ARREBATOS ALÍRICOS

Me fui sobreviviendo como pude

(José Luis Piquero)


lunes, 15 de diciembre de 2025

Lo mejor de COMERÁS FLORES (Lucía Solla Sobral)


Diana tenía toda la seguridad que yo no tenía, pero me la prestaba. A Diana no le asustó cambiarse de carrera, así que a mí no me asustó cambiarme de Filosofía a Periodismo. A Diana no le importó empezar a trabajar en una franquicia de muebles y decoración con normas rígidas sobre maquillaje y peinados, así que a mí no me costó nada aceptar mi trabajo como redactora de contenidos especializada en succionadores de clítoris, cócteles, inteligencia emocional o las diez mejores rutas para comer pintxos. Diana no le tenía miedo a nada y yo le tenía miedo a todo pero, a su lado, un poquito menos, porque Diana podía ser Diana por ella y por mí. (...)

Mientras recorría la alameda y no lo encontraba, me burlaba de mí misma, era ridículo llevar seis años huyendo de esa villa y acabar enganchada a su suelo sucio y meado buscando a un desconocido al que había visto la noche anterior. Yo siempre quise urgente, buscaba amores que se atragantasen de ganas, que hirviesen, que no diesen tiempo a nada más que a querer. Un amor con gusto a la levadura del corazón de una palmera recién horneada. (...)

Y Diana y yo nos las comíamos inmediatamente porque una dice cuidado y la otra entiende ahora justo ahora, una dice espera un poco y la otra escucha que mejor ya-ya-ya antes de que se enfríen. Un amor de los que sobra mucha cama porque se apelotona todo en el mismo lado. Ese amor que te deja los labios hinchados un día entero y que te convierte las piernas en flan cuando paseando con Frida y mirando el móvil, sientes cien higos abiertos respirando a tu lado y levantas la mirada y te da la risa nerviosa porque ahora ya sí, ahora está pasando. (...)

—Hola, ¿dónde tomamos algo? —me hablaba muy serio, como si conocerme se tratase de algo importante—. Me llamo Jaime, por cierto. 
En un bar, donde las mesas de Estrella Galicia tenían el logo tapado con cinta aislante, me contó que él también vivía en Pontevedra, que era compositor de atmósferas, que acababa de cerrar un restaurante clandestino en su casa, que su hija estaba en Madrid probando suerte, que estaba leyendo a Deleuze, que adoraba a los perros. Y yo a él que me fui por amor a Andalucía y que volví por aburrimiento, que trabajaba en una agencia de marketing, que vivía con mi mejor amiga, que mi padre había muerto hacía cinco meses. (...)

Era sábado y fui, siguiendo las indicaciones de Google Maps. Mis pies sabían ir, pero mis nervios no y mis nervios siempre ganan, eso lo sé desde los seis años cuando me perdía en El Corte Inglés, con once cuando me hice pis en casa de mi tía mientras operaban a mi padre, con diecisiete cuando me rompí en el baño durante Selectividad porque no valía para aprobar un examen de matemáticas ni para ir a la universidad ni para mudarme a Compostela ni para conocer gente ni para sonreír sin ganas ni para cambiar de piso cada curso. Y encontré a mi madre en El Corte Inglés y mi padre presumió de cicatriz y aprobé matemáticas y descubrí que se me daba bien socializar, simplemente no me gustaba, como las mudanzas. Pero mis nervios ganan, duelen en el estómago, hielan mis dedos, me hacen nudos en el pelo. Era sábado y fui, comprobando mi cara en la cámara del móvil. Intentando caminar en línea recta por esa calle tan céntrica, con todas mis inseguridades enredadas, peinándome el pelo con los dedos. Las estrías, las tetas, las caderas, este top, peina que te peina, el vello, la barriga, joder, los pinkies, me peino. Me esperaba en su portal. Su pelo negro y gris, su mandíbula cuadrada, un polo negro, unas gafas de montura transparente, distintas a las del día anterior. Ese olor a madera con mermelada o a higuera. Un hola, Marina, dos besos, un estás muy bonita, un mechón detrás de la oreja, una intención de darme la mano que finalmente no. Subí con él unas escaleras que crujían, crujían, crujían y, aun así, olían a silencio. (...)

Pasamos la noche juntos y despiertos. Desnudos y con nuestras piernas enredadas, como para no perdernos, como para que no se fuese lejos o que yo no pudiese moverme y encontrar señales que anticipasen el aburrimiento. Quería estar pendiente de mi propio cuerpo, de sus movimientos y rugosidades, pero Jaime me dibujó el mentón con un dedo y me dijo: quiero quererte. Y de debajo de mi piel salieron todas sus arañitas y rodearon mis pezones y subieron por la garganta y también a las mejillas y sentí que ojalá, que ojalá algún día. Será cuestión de tiempo, dije. Y él me colocó el mechón de pelo detrás de la oreja y repitió: quiero quererte. Y yo no dije pues ojalá me quieras, Jaime. Pero lo pensé. (...)
Yo quería que me quisieran tanto como para que no hubiese un ojalá sino un ya, nada de cuentas atrás, solo un ahora mismo. Que un quiero verte significase en quince minutos estoy ahí. Que un quiero dormir todas las noches contigo resultase una llave para entrar en la casa más bonita del mundo. Un amor al que no dedicar canciones porque al estar tan pegadita a ese amor, tan tan dentro de él, no tuviese tiempo para elegirlas ni para echar de menos. (...)
Tic tac tic tac y yo sentía que tenía seis años otra vez y una bolsa de chuches que no se acababa nunca. Me quería tan rápido y con tanta fuerza que a mí me daba la risa y no me daba tiempo a escribir ni a leer ni a escuchar música ni a pensar en papá porque todo era amor amor amor y planes para alargar el amor. Yo seguía sus pasos agarrada fuerte de su mano y pensaba que qué felicidad más tonta, que qué suerte que al final tenía yo razón y la clave estaba en sentir como si todo estuviese a punto de explotar. (...)


Lo que menos me gustaba del amor era tener que pausarlo. De lunes a viernes, de nueve a siete, me guardaba los nuevos olores, nuestro lenguaje, los sabores y las texturas para poder ir al trabajo. Lo metía todo calentito en los bolsillos y dejaba que latiese ahí dentro mientras yo volvía a ser redactora en una agencia de marketing digital. El trabajo no era muy exigente y se me daba bien, así que cada día me sobraban algunas horas para entrar en la Rockdelux y la Pitchfork y lamentarme por otras vidas laborales alternativas. En mi adolescencia, me sentaba en el comedor y dejaba que pasasen sobre mí las horas y las canciones que todavía siguen pegadas a mí como animales viejos. A veces, encendía el único ordenador de sobremesa que había para toda la familia y transcribía las letras de mis grupos favoritos para subirlas a las webs de letras y acordes. Las de El Niño Gusano eran mis preferidas, no las entendía pero me hacían reír. Media vida, pero media vida entera enterita entera, viviría aplastada entre el sofá y una pila de vinilos. Y la otra media, en los conciertos y las ganas de hacer crónicas de todos ellos. Alguna vez envié crónicas gratis por si me las publicaban, pero nunca me respondió nadie. No hablaba sobre la limpieza del sonido, la distorsión, los riff de guitarras y los punteos, yo escribía sobre el esternón, la nostalgia, la amistad y sobre colgar en el tendal camisetas de grupos. (...)

Durante mis primeras semanas en la agencia creía que me gustaba Rubén. Rubén era como Diana, pero sin ser Diana. Era alegre, rápido y me hacía sentir cómoda. Siempre me tocaba el pelo y se mordía el labio. Es suave, decía. Y brilla mucho. Hablaba tanto de mí conmigo que creía que le gustaba y entonces creía que a mí también me gustaba. ¿Cómo no me iba a gustar? El amor antes de Jaime funcionaba así. Tú me haces caso, yo te hago caso, tú me pellizcas, yo te pellizco, tú me quieres, yo te quiero. Lo importante era darse cuenta de que la otra persona te hacía caso, te pellizcaba, te quería. Lo de Rubén duró poco. (...)

Guardar el amor nuevo en el bolsillo, disimularlo debajo del pelo o en el olor de la ropa, hacía que no se desgastase nunca. Intentaba esconder ese amor tan brillante en las notas que Jaime me metía en la mochila del portátil, en los mensajes que le enviaba desde el baño, en las galletas que me preparaba para tomar con el té. Era un amor pequeño pero macizo. No lo compartía. No quería que nadie lo viese para que nadie lo estropease. Hasta que una tarde, sin que hubiésemos quedado, Jaime me esperó a la salida del trabajo. Me quedé al otro lado de la puerta de cristal. Martín me miró, lo miró, se le escapó una o minúscula por la boca, así que es él, y se fue. Jaime había destapado el amor de golpe, sin previo aviso. (...)
Y me pregunto si tiene sentido algo. Estudiar aquello, trabajar de esto otro, mudarme, esa relación que fue tan bonita tan lejos tan difícil, o esta otra que rueda tan rápido que tengo miedo a que se resquebraje por el camino y vaya soltando pedazos y que todos los pedazos sean míos. Como la canción que dice que pudo ser un amor del montón, pero todo el montón era mío. Se me llenan los mofletes de nostalgia. Nostalgia anticipada, porque aún no sé qué echo de menos, qué me falta, qué me sobra si yo no tengo nada. ¿Cuánto hay que perder para no tener nada? ¿Un padre? Un padre perdí, apunte ahí usted. Cuando se me ponen ojos de vaca me cuestiono todo tanto que repito mi nombre varias veces para no olvidarlo. Lo hacía con seis años, lo hago con veintisiete y lo hice durante la comida con veinticinco. Veinticinco años de ojos de vaca que solo una carcajada de mamá logró borrar. (...)

Jaime hacía que no tuviese que gustar, sino que la otra persona quisiera gustarle a él. Y a mí toda esa sensación de no tener que ir con cinturón de seguridad me provocaba que Jaime me enamorase más y más. Nadie ponía un pero y a mí se me mezclaba la adrenalina con la calma. (...)


La primera vez que lloré por él, aprendí que llorar tenía un castigo: el silencio. El silencio y echarme la culpa a mí como quien lanza un balón medicinal contra el pecho. (...)
Soñarás que siempre será primavera y que no tendrás que llorar como los adultos. Soñarás con que tu abuela te sigue peinando con sus dedos torcidos cada tarde después del cole y después de las lentejas. Soñarás con que la persona más bonita de Compostela sea la misma que la que te llame miquiña mía y no alguna de las de tu facultad que huelen a licor café y a tabaco y a apuntes de Locke y Hume fotocopiados. Soñarás que los consejos de tu madre estarán por encima de los temblores de tus piernas en las crisis de ansiedad. Soñarás con poder llegar siempre a fin de mes sin que las notificaciones del banco te muerdan el pecho. Soñarás con que vengan bien dadas. (...)
Yo sabía que salir del amor era como salir de una catástrofe aérea porque se lo leí a Peri Rossi, pero no sabía yo lo difícil que era hablar del amor sin que a una se le llenasen los mofletes de miga de pan y se le pegase el calor a la piel como un pijama de franela. No sabía yo que el amor podía ser suave y saber a breva. Después del amor en esa habitación yo no recordaba quién era Samir ni Rubén ni Pablo Rosales ni Damián. Y después de caminar de la mano por el Barrio de las Letras y de sacarnos fotos en los espejos del Rastro, después de ese viaje a Madrid, lloré un lunes entero por si algún día todo eso desaparecía. Por si acaso, se me pusieron los ojos rosa pastel cuando me di cuenta de que no solo sabía hablar de aburrimiento, y que lo que más me coloreaba las orejas era recordar la primera vez que me dijo te quiero y que yo no entendí si me había dicho te quiero u otra cosa y sonreí. Por si acaso, sonreí. Y esperé a que llegase otro y otro y otro te quiero que sí entendí, y guardé algunos pero otros los desgasté de tanto recordarlos. Creía yo que el amor era una catástrofe aérea pero el amor era empacharse con los churros que no había comido. (...)

Me quería con tanta fuerza que a mí me daba la risa y no me daba tiempo a escribir ni a ver películas ni a escuchar música porque todo era amor amor amor y planes para alargar el amor. Y yo me decía que ojalá no sea verdad eso de que solo existimos cuando el amor nos mira. Pero también me decía yo es verdad, es verdad porque siempre me duele la cara de reír y mira cómo se me llenan los bolsillos de sopa cuando me siento a comer en la mesa larga de mi madre, la buena, la que está en el salón y no en la cocina, y él tiene la atención y el cariño de todos. Yo seguía sus pasos agarrada fuerte a su brazo y pensaba que qué felicidad más tonta, qué suerte. Menos cuando decía algo que no le gustaba, entonces parecía que se olvidaba de quererme y yo pensaba más en mi padre y en mí. (...)


Diana siempre me compraba gominolas cuando tenía un mal día en la universidad, hasta que nos dimos cuenta de que la universidad era siempre un mal día. (...)

El amor tiene muchas caras, muchos pies, muchas manos, sobre todo, muchas manos. Las de Diana son pequeñas, como un topo, dice ella, aunque les tiene miedo a los topos porque dice que se parecen a las ratas. Diana siempre apoyaba la palma de su mano en la mía para reírse de mis dedos largos o de sus dedos pequeños. Yo nunca hacía esas cosas. Eso de poner mi mano en la suya o poner mi cabeza en su hombro o agarrarme a su brazo de camino a casa. A mí me daba como miedo o angustia el contacto físico. Pero ella colaba su pie entre mis manos para que se lo acariciase. En el tren de Compostela a Pontevedra me pedía que le tocase el pelo. Si bebía mucho, me pedía un beso en la boca. Uno de sus novios se enfadaba con nuestros picos pero a mí me daba igual y a Diana más. Entonces, si el amor tiene muchas formas y muchas manos y si las manos de Diana son tan pequeñas, quizá fue normal que me dejase caer. O que me soltase. Pero si las mías son tan grandes, si, precisamente, mis dedos son largos como lágrimas, ¿por qué se me escapó Diana? Por qué mis manos no cogieron nunca el teléfono y la llamaron y le dijeron a Diana ¿nos acabamos de enfadar? Diana, ¿estamos bien? Estamos bien, ¿no?

durante un año estuve un poco menos aburrida encerrada en esa sierra imaginando cómo quería casarme. Porque sí, quería casarme. No tenía claro si con un vestido largo o corto, quizá negro o rojo, con mi familia pero sin mi tía Agustina. Quería muchas polaroids y en todas mis elucubraciones yo me reía muchísimo, a carcajada limpia, pero en todas mi padre seguía vivo y no había ni rastro del hombre con el que me acababa de casar. Quería casarme, por supuesto que quería casarme, porque apoyada en los muslos de mamá, con sus dedos recorriendo mi oreja, Elizabeth Bennet se casó con Mr. Darcy y Jane Eyre con el señor Rochester y Harry con Sally y Anna Scott con William Thacker. Y todos, por fin, eran felices y, sobre todo, mamá y yo éramos muy felices. Hasta que mis hermanos llegaban a casa y se ponían los pijamas y se unían a nosotras y se tiraban al sofá como gatos y me arrancaban el mando de las manos y peleaban por ver quién ponía no sé qué y mamá se iba y yo le hacía cosquillas a Berto para que Bea recuperase el mando y papá nos miraba desde la puerta y cerraba con llave y decía ya estamos todos y sonreía tan fuerte que se sentía dentro del pecho y aparecía otra vez mamá con un bol con agua donde remojaba los dedos para quitarse las cutículas y le decía a Bea ¿te las quito a ti después? Y sí, sí, sí, así que al final Berto ponía la NBA. (...)
Yo quería un amor tranquilo, suave, paciente. Un amor de terciopelo, que no rascase, que no colocase su rodilla entre mis piernas, que no me hiciese callar. No sé. A lo mejor solo quiero volver a ver películas con mi madre. (...)



No fui a su fiesta, ya no le enviaba canciones por mucho que me gustasen o que dijesen la palabra parque, beso, moto, risa. Si me enviaba una foto, la veía, hacía zoom a su cara, a sus labios de cenicero, a sus manos. Después, la borraba. Ya no dormía con el teléfono debajo de la almohada. Edu fue desapareciendo y apareció de nuevo Eduardo y de Eduardo a la nada bastaron un mes y tres semanas. Fue así de fácil. Tan fácil como dejarlo pasar. No tuve que llenarme la boca de entrañas y gritar con el pecho colorado ¡me has destrozado! Eliminar nuestras conversaciones y dejar de escuchar a Sen Senra fue más discreto, más amable con la nueva realidad. Cada canción que añadió a la playlist que nos inventamos para acariciarnos en la distancia era una canción que no volvería a escuchar jamás. Cada recuerdo podía hacerme dudar de mi decisión y preferí olvidarlo todo. Dolía mi miedo, dolía fantasear con otra vida, dolía la mano de Jaime apretándome fuerte para llevarme a cada sitio al que íbamos como si no pasase nada. Dolía como cuando mi hermano me quitaba una tirita a la de tres y en realidad era a la de uno. Porque no era el cuerpo el que se quejaba, era otra cosa. Todos los pelos de mi rodilla en esa tirita de My Little Pony y su traición escociéndome. Conté hasta tres y ¡zas!, las fotos, los espejos, los planes, las canciones. Quise contar hasta tres y a la de uno ya escoció, pero no dolió. Pudo doler todo lo que compartimos. Las canciones de Khruangbin, los libros de Nora Ephron o el olor a Marlboro. Pero lo olvidé todo y no dolió más. También el parque al lado de la estación que nunca volví a pisar, salvo una vez, solo una vez, con Frida, por si él estaba. Pero no estaba y no dolió. Me alegré de que no nos hubiese dado tiempo a ver juntos mis películas favoritas ni de leerle las letras de las páginas que marco doblando las esquinas. Me alegré de no haberle hablado de mi obsesión por Cristina Peri Rossi y de no haber cenado con él leche con frosties para luego desaparecer y vomitar. No nos dio tiempo a tumbarnos en el parque de Bonaval ni pudimos pasar frío en Bueu con las tripas llenas de pizza de O Farol ni nos perdimos buscando tiendas de discos de tres plantas. Eduardo nunca me preguntó por qué. Sabía, supongo, por quién. (...)

Sabrás que lo que se acaba, se acabó mucho antes y no se acabará del todo hasta tiempo después.

COMERÁS FLORES.
Lucía Solla Sobral.
Libros del Asteroide, 2025


domingo, 14 de diciembre de 2025

COCAÍNA: MANUAL DE USUARIO



Cocaína (Manual de usuario) es una colección de dieciséis relatos que giran en torno a la cocaína y su consumo. Cada relato tiene una mayor o menor presencia de esta droga, pero siempre está. Son relatos breves, de discurso duro y afilado como es habitual en el autor. Son pequeñas piezas conectadas por el consumo, abuso o negocio de una sustancia que parafraseando al célebre Roberto Saviano, mueve el mundo. 

El libro comienza con una cita de Escándalo en Bohemia, la novela sherlockhomiana de Arthur Conan Doyle, en la que el narrador testigo Watson hace esta confesión:
 Últimamente yo había visto poco a Holmes. Mi matrimonio nos había distanciado. Mi completa felicidad, y los intereses centrados en el hogar que envuelven al hombre que se ve por primera vez dueño y señor de su propia casa, absorbían toda mi atención, mientras Holmes, cuya misantropía le alejaba de cualquier forma de sociabilidad, seguía en nuestras dependencias de Baker Street, enterrado entre sus viejos libros, y oscilando, semana tras semana, entre la cocaína y la ambición, entre la somnolencia de la droga y la fiera energía de su ardiente naturaleza. 
Estoy sentado en Baker Street mirando pasar sobre la nieve las ruedas sucias de la historia. (...)


Llámenme Yo. Estoy sentado en Baker Street. Gasto mi dinero en el true west que sube y baja mis pulmones. Todo oxígeno es un círculo nasal: el cesto lleno de Kleenex, los Kleenex llenos de sangre, los Kleenex llenos de mí. Enciendo la computadora. Juego Solitario hasta entumecer mi mano izquierda. Luego intento escribir. Luego miro el reloj: ya pasaron veinte minutos. Voy al baño, me siento a horcajadas en la taza, vacío sobre el espejo un poquito de polvo, luego un poquito más. Lo huelo, lo muelo con mi tarjeta de cheque automático Serfín, hago dos rayas largas y bien gruesas. Aspiro. Esto es todos los días. Va casi un tercio de onza, llevo no sé cuántas horas sin dormir, no sé cómo parar. Van a correrme del trabajo. Llámenme como quieran: perico, vicioso, enfermo, hijitoqueteestapasando yaparalecarnal vivomuertopaqué, llámenme escoria y llámenme dios, llámenme por mi nombre y por el nombre de mis dolores de cabeza, de mis lecturas hasta que amanece y yo desesperado. Soy el que busca una piedrita debajo del buró, encima del lavabo, en el espejo, en mi camisa, y amanece otra vez y sin dinero, y la sonrisa helada del vecino a través de la persiana, y a poco crees que no se han dado cuenta. Estoy sentado en Baker Street mirando pasar sobre la nieve las ruedas sucias de mi vida. (...)
Llámenme Ismael: estoy sentado en Baker Street, junto a la chimenea, tratando de cazar con mis palabras a un animal blanco y enorme. Mide casi una legua, su cola es pura espuma, sus ojos tienen la pesadez y el brillo de la sal más brava. Es un animal que se asusta y enfurece, que mata ciegamente, que cuando no te mata parte tu vida en dos. Pero es también una bestia lúcida y hermosa, y respira música, y en el momento en que su cola te azota y arroja tu cuerpo por el aire no piensas ni en el dolor ni en la sangre que gotea: piensas solamente en la velocidad —que es como no pensar, o sentir el pensar, o estar sentado en medio de la purísima nieve mirando pasar las ruedas sucias. Llámenme Ismael. Estoy aquí para contarles una historia. (...)

De acuerdo a los cánones de compra-venta establecidos para Latinoamérica por nuestros expertos en mercadotecnia, un usuario habitual es aquel individuo que consume en forma semanaria un promedio de entre 2 y 6 g. Todo consumidor por debajo de ese margen apenas si alcanza el calificativo de cliente; pero quien lo rebasa se convierte casi siempre en un moroso. Por breve lapso: es que no duran. (...)



lunes, 8 de diciembre de 2025

"SIN RELATO: atrofia de la capacidad narrativa y crisis de la subjetividad" (LOLA LÓPEZ MONDÉJAR)


De las muchas transformaciones que está sufriendo de forma generalizada el individuo en la modernidad tardía, una de las más relevantes es, a mi entender, la atrofia de la capacidad narrativa, la progresiva dificultad para contarse a sí mismo y para elaborar una historia. Se trata de una dificultad que nos afecta a todos, pero que sufren en mayor medida quienes han nacido en la era digital. (...)

Desde finales del siglo XX, los profesionales que nos dedicamos a la escucha del malestar observamos con preocupación que quienes nos consultan han dejado de poder relacionar su sufrimiento psíquico con causa alguna. Sienten angustia, insomnio, irritabilidad, tristeza, desgana, experimentan problemas en sus relaciones sociales, se autolesionan, se deprimen, sufren de atracones o de comportamientos obsesivos, pero no pueden atribuir estos malestares a ninguna circunstancia biográfica o social que les perturbe. Ni siquiera encuentran un nexo aproximado entre el síntoma que sufren y sus circunstancias personales. Este hecho no es nuevo para nosotros, pues los pacientes psicosomáticos, aquellos que expresan el dolor psíquico con malestares en el cuerpo, ya acusaban esta pérdida de narratividad que hacía más difícil su tratamiento; pero lo novedoso hoy es la universalización de esta atrofia (...).

Porque la atrofia de la capacidad que aquí analizamos no tiene solo que ver con una dificultad para ponerle palabras al pensamiento, sino con un déficit del pensamiento mismo y del mundo de la imaginación, con un progresivo vacío de representación que surge como defensa ante las condiciones de producción de la individualidad en un capitalismo de la atención que nos hace, precisamente, desatentos. (...)
Si ha disminuido nuestra capacidad de conversar, a pesar de la hiperproducción de textos que pueblan nuestro entorno, es también porque tenemos dificultad para pensar, y esta dificultad para pensar la vinculamos a un vaciamiento de nuestro mundo interno, a una incapacidad creciente para transformar lo que nos acontece en una experiencia subjetiva, propia, comunicable; esta será nuestra hipótesis. (...)

Christian Salmon, investigador y escritor, estructurará con sus aportaciones algunos ítems del fenómeno en su vertiente más política y social. Pero son el filósofo francés René Girard y su concepto de deseo mimético los referentes que están en la base de mi hipótesis. Girard observa que tanto don Quijote como Emma Bovary, entre otros personajes de ficción, imitan a los héroes de las novelas de caballería, el primero; a las heroínas románticas, la segunda. Todos somos miméticos como don Quijote imitando a Amadís de Gaula, todos somos Emma Bovary identificada con las heroínas de las novelas que lee, todos anhelamos lo que nuestros mediadores, aquellos a quienes admiramos, envidiamos o amamos, nos muestran. Siempre fue así, no hay deseo ex nihilo. El problema estriba entonces en quiénes son hoy nuestros modelos, qué ideales mueven nuestra sociedad de la información, y estimo que uno de ellos, por más que a algunos nos pese, es la ignorancia. Donald Trump sería el paradigma de este síntoma social, que bauticé hace algunos años como estultofilia (...)



La caída de los relatos globales que ya advirtió JeanFrançois Lyotard en 1979, junto con la multiplicación de los storytelling a partir del año 2000, produjo en la esfera individual esta progresiva atrofia (...).
Atrofia de la capacidad narrativa, huida del pensamiento crítico, rechazo del contacto a favor de una búsqueda de la satisfacción inmediata: el individualismo neoliberal y el mundo digital nos alejan de lo que considerábamos la condición humana. ¿Somos hoy, pues, menos humanos? (...)

La caída de los grandes relatos lleva de la mano el olvido de lo humano universal en pro de particularismos identitarios que provocan la ruptura de los lazos sociales para satisfacer las urgentes necesidades de reconocimiento que asolan nuestra sociedad de la incertidumbre, con el consecuente empobrecimiento afectivo que nos entristece. (...)

El aumento exponencial del número de personas que acuden a cursos de mindfulness, relajación o yoga, o a retiros de cualquier tipo, con la promesa de encontrarse mejor, apunta a un síntoma de esta ausencia de capacidad narrativa que mutila también la reflexividad y deja al individuo impotente frente a un malestar al que la sociedad de consumo ofrece mil posibilidades de solución, aunque pocas o ninguna de ellas pase por explorar el origen de esta mutilación, sino por colmar con otros recursos prestados la necesaria reflexividad perdida, como sucede con el consumo de libros de autoayuda. El itinerario escogido en esta investigación no es académico, sino personal, una selección de los autores que, en la búsqueda de una explicación, me han ayudado con sus aproximaciones, a veces incluso alejadas del tema, pero iluminadoras para nuestro análisis. Porque para comprender este nuevo síntoma personal y social, esta epidemia de mutismo introspectivo, necesitamos la confluencia de distintos saberes, a partir de una forma de articulación que bien podría asemejarse a lo que H. J. Eysenck y Jessica Benjamin llamaron sobreinclusión, es decir, la intersección de distintas disciplinas de las humanidades con las neurociencias, cuyos conocimientos se complementan para abordar el mismo objeto de estudio. Exploro una ontología del presente de larga tradición que toma de Günther Anders el carácter impresionista de la investigación, el intento de descubrir las claves que se esconden tras los emergentes sociales sirviéndome de los conocimientos acumulados por la experiencia vital y la práctica del psicoanálisis. (...)


Vamos a introducirnos brevemente en las nociones que esbozaré aquí a partir de unas notas (contienen spoilers) sobre el personaje interpretado por Leonardo DiCaprio en la última película de Martin Scorsese, Los asesinos de la luna (Estados Unidos, 2023), que narra los crímenes cometidos por una acaudalada familia de terratenientes y ganaderos contra los nativos osage de Oklahoma para despojarlos de sus tierras, ricas en petróleo. El personaje que interpreta DiCaprio, sobrino del jefe de la trama mafiosa que ha comprado a las autoridades del condado para que no investiguen esas muertes, es un hombre sin atributos, un joven soldado que regresa de la Primera Guerra Mundial y se somete a las órdenes de su tío hasta llegar a cometer los asesinatos más atroces, mientras que en su vida pública aparece como un apuesto padre de familia, casado a instancias de aquel con una nativa osage, a la que intentará matar también suministrándole lentamente una droga junto con las inyecciones de la recién descubierta insulina, que la mujer necesita para tratar su diabetes. La disociación que experimenta este hombre es notable en cada uno de sus gestos. Su yo público es el de un padre y marido amante y cariñoso, y su yo secreto, el de un asesino disciplinado, que actúa a las órdenes de su implacable tío sin oponerse, siendo cómplice y ejecutor de los asesinatos de parte de los miembros de la familia de su esposa. Cuando, en una de las últimas escenas de la película, esta lo confronta y le pregunta qué le ha estado suministrando, él solo puede callar, incapaz de articular una respuesta. (...)


Personajes como el interpretado por DiCaprio han sido representados en el cine en películas como Nebraska, de Alexander Payne (Estados Unidos, 2013), o en la dirigida por Sébastien Pilote El vendedor (Canadá, 2011). Se trata de seres anodinos, con una identidad social alterdirigida por un amo o por los mandatos sociales, sean estos convencionales o no. Los llamamos hombres y mujeres huecos porque el yo neural, la autoconciencia corporal y social imitativa, no alcanza a desarrollar su yo narrativo. Para comprender a estos personajes, ejemplos de la individualidad que hoy se quiere universalizar, hemos de adentrarnos brevemente en las neurociencias y en algunas teorías sobre la conciencia que nos suministrarán los conceptos de los que servirnos después en nuestro recorrido. (...)

El colapso de la competencia narrativa está asociado en caso de enfermedad neurológica y mental a los efectos del trauma físico o psíquico sufrido; por ejemplo, el que se produce en patologías graves como la psicosis o los trastornos borderline, caracterizadas por romper la continuidad del sentido del sí mismo y, con él, de la competencia para narrarse. Porque narrarse es contextualizar la historia, caracterizar a los personajes y atribuirles motivaciones –en distintos grados de profundidad, ciertamente–, e incluye la descripción de acontecimientos relevantes como el porqué, el cómo y las interacciones entre los protagonistas, así como las consecuencias del hecho y la anticipación. Es decir, narrar es unir elementos biográficos en un relato donde se busca un sentido. Incluye identificar las emociones, que se transforman e integran al elaborar el relato mismo, por lo que aprender a narrarse constituye uno de los objetivos prioritarios en el tratamiento de pacientes con trauma relacional3 o en los adolescentes en crisis,4 cuya construcción histórica y, por ende, identitaria se ve interrumpida. (...)

ambién el psicoanálisis se ha ocupado de la génesis del yo y de la conciencia, estrechamente relacionados entre sí y con el narcisismo, si bien el yo abarca más aspectos que la conciencia dado que una parte de él sigue siendo inconsciente. Para Sigmund Freud, el yo surge del desarrollo de la maduración, formado por la dinámica del aprendizaje social y por las identificaciones, esto es, por efecto de la socialización y por las marcas inconscientes que nos dejan las relaciones con los otros significativos. El yo es el encargado de lidiar entre las pulsiones y la realidad, en un intento inestable por conservar su unidad frente a las exigencias de unas y de otra. Los paralelismos entre las intuiciones freudianas, que definen el yo como una masa dominante de representaciones que se forman a partir de las percepciones tanto internas, procedentes del organismo, como externas, coinciden con la idea de integración, central para las neurociencias a la hora de hablar de la conciencia. Pero a nosotros solo nos interesa indagar en el complejo entramado de teorías neurológicas de que disponemos para mostrar que puede haber un nivel mínimo de conciencia, de yo, que no desarrolle la metacognición reflexiva, como le sucede al personaje de Leonardo DiCaprio en la película de Scorsese. Y que construir ciudadanos con un yo mínimo, podríamos llamar inocentemente acrítico y alienado, «sin ningún sentido de identidad personal», como decía Anil Seth, reflejo solo de las sensaciones y emociones que experimenta, un yo exclusivamente corporal, basado en la autoconservación y la supervivencia, es una de las aspiraciones del capitalismo digital. (...)

En la vida cotidiana, las expresiones «mejor no pensar», «mejor pasar a otra cosa» o «hazte un viaje», entre muchas otras emitidas como consejo a nuestro interlocutor cuando le acosa un problema, remiten a esa progresiva atrofia de la capacidad para narrarse que vamos a tratar de explicar: no explores, huye, corre hacia delante, evita pensar. Hay algo más –algo nuevo, a nuestro entender– en este síntoma que analizamos, y es que el pensamiento hegemónico del capitalismo digital promueve abiertamente esta atrofia para sustraer la diversidad del mundo interior particular y sustituirla por una individualidad homogénea y conformista. La atrofia se quiere generalizada, el yo crítico se requiere mínimo y la epidemia ya afecta a parte de la población en distintos grados. Nuestro mundo interno se vacía a favor de la adhesión a las propuestas del mundo externo, que nos entretienen con reclamos constantes. En los vídeos que se exponen en las redes sociales, en los testimonios que se recogen en los programas de noticias de las televisiones, preguntados sobre cuestiones que requieren algún tipo de argumento, los ciudadanos interrogados no razonan, balbucean. (...)

El investigador y escritor francés Christian Salmon ha dedicado parte de su obra a analizar la progresiva desaparición de la narración en nuestras sociedades. En su libro La era del enfrentamiento opina que han sido tres las grandes crisis narrativas que ha conocido el siglo XX.13 La primera durante la Gran Guerra; la siguiente, ligada a la segunda contienda (1939-1945), ambas vinculadas tanto a la desproporción entre los medios humanos y los instrumentos mecánicos de que se disponía, como a la destrucción de la dimensión temporal de los acontecimientos que ya señaló Adorno al observar un ritmo bélico dividido en campañas discontinuas, con sacudidas y cese completo de hostilidades. La tercera gran crisis de la narración, según Salmon, comienza con el final de la guerra fría y se extiende hasta la universalización de internet, y fue provocada por varios acontecimientos que forman parte de lo que llama espiral del descrédito. Para el autor francés, los grandes relatos de la historia, desde Homero hasta Shakespeare, que transmitían lecciones de sabiduría fruto de la experiencia, dieron paso a los storytelling, que saturan la realidad de relatos artificiales, bloquean los intercambios dialógicos y, con la universalización de las redes, nos alejan de las historias para imponer intercambios de relatos anecdóticos14 que propician el enfrentamiento comunicativo y debilitan así la confianza en el valor referencial del lenguaje. (...)

na técnica de comunicación y domesticación enfocada a transmitir mensajes que capten la atención y enganchen al ciudadano, apelando básicamente a sus aspectos más emocionales; una técnica, utilizada tanto en la publicidad como en la política, que envuelve la realidad en una red narrativa que estimula las emociones útiles para el fin que el storytelling se proponga, mediante unos engranajes narrativos que conducen a los individuos a identificarse con modelos y protocolos prescritos. Lo importante del storytelling es movilizar mediante anécdotas las emociones. El llamado giro narrativo, que se expandió a casi todas las disciplinas a mediados de los años sesenta, dio paso a las condiciones de aparición de los storytelling en los noventa, coincidiendo con la explosión de internet y los avances de las nuevas técnicas de información y de comunicación.15 Salmon analiza ejemplos de storytelling en las campañas electorales de Ronald Reagan, Bill Clinton, Nicolas Sarkozy y Ségolène Royal, en las grandes compañías e industrias, en la guerra y en la propaganda. Progresivamente, y como consecuencia también del avance de las GAFAM (Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft), desembocamos en la que denomina era del enfrentamiento, que comienza en 2016 con el ascenso de Donald Trump y que produce un nuevo contexto, un nuevo régimen de verdad, y la aparición de burbujas informativas independientes donde la información se elige de acuerdo con las opiniones de los usuarios, sin contrastar con los hechos, donde la falta de diferenciación entre la verdad y la mentira es la regla, pues todos los enunciados se mantienen en un régimen de inestabilidad. En la era del enfrentamiento, el ruido de la batalla en Twitter sustituye al storytelling, y las pulsiones se imponen sobre la palabra y el diálogo, hasta producir una ruptura posnarrativa, una ausencia de relato, casi un «asco por la palabra», escribe Salmon, citando a Hermann Broch. (...)

efectos de nuestro trabajo propondremos una escalada de esta desaparición progresiva de la capacidad de narrar que podríamos pautar así: la crisis narrativa que se extiende desde la Primera a la Segunda Guerra Mundial, de la que dan cuenta en su obra Walter Benjamin, Theodor Adorno y Günther Anders; el descrédito de los grandes relatos que analizaron Lyotard, Baudrillard o Sennett, que se extendería desde la caída del muro de Berlín en 1989 hasta comienzos del siglo XXI, y la disolución de la capacidad narrativa que supone la universalización de internet y la digitalización del mundo, de la que nos ocuparemos aquí más ampliamente junto con quienes también se han detenido en ella desde diferentes perspectivas. En su artículo «¿Qué puede y qué no puede hacer el psicoanálisis frente a la desazón (“malêtre”) contemporánea?», el psicoanalista francés René Kaës insiste en cómo los cambios sociales acaecidos en apenas dos decenios –en los vínculos intergeneracionales, en las relaciones hombre-mujer, en las estructuras familiares, en el trabajo y el amor– han producido modificaciones en los procesos psíquicos y en la identidad.16 Esta fragilización de lo que denomina garantes metasociales17 (metaencuadres sociales, grandes relatos, ideales, cultura) afecta al sufrimiento psíquico y al funcionamiento de la familia, los grupos y las instituciones. La caída de los grandes relatos de la modernidad, que sostenían las referencias identificatorias comunes, dificulta la capacidad de ser (...).

Walter Benjamin escribió «Experiencia y pobreza» en 1933. Este breve ensayo aborda la sensación de vacío de la generación que había sobrevivido a la Primera Guerra Mundial y que ya anticipaba el comienzo de la Segunda. Benjamin observa que los soldados, jóvenes educados en el medio rural, regresaron del campo de batalla enmudecidos, sin poder contar la experiencia de haber sufrido el inmenso poder de las máquinas de guerra frente a su quebradizo cuerpo humano. Y considera que se produjo en ellos una pérdida de la capacidad narrativa. Para el filósofo, «una pobreza del todo nueva ha caído sobre el hombre al tiempo que ese enorme desarrollo de la técnica».19 Una pobreza de la capacidad para contar la experiencia que no afectará solo a las de carácter privado, sino a las de la humanidad en su conjunto. Para Benjamin, los edificios de acero y vidrio que la arquitectura de su tiempo ha creado, Scheerbart y la Bauhaus, son espacios en los que resulta difícil dejar huella a los hombres cansados y pobres en experiencias que residen en ellos; hombres que reparan el cansancio y la tristeza soñando una existencia llena de prodigios, como la del ratón Mickey; prodigios que no proceden de la técnica, sino de sus cuerpos o de la naturaleza que los rodea. (...) añade con agudeza el autor, como si hablase de hoy mismo. Nos hemos hecho pobres. Hemos ido entregando una porción tras otra de la herencia de la humanidad, con frecuencia teniendo que dejarla en la casa de empeño por cien veces menos de su valor para que nos adelanten la pequeña moneda de lo «actual».20 Tres años después, en su famoso texto El narrador (1936), donde reproduce párrafos enteros del comienzo de «Experiencia y pobreza», Walter Benjamin insiste en que el arte de la narración está tocando a su fin. Es cada vez más raro encontrar a alguien capaz de narrar algo con probidad. Con creciente frecuencia se asiste al embarazo extendiéndose por la tertulia cuando se deja oír el deseo de escuchar una historia. Diríase que una facultad que nos pareciera inalienable, la más segura entre las seguras, nos está siendo retirada: la facultad de intercambiar experiencias. Una causa de este fenómeno es inmediatamente aparente: la cotización de la experiencia ha caído y parece estar cayendo irremediablemente al vacío.21 Este descenso comienza, según el filósofo, tras la Primera Guerra Mundial: Con la Guerra Mundial comenzó a hacerse evidente un proceso que aún no se ha detenido. ¿No se notó acaso que la gente volvía enmudecida del campo de batalla? En lugar de retornar más ricos en experiencias comunicables, volvían empobrecidos.22 Un proceso que viene de lejos y que Benjamin vincula también a la desaparición del consejo como correlato de la narración de una historia en curso que ya no somos capaces de narrar, y a la difusión de la información que abunda «cada mañana», mientras que «somos pobres en historias memorables». Sin embargo, observamos cómo ese consejo oral perdido al que alude Benjamin se ve hoy sustituido por la sobreabundancia de libros de autoayuda y por los numerosos blogs y vídeos que saturan las redes de recomendaciones sobre cualquier cosa, convertidos en auténticas guías sobre cómo hemos de vivir. El consejo oral cara a cara ha perdido crédito frente al consejo que se busca en los gurús de las pantallas. Pero la pérdida de la capacidad narrativa está también vinculada a la capacidad de escuchar, que Benjamin considera asimismo en declive: Cuanto más olvidado de sí mismo está el que escucha, tanto más profundamente se impregna su memoria de lo oído. Cuando está poseído por el ritmo de su trabajo, registra las historias de tal manera que es sin más agraciado con el don de narrarlas. Así se constituye, por tanto, la red que sostiene al don de narrar. Y así también se deshace hoy por todos sus cabos, después de que durante milenios se anudara en el entorno de las formas más antiguas de artesanía. (...)

Pensemos, además, que si en 1936 el filósofo ya vislumbraba la disminución de la capacidad de escuchar, qué nos estará pasando hoy, cuando la pérdida de atención es señalada unánimemente como un síntoma innegable por quienes observan las modificaciones que la sociedad digital ha impuesto en nosotros.24 El olvido de sí mismo que Benjamin consideraba indispensable para poder escuchar resulta casi imposible en nuestra sociedad narcisista, donde la satisfacción autárquica y solipsista se impone, donde apenas existe la capacidad de construir un espacio interno que pueda acoger al otro. (...)

Pensemos, además, que si en 1936 el filósofo ya vislumbraba la disminución de la capacidad de escuchar, qué nos estará pasando hoy, cuando la pérdida de atención es señalada unánimemente como un síntoma innegable por quienes observan las modificaciones que la sociedad digital ha impuesto en nosotros.24 El olvido de sí mismo que Benjamin consideraba indispensable para poder escuchar resulta casi imposible en nuestra sociedad narcisista, donde la satisfacción autárquica y solipsista se impone, donde apenas existe la capacidad de construir un espacio interno que pueda acoger al otro. (...)

Una pérdida de atención que crece a medida que se nos bombardea cada vez más con informaciones que no podemos elaborar. Secuestrada por las redes sociales, la falta de atención homogeniza las experiencias, haciéndolas comunes y no memorables, pues la información suplanta tanto el pensamiento como la marca biográfica de las sensaciones que provoca, ya que todo se olvida fácilmente, todo cae en la vertiginosa carrera acelerada en la que se ha convertido la vida. Por citar un solo ejemplo, con el que considero que muchos nos veremos identificados, pensemos en cómo recordábamos antes a los directores de las películas que nos impresionaban. Verlas constituía una experiencia duradera. Seleccionábamos la película de acuerdo con su director o nuestras inquietudes particulares, buscábamos en la cartelera, quedábamos con amigos, íbamos al cine. De la vivencia participaban todos los sentidos y se incluía también la locomoción. Hoy homogeneizamos en nuestra memoria casi todas las películas, dada la rapidez con que podemos verlas en nuestras plataformas sin movernos de casa. Además, la mayoría de los usuarios de dichas plataformas ven las películas que estas publicitan. Cero singularidad. De todas las que vemos de este modo, muy pocas se convierten en una experiencia singular. Y esto sucede también en otros órdenes de la vida. (...)

Günther Anders, de origen judío, nació en 1902 en Breslavia (por entonces Breslau, Alemania) y tuvo que emigrar a Estados Unidos en 1936. En 1959 escribió el primer tomo de su ensayo La obsolescencia del hombre.25 Las tesis principales de este libro indispensable surgen de una visita que realizó con su amigo T. (se especula que era Theodor Adorno) a una exposición técnica, donde observó el estupor que este sentía frente a la tecnología, hasta el punto de que, según confiesa, se pasó la exposición observándolo a él y no a las máquinas. Anders sugiere una explicación para el mutismo que aquejó a T. durante la visita a la muestra, la vergüenza prometeica, que expone del siguiente modo: ante la calidad de los productos que fabrica el hombre, este acaba por compararse con ellos y se avergüenza de haber nacido de modo natural y no haber sido hecho, de no ser manufacturado. Volveré a este concepto al final del libro, pero lo que nos interesa ahora es destacar la aportación de Anders a la atrofia de la capacidad narrativa que señaló con tanto acierto Benjamin dos décadas antes que él. (...)

«Los aparatos nos quitan el habla; por eso nos transforman en menores de edad y en subordinados», afirma textualmente en el epígrafe que abre el apartado cuatro de su libro, y continúa señalando las pocas ganas de hablar que nos asisten frente a la televisión o mientras escuchamos un programa de radio; incluso los enamorados que pasean por el Hudson, el Támesis o el Danubio, con un «portable hablante», según sus palabras, no conversan entre ellos, sino que escuchan esa tercera voz, impidiéndose así voluntariamente la conversación íntima. ¿No les parece fascinante esta precocísima observación? A mí sí. Pero lo que me produce estupor, como al misterioso T. la tecnología, es la claridad con la que el autor observa un fenómeno que por entonces era tan incipiente. (...)

Por su parte, T., si este fue realmente Adorno, en su libro Minima moralia, cuya estructura fragmentaria parece anticiparse a los posts de nuestros blogs actuales, reflexiona en el exilio sobre la vida dañada, como subtitula su trabajo, de una manera dialógica, aproximándose y aproximando al lector a sus preocupaciones de entonces.26 No tiene Adorno un estilo fácil ni es demasiado grato descifrar su pensamiento a partir de estos fragmentos, lastrados algunos por el particularismo que a todos los textos imprime la época en la que fueron escritos, pero, entre los muchos temas que trata de forma casi impresionista, uno de ellos es el psicoanálisis, que critica injustamente, a mi entender. El filósofo reprocha a las teorías freudianas su capacidad para adaptar a los pacientes, haciendo que sustituyan por conceptos prestados lo que habría de ser una «autognosis singularizada». Sin embargo, es precisamente este autoconocimiento, esta autognosis, lo que está en el centro de la terapia analítica, que siempre huyó de los diagnósticos estigmatizantes, caros a la psiquiatría de entonces, para abrirse a la singularidad de cada paciente. Adorno salpica su texto de observaciones brillantes que anticipan lo que no ha hecho sino aumentar desde los años cincuenta, en que lo escribió, hasta hoy: la absorción del ámbito privado por la actividad comercial, esto es, la colonización de la vida íntima por el mercado que hoy denuncian tanto Eva Illouz como otros pensadores. Adorno señala la soledad y el aislamiento que el encadenamiento de la vida al proceso de producción genera en los hombres, que se valoran a sí mismos en términos de provecho e interpretan estas cadenas como una elección independiente. (...)



SIN RELATO: atrofia de la capacidad narrativa y crisis de la subjetividad.
LOLA LÓPEZ MONDÉJAR.
Premio Anagrama de Ensayo, 2024


domingo, 16 de noviembre de 2025

A NOSOTRAS SU REINO (MARA PARRA)

 
Resulta raro, incómodo, violento escribir una reseña sobre un libro que lleva el nombre de tu padre en la portada. Especialmente si tu padre lleva varios años muerto, si el libro es de poesía (género que nunca cultivó) y si no conoces a la autora.
Es raro o, al menos, poco frecuente escribir una reseña de un libro de poesía sin conocer al autor. Más que nada porque el mundo de la poesía es muy pequeño, casi liliputiense.
Resulta, en cambio, justo y necesario escribir reseñas sobre libros editados por Ediciones Liliputienses, más que nada por una cuestión de justicia poética (que es probablemente, simultáneamente, la más y menos importante de las justicias).
Así que aquí estoy, enfrentándome a mis contradicciones. Quizá por eso comienzo esta reseña el 1 de noviembre, Día de Todos los Santos. Quizá por eso he tardado tanto en terminarla.
Mara Parra tiene un estilo seco, cortante, directo. Versos cortos y punzantes, a medio camino del ritmo y de la arritmia, despliega su lírica antipoética entre el aforismo y el navajazo. 
Dialoga con sus muertos y sus antecesores para hablar directamente a su generación y sus problemas. 




El libro se abre con 2 citas:

“dios es un poeta que siente
pero no puede aceptarlo porque
quiere ser famoso”
MARÍA PAZ GUERRERO

Y mi arte no puede ser
financiado hasta que se vuelva
gigante, más grande que el 
de todos los demás, y le confirme
al público la sensación de que están
Solos.
EILEEN MYLES


EL POLVO NEGRO DE LAS CIUDADES AHORA ES INVIERNO
Eugenio Montejo inventa
la palabra terredad
para escribir poemas
sobre un mundo verde

creo que la terredad
es una mezcla entre
tierra y amistad

Eugenio escribe
a las cigarras
y no llama al fumigador

nadie soporta
ese coro de bichos aunque
salgan a la superficie
una vez cada veinte años

pero sabemos hacer petróleo
aluminio y motores
y los que más saben
construyen cohetes
para escapar del mundo
cuando canten
los insectos.

MIS AMIGAS ELIGIERON BARCELONA
Nunca nos dio
el cielo
la calma que
prometen los poetas
todas tuvimos
algún tipo de cáncer
rezamos al petróleo
lleno eres de magia
y no hemos logrado
que salve a los cerros
ni a los peces
ni a los coirones
por eso me encanta
les juro que
me encanta
que se vayan
en busca
de un mar
más dulce
que el nuestro.

DESPUÉS DE ESCAPAR DEL FASCISMO
Mi abuela
consigue un iphone
y visita
casinos en línea
mi abuelo
juega al sudoku
y hace trampa
con chat gpt
de vez en cuando
rezan
para que haya paz
en lugares donde
nunca estuvieron

lo que no saben
es que el fin del mundo
llegó justo antes
de que bajara
la señal de internet.

PATRIARCADO FOR DUMMIES
Los que inventaron
que hay una forma
ideal de nuestros cuerpos
son los mismos
que alguna vez
comieron de ellos.

ESPECISMO FOR DUMMIES
El que hizo de las serpientes
un símbolo de pecado
nunca se preguntó
si los animales tuvieran religión
cuál sería su diablo.

HONRARÁS A TUS ANTEPASADOS
Carmen Conde
tiene un poema
que dice

Necesito tener el alma mansa
como una triste fiera dominada

Carmen rompe
con muchas cosas
de su época 
pero se ve
que no puede
no puede
contra los endecasílabos

a lo mejor
si yo también
pongo los veros
de a once
me dejará
de visitar
ese fantasma
que pregunta
entre plumas y ruleros

¿qué has roto tú?

MANSPLAINING FOR DUMMIES
¿También nos explican
a qué sabe la sangre
personas que nunca
han menstruado?

A NOSOTRAS SU REINO
Mara Parra.
Ediciones Liliputienses, 2025.
I Premio Internacional de Poesía Manuel Peña Sanz.

domingo, 12 de octubre de 2025

Lo mejor de la BIOGRAFÍA DE CARMEN MARTÍN GAITE (JOSÉ TERUEL)


(...) la estampa del rostro de Virginia Woolf (uno de sus grandes referentes literarios, junto a Natalia Ginzburg), la foto de la adolescente Marta que parece proteger a su madre (como aquella Effigie miracolosa della Madonna delle Grazie, que Carmen envió a su entrañable amigo Ignacio Álvarez Vara), el diminuto retrato de las tres hermanas Brontë pintado por su hermano Branwell, la figura inclinada sobre una chincheta de don Miguel de Unamuno (el primer escritor que posó su mano sobre la cabeza infantil de Carmiña en la casa de la plaza de los Bandos), y las fichas manuscritas con advertencias, a las que fue tan aficionada y a las que nunca trató como remedios sino como sugerencias para el momento. Alguna casi se puede leer: «Entre mi mesa y yo no tiene por qué instalarse el infierno». Otra que está encima del ventanuco me la sé de memoria: «Hoy es tan tiempo como ayer. Mañana lloraré este día que no supe habitar. 2, diciembre 1972» (era su recado vitalista contra el culto a la nostalgia). Encima de esta ficha despunta su retrato: es la Martín Gaite de los años setenta, la que aprendió a habitar la soledad y la que escribió sus mejores novelas, mientras redactaba El cuento de nunca acabar. Se parecen y hasta coinciden en el gesto, pero es otro el aire de su rostro, manifestando que la fugacidad y la variabilidad es la esencia de lo que hemos llamado «identidad». (...) Las imágenes, como los recuerdos, se tambalean, se colocan sin orden ni concierto, se pegan con chinchetas a la pared o se agarran como lapas a la memoria, pero son testigos de una historia, eslabones de una continuidad perdida. Fuera de la pared vemos el conejo de trapo que le regaló José Luis Borau (Carmiña conservó siempre una veta infantil para hacer del mundo un lugar más estimulante), un vaso de vino tinto («cómo llaman los ojos de un amigo reflejados en un vaso de vino», escribe en uno de sus Cuadernos, siempre había un cuaderno y un tintero sobre su escritorio) (...)


Por su eficacia narrativa, he escogido esta imagen de Carmen Martín Gaite rodeada de huellas como cubierta introductoria para esta biografía. Toda fotografía es un certificado de presencia. Su rostro parece mirar lejos con gesto reconcentrado y soñador, pero yo creo que en realidad ella no está mirando nada en concreto, solo retiene hacia dentro su amor y su miedo. Hay una paz embebida en su gesto. Tenía que seguir entendiendo con un cuaderno abierto que el mundo era algo más que la historia de una serie de sucesivas desapariciones. ¿De qué modo? La respuesta no es fácil: me temo que nos incumbe a todos. (...)


Carmen Martín Gaite solo publicó en vida dos piezas del género autobiográfico en sentido estricto: un apéndice al estudio Secrets from the Back Room de Joan L. Brown, editado con el título de «Un bosquejo autobiográfico por Carmen Martín Gaite», dirigido al público norteamericano y escrito en junio de 1980 (dos años después de la muerte de sus padres, a quienes está dedicado), y la conferencia «Esperando el porvenir», redactada para conmemorar el veinticinco aniversario de la muerte de su amigo Ignacio Aldecoa y que dio título a su estimulante ensayo de 1994. En ambos casos, la explícita intención fue la misma: protegerse de lo que ella llamaba expresivamente «un pelirrojo de Ohio». (...)
Y ante la convicción de que el «pelirrojo de Ohio» lo haría rematadamente mal, prefirió contarla ella misma en estas dos ocasiones: ya como un esbozo (en 1980), ya en primera persona del plural (en 1994), y en ambos casos con recelo de la ganga nostálgica y de los inevitables adornos poéticos. El título «Bosquejo autobiográfico» con el que apareció definitivamente en la colección de artículos, prólogos y discursos Agua pasada (1993) avisa de que el lector se va a encontrar con un acto vago y provisional de modelado de sí misma; porque, entre pistas, fugas y silencios biográficos, los trazos que prevalecen son los de su yo más literario y no dudó en aderezar su propia semblanza con episodios novelescos. Lo mismo ocurrió en la parte rememorativa de El cuarto de atrás (1978), en la que Martín Gaite utiliza el material más literaturizado de su vida y donde su intimidad se reduce principalmente a cómo aprendió a aislarse, o lo que es lo mismo, a cómo empezó a ser escritora, aunque también ofrezca esta seudonovela un atisbo de los miedos de Martín Gaite (principalmente el miedo a la locura, a ser una pirada nata) y un lúcido testimonio de los efectos narcóticos del franquismo sobre la vida cotidiana. Desde luego esto no niega que su bosquejo y sobre todo El cuarto de atrás proporcionen una información de interés, pero ella era muy consciente de que una vida es un falso singular, que en una se viven varias y en muy diversas modulaciones. De un ante-texto manuscrito de El cuarto de atrás rescato este fragmento no recogido en la versión definitiva y que se inserta al final del capítulo IV, «El escondite inglés», ya que propone una reflexión sobre las «trampas» de la autobiografía, aunque estas maquinaciones quedan enmarcadas en una circunstancia muy puntual: la proliferación de libros de memorias tras la muerte de Franco, urgentemente escritos y nublados por la ideología (...).

Esta prevención sobre la autobiografía como ejercicio de autorrestauración está presente a lo largo de su trayectoria literaria. Recordemos la elocuente cavilación de Águeda Soler en una de sus últimas novelas, Lo raro es vivir: «Las vidas van siempre en borrador, tal que así las padecemos, nunca da tiempo a pasarlas en limpio».3 Carmen Martín Gaite necesitaba el filtro de la ficción para acercarse a la verdad inasible: «No se dice lo secreto, se cuenta», leemos en uno de sus cuadernos. (...)



Sin duda, a la escritora se la percibía más cómoda cuando exploraba la materia autobiográfica a través de una primera persona del plural con valor inclusivo. Parece que ser testigo de lo que vivía y veía la legitimaba en la búsqueda de la veracidad. Martín Gaite asumió desde muy pronto, quizá desde su cuento «La chica de abajo» (1954), que presentar el mundo que la rodeaba era una puerta de acceso para adentrarse en sí misma. (...)

En otros términos, debajo de los personajes y situaciones ficticios de la narrativa de Martín Gaite se esconden y reelaboran identidades y tramos decisivos de su propia existencia. Tras la superficie de sus tramas, tras los ropajes de la ficción, circula el río subterráneo y guadianesco de la escritura del yo, demostrando que lo autobiográfico en su obra es más un momento que la persecución de un género literario. (...)
Desde la conciencia de los límites entre vida y elaboración literaria, desde el conocimiento de la brecha infranqueable entre la realidad y las narraciones que usamos para representarla, y con la cautela de no caer en la trampa de identificaciones tajantes, su obra es una invitación, confiada a la inteligencia del lector, al descubrimiento de la doble entidad de la que surgen los seres de ficción, que «por una parte, inventan la realidad, pero, por otra (como creados que han sido por personas de carne y hueso), la reflejan», declara en El cuento de nunca acabar. (...)




mientras dirigía sus Obras completas, constaté la heterogeneidad de sus intereses intelectuales y cómo se desplegaron en distintas direcciones: de los géneros literarios consabidos (cuento, nouvelle, novela, ensayo, poesía y teatro) a ese híbrido que el 8 de diciembre de 1961 su hija Marta, de cinco años, bautizó —bajo la inspiración de su padre— con el nombre de Cuaderno de todo; de la investigación histórica a la crítica literaria; del collage al artículo de opinión; y de las adaptaciones teatrales de los clásicos y los guiones para televisión a la traducción literaria de seis lenguas (inglés, francés, italiano, portugués, gallego y rumano). Con una mirada presidida por la curiosidad y con una vocación de testigo del devenir de la España en la que le tocó convivir, su trayectoria intelectual en la historia de la cultura española del siglo XX constituye un paradigma de lo que se podría denominar «mujer de letras». No encuentro otro caso de escritora con mayor variedad de intereses intelectuales en la cultura española del siglo pasado. Martín Gaite como ensayista, historiadora, crítica literaria, poeta, traductora, conferenciante, guionista y cualquier otra modalidad de su creación intelectual, nunca depuso su condición de narradora: convirtió cualquier asunto en narración. Todo para ella era un cuento que tenía que estar bien contado: las lecturas, la política, el amor, la vida propia y ajena, los sueños, la historia. (...)



De Carmen Martín Gaite me atrae, además de su obra, la protesta que su vitalismo manifiesta contra la derrota, la muerte y la realidad circundante que se negaba a aceptar, pero de la que no perdió ripio. Para alguien que no conoció la frontera entre vivir y representar, el descalabro vital se convirtió en una fuente moral de conocimiento. Nunca se afianzó sobre la realidad, aunque supo explorarla y entenderla. Martín Gaite solo se sintió cómoda en el refugio de la letra escrita: «Mi enfermedad consiste en mi silencio», anota en un cuaderno el 17 de junio de 1964,18 cuando iniciaba su importante correspondencia con Juan Benet en una década particularmente crítica en su vida y obra. Pero lo mismo va a revelar en un periodo de cariz muy distinto: el primer lustro de 1980, cuando la escritora eligió su lugar en el mundo: habitar la soledad. Tras el regreso a Madrid, después de su exultante estancia como visiting professor en Barnard College (Nueva York) y de haber finalizado «El castillo de las tres murallas», le confiesa a José Luis Borau: «deseando estoy terminar con mis traducciones [...] para meterme en otra cosa que me suministre esa droga necesaria para tirar adelante y que cada cual la busca en lo que puede. De verdad, te digo, mi querido amigo, que yo si no fuera por estos inventos de castillos, balnearios y cuartos de atrás, no sabría dónde resguardarme» (carta del 26 de mayo de 1981).19 Esta biografía no va en busca del secreto de la escritora sino de su complejidad. Los hombres y mujeres son oscuros o cerrados por complejidad, no por secreto. La cuestión no es qué oculta el autor, «sino por qué el autor escribe».20 Me planteo encontrar el sentido que Martín Gaite pudo dar a esa búsqueda incesante de sintonía a través de la palabra escrita: «... Es forzoso imaginar un interlocutor, no puede uno salvarse de otra manera», continúa escribiendo en el cuaderno citado de junio de 1964. (...)



Pero sí quisiera dejar por sentado desde este prólogo que Carmen Martín Gaite ilumina dos cuestiones centrales en la historia cultural española desde 1950: el papel de testigo y legataria que la escritora desempeñó en el seno de la llamada generación de los cincuenta, y el recorrido que llevó a cabo de autoafirmación de su propia poética (comunicativa y afectiva) frente a dos de los grandes iconos masculinos de su generación: Rafael Sánchez Ferlosio y Juan Benet, a los que eligió como interlocutores por distintas circunstancias (de fondo, pervive un consejo infantil de su padre de intentar relacionarse con quienes pudieran aportarle conocimientos nuevos). Ello presupone además su querencia por los retos y por un método de conocimiento: pensar en qué sentido lo contrario podía ser verdad. Hacer literatura presuponía para ella la presencia del otro, siempre había un destinatario. (...)



Martín Gaite, en «Meterse a novelista», prólogo a Los bravos de Jesús Fernández Santos, se muestra tajante al señalar que «los dos primeros brotes originales de la prosa joven de la posguerra», Camilo José Cela y Carmen Laforet, «no habían conseguido [...], a comienzos de la década de los años cincuenta, pasar de ser dos ejemplos aislados y excepcionales».21 Contra esa falta de estímulos y desde el autodidactismo nacieron los jóvenes prosistas de 1950, quienes encontraron más compañía en la lectura de los autores vivos o muertos de la literatura contemporánea europea o americana (especialmente del existencialismo francés, el neorrealismo italiano introducido a través del cine, la novela norteamericana y Kafka) que en los novelistas consagrados del interior, «a pesar de que se pudiera llegar a estar sentado con ellos a una camilla con faldas de terciopelo», comenta desde el mismo prólogo refiriéndose a la tertulia de Pío Baroja. (...)

“posteriormente matizará y rectificará esta afirmación de 1971 en lo que se refiere al influjo de Nada de Carmen Laforet. Tanto en su obra de ficción (El cuarto de atrás [1978] y Nubosidad variable [1992]) como en sus ensayos («La chica rara» [1987], Esperando el porvenir y «La noche de Sofía Veloso» [ambos de 1994]), insistirá en la significación personal y generacional del tono desesperanzado y nihilista que inauguraba el Premio Nadal de 1944: Para mí, como para tantos jóvenes de mi tiempo, la publicación en 1945 de la novela de Carmen Laforet Nada, recién galardonada con un premio de nuevo cuño [...] significó como una ventana abierta en el estancado panorama cultural de la primera postguerra. La visión de aquella adolescente [...] significó un estímulo muy fuerte para mis propósitos narrativos, alimentados tenazmente, pero más o menos en secreto, desde mi primera infancia. Aquella chica [...] tenía veintitrés años y le acababan de dar un premio que la descubría como escritora, porque antes de eso nadie había oído hablar de ella. Era, pues, posible. Yo quería escribir una novela y ganar el Nadal, aunque no se lo dije a nadie. (...)

una escritora que consideró siempre que cualquier cierre de una narración era un recurso amañado. Sus relatos, más que terminar, se detienen o se rebobinan, como en el caso de El cuarto de atrás. (...)

La misma índole de comentarios procedentes de esos «nuevos amigos» se proyecta sobre El libro de la fiebre y es significativo que la autocrítica de la autora acerca de «Vuestra prisa» en Cuadernos de todo coincida en parte (como realza mi cursiva) con la crítica que su entonces novio ya emitió sobre El libro. Ello demuestra que la de Ferlosio era una presencia muy influyente en estos primeros años (...).

El caso es que pueda gustarle a Rafael cuando se lo lea, esto es indispensable», escribe en 1949 desde El libro de la fiebre.28 Como en los orígenes de la literatura epistolar femenina, la autora va en busca del plácet de su destinatario masculino, además, en un momento muy concreto de la relación entre ambos: el comienzo amoroso. Conocemos la cortante respuesta de Ferlosio, y, sobre todo, cómo Carmiña no olvidó este juicio por lo que se deduce de otra anotación en sus Cuadernos, muy posterior, de enero de 1975 (en un periodo de inmersión en la redacción de El cuento de nunca acabar): «Era distinto lo que veía que aquello en lo que se convirtió. Ahí empezó mi incomunicación con R[afael], quería que él al menos intuyera lo que había sentido y visto. Y dijo: “La culpa es tuya porque lo has contado mal”» (...)

sobre todo, Carmen Martín Gaite se daba cuenta de que no conseguía desprenderse de una prosa poética. La cuentística de Ferlosio, Aldecoa y Fernández Santos en los albores de la siguiente década será fundamental en este despegue, como demuestran «Un día de libertad» (1953) y «La chica de abajo» (1954), años sustanciales en su evolución hacia una prosa más propiamente narrativa. Sin embargo, El libro de la fiebre va a ser un punto de referencia, como revelan los Cuadernos de todo, en torno a dos cuestiones capitales de su taller literario: por un lado, el estilo «excitado y pirado» que genera la dificultad de narrar la experiencia subjetiva del tiempo, cuya tentación nunca le abandonó (...)

partir de El balneario, y ya casada con Rafael Sánchez Ferlosio, Martín Gaite no se dejó influir por ninguna opinión durante el proceso de redacción de su obra. Porque el estilo «pirado» y desconcertado de la novela corta de 1949 se refrenó con la cortante opinión de su primer lector, el autor de Alfanhuí, quien en el fondo era el destinatario elegido, como también Carmen Martín Gaite lo fue de Alfanhuí, según rezaba su dedicatoria inicial hasta la reimpresión de 2016, donde sorprendentemente aparece una nueva destinataria. De cualquier modo, la influencia de Rafael fue absorbente, casi vampirizante, le provocó inseguridad desde el inicio de su trato, se acrecentó con su noviazgo y en los primeros años de matrimonio. Deshacerse de este ascendiente fue uno de los logros de Martín Gaite como escritora y mujer, aunque admitió siempre el rigor que Ferlosio inculcó a su prosa (igualmente es necesario admitir que este fue determinante en su decisión de dedicarse profesionalmente a la literatura). (...)

en enero de 1950, Carmiña, la niña del notario, se convirtió en la novia «formal» de Rafael Sánchez Ferlosio, «dos años más joven que yo y mal estudiante, pero excelente escritor». (...)


Durante el curso 1949-1950, Carmiña comenzó a dar clases de Historia, Gramática y Literatura para alumnas de bachillerato en el colegio María Inmaculada de la Caridad de la calle General Martínez Campos. Es significativo que en su bosquejo autobiográfico, dirigido al lector norteamericano, omita que el colegio donde enseñó era de monjas. (De cualquier modo, el uso del término «colegio» y de «chicas» en la España de la época era sinónimo de colegio religioso. Los colegios laicos en el Madrid de entonces tenían nombres propios: Estudio, Gymnasium o Atenea.) La experiencia fue muy breve, ya que a los dos meses fue despedida, ni siquiera consiguió terminar el primer trimestre. Las razones radican en los rígidos modelos educativos del franquismo, donde se primaba, sobre cualquier otro valor, la autoridad, el orden y el silencio que un profesor era capaz de imponer en clase. Sus comentarios al respecto no dejan lugar a dudas: «Las niñas me querían bastante, pero, como mis clases eran poco ortodoxas y además yo tenía un aspecto muy infantil, no me tenían respeto ninguno, armaban mucho alboroto en clase y la directora me acabó echando». (...)

«Mis dotes para la enseñanza eran más bien escasas».40 En aquel breve esbozo autobiográfico ella deseaba dejar constancia de que su vocación de escritora prevalecía por encima de cualquier otra seña de identidad. Su ejercicio de evocación no contempla en ningún momento que la causa de este lejano fracaso también pudiera radicar en las expectativas de la época sobre lo que debía ser un buen profesor. En la trayectoria profesional de Carmen Martín Gaite no es difícil constatar, después de la redacción de este bosquejo (fechado en junio de 1980), que fue una excelente profesora: lo demuestran las opiniones de sus estudiantes en las cuatro universidades norteamericanas (Barnard College, University of Virginia, University of Illinois Chicago y Vassar College) donde impartió Literatura española en el primer lustro del decenio de 1980 (y he tenido además la oportunidad de conocer la opinión sobre sus clases de algunos de sus antiguos estudiantes en mis cursos posteriores en el Instituto Internacional); y su capacidad docente también queda de manifiesto en la sensibilidad y la metodología didácticas que se desprenden de El cuento de nunca acabar, donde la escritora «no exhibe lo que conoce, sino que muestra cómo llega a conocer». (...)

La breve experiencia de Carmen Martín Gaite como profesora de bachillerato en el colegio de monjas coincide con el ingreso de Rafael Sánchez Ferlosio en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, fundado en 1947 y situado en lo que se llamaba Altos del Hipódromo (en las aulas de la Escuela de Ingenieros Industriales de Madrid). En el IIEC, Ferlosio solo permaneció un curso: «Se aburrió enseguida».45 Y allí coincidiría con su amigo de la facultad y compañero de la futura Revista Española, Jesús Fernández Santos, y con Juan Antonio Bardem o Luis García Berlanga, entre otros. A este centro alude vagamente Julia, el personaje de Entre visillos, con motivo de la profesión de su novio madrileño: 
—Él, ¿qué hace?, cosas de cine, ¿no? 
—Sí. 
—¿Es director? 
—No, director, no. Ha estudiado en un Instituto de Cine, que les dan el título y tienen mucho porvenir, una cosa nueva. Él escribe guiones, los argumentos, ¿sabes?, o por ejemplo para adaptar una novela al cine. Porque tienen que cambiar cosas de la novela. No es lo mismo. Cambiar los diálogos y eso. Pero también hace él argumentos que se le ocurren. 
—Sí —resumió Isabel—. Son esos nombres que vienen en las letras del principio de la película. (...)

Durante los dos meses que vivieron en Italia, viajaron a Nápoles, Florencia, Bérgamo, Treviso y Venecia, aunque algunas de estas excursiones Carmiña las tuvo que hacer con Maximo Piani, primo de su marido, con el que congenió particularmente, ya que Rafael prefería a veces quedarse en Roma. La autonomía y la independencia de la pareja en su viaje de bodas —probablemente no deseadas por Carmiña en esta tesitura— siguieron dando sus primeras muestras (recuérdese la carta citada del 10 de enero de 1953). Carmen comenzó a ejercitar el aprendizaje de habitar la soledad desde el mismo viaje de novios. La dedicatoria que estampó en 1972, ya separados, para la edición de su tesis doctoral, Usos amorosos del dieciocho en España, es suficientemente explícita de lo que fue una convivencia matrimonial: «A Rafael, que me enseñó a habitar la soledad y a no ser una señora» (...)

Carmen Martín Gaite supo ver que tenía que desasirse de su absorbente influjo si quería llevar a cabo una carrera literaria autónoma (en esto fue especialmente sagaz y valiente). Algunas amigas íntimas de la escritora me han llegado a confesar que el primer error (o el gran error) en la existencia de Martín Gaite fue el haberse casado con Ferlosio. Yo no puedo estar de acuerdo. Los términos «error» o «acierto» tampoco son los adecuados, ya que me resulta imposible conjeturar la biografía de Carmen si no se hubiera casado con el escritor Sánchez Ferlosio, simplemente porque su vida hubiera sido muy otra. Carmen Martín Gaite, recién separada de Rafael, en una entrevista con Juby Bustamante (que sí la conoció muy de cerca), refuerza esta opinión: «Soy incapaz de imaginar lo que no me ha pasado. Soy tan fiel a mi historia, que me parece imposible imaginar otra. Solo por haberme pasado, la doy por buena [...]. Lo que no puedo imaginar es haberme casado con alguien que no me fuera afín. Si tengo una gran capacidad de elección en las amistades [...], ¿cómo no iba a tenerla para casarme? Para mí, la relación dialéctica [...] con la persona que más quiero se me ha producido como con nadie».9 Y en tal sentido, reconoció siempre, con justeza, las deudas contraídas con él como escritora y persona: por un lado, la exigencia de Rafael le había ayudado poderosamente a afianzar el rigor de su prosa narrativa; y por otro, consiguió ser amiga de él por encima del lazo conyugal, gracias a su extraordinaria capacidad de logos y de diálogo: «Si puedes lograr que hablar de una tercera cosa te haga olvidar el parentesco, es toda una conquista».10 Por supuesto, también fue consciente y testigo de la tendencia de los Ferlosio a la autodestrucción, inclinación que llegará asimismo a Marta. (...)

Desde su matrimonio con Rafael hasta su muerte, Carmen nunca abandonó su domicilio de Doctor Esquerdo (ni siquiera tras el fallecimiento de Marta), en el que se refugió con todos sus fetiches y recuerdos, y al que también consideró su lugar de trabajo. Solía decir que la casa de un escritor era su oficina, por ello le importunaban las llamadas telefónicas con asuntos personales e interrupciones domésticas, y tuvo que buscar acomodo para escribir en bibliotecas públicas como las del Ateneo, la biblioteca del CSIC en la calle Duque de Medinaceli, la Biblioteca Nacional o el Círculo de Bellas Artes. El interior de este séptimo piso atiborrado de objetos, con su cuarto de recibir empapelado de rojo hasta el techo, se ha convertido de espacio real en espacio literario, gracias a la visita del misterioso personaje vestido de negro en El cuarto de atrás, que como otras visitas inesperadas le ayudaron a habitar de otra manera esa casa, en muchos momentos domicilio donde cada cual pudo hacer su isla y en otros solo guarida donde esconderse, especialmente tras los meses inmediatos a la marcha de Rafael y tras la muerte de su hija. (...)


Sobre lo que pudieron ser los diecisiete años de convivencia del matrimonio más emblemático de la literatura española del medio siglo, contamos solo con referencias diseminadas que sus propios protagonistas nos han ido ofreciendo en ensayos de corte autobiográfico, y en las escasas cartas y postales que se conservan de Carmen Martín Gaite en el archivo de Sánchez Ferlosio. Desafortunadamente las cartas de Rafael dirigidas a ella han sido víctimas de un lamentable auto de fe. El único título de Ferlosio del que se puede extraer algún vislumbre de esta coexistencia es «La forja de un plumífero»,12 texto sobre el que Martín Gaite escribió esta escueta, aunque dolorida, anotación en una agenda de 1998: «Leo en la revista Archipiélago los helados recuerdos de Ferlosio a mi persona (9 de febrero, en Duque de Medinaceli, 4)», se trata de la antigua sede de la biblioteca de Humanidades del CSIC, donde Martín Gaite solía escribir, en lugar del Ateneo, tras la muerte de Marta. (...)


Martín Gaite destaca en esta cohabitación el reparto de tareas domésticas, el cultivo de la independencia, el respeto por la libertad del otro y la no injerencia en sus respectivas actividades, relaciones y manías, además del gusto «por hablar», por recibir a los buenos amigos, y por el sentido distanciador del humor. Probablemente lo que más les unió siempre, más allá de la existencia de Marta, fueron las mismas repugnancias, como confiesa Martín Gaite en una carta del 7 de febrero de 1996 a un lector desconocido: «En este caso a él y a mí el desdén hacia la alharaca, que siempre fue común». Sin embargo, no es posible ocultar que los textos arriba citados barruntan también diferencias y reconvenciones: «Él es más crítico que yo, más inadaptado y menos sociable»; su indolente incapacidad para terminar carrera alguna o su indisciplina académica; su autodidactismo y el peligro de descubrir mediterráneos ya explorados, especialmente a raíz de su sumersión «en la gramática y en la anfetamina», y después del «horror o repugnancia» que experimentó «por el grotesco papelón de literato que, tras el éxito de El Jarama, se cernía como un cuervo sobre mi cabeza».





Ciertamente el horario de Rafael Sánchez Ferlosio al filo de los años sesenta —cuando decidió encerrarse con sus estudios gramaticales en su cuarto, al que llamaban «el submarino» por estar aislado de la luz natural con gruesas cortinas oscuras— era incompatible con la vida en común: Ferlosio dormía de día y trabajaba de noche. Carmen Martín Gaite sabía que se había casado con un hombre inteligente, magnífico escritor, auténtico, sincero, originalísimo y del que ella además estaba muy enamorada, pero con el que era dificultosa la convivencia matrimonial, porque sus rarezas y su corrosivo sentido de la crítica se iban transformando en inadaptación. Pero no fueron solo estas manías, cada vez más arraigadas y con escasas posibilidades de cambio, la causa última del deterioro en la relación del matrimonio, que se produciría diez años más tarde. (...)



Con El balneario Carmen Martín Gaite consiguió el 21 de noviembre de 1954 la quinta edición del Premio Café Gijón. Cuatro semanas antes, el 22 de octubre, había nacido su primer hijo, Miguel. El Premio Café Gijón «para novelas cortas, patrocinado por Fernando Fernán Gómez», según consta en la solapa de la sobrecubierta, y entonces dotado con cinco mil pesetas, no tenía la importancia económica de otros galardones, pero su categoría literaria era elevada, porque se otorga de espaldas a cualquier compromiso editorial y en anteriores convocatorias lo habían obtenido Eusebio García Luengo, César González Ruano o Ana María Matute (con Fiesta al Noroeste). (...)

Tenemos la impresión de que un escritor en la España de 1950 tenía que pasar por una doble censura, la franquista y la antifranquista, ya que lo políticamente correcto en aquellos años era el realismo o las distintas acepciones del realismo. Salirse de él era no pasar otra censura más peliaguda: la de los deberes estéticos. Ser novelista y antifranquista exigía entrar en ese necesario proceso narrativo de reconocimiento de una realidad escamoteada, que fue la tarea estética de nuestra narrativa de posguerra. De hecho, durante la crónica del premio en el semanario El Español, ante la pregunta de qué novela de autor español contemporáneo le había gustado más, Carmen Martín Gaite responde inmediatamente: «Los bravos de Jesús Fernández Santos. Para mí es de lo mejor que se ha escrito en estos tiempos».24 Su respuesta fue absolutamente franca, como demuestran sus posteriores acercamientos críticos a este título de 1954, y también lúcida, al indicar el papel pionero de esta magnífica novela de Fernández Santos en el neorrealismo español: El Jarama se publicará dos años más tarde. (...)

las dificultades que debió sortear una escritora novel en la España de 1950 (esta misiva nos retrotrae nada menos que al artículo de su dilecta Rosalía de Castro «Las literatas. Carta a Eduarda», publicado en 1865 y que la propia Martín Gaite analizó en su ensayo Desde la ventana [1987]). En esta cautivadora carta cuenta a Ton Carandell lo complicado que le resultaba compaginar los absorbentes cuidados derivados de una niña de trece meses que empezaba a andar, con la dedicación que le exigía leer y seguir escribiendo. Téngase en cuenta que tras la muerte de su primer hijo, Carmen Martín Gaite vivía literalmente en vilo, con miedo, pendiente las veinticuatro horas del día de los movimientos, de la salud y hasta del sueño de Marta en estos primeros meses de su vida. (...)

Asunción Carandell tenían en Reus y las últimas semanas en la casa de los Goytisolo en Arenys de Munt: «Era fantástico el dominio del lenguaje que los dos tenían. Rafael hablaba de Adorno; de la gramática que estaba escribiendo y creo que luego rompió. Carmiña colaba sus comentarios y no sé si fue en ese viaje o en otro cuando me habló de Simone Weil. [...] Carmiña tenía que hacerse escuchar porque tenía cosas que decir y buscaba el lugar que se merecía; en esa época, tan clasista además, se sentía apartada del círculo de jóvenes intelectuales que frecuentaba su marido. Rafael, inteligente, clarividente y de “alta cuna” —es un decir—, era a la vez un estímulo y un freno». (...)



Martín Gaite envió Entre visillos al Nadal, bajo el seudónimo de su abuela materna, Sofía Veloso, ya que no quería ser relacionada con su marido, a quien se le había concedido el premio de 1955. El seudónimo encubría, pues, su otra personalidad, la de esposa de Rafael Sánchez Ferlosio. Tampoco se lo dijo a él: «No quería que su opinión me influyese ni en pro ni en contra. [...] El único cómplice de mi secreto, mi hermana Anita, a quien va dedicado el libro [...]. Desde aquel día consideré que tenía derecho a poner “escritora” como profesión en mi carné de identidad. El Nadal, que no tenía entonces contrincante alguno de su categoría, reafirmó mi decisión de seguir escribiendo siempre», comenta en «La noche de Sofía Veloso». (...)

Era preciso hacer borrón y cuenta nueva para que La charca se convirtiera en Entre visillos y se iniciara con el diario de una «chica rara», en la estela de la Andrea de Carmen Laforet, que cuestiona las normas habituales de convivencia y desea traspasar las fronteras de la angostura del tiempo, vivido como el confinamiento y el acoso propios de una charca. (...)

Al pasar de «Cárcel de visillos», Vida muerta o La charca a la locución locativa Entre visillos, Carmen Martín Gaite apuntaba directamente a las formas de vida de aquella clase media que vestía de visillos sus balcones y ventanas, una manera de ocultación pudorosa que marca las distancias, pero que también permite la vigilancia discreta desde el otro lado. Entre visillos es un válido testimonio de la posguerra civil (firme y efectivo sin pretender serlo) a través de cuatro muchachas de provincias que aspiran a casarse. En esta novela Carmen Martín Gaite tenía aún muy recientes sus vivencias provincianas y consigue criticarlas, pero sin acritud; en esos momentos no había nostalgia ni idealización, como se desprenderá de El cuarto de atrás e Irse de casa. (...)


los flecos de la señorita de provincias persistirán en ella hasta el final, aunque sobre esos flecos provincianos se imponga su recatada rebeldía y su ser poliédrico (pero sí observo ciertos gestos, algunos inevitables, otros cultivados ostensiblemente: el temor al qué dirán, la ausencia del tratamiento de la sexualidad como tema literario —incluso en los Usos amorosos de la postguerra española—, el mutismo sobre la causa de la muerte de Marta que fue para ella un tema tabú, y su manifiesto deslumbramiento por hoteles y aeropuertos durante sus estancias en Estados Unidos). (...)


hemos de esperar hasta 1980, cuando la obra publicada de Martín Gaite se detenía en El cuarto de atrás, para que Ignacio Soldevila, en su magnífico manual sobre La novela española desde 1936, rompa con ideas recibidas y apunte cómo su novelística no comulgó con el discurso hegemónico de la narrativa del medio siglo, ya fuera el de los rebeldes sociales, ya el de los estéticos, y señala dos presencias de formación, muy anteriores a Sánchez Ferlosio, a la hora de buscar influjos literarios: Aún más que en el caso de Aldecoa, Martín Gaite ha sido marginada por el equívoco, que alejaba de su lectura a los impertérritos frente al «realismo social» y desilusionaba a los incondicionales, doblemente sorprendidos de que Entre visillos no siguiera en absoluto al prototipo ideal del «objetivismo» que se había querido hacer con El Jarama, siendo como era la esposa de Sánchez Ferlosio: demasiadas contradicciones para una sociedad como aquella. Ni El Jarama ni el Alfanhuí han dejado la menor huella en la novelística de Martín Gaite, y la particular acuidad en su búsqueda de la exactitud y la precisión en el uso del lenguaje, que podría considerarse común a ambos, es más propia y va más lejos en la autora de Retahílas que en Sánchez Ferlosio. A ese respecto, más justo sería mentar dos excelentes maestros de la novelista, cuyos nombres no suelen aparecer a la hora de los influjos literarios: Rafael Lapesa y Salvador Fernández Ramírez.57 Soldevila subraya el papel decisivo que estos dos profesores de bachillerato de Carmiña tuvieron en la formación lingüística de la escritora y sitúa sus relatos, desde el inicio, al margen de la poderosa figura de su entonces marido (o del acuñado tópico de Madame Ferlosio), ya que la percepción de lo real en Carmen Martín Gaite no excluye lo psicológico y el tratamiento de la intimidad. Descifrar lo real más que presentarlo fue lo que Martín Gaite intentó y consiguió hacer, sobre todo, en su siguiente novela, Ritmo lento. (...)


En el caso de la conversación para Blanco y Negro, Mercedes Formica interviene lo menos posible y deja a su entrevistada tertuliar en una especie de monodiálogo. El resultado es un texto de sumo interés autobiográfico, a pesar de la temprana fecha. Esta entrevista consigue presentar un retrato de la joven escritora (en enero de 1958) con precisión e incluso rotundidad: «Pequeña, morena, de facciones correctas, los ojos vivos e inteligentes, lleva el pelo corto a lo Françoise Sagan, lo que le presta un aire de eterna estudiante. Apenas se maquilla [...]. Segura de sí, sabe que vale, y no lo disimula. [...] Ha nacido y se ha movido en un ambiente de bienestar, ya que en España la burguesía dorada está integrada fundamentalmente por tres profesiones: los notarios, los ingenieros de Caminos y los abogados del Estado. Carmen Martín Gaite abandonó (...).


«Mi vida de mujer y de escritora es simple. Desde las ocho y media de la mañana en que me levanto, a las ocho de la noche en que acuesto a mi hija, me dedico a la casa, a mi marido y a la niña. A las ocho me pongo a escribir, hasta las doce o doce y media de la noche. A veces me paso todo el día esperando esa hora. Otras, las menos, acompaño a Rafael al Gijón. Chicho [José Antonio Julio Onésimo], el hermano pequeño de mi marido, hace de baby sitter. Y no crea, gana su dinero. Primero cobraba 3,50 la hora, pero hace unos meses subió a cinco pesetas la tarifa. Lo pasa muy bien. Telefonea a sus amigos y cena fiambre». (...)


El ascendiente literario de Ferlosio fue decisivo y reconocido por ella misma, de 1949 a 1955 (me atrevo a delimitar esta franja de seis años por su particular significación, ya que marca sus comienzos literarios). A partir de El balneario Carmen no dejó que Rafael leyese ninguna de sus novelas hasta ser enviadas al editor, pero fue la gestación a escondidas de Entre visillos el título que confirmó su independencia creadora. A partir del Nadal aparecerá como profesión en su DNI «escritora», antes en el Libro de Familia figuraban las escuetas iniciales de «s. l.» (sus labores). (...)

estas líneas de la misiva citada, que envió a Asunción Carandell un año después: «A veces me encuentro tan terriblemente sola y siento la necesidad de cambiar de sitio. [...] Estoy aislada, encerrada en la niña, absorbida por ella, y siento mucha melancolía y una gran falta de libertad».8 Por otro lado, hay proyecciones biográficas en una serie de motivos de Las ataduras que nos remiten a su particular acontecer, entre los que destaca el hijo muerto o la angustia ante la muerte amenazante de un nuevo hijo. En «Lo que queda enterrado» aparecen una niña muerta y un segundo embarazo; igualmente en «La mujer de cera» se muestra un niño muerto; y en «Tendrá que volver» se nombra la enfermedad de la que murió Miguel, meningitis. Desde el 3 de mayo de 1955, Carmen Martín Gaite fabuló con sus avatares más lacerantes, e incluso liberó algunos de sus fantasmas más recurrentes, como también lo hará en una de sus grandes novelas, Ritmo lento. (..)



Cuando en 1970, Carmen Martín Gaite acababa de publicar El proceso de Macanaz, declara en una entrevista a Miguel Veyrat: «El escritor hace política, quiera o no quiera, en cuanto se apasiona por la verdad».24 En la década de los ochenta pudo constatar que a los políticos no les interesaba la verdad en sí, sino la búsqueda del propio beneficio, esto es, el poder. Martín Gaite, a diferencia de otros compañeros de su generación,25 consideró el resultado del referéndum del 12 de marzo de 1986 como una claudicación de la izquierda; y desde la década de los noventa, ante alguna pregunta impertinente de ciertos entrevistadores que pretendían acorralarla, solía responder con desparpajo que de política no hablaba ni drogada. Siempre se negó a aceptar (y lo tuvo a gala) la invitación recurrente a la bodeguilla de la Moncloa durante el «felipismo». (...)

Con Lucía, David es básicamente un personaje frío, distante, a quien le repugna lo sentimental: «Espectador de la realidad, su aproximación al mundo se resuelve en una valoración exagerada de su propia individualidad y de su incapacidad para encontrar un equilibrio entre razón y sentimiento. Su lucidez crítica, en relación con los defectos ajenos y con el orden convencional que acepta la mayor parte de las personas, le lleva a encerrarse en sí mismo, incapaz de proponer un modelo de comunicación afectiva que sea lo suficientemente válido, y en eso consiste su fracaso», comenta la propia Martín Gaite en su conferencia «Reflexiones sobre mi obra»,39 ¿y no parece que nos está hablando de Ferlosio? (...)



Tras estas contundentes palabras en torno a la incapacidad de convivir de su protagonista, no es difícil entrever el efecto purgante de la novela. Una vez producido el flechazo con la fachada del viejo chalé de la Ciudad Lineal que la originó, Martín Gaite tuvo que inventarse —esto es, descubrir— lo que estaba ocurriendo dentro y lo encontrará en el interior de su propia vivienda, conciencia e intimidad. A pesar de la rotunda evaluación del fracaso de su personaje central, David Fuente exhibe valores con los que Carmen Martín Gaite comulgó, como también los compartió con la irreductible personalidad de su admirado Rafael Sánchez Ferlosio, tales como el cultivo de la duda sobre la certeza, la repugnancia ante el cliché, el desdén por los convencionalismos en un momento en que el posibilismo y el pragmatismo campaban en la sociedad española (incluida la literaria), la búsqueda de la lucidez, el desprecio por la prisa y por las falsas soluciones, y el gusto por ir a contrapelo. En el fondo Ritmo lento es también una confesión atormentada de las propias ambivalencias que convivían en la conciencia de su autora. Si el lector mantiene una relación a ratos ambigua con David Fuente, es porque también la autora la mantuvo con su personaje. Y con ello nos acercamos a una posible interpretación última de la novela en clave biográfica: Ritmo lento es sobre todo una confesión de los extremos peligrosos al que podían llegar determinados valores generacionales que eran compartidos por Carmen Martín Gaite.


Una de las grandes aportaciones de Ritmo lento en la renovación de la novela española de los años sesenta es la nueva relación que establece entre el texto y su destinatario, ya que el sentido abiertamente ambiguo del primero exige un lector partícipe que se preste a la interpretación y que alcance el estatus de interlocutor y no de mero paciente o espectador. Esta ambigüedad radica en la capacidad tanto de identificación como de aversión que el lector establece con el personaje, David Fuente, hijo. La atentísima lectora que fue Martín Gaite supo ver perfectamente la renovación del pacto narrativo entre el sujeto de la enunciación, el enunciado y el receptor que Tiempo de silencio supuso respecto a la novela neorrealista de la década anterior, según se desprende de un apunte de sus Cuadernos, fechado en 1963: «De Tiempo de silencio me llamó la atención la música, porque era y es lo nuevo, la forma de tirar la piedra que tuvo Luis. La letra de la canción se canta con la música. Se me dirá: “Aquella música sin letra no habría sido nada”; pero yo sostengo que sin letra aquella música no se habría inventado, y mucho menos sin la invención de una relación nueva entre lo contado y los que iban a escucharlo».42 Si nos dejamos embaucar por el léxico de la autora, se desprenden dos cuestiones de fondo: inventar la música, la letra y la escucha es una misma empresa, y encontrar una nueva forma equivale a inventar un nuevo oyente (...).

CARMEN MARTÍN GAITE: UNA BIOGRAFÍA.
José Teruel. 
Tusquets, 2025. PREMIO COMILLAS.