiente tema) falta, como si se quisiera indicar que a esta historia no se le puede poner un punto final. En este último cuarto de hora todo ha ido demasiado deprisa: el ratero que se llevó la cartera, el mezquino mendigo del parque cuya hermana se convierte en una maniquí vestida de polietileno que acapara los telediarios, la seguidora fanática que se cuela en el cuarto de baño… y que tardará en saber que los Beatles ya no existían cuando el disco salió a la calle. Muchos más acontecimientos de los que caben explícita y contablemente en cuarenta y siete minutos y veintiséis segundos. (...)


ESTO NO ES MÚSICA: 
INTRODUCCIÓN AL MALESTAR 
EN LA CULTURA DE MASAS.
JOSÉ LUIS PARDO.
GALAXIA GUTENBERG, 2007